<p style="font-style: italic; font-weight: bold;"
a ti, mi hermana de vida y de corazón.
que el universo te obsequie con lo suficiente para que seas feliz hoy, mañana y siempre.
Te quiero del tamaño del universo.
cuenta la leyenda que de tanto en tanto decide pasearse entre los humanos para permanecer entre algunos pocos elegidos y compartir su sabiduría.
Siempre al azar escoge su disfraz. algunas veces será doctora, otras, enfermera, cuidadora, abogada, periodista, escritora, pero sin duda lo que más disfruta es ser maestra.
No te sorprendas si en alguno de tus más curiosos sueños se presenta ante ti y te revela algún mágico secreto, ella es así: comparte la magia que lleva dentro de sí.
Se sabe que para que te elija como aprendiz, lo que has de hacer es ser tú y no dejar de sonreír. Abre bien los ojos entonces, quizá a tu lado la puedas descubrir.
A todos aquellos escritores que alguna vez se han sentido perdidos, incapaces de dar vida y significado a las letras. Recordad que el poder yace en vuestros corazones, creed y confiad en vosotros, siempre.
Estaba a punto de lanzarse al vacío cuando fue pillada infraganti. Formuló argumentos uno tras otro en su cabeza; ninguna de las ocurrencias resultaba lo bastante convincente; así pues, las descartó. El próximo paso era evitarse un castigo más severo de lo que ya tendrían en mente para ella. Guardó silencio y esperó la decisión.
—¿A dónde crees que vas, jovencita? —Lo de jovencita le hizo gracia; no en vano contaba con cinco mil años de existencia—. Te hice una pregunta y más vale que me respondas.
—Yo… eh… solo daba una vuelta para estirar las piernas.
Una vibración de mediana intensidad la sacudió.
—Mentir no va a ayudarte a salir del embrollo en el que te metiste —la voz del arcángel había subido un par de tonos—. Parece que después de cinco mil años no te has dado cuenta, pero aquí arriba somos incorpóreos.
Ángela cerró la boca. Era cierto y ante aquel señalamiento, más que evidente, no tenía mucho que refutar.
—Vale, me habéis pillado —admitió—, solo quería dar un pequeño paseo, nada más. Palabrita del…
—¡Mientes! —rugió el arcángel—. Vas a obligarme a darte un escarmiento ejemplar.
Las vibraciones aumentaron de intensidad. La sensación era agobiante. Ángela estuvo a punto de ofrecer su réplica de siempre, cuando sintió que la arrastraban hacia el vacío.
Un dolor inenarrable la mantenía ciega y sorda. Todo a su alrededor había desaparecido, menos la quemazón que amenazaba con destrozar cada uno de sus canales perceptivos.
Mareada y desorientada, además de débil, dejó de luchar. ¿Qué le habría hecho esta vez su tutor? La desesperación por volver la sacudió con fuerza.
La temperatura a su alrededor descendió con brusquedad. El frío era tan intenso que la heló y le congeló el aliento. Una punzada agónica se le clavó en el corazón.
el chasquido de huesos al romperse la estremeció; miles de agujas se le enterraron del lado izquierdo. Un chillido desgarrador semejante al de una fiera herida la atravesó como una lanza. Segundos después, una cacofonía de voces lejanas dio paso al silencio. Ella se hundió en la inconsciencia mientras rogaba porque su padre no la abandonara.
El intenso hormigueo la trajo de vuelta. El olor astringente le cosquilleaba cada vez que el aire entraba en su organismo. ¿Aire? ¿Organismo? Algo no andaba bien.
Con mucho cuidado abrió los ojos. Estaba en uno de esos lugares donde sanaban las heridas de los humanos. Intentó elevarse, pero no era capaz de controlar su cuerpo. «¿Cuerpo?», pensó e intentó incorporarse, pero una ráfaga dolorosa le robó el aliento.
Un par de ojos acerados entraron en su campo de visión. Parpadeó y unas lágrimas le rodaron por las mejillas. Abrió la boca para hablar, pero aquel rostro severo le lanzó una mirada admonitoria.
—Guarda silencio y escucha con atención —ordenó su tutor—. Puesto que te gusta tanto la vida mortal —la joven abrió los ojos como platos—, vas a permanecer desde hoy que inicia el solsticio hasta el día veinticuatro a media noche. Deberás cumplir con tu misión o permanecerás en el plano mortal lo que a este cuerpo que te hemos asignado le corresponda.
Ángela se estremeció. El dolor le resultaba insoportable. Usó su poder para sanarse y se quedó petrificada al darse cuenta de que no funcionaba.
—Serás una mortal, Ángela —dijo el arcángel—. Sin poderes, sin facultades sobrenaturales. ¿Querías experimentar?, pues ahora podrás hacerlo a tus anchas.
—No podéis… —El dolor la aguijoneó y se mordió el labio inferior para no gritar.
—Podemos, claro que podemos hacerlo —gruñó—. He sido demasiado permisivo contigo, pero eso se acabó. Si no tienes preguntas, me marcho.
—Hablaste de una misión, ¿cuál es?
—Te tocará descubrirlo por ti misma.
El hombre que actuaba como si fuese un sanitario terminó de hacer algo con aquel chisme que tenía conectado al brazo y minutos después, se esfumó. Desprotegida y vulnerable dio rienda suelta al llanto. Tantas sensaciones la abrumaban. En segundos comprendió por qué los humanos eran tan erráticos. Era demasiada información que identificar y clasificar y muy poco tiempo para hacerlo de forma eficiente.
—Pulsa el botón, verás como te sientes aliviada enseguida, querida.
Giró la cabeza hacia el origen de la voz. Una anciana de cabellos platinados la observaba, compasiva. Fijó la mirada en el dedo corazón torcido, y siguió la dirección hacia donde apuntaba. La mujer asintió con la cabeza y le sonrió. Ángela alzó la mano izquierda y pulsó el botón mientras que, con la otra se secaba las mejillas. Sorprendida por el efecto inmediato, dirigió la mirada de vuelta hacia la anciana.
—¿Lo ves? El alivio es casi inmediato.
—¿Sabe qué es?
—Morfina, querida —Ángela abrió mucho los ojos—, pero no te preocupes, el cacharro ese está preparado para impedir que te pases con la dosis. —La mujer la miró con lástima—. En casos como el tuyo… son muy precavidos.
—¿Casos como… el mío?
La mujer asintió con la cabeza. Ángela la observaba con la confusión dibujada en el rostro. La anciana bajó de la cama contigua, cogió la andadera y se desplazó hasta llegar a su cama para dejarse caer con pesadez. Apenas si se hundió el colchón ; esa mujer era demasiado pequeña y enjuta.
—Tiene que ser muy dura una noticia así a tu edad —dijo la mujer y le tomó una mano entre las suyas—, pero todo pasa por una razón, querida.
—No la comprendo.
—No tienes que fingir —bajó el tono a casi un susurro—, escuché a los médicos hablando —la anciana la miraba con complicidad—, tener cáncer no es tan terrible —la joven se quedó petrificada—. Claro que, a tu edad tiene que ser duro cuando no hay esperanzas.
—¿Qué… dice? —La mujer soltó su mano y le dio unapalmadita afectuosa.
—Si yo fuese tú, aprovecharía los días que me quedan para vivir todo lo que pueda, ¿sabes? —Ángela no daba crédito—. Suicidarse no es la mejor alternativa.
La joven se cubrió la boca con una mano y reprimió un gemido. La anciana se sobresaltó, avergonzada.
—Perdona, querida… —dijo en voz muy baja—. No quise perturbarte con mis imprudencias.
La anciana hizo el amago de levantarse, pero Ángela la detuvo.
—Está bien, no es su culpa. —La mujer asintió con la cabeza.
—¿De verdad querías morir? —preguntó con genuino interés—. No tienes que responder si no quieres.
La joven no supo qué responder, pero sabía que dejar a aquella mujer sin respuesta no solucionaba su dilema.
—No es … eso —murmuró y desvió la mirada—. Es que no sé cómo explicarlo.
La anciana volvió a asentir, conforme. Extendió el brazo para asirse del andador y se puso en pie con un esfuerzo impresionante.
—Volveré a mi cama, en breve traerán la cena.
Ángela la observó moverse con dificultad. ¿De dónde sacaría la fuerza de voluntad para desplazarse cargando con aquel artefacto que parecía tan o más pesado que la propia anciana? Evitó por los pelos cometer la indiscreción de preguntarle en voz alta. En bastantes problemas se había metido ya como para enemistarse con su vecina de habitación por no saber mantener la boca cerrada.
Recordó una de las primeras lecciones durante su instrucción como aprendiz de ángel guardián: «los seres humanos tienen una voluntad de hierro que no se compara a la de cualquier otra criatura». Su arcángel tutor tenía tanta razón. Miró por el rabillo del ojo a la anciana y se preguntó si sería ella su misión.
Cenó y jugó una partida de damas con su vecina de hospitalización. Tras una amena conversación con la mujer, Ángela sucumbió al cansancio. atrapada en aquel cuerpo no era inmune a las necesidades humanas.
durante gran parte de la noche tuvo sueños inconexos y angustiantes. Luchó por permanecer en vigilia en cuanto despertó, al menos así podía evitar el dolor de la pierna y la cadera. Además, necesitaba desenmarañar las imágenes que tenía en la cabeza. El torbellino caótico no le decía nada que le fuera útil para descubrir quién era su misión.
Tras meditarlo un rato, concluyó que no era su vecina. La mujer no tenía deudas pendientes y su alma solo esperaba con ansias el momento de ser libre de aquella carcaza que la anclaba a este mundo terrenal; además, era un escarmiento. No se lo pondrían tan fácil. Pasó gran parte de la madrugada rumiando hasta que el cansancio la doblegó de nuevo.
—Buenos días, bella durmiente —Ángela experimentó una calidez familiar.
Intentó estirarse. Un par de manos dulces y cálidas frenaron sus movimientos. Abrió los párpados con lentitud y arrugó el entrecejo. Unos ojos rasgados y de un tono avellana la observaban, risueños. Parpadeó y se frotó los ojos; luego volvió a mirar y soltó un suspiro desde lo más profundo de su corazón.
—¿Se retractaron y te enviaron a por mí?
Los ojos avellanados se ensombrecieron un poco. La joven ángel negó con la cabeza.
—Estoy de incógnito —dijo articulando las palabras en silencio—. Vine porque no podía dejarte sola en esto.
Ángela tenía ganas de achucharla con fuerza, pero se contuvo.
—Necesito salir de aquí, Magda. Atada a esta cama no puedo hacer nada —dijo frustrada.
—Lo sé, por eso he venido. —La joven la ayudaba a moverse con cuidado de no fastidiar la pierna ni la cadera—. Presta atención —pidió y echó un vistazo —, Te daré la segunda pista y te acercaré tanto como pueda al humano que debes asistir.
Ángela asintió mordiéndose el labio para no chillar y despertar a la señora O ‘Bryan mientras Magda, su colega de aventuras, la ayudaba a sentarse en la silla de ruedas.
—¿Qué puedes decirme?
Magda se asomó un momento por la puerta de la habitación. Cuando vio el pasillo despejado, salió empujando la silla de ruedas.
—Solo puedo decirte que lo has visto antes.
Ángela hizo una mueca y estuvo a punto de resoplar.
—Eso no me ayuda mucho, Magda —reprochó—. ¿Tienes idea de cuántos humanos he visto en más de cinco mil años?
—Este es… especial —dijo y empujó la silla.
Ángela resopló para quitarse el flequillo de los ojos. Aferrada a los apoyabrazos de la silla, procuraba mantener la misma posición. Pese a que se había autoadministrado una dosis de morfina, cualquier tropiezo de Magda con la silla le hacía ver chiribitas y luces estroboscópicas.
Entrecerró los ojos al salir a la zona del jardín donde otros pacientes permanecían tomando el sol y disfrutando del aire libre. volvió el rostro para preguntarle algo más a Magda, pero ella ya había desaparecido.
Sola y sin poder moverse con facilidad, Ángela quedó expuesta a los potentes rayos solares que incidían de lleno sobre su piel inmaculada. Empapada de sudor, quiso mover la silla y lo que consiguió fue retraer la palanca del freno.
Unos niños que jugaban a la pelota mientras su madre se ocupaba de su padre, empujaron la silla sin querery en segundos se desplazaba a cierta velocidad pendiente abajo. Aterrorizada con la idea de que se llevaría por delante a una mujer embarazada que caminaba distraída, apretó los ojos con fuerza y gritó como si la vida se le fuera en ello.
La imagen de sí misma cayendo despatarrada sobre la mujer en cinta se esfumó en cuanto percibió el movimiento brusco. La silla se tambaleó y casi se cae al suelo. Temblando como una gelatina, permaneció aferrada a los apoyabrazos. El miedo y el dolor lacerante que sentía del lado izquierdo del cuerpo la mantenían con la boca y los ojos apretados. Ángela elevó una plegaria silenciosa en agradecimiento a su suerte.
—Oye, ¿estás bien?
Ella abrió los ojos y alzó muchísimo las cejas. Sus labios habían formado una letra o casi perfecta mientras observaba al hombre alto, de abundante pelo oscuro y ojos marrones tristísimos que la miraba con preocupación.
—Creo… que sí.
El hombre se inclinó hasta dejar sus rostros al mismo nivel.
—Has podido hacerte bastante daño —dijo en voz baja mientras observaba a la mujer frotándose el abultado vientre.
—Gracias a tu ayuda no ha sido así.
Ella esbozó una sonrisa que no tuvo respuesta.
—Cualquiera habría hecho lo mismo.
Él no le quitaba los ojos de encima a la mujer y a su barriga.
—Bueno, pero tú no eres cualquiera. —Ángela lo observaba sin parpadear.
El joven fijó la mirada en ella.
—¿Acaso me conoces? —La amargura que rezumaba su voz provocó que Ángela se retrajera—. Porque yo a ti no, aunque tu rostro me parece familiar.
Ella tragó saliva. El corazón se le encogió dentro del pecho. No quería creer que le hubiesen asignado al hombre que tenía en frente. Si querían darle un escarmiento, no habrían podido hacer mejor elección. Ese humano era el colmo de las dificultades.
«No debería ser así», pensó y se mordió el labio inferior. Había tomado medidas para que no pudiera recordarla o, al menos, eso esperaba. De hacerlo, su misión fracasaría antes de comenzar.
Por supuesto que lo conocía. Hace un año había sido ella quien tuvo que guiar a su mujer y a su hijo no nato al Otro Lado. Durante la transición él había podido verlas, algo muy poco frecuente entre los humanos. Borrar aquellos recuerdos sin ocasionarle un daño severo a su psique había sido una tarea titánica.
Aunque podría señalarla de cualquier cosa, lo observó a conciencia: frente a sí tenía a un hombre apagado, lleno de rabia y tristeza. La pérdida de su mujer y su hijo habían sido un golpe que aún no superaba.
La voz de su mentor surgió desde algún rincón de su memoria: «La mayor fortaleza de los humanos son sus emociones. No obstante, también son su mayor debilidad. Los humanos pueden hacer todo por amor y destruirlo todo por amor también, incluso a sí mismos».
En ese momento comprendió a qué se refería su arcángel tutor y deseó poder ayudar al hombre a quien, sin querer, le había hecho tanto daño.
—Tengo facciones comunes —mintió—. Sin embargo, tu cara sería difícil de olvidar.
El hombre la observaba con los ojos entrecerrados y un gesto que gritaba a viva voz lo poco que le creía.
—¿Intentas ligar conmigo?
Ángela se horrorizó de solo pensarlo y no pudo evitar hacer una mueca que a todas luces mostraba lo escandalizada que se sentía.
él soltó una carcajada al fijarse en su expresión. A Ángela, aquel sonido le pareció un regalo precioso. La risa de los humanos siempre le producía una sensación de bienestar peculiar, por eso le gustaba tanto.
—¿Puedo saber de qué te ríes?
Ella no ocultó la confusión que siempre experimentaba al presenciar el cambio tan intempestivo de las emociones humanas.
—Tu cara ha sido un verdadero poema —sonrió irguiéndose—. Eres de las pocas mujeres, por no decir la única, que parece no mostrar ningún interés en ligar conmigo.
él desvió la mirada una vez más hacia la mujer embarazada y su expresión se ensombreció de golpe. Ángela carraspeó para atraer su atención.
—¿Eso te satisface?
—¿El qué?
—Que no tenga interés en ti como dices. —Él suspiró profundo—. ¿No te gustan las chicas?
El hombre volvió a sonreír, pero esta vez la sonrisa no le llegó a los ojos.
—En realidad no sabes quién soy, ¿verdad?
Ángela negó con la cabeza. Y esperó ser convincente. ¿Habría alguna información que no supiese de él? Era probable; su mentor le había prohibido seguir vigilándolo, así que al menos habría ocho meses de su vida que ella desconocía.
—Soy Ángela —dijo extendiéndole la mano—. Si no te conozco y tú no me conoces, hay que empezar por algún lado, ¿no?
—Buen punto —dijo estrechándole la mano en respuesta—. Soy Connor.
Ángela bajó la mirada y descubrió la larga cicatriz en el interior de la muñeca masculina. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Ahora sabía porqué su arcángel le había prohibido vigilarlo. Subió la mirada con lentitud y se detuvo en aquellos ojos cargados de tristeza. Notó que él esperaba el juicio y el consecuente reproche por su parte. Ángela en cambio, esbozó una sonrisa. Él parpadeó, desconcertado.
—Bueno, ahora ya nos conocemos —Connor la miraba con perplejidad—, ¿estás ingresado? O viniste de visita.
—Ingresado.
Magda se acercaba junto a la señora O ‘Bryan. Cuando estuvo a un par de pasos, sonrió.
—Bueno, señora Emily, la dejaré un ratito para que disfrute de la mañana. Esta joven y yo tenemos trabajo pendiente —dijo cogiendo la silla de Ángela—. Luego vendré a por usted.
La anciana asintió sonriendo mientras Magda giraba la silla con cuidado. Ángela se despidió de ambos con un gesto de la mano. En cuanto se alejaron, giró para ver a Connor. Él permanecía en silencio sin perder de vista aquella silla.
—Una chica preciosa, ¿verdad?
Connor parpadeó saliendo de su estupor.
—Bueno… —dijo sin saber qué otra cosa responder.
—Es una pena que termine sus días metida en este lugar.
la información despertó el interés de Connor.
—¿A qué se refiere?
La anciana hablaba mientras veía la silla desaparecer en el interior del edificio.
—Intentó suicidarse cuando supo que tenía un cáncer muy agresivo —dijo en voz baja—. Los médicos dicen que es cuestión de días —Connor se había quedado con la boca abierta—. Qué tontería eso del suicidio, ¿no te parece? La vida es algo tan valioso…
—Ella, ¿sabe cuándo va… va a morir?
La anciana se encogió de hombros.
—Eso nadie lo sabe en realidad, muchacho.
De vuelta en su habitación, Ángela cavilaba en silencio mientras observaba a Magda en su papel de enfermera abnegada.
—Magda, ¿no puedes darme ni siquiera una pista pequeñita?
La joven ángel negó con la cabeza.
—Demasiado riesgo llevo ya sobre mis alas… como se enteren de que te eché una mano, me mandan a Siberia directo y sin escalas.
Un médico entró en tromba. Ángela lo reconoció y tragó saliva.
—Sois demasiado ingenuas si creéis que podéis hacer vuestra voluntad sin que arriba lo sepamos. —El tono severo del arcángel les erizó la piel a ambas—. Ocúpate de la señora Emily antes de que en realidad piense con seriedad enviarte a Siberia una larga temporada, Magda.
La joven salió a la carrera sin decir ni una palabra.
—Es mejor que tú sigas el ejemplo de tu colega y cierres la boca. —Ángela lo observaba conteniendo la respiración—. Ahora ya sabes por qué te mantuvimos al margen. No obstante, Debemos impedir a toda costa que vuelva a intentarlo. Connor tiene metas importantes que lograr en el mundo mortal —Los ojos del arcángel brillaron de forma sobrenatural—. Siembra la semilla de la esperanza en él de nuevo y volverás con nosotros.
—No puedo si no me devolvéis mi esencia angelical.
El arcángel detuvo el tiempo y adoptó su esencia real.
—La esperanza no se trata de poder ni de magia, Ángela. —La joven soltó el aire con lentitud—. Si no eres capaz de algo como esto sin usar tu poder, no vales como ángel.
La joven enmudeció. Su mentor nunca le había hablado de esa forma. ¿Tendría razón? ¿Sería cierto que no valía como ángel?
El tiempo se reanudó y el arcángel volvió a adoptar forma humana.
—Deja de perder energía cuestionando cosas sin sentido y ocúpate de tu misión —ordenó el médico mirando su reloj—. Tienes sesenta y cinco horas; ni un minuto más.
Ángela asintió en silencio. el médico dejó algo sobre la mesita junto a su cama y salió a toda prisa.
—Ese doctor siempre anda como con mala hostia. —La voz de la señora Emily la espabiló—. Gracias por acompañarme hasta aquí.
Las miradas de Connor y Ángela se cruzaron. Él se acercó a su cama arrastrando una silla. Ella hizo un ademán invitándolo a sentarse.
—Vaya, tanto tiempo —Connor se sentó sonriente ante el tono irónico de Ángela.
—La señora Emily me convenció de hacerle de guardaespaldas.
Ángela rio hasta que el dolor le cortó la respiración.
—Sé porqué estás aquí —Connor habló en voz baja sujetándole la mano con delicadeza.
Ángela desvió la mirada y cerró los ojos. Él le dio un apretón comprensivo.
—Parece que tenemos cosas en común —dijo ella y abrió los ojos clavando la mirada en Connor—. La diferencia es que tú, al menos tienes una oportunidad.
Connor tragó saliva y le soltó la mano. Ángela haría uso de lo que fuese necesario con tal de hacerlo reaccionar; escoger la vida en lugar de la muerte era la única opción posible.
—No es… tan fácil.
—Es menos fácil si nunca lo intentas —replicó ella en voz baja.
Connor desvió la mirada hacia la cama de la señora Emily. La anciana descansaba con los ojos cerrados, ajena a su conversación. Él volvió la mirada hacia la mujer que, desde la cama que tenía frente a sí, parecía toda una guerrera. Tenía una fuerza interior que casi podía tocarse con la yema de los dedos.
—Desde que Amanda murió con nuestro hijo en su vientre —dijo con los ojos llenos de lágrimas—, yo no he podido … no he podido darle vida a nada.
Ángela sabía a qué se refería. Era un escritor que iniciando su carrera había sufrido un revés tan inesperado que, incluso tras un año de aquel suceso, seguía sin poder retomar la pluma. Había perdido la fe, la esperanza en su talento, pero sobre todo en la vida y su valor.
La joven desvió la mirada un instante. Sobre la mesa un objeto reflejaba la luz de la habitación. Ángela se estiró un poco y lo cogió.
—Inténtalo —propuso ella extendiéndole la mano.
Connor abrió la boca, luego la cerró. Le sujetó la mano con firmeza y cogió el objeto brillante. El desconcierto le había robado el habla.
—¿Dónde… dónde la encontraste? ¿Cómo es que la tienes?
El escritor la apretaba con tanta fuerza que Ángela tuvo que ahogar un gemido antes de poder hablar.
—La encontré en una tienda de antigüedades —mintió—. Es tan bonita que la compré para dársela a mi padre esta Navidad.
—Mientes…
Connor se levantó como un resorte.
—¿Para qué te mentiría? Apenas te conozco —volvió a mentir.
Connor se dejó caer en la silla sosteniendo la pluma que Amanda le había regalado en su primer aniversario de bodas.
—En eso llevas razón —admitió—, lo que no quita que es extraño todo esto.
Ángela asintió y casi se le escapa un suspiro de alivio. Menos mal que Connor había bajado la guardia un poco. Al menos ahora tendría una oportunidad. Con el poco tiempo que le quedaba o lo arriesgaba todo o no lograría nada.
—Si te pido algo, ¿lo harías?
Connor levantó la mirada de la pluma y fijó los ojos en el rostro de esa joven tan singular.
—¿De qué se trata?
—¿Harías un cuento para mí?
Connor apretó los labios y la pluma al mismo tiempo. La respiración se le aceleró en apenas un parpadeo. Agitó la cabeza en un no rotundo.
—¿Por qué me pides eso?… Ya te dije que soy incapaz.
—Hagamos un trato, ¿sí? —El escritor la miró con gesto adusto— Tú escribe un cuento pequeño y se lo leémos a los niños aquí en el hospital, si no les gusta…
—Habré hecho el ridículo como nunca antes en mi vida —espetó con amargura.
—Claro que no —aseguró la joven—. Confía en mí, pero sobre todo, confía en ti.
—Venga, muchacho —intervino la señora Emily—, no puede ser tan terrible. Además, los enanos lo disfrutarán… y yo también.
La anciana le guiñó un ojo a Ángela con complicidad.
—Aquí no cuento con mi ordenador ni mis herramientas de trabajo.
La anciana miraba la pluma en manos de Connor.
—Solo necesitas papel en blanco —dijo la señora Emily.
Connor se guardó la pluma en el bolsillo de la camisa.
—No tengo.
—Tú no, pero yo sí.
La anciana se movió acercándose a la mesita que tenía junto a su cama y abrió el cajón.
Ángela abrió la boca al ver aquel cuadernillo de hojas rayadas, casi nuevo.
—Venga, cógelo y sorpréndenos, muchacho.
Atrapado entre ambas mujeres, Connor se acercó y cogió el cuadernillo.
—No prometo nada.
—Promete que lo intentarás… al menos por mí. —Connor miró a ambas mujeres en silencio mientras tomaba una decisión.
—De acuerdo, pero si no les gusta, no insistiréis.
Ambas mujeres asintieron, solemnes. Connor salió de aquella habitación con el corazón galopándole en el pecho y una pequeña llamita de esperanza luchando por volver a arder.
Al día siguiente, después de la merienda todos se reunieron en el pequeño salón de juegos habilitado en el área infantil. Conor entró y un silencio reverencial le dio la bienvenida. Aferró el cuadernillo contra su pecho. Las ganas de salir corriendo competían con el deseo de dilucidar la incertidumbre. La sonrisa de Ángela fue un bálsamo instantáneo.
—Qué bueno que llegaste —saludó ángela.
Los niños lo veían entre curiosos y expectantes.
—Lamento la tardanza, yo… —Él se pasó la mano por la cabeza en un movimiento involuntario—. Si preferís dejarlo para otro día…
Ángela negó con la cabeza y le extendió la mano.
—Ven aquí —invitó la señora Emily— y deja que esta moza lea que tiene una voz preciosa para eso.
Connor asintió sin levantar los ojos del suelo. Le entregó a la joven el cuadernillo y se sentó junto a la anciana. Un niño de alrededor de un año se le acercó dando tumbos y de pronto le extendió sus bracitos regordetes.
Él dudó un instante antes de cogerlo y sentárselo en el regazo. Una de las enfermeras estuvo a punto de quitárselo, pero el escritor hizo un gesto con la mano. Magda cruzó una mirada con Ángela y ella comenzó a leer.
«Hace muchísimos eones, en la isla mágica de Avalon, un hada fue capturada por un hechicero malvado que quería robarle sus secretos para doblegar al reino de las criaturas feéricas…».
A medida que Ángela avanzaba en la lectura, grititos, suspiros y risas acompañaban la narración. Con su magnífica voz, la joven caracterizaba a cada personaje dándole vida propia, capturando así la atención de niños y adultos por igual.
Escucharla era fascinante. El corazón de Connor aleteó lleno de júbilo. Estaba tan inmerso en la lectura que, por un instante, deseó haber llenado el cuadernillo por completo.
Las palmitas del pequeño que albergaba en su regazo lo despertaron de su ensoñación. Los niños lo miraban con un brillo de regocijo en los ojitos. Connor contuvo el aliento. El temor se abría paso y amenazaba con arruinarle el momento.
—¿Otro? —pidió una dulce voz infantil.
Ángela se giró para mirarlo. él fijó la mirada en aquella pequeña con los ojos azules más bellos que jamás hubiese visto. La joven asintió sonriente mientras le acariciaba la pálida y brillante cabecita. La niña sonrió en respuesta dejando ver la ausencia de un par de dientes y a Connor le robó el corazón.
La joven leyó con entusiasmo cada uno de los cuentos que Connor había escrito. entrada la noche, cuando uno a uno los niños fueron llevados a sus habitaciones, Connor entregó, no sin cierta reticencia, al pequeño Derek en brazos de Magda. Se sentía pletórico tras haber superado aquella prueba de fuego. Nada era más difícil que el público infantil y saber que hasta los adultos habían disfrutado de sus historias, significó para él volver a la vida.
Connor giró sobre sus talones. Vio la palidez en el rostro cadavérico de Ángela y supo que algo no andaba bien. La angustia borró el gesto de regocijo de su expresión. La joven dejó caer el cuadernillo segundos antes de que su cuerpo comenzara a agitarse convulsivamente. El cuadernillo rebotó en su regazo y cayó abierto en el suelo.
Médicos y enfermeras acudieron ante los gritos de Connor pidiendo ayuda. El corazón le dio un vuelco al ver cómo se la llevaban. parecía una muñeca rota, desmadejada después de haber compartido una sesión de juegos demasiado intensa. El reproche no tardó en tomar las riendas. Ella no había estado jugando. en todo caso había sido la muerte la que había hecho una terrible jugada.
Volvió a su habitación y aguardó allí. El tiempo transcurría con pesadez. Andando de un lado a otro, aguantó la incertidumbre y luchó contra los pensamientos que horadaban su serenidad. Connor no había tenido que enfrentar nada semejante desde aquel fatídico día en que había decidido acabar con su vida.
Un torbellino de emociones, sentimientos y pensamientos se debatían en su interior: euforia y alegría porque había podido volver a escribir algo que valiese la pena; tristeza y rabia por lo injusto que era que una mujer tan increíble como Ángela tuviera sus horas contadas mientras que él tenía toda la vida por delante.
Magda se acercó a su habitación para entregarle el cuadernillo. Él pensó que solo era una excusa. Habían estado yendo y viniendo para asegurarse de que no cometería ninguna estupidez. Lo que ninguno sabía, era que desde que había conocido a Ángela esa idea ya no le rondaba la mente.
Pensó en lo significativo que podía ser verse reflejado en la vida de otra persona; cómo podía cambiar el rumbo de los propios pensamientos. Cómo podían desvanecerse las ideas que en algún momento se tenían arraigadas casi de manera obsesiva.
Sostuvo la pluma en la mano y vio el cuadernillo. El hormigueo que le recorría la boca del estómago era la señal que necesitaba. Recordó la sonrisa de Ángela y de aquella pequeña niña de ojos azules y supo lo que tenía que hacer. En una zancada cogió el cuadernillo y comenzó a escribir.
Había pasado toda la noche y todo el día absorto escribiendo el argumento de lo que sería, si todo salía como esperaba, su próxima novela. Abandonó su habitación. En el hospital se respiraba el ambiente navideño. Tocó antes de entrar. Sabía que a Ángela la habían sacado de la UCI y la habían llevado de vuelta a su cuarto.
Magda le había explicado que en un momento de lucidez, ella había rechazado la reanimación. Ángela no deseaba que la conectaran o intubaran. No quería que la sometiesen a ningún procedimiento que alargase su agonía
—Adelante. —La voz de Magda lo invitó a pasar.
Entró despacio. el corazón le retumbaba desbocado. En la cama, el cuerpo frágil de aquella chica de sonrisa luminosa, se iba apagando con rapidez. Esa maldita enfermedad la estaba consumiendo y, aún así, ella sonrió al verlo.
Connor desvió la mirada hacia la cama que ocupaba la señora Emily y levantó las cejas al verla vacía. la interrogante que reflejaba su mirada lo decía todo, aunque no hubiese pronunciado ni una sola palabra.
—La señora Emily falleció hoy a primera hora de la mañana —explicó Magda.
él asintió en silencio. La tristeza le empañó la mirada unos segundos, pero se recompuso enseguida. Tras un par de conversaciones con ella, había concluído que la señora solo esperaba encontrarse con su adorado Malcolm.
Carraspeó un par de veces y se volvió para ver a Ángela. Un nudo se le formó en la garganta y tuvo que tragar varias veces para aflojarlo.
—Me gustaría mostrarte algo —dijo con cierta inseguridad en el tono.
Ella palmeó el colchón con suavidad. Él se acercó y se dejó caer con cuidado.
—¿De qué se trata?
—Después de escucharte ayer, tuve una idea.
—Gracias por venir… —La voz trémula de Ángela le encogió el corazón.
—Soy yo quien tiene que agradecerte.
Ángela hizo una mueca tan elocuente que él volvió a echarse a reír como el día que coincidieron en el jardín.
—Os dejaré un momento, vendré pronto —prometió Magda.
El tono de su amiga fue un alivio para Ángela. Connor la vio marchar y carraspeó de nuevo para aclararse la voz. El nudo que tenía en la garganta reavivó la presión y le hacía difícil hablar con claridad.
—Entonces, ¿qué me querías mostrar?
—Tengo el argumento y el posible título de mi próxima novela.
Los ojos de Ángela brillaron de alegría.
—¿Cómo se va a llamar?
—El don del ángel. ¿Te gusta?
Los preciosos ojos verdes de Ángela volvieron a brillar, ahora de un modo especial.
—Mucho, es un título precioso.
Connor sonrió satisfecho y compartió con ella todo lo que pudo sobre los personajes, el argumento; describió los paisajes, algunas escenas. Entre tanto, Ángela se dejaba llevar, la hora de su partida estaba cerca y podía sentirlo.
—¿Qué te ha parecido? —La joven tardó en responder—. ¿Ángela?
Ella abrió los ojos, despacio, pero ya no era capaz de enfocar la mirada. Connor palideció.
—Iré por alguien, espera.
Ángela lo detuvo buscando a tientas su mano. Connor la asió con fuerza, temblando.
—Es… magnífica —la respiración de la joven era cada vez más trabajosa—. Gracias…
—¿Por qué me das las gracias? Soy yo quien tiene que agradecerte, ya te lo dije.
—Por confiar en mí… y todavía más… por confiar en ti mismo.
—Tuve una gran maestra. —Ángela esbozó una sonrisa.
—Yo tuve… el mejor de los alumnos. —La joven abrió la boca en un esfuerzo por respirar—. No lo olvides… el don está dentro de ti.
Angela exhaló su último aliento. Connor lloraba ahogando los sollozos. El reloj de la pared marcaba la medianoche. Magda entró sigilosa para darle tiempo a que el escritor retomara la compostura.
—Es un poco lúgubre, supongo, pero… feliz navidad.
Magda negó con la cabeza y esbozó una sonrisa discreta.
—A ella le gustaría, así que sí, feliz navidad para ti también, Connor.
—Imagino que tendrás que ocuparte de ella, su familia debería venir en algún momento…
—Ella no tenía familia.
Magda se mordió la lengua al darse cuenta del error que acababa de cometer. Connor la miró con extrañeza, pero no hizo ningún comentario. Tras salir de la habitación chocó con un médico malencarado que siempre andaba por los pasillos avanzando como un tornado. Encogiéndose de hombros se puso el cuadernillo bajo el brazo y volvió a su habitación.
—Si es que eres de lo que no hay, Magda, debería enviarte a Siberia. —La expresión de terror de la joven no tenía parangón—. Volvamos a casa antes de que alguna cosa se tuerza.
Los tres seres angelicales abandonaron el mundo mortal sin dejar rastro de su presencia. Dos días después, Connor O’Donnell abandonaba el hospital.
Epílogo
En el punto más alto de todo el reino celestial, dos ángeles jóvenes luchaban por hacerse con un aparato que de celestial no tenía ni la apariencia ni el nombre.
—Haced el favor de comportaros o esos cacharros quedarán prohibidos de forma definitiva.
—Pero …
—Pero nada, es más, este queda confiscado hasta nuevo aviso.
Los dos ángeles se marcharon decepcionados. Tener que entregar aquel cacharro tan interesante donde se podían leer historias escritas por los seres humanos, los dejaba con demasiado tiempo libre sin nada que hacer.
El arcángel cogió el cacharro y se sentó a leer. Un poco más allá, Magda y Ángela lo espiaban solo por el placer que les producía comprobar que habían tenido razón cuando vaticinaron que él también sucumbiría ante las curiosidades humanas.
Una voz carraspeó sobresaltando al arcángel. Procuró que no lo encontraran con las manos en el aparato y lo mandó flotando tras él. Las dos ángeles decidieron ocultarse para escuchar.
—Trae ese cacharro a mi presencia, Uriel, quiero ver lo que ese humano Connor ha escrito y no te atrevas a decir que no tienes ese chisme en tu poder.
el arcángel vibró, temeroso. Ángela y Magda se miraron las caras. Si el padre se enfadaba quien sabe qué podría suceder.
Minutos más tarde, unas potentes carcajadas cruzaron el reino. En la tierra, retumbaban los truenos mientras el sol asomaba su resplandor y un arcoíris brillaba entre las nubes.
Connor, con el pequeño Derek en brazos, corría para protegerse de la lluvia que caía a cántaros. Cruzando la calle entró en la librería de siempre. El niño reía de alegría dando palmaditas en el aire.
—¡Libro, papá!
Connor sonrió acercándose a la estantería. Derek alcanzó uno de los libros. Miraba embelesado la portada donde un magnífico ángel de cabello rojo y brillantes ojos verdes, de pie sobre un conjunto de nubes coloridas, extendía unas hermosas alas de color añil.
El niño, entusiasmado golpeaba las letras de la cubierta, exigente. Connor se apresuró a leer el título que, en grandes letras doradas, identificaba su última novela: «El don del ángel».
A ti, que has alegrado muchos momentos de tristeza tan solo con tu don de gente
y tu guitarra gentil.
Que tus cuerdas vibren por siempre
Y que el universo llene de felicidad cada paso que des hoy, mañana y siempre.
Cuenta una antiquísima leyenda que, en un reino olvidado por los hombres habitaba un mago. Este mago, de quien nadie quiere recordar su nombre, jugaba con las artes oscuras porque ambicionaba dinero y poder.
Tras una lucha contra la hechicera Loredana, el mago, al que no le gustaba perder, apostó con la hechicera y esta que era mucho más lista y perversa, lo engañó utilizando un acertijo que solo un hombre sobre la faz de la tierra era capaz de resolver, pero claro, el mago no supo esto hasta que fue demasiado tarde.
Dime buen mago
Como puede suceder,
Que de cinco partidas de ajedrez
Cada jugador ganase tres…
El mago que intentó dar todas las respuestas posibles, falló en todos los intentos. Así que la hechicera le robó todo su poder y el mago, al verse despojado de la magia juró encontrar al hombre que fuese capaz de responder aquel acertijo.
Muchos soles y muchas lunas hubo de pasar el mago caminando por el mundo hasta que un día, en medio del camino se tropezó con un cantaor que llevaba su guitara y un pequeño fardo. El mago, ante la pinta de gitano de aquel joven, desconfió.
—No tengo dinero —advirtió el mago.
—¿Y quién te ha dicho a ti que yo quiero tu dinero, payo?
El mago achicó los ojos, todavía más desconfiado que al principio.
—Y si no quieres mi dinero, entonces ¿qué quieres?
—Algo que ni tú ni nadie con todo el oro del mundo me podría otorgar.
—No hay nada imposible para la magia, gitano —afirmó el mago.
—tú no tienes aspecto de mago, payo —el cantaor lo observaba de arriba abajo, risueño.
—Pero lo soy y muy poderoso —se pavoneó el mago—. Capaz nos podemos ayudar el uno al otro.
El cantaor ladeó la cabeza, desconfiado ante la propuesta.
—¿Qué puede necesitar un mago tan poderoso como tú de un cantaor como yo?
—Necesito encontrar a un hombre. Es un hombre muy especial porque es capaz de responder todo tipo de acertijos.
El cantaor sonrió mirando al hombre.
—Mira si estarás de suerte… ese hombre, soy yo mismo. Dime tu acertijo y lo responderé, en un dos por tres.
El mago algo incrédulo lo miraba de soslayo pensando que aquel pobre hombre estaba tocado de la cabeza. No iba Loredana a escoger a un humano tan como aquel para semejante responsabilidad, ¿no?.
—a ver, buen hombre ¿y usted que quiere a cambio?
El cantaor con el rostro ensombrecido dijo:
—Quiero cantar como los ruiseñores; como la luna le canta a la noche y el sol al amanecer.
Al mago le parecía algo sencillo de satisfacer si tuviese con él todo su poder.
—Muy bien, preste atención al acertijo y si usted me brinda la solución,
Yo gustoso, le otorgaré ese don.
El cantaor estrechó su mano con la de aquel mago y así sellaron aquel trato que a ambos al final benefició.
Tras escuchar aquel acertijo en versos, el cantaor recitó:
En un juego de ajedrez,
Dos contrincantes pueden,
Ganar de cinco partidas tres,
Si juegan por separado
Cada uno por su lado,
Y nunca a la misma vez.
Los ojos del mago brillaron cuando sintió volver toda su magia y en su mente Loredana gritaba de rabia por verse obligada a devolverle su poder.
—ahora mi buen amigo, tenga usted su beneficio por responder el acertijo que ha devuelto mi poder.
El cantaor lo miraba algo incrédulo, pero decidió comprobar si aquel viejo mago le decía la verdad. Cogió su guitarra y tras afinarla de oído comenzó a tocar y cantar. Se quedó tan sorprendido de ver el público que a su alrededor se agrupaba que cuando cayó en cuenta que todavía no le había agradecido al mago por su regalo, este ya había desaparecido.
Y fue así como aquel hombre fue por todos conocido, como el cantaor que hizo que aquel mago de quien nadie sabe el nombre, resolviese el acertijo.
Las palabras de mi mentor seguían resonando en mi cabeza. A pesar de que el consejo se había tomado la libertad de liberarlo de sus obligaciones para conmigo, continuábamos encontrándonos como cada día, en la antesala de mis aposentos. Verle morir entre mis brazos había sido un golpe muy duro de asumir. La culpa por su muerte me acompañaría hasta el final de mi existencia. Tener la certeza de que alguien me quería muerto no hizo sino acicatear mi propósito: cumplir la última voluntad de Gerard.
Tras apertrecharme como correspondía a un ciudadano de mi rango, me dirigí al despacho de la Alianza. Atravesé cada control de seguridad hasta que por fin me vi en mi destino. Me coloqué en el sillón y pulsé en el teclado digital la clave que me había susurrado Gerard segundos antes de exhalar su último aliento.
El holograma de mi mentor me dio la bienvenida al materializarse frente a mí. Se me formó un nudo en la garganta producto de la tristeza y la culpa, pero respiré profundo y me sobrepuse. No había tiempo para gilipolleces sentimentales. Su voz, grave y profunda me advirtió que una vez me adentrase en el campus virtual no habría marcha atrás. Asentí, pues sabía que era imperativo acceder a la información que se me había estado ocultando, a pesar de haber sido escogido por el consejo como el próximo líder de la alianza entre carcax y progrex.
Respiré profundo y tragué para poder controlar el nudo que se iba formando en mis entrañas al ver aquellas imágenes. Tomas aéreas mostraban el verdadero estado de la tierra luego del cataclismo ocurrido en 2050. Comprobar con mis propios ojos aquella devastación empezaba a mermar mis fuerzas; pero lo peor estaba todavía por venir.
Ante mis ojos una gran cantidad de datos comenzaba a pasar con rapidez y entonces lo comprendí, nos habían estado engañando por casi un siglo. En realidad, no se estaba haciendo nada por revertir los daños; tampoco era cierto que estábamos repoblando la tierra, todo lo contrario, se había estado ejecutando un programa de selectividad tan severo que todo aquel que no cumpliese con determinados requisitos biológicos era exterminado, esterilizado o desterrado; era indispensable no malgastar los pocos recursos naturales y artificiales con los que habíamos estado sobreviviendo hasta el momento. La falsa igualdad que la alianza pretendía vender solo había sido una pantomima. En realidad, no teníamos derechos ni libertades; no éramos ciudadanos iguales ante la ley, ni podíamos tomar nuestras propias decisiones.
No estábamos intentando recuperar el planeta, solo nos habíamos asegurado la supervivencia al precio que fuese, incluso si eso contemplaba vidas humanas. No éramos una nueva nación, ni la representación de la evolución del ser humano. Sacrificábamos a nuestra propia especie, sobre todo aquella que no estuviese dispuesta a acatar las directrices de la alianza sin oponer resistencia.
Di un respingo ante aquella palabra. Un fuerte dolor de cabeza se me había alojado en la base del cráneo anulando por segundos mis sentidos. Casi entré en pánico al verme a oscuras sin poder percibir nada a mi alrededor. La voz de Gerard me reconfortó. Seguí sus instrucciones y en segundos logré recobrar mi percepción. Las imágenes que se sucedían ante mí no necesitaban palabras, ni adjetivos; la verdad estaba ocurriendo ante mí. Los renegados existían y los rumores que tanto se habían esforzado por acallar cobraban vida. Ahora comprendía por qué Richard y los otros no habían regresado nunca.
Cerré los ojos un instante y negué con la cabeza. No quería dar crédito a tanta crueldad. Con qué facilidad se nos engañó haciendo pasar como reconocimiento y honor lo que solo podía representar una pena de muerte encubierta, tan solo por el hecho de disentir, de ser diferente; de no querer formar parte de una mente colectiva con pensamiento único; por no querer olvidar el pasado.
Respiré profundo y negué con la cabeza a la propuesta de abandonar el campus virtual. Tenía que ver cada imagen, cada vida extinguida, cada promesa de la alianza incumplida; pues ese sería de ahora en adelante el motor que impulsara mi nuevo propósito
Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y me esforcé para recomponerme; más que nunca tenía que ser fuerte, sobre todo si pretendía darle una oportunidad a la tierra y a la especie humana. Tal como estaba programado el campus se autodestruyó sin dejar rastro alguno una vez se reprodujeron todos los ficheros almacenados en el repositorio. Gerard sabía bien lo que hacía, ahora todo lo llevaría grabado a fuego y terror en el laberinto de mi memoria. Por fortuna no fue lo único que se autodestruyó.
Revisé de forma minuciosa toda la información que ahora formaría parte de mí y apreté los dientes esperando la característica disonancia, pero esta nunca llegó. Luego de respirar profundo un par de veces, utilicé mi comunicador y establecí contacto.
Hora y media después me encontraba en el salón del consejo asumiendo mi puesto como el nuevo líder de la alianza. Entre tanto, bajo tierra, los renegados permanecían expectantes ante el discurso que estaba siendo transmitido en ambas estaciones continentales.
—¿De verdad confías en él? —Richard apoyó una mano en el hombro de su interlocutor.
—Confío y tú también deberías confiar.
Ambos se giraron hacia la gran pantalla al escuchar el final de aquel discurso.
—No os defraudaré. Honraré el compromiso que me habéis otorgado. Tiempos de cambio vendrán para quedarse y el futuro será tal y como lo habéis imaginado.
Richard y su interlocutor sonrieron comprendiendo el verdadero significado de aquellas palabras: la última eclosión acababa de comenzar y esta vez, sería definitiva.
Este cuento fue seleccionado por la Revista Penumbria de México, para formar parte de su quincuagésima antología, que lleva por nombre «Antología de cuento fantástico, dedicada al fin del mundo».
«El señor Elliot se ha quedado embobado mirando ese hermoso juguete de porcelana en el que una bailarina gira al son de una hipnótica melodía hasta que, finalmente, hace una reverencia y la cajita se cierra. El viejo se ajusta sus gafas redondas y esboza una sonrisilla desde sus finos labios antes de entrar en aquella vieja tienda de juguetes para llevarse a casa el objeto de su embelesamiento. Después, se sube las solapas de su raído abrigo marrón y regresa a la calle. Llama su atención un coro de niños entonando un bonito villancico al lado de aquel enorme árbol cuyas luces parpadean en el centro de la plaza, dotando al pueblo de una amalgama multicolor que por momentos lo ciegan.
El señor Elliot camina despacio a través de las calles mojadas, donde los copos que empiezan a caer se funden, y no tarda en llegar a la humilde casa en la que lleva viviendo más de cincuenta años. Desde la ventana, atisba ya esas orejillas que lo esperan impaciente. Su fiel Labo, un viejo labrador que lleva con él diez inviernos y al que el frío acobarda. Aquella tarde ha preferido dejarlo en casa y el animal lo recibe con el entusiasta movimiento de su cola mientras él se deshace en carantoñas.
Labo regresa al sofá, donde se aovilla, mientras el señor Elliot se quita los guantes y se frota las manos, tratando de entrar en calor. Después, azuza el fuego de la chimenea y camina hasta la bolsa para sacar el bonito juguete, que coloca sobre la repisa, sonriendo. Su arbolillo trata de emular con osadía y orgullo al que engalana la plaza y aunque sencillo, para él es el más hermoso del mundo, pues fue el que su difunta esposa, Emily, escogió.
Se asoma a la ventana y se deleita en esa vida sencilla que discurre al otro lado del cristal. La noche de Navidad se acerca y él la pasará solo, como es habitual. A pesar de todo, pocas cosas son capaces de borrarle la sonrisa porque el señor Elliot ha hecho de los recuerdos un sostén para los días tristes y no una carga que lo debiliten.
La nevada arrecia y el señor Elliot acude a la campanilla de su horno, avisándole de que el asado está listo. Se sirve en un plato y le pone su ración a Labo, que ha cambiado su lugar en el sofá por la alfombra que queda frente a la lumbre. El viejo se sienta en su mecedora y mira al perrillo con ojos brillantes.
—Feliz Navidad, Labo.
Un golpe despierta al señor Elliot, que se ha quedado endormiscado en su chimenea, con el plato sobre su regazo. Labo lo mira, con el cuello erguido y expresión inquieta. El hombre se levanta con dificultad, convencido de que han llamado a la puerta y cuando abre…»
Labo se adelanta y comienza a ladrar y gruñir con fiereza. El señor Elliot le coge con fuerza por el collar. La mujer que se haya tambaleante en la puerta se lleva una mano al pecho y se desploma. El hombre apenas si tiene tiempo de sujetarla para que no caiga de bruces al suelo. El perro la olisquea gruñendo, intranquilo.
—quieto, quieto, que solo es una dama, labo.
Desde fuera, dos figuras se ocultaban entre el par de enormes abetos.
—Tendrías que haberme hecho caso.
—Da igual, cuando salga el sol estará acabada.
Ambas figuras se desvanecieron entre las sombras.
Labo seguía gruñendo a aquella mujer cuyo cuerpo desprendía un extraño aroma y cuya piel parecía hielo seco de tanto frío que expelía. Preocupado por el estado de aquella mujer, el señor Elliot pensaba cómo socorrerla. Se inclinó para retirarle el cabello del rostro. Dio un respingo al sentir como la piel de la mujer quemaba de lo helada que estaba. Se acomodó las gafas para verla mejor, no parecía azul; tampoco morada; se irguió con esfuerzo mirando hacia la chimenea. Tenía que calentarla antes de que fuese a morir de hipotermia.
—Venga, Labo. Hagamos nuestra buena obra de Navidad.
El perro tensó las orejas, alerta. Ayudando a su amo, no sin hacer un gran esfuerzo, entre ambos lograron acercar el cuerpo de aquella mujer hacia el calor de la chimenea.
Ecluise abrió los ojos. El dolor que sentía en todo el cuerpo la consumía. Miró con los ojos desorbitados aquella estancia. No tenía idea de dónde se encontraba, pero sabía que sería su última morada.
—¿te encuentras mejor? —aquella voz seguida de esos ladridos restallaban en su cabeza.
Ecluise se esforzó en enfocar y se topó con aquellos ojos amables y preocupados, resguardados tras aquellas gafas redondas.
—Mátame, por favor —el señor Elliot abrió los ojos como platos.
—Tranquila, no vas a morir; llamaré al doctor Rutherford, te pondrás bien.
—escucha, no me queda mucho tiempo —Labo seguía ladrando, nervioso—. Cuando amanezca, solo seré un montón de cenizas secas.
Elliot le tomó la mano con fuerza. Ecluise se sorprendió de la fuerza vital de aquel anciano. Su tacto era tan firme, tan cálido. Sintió ganas de llorar.
—dime, ¿qué puedo hacer por ti? ¿quieres que llame a tu familia? —Ecluise cerró los ojos al pensar en su familia. Había sido tan arrogante y soberbia al creer que tenía el poder suficiente para enfrentar a cualquier criatura ella sola.
—No puedes, no son de este plano —Elliot se compadeció de aquella mujer. Parecía tan desdichada.
—dime entonces, ¿cómo puedo aliviar tu dolor?
—Mátame, ten piedad y acaba con mi existencia —el perro había dejado de ladrar pero permanecía tenso e inquieto, yendo de un lado a otro olisqueando una y otra vez, como si percibiese algún peligro inminente.
—No puedo hacer lo que me pides —Ecluise apretó los dientes arqueándose por el dolor. En su rostro se había dibujado un rictus de agonía que al señor Elliot le partió el corazón.
—Tiene que haber alguna forma de ayudarte —Lágrimas mojaban el rostro de Ecluise, que comenzaba a tomar un tono grisáceo y macilento.
—Cómo puedes aguantarlo —El hombre no entendía a qué se refería.
—No te entiendo, ¿aguantar el qué?
—el frío… me quema. —Elliot estaba tan preocupado por ella que había olvidado por completo la sensación de quemazón. De hecho, ya no la percibía.
—No lo sé, solo pensaba en la manera de aliviarte —Ecluise comprendió entonces, que su familia siempre había tenido razón. La magia no valía de nada si no había sentimientos de por medio. Aquel hombre estaba lleno de amor y compasión y era eso lo que mantenía el conjuro a raya.
Labo se tensó, apoyando los cuartos traseros en el suelo en actitud protectora. El señor Elliot intentó cogerle por el collar con la mano libre, pero un destello de luz cortó en seco sus intenciones.
Elliot no daba crédito a lo que veía. En medio de su pequeño salón, un hombre enorme y con cara de pocos amigos acababa de aparecer de la nada.
Ladeando la cabeza, el hombre parecía valorar la situación, mientras el señor Elliot pensaba que no volvería a zamparse un plato tan rebosante de asado por la noche. No le importaba quedarse dormido frente al fuego, pero esos sueños eran demasiado extravagantes para su edad.
El hombre se acercó, hincándose de rodillas para tomar entre sus brazos a aquella mujer. Elliot desvió la mirada cuando el hombre la besó en los labios y estuvo a punto de dejarles a solas, pero la mujer le apretó con fuerza la mano. Así que se mantuvo sentado como pudo, sosteniendo la mano de aquella desconocida.
—No dejaré que te marches —Aquel hombre tenía una voz grave y con un acento que nada tenía que ver con los que había escuchado Elliot alguna vez.
—el conjuro es poderoso, no quiero convertirme en un engendro —Elliot tragó grueso. No quería escuchar pero era imposible no hacerlo.
—Aún sigues aquí —La mujer desvió la mirada hacia su salvador.
El hombre se fijó en el anciano y en su mano sosteniendo la de Ecluise y su gesto se dulcificó.
Enfocando sus ojos en Ecluise y concentrando su poder, se conectó con ella usando la telepatía. Elliot se dio cuenta que entre la pareja había un vínculo muy fuerte. Parecía que pudiesen hablarse sin palabras. Eso le trajo recuerdos de su Emily y de lo mucho que disfrutaban de las tardes juntos, paseando en silencio.
—No puedes hacerlo, Altair. Es un alma noble.
—No quiero perderte, Ecluise, estaré muerto sin ti —Ecluise ahogó un lamento—. Es solo un alma humana —dolorida, desvió su mirada hacia el señor Elliot que parecía perdido en su ensoñación.
—Es un alma noble, No la destruyas por mí.
Altair se hallaba desesperado. Sabía que Ecluise tenía razón, las almas nobles eran vitales para mantener el equilibrio. Pero su amor por ella la cegaba y no había tiempo que perder.
Decidido a no perderla, dejó el orgullo de lado y por primera vez en su existencia, pidió ayuda, rogando al universo porque su súplica fuese atendida.
—Ayúdanos, por favor —Elliot se fijó en aquel hombre que parecía tan desesperado como él cuando perdió a su Emily.
—Te escucho.
Altair explicó lo que ocurría y cómo Elliot podía ayudarles. Tras sopesar los pro y los contra, el anciano tomó una decisión. No sin antes pedir en voz alta lo que anhelaba su corazón.
—¿será doloroso? —Elliot pensaba en la agonía de aquella mujer y se estremeció.
—te doy mi palabra de que no. Solo será como cuando te vas a dormir —Ecluise no podía creer que aquel anciano estuviese dispuesto a sacrificarse.
—Estoy listo.
Altair y Ecluise se miraron un instante. Jamás olvidarían a aquella alma noble que les había obsequiado una segunda oportunidad.
Elliot no supo qué ocurrió. Durante aquel tiempo en que permaneció tendido al lado de la mujer, solo pensaba en su Emily y en la hermosa vida que habían vivido juntos. Con lentitud fue cerrando los ojos hasta que exhaló su último aliento. Labo le lamía el rostro mientras gimoteaba, confundido.
—¿Cumplirás tu promesa? —Altair asintió, solemne.
—Es lo mínimo que puedo hacer luego del obsequio que nos ha dado —Ecluise entrelazó sus dedos con los de Altair.
El cuerpo del señor Elliot fue enterrado junto al de su amada esposa. Desde las alturas, el anciano frunció el entrecejo un instante. Emily se le acercó, abrazándolo con esa ternura tan cálida que a él siempre le había fascinado.
—Un beso por tus pensamientos —El señor Elliot relajó el entrecejo.
—mejor que sean dos, cariño.
—Vale, entonces serán dos —Elliot sonrió un instante y luego volvió a fruncir el entrecejo.
—¿qué ocurre, querido?
—que no tengo nada para ti esta Navidad. Con tantas cosas, olvidé la bailarina sobre la repisa.
Emily soltó una risita cantarina. Elliot olvidó lo que le había estado preocupando.
—tontín, pero si mi regalo de Navidad eres tú, cariño —Labo agitaba la cola con entusiasmo, mientras Emily y Elliot echaban a andar adentrándose en aquel paisaje invernal.
Ecluise observaba la escena, enternecida, mientras Altair le abrazaba desde atrás.
—Ha sido un generoso detalle por tu parte traer al compañero de Elliot —Altair le daba un beso en la coronilla, estrechándola con fuerza entre sus brazos.
—Nada se compara a la generosidad de esa alma —Ecluise se apartó, girándose para verle la cara.
—¿Podrás perdonarme?
—Ya lo he hecho.
Altair la atrajo hacia sí, inclinándose para besarla como si en ello se le fuese la existencia. Ecluise se aferró a su cuello y dejó que el amor que había albergado en su corazón por tanto tiempo, fluyese libre y sin ataduras. Por primera vez se dio el permiso de sentir lo que el poder del amor podía lograr. Mientras sus almas se fundían en aquel beso, Ecluise supo que entre ambos se había forjado un vínculo que los uniría por toda la eternidad.
Observaba aquella habitación y una punzada de envidia le sacudió las entrañas. Se acercó a la cómoda. El brillo de la tiara que reposaba sobre el exhibidor de terciopelo capturó su atención.
Sin poder resistirse, cogió la tiara colocándose frente al espejo. Palabras se dibujaron en él:
Si la tiara quieres tener, Un sacrificio de sangre deberás hacer. Plebeya dejarás de ser, Si tu belleza logras ceder.
Decidida apretó la tiara con fuerza; gotas de sangre brotaron sellando el pacto. La noche dio paso al día. En la plaza se preparaba la hoguera donde ardería la princesa, acusada de hechicera.
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