«La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es
y cuando la muerte es, nosotros no somos». Antonio Machado.
Se escucha la alerta de cierre de puertas. Alguien avanza corriendo y entra antes de que éstas se cierren. El vagón comienza a moverse. Ella está tensa, la rigidez se le ve de la punta del cabello a la punta de los pies. Él parece abatido, intentando conservar la dignidad a pesar de todo.Ella le mira de reojo con desprecio, Él evita, avergonzado, que se crucen sus miradas.
El movimiento del vagón hace que sus cuerpos se rocen. La expresión de ella es de repugnancia, la de él es de tristeza. Cualquiera diría que son una pareja en conflicto, él le ha sido infiel y ella le descubre. Sin embargo, no hay vínculo, no, al menos de pareja.
Él tiene anillo de casado, ella apenas lleva reloj de pulsera.
Parece que él quisiera hablarle, su rostro fatigado y con ojeras son muestra de una pésima noche. Ella se gira levemente; una lágrima brota y se desliza; cae sin remedio y se pierde entre su blusa arrugada y de un color indescifrable.
A ambos los une una tragedia, un vínculo de tristeza y de dolor.
El hombre se baja una estación antes; ella se baja dos estaciones después. Las lágrimas ya no brotaban con timidez, ahora caían libremente, acompañando un lamento quedo que resonaba a cada paso.
La vi estremecerse presa de un temblor incontrolable mientras se asía con firmeza al pasamano de la escalera mecánica. El tren inició la marcha y la perdí de vista.
El periódico matutino mostraba en primera plana la foto de aquel hombre y aquella mujer; acompañando a las gráficas, un titular encabezaba la noticia de un crimen pasional.
“Adolescente de 16 años asesina a su novia de 15 en un arrebato de celos”.
El padre del joven afirmó desconocer que el mismo poseía un arma de fuego.
La hermana de la occisa declaró, que ella sospechaba que el joven andaba en malos pasos y por eso había aconsejado a su hermana que terminase la relación.
En una fiesta realizada en el mismo barrio donde vivían ambos, el joven presa de un ataque de celos, arremetió a tiros contra su exnovia al verla bailando con uno de sus vecinos. En medio de la conmoción, el joven intentó escapar, pero fue linchado hasta la muerte por un grupo de vecinos que lo habían identificado como uno de los azotes más peligroso del barrio.
Las familias de los jóvenes esperan por la morgue para iniciar los trámites de ambos sepelios.
Cerré el periódico, lo doblé y me puse en pie. el sonido de murmullos en el vagón me parecía tan lejano.
Los recordaba. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan impotente. trabajo codo a codo con la muerte y nunca, nunca mi trabajo me había pesado tanto como aquella noche.
Eran tan jóvenes, con toda una vida por delante.
¿Qué puede llevar a un adolescente a vaciar un cartucho entero sobre una criatura semejante?
es una pregunta a la que quizá, nunca le encuentre respuesta.
Salí de la estación y me dirigí a la parada de autobuses. que contraste tan impresionante. Personas de un lado a otro, llenas de vida, de objetivos, de ilusiones iban caminando por la acera.
Del otro lado esperando su turno para abordar el autobús, personas cuyo rostro muestra ese miedo a enfrentar lo que, con toda probabilidad sus corazones les gritan; desde hace varios días en algunos casos, varios meses en otros.
Por fin bajo del autobús. el tumulto de personas me habla de otro fin de semana sangriento, de una pila de cuerpos esperando a que pueda dar una respuesta.
Respiro profundo. Entro con el anhelo de que algún día vuelva a creer que trabajar con la muerte tiene algún sentido.
No me he desensibilizado apesar de los años, será que mi problema siempre ha sido que soy demasiado humana, o que con el tiempo, la madurez me ha ablandado más de lo que me imaginaba.
El olor a cadáveres en descomposición me da la bienvenida. Decido no pensar y ponerme a trabajar. No quiero tentar a mi suerte y que la esperanza de un cambio se me vuelva a escapar entre los dedos.
Siento que me observan. con aquel pequeño cuerpo sobre la mesa, parpadeo por si fuese producto de mi imaginación. Niego con la cabeza, me estiro un poco y sigo analizando con cuidado aquellos restos.
La presencia sigue ahí. Por el rabillo del ojo percibo una forma difusa, casi humana.
Alucino, lo sé; pero mi curiosidad y mi carácter irreverente me lleva a enfrentarme a ello.
Me giro y ahí está, ahora más clara, casi tangible.
Detengo el craneotomo y busco su mirada. No tengo miedo, a fin y al cabo nos conocemos desde hace tanto tiempo.
Me mira con un gesto casi reverencial. guardo silencio. Se acerca a la mesa, su mano de dedos largos y finos parece querer acariciar aquel rostro infantil.
Veo compasión en su mirada; su gesto me sorprende, pero no digo nada. sigo a la espera, como si entre nosotras hubiese una especie de pacto intangible; tan inexplicable como esa delgada línea que separa la ética de la morbosidad.
Vuelve a mirarme, ahora con más respeto. No habla, pero su mirada me lo dice todo. Se aparta para dejarme culminar mi trabajo.
Se desvanece con lentitud, dejando un frío glacial que parece penetrarme hasta los huesos.
Respiro tan profundo como puedo y sigo trabajando con aquel pequeño, mientras no dejo de pensar en este vínculo mortal, el que me mantiene en pie desde hace tantos años. Ese que solo se romperá cuando llegue mi momento.
Fin.
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Cuenta una leyenda, que hace mucho, mucho tiempo hubo una crisis entre los dioses celestiales Aztecas. Como consecuencia, un poblado mesoamericano dejó de tener descendencia y sus pobladores comenzaron a envejecer sin que nadie entendiese el motivo de aquel suceso.
—Hemos enfadado a los dioses —exclamaron varios pobladores.
—Tenemos que hacer sacrificios, algo para que vuelvan a vernos con buenos ojos, dejemos de envejecer y nuestras mujeres vuelvan a concebir —dijeron con el temor reflejado en sus ojos.
Un trueno hizo temblar el cielo dejando a los pobladores presas del miedo.
Tonacatecuhtli se hizo presente; iba con los hombros caídos, las ojeras acentuadas y un aspecto terrorífico. Arrastraba los pies y era evidente que algo le generaba gran pesadumbre.
—Por todos los dioses del panteón, ¿se puede saber qué es lo que te pasa? ¿y qué chingaos pasa contigo y con tu mujer? Tengo ahí abajo una población arrugándose como una pasa y sin panzonas ni chamacos por ningún lado. Haz el favor de explicarme ahora mismo —exigió Tonatiuh.
Tonacatecuhtli suspiró profundo y comenzó a relatar lo que había estado ocurriendo entre él y su mujer.
—¡Tonacacihuatl! ¡Haz el favor de venir de inmediato y no quiero excusas! —ordenó Tonatiuh.
La diosa hizo su aparición con muchos efectos; a leguas se notaba que estaba tan furiosa como una leona enjaulada.
—¿Qué es lo que quieres, Tonatiuh? ¿Vas a interceder por este cabrón hijo de su chingada madre? Si es que los hombres todos se alcahuetean —dijo Tonacacihuatl, indignada.
—Cierra ese pico de urraca rezongona. Te mandé llamar para escuchar tu versión de los hechos, así que habla de una vez, que no tengo tiempo para ridiculeces, mujer —espetó el dios con impaciencia.
Tonacacihuatl contó su versión de los hechos, animando de vez en cuando a ciertas nubes para representar lo ocurrido de manera más directa.
—Comprendo —murmuró Tonatiuh.
—Como verás, yo no puedo tolerar semejante traición. Esto me ha dejado devastada, casi tengo que pedir terapia y demás. ¿Cómo quieres que piense en copulaciones ni concepciones cuando mi propio marido me pone casi los cuernos con una diosa de tan baja calaña? —dijo Tonacacihuatl, llorando a moco suelto.
—Cariño, tú misma lo has dicho… casi, no te puse los cuernos, te lo juro por lo más sagrado —intentaba explicar Tonacatecuhtli cuando truenos y relámpagos le hicieron callar de golpe.
—Me mandaste llamar, Tonatiuh —dijo Tláloc, materializándose montado sobre una nube adornada con relámpagos y estrellas.
—¿Qué sabes tú al respecto de este asunto? —preguntó Tonatiuh, con expresión sombría.
—Que te lo intenté advertir —dijo Tláloc— pero no hiciste ni puto caso; ¿ahora qué quieres? Tengo pendiente desatar una tormenta allí abajo para acabar con la sequía y no tengo tiempo de chismorreos, así que si no te importa… —dijo, esfumándose entre truenos y relámpagos.
Tonatiuh suspiró.
— Itztlacoliuhqui-Ixquimilli, ¿sería tan amable de acercarse? Requerimos su presencia para un asunto delicado —llamó Tonatiuh, adoptando un tono mucho más formal.
Itztlacoliuhqui-Ixquimilli hizo acto de presencia; miró a su alrededor y alzó una ceja.
—¿Qué se te ofrece, Tonatiuh? —preguntó la deidad, intrigada.
Tonatiuh, a sabiendas que el dios del castigo no era muy paciente, le puso al tanto de la situación.
—Bien, siendo así… —asintió la deidad y con un movimiento de muñeca hizo aparecer ante todos a Xochiquétzal.
Tonacatecuhtli empalideció, mientras Tonacacihuatl enrojecía de la furia e intentaba abalanzarse contra la joven deidad.
Itztlacoliuhqui-Ixquimilli apresó a la diosa, furiosa con un manto de obsidiana. Tonacacihuatl se enfureció aún más, rezongando y gritando todo tipo de imprecaciones.
—Cierra el pico, o la sentencia te alcanzará a ti también, ¿eh? —advirtió Itztlacoliuhqui-Ixquimilli.
Xochiquétzal comenzó a temblar.
—Algo no andaba bien y todo por culpa de la bruja esa, que no sabía entender una simple bromita —pensaba la joven, mientras miraba a Tonatiuh, intentando descifrar alguna cosa.
—Xochiquétzal, serás convertida en criatura vegetal y permanecerás así allí abajo, hasta que sanes el corazón de un hombre herido por una traición; serás devorada por los pobladores y solo podrás adoptar forma humana durante la noche; ah, sí, antes de que lo olvide… sufrirás las inclemencias de cualquier ser vegetal que habite en el mundo. Esa es mi última palabra —sentenció Itztlacoliuhqui-Ixquimilli, desapareciendo justo antes de que la joven cayese de rodillas suplicando clemencia.
—Cuaxólotl —llamó Tonatiuh—. Ni se te ocurra echarle una mano, o haré que pagues tú también, ¿has entendido?
Cuaxólotl asintió y desapareció, no sin antes mirar a la joven con tristeza.
—Nahual —dijo Tonatiuh—. Serás su tutor mientras cumple su castigo.
El joven frunció el cejo en silencio. No le hacía gracia formar parte de aquel castigo, pero estando los dioses tan enojados mejor era quedarse callado.
Tonatiuh al ver su expresión fue a replicarle, pero luego lo pensó mejor y se abstuvo. Bastante castigo era enviarle como tutor a cuidar a semejante jovencita, irreverente y díscola.
—Por favor… no permitas que me hagan esto… por favor —suplicaba Xochiquétzal ante los pies de Tonatiuh.
—Te lo advertí muchas veces… he sido demasiado tolerante ante tus juegos y tu desfachatez —murmuró Tonatiuh—. Has llegado demasiado lejos; y perjudicar a mi gente conlleva un alto precio.
La joven seguía arrodillada suplicando clemencia, pero los dioses hicieron caso omiso.
Nahual le cogió de un brazo para ayudarla a ponerse en pie.
—Es inútil —masculló entre dientes Nahual—. Vamos, mientras más pronto comiences, más pronto estaremos de regreso.
Xochiquétzal se limpió las lágrimas y sin abandonar del todo esa actitud soberbia que le había granjeado tantos problemas, dio media vuelta y desapareció junto a Nahual. Ambos se marcharon rumbo a la tierra, habitando la zona de Mesoamérica… Nahual convertido en las espigas protectoras de la flor de Izote y Xochiquétzal como los capullos acampanillados.
Por su parte, Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl con ayuda de Patécatl, sanaron a los pobladores, quienes dejaron de envejecer y comenzaron a reproducirse restableciéndose el equilibrio.
___
Muchas noches, muchas lunas pasaron hasta que Xochiquétzal dejó su soberbia y su orgullo de lado y se propuso cumplir con el castigo impuesto. Estaba harta de ser engullida por aquellos seres humanos que ni siquiera apreciaban su belleza, su delicada forma, su tersura y mucho menos su sabor. Estaba harta de las inclemencias enviadas adrede por Tláloc, de ser cortada para adornar las viviendas, de ser infravalorada por tantos y tantos siglos.
También estaba un poco harta de tantas mujeres y hombres con el corazón roto en pedazos negados a sanar, envenenados por la semilla del odio y la desconfianza; ya no le parecían tan graciosos sus juegos, sus intrigas y sus bromas para con los dioses que habían decidido convivir en pareja.
Se había cansado de las quejas de Nahual, pero por sobre todas las cosas, se había cansado de tanta soledad.
—¿De qué me sirve poder tomar forma humana por las noches, si siempre las paso en compañía de la soledad? —pensó con tristeza Xochiquétzal, mientras paseaba bajo la luz de la luna que, en lo alto parecía iluminarla solo a ella.
Xochiquétzal suspiró, recogiendo una lágrima que resbalaba solitaria cruzando su hermoso rostro.
—Una mujer tan hermosa no debería llorar —dijo una voz detrás de ella.
Xochiquétzal dio un respingo y se apartó.
El joven se acercó un poco más. Aquella mujer tan hermosa parecía una aparición; un regalo de los dioses.
La diosa le miraba en silencio. Los ojos de aquel joven emanaban magnetismo, pero también una profunda tristeza rodeada de desconfianza.
Xochiquétzal lo miró a los ojos; el joven desvió la mirada y se giró observando el paisaje abrirse hacia el horizonte, bañado por la luz plateada de aquella luna enorme y hechicera.
El joven parpadeó y sacudió su cabeza varias veces. Volteó con disimulo; ahí seguía ella.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la diosa.
—¿Qué importancia puede tener eso ahora? ¿qué puede importarle a una mujer como tú? —replicó el joven con desdén.
—¿Qué significa una mujer cómo yo? —preguntó Xochiquétzal.
El joven guardó silencio y le dio la espalda. No quería seguir mirándola, no quería sentir aquella atracción tan poderosa nunca más, ni por ella, ni por ninguna otra.
Xochiquétzal se acercó, cautelosa. Con delicadeza le puso la mano en el brazo. El joven, arisco, se apartó.
—Márchate —ordenó el joven—. Las mujeres como tú solo piensan en satisfacer sus caprichos; solo quieren jugar con el corazón de los hombres —dijo, sin percatarse de lo dolorosas que resultaban sus palabras para Xochiquétzal.
—Puede que tengas razón —murmuró la diosa con tristeza—. Las mujeres somos criaturas caprichosas y perversas… pero, ¿sabes? También podemos ser criaturas inteligentes, de corazón puro y buenas intenciones; también aprendemos la lección.
El joven se giró, sorprendido por aquella declaración. La profunda tristeza que reflejaban aquellos ojos no parecía fingida.
—¿A ti también te rompieron el corazón? ¿Por eso estás tan triste? —preguntó el joven, con curiosidad.
Xochiquétzal negó, derramando un par de lágrimas que se cristalizaron antes de tocar el suelo.
El joven la miraba confundido.
—He sido yo, que por inmadurez y egoísmo, he roto muchos corazones, he sembrado la duda y la desconfianza, he perjudicado sin querer a mucha, mucha gente —declaró Xochiquétzal bajando la mirada.
El joven asintió, reflexivo.
—¿Te arrepientes de lo que hiciste? —preguntó el joven, sin dejar de observarla.
Xochiquétzal asintió.
—Mucho, muchísimo —confesó la diosa—. Por eso debo pagar el precio de vivir como vivo, de pasar noche a noche, tan solo en compañía de mi soledad.
—Puedo venir a hacerte compañía —propuso el joven—. No llevo mucho en la región; quizá tú puedas mostrarme algunos lugares.
Xochiquétzal lo miró, sorprendida.
—¿Vendrías a visitarme? —preguntó, incrédula.
El joven asintió.
—Mira, yo quiero alejarme de mis cuates que se la pasan insistiendo en que salga con chicas, que así se me va a pasar lo que ella… bueno, el despecho —explicó—; pero a mí no me interesa. Yo solo quiero olvidar y, tú pareces tan sola y triste.
—¿Te doy pena? —preguntó ella.
El joven negó.
—No, no me da pena tu situación, creo que es justo, si has sido tan mala mujer; pero sé lo que se siente la soledad —explicó—. Solo pensé que podíamos juntar tu soledad y la mía y quizá eso nos sirva, aunque sea de consuelo.
—Puede que tengas razón, sí —murmuró la diosa.
—Nada perdemos con intentarlo, al menos —dijo el joven, esbozando una tenue sonrisa.
Xochiquétzal lo miró y sintió una calidez invadirle todo el cuerpo. Una suave brisa trajo el susurro de un ser que ella conocía muy bien.
—Tengo que irme —dijo la diosa, girando para marcharse en sentido contrario.
El joven la detuvo, cogiéndole por un brazo.
—¿Volverás?
—volveré, si en realidad quieres que vuelva.
—Te esperaré aquí mañana —afirmó el joven, sin dejar de verle a los ojos.
Xochiquétzal, se fijó en aquella mirada y se estremeció.
—Así será —dijo, y se marchó.
Cuaxólotl, sonrió, escondida entre los matorrales.
—Te meterás en problemas —susurró Nahual a la diosa.
—Que va —comentó esta, haciendo un gesto con la mano—. Se me prohibió ayudarle a ella, pero nadie dice que no pueda ayudarle a él —explicó, señalando al joven.
Nahual se encogió de hombros.
___
Noche a noche, por varias lunas, ambos se encontraron junto a la laguna. Paseaban, conversaban, se sanaban. Sin saber cómo, ambos corazones se reconciliaron con la vida y el amor.
Una noche el joven apareció, pero había algo diferente en él. Sus ojos brillaban, se notaba que estaba emocionado. Xochiquétzal sintió su corazón rebosar de alegría. Nada le hacía más feliz que verle tan animado. Atrás habían quedado aquellos días de tanta amargura y tristeza.
—Tengo que contarte algo —dijo, andando nervioso de un lado a otro.
Xochiquétzal se sentó en una roca y le invitó a sentarse junto a ella.
—Cuéntame —invitó la diosa.
El joven inició su relato. A medida que avanzaba, Xochiquétzal sentía como su corazón se iba rompiendo en pedazos.
—¿No te alegras por mí? —preguntó él, mirándole a los ojos.
Xochiquétzal tragó grueso y haciendo acopio de todas sus fuerzas, asintió y esbozó una sonrisa.
—Desde luego que sí; es maravilloso que hayas conocido a alguien así de especial —murmuró ella.
—Me gustaría que la conocieras, le he hablado mucho de ti —sugirió el joven.
—Quizá sea un poco difícil —comentó ella— ya ves que solo tengo tiempo libre por las noches.
—Lo sé, pero sería muy importante para mí, sobre todo ahora que… —intentó terminar la frase, pero ella le detuvo.
—No te preocupes —le tranquilizó—. Imagino que querrás pasar mucho más tiempo con ella y ya no podrás venir como solías hacer.
El joven asintió; Xochiquétzal mantenía a duras penas la sonrisa. No podía flaquear y dañarle aquel momento; su felicidad era lo que más le importaba. Ya tendría tiempo de llorar y lamentarse por lo que habría deseado que fuese y no fue… lo que, de hecho, nunca sería.
—Tengo que irme —anunció el joven.
Xochiquétzal se puso en pie y con mucha delicadeza estampó un beso en su mejilla.
—Promete que serás muy feliz —dijo ella.
—Claro que sí —respondió él—. De todas maneras, no creas que me olvidaré de ti ni mucho menos, vendré cada vez que pueda; incluso trataré de que ella venga, así se conocen… te encantará, lo sé —concluyó el joven, sonriente.
—Seguro que sí —afirmó ella, mientras le veía marchar.
Xochiquétzal lloró amargamente hasta quedarse sin lágrimas.
—¿Estás lista para volver? —preguntó Nahual.
—Me quedaré —declaró ella.
—¡Estás loca!; yo no paso aquí un momento más —exclamó Nahual con enfado.
—Tú puedes volver si es lo que quieres —murmuró—. Yo ya no tengo razones para volver, tampoco tengo razones para seguir siendo una diosa.
Nahual iba a replicarle, pero una mano en el hombro le detuvo. Tonatiuh se materializó ante ellos. Xochiquétzal lo miraba con un profundo pesar.
Muchos siglos pasaron antes de que Xochiquétzal volviese al panteón de los dioses. Desde entonces, en toda Mesoamérica florece entre abril y mayo, aquella hermosa flor cuyas espigas miran al cielo y cuyos capullos acampanillados ornamentan el paisaje de la región y deleitan el paladar de los más diversos comensales.
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