Autor: Lehna Valduciel

  • EL ZAFIRO DEL DESTINO

    fotografía en la que se observa un castillo irlandés en Kimbane
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Si es que soy imbécil. Con tantos años en esta profesión tendría que haber adivinado que nada iba a ser tan sencillo como me lo habían pintado. No sé cuándo aprenderé a prestar atención a la voz de mi intuición que rara vez se equivoca.

    Era la una menos veinte. Me apresuré a desbloquear la puerta de la caja fuerte y contuve la respiración cuando por fin escuché el tan ansiado clic del mecanismo.

    Levanté la pequeña linterna. El tenue haz fue iluminando el interior de aquella caja empotrada. Maldije por lo bajo al darme cuenta de que allí dentro había de todo menos lo que estaba buscando. Revisé los documentos y vi aquella factura que no olvidaré en lo que me queda de existencia.

    Fotografié la factura y la fotografía que permanecía adjunta.

    Con el sigilo que me otorgaban los años de experiencia abandoné el despacho y salí al corredor. Anduve casi de puntillas hasta alcanzar la escalera de servicio por la cuál descendí en tromba directo a mi habitación.


    Tras asegurar el pestillo dejé mi riñonera sobre la cama y me quité los guantes, la ropa y las zapatillas. Me tumbé en la cama tan tenso como cuerda de guitarra y comencé a hurgar en mi memoria.

    Recordé con facilidad el día en que Armand me convocó. A pesar de nuestras diferencias, yo siempre procuré mantener los negocios separados de la familia y el placer. Tendría que haber sabido que mi querido primo estaba muy lejos de haber aprendido la filosofía familiar y que de alguna forma me cobraría lo que pasó hace cinco años.

    Siendo honesto no todo es culpa suya. He debido confiar menos e investigar más. De esa forma Armand no habría podido embaucarme en este proyecto que de seguro iba a traerme más de un dolor de cabeza. Una cosa era robar gemas que podían posicionarse con facilidad en el mercado negro, otra robar una pieza como aquella. Tendría que haber comprendido, luego de poner patas arriba aquel castillo y no encontrar nada, que algo no andaba bien.

    Cerré los ojos obligándome a respirar profundo y a poner la mente en blanco. Tendría que elaborar otro plan sobre la marcha, ya que seguir siendo el manitas del castillo de Zima no me iba a abrir las puertas al gran baile de máscaras que se llevaría a cabo dentro de dos días, aunque sí que me haría mucho más fácil algunas otras tareas que ya iban materializándose en mi mente. Sonreí mientras, en silencio, otro plan con revancha incluida iba tomando forma. Durante un buen rato consideré las ventajas y las desventajas y cuando estuve satisfecho, me entregué al mundo de los sueños.


    Me levanté más temprano que de costumbre. El castillo permanecía todavía en brazos de las hadas del sueño así que fue sencillo ocuparme de algunos detalles en el despacho y la primera planta.

    Entré en la cocina silbando como siempre. Sophie permanecía de pie frente a los fogones preparando el desayuno. Un estruendo de cristales junto a algunas voces rompió la armonía matutina. Wilfred, el mayordomo entró a toda velocidad. Su expresión de alivio al verme no se me escapó, pero evité mostrar cualquier reacción que pudiese delatarme.

    —Menos mal ya está usted en pie —dijo procurando mantener la compostura—, Ha habido un pequeño inconveniente con el ventanal del despacho. La señora requiere sus servicios de inmediato.

    Asentí con la cabeza y eché a andar tras Wilfred quien ya se había movido y me esperaba en la puerta.

    —El muchacho todavía no ha desayunado, Wilfred —la cocinera se giró para ver al mayordomo con desaprobación.

    —Luego tendrá tiempo de eso, Sophie —respondió saliendo a toda prisa.

    Le guiñé un ojo a la cocinera y me dio tiempo de pillar aquella sonrisa maternal que tanto me gustaba de ella antes de seguir al mayordomo que caminaba como si tuviera un cohete en el culo.


    Al entrar en el despacho nos recibió la tragedia personificada. La señora O’Donnell miraba el ventanal hecho añicos como si le hubiesen dado un golpe en el hígado.

    —¡Esto es una tragedia, Bryan! —repetía deambulando de un lado a otro aferrando con fuerza las perlas que descansaban en su esbelto cuello.

    —No es para tanto, querida.

    —Pero ¿cómo me dices eso? —preguntó horrorizada— ¿Acaso no te das cuenta de que aún no termino de hacer las invitaciones del baile, la lista y todo lo demás? —el señor O’Donnell desvió su mirada hacia nosotros y puso los ojos en blanco—. Esto es un desastre… una tragedia.

    —No se preocupe, señora —interrumpí—, si me permite me ocuparé de dejarle su despacho como nuevo antes de la comida.

    La mujer se detuvo en seco mirándome con interés.

    —¿Puede ocuparse de eso, Jean?

    —Es Liam, señora —corrigió Wilfred.

    La mujer hizo un gesto restando importancia a su desliz memorístico.

    —Si, señora —respondí—, solo necesito que desalojéis el despacho y ya me ocupo yo de todo lo demás.

    —¿Lo ves, querida?

    A la mujer se le pasaron todos los males como por arte de magia.

    —Empiece enseguida, Jonás —ordenó—, necesito el despacho operativo antes de la comida.

    El señor O’Donnell volvió a poner los ojos en blanco, mientras arrastraba a su mujer fuera del despacho en una caravana protocolar presidida por Wilfred.

    Cuando me aseguré de que se encontraban en el comedor cerré la puerta y me dispuse a ocuparme de aquel desastre.


    Saqué unos guantes del bolsillo trasero de mis vaqueros y encendí el ordenador. Luego de varios minutos hallé el fichero que buscaba, añadí el nombre, guardé y cerré el fichero. Me conecté vía bluetooth y copié el fichero en mi móvil y antes de apagar el ordenador borré cualquier huella sospechosa.

    Con rapidez pillé una de las invitaciones en blanco y la rellené usando la pluma que encontré junto al lote. Me fijé en alguna de las que ya estaban escritas desde el día anterior y me esforcé en imitar la letra lo mejor que pude. Soplé con delicadeza antes de doblar la tarjeta de invitación y con mucho cuidado la introduje por la abertura de mi camisa. Cogí el teléfono y fui pulsando las teclas con rapidez.

    Colgué una vez hecho el pedido del ventanal y los materiales; salí del despacho y me quité los guantes metiéndolos con rapidez en el bolsillo trasero donde solía siempre llevar un par. Desde el salón señorial se escuchaban las voces de los señores y algunos de sus invitados que ya se alojaban en el castillo. Seguí mi camino. Entré en la cocina de nuevo y Sophie me esperaba con un desayuno suculento. Le hice señas de que me esperase un segundo y me dirigí a la zona de alojamiento de la servidumbre. Entré en mi habitación y cerré la puerta con sigilo. Cogí la invitación con cuidado y la escondí. Luego pillé mi cinturón de herramientas, me lo abroché en las caderas y volví a la cocina. Sophie me señaló la silla y luego el plato. Su gesto era lo bastante elocuente como para obedecer sin siquiera intentar llevarle la contraria. Me senté y me dispuse a desayunar.


    Tal como le había ofrecido a la señora O’Donnell, su ventanal estuvo listo antes de que se sirviese la comida. En pago a mi excelente servicio, me daban el día siguiente libre. Sonreí como cualquier hijo de vecino habría hecho al saber que tendría un fin de semana largo a su entera disposición.

    Pasé toda la tarde ocupándome de arreglos menores y de lo que más me interesaba, la instalación eléctrica. Al castillo Seguían llegando invitados. Prestando atención a dos de las chicas de servicio me enteré de que este primer grupo formaba parte de la familia en mayor o menor medida. La una cotilleaba con la otra sobre los disfraces tan extravagantes que algunos llevarían y eso me dio una idea. Tomé nota de todo lo que iba escuchando y supe cuál sería el primer lugar que visitaría al día siguiente.


    El amanecer apenas se vislumbraba en el horizonte. Me aseguré de no dejar nada en aquella habitación y abandoné el castillo antes de que Sophie o Wilfred dejasen sus respectivas camas. Tenía mucho por hacer todavía si pretendía asistir esa noche al gran baile de máscaras.

    Dublín me daba los buenos días con ese ir y venir de sus habitantes que tanto me gustaba. Aparqué la furgoneta frente a mi destino y salí cerrando de un portazo. Sonreí al fijarme en la vitrina y su exhibición. Las campanillas anunciaron mi llegada.

    —Buenos días…

    La tendera abrió los ojos como platos al reconocerme y rodeó el mostrador con tanta prisa que casi me derrumba al abrazarme.

    —Ingrato, hijo de puta —sonreí ante aquella sarta de insultos.

    —Yo también te quiero, hermanita.

    —¿Qué haces aquí? —preguntó soltándome y examinando mi semblante.

    —Necesito un favor… pequeñito —dije acercando el índice y el pulgar.

    —Tus favores nunca son pequeñitos —dijo achicando los ojos— ¿qué te traes entre manos, Liam?

    Puse cara de cordero degollado ante aquella sugerencia y Sinéad soltó una carcajada. Aunque no era mi intención involucrarla no me pareció correcto no informarle lo que había ocurrido con Armand, así que la puse al día. Luego de soltar todos los improperios que se le ocurrieron y alguno más que yo no conocía se fue a la trastienda. Cuando volvió traía todo lo que le había pedido y algo más. Me quedé perplejo al ver aquel objeto, ya que se suponía era un mito fundado en el conocimiento transmitido de generación en generación. Cogí el medallón en la palma de la mano. Era macizo y lo bastante pesado como para valer una pequeña fortuna. Observé en detalle aquel grabado intrincado. Dos serpientes entrelazadas formando un círculo al morder una la cola de la otra. en el interior del círculo un sistema de raíces arbóreas entretejidas. El nudo del destino junto a la protección del guerrero. Iba a protestar, pero Sinéad acalló mi protesta colgando aquel medallón de mi cuello.

    —Que la bendición de Lubra te acompañe y te guíe.

    —Que la bendición de Lubra te proteja —respondí.

    Mi hermana me abrazó con fuerza y no fui capaz de resistirme a devolverle el abrazo con el mismo ímpetu.

    —Ve y patéale el culo a ese primo nuestro —sonreí y le di un beso en la frente.

    —Lo patearé tan duro que escucharás sus chillidos, hermanita.

    Asintió y luego adoptó su expresión habitual hosca y reservada. Supe que era hora de irme, así que recogí todo aquel atuendo y me marché.

    Hice una pequeña parada en un suburbio de la ciudad. Dejé la fotografía de aquel collar, acordé un precio y una hora, y seguí mi camino. Todavía había detalles por afinar para que todo saliera a pedir de boca.


    Observé mi reflejo en el espejo. Teñirme el cabello de aquel tono ónix y usar aquel maquillaje broncíneo me daban un aspecto bastante diferente. Nada de pecas ni pelo rojizo por ninguna parte. Me colgué de nuevo el medallón y comencé a vestirme. Me aseguré que bajo el peto de la armadura todo lo que necesitaba estuviese bien sujeto.

    El destello sobre la cama me hizo parpadear un instante. La verdad es que era increíble el talento que algunas personas podían tener. Terminé de recoger todo, me ajusté la capa y salí rumbo al castillo.


    Alquilar aquella limusina era el mejor negocio que había podido hacer. Aunque el chofer me veía como si fuese un chalado recién salido del psiquiátrico, la paga fue lo bastante atractiva como para hacer que mantuviese la boca cerrada.

    Presentamos la invitación en el primer punto de control. Respiré profundo cuando la limusina comenzó a moverse al interior del castillo.

    Bajé del vehículo no sin antes encomendarme a Lubra, diosa del destino, y recordarle al chofer sus instrucciones. Con un sutil movimiento de cabeza me confirmó haber entendido, así que seguí con paso altivo y arrogante hacia la edificación.


    Como quien se siente deslumbrado por el paisaje que observa, me desvié de la entrada principal donde un par de seguratas franqueaban el portón revisando a cada invitado de forma minuciosa. Anduve deambulando por los jardines hasta que divisé la salida posterior que daba directo hacia el área destinada a la servidumbre. La cocina era un hervidero de personas, gritos, aromas y un calor sofocante. Sabía que no tardaría en ser detectado y contaba con ello. Aquel disfraz era lo bastante extravagante como para arrancarle las risitas a más de una, aunque no fue lo único que arrancó al final, ya que alguna mano se fue deslizando por partes de mi anatomía que prefiero no mencionar.

    Tal como imaginé que ocurriría fui despedido con sutil elegancia por la servidumbre luego de fingirme desconcertado y extraviado. Por un instante creí que Sophie me había descubierto, pero al final no fue sino mi prolija imaginación.


    Conducido hacia la entrada y luego un poco más allá, la chica que me servía de amable guía me dejó a mi suerte. Aprovechando mi soledad me escabullí en dirección al salón principal. Necesitaba ubicar el lugar donde se verificaba la lista que de seguro estaría por allí muy cerca. Me moví con rapidez para ocultarme entre las sombras y que Wilfred no pudiera verme. Alguna cosa había obrado en mi favor, «Lubra, de seguro», pensé cuando vi cómo se alejaba del pequeño mostrador al cual me acerqué para, por fin, cambiar la lista de invitados.

    Menos mal era de manos ágiles y pude hacerlo antes de que el mayordomo reapareciera y me pillase infraganti merodeando en las afueras del gran salón, donde la música y las voces comenzaban a cobrar vigor.

    —Disculpe, sir —dijo cortándome el paso— Debo verificar su nombre en la lista. Si me da unos minutos.

    Asentí solo con la cabeza. Mientras menos escuchase mi voz, mucho mejor.

    —Perdone, me dijo que su nombre era…

    —Armand Gautier.

    Observé el dedo de Wilfred moverse con parsimonia por aquellas páginas y sentí ganas de darle un puntapié, pero me contuve.

    —Aquí está —dijo golpeando la hoja con el índice y ofreciendo su típica sonrisa oficial— sígame por aquí, por favor y bienvenido.

    Asentí con la cabeza una vez más y caminé algunos pasos por detrás. El ruido me golpeó un instante cuando las hojas de la puerta se deslizaron frente a mí.

    Di un paso al frente y sentí cuando las puertas se cerraron. Oteé a mi alrededor en un vistazo de reconocimiento hasta que por fin ubiqué a mi objetivo.

    La señora O’Donnell permanecía junto a su flamante marido. Ambos llevaban trajes victorianos con sendos antifaces que les cubrían un tercio del rostro.

    El zafiro del destino descansaba deslumbrante en aquel esbelto cuello y sonreí.


    La música comenzó a sonar y varias parejas se dirigieron al centro del salón. Tal como habían estado cotilleando las chicas el día anterior, los disfraces eran la mar de variopintos. Como no podía ser de otra forma, varias miradas se clavaron en mí. No todos los días veías a una buena imitación de un dios celta. Me acerqué despacio y tras hacer una reverencia solicité permiso para bailar con la anfitriona. El señor O’Donnell nos hizo una seña gentil con la mano y extendí el brazo con galantería hacia la mujer. Pude percibir su nerviosismo cuando apoyó su mano enguantada sobre mi palma.

    Aunque mi máscara impedía distinguir mis verdaderos rasgos, a mí me permitía observar sin disimulo. La mujer me comía con los ojos desde el casco hasta mis doradas sandalias.

    —Permítame adivinar… —dijo coqueta— representa usted a Manannan, ¿verdad?

    Asentí con la cabeza, mientras ella ofrecía una risita algo chillona. La estreché entre mis brazos y pude ver cómo se le aceleraba el pulso. Comenzamos a girar de forma vigorosa. Aunque no hablaba, tan solo me limitaba a asentir o negar con la cabeza, a través de mis manos el mensaje que transmitía era muy diferente. La señora O’Donnell se estremecía con la respiración algo agitada; es lo que tiene practicar mucho con las manos.

    Aprovechando un impulso que la hizo chocar contra mi peto, logré activar el mando que provocó una falla eléctrica general. El salón principal y parte de la mansión quedaron en penumbras. La mujer gimió nerviosa. Voces y quejidos se iban alzando en la oscuridad, mientras se escuchaban pasos y voces fuera del salón.

    —Relájese —susurré con un marcado acento francés— todo estará perfectamente —deslicé mi mano derecha hacia su nuca mientras con el dorso de la otra le rozaba los pechos.

    —¿Usted cree? —jadeó estremecida.

    —Desde luego —volví a susurrar muy cerca de su oreja.

    La señora ahogó un gemido cuando volví a rozarle los pechos.

    —Creo… creo que se me ha aflojado el collar.

    —No se preocupe, deje que me encargue de ajustárselo.

    La estreché con más fuerza mientras deslizaba mi mano una vez más hasta su nuca.

    Las luces se encendieron en el gran salón y suspiros de alivio se fueron escuchando cada vez con más intensidad.

    —Por favor, disculpad las molestias —exclamó el señor O’Donnell indicando a la orquesta que retomase la música.

    Hice una reverencia a mi acompañante y me escabullí. La señora O’Donnell regresó junto a su marido, sofocada, con las mejillas arreboladas y demasiado ocupada en disimular su turbación como para volver su atención a aquel atrevidísimo dios celta.

    La música y el baile continuaron sin que los presentes notasen mi ausencia. Una vez fuera mientras esperaba la limusina, sonreí, satisfecho sintiendo en el interior de mi peto aquella fabulosa joya.


    Una semana más tarde, en un cibercafé me encargaba de enviar información valiosa a la familia O’Donnell y a la policía. Pagué mi tarifa y me marché silbando.

    Armand aprendería una valiosa lección después de todo esto.


    Al día siguiente salí a caminar un rato hasta que sin darme cuenta llegué a la pequeña tienda de antigüedades de Sinéad. Como siempre las campanillas anunciaron mi llegada.

    —Pareces contento —dijo— se entiende que ha ido todo bien, ¿no?

    Asentí con las manos en los bolsillos.

    —Venga, comamos y así me pones al día de todo —ordenó— y no omitas ningún detalle, aunque sea escabroso.

    La seguí al interior de la trastienda. Mientras la observaba cocinar y servir le fui contando cómo había hecho para colarme en el gran baile de máscaras, seducir a la anfitriona y robarme la joya. Sinéad escuchaba atenta asintiendo o riendo de vez en cuando. Luego de sentarse activó el mando del pequeño televisor que descansaba sobre la encimera.

    Alzó las cejas, sorprendida, al ver la imagen de Armand en una toma que no le favorecía demasiado, mientras era sacado por la policía de su flamante joyería, esposado y custodiado por dos agentes.

    Su rostro magullado daba cuenta de que aquel arresto no había ocurrido de forma pacífica.

    Sinéad se giró mirándome con los ojos muy abiertos.

    —¿Cómo hiciste para implicarlo?

    —Me colé en su despacho y dejé el zafiro en su caja fuerte.

    —Joder, menudo bribón estás hecho.

    Me encogí de hombros.

    —Que conste que no empecé yo —me justifiqué— al menos no con intención.

    Mi hermana hizo un gesto con la mano descartando la posibilidad de culparme de haberme tomado la venganza en mi mano de aquella manera. Ella al igual que yo seríamos incapaz de joder a la familia por muchos errores que alguno cometiese. Éramos conscientes de nuestra humanidad y, por tanto, nuestra falibilidad. Otra cosa muy distinta era perdonar la traición ex profeso.

    La observé en silencio mientras comíamos sin perder de vista el arresto de nuestro primo y supe que creía con fervor, tanto como yo, que se lo tenía bien merecido.


    Este relato ha sido escrito para participar en el reto de Lubra febrero 20, propuesto por Jessica Galera.

    elementos a utilizar en el desafío según Lubra:

    1. Frase inicial: «Si es que soy imbécil»
    2. Indicación: «el personaje es pillado merodeando fuera del salón principal»
    3. Frase final: «Se lo tenía bien merecido»
  • EL MAGO OSCURO Y EL PARAGUA DE LOS DESEOS

    Hombre caminando bajo el cielo nublado protegiéndose con un paraguas durante el otoño
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Frunció el entrecejo cuando subió a aquel desván cubierto por aquella capa gruesa de polvo. Dio una mirada a cada rincón y suspiró. Lograr que aquel lugar pareciese habitable le llevaría toda la vida. Estaba a punto de bajar por la escalerilla cuando sintió un siseo insistente.

    —¿Quién anda ahí? —Achicó los ojos para ver si divisaba alguna silueta, pero no vio nada más que cajas apiladas y trastos viejos.

    —Estoy aquí… —parpadeó varias veces pensando que no volvería a pasarse con las cervecitas durante la cena.

    —Yo no veo a nadie —respondió a pesar de parecerle una soberana estupidez hacerlo.

    —¿Cómo vas a verme si sigues ahí parado como un gilipollas?

    el hombre se rascó la barba y luego la cabeza. si aquello era un truco de los críos, vaya que era la hostia.

    —Vamos a ver —espetó— ya está bien de que os burléis, enanos. Salid de donde estéis o dejad ya…

    —Qué enanos ni que enanos —la voz se escuchaba mosqueada— tú mueve ese culo de foca aquí … hasta este trío de cajas.

    El hombre ya algo mosqueado también se acercó tumbando las cajas de arriba.

    —Joder, hasta que te funcionó la sesera, macho —el hombre abrió los ojos como platos mirando aquel paraguas.

    —¿Y tú qué? ¿Llevas un micrófono escondido de esos que salen en la televisión?

    —Serás cateto —dijo la voz del paraguas— ¿Nunca has visto un objeto mágico?

    —Pues la verdad… no —reconoció— ¿Se supone que tú lo eres?

    —La duda ofende, macho —respondió el paraguas— a menos que tú estés tan majara que siempre hables con los paraguas.

    El hombre puso mala cara y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.

    —Espera… ¿a dónde vas?

    —Abajo —respondió cortante— no tengo porqué aguantarme esta ridiculez.

    —Pero si todavía no te he explicado lo de los deseos, tío. —El hombre se acercó con interés renovado cogiendo al paraguas.

    —Cucha, con más cuidado, ¿eh? Que se me doblan las varillas.

    —Será posible —masculló entre dientes— Explícate o te dejo arrumado aquí mismo.

    —Vale, vale —dijo el paraguas— Mira, es muy sencillo. Si me llevas contigo puedo concederte cuatro deseos.

    El hombre alzó una ceja. Observando al paraguas que yacía entre el resto de objetos de aquella caja pensó que les daría un buen susto a sus sobrinos.

    —Muy bien —dijo— vamos fuera.

    El hombre cogió el paraguas y abandonó el desván del nuevo almacén que acababa de comprar.

    —¿No vas a pedir tu primer deseo? —preguntó el paraguas.

    Tras meditarlo un poco el hombre dijo como si tal cosa.

    —Deseo que mi vecino, el carnicero, deje de afilar sus cuchillos cada noche. Ese ruido es infernal.

    —hecho —dijo el paraguas.

    El hombre salió del almacén rumbo a su casa. Luego de cenar y darse una ducha, se puso el pijama y se tumbó en la cama. El paraguas permanecía en el taburete junto a la cómoda.


    El día siguiente transcurrió sin contratiempos. El paraguas no había vuelto a hablar con él, así que pensó que sus sobrinos se habrían cansado de aquella estúpida broma. Y menos mal porque ya comenzaba a sentirse influenciado por aquel asunto; tanto, que había pasado toda la noche soñando con el puto paraguas y el vecino. Cuando llegó a casa se dio cuenta de que el vecino no estaba afilando sus cuchillos y sonrió, satisfecho.

    —Parece que en realidad eres mágico. —Aquel pensamiento se le había escapado en voz alta.

    —Claro que lo soy ¿qué te creías?

    El hombre abrió los ojos al ver que una pálida figura iba formándose junto al paraguas.

    —¡Hostia! —el hombre se puso de pie de un salto— ¿qué coño eres?

    La figura puso los ojos en blanco.

    —¿A ti qué te parece?

    —No sé, nunca había visto una transparencia como tú antes.

    —Más respeto —reclamó la figura— a ver si te crees que es muy fácil tomar forma.

    —Coño, pero no te enfades.

    —¿Estás listo para pedir tu segundo deseo?

    El hombre se rascó la cabeza y torció los labios en un gesto por demás, curioso.

    —Creo que… sí.

    La figura hizo un gesto invitándole a realizar su petición.

    —Deseo que la vecina de arriba deje de recoger esos gatos tan inmundos que resultan tan molestos.

    —Concedido.

    La figura se desvaneció y el hombre siguió con su rutina de siempre al llegar a casa. Luego de cenar, ver televisión y vestirse con el pijama, el hombre se metió en la cama. Tal como la noche anterior comenzó a tener sueños con la vecina, el paragua y los gatos. Se despertó sobresaltado con el paraguas en la mano empuñado como si fuera un arma.

    Extrañado lo dejó sobre la mesita de luz y se dispuso a iniciar el día.
    Al salir del edificio se dio cuenta de que ningún gato deambulaba por la planta baja y sonrió, satisfecho.


    Esa noche volvió a casa cansado y de mal humor. Las cosas en la tienda no estaban yendo como esperaba, todo por su vecino y más acérrimo competidor. Entró en su casa dando un portazo y fue directo a su habitación.

    —Parece que hoy andamos con muy mala leche, ¿no?

    —Claro ¿cómo no? Si no fuese por ese gilipollas del Merchán, hoy las ventas estarían en alza —espetó furioso caminando de un lado a otro— vaya si desearía que se largase muy lejos y dejase de joderme la venta.


    —Concedido —dijo la voz del paraguas.


    Durante toda la noche al igual que las demás, tuvo sueños espantosos con el paragua y con Merchán. Al llegar la mañana se sentía agotado y con poquísimas ganas de trabajar. Estaba por tomarse el primer café del día cuando tocaron a la puerta con insistencia así que salió con rapidez antes de que se la aboyasen.

    Se quedó muy sorprendido al ver a un par de agentes de policía.

    —Buenos días, caballero.

    —Buenos días —respondió— ¿qué puedo hacer por vosotros?

    El par de policías dieron una mirada al interior del salón. El hombre se apartó para dejarles paso y los hombres entraron.

    —¿Vive usted solo? —el hombre asintió rascándose la barba.

    —Les ofrezco alguna cosa, ¿café? —Los hombres negaron con la cabeza.

    —Estamos aquí investigando la muerte de dos de sus vecinos —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —No tenía idea de que hubiese muerto alguien.

    —Pues así es… ¿señor?

    —Suárez —respondió— me llamo francisco Suárez.

    Los hombres apuntaron en una pequeña libreta.

    —Bien, señor Suárez —Francisco se dejó caer en un sillón invitando a los policías a sentarse— ¿desde cuándo no ve usted al señor Sánchez?

    —¿El carnicero?

    —En efecto —Francisco se rascó la cabeza, pensativo.

    —Si les soy honesto, no sabría decirles —confesó— ayer no escuché su afiladora, pero tampoco le di tanta importancia.

    —¿Y a la señorita Martínez?

    El hombre parecía confundido.

    —Lo siento, pero esa no sé quién es, agente.

    —La joven que vivía en el 5B, señor Suárez.

    —La chavala de los gatos?

    Los hombres cabecearon a la vez, asintiendo.

    —Pues el jueves por la mañana la vi dándole de comer a uno de esos gatos malolientes.

    —¿No escuchó usted nada raro el jueves por la noche?

    —Pues la verdad es que no ¿debería?

    Los hombres se miraron el uno al otro antes de hablar.

    —El jueves por la noche la señorita Martínez fue asesinada brutalmente —dijo uno de los policías—. Todavía no hemos podido identificar el arma homicida.

    —Y la noche anterior fue asesinado el señor Sánchez —informó el otro.

    —En circunstancias… similares, a decir verdad. —ambos policías hablaron a la vez.

    Francisco se quedó inmóvil. El impacto de las noticias le había dejado sin habla.
    Su cabeza comenzó a ir a toda velocidad asociando ideas que, aunque absurdas, iban cobrando vida a medida que los hombres le informaban sobre ambos hechos.

    Aunque surrealista, se parecían demasiado a sus sueños. Se dirigió a su habitación dando zancadas luego de que los policías se marcharan lleno de angustia por si sus sospechas fueran ciertas.

    —¿Qué coño fue lo que hiciste?

    —¿Perdona? —la figura que habitaba el paraguas se había materializado y ahora era mucho más tangible.

    Francisco se dio cuenta de que era un hombre que aparentaba unos treinta y tantos y que vestía de negro.

    —Me escuchaste bien, no voy a repetirme.

    —Dirás en todo caso, ¿qué hiciste tú… —Francisco veía a aquel sujeto con los puños apretados.

    —Yo no he hecho nada.

    —Claro que sí —afirmó la figura— pediste tus deseos y se te concedieron.

    —Eres una maldición —La figura se echó a reír.

    —Y tú eres un cateto —rio— ¿qué te pensabas, que los paraguas hablan? —dijo con sorna—. Ah, no, claro, seguro creíste que podías pedir deseos y no pagar un precio, ¿no?

    Francisco temblaba de la rabia. En un esfuerzo inútil cogió el dichoso paraguas e intentó romperlo con las manos, pero nada pasó. Luego de un buen rato desistió, frustrado.

    —Tienes que parar -exigió— dime cómo me deshago de ti.

    —Si te refieres a detener tu último deseo, es imposible —El hombre se cruzó de brazos— la única forma de que te deshagas de mi valiosa compañía es que te sacrifiques. ¿estás dispuesto?

    Francisco se tambaleó ante aquella revelación. Morir no estaba dentro de sus planes a corto plazo.

    El hombre soltó una carcajada siniestra.

    —¿Qué eres tú? —preguntó tropezándose con el borde de la cama.

    —Soy un mago oscuro, desde luego.

    —Puedo dejarte tirado en la basura.

    —Eso solo retrasará las cosas, pero no las detendrá —explicó—, además, puedo seguir fortaleciéndome de la fuerza vital de cualquiera que me toque.

    La mente de Francisco marchaba a mil por hora. Alguna solución tendría que haber, no podía permitir que más personas inocentes muriesen por culpa de aquel maldito mago. Recordando el libro que siempre les leía a sus sobrinos se le ocurrió una idea.

    —Tienes que concederme mi cuarto deseo por cojones, ¿no?

    —Bueno sí, pero ¿a qué viene eso ahora? Para concederte el deseo tienes que morir, ya te lo dije.

    —Responde mi pregunta, no te cuesta nada.

    El mago lo vio con cierta suspicacia, pero al final accedió.

    —Sí, hombre, sí. Si pides tu cuarto deseo te lo tengo que conceder.

    —Muy bien —dijo Francisco-. Deseo que desaparezcas de la faz de la tierra con todo y paraguas y que nunca vuelvas a pisarla.

    —¡No! ¿Hijo de la gran puta, no puedes hacerme esto!

    —Ya lo he hecho.

    Ante los ojos de Francisco, el paraguas y el mago oscuro desaparecieron. Esa noche tras haber dejado todo en orden, abandonó el mundo de los mortales.

  • CASTA MERCENARIA – La Hermandad De La Fleuret Noire

    Joven mujer apuntando con un rifle a la espera de disparar a su objetivo
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    La Hermandad De La Fleuret Noire

    Salió escopetada tan rápido como pudo comprobar que su objetivo estaba liquidado. Dio esquinazo en lo que divisó al par de policías. Entró en el baño de damas como alma que lleva el diablo. Se cambió con rapidez lanzando todo en una bolsa negra de basura que luego quemaría en algún vertedero de las afueras de la ciudad. Tiró de la cadena y salió para retocarse el maquillaje. Su abundante cabellera morena enmarcaba un rostro de facciones casi perfectas. Se retocó el labial y salió con calma.

    Afuera en el centro comercial un jaleo daba cuenta del trabajo que acababa de finalizar. Se marchó en dirección contraria con una sonrisa en los labios.


    Dos días después de aquel encargo se encontraba en la hermandad. Había sido convocada por el gran hermano.

    —Este es tu nuevo objetivo, Michelle. —Frunció el entrecejo al ver la fotografía.

    Se dedicó un instante a detallarle. No parecía el típico asesino al cual acostumbraban a liquidar. Claro que aquella tupida barba podía ocultar muchas cosas debajo, al igual que aquellos ojos felinos que miraban con atención. Parecía pan comido.

    —Es más del tipo de François, ¿no? —Devolvió la fotografía, nunca se quedaba con ninguna.

    —¿Desde cuándo eres tú quien clasifica los objetivos?

    Se encogió de hombros ante el tono cortante de Pier. Era un capullo de primera, pero a ella eso le daba igual mientras le diese trabajo y ganase la misma cantidad de dinero que el resto de sus hermanos. Al menos él era el único que no la denigraba por ser mujer.

    —¿Para cuándo se le quiere fiambre?

    —Mañana a primera hora —respondió— asegúrate de marcarlo.

    Alzó las cejas, sorprendida. Ese requisito sólo se pedía cuando el objetivo tenía más de un contrato en contra.

    —¿Quién más le busca? —Se aventuró a pesar del mal humor de Pier.

    —La Corte. —La chica alzó las cejas, incrédula.

    Silbó antes de dejar caer su esbelto cuerpo en el sillón.

    —¿La paga?

    —Un millón —dijo— cuatrocientos para ti, seiscientos para nosotros, depositados en el banco suizo de siempre, en cuanto la marca se verifique.

    —¡Mondiù! —se puso en pie del tirón— ¿Hablas en serio?

    —Hoy tienes la vena de la estupidez muy latente, petit —el tono de amenaza permanecía bajo la sonrisa gélida que le ofrecía— yo no suelo bromear con el trabajo, lo sabes.

    Desde luego que lo sabía. No obstante, no solía tener tales encargos. Ese hombre tenía que ser en extremo peligroso si alguien estaba dispuesto a pagar semejante suma para verlo muerto.

    —¿Hay extras?

    —Si fallas se subirá la paga en cincuenta porciento y se incluirá tu cabeza en el contrato.

    No le sorprendió. En un encargo como aquel no podían permitirse los fallos. Lo que sí le sorprendía es que Pier la tuviese en cuenta por encima de François y Jeanpaul. Obvio que no le diría nada, pero se iría con tiento. Algo le olía a chamusquina y su instinto no solía fallarle.

    —Se te enviará el resto de información por la vía habitual, ya sabes qué hacer.

    Pier vio marchar a la chica y solo cuando verificó por las cámaras que hubo salido del edificio hizo la llamada que tenía pendiente.

    —La operación está en marcha —guardó silencio mientras escuchaba— no dio señales de sospecha, pero yo de ti me iba con cuidado; es digna hija de su padre y representante digna de su casta.

    Pier colgó tras aquella declaración. Tras un par de comandos pulsados con precisión activó las cámaras del estacionamiento.

    Michelle caminaba con paso seguro y elegante. Lamentaba salir de ella porque durante los últimos cinco años había resultado un buen elemento, pero negocios eran negocios. A su edad lo que pretendía era un retiro satisfactorio y ella se lo proveería. Suspendió la imagen enfocando su rostro. Tras otro par de comandos envió la fotografía a su contacto en La Corte.

    Cualquiera del gremio pensaría que su hermandad y La Corte eran enemigos acérrimos, pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que eran organizaciones cuyas transacciones se manejaban a un muy alto nivel y que quedaban solapadas, con frecuencia, a conveniencia. Siempre era preferible una buena coartada que moviese el mercado del sicariato permitiéndoles subir las tarifas que resignarse solo a depender del interés o la necesidad del cliente.

    Con la operación en marcha ahora solo quedaba esperar los resultados.


    Michelle se dirigió a la localización donde hallaría a su objetivo. Según el informe era un mercenario de La Corte que había desertado hacía un año. Esperaría el momento más propicio. Por fortuna esa tarde llovía a cántaros; sería mucho más sencillo camuflarse y pasar desapercibida.

    Con sumo cuidado preparó el arma que utilizaría esta vez. Puesto que su objetivo era alguien todavía más letal que ella, tendría que utilizar un método que le permitiese abatirlo a cierta distancia. Impregnó los dardos con un compuesto preparado utilizando cicutoxina y batraciotoxina, cuidando de no entrar en contacto con el compuesto. Eran dos sustancias costosas y difíciles de conseguir, pero altamente eficientes en casos como ese. Cargó los dardos en el disparador oculto en su paraguas y permaneció al acecho.

    A la hora estimada su objetivo se acercaba montando una Harley Davison. Tras reducir la velocidad ella avanzó por la calzada desplegando el paraguas a metro y medio. Con rapidez pulsó el botón del sistema automático y los dardos salieron disparados desde la punta hacia el cuello y la espalda del objetivo. Cubriéndose para no ser vista por el mercenario, permaneció de pie mientras el hombre caía hacia atrás presa del potente veneno.

    Luego de presenciar el último espasmo del hombre, Michelle se acercó con sigilo para marcar a su objetivo con el sello de la hermandad. Tuvo solo el tiempo justo de marcarlo con el ácido cuando por el rabillo del ojo atisbó un par de botas masculinas. Su instinto de supervivencia empezó a enviarle señales de peligro que no desoyó. Simulando continuar ajena a la presencia del recién llegado se movió cubriéndose con el paraguas extendido. Girando sobre el pie izquierdo esquivó por los pelos un cuchillo que se terminó clavando en la llanta delantera de la motocicleta. Aprovechando el impulso de su atacante se agachó y le hizo trastabillar golpeándole con el paraguas en las rodillas y haciendo que el hombre cayese de bruces.

    Con rapidez se puso en pie tras rodar sobre el costado izquierdo y extrajo uno de sus puñales; sin perder el impulso saltó empujando de nuevo al hombre contra el suelo.

    Montada ahorcajada sobre su espalda le tomó por el cabello, pero el mercenario se giró deshaciéndose de su agarre.

    Antes de que el asesino pudiera sujetarla volvió a rodar acuclillándose a cierta distancia. El mercenario le arrojó otro cuchillo que le rozó el brazo izquierdo haciendo un corte profundo que comenzó a sangrar de inmediato.

    Apretó los dientes para no chillar mientras permanecía atenta al hombre que se le acercaba con una sonrisa sardónica en los labios. Dejó que se aproximara lo suficiente como para poder atacarle con un ardid antiguo pero efectivo.

    Cuando lo tuvo a dos pasos a punto de cogerla hizo una finta simulando que le arrojaría algo a la cara. El hombre rompió su defensa y ella le clavó el puñal en el vientre causándole una herida lo bastante grave y en extremo dolorosa como para debilitarlo.

    El asesino perdió el equilibrio cayendo de rodillas mientras se presionaba la herida. Ella se fijó en él. No le reconocía, pero sabía que pertenecía a La Corte por aquel curioso tatuaje que mostraba en el cuello. Posó sus fríos ojos grises en su rival y esperó unos segundos para serenarse antes de hablar.

    —No fallé —murmuró la chica— vosotros quedáis fuera.

    —Tu cabeza…tiene…precio.

    Michelle se mantuvo estoica, aunque aquella revelación le había provocado una punzada de rabia y temor. En su profesión tarde o temprano se corría el riesgo de convertirse en objetivo.

    —¿Quién quiere mi cabeza?

    —La hermandad… ofreció …doscientos cincuenta mil.

    La joven mercenaria tragó grueso. Habría esperado cualquier otra cosa menos la traición de su propia gente.

    —Ve en paz —masculló antes de cortarle la garganta para evitarle una agonía atroz.


    Michelle abandonó el lugar sin mirar atrás. Tal como le había enseñado su padre manipuló la escena para borrar cualquier rastro de su presencia. En el fondo no sería tan difícil, de gran parte de la evidencia se haría cargo la lluvia que seguía cayendo sin cesar.

    Entrando a su refugio se encargó de la herida que el mercenario de La Corte le había provocado. Puntada tras puntada no dejaba de darle vueltas a lo que el asesino había dicho. Era poco probable que sus hermanos fuese los traidores. Si bien no veían con buenos ojos que ella siguiese la tradición familiar, había otras formas menos drásticas de un retiro prematuro por su parte. Solo una persona podría beneficiarse con aquello y si las malas lenguas tenían razón de cómo funcionaban las cosas en el gremio, ya sabía quién era el traidor.

    Para ese momento su nuevo objetivo tendría que saber que ella seguía en este mundo y si era inteligente, sabría también que ella estaba en conocimiento de su traición. Armada como ameritaba la situación, salió dispuesta a cobrar su recompensa porque como siempre decía su padre: «ningún Leroy deja deudas pendientes, eso es de muy mal gusto.»


    Entró sin anunciarse. Sentado en su escritorio, Pier la observaba de forma especulativa. Con los sentidos agudizados por la ira, ladeó la cabeza antes de dispararle en el hombro de su mano dominante con la cual pretendía avisar a sus gorilas de que estaba en una situación comprometida.

    La joven mercenaria se sentó en la silla de visitantes. Pier seguía observándola sin parpadear. Gotas de sudor se iban acumulando en su frente.

    —¿No te interesa saber por qué?

    —No necesito tus explicaciones —replicó con tono gélido— Saldaremos nuestras deudas, es lo único importante en este momento.

    —Puedo negarme.

    —Y yo puedo torturarte durante toda la noche hasta que hagas lo que has debido hacer desde el principio —la joven se reclinó cruzando las piernas—, todo es asunto de decisiones. Tú decides si sufres una muerte rápida y compasiva o una dolorosa y muy, pero muy lenta.

    —Eres una mala imitación de Gerard, ¿lo sabías?

    Michelle se encogió de hombros. Puede que en otro momento aquella puya le hiciese saltar, pero Pier había dejado de formar parte de sus afectos.

    —Tu opinión carece de valor ahora mismo, hermano. —El hombre tragó grueso al verla tan fría y controlada.

    —Quizá tus hermanos no piensen lo mismo que tú, ¿no crees?

    La joven negó con la cabeza.

    —Ellos saben tan bien como yo que la traición solo se paga con la muerte, Pier.

    —No te atreverás a dejar la hermandad a la deriva —espetó—, nadie te seguirá.

    Michelle sonrió y sus labios se curvaron con lentitud. Su rostro mostraba una curiosa satisfacción.

    —Desde luego que lo harán, sobre todo cuando vean cómo el gran hermano exhala su último aliento a manos de una Leroy.

    Gritos terroríficos de súplica rompieron el silencio en aquella oficina, pero nadie acudió.


    Doce horas después todos los miembros activos y no activos de la hermandad recibían un enlace y una notificación de cambio de mando, además de una nueva normativa la cual podían aceptar o rechazar asumiendo las consecuencias. Michelle sonrió al ver en la pantalla del ordenador de su nuevo despacho como iban llegando las notificaciones de aceptación y respaldo. La hermandad de la fleuret Noire estaba bajo su mando.


    Este relato ha sido escrito para participar en el desafío literario Imagena de enero ‘solo puede quedar uno’, propuesto por Jessica Galera en Fantépica.

    elementos a utilizar en el desafío:

    1. Cuatro personajes de los que solo debía quedar uno.
    2. elemento escogido al azar como arma: Un paraguas.
  • MERCENARIA DEL PECADO

    Asesina a sueldo de cabello claro vestida elegantemente de color negro,  pistola con silenciador y sombrero en ristre espera a cubierto entre las sombras su oportunidad para acabar por sorpresa con su objetivo.
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Aunque sabía que estaría condenada al terminar, no me importó.

    Pecado o no, le detendría antes de que mancillase a otro inocente.

    Esperé el instante preciso y me lancé a la caza.

    El aroma cobrizo de la sangre derramada fue suficiente recompensa para mí.

    Un inocente a salvo, un violador menos.


    Esta breve historia fue escrita para participar en el reto 5 líneas enero propuesto por Adella Brac

  • LA BAILARINA Y EL MAGO OSCURO

    Bailarina de ballet clásico con zapatillas de punta y tutú.
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Sabía que no tardaría en volver a encontrarle. Se sentó con calma a observar el espectáculo y sonrió para sí.
    Ella, ajena a cualquier otra cosa que no fuese finalizar de manera magistral su interpretación, no tenía idea de lo que estaba a punto de enfrentar.

    Tras la tercera salida ante el público esperó que el telón descendiese para marcharse a su camerino. Presurosa por salir del teatro entró al camerino a toda prisa para cambiarse.

    La melodía de aquella cajita musical reverberó en la pequeña estancia. Las luces se apagaron y solo la llama de aquella estilizada vela atravesó la penumbra.

    Sintió un nudo en la garganta y el corazón a punto de estallarle en el pecho. Sus miradas se encontraron en el espejo.
    Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver su malévola sonrisa como vaticinio del destino que le esperaba.

    No suplicó, era inútil. Siglo tras siglo había intentado obtener alguna respuesta, pero él jamás contestaba, solo le observaba. Alisó su vestido y se acomodó la tiara.
    Minutos después un estallido luminoso daba paso a la más profunda oscuridad.

    Dejó la cajita musical sobre el vetusto altar y alzó la tapa. Un brillo destelló en sus traslúcidos ojos al observarle girar en el lugar al cual pertenecía desde tiempos inmemoriales.

    De nuevo podría disfrutar de su compañía. Su preciosa bailarina no tendría descanso nunca más; su destino era danzar para él durante toda la eternidad.


    Esta breve historia ha sido escrita para va de reto especialpropuesto por Jose A. Sánchez, @JascNet en su acervo de letras.

    Elementos seleccionados de cada reto propuesto:

    1. Escribir jugando diciembre: ‘tiara’
    2. 5 Líneas diciembre: palabra ‘descanso’
    3. emociones en 50 palabras diciembre: ‘sonido de cajita musical’
    4. Desafío literario diciembre: Género libre y joven que no puede hablar
  • ALMAS TRASCENDENTES

    Pareja sentada al aire libre, sonriendo
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Sintió aquel aroma que le resultaba tan familiar. Echó a andar entre la gente. La llamarada rebelde de una melena indómita le atrajo tal como el primer día que la tuvo entre sus brazos.

    Aceleró el paso. Su risa cantarina reverberó alzándose entre las miles de voces que iban y venían sin brújula ni destino.

    La perdió y su corazón dio un vuelco, desesperado. ¿cuántos eones más para poder tenerle de nuevo a su lado? Negó con la cabeza, debía encontrarla. Eran ya muchas vidas esperando por ella.

    Un roce, su aroma, su risa. Se giró con el corazón galopante y la esperanza viva y palpitante.

    Sus ojos se encontraron. Sorpresa, incredulidad, anhelo. Ambos corazones salieron al encuentro de un abrazo que los uniese en esta vida y en las siguientes.

    Un beso tan elocuente como urgente. La pasión burbujeante, el deseo floreciente. El amor consciente de habitar en aquel par de almas trascendentes.


    Texto inspirado en la canción Hilos Rojos de Brock Ansiolítiko.