Autor: Lehna Valduciel

  • Cautiva del mal


    Dedicatoria

    A la vida misma y a ti que siempre me lees y me sigues apoyando…


    La reina de la noche brillaba en lo alto. Su platinada luz se colaba por el resquicio entre la ventana y las cortinas. En la penumbra, ella permanecía sentada en mitad de la cama abrazada a sus rodillas y meciendo su cuerpo adelante y atrás como si siguiese el ritmo de una melodía que solo ella era capaz de escuchar.

    Había tenido que cerrar los ojos, pero en cuanto los abrió vio las sombras que danzaban a su alrededor, burlonas, cínicas, malévolas. Escuchó sus risitas y apretó los dientes mientras repetía en su mente la misma oración de cada noche:
    «Ángel de mi guarda, dulce compañía… no me desampares ni de noche ni de día porque me perdería»
    El viento que aullaba, lastimero, intensificó su desgarradora cantinela. La temperatura de la habitación se tornó gélida, casi glaciar.

    Comenzó a tiritar de anticipación; sabía que estaba allí fuera, esperando el momento preciso.

    La doceava campanada del reloj tañó. Ella se aferraba con más fuerza a sus rodillas mientras en su interior podía sentir cómo la llamaba… se negaría como siempre, pero él buscaría la manera de tentarla.

    Las nubes se arremolinaron alrededor de la luna. La habitación quedó envuelta en una profunda oscuridad. Las sombras desaparecieron.

    La cama comenzó a vibrar, los objetos cayeron y se hicieron añicos contra el suelo. Las cortinas se abrieron de lado a lado movidas por unas manos invisibles que dejaron al descubierto el cristal.

    Apretó los ojos en cuanto sintió su llamada. Estaba ahí, acechándola; esperando que ella se entregara.

    Sintió aquella mano rozándole el rostro, obligándola a girar la cabeza en dirección a la ventana.

    Sus ojos, esta vez infantiles, la miraban sin pestañear.

    Ella, incapaz de resistir su siniestra presencia, gritó, pero nadie la escuchó; seguía presa en el laberinto de su mente.


    La voz que narra este breve relato en el video es de quien escribe. Espero os guste y gracias totales por estar allí.

  • Los héroes también tienen pesadillas

    Un niño de entre 7 y 8 años con magulladuras en rodillas y en el rostro, sentado sobre un arcón. Tras él en la pared proyecta la silueta de Batman. La atmósfera de la estancia es algo triste y apagada. el niño permanece con cara pensativa.
    Imagen libre de derechos de Lothard Dieterich.

    La tarde ofrecía una brisa cálida, un sol brillante y un cielo claro donde las nubes jugaban a crear formas divertidas.

    Se asomó por la ventana y la vio en el jardín trasero. Salió corriendo de su habitación con Manchas siguiéndole muy de cerca. Descendió por las escaleras brincando a cada dos escalones y sonrió triunfal cuando aterrizó con ambos pies sobre la pequeña alfombra que su madre mantenía a los pies de la escalera.

    —Quieto ahí, Mike —dijo su madre cortándole el avance con los brazos en jarra—. ¿A dónde vas?
    —Nela está en el jardín, mamá —dijo como si aquello fuese razón suficiente.

    —De acuerdo, pero solo un rato, ¿eh? Luego vendrás y harás tus deberes.

    El niño asintió con la cabeza y salió disparado antes de que su madre pudiera cogerle para llevar a cabo el tedioso ritual de aplacarle el pelo rebelde y meter su camiseta por dentro de sus pantaloncillos cortos.

    Se percató de que tenía los cordones de una zapatilla sueltos y se agachó para atarlos con un lazo doble. Tras ocuparse de eliminar cualquier cosa que pudiera representar un peligro para una eventual escapada fugaz, se aproximó al jardín de su vecina.

    Manchas maulló con fuerza. Se arqueó y sacó las zarpas. Él sabía por qué; también lo había visto y estaba demasiado cerca.

    Inés se alejó de su hermana pequeña cuando el móvil comenzó a sonar con aquella melodía estridente. Mike echó a correr para evitar que se marchara, pero no llegó a tiempo. La verja lo había retenido demasiado. Estaba perdiendo la costumbre y la agilidad y eso no debía pasar.

    Sentada en su silla de ruedas, Nela se esforzaba por aumentar la distancia, pero aquella criatura monstruosa se movía demasiado rápido y la silla tenía el freno puesto.

    Desesperado ante la posibilidad de que el recolector atacase a su amiga otra vez, Mike se dobló y recogió dos piedras antes de echar a correr con todas sus fuerzas.

    Frenando y deslizándose entre la silla de ruedas y el monstruo, lanzó una piedra y luego la otra. La primera pasó a centímetros de aquella cornamenta repugnante mientras que la segunda dio en el blanco. La criatura chilló y se lanzó a por el chaval alejándose de la silla. Manchas echó a correr y de un salto llegó al regazo de Nela.

    Con la intención de alejarlo tanto como le fuese posible, Mike fue provocando al recolector que, no perdió tiempo en iniciar su persecución y señalarlo como objetivo.

    La criatura intentó embestirlo, pero Mike lo esquivó al rodar por el agreste terreno. Se raspó las rodillas y los codos, pero no le importó. Lo único que tenía en mente era que aquella criatura no se llevase el alma de Nela. Cogió varias piedras y se las lanzó. Muchas se perdieron sin dar en el cuerpo de aquella bestia, pero otro tanto sí que dio en el blanco.

    Frunció la nariz cuando vio aquel líquido espeso, verdoso y pestilente manar de las heridas del recolector.

    —Eres un crío estúpido —siseó la bestia—. Cuando acabe contigo, iré a por ella y tendré las almas que necesito.

    —Primero tendrás que atraparme, ¿no?
    La bestia dio un gran salto y ambos entraron en los predios del tupido bosque que circundaba su casa y la de Nela.

    Redujo un poco la velocidad porque necesitaba que la criatura lo persiguiese sin cambiar de opinión.

    Cuando llegaron al claro del bosque, el atardecer se vislumbraba en la bóveda celeste. Miles de formas fantasmagóricas; sombras espeluznantes se formaban entre los árboles y los arbustos. Inspiró hondo varias veces y tragó grueso cuando lo vio acercarse.

    Era todavía más horrible que el que los estuvo persiguiendo hacía unos meses.

    La criatura curvó lo que, en teoría deberían ser unos labios. Una hilera de dientes puntiagudos se extendía a lo largo de la curva. El recolector sacó su lengua y Mike pudo ver el aguijón. Tenía que ser valiente por Nela, ella ya lo había salvado una vez; por eso estaba en aquella silla; no podía rendirse, no justo ahora.

    La criatura hizo un ruido esperpéntico y Mike comenzó a temblar. Recordó la primera vez que había visto a Nela, sus hoyuelos al sonreír y la forma en que arrugaba la nariz cuando le explicaba cómo matar a cada monstruo. Ellos eran los elegidos y una vez te daban ese honor, ya no podías rendirte nunca jamás.

    Dio un brinco hacia atrás y evitó las garras venenosas por los pelos. Rodó por el suelo y se escabulló entre sus espantosas patas. El recolector se dobló sobre sí mismo para intentar cogerlo, pero Mike fue más rápido y al ponerse de pie, le dio una patada en el trasero a la criatura que fue a dar con las napias contra la roca que tenía en frente.

    El ruido de algo duro al quebrarse le dio escalofríos. Jadeante como estaba solo era capaz de pensar en Nela y en mantener a aquella cosa espantosa lo más alejado de ella.

    La criatura se levantó dando tumbos. El cuerno que sobresalía desde su hocico se había quebrado casi desde la raíz. Supo el instante preciso en que tenía que echar a correr antes de que aquella criatura se lanzase de nuevo al ataque y eso justo fue lo que hizo.

    El corazón le galopaba dentro del pecho, el aire le quemaba la garganta y la nariz. Los ruidos del bosque se iban interrumpiendo a su paso y tras cada chillido de aquella bestia el silencio que surgía en respuesta, se tornaba horripilante. Tropezó y dio con las rodillas en el suelo raspándose con los arbustos gran parte del rostro. Se volvió en el momento exacto en que el recolector lo apresaba entre sus garras y acercaba su aliento fétido hasta su boca.

    —¡Mike! ¿Despierta ya! —Se incorporó de golpe con el pelo pegado a su cabeza y una capa de sudor resbalándole por todo el cuerpo.

    —¿Qué pasa?
    Nela se cruzó de brazos haciendo un puchero. Se frotó los ojos bastante desorientado.

    —Te volviste a quedar dormido mientras leíamos el libro… —El chaval tiró de su camiseta para secarse el sudor que se le metía en los ojos—. ¿Cómo vamos a exponer mañana si tú te duermes?
    —¿Exponer?
    —¡Mike! Si sigues así de memo no voy a volver a sentarme contigo en clase.

    El niño se levantó, se tumbó en el suelo boca abajo y se asomó debajo de la cama. Luego comenzó a hurgar por toda la habitación.

    —¡Qué estás haciendo, jope! Verás tú como venga mi madre y me suelte una regañina por culpa de tu desorden.

    —Busco a los monstruos.

    —No seas tonto, Mike… los monstruos no existen.

    El grito de la madre de Marianela se escuchó amortiguado, pero con la suficiente claridad como para que la niña abriese mucho los ojos.

    —Venga, vamos a merendar… mi madre ha hecho bizcocho de chocolate y tenemos helado también. —La chiquilla tiró de su camiseta apremiándolo a moverse.

    Mike no dejaba de sentir como si alguien los estuviese vigilando. La piel se le puso de gallina cuando Nela salió disparada de su habitación. Escuchó sus pasos corriendo por la escalera y respiró hondo. Se volvió solo un instante y por el rabillo del ojo vio lo que creyó eran varias sombras moverse entre los muebles y las paredes. Le pareció escuchar voces muy bajitas y se quedó petrificado un instante. Los gritos de Nela lo hicieron apresurarse.

    —La próxima vez no escaparás…
    Se volvió con brusquedad, pero no vio nada. Se encogió de hombros y pensó que quizá Nela tenía razón y tendría que dejar de leer tanto terror por las noches.

    Dejó la puerta entornada y salió corriendo hacia las escaleras… por eso no vio los siniestros ojos endrinos que lo miraban marchar, difuminados entre las sombras.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto de mayo 2020, propuesto por Jose a. Sánches, @JascNet.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. La imagen que se propone y que está incluida en esta entrada
  • La escoba sagrada

    Estatuilla de una anciana bruja con su escoba
    Imagen de Igor Shubin tomada de pixabay.com

    Dedicatoria

    A todos esos corazones que todavía no han descubierto la magia que habita en ellos.


    Conocer a Eva había sido un gran acontecimiento en la vida de Madeleine, pero conocer su casa, era todavía mucho mejor. En la escuela no había nadie y lo sabía porque se había dedicado a investigar durante toda una semana, quienes de todos ellos habían puesto alguno de sus pies en la casa O’Donnell. Ni uno solo de sus compis del colegio sabía lo que se ocultaba tras aquella entrada de mansión de terror. Eso ya era suficiente para que Madeleine se sintiese afortunada y agradecida con la vida. ella, la niña regordeta de quien todos se burlaban, sería la única en pisar aquella casa y develar todos esos secretos que, de seguro, escondería la casa de Eva.

    Sonó el timbre. El griterío de sus compañeros la mantuvo aturdida por varios minutos; tantos, que no había escuchado la pregunta de su amiga. Porque a esas alturas ya podía decir que Eva O’Donnell era su amiga.

    —¿Madeleine? ¿Qué te pasa, estás atontada? —La chiquilla pestañeó y se quedó mirando a Eva como si fuese la primera vez que la veía.

    Eva le hizo carantoñas y aspavientos hasta que la niña asintió con las mejillas sonrojadas.

    —Vamos, mi abuela nos espera —invitó la niña.

    Madeleine se echó una mirada de autoevaluación. Se sacudió la falda del uniforme y se estiró la camisa. Luego, echó a andar tras Eva que, sin mirar atrás, había salido disparada.

    * * * *
    A Madeleine casi se le salen los ojos de las órbitas cuando bajó del coche. Tras las verjas de aquella mansión había todo un universo de criaturas que, quizá, pensó antes de pisar el primer escalón, cogerían vida durante la noche y se pasearían por los alrededores espantando a todo el que se les cruzase en el camino.

    La abuela de Eva miraba a la niña con una sonrisa. A Madeleine le parecía de todo, menos que fuese una bruja como la de los cuentos. La niña alzó la mirada ante aquella entrada con las puertas macizas de doble hoja y una cabeza de gárgola con un gigante aro de metal. Las puertas parecían pesar toneladas, pero la amable mujer las abrió sin mucho esfuerzo y la invitó a pasar.

    La niña no dejaba de ver el par de estatuas que custodiaban los escalones; tampoco era capaz de hacerse la vista gorda ante la pequeña alfombrilla de color burdeos que descansaba en el último escalón, con aquel mensaje que parecía estar escrito en un idioma muy raro. La niña se quedó parada en el segundo escalón, con la mirada clavada en la alfombrilla. La abuela de Eva, la observaba, divertida.

    —No pasa nada si la pisas, todos en la casa lo hacemos —dijo la mujer extendiéndole la mano a la niña.

    Madeleine se cogió de la señora y la calidez de su mano la reconfortó. Se sorprendió al sentir que los zapatos se le hundían, pero que las letras permanecían en su sitio. Eva soltó una risita y se detuvo un instante.

    Madeleine alzó las cejas y sus ojos adoptaron una expresión, mezcla de incredulidad y maravilla, cuando vio a su amiga con aquella curiosa escoba en la mano.

    Parecía tener todos los años del mundo. El mango estaba descolorido, el pelambre se veía desordenado y envejecido, como si la escoba hubiera sido usada por siglos y siglos para barrer.

    Eva sostuvo la singular escoba y pronunciando una especie de refrán comenzó a barrer desde donde estaba parada hacia afuera. Cuando terminó, la niña le guiñó un ojo y entregó la escoba a su abuela, quien, siguió con exactitud aquella especie de ritual.

    «¿Será que sí son brujos?», pensó Madeleine, mordiéndose el carrillo del lado derecho. «¿Le dejarían a ella también?» La chiquilla miraba la escoba como si esperase que esta le saltase haciendo chispas o algo parecido. De pronto recordó aquella escena de la peli de Disney donde Merlín embrujaba toda la cocina y casi se le escapa una risita.

    —Si quieres intentarlo, adelante —animó la abuela de Eva acercándole la escoba como si le hubiese leído el pensamiento.

    —¿Puedo? —La mujer asintió con una sonrisa.

    La niña cogió la escoba, pero se quedó un tanto decepcionada, pues la vetusta limpiadora era un objeto inanimado más. Ni le hablaba ni parecía estar dotada de ningún poder mágico.

    —La magia no está en los objetos, cariño —dijo la abuela de Eva interrumpiendo sus pensamientos—. La magia habita en nosotros.

    —¿Yo tengo magia?
    —Claro que sí —aseguró la mujer—. Ella habita en ti, igual que en los habitantes de esta casa.

    La niña abrió tantísimo los ojos, que las cejas se le alzaron y en la frente se le formaron algunos plieguecillos. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza que, además de conocer la casa de Eva, también conocería a su familia.

    Presa de la curiosidad intentó pasar a toda prisa, pero algo la detuvo. Del susto casi se le cae la escoba al suelo. Un coro de risitas llamó su atención, pero por más que estiró el cuello, no logró divisar nada.

    —Has de barrer de ti todo lo que te empañe la visión, querida —explicó la abuela de Eva.

    Madeleine se quedó pensativa un instante.

    —¿Eso cómo se hace? ¿Cómo sé lo que me empaña la vista? Que yo sepa, no necesito gafas para ver.

    La abuela de Eva sonrió.

    —No es complicado —aseguró mientras le explicaba cómo sujetar la escoba—. Solo necesitas imaginar que te deshaces de todas esas ideas que te ponen triste, esas que te hacen dudar de ti, de lo maravillosa que eres.

    —¿Soy maravillosa?
    —Desde luego que sí, cariño —Volvió a asegurar la mujer—. Por eso Eva te ha invitado a casa.

    Madeleine sintió un calorcillo recorrerle desde los deditos de los pies hasta su pecho. Mirando a la mujer con los ojos llenos de expectativas, cogió la escoba con ambas manos.

    —¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

    —Repite conmigo —ordenó la mujer.

    La chiquilla asintió.

    —Barro la duda y la oscuridad; —La chiquilla hizo el primer movimiento repitiendo despacio cada palabra—. Barro los miedos y la envidia… —Madeleine se sintió más liviana y puso más ímpetu en aquel curioso ritual—. Barro toda idea que me reste seguridad, porque así dejaré fuera de casa todo lo que pueda fastidiar la armonía de este hogar.

    La chiquilla hizo el último movimiento y la abuela de Eva sonrió.

    —Bienvenida a casa, pequeña.

    Madeleine dio un paso al interior. Esa vez no encontró resistencia. La puerta se cerró tras ellas con tanto sigilo que la niña no dudó que la magia estuviese de por medio. Dio otro paso avanzando en aquel salón decorado como si fuese el salón de un palacio. Se detuvo un instante con la escoba en las manos cuando vio a los habitantes de aquella mansión. No sabía por qué, pero se había imaginado otra cosa, nunca pensó que la estuviera esperando tanta gente. Un aplauso cálido de bienvenida hizo que la niña se ruborizase de nuevo. Sorprendida ante el recibimiento de tantas personas de diferentes edades, la niña se quedó con la boca abierta. Eva se le acercó, sonriente.

    —Cuelga la escoba, Made —dijo señalando el lugar donde era evidente que aquella desvencijada escoba debía permanecer. La chiquilla se quedó un poco perpleja. Haciendo memoria no se fijó que Eva entrase para volver a salir. ¿cómo había podido cogerla?
    Como si le hubiese estado leyendo la mente, la abuela de Eva comenzó a explicar:
    —La escoba sagrada viene a nosotros cuando nos percibe de pie en la puerta, Madeleine.

    —¿La escoba sagrada? —La niña bajó la mirada y se sintió avergonzada por haber pensado que era una escoba vieja.

    Eva soltó una carcajada cantarina.

    —Es una escoba viejísima, Made —dijo la niña— Pertenecía a la tatarabuela de mi abuela, ¿te imaginas? —Madeleine negó con la cabeza.

    —Es una escoba que ha pasado de generación en generación, cariño —explicó la abuela—. Ahora permanece con nosotros, es parte de este hogar.

    —Pero yo no vivo aquí —murmuró la pequeña mientras se mecía de un lado a otro.

    —No vives aquí, pero puedes formar parte de nuestra familia si quieres. —dijo la voz de un joven que a la niña le pareció el más guapo que hubiese visto en toda su vida.

    —Es verdad —dijo titubeante Eva—. di por sentado que querías, pero si no quieres…
    —Claro que quiero —respondió Madeleine, mirando la escoba con tanta emoción que pensó que se pondría a llorar ahí mismo como si fuera una cría pequeña.

    —Entonces solo has de colgar la escoba —dijo un señor con el pelo gris y los ojos de un azul tan oscuro, que casi parecían negros.

    Tras morderse el labio inferior, se fijó en lo alto que estaba el gancho donde colgaba la escoba.

    —Pídeselo —sugirió una jovencita que se parecía mucho a Eva.

    La niña buscó la mirada de la abuela de Eva y esta le sonrió, asintiendo.

    —Escobita, ¿puedes colgarte en tu sitio?
    Nada pasó.

    —Así no, Made —corrigió Eva tocándose la frente con un dedo para luego tocarse el pecho donde está el corazón—. Intenta lo mismo, pero sin hablar con la boca.

    —Entonces ¿con qué le hablo a la escoba?
    —Con el corazón —respondió la jovencita que se parecía a Eva.

    —Vale.

    La niña adoptó una expresión seria. Estaba concentrándose, pero nada sucedía.

    —Deja que el deseo se forme en tu corazón —indicó la abuela—, luego deja que fluya fuera de ti.

    Madeleine siguió la indicación. La escoba flotó desde sus manos hasta dejarse caer en el gancho donde colgaba y que estaba ubicado tras una de las hojas de la maciza puerta de la entrada. Los vítores del resto de habitantes no se hicieron esperar. La niña volvió a sonrojarse, pero se sentía contenta. Por primera vez en todo lo que recordaba de su corta vida, se sentía parte de algo. Eso la llenaba de alegría.

    —Muy bien —felicitó la abuela acariciándole la cabeza—. Ahora es tiempo de tomar una merienda, luego podréis explicar a Madeleine cómo son las cosas en esta casa.

    Eva tomó de la mano a su nueva compañera de conjuros y echó a correr atravesando el amplio salón.


  • El guardián de los secretos

    Ilustración de un elfo oscuro
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Dio forma de cubo a la arcilla que sostenía entre sus húmedas manos. Trazó el ojo que serviría, a modo de cerradura, en una de sus caras.

    En las otras cinco, fue tallando, con su delicada cuña, los secretos que evitarían la extinción humana.

    Satisfecho por su legado avivó el fuego que lo mantendría transcurrido el tiempo.

    Una vez creado confinó su espíritu en el interior.

    No hizo falta llave.

    Todo se develaría cuando el alma impía leyese con el corazón.


    Este relato ha sido escrito para participar en el esccribir jugando abril 2020, propuesto por Lidia Castro. Son ochenta y una palabras sin el título.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. La imagen del cubo: un ojo
    2. Referencias a la escritura cuneiforme
  • LADY RISUEÑA

    Paisaje volcánico. A la derecha una chica y un dragón bañados por la luz del sol.
    Imagen de Stefan Keller en pixabay.com

    Soy una Risueña. No es que me ría todo el tiempo, es que pertenezco a la familia Risueña. No me preguntéis por favor sobre los orígenes de dicho apellido, porque ni yo misma he podido desenredar el entuerto de nuestra historia familiar; pero esperad que ponga en orden mis ideas, porque si comienzo a contaros mi tragedia, de seguro no termino y vosotros tampoco llegaréis a entender un pimiento frito.

    Veréis, queridísimos lectores. En nuestra familia, siempre, pero siempre, siempre, tiene que existir una bruja, una guerrera y una erudita en cada generación. En la mía, como todavía no sabéis, pero yo os lo diré, no hay ninguna de las tres. ¡Ninguna! Y claro, a quien culpan nuestros ancestros, a la benjamina, o sea, quien os narra y quién, por comodidad prefiere ir descalza, que no desnuda, claro, por aquello de la timidez que me caracteriza, aunque mi querido abuelo siempre diga que soy una risueña desenfrenada, irreverente y con la peor combinación de nuestros genes.

    El asunto está en que, en vista de semejantes ausencias, se me ha encomendado a mí, salvar el honor familiar. Es una misión que, si os soy sincera, no sé cómo afrontar.

    En nuestro reino, donde no es que tengamos monarcas porque la verdad, hace mucho nos volvimos republicanos por aquello de no obedecer sino el mandato del pueblo, persiste una criatura gigante y temida por todos que, cada cierto tiempo, reclama un sacrificio con el único objetivo de que no se nos coma a todos o nos quedaríamos sin reino y claro, sin pobladores. En otro momento y en mejores circunstancias, alguna de las tres figuras que os mencioné y que en esta generación no existen, se enfrentaría a la molesta criatura y todos felices comiendo perdices.

    Como comprenderéis, visto lo visto, el encargo a recaído sobre mí, que no tengo pajolera idea de conocimientos sobre hechizos o sortilegios, que no soy capaz de atinar con una flecha ni que otro me sostenga el carcaj o me tense el arco y su cuerda, y mucho menos puedo blandir una espada, pues corro el riesgo de volverme escabeche a la primera que intente hacer una filigrana.

    ¿Habrase visto semejante despropósito?
    ¿Os dais cuenta de mi terrible tragedia? Y pensaréis que todavía me quedan las letras, No obstante… ¿qué puede lograr una pluma y un tintero contra el dragón hechicero? Y si os contase lo que me ocurre cuando soy presa de los nervios. Esos malditos traidores que me dejan expuesta y anulan por completo mi criterio.

    Pero aguardad, estimadísimos aventureros de las letras, que todavía no os he revelado la peor parte. Lo más terrible es el objetivo de esta nefasta misión: que yo, … logre en un solo intento, que el dragón hechicero mejore su sentido del humor. En pocas palabras, o logro que el dragón se ría en lugar de escupir fuego, o terminaré churruscada en la quinta paila del infierno y, a todas luces, no va a ser ni por asomo tan estilizado como el creado por el caballero Dante; sí, ese mismo a quien se le ocurrió la brillantísima idea de crear divinas comedias Y, que podéis tener por bien fundado, no va a mover un solo pelo para salvar el honor familiar de una Risueña.

    Puesto que no tengo alternativas ni mi familia tampoco, ya que todas las Risueñas han huido por la derecha, he decidido, al mal paso, darle prisa. Ataviada como corresponde a tal encomienda, me he puesto mi traje de cazadora, con sus botas y su peto a juego; me amarré la melena porque de lo contrario no vería tres en un burro ni viceversa y me armé mi petate con diferentes herramientas. Os diría que ensillé mi montura y me lancé a la cabalgata, pero a estas fechas no tenemos ni yeguas, ni caballos, ni burros ni mulas de carga. En efecto, todas las hemos tenido que sacrificar para saciar el ansia alimenticia del regente de nuestra sempiterna y querida Tranquilidad. ¿A que tiene bonito nombre nuestra república?
    Disculpad que comience a irme por las ramas y eso que, a mí, lo de trapecista jamás se me ha dado nada bien. A lo sumo logro subirme al árbol del jardín cuando quiero pernoctar bajo el manto diamantino, pues de vez en vez, me ataca el irrefrenable deseo de salir corriendo por la izquierda, a ver si el universo me depara un destino menos aciago que el de enfrentarme al dragón hechicero con mi pluma y un tintero. Ya sé que os dije que en mi generación no hay eruditas; es así, lo que ocurre es que estas son las herramientas más inofensivas que puedo utilizar sin correr el riesgo de automutilarme o quien sabe si algo más.

    Pero bueno, que me hago la cabeza un lío. Consultando la brújula de mi direccionador manual, esa que no tuve más alternativa que colgar del cuerno de mi vetusto toro castrato, el miguelino, buey que nos hace de carguero y transportador a la vez, comprobé que iba en la dirección correcta. Tiré del freno con la mano y evité por los pelos atropellar a los nueve enanos que cruzaban arreando a una señorona mamá ganso con sus gansillos y terminé bañada de rulos a pies del barro podrido que rodeaba los predios de la enorme mansión de aquel a quien había ido a visitar.

    Cuando pude, por fin, esconder mi medio de transporte —bastante vergüenza debía afrontar dada mi evidente ineptitud en estas lides bélicas como para sumarle otra más a la larga lista—, subí los escalones de la entrada y sacudí la aldaba.

    Mayor fue mi sorpresa cuando me topé con un hombretón estirado y con cara de no haber comido en unos diez días. Pregunté por el señor de la casa y tras varios gruñidos que, asumí significaban una bienvenida, me adentré y esperé de pie; eso sí, cerca de la puerta por si en un momento desesperado me tocase echar a correr.

    La situación, hasta el momento, iba viento en popa. El mayordomo no me había mordido y no fue necesario llegar en escoba, lo que, teniendo en cuenta mi imposibilidad de alardear de mis habilidades de hechicera Risueña, había sido algo más que un golpe de suerte.

    Tras esperar un tiempo, para mí, indeterminado, el mayordomo volvió con la orden expresa de que me desplazase hasta el salón. Procurando evitar convertirme en la comida de aquel buen servidor de su señor, obedecí sin oponer resistencia.

    No puedo decir que no me cogiese por sorpresa, porque en el fondo las leyendas no eran lo bastante detalladas como para hacerme una idea de lo que sería una entrevista con aquel legendario dragón.

    Me esforcé, eso sí, en ocultar mi desasosiego cuando observé que, en aquella estancia gigantesca, apenas si había una silla en la que, por fortuna, mis posaderas podían caber sin demasiados problemas.

    Puesto que no quería hacer gala de la mala educación que había sido la bandera de algunas de mis predecesoras, esperé de pie a que el Dragón hechicero hiciese acto de presencia.

    Me sujeté con toda la fuerza de la que pude disponer apenas comencé a sentir bajo mis pies el temblor acompasado que estremecía la mansión entera. Por un momento pensé que la madre naturaleza se había apiadado de mí, pero esa idea entró en fuga cuando observé al señor de aquella mansión aproximarse hacia el salón.

    Apreté las rodillas y por reflejo las posaderas, cuando aquella inmensa criatura se detuvo frente a mí. A sabiendas de que, si aflojaba, así fuese un milímetro, el dragón sería testigo de un escape inoportuno de mis esfínteres, me aferré con ambas manos al espaldar de aquella silla. El dragón olisqueó el ambiente y resopló una nubarrada sulfurosa. Era tan fétido aquel aliento que por un instante pensé en recomendarle alguna mezcla de hierbas aromatizantes que hiciesen mejor trabajo que cualquier enjuague bucal que estuviese utilizando. Desde luego, tal como habréis pensado y adivinado, fui incapaz de semejante oprobio.

    La bestia alzó una ceja cuando por fin hizo lo propio para detectar mi presencia.

    —¿Dónde está la risueña a la que me he de enfrentar?
    Aunque las rodillas me chocaban y mis pies pedían a gritos ponerse en polvorosa, di un paso al frente y realicé mi tan estudiada reverencia.

    —Estamidásimdo… quise decir, estimadísimo regente… —El dragón se sentó y parte del techo se desboronó cayéndome encima y matizando mis cabellos de un intenso color grisáceo—. Estoy a vuestra disposición.

    El dragón se cruzó de garras y me miró mostrándome toda la hilera de dientes.

    —Esto es una broma, ¿no? —Negué con la cabeza y tragué grueso.

    —Verá usted… —iba a explicar mis circunstancias, pero el aliento flamígero de mi anfitrión me persuadió, así que cerré el pico.

    —¿No había nadie más entre vosotras las Risueñas, que han enviado semejante enclenque? —La bestia me levantó sin esfuerzo y me acercó a sus fauces pestilentes.

    No me preguntéis qué ocurrió, porque todavía ni yo misma logro comprenderlo. Lo cierto es que me llené de tal indignación, que no fui capaz de permanecer con la boca cerrada.

    —Podré ser enclenque, pero al menos no apesto a pedo recién salido de un chiquero… ¿nadie os ha dicho que vuestra merced debería visitar a algún médico? Porque no a de ser normal oler a podrido de una forma tan singular.

    —Enclenque y, además, atrevida. —el dragón me dejó caer y por fortuna, llevaba puestas las bragas con doble relleno trasero; con lo que pude amortiguar el golpe y ponerme en pie gracias al rebote. Puede que penséis que estaba yo majara en ese instante, pero os juraría que aquel monstruo sonreía con todos sus dientes.

    —Y dale con la misma cantinela —espeté poniendo los brazos en jarra—. ¿Vuestra merced no se sabe otro adjetivo?
    La criatura alzó las cejas y resopló echando humo por las napias.

    —¿Insinúas que soy un ignorante?
    —Vuestra merced no es muy entendido, ¿verdad? Va a ser que necesita más luces que un ciego en un túnel, señoría.

    —¡Encima te atreves a decirme lerdo?
    —¿Me ha escuchado vuestra merced pronunciar semejante ignominia? No, ¿verdad? Yo seré cualquier cosa menos lo que vuestra merced esperaba, pero maleducada, ¡eso sí que no os lo acepto! ¡sois un atrevido de la peor calaña!
    Como si el Maligno se me hubiese llevado para poseerme, comencé a coger y a arrojar cuanto objeto se cruzaba por mi vista. Desconcertado por semejante arranque de furia por mi parte, el dragón se limitó a esquivar mi arremetida.

    —¡Cálmate, chiquilla endemoniada!
    —¡Endemoniada, dice! ¡vuestra merced es un abusivo! Años llevamos las risueñas obedeciendo vuestros caprichitos gastronómicos y ¿qué hace vuestra merced? ¡Nos ofende de esta manera tan vil y rastrera!
    —¿Caprichitos gastronómicos? ¿De qué coño hablas, criatura?
    —¡Se nos come usted todo cada generación y todavía tiene la osadía de preguntar de qué os estoy hablando!
    El dragón me observaba con los ojos desorbitadísimos mientras yo, presa de la furia, me fui a por el primer objeto filoso que pude hallar. En pocos minutos empuñaba una espada más grande que mi propio brazo. Ni me preguntéis cómo fui capaz de semejante hazaña, porque no tengo ni la menor idea. Lo único que sé, es que me lancé a por el hechicero, pero por razones obvias trastabillé y lo único que conseguí fue que la criatura se diera un mamporro en la cabeza cuando por evitar pisarse su propia cola, dio un paso atrás y se llevó el arco abovedado del salón de audiencias.

    Desde luego, no fue el único que se llevó un mamporro. Yo me llevé otro par cuando choqué de frente con la inmensa tripa de la bestia y rodé escamas abajo, como cualquier insecto haría al estrellarse contra una pared de piedra.

    Frustrada y agobiada por semejante vergüenza, me quedé despatarrada en el suelo y comencé a chillar como haría cualquier cría pequeña.

    —Por todos los infiernos, ¿ahora por qué diablos lloras? —La criatura agachó su enorme cabeza para mirarme más de cerca.

    Comencé a chillar con más fuerza. Estaba desconsolada de imaginar que aquella bestia se me comiese y así terminase la historia de las Risueñas.

    —¡Os parece poco esta vergüenza! —chillé limpiándome los mocos con la mano—. Seré la única Risueña incapaz de cumplir su misión para mantener la tregua en el reino del buen humor. ¡Soy la única que no volverá porque vuestra merced me va a tragar como si fuese una pierna de ternera!
    —¡Por las cocuizas de la Magdalena! ¡Cállate un momento que por tu causa ahora cargo un dolor de cabeza que no veas!
    —No sé que sean esas cosas que vuestra merced mienta, pero no me achaque responsabilidades ajenas! Yo no tengo la culpa de que vuestra merced sea una bestia. Y… ¡haga vuestra merced el favor de no gritarme!
    —¡Pero si eres tú la que chilla como si tuviese un trompetín en la garganta, insensata!
    —¡Intensata! ¡Se atreve a decirme intensata!
    Presa de nuevo por otro arrebato colérico, hurgué en mi petate y saqué mi pluma nueva y el tintero que le pedí prestado a la última erudita Risueña.

    —Querrás decir insensata, ¿no?
    Me puse en pie, furiosa. La bestia seguía con la cabeza a mi altura mirándome con aquel ojo viperino. Lo apunté con mi pluma.

    —¿Pretendes clavarme esa pluma en algún lado?
    Me le quedé mirando con la boca abierta y volví a cerrarla, no iba yo a darle el gusto a aquel infernal y hambriento dragón, el placer de verme venida a menos.

    —Pero ¿por quién me toma usted?
    Me dio la impresión de que el dragón se pensó un poquitín la respuesta. Porque se quedó callado un rato sin moverse.

    —Me parece que, si te lo digo, criatura, no te va a gustar ni un pelo.

    Resoplé encendiéndome de nuevo. Como veis, tengo yo un temperamento un poco inflamable y eso que no me parezco en nada a una cerilla.

    —Tenga usted la bondad de facilitarme una hoja de papel, si no le parece demasiada molestia.

    —Sírvete tú misma, niña. —Me indicó con una garra dónde tenía guardado el papel para la correspondencia.

    Alerta por si aquello fuese algún tipo de trampa mortal, caminé sin darle la espalda. La bestia parecía menos feroz de a momentos. Sin embargo, no iba yo a confiarme así nada más. Cuando por fin logré sacar una hoja, me senté en el suelo y comencé a escribir.

    —¿Qué se supone que haces?
    —¿Qué, vuestra merced es cortito de miras? ¿Acaso no es evidente que estoy escribiendo una carta?
    —Si fuese evidente, ¿te lo preguntaría acaso?
    Me encogí de hombros.

    —¿Y yo qué sé? Vuestra merced es una bestia muy rara.

    —¡Bestia! ¡Habrase visto semejante desfachatez!
    —Haga el favor de no vociferar que me rompe la conspiración y esta carta no se va a escribir sola.

    —Querrás decir concentración, niña.

    —Lo que sea… haga el favor de cerrar las fauces un ratejo.

    Me dispuse a retomar mi escritura, pero claro, aquel dragón desconsiderado no estaba por la labor de ponerme nada fácil aquel día.

    —¿Se puede saber a quién le escribes?
    —A la AHD, la asociación de heroínas y dragones. Os voy a denunciar por incumplimiento.

    —¡Por los clavos de San Eneas! ¿cuál incumplimiento? ¡Todavía no he podido ni siquiera entrevistarte!
    Alcé una ceja y me levanté de nuevo, apuntando a la bestia con mi pluma que estilaba tinta dejando un reguero por todo aquel suelo.

    —¿Va vuestra merced a contratarme?
    —¿Y si no para qué te iba a mandar venir, criatura?
    —Para comerme, ¿no?
    Por alguna razón tuve la impresión fugaz de que algo había dicho sin ser consciente, porque la expresión del dragón cambió radicalmente. De pronto me sentí como de seguro han de sentirse los solomillos cuando los tiran en el asador.

    —Lo de comerte, puede que no sea mala idea. —La bestia movió su inmensa cabeza como si estuviese asintiendo.

    Tragué grueso y me puse tan nerviosa, que comencé a tartamudear y a lanzar disparates como una locomotora. Sintiéndome desgraciada por aquel destino cruel, me dejé caer en el suelo otra vez.

    El dragón se agarró la cabeza con las garras; desesperado por tanta cháchara insensata, comenzó a rugir llamando a una tal Griselda.

    —¿Me mandó llamar?
    —No… pego alaridos pronunciando tu nombre porque es una bonita cantinela —exclamó con los ojos entreabiertos—. Haz el favor de llevarte a la Risueña. Le das su uniforme y le indicas cuáles son sus obligaciones. Y asegúrate de que firme el contrato, no quiero aquí al sindicato armando jaleo.

    La mujer dio una mirada al salón. Me fijé en su gesto reprobatorio, pero poco me importó. Total, si aquel dragón se me iba a comer, no iba a ponérselo yo tan fácil.

    —Te encargas también de que venga el servicio de remodelaciones y que los gastos se los carguen al salario de la Risueña.

    Me puse de pie como un resorte. La mujer se sobresaltó pues no se esperaba semejante reacción por mi parte.

    —¿Cómo que salario? ¿Lo del contrato va en serio?
    —Si lo prefieres, puedo contratarte sin paga —propuso el dragón.

    Me llené de suspicacia y achiqué los ojos. Todavía embebida en aquella misteriosa ira que me libraba de toda prudencia y sensatez, hice gestos con el índice a la bestia para que se acercase. El dragón se movió con cautela, imagino que temiendo porque volviese yo a estallar en un arranque de fiereza extrema y terminase por cargarme las reliquias que todavía quedaban intactas en el salón.

    —Aclaradme vuestra merced, ¿dónde está la trampa? ¿qué clase de charada es esta?
    —¿Siempre eres tan desconfiada? —Mi respuesta fue cruzarme de brazos.

    El hechicero, ante mi testarudez hizo señas a la tal Griselda y esta se marchó en un dos por tres. Estando a solas, la bestia me mostró su verdadera identidad. Mis ojos no daban crédito ante aquella apariencia gallarda y tan varonil. Previendo otro estallido por mi parte, se movió con rapidez y me cogió por las muñecas. Luché para tratar de zafarme, pero me tenía bien sujeta. Tras darme la vuelta me apresó entre sus brazos. Su respiración me hacía cosquillas en la oreja.

    —¿Qué clase de burla es esta?
    —Por mi parte no hay burla —respondió el hechicero—. No soy yo quien os ha mentido, pequeña Risueña.

    Le di un pisotón a mi captor y aproveché de zafarme cuando aflojó el agarre. Me volví y alcé los puños como tantas veces había practicado en el jardín de mi casa.

    —Sois un… —me abalancé contra él y le di un puñetazo.

    —Parece que enclenque y todo, sabéis dar la pelea, mi lady Risueña —se limpió el hilo de sangre del labio partido, tras lo cual volvió a cogerme por las muñecas.

    —Os habéis estado burlando de todos… vuestra merced.

    —Mira, pequeña —dijo comenzando a perder la paciencia—. Entre tu familia y la mía, siempre han existido negocios en común. Yo no tengo la culpa de que a vosotras no se os diga la verdad desde un principio.

    Abrí tanto los ojos, que sentí que se me quedarían tiesos del impacto. Interpretando mi reacción se lanzó a darme su explicación.

    —Se ve que, a ti, más que a las anteriores, te han mentido con descaro y no sé por qué motivo.

    En ese momento las fuerzas me abandonaron y se apoderó de mí una gran desilusión. Había estado haciendo el ridículo durante toda mi etapa preparatoria. Ni me tomé la molestia en preguntar si las leyendas y los mitos eran ciertos, era más que evidente que todo aquello era un simple montaje. Esforzándome por recomponerme y no ceder ante la vergüenza, me dispuse a asumir las consecuencias.

    —¿Vuestra merced qué piensa hacer conmigo?
    —Contratarte como niñera.

    Abrí la boca, incrédula. Aquel hechicero contrataba a mi familia como niñeras. Como si hubiese podido leerme el pensamiento, tiró de mí para mostrarme a qué se estaba refiriendo.

    —En mi vida no todo es falsedad. Mi esposa sí falleció al dar a luz a nuestros hijos… —El hechicero señaló con un dedo a través de la ventana—. El parto se complicó porque eran trillizos y eso es muy inusual entre nuestra especie.

    Al asomarme por la ventana pude observar a tres pequeños dragones lanzándose fuego los unos a los otros. También fui capaz de identificar a la prima Helga, quien corría en dirección contraria con el pelo convertido en una antorcha anaranjada.

    —Como ves, tu prima está por romper nuestro contrato.

    —¿Y vuestra merced piensa que voy a poder hacer lo que mis predecesoras no han podido? No sé si es que vuestra merced no se ha fijado, pero yo no soy ni bruja, ni guerrera, ni erudita.

    —Mis hijos son adolescentes —señaló cruzando los brazos a la altura del pecho—. Si has podido conmigo, creo que puedes con ellos tres.

    Lo miré poco convencida, pero habiendo llegado hasta allí, no tenía mucho que perder y por el contrario sí mucho que ganar. Si sabía jugar bien mis cartas, podía darle la vuelta a la tortilla.

    —Acepto, pero con una condición.

    Me volvió a parecer que el hechicero sonreía, pero preferí no hacerme muchas ideas al respecto.

    —Pida, mi lady Risueña.

    Expuse mi plan al hechicero con todo el detalle de que fui capaz. La familia risueña necesitaba una cucharada de su propia medicina. supe que mi nombre pasaría a ser una gran leyenda cuando vi aquella sonrisa traviesa dibujarse en su rostro.

    —Esta sociedad va a ser de lo más interesante, mi lady.

    —Me alegro de que así os lo parezca, señoría.

    Decidida a dar comienzo a la leyenda, salí a por los tres diablillos. Mientras más pronto conocieran a su nueva niñera, más pronto sabrían las Risueñas lo que era reír de verdad, verdad.

    El final seguro os lo podréis imaginar, ¿no?


    Este relato ha sido escrito para participar en el ‘Va de Reto’ abril 2020, propuesto por Jose A. Sánchez (@JascNet).

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Un audio donde puede escucharse a una mujer reírse hasta las lágrimas
  • DE GUERRERA A ERUDITA

    Dos mujeres con un arco gigante a punto de disparar una flecha

    Deambulaba en el bosque con su carcaj y su arco. Lo cazaría, nada se lo impediría.

    La sumisión de su pueblo ante él, la llenaba de ira y repulsión.

    Se sorprendió al encontrarlo en aquel claro del bosque. Esperaba que fuese mucho más difícil. Sin pensarlo, cogió una flecha y disparó.

    Su corazón rebosaba de alegría, había sido un tiro perfecto.

    Se entristeció al encontrar su flecha clavada en la tierra.

    —Mientras habite en vuestras mentes, seguiré dominando vuestros corazones —le susurró el miedo.

    Decidida a ser libre, inició su propia revolución. Sus nuevas armas: palabras e imaginación.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Escribir jugando de marzo, propuesto por Lidia Castro. El microrrelato cuenta con noventa y ocho palabras sin el título.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Imagen tras la carta: El espíritu de un león en el claro de un bosque
    2. Imagen tras el dado: Carcaj y flecha
    3. Una de las seis emociones: miedo, asco, ira, alegría, sorpresa y tristeza

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