Autor: Lehna Valduciel

  • CUIDADO CON LO QUE DESEAS

    Periódico antiguo. la imagen del periódico se ve de color sepia.
    Imagen de Christopher Bluma en pixabay.com

    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. Lunes.

    Los niños salieron corriendo cuando el tío Manuel se despistó por estar mirando las dos buenas razones de su vecina. Concentrado en atisbar un poquitín más de aquel tentador escote, el hombre no se fijó que los niños habían desaparecido.


    Julieta se agachó, llenándose de barro hasta las rodillas. Daniel, entre tanto, montaba guardia por si alguno de los señores que trabajaban en el hoyo volvían.

    —¡Lo tengo! —gritó la niña, que echó a correr dejando a su primo atrás.

    Jadeante y agobiado por el susto, Daniel se le acercó y le arrancó el objeto de la mano. Frotándolo contra sus pantalones cortos, le fue quitando el barro seco. Julieta se inclinó para verlo mejor.

    —Cucha, Dani —dijo en un susurro—. Eso va en el cogote, ¿no?

    El niño puso los ojos en blanco.

    —¿Y yo que sé, Juli?

    —¿Será de una bruja?

    —Jope —se quejó—, ¿por qué haces tantas preguntas?

    —¿No te da curiosidad saber de quién era?

    El niño se lo pensó un momento y luego negó con la cabeza.

    —Lo que tenemos que hacer —dijo bajando mucho la voz—, es ver si se lo podemos vender a algún tiristas de esos que vienen al pueblo. Así sacamos pasta y compramos dulces donde la Dolores.

    —Es turistas, Dani… tu… ris…tas… —el chaval le sacó la lengua y la niña imitó el gesto. Luego se encogió de hombros poco convencida, pero prefería seguirle la corriente a su primo.

    —Venga, va —soltó y le arrancó el objeto de la mano antes de echar a correr calle abajo.

    Persiguiéndose un rato, los niños llegaron hasta la plaza. Justo en el banco se toparon con uno de los sobrinos del cura. El tipo era un ladronzuelo y todos lo sabían. Por eso siempre le huían. El joven se les quedó mirando un rato y luego alzó una ceja. Erguido en toda su estatura, se acercó a Julieta. La niña escondía el objeto con las manos en la espalda.

    —¿qué tienes ahí?

    —Nada.

    —Será mejor que me des eso que escondes, si no quieres que te acuse con la policía.

    —La policía no iba a creerte de nada —chilló el niño.

    El joven lo empujó.

    —Qué sabrás tú, mocoso.

    —¡No lo empujes! —el joven se cernió sobre la niña y le arrancó el objeto. Daniel intentó quitárselo, pero el joven lo empujó con más fuerza y el niño cayó en el suelo. Sonriendo con malicia, el joven se burló de los niños. Estos armaron tal escándalo, que el sargento Suárez se acercó a ver qué ocurría.

    —¿Qué es lo que pasa aquí?

    —Nada, los niños… siempre armando un follón por todo.

    El policía que ya conocía las mañas del sobrino del cura, se le acercó.

    —¿Qué es eso que llevas en la mano, chaval?

    —Un regalo —respondió intentando guardárselo en un bolsillo, pero por más que intentaba meterlo, no podía. El sargento, sospechando que había gato encerrado, le quitó el objeto.

    —¿De dónde sacaste esto? —El joven miró a los niños, pero estos no dijeron nada.

    El policía se fijó en el objeto. Era un medallón ensartado en una cadena de eslabones muy elaborados. A leguas se notaba que era un trabajo artesanal antiguo. Con lentitud dio la vuelta al medallón y casi se le cae de la mano cuando vio lo que había del otro lado:

    En alto relieve se veía con claridad grabado el símbolo del caos: un trisquel cuyos espirales estaban interrumpidos por las líneas de un pentagrama invertido.

    —¡Me cago en mis muertos! —El sargento hizo unas señas rarísimas varias veces. Con cuidado cogió aquella cosa por la cadena y la metió en una bolsa de las de evidencia que le habían sobrado de la última vez que había asistido a una escena de un crimen: el robo del cabrito de don Sebastián; y de eso ya habían pasado cinco años. De todas formas, eso no vencía, o eso creía.

    —¿qué va a hacer con eso? —preguntó el chaval, mirando con decepción lo que, había creído, sería una buena entrada de pasta fácil.

    —Voy a confiscar esta evidencia —dijo sellando la bolsa.

    —¡Oiga, pero si aquí no ha habido crimen!

    —¿Vas a cuestionar mi autoridad y mi conocimiento policial? Aquí ¿quién es el poli?, tú o yo.

    El joven se puso pálido. Varias de las vecinas y otros curiosos se habían ido acercando hasta la plaza.

    —Tranquilo… si yo solo preguntaba, pues.

    —Da gracias a que no te llevo detenido porque ya se acabó mi turno —amenazó—, porque si no, te dejaba durmiendo esta noche en el calabozo.

    —pero sargento Suárez…

    —Sargento Suárez un cuerno de chocolate —espetó el hombre haciendo señas como si fuese un policía de tránsito—. Haced el favor de desalojar la escena del crimen. Hala, calabaza, calabaza, cada quien para su casa.

    Los niños salieron disparados antes de que les fuese a caer una gorda mientras algunas señoras lo miraban con curiosidad.

    —¿Oye, Pedrete y de dónde te has sacao esa frase?

    —¡De dónde va a ser! —gritó la mujer de Pascual desde su ventana—. De la telenovela esa importada que siempre mira.

    —Anda a ocuparte de pascual, Mina y deja de ser tan maruja, mujer —espetó el sargento con los mofletes encendidos como un par de tomates.

    Guardándose la bolsa en el bolsillo interno de la cazadora, el sargento desanduvo sus pasos hasta que llegó a la comisaría de la policía local de Candeleda.

    El comisario que, estaba a punto de cerrar su oficina, se le quedó mirando como si Pedro fuese un aparecido.

    —¿Qué haces tú otra vez aquí? ¿No te ibas a ver el fútbol? —el sargento asintió con gesto adusto.

    —Ha pasado algo, jefe.

    El comisario, ante la actitud de su sargento, se devolvió y abrió la puerta de su despacho. Encendió la luz y rodeó su escritorio. Luego se sentó e hizo señas al sargento para que hiciese lo mismo.

    —Pasa, hombre, pasa y dime ¿qué ha ocurrido? ¿es muy grave?

    —Gravísimo.

    —Joder —exclamó—, dime de una vez, ¿ha habido algún muerto? —El sargento negó con la cabeza.

    —Mire —dijo sacándose la bolsa de evidencias de dentro de la cazadora—. Esto es terrible de verdad, jefe.

    El comisario lo veía inquieto con aquella bolsa en las manos.

    —Siéntate, Pedro —ordenó el comisario—. Deja la bolsa en mi escritorio y haz tu reporte.

    El sargento asintió. Le sudaba la frente y estaba pálido. Dejó la bolsa y fue como si se quitase cien años de encima de un tirón. Sentado y más relajado, empezó a narrar los hechos. Cuando por fin terminó, el comisario estaba con la cara de un color difícil de descifrar. Pedro se incorporó de golpe y se le acercó.

    —¿Comisario?

    El hombre no respondía. Luego de asimilar la noticia y pensar que seguro el sargento le estaba jugando una mala pasada, aunque no fuese el día de los santos inocentes, se relajó. De forma descuidada sacó el medallón de la bolsa. El sargento iba a detenerlo, pero el comisario lo frenó en seco. Mirando el medallón con detalle, alzó una ceja, inquisitivo.

    —Vamos a ver, Pedro —dijo haciéndole señas de que volviese a sentarse frente a él. ¿Y por esta chorrada es que tú andas así? Pero qué pasa, hombre, ¿eres gilipollas? Esto es una baratija que habrá robado el sobrino de Esteban por ahí a algún turista.

    —No jefe, usted no entiende. Ese medallón, ese símbolo…

    —si, sí… ya me dijiste lo del caos y toda esa tontería. —El comisario miró al sargento a los ojos—. Mira, yo te voy a demostrar que esto no es sino pura superstición tuya, que esto no hace nada de nada.

    El sargento abrió los ojos como platos cuando vio al comisario frotar el medallón.

    —En este lugar perdido… olvidado por esos dioses tuyos, bien vendría un poco de movimiento para matar el aburrimiento.

    Pedro se desmayó del tiro. El comisario, pendiente de ayudar al sargento, soltó el medallón y este chocó contra el suelo. Luego rodó como si fuese una moneda y quedó fuera del alcance de la vista de cualquier ojo indiscreto.

    El comisario le dio unos cachetones al sargento hasta que por fin volvió en sí.

    —Venga, Pedro, vete a tu casa y deja las supersticiones para las brujas y las marujas del pueblo.

    El sargento miró a su alrededor, pero no vio el medallón. De un salto se puso de pie y salió como alma que lleva el diablo. El comisario se encogió de hombros, apagó la luz y cerró la puerta de su despacho.

    A partir de allí, cosas insólitas e inesperadas comenzaron a ocurrir en el pueblo.


    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. martes.

    El comisario estaba a punto de salir de su casa con rumbo a la comisaría, cuando sonó el teléfono. Su mujer, acostumbrada a salir escopetada atendió en un periquete.

    —Chema, te llama la señora de López. —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —¿Diga? —Su rostro cambió de forma drástica tras escuchar algunos minutos.

    —¿Me puede repetir eso, por favor? —Siguiendo sus órdenes, Maricarmen puso el altavoz.

    —Quiero poner una denuncia contra la funeraria… me han cremado a mi Rubén, me dieron una cajita con las cenizas, ¿te lo puedes creer? ¿Y ahora qué hago con todo lo del funeral y el sepelio? Esos granujas me ofrecieron disculpas y han pasado de mí, que porque ellos no son responsables de que el encargado no mirase el registro. ¿a mí qué? Yo pagué un pastizal porque lo acomodasen como él quería y me lo han churruscao como si fuera una parrillada. Quiero que me tomes la denuncia, ¿me escuchaste?

    La mujer del comisario no daba crédito.

    —Señora López, yo la entiendo y lamento su pérdida, pero eso no constituye un crimen que amerite una denuncia en la policía.

    —¿Y entonces, ¿dónde tengo que interponer la denuncia?

    —Por qué no intenta hablar con Antonio, quizá con el periódico tenga mejores resultados.

    —Vale, pero que sepas que, si no me devuelven mi dinero, voy a hablar con el alcalde, eso no va a quedarse así.

    —De acuerdo, señora López. Ahora, si no le importa, tengo que colgar porque me esperan en la comisaría.

    —Vale, vale. Me saludas a la Mari, que es una monada de chiquilla.

    —Gracias, yo se lo diré.

    El hombre colgó y le extendió el teléfono a su mujer. Esta iba a decir algo, pero chema la interrumpió.

    —No me digas nada, cariño —pidió—. Me voy al curro antes de que otra cosa absurda pase.

    —Vale, cielo —dijo dándole un beso en los labios. —El comisario se lo devolvió, abrió la puerta y salió de su casa.


    >
    Una calle antes de llegar al ayuntamiento, el comisario se topó con un escándalo de proporciones épicas. Una grúa estaba estacionada cerca del bordillo y en la acera, una mujer enfurecida le gritaba a Pernalete, el nuevo agente que habían trasladado hace una semana desde Lugo. El joven parecía consternado. Una cantidad no despreciable de personas permanecían alrededor escuchando el escándalo. Chema se acercó con cautela.

    —¡Si es que es un gilipollas! ¡Cateto! ¡subnormal!

    —Perdone, señorita —interrumpió el comisario—. ¿qué ocurre aquí?

    —Y usted ¿quién coño es, otro cateto de este pueblucho?

    Pernalete abrió los ojos como platos.

    —¡señorita! No puede usted faltar así a la autoridad —espetó el joven agente.

    —¡Que no puedo, dice! ¡Qué no puedo! —La joven estaba iracunda y manoteaba en la cara del comisario como si fuese a cuadricularle el rostro—. Si es que sois de lo que no hay.

    —Señorita, si se calma usted y me explica —invitó el comisario.

    —¿Quiere que le explique? Pues yo le voy a explicar que este subnormal que usted ve aquí. —La mujer señalaba con el dedo a Pernalete—. Me ha puesto una multa por exceso de velocidad… ¿Exceso de velocidad!

    El comisario miraba al agente de soslayo. El muchacho estaba más blanco que la harina de doña Loli.

    —¿Iba usted a más de 120 kilómetros por hora?

    La mujer chilló indignada.

    —¡Como voy a ir a nada, si mi coche va subido en la puta grúa! ¡La maldita grúa! —espetó roja de la ira—. Este zopenco me ha multado a mí, porque según él, la grúa tiene matrícula andorrana y pues eso, no se le puede notificar la multa. ¿Será posible?

    El comisario quería matar a Pernalete.

    —Le ofrezco disculpas, señorita —dijo el comisario—. No se preocupe usted por la multa, ya el agente y yo nos encargaremos de resolver eso con el servicio de tráfico. —La mujer se relajó un poco.

    —¿Usted es? —preguntó la mujer.

    —Soy el comisario, señorita —dijo suspirando—. Este agente está recién llegado a la región.

    —Pues menuda adquisición —masculló con desdén.

    El joven agente permaneció en silencio.

    —Pernalete —dijo sin mirarlo.

    —Diga, comisario.

    —Vaya a la comisaría y espéreme allí.

    —Sí, señor. —El joven policía se dio la vuelta y salió disparado.

    —Respecto de su multa…

    —Mire, con que se ocupe y pueda yo irme de este lugar ahora mismo, me basta.

    —Faltaba más, señorita —agregó el comisario.

    La mujer miró al chofer de la grúa con una cara que hasta el señor Pascual se acojonó. Luego ayudada por el comisario, subió a su coche. La grúa arrancó.

    Chema alzó los ojos al cielo un instante y luego retomó la compostura.

    —Venga, se acabó el cotilleo. Ocupaos de vuestros asuntos. —Pascual miró a chema reprimiendo una risita y se marchó de vuelta a la panadería.

    El comisario cruzó la calle y giró en la esquina a la izquierda. Ver la puerta de la comisaría le dio cierta sensación de normalidad. Aquel día estaba siendo una locura y apenas eran las diez de la mañana.

    Al entrar, fina, la mujer del doctor y la todo en uno de la comisaría desde hacía veinte años le hizo una seña. Sorprendido por aquel gesto, se acercó.

    —Hola, Fina. ¿Pasa alguna cosa? Te veo un poco… ofuscada.

    La mujer carraspeó.

    —Verá, comisario —dijo mirando a los lados—. Es que … —El teléfono volvió a sonar.

    La mujer atendió y puso los ojos en blanco. El comisario alzó una ceja y se cruzó de brazos, expectante.

    —Señorita… —pronunció la mujer marcando las sílabas—. Esta es la décima vez que se lo explico.

    El comisario alzó las cejas ante el tono de la mujer.

    —No, señorita… —Fina apoyó el codo en el escritorio y dejó su frente caer sobre su mano.

    Al comisario le extrañó aquella reacción. La mujer de León, siempre había sido tan empática y solidaria. Picado por la curiosidad, decidió recostarse contra el escritorio. Fina alzó la cara. Era evidente que estaba hasta los ovarios de quien quiera que estuviese del otro lado. El comisario le hizo señas para que activase el altavoz. La mujer suspiró y pulsó el botón.

    —Mire señora —dijo la voz femenina—. Ya le expliqué que cuando me escapé estaba yo muy desmejorada. Desde el 19 de agosto a la fecha tengo mejor semblante, no podéis dejar que la gente me vea con esas fachas, es inhumano.

    El comisario no daba crédito. Pensando que la mujer del otro lado del teléfono estaba como una regadera, intervino.

    —Le habla el comisario Sánchez de Candeleda. Sepa usted que jugar con el tiempo de la autoridad es una falta de respeto.

    —¡Qué bueno que por fin lo encuentro, comisario! —dijo la voz femenina con entusiasmo—. Mire, llevo horas explicándole a la señora del teléfono, que necesito que cambiéis la foto de mi cartel de «Se busca». Es muy poco favorecedora. Tengo otra muy reciente en la que luzco mucho mejor…

    —Mire, jovencita —interrumpió el comisario—. ¿Qué se ha creído usted que somos?

    —Oiga, pero no se moleste, comisario —respondió la joven—. Si eso no lleva nada de tiempo, os puedo enviar una muestra por fax en un periquete.

    Fina respiró profundo negando con la cabeza.

    —¿Señorita, toma usted algún tratamiento psiquiátrico?

    —La verdad es que no —admitió la joven—, pero ¿qué pasa? ¿Eso tiene algo que ver con que me fugase de la comisaría de Ávila? Que sepa usted que no tomo drogas ni bebo alcohol, yo soy una chavala muy sana.

    El comisario perdió la paciencia.

    —Mire, señorita. Estamos grabando esta conversación y aplicando métodos informáticos para establecer su localización —mintió—. Como vuelva usted a llamar con ese asunto, la policía de Ávila le tocará la puerta. ¿Lo ha entendido?

    La llamada se cortó de improviso.

    —Oiga jefe, es usted el puto amo —dijo Pernalete.

    El policía había estado escuchando como el resto de la comisaría.

    —Pernalete, hazte un favor y pírate a por la bollería —ordenó—. Y todos vosotros, poneos a trabajar.

    La voz del comisario fue lo bastante elocuente. El agente salió escopetado y el resto de funcionarios buscó en qué ocuparse. Chema se dirigió a su despacho, abrió la puerta y cerró con un portazo. No se había sentado en su silla, cuando llegó un fax. Con un dolor de cabeza que comenzaba a resultarle molesto, se acercó al aparato y cogió la hoja. En la misma podía verse la foto de una chica bastante joven con un texto que decía:

    «Podéis usar esta foto, por favor y gracias»

    Furioso, estrujó la hoja hasta que la volvió una pelota y la tiró en la papelera.

    Iba a sentarse luego de poner la cafetera, pero Suárez abrió la puerta.

    —Comisario —dijo jadeante—. Tenemos un posible allanamiento de morada. El hombre puso los ojos en blanco.

    —¿Qué puta mierda está pasando hoy?

    El sargento pensó en recordarle lo que había dicho y hecho el día anterior, pero se contuvo. Con aquella furia que le brotaba por los ojos, prefirió guardar silencio.

    Chema sacó su arma de reglamento del cajón de su escritorio y se ajustó la sobaquera.

    —Venga, vamos a ocuparnos de este asunto a ver si podemos desayunar en paz.

    El sargento lo vio salir dando grandes zancadas y lo siguió hasta la puerta de la comisaría.

    —¿Quién hizo la llamada?

    —Según Fina fueron los Martínez, porque su vecina les llamó para decirles que había oído ruidos raros en su piso y como los pisos son contiguos…

    —Me cago en todos mis muertos y las vecinas cotilla —masculló el comisario.

    Suárez sabía que con el comisario así de calentito, era mejor economizar palabras. Pensando que sería mejor encontrar aquel medallón maldito cuanto antes, el sargento le siguió los pasos a su compañero de cerca, solo por si alguna otra cosa pudiera ocurrirles durante el camino.

    Entraron en el edificio. Desde la planta baja se escuchaban los gritos, las voces y unos ladridos furiosos. Ambos policías sacaron sus armas y cogieron hacia las escaleras. Subiendo con rapidez alcanzaron el segundo piso. La vecina permanecía con la puerta entreabierta, esperando a que llegasen. Cuando los vio, salió al rellano.

    —Señora, por favor vuelva a su casa —ordenó el comisario.

    La mujer asintió y entró, haciendo señas para que la siguiesen al interior de su vivienda. Los policías se miraron un momento. Un alboroto se escuchó dentro del piso contiguo. Cristales se rompían y golpes secos se escuchaban tras los ladridos de un perro que parecía furioso.

    Pasaron al salón. La mujer los estaba esperando.

    —A ver, señora —dijo el comisario—. Si quiere agregar algo, puede hacerlo luego. Ahora tenemos que ocuparnos del intruso.

    —Es que es justo eso, comisario. Yo sé quien está dentro del piso de los Martínez.

    Chema alzó una ceja mirando a Suárez y luego a la mujer. El sargento lo miró y negó con la cabeza.

    —Bien, la escuchamos.

    —Es el novio de la Conchi —respondió la mujer—. Es un buen chaval, pero le gusta probar cosas… ya usted sabe —dijo bajando la voz.

    —No, señora… la verdad es que no sé —dijo el comisario con irritación—. Haga usted el favor de hablar sin rodeos.

    La mujer se sorprendió por el tono tan áspero del policía. Suárez la observaba pidiéndole comprensión con la mirada.

    —La señora se refiere a que es posible que el nota, esté drogui, comisario.

    —Muy bien —murmuró—. Vamos a ver si logramos que se le pase el colocón.

    El comisario salió con el arma en la mano, se acercó a la puerta y tocó con fuerza.

    —¡Es la policía! —exclamó—. Abra la puerta ahora mismo.

    La puerta se abrió y un perro diminuto salió disparado. Tras él, un tipo cuarentón salía dando tumbos. El comisario lo cogió con fuerza por la pechera y lo empujó contra la pared.

    —¡Eh! ¿Qué coño haces, tío? ¿No ves que se quema?

    El comisario respiró profundo. Su paciencia y la cuota máxima de tolerancia a los reventados de la cabeza estaba peligrosamente cerca del límite.

    —A ver, según tú, ¿qué es lo que se quema?

    El hombre intentaba mirarlo, pero sus ojos se veían vidriosos y con las pupilas dilatadas. En efecto aquel nota, estaba volando quién sabe dónde y con quien.

    —¡Joder! ¿Es que acaso estás ciego y no ves el incendio?, macho —El hombre se removía inquieto—. ¡Que nos vamos a quemar con el puto perro!

    —Ya los bomberos vienen para aquí, no te preocupes —mintió mientras le ponía las esposas.

    —¿en serio?

    —Sí, hijo, sí.

    El hombre se relajó y se dejó hacer. Suárez cogió al perro y se lo dio a la vecina. Luego se encargó de gestionar el traslado a la comisaría. Con el supuesto allanador en la parte trasera de la patrulla, Suárez conducía en silencio.

    —¿Y monolito? —Los policías se miraron sin comprender.

    —¿Qué coño es eso? —preguntó el comisario.

    —¡El perro, tío, ¿el perro!

    —Lo tiene ahora mismo la vecina de al lado, no te preocupes por eso —aseguró Suárez.

    El detenido se recostó contra el asiento. El comisario no le perdía de vista.

    —¿Qué crees que se metió? —preguntó el comisario.

    —Tiene toda la pinta de ser algo tipo LSD.

    —Vaya día de mierda —espetó el comisario—. Me estoy muriendo de hambre.

    —Somos dos.

    —Dejemos al fulano este en una celda, ya se le pasará esa trona. Vamos a comer algo.

    Suárez asintió. Mucho después de haber dejado al «flipao incendiario», como lo bautizaron los demás funcionarios de la comisaría, en el calabozo, Se fueron al bar de Paco. Al menos podrían tomarse una buena comida.


    El bar de Paco estaba a tope. Medio pueblo se había juntado a celebrar el sesenta aniversario de bodas de los Giménez. Cervezas, vino, cubatas y demás bebidas espirituosas acompañaban el menú que, todo había que decirlo, tenía una pintaza fenomenal. A Suárez le rugieron las tripas y al comisario otro tanto más. Se habían sentado ya a una mesa algo apartada, cuando sonó el móvil del comisario. Miró la pantalla y se sorprendió al ver que era su mujer. Desbloqueó el móvil y atendió.

    —Dime, cariño.

    Pepi, la camarera dejaba dos botellines de agua mineral con gas. Paco sabía que al comisario no le gustaba beber nada de alcohol cuando estaba de servicio.

    Suarez se llevó el vaso a la boca y ahí se quedó, tieso como una estatua cuando se fijó en la cara del comisario. La camarera ya se había ido a servir otra mesa, así que Pedro preguntó con confianza.

    —¿Qué ocurre, comisario?

    El hombre levantó un dedo para que Suárez le diese un momento. El sargento dejó el vaso sobre la mesa, atento. Ver al comisario respirando como una locomotora no le daba buena espina.

    —Repite todo eso más despacio, Maricarmen.

    Suárez vio al comisario mirando todo a su alrededor como si por algún motivo lo que veía fuese desconocido.

    —Vale, enseguida vamos para allá.

    El sargento puso cara de: «esto no me puede estar pasando a mí justo ahora», pero el comisario pasó de aquella expresión de cordero degollao.

    —Levanta ese culo de ahí, nos vamos.

    —Pero comisario…

    —Tenemos un reporte de disputa doméstica. —Resignado, el sargento se puso de pie.

    Paco, viendo que los policías se marchaban, se acercó con sigilo.

    —Venga, no os podéis marchar sin haber comido… está ya todo a punto.

    —Es una emergencia, Paco —dijo el comisario—. Tú mantén todo calentito, enseguida volvemos. —Paco vio al comisario con escepticismo—. Apúntate la comida en mi cuenta, ya luego te pago todo.

    El hombre asintió, preocupado. El comisario solía ser un tipo carismático y afable, pero aquel día llevaba el ánimo más sombrío que un cadáver bajo tierra.

    Con un gesto de disculpa en la mirada, el sargento vio a don Paco y salió tras el comisario.

    Apretando el paso, le dio alcance en la esquina.

    Chema lo vio de soslayo, pero no redujo la velocidad.

    —Que sepas, Suárez, que me cago en todos tus dioses paganos.

    El sargento se crispó y en su mente comenzó a rezar a todos los celtíberos que recordó en aquel instante, solo por si acaso. Lo peor que podía pasarles ese día es que alguno se cabrease con él o el comisario. Ya bastante tenían con haber lanzado aquel deseo al propio caos.

    Suárez se sorprendió cuando vio hacia dónde se dirigían. El comisario entró sin decirle nada al portero y pulsó el botón del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, entró tras el comisario. Se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la planta donde vivía el mismísimo Chema Sánchez. El sargento alzó las cejas al escuchar aquel alboroto.

    Cristales rotos, gritos, golpes contra las paredes. Chillidos desesperados y maldiciones, se escuchaban tras la puerta del 7-C.

    Los vecinos se asomaron entreabriendo la puerta. Maricarmen, la mujer del comisario se asomó. Al verlo ahí en el rellano, se relajó y conociendo a su marido, cerró la puerta.

    Chema golpeó la puerta de los vecinos con fuerza.

    —Isabela, Enrique, abrid la puerta, soy chema.

    Los chillidos aumentaron de intensidad. Cansado y con poca paciencia para más pollos absurdos, le quitó el seguro a su pistola, apuntó a la cerradura y disparó. El disparo sonó tan fuerte, que la mujer del comisario abrió la puerta y salió despavorida; como pudo, frenó en seco al verlo con cara de pocos amigos, parado frente a la puerta de sus vecinos.

    Conociendo el temperamento de su marido, la mujer regresó a su vivienda sin decir una palabra y cerró la puerta.

    —Prepárate para entrar, Suárez.

    El sargento asintió, tragó grueso y le quitó el seguro a su pistola. El comisario levantó la pierna derecha y dio una patada a la puerta. Un sartén salió volando y lo esquivaron por los pelos.

    —¡Policía! —gritó el comisario.

    Gritos y golpes se escucharon en la cocina. Ambos policías se dirigieron allí a toda prisa.

    Suárez frenó en seco y chocó contra la espalda del comisario que estaba temblando de la ira.

    —¡Morirás, hija de puta!¡guarra! ¡Verás lo que le pasa a las que se meten conmigo, asquerosa!

    El sargento no daba crédito a lo que estaba viendo. Bajó el arma luego de ponerle el seguro. Ahí, frente a sus narices, Un tío de metro noventa y tantos y más de ciento veinte kilos, vestido apenas con un albornoz del hombre araña y con unas pantuflas acolchadas con una cabeza de dragón en cada puntera, sostenía un bote de insecticida como si fuese un arma mortal contra algún enemigo imaginario.

    —Enrique… —dijo el comisario bajando su pistola.

    El hombre se giró con brusquedad con el bote en alto y pulsó el dispensador. Suárez se agachó, pero el comisario no reaccionó con suficiente agilidad y el insecticida le cayó por todas partes. El gigante se quedó tan perplejo, que soltó el bote y salió corriendo a asistirlo.

    —¡Por la virgen de chilla, chema!

    El sargento se interpuso un instante para intentar calmar al hombre que, con los ojos desorbitados, le rociaba agua al comisario con su regadera de plantas. El comisario, desorientado e intoxicado casi se cae al suelo, de no ser por el sargento que lo cogió y logró que se sentara en un pequeño banco que había en la cocina.

    —Deje que me ocupe yo del comisario, caballero. Haga el favor de llamar al doctor león, él sabrá qué hay que hacer.

    Angustiado, el hombre cogió el teléfono de la cocina y comenzó a marcar.

    Mareado y tosiendo, el comisario se fijó en la araña que se aproximaba hacia ellos. Sin poder articular algo que fuera coherente, el policía intentaba señalarle al sargento la presencia de la araña, pero este estaba tan preocupado por su salud, que terminó pisándola.

    El sonido dejó a los tres hombres, paralizados. Tras colgar el teléfono, el hombretón se fijó en la bota del sargento y sonrió con alivio y satisfacción.

    —¡Espero que te hayas ido al infierno de las arañas rastreras, asquerosa!

    El comisario puso los ojos en blanco y recostó la cabeza contra la pared.

    —El doctor león ya viene para acá, no hay de qué preocuparse —dijo enrique.

    Suárez lo vio intentando servirse un vaso de agua en un tazón de café, ya que no había quedado un solo vaso de cristal en los gabinetes. Sabiendo que el comisario estaba fuera de combate de forma temporal, el sargento decidió tomarle la declaración al hombre que, como si no hubiera ocurrido nada en aquel piso, se sentó a charlar alegremente, contando su batalla campal y heroica contra la intrusa que habitaba en su vivienda desde la noche anterior.

    —Verá usted, señor sargento… —Enrique gesticulaba para explicarse mejor—. Mi mujer no tolera a los insectos y yo, no podía permitir que esa rastrera asquerosa volviese a joderme otro polvo, usted me entiende, ¿verdad?

    Suárez dio gracias a los dioses de que el comisario estaba fuera de combate o, de seguro, se llevaba a su vecino directito al calabozo y no solo iba a joderle un polvo al pobre hombre.

    El médico llegó y siguiendo el eco de las voces, entró en la cocina. Con la discreción que lo caracterizaba se ocupó del comisario sin hacer preguntas. Luego de aclarar el malentendido, entre los tres lo llevaron a su casa.

    —Por fortuna solo ha sido una reacción alérgica. Era de esos insecticidas que no son tóxicos para las personas. Se pondrá bien —explicó el doctor.

    Maricarmen asintió, más relajada. Tan atenta como siempre, acompañó a los hombres hasta la puerta.

    —¿Suárez? —preguntó el comisario.

    —¿Sí? Aquí estoy, dígame, jefe.

    —Encuentra como sea la mierda esa que le quitaste al sobrino del cura y deshazte de ella. —El sargento se quedó mudo de la impresión— ¿Me escuchaste?

    —Claro, jefe, delo por hecho.

    —Bien, ahora lárgate y dile a fina… —El comisario se quedó en blanco—, nada, no le digas nada que León es su marido y ya le contará cuando se vean en su casa. Quedas a cargo hasta pasado mañana. Y no quiero excusas, deshazte de la mierda que te dije.

    —Sí, señor.

    El sargento salió de casa del comisario, decidido a cumplir con sus órdenes. Era eso, o que en algún momento terminasen en quien sabe dónde gracias a aquel puto caos.


    Esa misma noche, el sargento se encontraba junto a Fina de León, en el despacho del comisario. Ataviado con guantes de goma, mascarilla y gafas protectoras, Suárez daba indicaciones a la mujer del médico para que, ayudada con su escoba, encontrasen el objeto maldito que había puesto al pueblo de cabeza.

    —Joder, ¿cómo coño llegó eso hasta ahí abajo? —La mujer se inclinó para arrastrar el medallón con los pelos de la escoba.

    —El caos tiene sus mañas —respondió el sargento.

    Fina puso los ojos en blanco y se arrodilló con la intención de coger el medallón.

    —¡Alto ahí! —Fina dio un respingo y se golpeó la cabeza con el tope del escritorio.

    —Me cago en todos tus ancestros, Pedro —chilló fina—. Menudo susto que me acabas de pegar, cabrón.

    —No toques esa cosa, mujer. Está maldita.

    —Venga ya, macho. Si solo es una cadena con un medallón —resopló exasperada—. Por las chanclas de la Magdalena, para ya.

    El sargento hacía aspavientos para alejarla del medallón.

    —¡Quita! —exclamó Pedro, golpeándole la mano y cogiendo el objeto con dos dedos como si fuese radioactivo.

    —¿Ahora qué?

    El sargento metió el medallón en una bolsa de evidencias y la selló. Con cuidado ayudó a la mujer a levantarse y entre ambos, ordenaron el despacho del comisario.

    —Ahora, tal como me lo ordenó el jefe, voy a deshacerme de esta mierda.

    La mujer se encogió de hombros y salió del despacho.

    Suárez iba a salir tal cual, pero se lo pensó mejor. Dejó todos sus implementos de seguridad en su casillero y luego volvió a por el objeto. Cogiéndolo como si fuese el portador de un virus letal, salió de la comisaría. Tras meditar qué hacer con aquella cosa, el sargento tomó rumbo hacia la herrería de jacinto. Después de hablar con el hombre un buen rato, le pidió que fundiese aquella joya. Sorprendido, el herrero accedió y fundió el medallón con todo y cadena.

    Suárez salió de la herrería silbando con las manos en la cazadora.


    En su casa, el comisario compartía con su mujer los sucesos del día. No solía llevarse el trabajo a casa, pero aquel martes había sido demasiado inusual como para no hacerlo.

    —Entonces, según Suárez todo esto es culpa del medallón, ¿no? —Chema asintió.

    Su mujer permaneció callada un rato, pensativa.

    —¿No vas a decirme nada?

    Maricarmen lo miró un instante antes de ponerse de pie.

    —Lo único que puedo decirte, cariño, es que la próxima vez, tengas más cuidado con lo que deseas.

    El comisario se la quedó mirando, incrédulo.

    —¿Eso y más nada? —Su mujer asintió.

    —Duérmete ya, Chema. A ver si por seguir comiéndote la cabeza con ese tema, terminas por atar al caos a este pueblo.

    Acojonado por la posibilidad de enfrentar otro día igual de caótico, el comisario desterró todo de su mente y se durmió.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto marzo 2020, propuesto por Jose A. Sánchez.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Una de las noticias propuestas
    2. De las seis, solo he dejado una por fuera
  • LA PIEDRA SAGRADA DEL TIEMPO

    A la izquierda se observa un reloj con agujas indicadoras de las horas. La aguja principal del reloj brilla mucho y marca las 12. El reloj está en espiral Lo que hace que la imagen del reloj se repita sucesivamente. A la derecha se ve una escultura femenina antigua mirando hacia la izquierda y hay una estela de humo desde abajo que rodea a la escultura y al reloj.
    Imagen libre de derechos de Kellepics en pixabay.com

    Chasqueó los dedos y se envolvió en glamur. Inició el ascenso cuando el sol ya se había ocultado en el horizonte. No quedaban humanos, podía percibirlo. Se giró un instante para disfrutar de la vista de la bahía. De noche, «Clew» siempre tenía ese atractivo aterrador que tanto le gustaba.

    Entró a la capilla. Le fastidiaba tener que atravesarla, pero no tenía otra salida. Creyeron que no podría encontrarla y, aunque no negaría que le costó lo suyo, la verdad, es que ni lo sagrado de «Croagh Patrick» lo detendría.

    Deshizo el glamour que mantenía oculta la entrada a la gruta. Sonrió al ver al custodio, espada en mano.

    —No eres bienvenido aquí, Raoch. —El demonio soltó una carcajada siniestra.

    —Eso da igual, aquí estoy —dijo abriendo los brazos y exponiendo el pecho—. Veamos qué es lo que te enseñaron tus hermanos, hechicero.

    El custodio se abalanzó contra el demonio. Lucharon por mucho rato, pero Raoch llevaba ventaja y él lo sabía. Aprovechando el desgaste de energía del hechicero, lo despojó de la espada y con un movimiento certero, le atravesó el corazón.

    —Fuiste un enemigo de altura, hechicero —dijo el demonio tras retirar la espada. El hechicero cayó de bruces con sus ojos abiertos y su rostro desfigurado por la sorpresa.

    El demonio avanzó. Al fondo de la gruta, la «Septémpori», la piedra sagrada que sostenía el equilibrio del tiempo, descansaba en su nicho. Cálida y palpitante, la piedra brillaba cambiando periódicamente de tonalidad pasando por cada uno de los espectros de onda que conforman la luz.

    Raoch se detuvo. Grabado en la roca podía leerse un refrán que era tan antiguo como la misma invención del tiempo:


    «Quien tiene tiempo de robarse el tiempo ajeno,
    Luego no tendrá tiempo para disfrutar del propio tiempo;
    Pues el tiempo desperdiciado nunca regresa.»

    El demonio comenzó a acumular energía. Necesitaba separar la piedra de su nicho para poder llevarla consigo. Había consumido gran parte de su poder cuando, por fin, pudo cogerla. Como si le hubiesen inyectado una carga de energía vital, Raoch comenzó a reír, eufórico. Y tras guardarla, desapareció.

    En la dimensión de los mortales, empezó a crecer una ola de pánico entre los elementales y otras criaturas sobrenaturales que observaban cómo el tiempo se ralentizaba hasta detenerse por completo, dejando a los seres humanos paralizados e indefensos.


    En el Parque de Saint Stephen’s Green, varios elementales de la tierra estuvieron intentando poner a resguardo a los seres humanos que quedaron atrapados en el lugar. La oréade de la zona se mantuvo impartiendo distintas órdenes, hasta que una vibración antinatural, comenzó a formar un torbellino que provocó una ruptura en la dimensión mortal. Una compuerta interdimensional se formó a tanta velocidad, que a los elementales no les dio tiempo de bloquearla. Frente a todos, Raoch se materializó, dejándolos con la boca abierta. Un silfo reconoció al demonio y se lanzó al ataque, pero este lo despedazó utilizando el poder de la piedra sagrada en su contra. Otros elementales se unieron para enfrentar entre todos al demonio, pero este los fue eliminando uno tras otro.

    una verdadera carnicería, desató el infierno en la dimensión mortal, a ojos de las dríades del bosque, quienes observaron, impotentes aquella ola de muerte y destrucción.

    Sin una gota de piedad, Raoch comenzó a absorber las almas de los humanos que quedaron paralizados en el parque. Dejando su huella, los fue marcando en la medida en que los fue vaciando. Algunas criaturas sobrenaturales intentaron proteger a los mortales que todavía no habían sido atacados por el demonio, pero este se había convertido en una criatura muy poderosa. La mayoría de las dríades huyeron, aterrorizadas, al ver cómo el demonio iba agrupando los cuerpos inertes para formar una pira funeraria. Solo Kristel tuvo el valor de quedarse para ser testigo e informar de lo que había ocurrido a la Hermandad Temporae, cónclave de los Hechiceros Témpora, custodios del tiempo.

    —¡Enviad un mensaje a vuestro concilio! —exclamó el demonio—. Informadles que Raoch será, de ahora en adelante, el señor del tiempo y, muy pronto, también de todas las dimensiones. Quien no se pliegue a mi mandato, quien ose desafiarme, será exterminado.

    La oréade se mordió la lengua. Ahora más que nunca, conservar la fuerza vital era indispensable, si querían derrocar a aquel demonio tirano. Complacido por el miedo que vio reflejado en sus súbditos, Raoch dejó una ristra de cadáveres tras de sí, ardiendo en varias piras funerarias y desapareció. Cuando se hubo asegurado de que el demonio había dejado el plano mortal, Kristel, con las manos temblorosas, abandonó su roble. Tan pronto como pudo reunir la suficiente magia, envió el mensaje con carácter de urgencia a los Hechiceros Témpora.

    —Ocúpate de avisar al Aquelarre Dimensi. La hermandad de las brujas dimensionae, Kristel. Ellas tienen que estar advertidas de lo que está pasando —sugirió la oréade—, Diles que resguarden la «Dimensitrenae». La piedra sagrada de las dimensiones no puede caer en manos de Raoch, o estaremos todos perdidos.

    sin pensárselo demasiado, la dríade envió el segundo mensaje. Solo esperaba que no fuese demasiado tarde.


    En Driontell, una de las siete dimensiones donde se alza, majestuoso, el Bosque Giorneae y donde descansan los siete relojes sagrados del tiempo, el sol permanecía suspendido al borde del horizonte.

    Irstez, guardiana de los relojes sagrados, seguía esperando que el sol se ocultase mientras leía el comunicado emitido por el gran hermano Cronus, líder de los hechiceros témpora. El texto era conciso y muy claro: «algunos de los integrantes de la hermandad habían desaparecido de forma misteriosa y se desconocía su paradero». La noticia era terrible. Si la hermandad llegase a desaparecer, el universo entraría en un desequilibrio muy peligroso. Cerró los ojos elevando una plegaria al mismísimo universo. No había destruido el comunicado de los hechiceros, cuando un cuervo se posó en la ventana para hacer la segunda entrega del treón. La guardiana frunció el ceño y se apresuró a revisar el mensaje. Abrió mucho los ojos cuando se dio cuenta de que era un comunicado emitido por la jefa del Aquelarre Dimensionae, en el cual informaba a todos, sobre la desaparición de algunas de sus brujas en extrañas circunstancias y que al igual que otros hechiceros, su paradero era desconocido.

    «Algo no anda bien», pensó la oréade. Tan rápido como pudo se recogió la melena, luchando para que sus indómitos rizos dorados le obedeciesen. Se ajustó el lazo del delantal y se recogió la falda para poder echar a correr y no perder tiempo. El sol seguía sin ocultarse y ella se temía lo peor. Con cuidado de no perder el rumbo, se dirigió al lugar sagrado donde permanecían los 7 relojes. Con el corazón en la garganta, se dispuso a mirar cada reloj y ahogó un grito, al darse cuenta de que todos los relojes sagrados se habían detenido a las seis en punto. Cada reloj giraba a su propio ritmo, lo que, junto a la «Septémpori» y a la «Dimensitrenae», mantenían el equilibrio temporodimensional en todo el universo. Si los siete relojes se detenían por demasiado tiempo, el caos se instauraría, quizá, de forma definitiva. Tenía que informar de inmediato, algo tendrían que hacer para restaurar el equilibrio. Como propulsada por un resorte, la guardiana salió disparada de vuelta a su cabaña para emitir un comunicado de alerta máxima.


    En vista de lo que estaba ocurriendo, las distintas razas de criaturas mágicas convocaron un concilio de emergencia para valorar la situación y tomar decisiones que no debían postergarse. Tras el comunicado del cónclave de los sobrenaturales, Atrinfinitum, sede de la hermandad de los hechiceros témpora, bullía, producto del nerviosismo. Miles de criaturas se habían desplazado hasta allí. No era una dimensión a la que se viajase por placer, a ningún ser le gustaba molestar a los custodios del tiempo; pero aquella era una situación de emergencia dimensional o universal, según se quisiera ver.

    Cronus golpeó el piso con su Trancasordio tres veces. El eco del rebote del cayado mágico se fue replicando por todo el foro. Los asistentes hicieron silencio. Frente a cada raza, sus líderes permanecían, expectantes.

    —Os hemos convocado, pues necesitamos de toda la magia disponible para poder enfrentar a Raoch. El demonio que robó la «Septémpori» y ha estado asesinando de forma despiadada tanto a humanos como a elementales y otras criaturas sobrenaturales —anunció el hechicero.

    Un murmullo se fue replicando entre los presentes. El gran hermano hizo señas para que le escuchasen.

    —Todos somos conscientes del peligro que corremos si no reestablecemos la piedra sagrada —dijo mirando a su hermandad—. Si permitimos que el demonio se haga con la «Dimensitrenae», cientos de miles de inocentes morirán —agregó, golpeando de nuevo el suelo con su trancasordio, mirando al resto de los asistentes.

    —Eso es imposible —dijo una voz aguda y disonante.

    —En este momento no podemos confiarnos, Elyam, tú mejor que nadie deberías saberlo. —El líder de los gnomos hizo un gesto de reconocimiento ante su precipitación.

    —Hemos trasladado la «Dimensitrenae» —anunció Urflaya—. Sin embargo, necesitaremos de toda la magia femenina disponible para poder mantener sus salvaguardas al máximo.

    —Gracias por informarnos. —Urflaya hizo un leve gesto con la cabeza—. Sabemos que estáis haciendo todo lo que está en vuestras manos para protegerla. —Cronus miró al resto de elementales.

    —¿Qué podemos hacer nosotros, gran hermano? —gritó una sílfide—. Somos menos poderosos que el demonio.

    Muchas cabezas se movieron a la vez, asintiendo con nerviosismo. El hechicero alzó una mano solicitando le dejasen hablar.

    —Lo primero que necesitamos, es designar a los encargados de cazar al demonio y recuperar la piedra sagrada. —respondió el gran hermano—. Somos mayoría, tenemos que luchar unidos. Él es uno solo, nosotros somos miles.

    Las criaturas alzaron su voz en apoyo a la propuesta.

    —Lo segundo, es que debemos organizar varios equipos. Hemos de proteger la «Dimensitrenae» y el bosque sagrado. El Aquelarre Dimensionae no puede hacerlo solo —añadió alzando la mano izquierda para acallar aquella revolución de voces una vez más.

    —¡Nos enviarás a una muerte segura, Cronus! El demonio cuenta con el poder de la «Septémpori».

    El hechicero ya esperaba que los miembros más antiguos elevasen una voz de protesta.

    —Si nos rendimos, nos matará de igual forma —declaró—. Es mejor morir luchando, Vladimir.

    El líder de los vampiros guardó silencio un instante. Luego de sopesar la situación alzó su voz, clara y seductora.

    —Si el resto de sobrenaturales se une a la lucha, los hijos de la sangre lo haremos también.

    La mayoría de los presentes estalló en vítores.

    —¿Y bien, quienes de vosotros os ofrecéis para cazar al demonio?

    El gran hermano barrió con la mirada a los asistentes, deteniéndose unos segundos para clavar sus ojos en el rostro de cada líder presente. Muchos se miraron con evidente desasosiego. Incapaces de ponerse en pie, bajaron la mirada. Las voces comenzaron a diluirse con rapidez, hasta que solo quedó un silencio perturbador.

    Un joven que no tendría más de veintidós años, se puso de pie y se acercó al escenario. Cronus alzó las cejas, sorprendido, al ver al joven druida. Tras el druida, una chica de rebeldes rizos cobrizos y dorados se acercó. La jovencita se movía con gracilidad. Era una bruja dimensionae bastante joven, como para disponer de una fuerza vital palpitante, pero a su vez, lo bastante adulta como para tener su «Castrulia Obsidiae». La bruja sonrió y se detuvo justo al lado derecho del druida. Muchos de los presentes ahogaron una exclamación cuando vieron al tercer voluntario. Cronus golpeó el suelo con su trancasordio para silenciar los comentarios. Los híbridos siempre generaban esas reacciones. El hechicero todavía no había conocido una raza que no discriminase a sus integrantes por ser diferentes o peculiares. Era muy consciente de que A las mayorías no les solían gustar las diferencias. El híbrido hizo un leve movimiento de cabeza en agradecimiento y se colocó al otro lado del druida.

    —¿Alguien más se ofrece?

    El silencio provocaba, en los presentes, reacciones emocionales de lo más variopintas. Cronus inspiró profundo. Sabía que su gente estaba aterrorizada, aunque había esperado más proactividad y disposición.

    —Bien, os dejaré en compañía del hermano Centurius. Él os ayudará y guiará para crear los equipos de defensa y os dará vuestros itinerarios.

    El gran hermano hizo una seña a los jóvenes y se dirigió hacia la salida lateral. Los voluntarios lo siguieron en silencio. Una vez salieron por la puerta, llegaron a un ancho pasillo. El piso brillaba con tanta intensidad que el trío achicó los ojos para protegerse del resplandor. Los zapatos chillaban a cada paso, excepto los del híbrido. La bruja alzó una ceja, inquisitiva. El híbrido no se dio por aludido. El techo ondulaba, sinuoso, gracias a los movimientos lumínicos de aquella dimensión. El druida desvió la mirada y se concentró en otra cosa. Las ondulaciones del tiempo podían ser peligrosamente hipnóticas. El hechicero se detuvo frente a una gran puerta de doble hoja, de madera maciza, labrada con intrincados símbolos. Las puertas se deslizaron ante un gesto de su mano.

    —Pasad, por favor.

    Los jóvenes entraron uno tras otro, detrás del hechicero. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas.

    Cronus rodeó su escritorio y se sentó. Su trancasordio quedó apoyado contra el borde del mueble.

    —Sentaos, si sois tan amables —invitó—. Quiero agradeceros este sacrificio. La joven bruja frunció el ceño un instante, pero permaneció en silencio.

    —No se trata de un sacrificio —dijo el druida—. Es nuestra responsabilidad.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó el gran hermano.

    —Kalyech Duncan.

    —Es bueno que valores de esta forma la responsabilidad que, como seres sobrenaturales tenemos para con el universo. Sin embargo, ya ves que muchos no lo ven de la misma manera.

    El druida se encogió de hombros.

    —Por allí en ese invento de los humanos, en el que cientos de millones de personas escriben, y de paso se engañan unas a otras, leí que «el miedo es libre y constitucional». —La joven bruja puso los ojos en blanco.

    —Las redes sociales, macho —masculló la joven—. No me digas que eres de esos que viven en la prehistoria sobrenatural.

    —Venga ya, cerilla con patas, No me digas que tú eres de esas que no se despega de la pantalla del chisme ese para hablar y cotillear; ese que usan todos para filtrar su vida privada. ¿Sabrás usar tu libro de las sombras, ¿no?

    Cronus y el druida se miraron, desconcertados ante aquella retahíla de puyas gratuitas.

    —Haced el favor de cerrar el pico, el gran hermano no puede estar perdiendo el tiempo con vuestras gilipolleces —ordenó el druida—. Y la verdad, nosotros tampoco, si es que queremos detener al demonio.

    La bruja alzó una ceja y estuvo a punto de lanzarle una buena parrafada, pero Cronus la detuvo.

    —Tú, hija de las dimensiones, ¿cómo te llamas?

    La joven clavó sus grandes ojos verdes en el hechicero.

    —Soy Sartriana MacGregor.

    —Muy bien. —Asintió con la cabeza—. ¿Y tú?

    El gran hermano clavó sus ojos en el híbrido.

    —Jioan.

    Sabiendo que el elemental no daría más información personal, el hechicero decidió no perder más tiempo.

    —Raoch es un demonio superior —dijo acercándoles una fotografía—. Tiene unos ochocientos años de antigüedad; es muy habilidoso en combates cuerpo a cuerpo y un gran espadachín.

    La chica ladeó la cabeza al observar la foto. Frunció el ceño, extrañada. Se había imaginado a una criatura muy diferente; quizá menos… atractiva. Como si le estuviese leyendo la mente, el híbrido dijo en voz casi inaudible:

    —Los más atractivos suelen ser los más peligrosos, recuérdalo, brujita.

    Sartriana se mordió la lengua para no soltarle una de las suyas. Aquel no era momento para gilipolleces, el druida tenía razón. Advirtiendo el esfuerzo de la chica para no replicarle, el híbrido sonrió para sus adentros.

    —¿Alguna debilidad conocida? —preguntó el druida.

    —Necesita altas cantidades de emociones, humanas o de cualquier criatura para mantener los niveles de su fuerza vital.

    El druida miró al feérico con una ceja levantada. Luego fijó sus ojos en el gran hermano buscando la confirmación. Este asintió con la cabeza.

    —Raoch fue uno de nosotros antes de pasarse al servicio de las Fuerzas Oscuras y convertirse en demonio. Por eso, igual que nosotros, usar sus poderes le supone un alto precio.

    —¿También le roba Transords como a vosotros? —preguntó la bruja.

    —No, al convertirse en demonio su edad quedó suspendida. Él no envejece como lo hacemos los hechiceros, solo se debilita y pierde fuerza vital.

    El druida permanecía en silencio, pensativo.

    La puerta del despacho se abrió de golpe. Un hechicero entró corriendo y gesticulando, con los ojos casi desorbitados por el miedo.

    Los tres voluntarios se pusieron en pie con rapidez.

    —¿Qué ocurre, hermano?

    —Han visto a Raoch de nuevo en Dublín.

    El gran hermano vio a cada uno de los voluntarios.

    —Id a por él, no podemos permitir que siga asesinando a inocentes.

    El druida hizo un movimiento con las manos y una compuerta interdimensional se creó frente a él. Jioan fue quien cruzó primero. Después cruzó la bruja y por último lo hizo Kalyech. El portal desapareció. Cronus cogió su Trancasordio y abandonó el despacho junto al otro hechicero. Todavía les quedaba mucho por hacer.


    En pleno Dublín, los voluntarios echaron a correr en dirección contraria a la riada de elementales que corrían por sus vidas, huyendo del demonio. Localizaron el foco del ataque en el Temple Bar. Situado entre Dame Street y el río Liffey, con sus calles estrechas y adoquinadas, era el sitio perfecto para encontrar una gran cantidad de seres humanos y criaturas que hacían vida en el centro cultural y social por excelencia de la ciudad.

    Caminando con Kalyech a la cabeza, el trío se lanzó a por el demonio cuando lo vieron salir de uno de los pubs más famosos del barrio.

    Raoch vio al trío de jóvenes con curiosidad.

    —¿Qué me ha enviado la hermandad? —dijo sonriendo—. ¿Tan mal van las cosas que envían como carne de cañón a sus niñatos sobrenaturales?

    Sartriana conjuró un potente glamour. Moviéndose con gran rapidez atacó al demonio por la espalda con su daga ceremonial. Raoch aulló de furia y lanzó una onda expansiva que la arrojó unos metros luego de elevarla en el aire. La chica cayó golpeándose la cabeza. Kalyech y Jioan se miraron de soslayo. El druida pidió apoyo al elemental de la tierra y cambió a su forma felina. La tierra se estremeció bajo el demonio, pero este se elevó unos centímetros y permaneció levitando frente al híbrido y a la gran pantera que, tras observar su posición, se abalanzó con una velocidad extraordinaria.

    El felino clavó sus garras con fiereza, lacerando el pecho de Raoch. Sangre oscura y putrefacta manó de sus heridas. El demonio contratacó con fuego. La pantera rodó rugiendo de dolor con una herida considerable en el lomo que abarcaba hasta el costado izquierdo. Raoch iba a rematar al animal, pero el híbrido se transformó en una Salamandra justo para interceptar el fuego con fuego. Una pared de llamas incandescentes ardió, atravesando la calle. Jioan volvió a su forma humana y llevó la mano hacia atrás. Con agilidad desenvainó una espada forjada con triple aleación. El demonio Lanzó otro ataque que el híbrido pudo esquivar por los pelos. Agazapado, esperó el momento justo y se lanzó al ataque. El demonio había sacado su propia espada infernal y detenía los intentos de Jioan por burlar su defensa.

    —Eres bueno, chaval —reconoció el demonio—. Pero yo soy mucho mejor.

    Raoch rozó el antebrazo del híbrido. El dolor le recorrió hasta el hombro. El joven dio una media vuelta; aprovechando el impulso, bajó en diagonal la espada y logró cruzar el costado del demonio con un tajo profundo. Furioso, pero consciente de la cantidad de energía que había consumido, Raoch emprendió la retirada. Jioan envainó la espada y salió escopetado a auxiliar a sus compañeros caídos.

    Extrayendo un polvo brillante y tornasolado de una pequeña bolsita de cuero que llevaba atada al cinturón, Jioan convocó a un zarramo. Con extraordinaria rapidez, la criatura se materializó en medio de la calle.

    —Jola, jíbrido, jijo del fuego y el aire. ¿Qué necesitas?

    El zarramo ojeó a su alrededor y frunció la pequeña y casi inexistente nariz al ver la sangre y oler el aroma de la putrefacción y la muerte. Jioan señaló a sus compañeros. El zarramo se deslizó casi sin rozar el suelo. Con cuidado dio vuelta a la bruja y alzó las cejas.

    —Bonita, jija de las dimensiones.

    —Ajá —respondió Jioan entrecerrando los ojos—. Te traje para que la sanes, no para que intentes follártela.

    La criatura frunció el ceño y negó con la cabeza, en un claro gesto de reprobación.

    —Eres un necio —espetó el zarramo—. La bruja no va a fijarse en un jíbrido, ya lo sabes.

    —Ese no es tu asunto —replicó con aspereza—. Sánala y punto.

    El elemental se encogió de hombros y comenzó el ritual. Jioan lo observaba con las manos en los bolsillos del vaquero.

    —Despertará dentro de poco —dijo el sanador mirando la herida que tenía en el brazo—. Yo curaré tu jerida, aunque no me lo jayas pedido.

    Jioan desvió la mirada mientras el zarramo se ocupaba del corte.

    —Ajora está mejor. —El elemental se le quedó mirando con sus grandes ojos naranja. El feérico clavó su mirada en la destrucción que tenía ante sí. No quería admitirlo, pero estaba preocupado. Aquel demonio era un hueso duro de roer.

    —Los elementales jijos de Gaia, se ocuparán de eso —dijo la criatura.

    —Bien, ahora, ¿puedes hacer algo por el druida? —Jioan lo señaló alzando la barbilla en su dirección. El sanador se deslizó hasta donde estaba la pantera.

    —Jerida no es mortal, pero como prefieras.

    —Hazlo, tío, no le des tantas vueltas, joder.

    —Esa lengua, jíbrido —reprochó—. Jabla a tu zarramo con más respeto.

    El sanador se cruzó de brazos alzando una ceja. Jioan farfulló algo en una lengua muerta y puso los ojos en blanco.

    —Vale, vale… —Alzó ambas manos con las palmas al frente—. ¿Puedes sanar a mi compañero, por favor? Es imperativo que se recupere para detener al demonio.

    El sanador asintió, complacido y se dio media vuelta. Brillando como una antorcha se acercó a la pantera e inició el ritual de sanación. Cuando terminó, el zarramo se transformó en diminutos cristales color esmeralda, que se esparcieron con la suave brisa que había comenzado a soplar.

    —Serás cabrón —farfulló Jioan ante la desaparición del elemental.

    Dándose por vencido al ver que no regresaba, se acuclilló junto al druida. Kalyech retomó su forma humana y se puso en pie con su ayuda. Sartriana parpadeó y abrió los ojos, justo cuando sus dos colegas se le acercaban. Con la mirada vibrante y enfurecida, se puso de pie.

    —¿Qué coño fue lo que pasó?

    —¿Quieres la versión detallada? O prefieres la resumida. —La bruja resopló y a punto estuvo de enzarzarse en una discusión con el híbrido, cuando un estallido hizo que la tierra se moviera bajo sus pies.

    —No hay tiempo ahora para dar explicaciones —espetó el druida y salió corriendo con sus compañeros pisándole los talones.


    El panorama en Grafton Street era desolador. Sartriana tragó grueso al ver aquel montón de cuerpos desmadejados y la sangre formando un riachuelo en la calzada. Se obligó a respirar por la boca y avanzó tras sus compañeros. El ruido al pisar los cristales esparcidos le erizó la piel y le puso los pelos de punta.

    Al pasar frente al Trinity Collegue, lo divisaron. El demonio sostenía un cuerpo del que se estaba alimentando. Jioan torció la boca en un gesto de evidente repugnancia. Raoch alzó la mirada y soltó el cadáver.

    —Parece que sois como un grano en el culo, ¿no? —dijo el demonio—. ¿Qué? ¿No tenéis con quien iros por ahí de marcha? —Señaló la hilera de bares destruidos con la explosión antes de soltar una carcajada espeluznante.

    —Eres un… —dijo la bruja con desprecio.

    —¿Un demonio? ¿Un cabrón hijo de puta? —Raoch sonrió mostrando todos los dientes—. Para servirte, bonita.

    La bruja empuñó su daga y la lanzó con todas sus fuerzas. La «Castrulia Obsideae se» clavó en el pecho del demonio, rozándole el corazón. Raoch se tambaleó, sorprendido. Cogió la castrulia por la empuñadura y se la arrancó. Siseó de rabia al quemarse la mano con la daga sagrada. Furioso, la dejó caer al suelo y lanzó una bola de fuego enorme contra la bruja. Esta se agachó y rodó justo a tiempo. Jioan, ahora en su forma de salamandra comenzó a arrojarle fuego al demonio. El druida se unió al ataque cuando creó un escudo de energía que hizo rebotar el poder de Raoch.

    —¡Sois condenadamente buenos, pero yo tengo mucho más poder!

    Sartriana rodó sobre su cuerpo y recogió su daga. Luego de envainarla conjuró un hechizo cuando advirtió que el demonio sostenía la «Septémpori».

    —Por el poder del viento del norte —dijo alzando los brazos—. Por la magia dimensi y el espíritu de la madre tierra. —Raoch alzó la piedra sagrada—. ¡Por el poder del fuego y la fuerza del agua, que el universo absorba la maldad y la transforme en arma! —Jioan se interpuso ante la bruja y a su vez, el druida se antepuso a la salamandra recibiendo el ataque de la piedra sagrada. La espada que conjuró la bruja se lanzó contra el demonio, pero este se difuminó convirtiéndose en un torbellino de magia fétida y oscura. Jioan volvió a su forma humana. Con rapidez desenvainó su espada y cogió a la bruja por la camiseta para colocarla tras de sí.
    El torbellino putrefacto se elevó en dirección al castillo de Dublín.

    —¡Maldita sea! —exclamó Jioan.

    La bruja permanecía en shock, observando lo que había quedado del druida y, cómo un cuervo, que luego se convirtió en Morrigan, se llevaba sus restos. Advirtiendo su reacción, el joven elemental la sacudió con fuerza.

    —No te derrumbes ahora, ¿me escuchas? —La jovencita lo veía con los ojos vidriosos—. Vamos, reacciona de una puta vez. No eres una cría.

    Sartriana contuvo las lágrimas y se apartó con brusquedad.

    —Eres una mierda de tío, un insensible.

    —Y tú una cabeza de cerilla que no va a durar ni un treón con vida.

    —Para tu información, lagartija incendiaria, ahora mismo da igual los treones, los draones o los transords… ¡El tiempo se ha detenido y no avanza, cateto!

    —¡Y si sigues portándote como una cría estúpida, será así para toda la eternidad! —el feérico echó a andar a zancada viva. La joven le siguió, rabiosa.

    —¿A dónde crees que vas? —Jioan señaló hacia el castillo.

    —Se ha ido allí. Apuesto lo que quieras a que la piedra que busca está en el castillo.

    La bruja guardó silencio. No podía develar el paradero de la «Dimensitrenae». El feérico puso los ojos en blanco y retomó la caminata. La jovencita lo alcanzó, aunque tuvo que correr para equiparar sus pasos. Jioan la miró de reojo. La chica caminaba con determinación.

    —La próxima vez di algo. Si te quedas callada otorgas y es lo mismo a que si te fueses de la lengua.

    Sartriana no dijo nada, pero él sabía que estaba furiosa. Llegaron al castillo. Los rastros de destrucción marcaban el camino.

    —¡Va directo a la capilla real! —La bruja echó a correr.

    Jioan maldijo por lo bajo y salió tras ella.

    Atravesaron un pasillo y llegaron al corazón del castillo. Sartriana, presa de la angustia salió disparada. Abrió el portón que daba a un patio por el cuál se podía llegar a la capilla recortando camino.

    Un quejido hizo que la bruja se volviese con la daga en la mano. Doblado sobre sí, el feérico se retorcía con evidentes signos de dolor. Sartriana se le acercó y estuvo a punto de tocarle.

    —No me toques —chilló Jioan.

    La jovencita se detuvo. El híbrido calló en el suelo de espaldas. La bruja ahogó un grito. En sus narices, Jioan se transformaba en sílfide. No había visto nada semejante. Sabía lo que decían los rumores, las malas lenguas. Siempre creyó que eran exageraciones, que en el fondo los híbridos no existían; que solo eran una invención de la imaginación prolija de alguna criatura que pretendía ser más especial que los demás. Se mantuvo allí, de pie, mientras la transformación finalizaba. Observó a la sílfide. Si como hombre era guapísimo, como mujer era una verdadera belleza. Se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. solo a ella se le ocurría ponerse a valorar lo bueno que podía estar su compañero de lucha, cuando tenían que detener al hijo de puta de Raoch.

    Jioan parpadeó y abrió los ojos con lentitud. Ella la miraba sin saber qué decir.

    —¿Vas a quedarte ahí parada como tonta?

    —Joer, Jioan, ni siendo chica puedes dejar de ser borde.

    La sílfide se encogió de hombros. Con esfuerzo, se puso de pie.

    —¿Estás bien?

    —Sí —respondió—. Suele verse peor de lo que es en realidad.

    Una gran explosión rompió el silencio. el suelo se estremeció bajo sus pies.

    —Pues menos mal, porque no nos queda mucho tiempo. —Ambas miraron hacia la columna de humo que se alzaba desde la capilla.

    —Me cago en todos los relojes sagrados —masculló Jioan y salió corriendo con la espada en la mano.


    La capilla ardía. El humo hacía difícil divisar el interior. A pesar del intenso calor, ambas entraron. El demonio se afanaba por destrozar la barrera que protegía el nicho sagrado.

    —¡Eh, tú, besugo podrido! —Raoch se volvió un instante ante el grito femenino.

    —Vaya, si tenemos aquí a las heroínas del concilio. —El demonio sonrió con malicia—. ¿Sabéis cuál de las dos quiere morir primero?

    —No te ufanes tanto, Raoch —advirtió Jioan—. Siempre podemos tener una carta bajo la manga.

    El demonio se echó a reír con ganas.

    —¿En serio, híbrida? —dijo alzando la piedra sagrada—. Necesitas otra demostración, ¿verdad? Parece que ver a vuestro coleguita hecho trizas no fue lo bastante esclarecedor.

    La sílfide lo apuntó con la espada. Tras unos segundos, el demonio frunció el ceño. Jioan esbozó una sonrisa de satisfacción.

    —Estamos en terreno sagrado —explicó la joven—. Aquí no puedes usarla para dañar a nadie.

    Raoch gritó enfurecido. De la nada, sacó una espada y se abalanzó contra la chica.

    La joven bruja comenzó a salmodiar en voz baja. La sílfide, espada en mano, sintió cómo su fuerza vital aumentaba de forma exponencial.

    Ambas espadas chocaron una y otra vez. Raoch comenzaba a perder rapidez y agilidad. La sílfide convocó el poder del viento. La capilla empezó a bajar de temperatura de forma progresiva.

    —Danos la «Septémpori».

    —Primero tendréis que acabar conmigo —espetó el demonio lanzando un mandoble—. Y os juro que eso no pasará.

    Jioan giró con rapidez y asestó un tajo en el costado del demonio. Sartriana seguía invocando el poder del aquelarre. Sorprendido por la agilidad de la joven guerrera, el demonio hizo un movimiento distractorio, pero la chica se anticipó y golpeó la muñeca de Raoch, cortándole la mano con la que sostenía la espada. El demonio soltó un alarido siniestro y la joven avanzó sin compasión. Sosteniendo la espada con ambas manos, dio un medio giro y le cortó la cabeza.

    Un hedor repugnante se esparció por la capilla. Antes de que la bruja terminase su conjuro, Jioan atravesó el corazón del demonio y este se convirtió en cenizas.

    Respirando con esfuerzo, la sílfide cerró los ojos. Sartriana se acercó con cautela y recogió la piedra sagrada. Jioan bajó la espada.

    —Parece que tu mala leche no es tan terrible después de todo —dijo la bruja mirando los restos de Raoch.

    —Ya ves —respondió envainando su espada tras haberla limpiado de la sangre del demonio-. Para algo tiene que servir tanto temperamento.

    —Podrías darme las gracias, ¿no?

    —Podría, pero haré algo mejor…

    Sartriana se cogió a los hombros de Jioan con fuerza, cuando esta se le acercó y le estampó un beso en la boca.

    Una vez superada la primera impresión, la jovencita dio un paso atrás.
    —Bien —murmuró relamiéndose los labios con disimulo—. Creo que es hora de devolver la piedra. —Jioan asintió con la cabeza.

    Ante aquella respuesta tan inesperada, la joven sílfide sintió un mazazo en el estómago. Eso le pasaba por darle rienda suelta a sus debilidades. Y no lo negaría, la joven bruja era una debilidad. Sartriana, observándola con disimulo, reía para sus adentros. Jioan atisbó un brillo en aquellos ojos verdes y se lanzó de nuevo.

    —Cuando vuelva a ser como antes, ¿aceptarías salir por ahí? —La elemental del viento se mordió el labio inferior y sin poder evitarlo, se sonrojó.

    La bruja se fijó en lo hermosa que era su compañera, así, con las mejillas sonrojadas.

    —¿Quieres decir cuando seas chico otra vez? —Jioan asintió.

    —Claro, tonta ¿a qué iba a referirme si no? —La bruja se encogió de hombros.

    —Qué se yo… podrías tener una filia mientras eres salamandra —dijo reprimiendo una risita.

    —Serás capulla.

    Sartriana rio bajito.

    —Podríamos ir por ahí luego de entregar esto… —La bruja le dejó la piedra sagrada en la mano.

    La sílfide se le quedó mirando con la sorpresa dibujada en el rostro.

    —No te importa que… —Ella negó con la cabeza y esbozó una sonrisa cálida.

    —Mientras me beses otra vez, todo lo demás me da un poco igual.

    Jioan volvió a besarla. La joven bruja suspiró, estremecida.

    —Cuando eres chico ¿besas igual de bien?

    —Te tocará averiguarlo por ti misma. —Jioan sonrió con picardía.

    Tomadas de la mano, las chicas salieron de la capilla.

    Epílogo

    Irstez observaba los relojes sagrados avanzar, mientras el sol descendía, por fin, escondiéndose en el horizonte. Respiró profundo y volvió a su cabaña.

    Treones después, en Atrinfinitum, Cronus permanecía concentrado y con una expresión de incredulidad en el rostro.

    —¿Estás seguro de tu decisión?

    —Lo estoy.

    —Bien —dijo el gran hermano, consternado—. Imagino que querrás marcharte a la dimensión mortal. —Jioan asintió—. Ve entonces, La hermandad te da su bendición.

    El feérico se marchó sin mirar atrás. «Hice lo que tenía que hacer», pensó, mientras transitaba por las dimensiones. No le interesaba convertirse en hechicero, mucho menos ser custodio del tiempo. Prefería invertir este en vivir la vida al máximo; sobre todo ahora que ella estaba a su lado.

    Abandonó el portal y giró a la derecha en dirección a Temple Bar. No sabía por qué se sorprendía tanto al ver a los humanos como si nada hubiese ocurrido. En realidad, así era para ellos. Una vibración inesperada lo puso en alerta. Alzó una ceja cuando vio al zarramo materializarse en sus narices.

    —No te he Convocado, ¿qué haces aquí?

    El sanador imitó su gesto.

    —No vine por ti, jíbrido. Los sanadores podemos tener vida también. —Jioan se fijó en la joven druidesa que esperaba unos metros más allá, sonriente.

    —Vale —dijo, aunque el zarramo ya le había dado la espalda.

    Sonrió al percibir su aroma. Sus brazos lo rodearon desde atrás y pudo sentir sus pechos firmes, rozándole la espalda.

    —¿Siempre tiene la piel tan verde? O solo es porque hoy se va de marcha a ligar con aquella hija de Morrigan.

    Jioan se volteó para besarla.

    —¿A ti qué te importa?

    La chica soltó una risita.

    —Luego dices que la cerilla con patas soy yo.

    —Tú sigue buscándome las cosquillas, verás lo que te espera.

    —Uy, qué miedo —se burló.

    Picado por el comentario, la alzó en peso, materializó una compuerta y se la llevó. Sartriana sintió bajo su cuerpo la superficie cómoda de un colchón.

    —Pero ¿y nuestra cita?

    —La tendremos, pero después… —dijo y la besó comiéndole la boca con una ansiedad inusitada.

    Sartriana sintió que se le doblaban los deditos de los pies y luego de rodearle la cintura con las piernas, se juró a sí misma, que comenzaría a provocarlo más a menudo.


    Este relato ha sido escrito para participar en el reto Lubra de marzo ‘Tiemppo’, propuesto por Jessica Galera .

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Días, meses, años… en tu relato el tiempo se mide de un modo diferente.
    2. Inventa un refrán sobre el tiempo
    3. El reloj negro me dejó tres condiciones más, pero no revelaré ninguna hasta fin de mes, como manda la consigna. A ver si lográis descubrirlas vosotros solos
  • TRAICIÓN INTERESTELAR

    Imagen del espacio exterior. de un lado una luna y del otro un planeta en el que puede observarse una pequeña nave iniciando su viaje.
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    La nave se estremecía de forma frenética. El capitán miró de soslayo a su copiloto androide mientras intentaba recordar si había programado la secuencia de búsqueda y rescate de forma correcta. La alarma estalló en una secuencia estridente. Luces parpadeaban en el tablero. Los controles parecían registrar los datos de forma errónea.

    Aquella travesía por distintos planetas de la galaxia del triángulo había sido una verdadera odisea. Visitar trece planetas con breves paradas tan solo para cargar y descargar la mercancía y sin poder beberse ni un trago de whisky dangeriano ya le pasaba factura. Era lo que tenía formar parte de los piratas espaciales. Podían convocarte en cualquier nanosegundo y rechazar un encargo era aceptar la misma muerte. Nadie escapaba una vez era acogido entre las filas de aquella organización conocida en varias galaxias por su temeridad al contrabandear entre las distintas razas extraterrestres. Eran los mejores, de eso no cabía la menor duda. Por ello medio universo andaba tras su búsqueda y captura.

    * ~ *

    El capitán aferró los mandos, se ajustó el casco y activó los propulsores. Tras revisar los mapas digitales concluyó que si quería escapar de aquel ataque tendría que dar un salto espaciotemporal rompiendo la barrera y atravesando el agujero de gusano que se hallaba unos grados en dirección noreste.

    Otro disparo impactó desestabilizando la nave.

    —Tenemos un escuadrón aproximándose a gran velocidad, capitán.

    —Prepárate, Lucius, vamos a salir escopetados.

    —No poseo información sobre ese término en mi banco de datos, señor.

    Aljxur puso los ojos en blanco. Antes de que el androide pudiera decir cualquier otra estupidez empujó los mandos hacia adelante y contuvo el aliento. La nave se sacudió y en nanosegundos solo una estela lumínica rompía la ingrávida oscuridad. El escuadrón se quedó persiguiendo el vacío.

    * ~ *

    El piloto seguía aferrado a los mandos cuando una fuerte sacudida le hizo perder el control de la nave.

    —Hemos entrado en la atmósfera terrestre, capitán.

    El androide tecleaba a toda velocidad.

    —Dime algo que no sepa ya.

    —Iniciando secuencia de eyección…

    A Aljxur le castañeaban los dientes. La nave seguía sacudiéndose. En cualquier momento las llamas convertirían la nave en un meteorito flamígero, al menos es lo que verían los habitantes terrestres.

    —Iniciando protección ignífuga en cinco segundos…

    El capitán cerró los ojos cuando divisó por la escotilla aquella visión blanquecina y extensa que parecía fundirse con el cielo en el horizonte.

    —Cinco segundos para eyección…

    Ambos asientos salieron disparados por la compuerta superior justo a tiempo. diez segundos después, la nave se había transformado en una inmensa bola dorada que terminó estrellándose contra el lado norte de aquella formación geológica que refulgía como el cristal gracias a la luz solar. Un fuerte destello cegó a Aljxur antes de que su cuerpo chocase contra la arena y perdiese el conocimiento.

    * ~ *

    El sol abrasaba el cielo del Farafra. Lucius se esforzaba en sacudirse los restos de arena sin mucho éxito. Revisando su pulsera de control escaneó los  daños. Sus sensores de proximidad y el módulo de micro geolocalización se vieron afectados. El módulo de comunicaciones también tenía algunos daños menores. El resto de funciones parecían estar intactas. El programa de búsqueda y rescate lo impelía a ponerse en movimiento. Debía encontrar al capitán y activar el módulo de comunicaciones antes de que los habitantes de aquel planeta se percatasen de su existencia. La historia era muy clara. Los humanos eran terribles sanguinarios y había que evitarlos a como diese lugar.

    Lucius se giró con brusquedad y supo que era demasiado tarde.

    * ~ *

    El androide permaneció impasible ante la nube de arena que se levantaba frente a él. Bajo sus rígidos pies el suelo vibraba cada vez con más fuerza. tras lo que le pareció un lapso de tiempo demasiado largo, un grupo de beduinos sobre unas criaturas que, gracias a su banco de datos pudo identificar como camellos, se detuvo. Luego de observarlo con curiosidad, los hombres se dirigieron sendas miradas de sorpresa y alguna que otra de recelo.

    —Saludos, caballeros beduinos —pronunció el androide en árabe.

    Los beduinos se miraron entre sí, luego clavaron sus oscuros ojos en Lucius. A pesar de no ser humano, el androide había sido creado con la apariencia de uno. Con su largo pelo dorado y sus ojos verdes, Lucius bien podría pasar por un turista anglosajón. Que hablase en árabe sin acento extranjero como si fuese un nativo de aquellas tierras fue algo que desconcertó a los beduinos.

    —Encuentro vuestra cultura algo… fascinante —dijo intentando establecer conversación.

    —¿Nuestra cultura?

    El androide asintió.

    —De donde yo vengo… —Hizo unos gestos algo peculiares—. Vuestras costumbres forman parte de la antigüedad.

    Los beduinos intercambiaron más miradas. Alguno dejó en claro que pensaba que aquel turista se habría vuelto loco por la insolación.

    —¿Y dónde es eso? —la pregunta lo tomó por sorpresa.

    —En el tri… —interrumpió la respuesta antes de meter la pata—. De bastante lejos —finalizó procurando adoptar una postura menos amenazadora.

    —Ajá… 

    El androide permaneció en silencio mientras investigaba lo que su banco de datos tenía sobre aquellos humanos.

    —¿Cómo es que un tipo con esa pinta que traes está aquí? —El beduino señaló al horizonte—. ¿En medio del desierto blanco? ¿Dónde está la excursión?

    El androide frunció el cejo y la frente.

    —¿Excursión?

    —El sol quizá le tiene la cabeza chamuscada —dijo otro beduino señalando el sol que brillaba ahora con más fuerza.

    El líder de los beduinos asintió con la cabeza, mirando a su compañero.

    —Además con esas ropas que lleva tiene que estar deshidratado.

    El hombre señaló el atuendo del androide.

    Lucius bajó la mirada alzando una ceja al ver su aspecto desaliñado. Su uniforme preferido estaba sucio y lleno de arena. Frente a la posibilidad de ocasionar un problema intergaláctico, el androide sopesó sus posibilidades. Cuando el módulo de probabilidades en situaciones de peligro le ofreció un noventa por ciento de éxito, abrió la boca. No tenía tiempo que perder.

    —Veréis —intentó explicar Lucius— Pasa que nos despistamos con lo de hace rato y pues ahora yo estoy aquí, pero el capi… digo mi compañero está en otro lado —mintió.

    —Ajá… —repitió el líder beduino.

    —Vosotros que sois buenas personas… —Gesticuló el androide haciendo casi una reverencia—. Podríais brindarme ayuda para encontrar a mi compañero, ¿verdad? Los libros…

    El líder beduino hizo algunas señas a sus hombres y estos se acercaron rodeando al androide, interrumpiendo su discurso. Lucius, sin tener claro qué pretendían los hombres adoptó una postura defensiva que había visto en algunos ficheros de esos que los humanos llamaban película; en la época antigua se realizaban muchas de esas historias visuales. Se supone que la idea era entretener, o eso había entendido Lucius al realizar distintas búsquedas en la red interestelar.

    Los beduinos se carcajearon con ganas.

    —Calma —dijo el líder beduino cuando sus hombres dejaron de reír—. Nuestro campamento está en el oasis de Bahariya, podemos llevarte ahí y luego de reponer provisiones buscar a tu compañero.

    Lucius abandonó la postura y asintió con la cabeza. Estuvo a punto de preguntar el motivo de aquellas risas, pero se dijo que era mejor no distraer a los humanos.

    —Os lo agradezco, buen señor beduino.

    Los hombres que lo rodeaban se apartaron un poco para dar paso al más joven de todos ellos quien traía de las riendas a uno de los camellos. El líder de los beduinos observaba a Lucius con curiosidad mal disimulada.

    —Sabes montar, ¿no?

    Lucius veía al animal con los ojos entrecerrados.

    —Desde luego —respondió con poco convencimiento.

    —Bien.

    El líder tiró de las riendas de su montura.

    Lucius se acercó al camello. El joven le entregó las riendas. Tras un rato en el que pareció permanecer contemplativo ante aquel animal emitió unos gruñidos y el camello dobló sus patas arrodillándose de tal forma que el androide pudo alcanzar la silla. Siguiendo el manual que había consultado sobre civilizaciones antiguas y sus medios de transporte, el androide montó y volvió a gruñir.

    Los beduinos lo miraron con asombro y suspicacia.

    —Venga animalito del desierto —el androide hablaba en voz muy baja— sé un buen camellito y sigue a tus colegas.

    El camello gruñó al levantarse y echó a andar siguiendo a la caravana. El androide se tambaleaba peligrosamente y logró mantener el equilibrio a duras penas.

    Aliviado por haber logrado un contacto satisfactorio con aquel grupo de humanos y una vez dominada la postura sobre aquellas jorobas, el androide entró en modo ahorro de energía aprovechando la luz solar para recargar sus baterías extras. No era igual que la luz en la galaxia del triángulo, pero le valdría para seguir operativo el tiempo suficiente como para rescatar al capitán.

    * ~ *

    Aljxur despertó desorientado y con un dolor de cabeza que le impedía pensar con claridad. Cerró de nuevo los ojos. Tumbado boca arriba se quitó los guantes y rozó el terreno que lo rodeaba. Respiró de forma superficial para no aspirar demasiado aire de la tierra. Si bien lo toleraba mejor que otros dangerianos, no es que no tuviese ciertas consecuencias en su organismo. Revisó su comunicador de pulsera. Maldijo en danger al darse cuenta de que con el impacto se había averiado. Se retiró el traje; la temperatura comenzaba a ser demasiado alta para seguir dentro. Por fortuna siempre llevaba una camiseta y unos pantalones impermeables debajo. De esa forma si le tocaba escapar de alguna redada podría escabullirse con facilidad.

    Abrió los ojos de nuevo. Esta vez tuvo la precaución de no hacerlo de golpe. La luz terrestre era mucho más luminosa y solía dejarlo ciego con mucha rapidez. Esperó a que sus pupilas se adaptasen para dar un vistazo a su entorno. Suspiró profundo al identificar aquella formación geológica. La conocida «Montaña de Cristal». La buena noticia era que si no había retrocedido demasiado en el tiempo estaría cerca de algunos asentamientos beduinos. La mala era que, si no había sido así, podría darse por muerto.

    Decidió ponerse en pie. Cuando pudo mantener el equilibrio intentó orientarse. Miró hacia donde apuntaba su propia sombra y echó a andar hacia el este. Casi una hora después sintió el suelo vibrar. entrecerró los ojos y aguzó la vista para distinguir qué podía ser aquello. Sorprendido, se quedó inmóvil. Un grupo de hombres, de varias edades, montados sobre unos raros cuadrúpedos se aproximaban en una vigorosa cabalgata. La buena noticia es que, entre todos ellos, Lucius permanecía en la retaguardia. Reconocería ese mal intento de melena en cualquier lugar del universo.

    Los hombres redujeron la velocidad hasta detener a los animales cerca de lo que supusieron era el compañero del turista. Nerviosos y desconfiados, decidieron mantener cierta distancia de seguridad. No era común encontrar hombres con semejante altura y complexión. Aquel hombre parecía más un gigante que una persona. Dándose cuenta del estado de ánimo de aquel grupo de humanos, el capitán permaneció con la mirada clavada en el suelo arenoso. Era mejor pasar por introvertido que espantar a aquel grupo mostrando sus peculiares ojos de pupilas verticales e iris púrpura tornasol. Bastante tenía con que viesen su pelo naranja chillón. Siempre podría decir que el color era artificial; al menos ahí no habría ninguna mujer que pudiera darse cuenta y desmentirlo.

    El androide avanzó adelantando al grupo para acercarse a Aljxur e inclinarse lo bastante como para poder hablar en el idioma interestelar y en voz muy baja.

    —Encuentro venturoso que se halle en un estado aceptable, capitán.

    Aljxur resopló. Lo remilgado de Lucius solía hacerle gracia y por ello no había modificado su módulo de lenguaje y comunicación, pero en aquel momento le resultó exasperante.

    —¿Has podido enviar el mensaje para que nos saquen de aquí?

    —La prioridad del programa es asegurar la supervivencia.

    El capitán se cogió del pelo con fuerza.

    —Envía el puto mensaje ahora mismo —ordenó—, o voy a convertirte en un asistente de cocina mercuriana.

    —Necesito ser reparado, capitán.

    El dangeriano apenas se contuvo, para no lanzarse y arrancarle la cabeza.

    —¿Va todo bien?

    El líder de los beduinos no quitaba los ojos de encima de aquel gigante que parecía salido de una película de terror.

    Lucius se irguió y enseguida se giró sonriendo.

    —Ningún problema, buen señor —dijo—. Si no os importa ayudaré a mi… compañero a montar y seguiremos nuestro camino, no queremos causaros más inconvenientes.

    El líder beduino asintió. En el fondo aquel dichoso compañero le ponía los pelos de punta. Lucius se giró, acarició al camello mientras le gruñía algo que a Aljxur le parecieron adulaciones. El joven que había asistido al androide se acercó guiando a otro camello. Lucius cogió las riendas y el joven salió disparado.

    Aljxur veía al animal con desconfianza. Tal como había hecho Lucius con su montura, gruñó, y el animal se arrodilló.

    —Haga el favor de montar, capitán —sugirió el androide— debemos darnos prisa.

    El pirata miró la silla sobre el camello y luego a Lucius. Deduciendo lo que debía hacer se sentó sobre la silla. El androide hizo una serie de ruidos y el camello se levantó. El capitán maldijo en dangeriano cogiéndose con fuerza a aquellas tiras de cuero para no salir disparado.

    Antes de emprender la marcha, Lucius agradeció la ayuda a los beduinos. El líder los despidió y dio la orden de regresar a su campamento.

    * ~ *

    Varias horas después, el capitán y su acompañante entraban en la ciudad. El ocaso le daba la bienvenida a la noche y la temperatura  impactaba causando estragos en Aljxur, que esperaba de pie fuera de una tienda de electrónica, a que su androide hiciese acto de presencia. Cuando por fin salió, el capitán respiró. Le preocupaba que Lucius llamase demasiado la atención. Habían sido muy afortunados en no retroceder mucho en el tiempo, lo que ayudaba a que no hubiese una diferencia tan significativa en la tecnología terrestre que, no por ser insidiosos, pero iba siempre bastante más atrasada que la usada en la galaxia del triángulo.

    —¿Y bien?

    —He logrado reparar los daños —confirmó Lucius—. La extracción se realizará en cinco minutos con treinta segundos y…

    El capitán lo cortó tirando de él hacia el callejón.

    —Habla más bajo o los terrestres terminarán por darse cuenta de que no pertenecemos aquí.

    Lucius asintió, pensativo. Comenzaba a preguntarse si no habría algún error en la información de que disponían en la red intergaláctica. Claro que, habían llegado unos cuantos años antes de la guerra apocalíptica, con lo que quizá el problema radicaba en que, de esta época no se tenían registros fidedignos. Lo cierto es que, de lo que había conocido hasta el momento, nada coincidía con su banco de datos y eso resultaba desconcertante.

    El transporte hizo su aparición en el tiempo establecido. Ambos abordaron la nave sin ser vistos. Utilizando el camuflaje básico, se elevaron y abandonaron la atmósfera terrestre a la velocidad de la luz.

    —Joder, Aljxur… te ves peor que la mierda espacial de Andrómeda, macho —dijo Gouel—. ¿Qué coño pasó?

    —Mejor no preguntes.

    El piloto alzó sus cuatro manos en son de paz.

    —Ajustaos cinturones y cascos, volvemos a casa.

    Tras activar los mandos y programar las coordenadas, la nave dio un salto temporal hacia el futuro. Con la nave en piloto automático ambos piratas permanecían tumbados en sus camastros.

    —Aquí entre nosotros —dijo Aljxur en voz baja— tenemos que tener un chivato.

    Gouel se incorporó de golpe.

    —Esa es una acusación muy grave.

    —Grave o no… —Se escuchó la voz del androide por los altavoces—. Algo raro pasa y no solo porque tengamos un comité de bienvenida.

    * ~ *

    Ambos piratas salieron directo a la cabina.

    —¿Quién más sabía aparte de ti que venías a por mí?

    —El comandante y… —El Rideriano se dio con sus dos manos derechas en la amplia frente—. Soy un redomado idiota.

    —Idiota o no, saca nuestros culos de aquí… ¡ahora!

    Gouel asintió ocupando el asiento del piloto mientras Lucius se ocupaba de la consola para programar las defensas de la nave.

    —Clostha tiene que ser la chivata. —concluyó el rideriano.

    Sin dejar de mascullar, seguía maniobrando la nave buscando la forma de colarse entre aquella formación.

    —Tiene sentido —admitió el dangeriano con tristeza—. Tendría que haber sabido que ella se vengaría tarde o temprano.

    —He informado al comandante… —interrumpió Lucius—. La mujer será ejecutada en… —Miró el panel—. Diez minutos y cuarenta segundos.

    Aljxur vio a su androide con incredulidad

    El capitán se pasó la mano por la cara, abatido. Clostha había sido su primer amor. Entre ellos siempre había existido una pasión y una lujuria desbordada, pero demasiado tóxica para sostenerse durante toda una vida. Aunque la separación había sido dura y tormentosa, él creyó que eso era agua pasada. Se había engañado por demasiado tiempo pensando que ella en realidad había aceptado aquella ruptura. Era evidente que no había sido así y que el hecho de enredarse con otras mujeres había sido la gota que derramó el vaso. Lamentaría su ausencia, era una colega estupenda y una piloto excepcional, pero ella había tomado una nefasta decisión y la traición a un compañero de contrabando se pagaba con la muerte.

    —Preparaos… —dijo Gouel por el comunicador— romperemos la barrera en cinco segundos.

    Aljxur se cogió con fuerza mientras la nave viraba en un ángulo imposible y salía disparada sin que la flota interestelar pudiese hacer nada para atraparlos.

    Luego de atravesar el agujero de gusano la nave permanecía en curso a velocidad constante.

    —Lamento su pérdida, capitán.

    El hombre negó con la cabeza.

    —Nada que lamentar, Lucius… ella se labró su destino.

    —Espero que no tenga pensado alguna tarea para … —El androide titubeó observando su propio reflejo en el cristal—. Desensamblar vuestras herramientas.

    El capitán se quedó en silencio. Le gustaba fastidiar al androide de vez en cuando. Lucius carraspeó y cuando iba a iniciar una de sus largas peroratas explicativas, Aljxur lo cortó dándole una palmada en el hombro.

    —Tranquilo, todavía nos queda una larga bitácora de aventuras.

    —Esas son buenas noticias, capitán —dijo el androide retomando su puesto junto al piloto—. Son excelentes noticias.

    —Si que lo son, Lucius, sí que lo son.

    La nave se dirigía rumbo al cuartel general de los piratas espaciales. Mientras observaba la constelación triangulum, el capitán dangeriano agradecía seguir vivo y en una sola pieza.

    Agradecimientos

    A Jessica Galera (@Jess_YK82 quien inspiró este curioso relato sembrándome la imagen de un androide montando en camello.

  • EL CLUB DE MAGIA

    Ilustración de una bruja adorable volando con un gatito entre las manos con nubes alrededor y la luna brillante
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Sostuvo la cerilla con una mano, maravillada. El fuego era como su magia, brillante, cálida y atemporal.

    En 1827 se convirtió en bruja. Casi 200 años después, todavía hacía magia; el poder habitaba en su corazón.

    Miró el reloj y dejó la tetera en la mesita; las chicas del club de magia llegarían enseguida.

    Cogió su sombrero y añadió la etiqueta con el nombre de la nueva aprendiz.

    Abrió la puerta, sonriente. Las brujas entraron rodeándola.

    La chica vio su nombre en aquella rama y gritó, eufórica.

    —Enciéndela —Invitó Margot.

    Elisa cerró los ojos. La cerilla se encendió.


    Este relato ha sido escrito para participar en el escribir jugando de febrero, propuesto por Lidia Castro. Cuenta con 98 palabras sin el título.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Imagen del dado en el que hay una mano

    2. Imagen tras una carta donde se ve una mujer mayor con un sombrero en la cabeza que tiene etiquetas en sus ramas y una tetera en la mesita que se ve al lado
    3. Una foto de una cerilla con su fecha de invención: 1827
  • EL PRECIO DE LA RESURRECCIÓN

    Bruja vampiresa vestida al estilo gótico con los labios rojos y un colmillo que se asoma entre los labios.
    Imagen de Rondell Melling tomada de pixabay.com


    Dedicatoria

    A vosotros que siempre estáis allí animándome a seguir.

    Abrí los ojos despacio. La profunda y aterradora oscuridad me dio la bienvenida a mi cautiverio. Un aroma putrefacto me golpeó con fuerza las fosas nasales provocándome arcadas que se sucedieron una y otra vez hasta que mi cerebro registró que mi estómago estaba vacío y tan solo un poco de bilis se animó a satisfacer aquel doloroso reflejo.

    Intenté ponerme en pie. El suelo terroso y húmedo me estremeció y por un momento me pareció percibir el ruido de alguna criatura arrastrándose a mi alrededor. Sentí los diminutos guijarros clavarse en mis rodillas cuando por fin pude ponerme a gatas, no sin el suficiente esfuerzo como para quedarme sin aliento.

    Una carcajada estentórea me dejó aturdido. Arrastrándome como pude me desplacé hacia un rincón. Las ásperas paredes vibraban devolviendo el eco de aquella carcajada siniestra. Mi mente se negaba a colaborar hasta que mi voluntad se impuso y entonces recordé.

    —Muy bien —la carcajada se interrumpió de golpe— Ya era hora de que reaccionaras, cariño.

    —¿dónde estoy?

    —Donde estás no tiene la mínima importancia —dijo— Lo importante es por qué, no te parece, ¿Misael?

    —Déjate de juegos —exigí— más vale que me liberes…

    —Y si no te libero, ¿qué? ¿Vas a invocar a todos los demonios del infierno? O quizá a tus guerreros de sangre —rio malévola— ¿Olvidas que he absorbido casi toda tu fuente vital? Ahora soy yo quien tiene el poder.

    —¿Qué coño quieres, Miriah?

    —Me decepcionas —el suelo comenzó a vibrar con fuerza— pero no importa, puedo refrescarte la memoria.

    Parpadeé varias veces forzando a mis ojos a adaptarse a la oscuridad. Tragué grueso cuando pude vislumbrar unos dedos esqueléticos que comenzaban a emerger con rapidez hacia la superficie. Los recuerdos fueron invadiendo mi mente uno tras otro. Cerré los ojos con fuerza. Era imposible.

    —Nada es imposible y lo sabes.

    —No tienes idea de lo que pretendes, Miriah —advertí— Ni siquiera absorbiendo mi poder podrías ocupar mi lugar… mucho menos convertirte en la reina.

    —¡Mientes! —el grito retumbó con tanta fuerza que las paredes se agrietaron y sentí un líquido humedeciendo mis oídos. Los sonidos me llegaban atenuados como lejanos murmullos.

    —Puedes matarme si quieres —susurré— pero jamás te develaré el secreto.

    —Haré algo mejor que eso, Misael —el tono de su voz me advirtió que era capaz de todo— serás testigo del final de tu estirpe.

    El esqueleto terminó de emerger. De pie frente a mí con sus cuencas vacías emitió un chillido antes de convertirse en polvo.

    un torbellino invadió el pequeño espacio tirando de mí hacia arriba, hacia la nada sacándome de las catacumbas.

    Sentí cómo cada partícula de mi cuerpo se desintegraba con rapidez y volvía a juntarse adhiriéndose a las fibras teñidas de aquel legendario receptáculo que narraba la historia de los guerreros de la noche. Intenté usar mi poder para materializarme en la estancia, pero todo fue inútil. Miriah me había condenado a habitar el tapiz. Las imágenes iban agregándose en tiempo real. Observé horrorizado cómo Miriah iba asesinando a cada uno de mis hermanos, mis compañeros de lucha. Los guerreros de la noche dejarían de existir y solo aquel tapiz daría cuenta de lo ocurrido. Tenía que hacer lo que fuese para impedirlo.

    —¡Detente! —La vampiresa desvió su mirada hacia mí sonriendo con los labios manchados de la sangre de quien fuese mi guerrero más leal.

    —Parece que te lo has pensado mejor, ¿no? —soltó el cuerpo desmadejado.

    —Te develaré el secreto de la resurrección —dije usando mi canal telepático.

    —Así me gusta, cariño —sonrió satisfecha—. Verás que reinar junto a mí no es tan malo después de todo.

    Otro tirón de energía me extrajo de forma dolorosa del tapiz y di de bruces a los pies de la bruja.

    —¿A qué esperas?

    —Necesito que me devuelvas mi poder —dije jadeante— o al menos que me permitas beber de ti.

    Desconfiada achicó los ojos mientras hurgaba en mi mente tras segundas intenciones. Cuando se hubo cerciorado de que no mentía dio un paso hacia mí.

    Soltó una carcajada siniestra y me expuso la garganta. La sed impactó en mis entrañas y un ardor me quemó con fuerza desde la boca del estómago. Me abalancé sobre ella sin pensarlo y clavé los filosos colmillos en aquella vena palpitante.

    Intentó zafarse al darse cuenta de mis verdaderas intenciones, pero mi agarre era mucho más fuerte cada vez. Bebí hasta saciarme y un poco más.

    Pálida y sudorosa me observaba con los ojos desorbitados.

    —Ahora aprenderás la resurrección de primera mano, querida —dije con la voz ronca— pero no digas que no te lo advertí.

    Intentó echar a correr, pero mi poder había regresado junto al que había robado del resto de mis guerreros así que la paralicé en medio de aquella estancia bañada en sangre.

    —¡Levantaos hijos de la noche; guerreros y guardianes del legado de la sangre! —Alcé los brazos invocando el poder primigenio de la oscuridad— ¡Volved a este plano y cumplid con vuestro mandato!

    Los cuerpos marchitos de mis compañeros de armas fueron retomando forma y sustancia.

    —¡alzaos y reclamad nuestro derecho de sangre! ¡Recuperad el poder y la vida que os fue arrebatado!

    Los doce guerreros que yacían inertes cobraron vida. sedientos y furiosos se abalanzaron contra Miriah.

    Me dejé caer en el trono mientras observaba la carnicería y en mi interior el intercambio entre mi alma y el poder de las tinieblas sucedía sin que pudiese evitarlo.


    Rodilla en tierra los guerreros me mostraban su lealtad y rendían culto a su rey.

    —A ti debemos nuestra existencia, alteza —dijo Noel sin alzar la mirada— seguiremos tu mandato.

    —Cazad a toda la estirpe de esa bruja maldita —ordené— No las hagáis arder, bebed su sangre hasta que se marchiten.

    Noel me observó, sorprendido.

    —Pero… su alteza…

    —Lo que ha ocurrido esta noche no puede volver a suceder —expliqué— Tenéis que apoderaros de sus almas y todo su poder. Si las quemáis, pueden reencarnar o poseer a cualquier otra criatura con alma —fijé mi mirada donde solo polvo permanecía inerte—. Querrán venganza luego de esto.

    —¿Estáis seguro de ello, mi señor?

    —Lo estoy —confirmé—. Son fuertes y capaces de desalojar el alma de cualquier criatura haciendo que vaguen perdidas en la eternidad.

    —Se hará entonces como ordenes, alteza.

    Tras ponerse en pie, los guerreros abandonaron la estancia. Observé el tapiz viendo los cambios que iban añadiéndose con rapidez.

    El poder de la maldad palpitaba anhelante en mi interior instigándome a cobrar aquella afrenta de sangre contra todo el mundo feérico. Mantenerlo a raya sería mi lucha de ahora en adelante. todo hechizo potente tiene un precio y resucitar a la casta de los guerreros de la noche no sería la excepción. De no ser por Miriah y su maldita ambición de poder nada de esto habría ocurrido. Tendría que haber advertido sus intenciones cuando la traje al castillo la primera vez. Había cometido demasiados errores cegado por la lujuria. No debí convertirla y lo hice. Tampoco debí tomarla como consorte y también lo hice. Era mi responsabilidad y la asumiría costase lo que costase. Pero no sometería a criaturas inocentes a la ley de sangre. Ya bastante tendría este mundo con tener que sobrevivir a la guerra que empezaría desde esta noche y que quien sabe cuando llegaría a su fin.

    Me deslicé sin rozar el suelo hasta alcanzar el tapiz. En él la muerte de Miriah aparecía reflejada con exactitud. Suspiré profundo y me giré para atisbar por el gran ventanal. Sentí el llamado de la oscuridad y de la sangre y desaparecí en busca de alguna garganta que pudiese mitigar mi despiadada e insaciable sed.


    Agradecimientos

    Este relato surgió gracias a una convocatoria en la que no pude participar. He decidido ir publicando tanto los relatos que no llegue a enviar, como aquellos que no resulten seleccionados. Es una forma de ir observando mi propia evolución al escribir, además de que resulta muy edificante poder publicar y saber que alguien en algún rinconcito del mundo te leerá.
    Gracias a todos por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • LA MUERTE VINO A POR MÍ

    Imagen en blanco y negro que muestra la silueta de un hombre que parece estar encerrado a oscuras
    Imagen tomada del blog acervo de Letras.


    Me dolía la cabeza y el frío me calaba hasta los huesos. El fuerte olor a cuerpos en descomposición me trajo a la realidad.

    Abrí los ojos. Parpadeé intentando forzar a mis ojos a una oscuridad tan perturbadora, pero fue inútil. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

    ¿Cómo no lo vi venir? Tendría que haber sospechado que nadie, nadie en esta vida es tan magnífico y perfecto.

    Tendría que haber sabido que yo sería su próxima víctima.

    Me había estado enviando señales. Ahora las veía con total claridad. Aquellas puestas en escena tan macabras. Aquel perfil de víctimas tan particular. todas tan parecidas a mí.

    Me cegó mi propia arrogancia y ahora pagaría las consecuencias.

    Nadie podría hallarme en este lugar, aislado de todo y de todos. El escondite perfecto en un vertedero casi abandonado.

    Hallarían solo mi cadáver en el cierre del caso más extraordinario de asesinos seriales de todos los tiempos.

    Para mí, el fin de una carrera brillante como detective. Para él, el cierre con broche de oro de una venganza que había comenzado hace quince años sin que yo fuese consciente de ello.

    Un silbido melódico rompió el silencio. escuché el eco de sus pasos aproximarse a la puerta. Las llaves chocaron entre sí. Una risita maquiavélica y un tanto infantil me puso los pelos de punta.

    La llave giró una, dos, tres veces. El pomo de la puerta se movió hacia la derecha. Los goznes chirriaron y la puerta se abrió despacio.

    Tragué grueso al ver su silueta a contra luz y contuve el aliento.

    Sus dientes blancos relumbraron en la oscuridad.

    —Saluda a la muerte, doctora Jonson.

    Pensé en correr, pero no tuve tiempo y cuando me atrapó, supe sin duda alguna que con mi muerte disfrutaría como con ninguna otra.


    Este relato ha sido escrito para participar en el va de reto febrero 2020, propuesto por Jose A. Sánchez.

    elementos a utilizar en el desafío:

    1. La fotografía incluida en la entrada
    2. responder algunas preguntas: ¿Dónde está? ¿Cómo ha llegado allí? ¿Quién lo ha encerrado? ¿Por qué? …