Autor: Lehna Valduciel

  • EXPERIMENTUM

    El rostro de una chica de cabello castaño en primer plano sobre una especie de fuente de la que surge un chorro de agua. Debajo, un símbolo singular. En el fondo una ciudad futurista y un cielo nublado. Todo en un tono plomizo. Las letras de la portada son amarillas con reborde verde fluorescente.

    Sácarac, 2055 d. CM.

    Randra procesó el último lote de alimentos sintéticos. Por el rabillo del ojo miró el reloj; faltaban cinco minutos para que terminara su jornada. El calor bajo el traje de seguridad le perló la frente de sudor. Detuvo la máquina y pulsó el botón. La voz sintética le dio la autorización y salió a prisa.

       Caminó pasillo a través en dirección al cuarto de intercambio. Colgó el traje, abrió su casillero y cogió la pequeña mochila. Echó un vistazo alrededor y después de asegurarse de que ningún obrero andaba por ahí, entró en el baño.

       El rostro andrógino que observaba en el espejo arrugó la nariz, juntó las cejas y apretó los labios. «Porquería de maquillaje», pensó mientras corregía el tono de piel. Usó el labial y cerró los ojos mientras fijaba el polvo con el spray. Guardó el maquillaje y asió el frasco de perfume. Pulsó el atomizador; odiaba el olor a químicos que se le impregnaba en la piel al utilizar ese maldito traje.

       La sirena de salida le aceleró el pulso. Revisó los lentes de contacto con rapidez, el derecho le molestaba horrores. Tragó saliva. La sed Hacía de las suyas. Cogió una esponja hidratante y se la metió en la boca en el instante en que abrían la puerta.

       —No sé cómo haces para finalizar siempre a tiempo y parecer recién salida de la ducha —dijo una de las obreras que entró.

       Randra se colgó la mochila con agilidad.

       —Cuestión de práctica —respondió y les guiñó un ojo.

       —Exigencias del curro nocturno —dijo otra—. Como llegue vuelta un asco la echan de patitas a la calle.

       —Eso también. En «Apocalipsis» son exigentes —dijo y apretó el paso.

       —No sé cómo trabaja en ese lugar —murmuró otra de las obreras.

       Las palabras le llegaron amortiguadas.

       —Mera supervivencia, querida —masculló para sí.

       Randra puso un pie fuera de la fábrica. La luz solar todavía no atenuaba su fulgor. Exhaló el aire y echó a andar. «Otro día más sin que me pillen», pensó mientras caminaba a zancadas hacia el transportador.

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  • BAJO LA SOTANA

    La imagen de una sotana desde los hombros hacia abajo. El sacerdote sostiene una hostia, el cáliz y un crucifijo
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel

    Sixto palideció ante la vehemencia con la que el presidente electo daba sus primeras declaraciones. Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo y, al mismo tiempo, sellaron su destino. El sacerdote jesuita se persignó. La diestra le temblaba; la frente se le perló de una fina capa de sudor. Elevó una plegaria: «Protege a nuestro presidente de todo mal», articuló en un hilo de voz que quedó solapado por aquel grito desgarrador que le robó el aliento.

    En dos zancadas alcanzó el televisor. El temblor le impidió atinar a la primera. Las imágenes cambiaban de plano con tanta rapidez que su mente no era capaz de seguirlas y concluir algo en claro. Intentó subir el volumen por segunda vez y volvió a fallar. Una secuencia de golpes urgentes le disparó el pulso. Los latidos retumbaban como tambores de guerra en sus oídos. Abrió la puerta de la casa parroquial de un tirón.

    —Secuestraron a la hija de Magallanes, ¿lo ha visto, padre?

    El sacerdote volvió el rostro hacia la pantalla del televisor. El nudo que le estrangulaba las cuerdas vocales atrapó cada fonema. Abrió y cerró la boca como un autómata. Volvió a ver a la inesperada visita. Apretó tanto los puños que le crujieron los huesos. La situación no podía ser peor o, ¿sí?

    El reloj de la pared marcaba las 20:59. Tres largas horas necesitó Sixto para deshacerse de su vecina. Clavó los ojos en la pantalla del móvil. ¿Debería llamar a Marian? ¿No resultaría demasiado sospechoso? Movido por la acuciante necesidad de obtener más información, desbloqueó la pantalla y buscó el contacto en la agenda. Segundos antes de pulsar el botón para llamar, Golpearon a la puerta. La noche prometía convertirse en una pesadilla.

    —¿Me invita usted a pasar, padre?

    Sixto cerró la boca y se apartó. El supresor del arma que se asomaba sin discreción por la abertura de aquella gabardina, había sido lo bastante persuasivo como para pensárselo mejor; así pues, evitó imprecar al sujeto que avanzó hasta el salón como si aquella fuera su casa.

    —Esta es la casa parroquial —dijo entre dientes—. No tengo nada de valor.

    —Se equivoca usted, Sixto. ¿No le importa que lo llame por su nombre, ¿verdad? Siéntese —invitó el sujeto apuntando con el arma hacia el sillón. Seré breve.

    El sacerdote obedeció. Sentado con la espalda muy rígida frente a aquel intruso, escuchó a su interlocutor. El pulso se le aceleró y, A medida que el sujeto avanzaba en su explicación, la garganta se le cerraba un poco más. La boca se le secó; sudaba a borbotones como si en lugar del salón de la casa parroquial, se hallara en medio del desierto. La situación no podía ser más surrealista.

    —Usted-usted no puede hablar en serio. Soy un hombre de Dios. No puedo ir en contra de mi fe y mis principios. Lo que pretende es un despropósito.

    Sixto se secó la frente con la mano.

    —Hace dieciséis años no pensaba usted igual. ¿Sí sabe a qué me refiero o tengo que recordárselo?

    El sacerdote lo miraba boquiabierto con los ojos casi desorbitados.

    —¿Cómo sabe usted…?

    —Lo sabemos todo, confórmese con eso. —El sujeto se hurgó por dentro de la gabardina—. Tiene usted 48 horas para tomar una decisión. Siendo el representante de Dios en la tierra no le será tan difícil escoger entre una vida y la otra, entre una amenaza para el mundo que conocemos y una vida que apenas florece.

    El sujeto se levantó, dejó caer el paquete que sostenía en la mano y caminó hacia la salida. Sixto se puso en pie como un resorte sin perder de vista la jeringa y el papel contenidos en el sobre transparente que descansaba sobre la mesita de centro.

    —Llamaré a la policía, este atropello no puede…

    El sujeto se volvió y le apuntó directo a la cabeza. El sacerdote trastabilló y tropezó con el sillón.

    —Hágalo y no solo perderá todo lo que ha logrado hasta ahora; la hija de Magallanes morirá y el único culpable será usted. ¿Cree que Dios lo perdonará, padre? —El sujeto lo taladró con la mirada—. Recuerde el plazo. Aguardaré su respuesta.

    Sixto guardó silencio. El sujeto cabeceó en conformidad y se marchó. La mente del sacerdote no paraba de girar como un tiovivo desbocado. ¿Cómo iba a salir bien librado de aquel desastre? A lo largo de sus 48 años había vivido circunstancias difíciles, pero ninguna tan desesperada como esa.

    Sentado frente al ordenador, Sixto golpeaba las teclas poseído por la angustia. Cada tanto desviaba la mirada hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. El reloj avanzaba como si los minutos se escurrieran por una pendiente imposible hacia el vacío. Apenas le quedaban dos horas para que el límite que aquel sujeto le había señalado se agotara. «Si me dieras una mano, Señor, sería de agradecer». El pensamiento se esfumó en un suspiro. Detuvo los ojos en el buscador; el tercer resultado quizá podría convertirse en la solución a su dilema. Tomó nota y cogió el móvil que había olvidado uno de sus feligreses el día anterior. Tabaleó sobre la pequeña pantalla como si su vida dependiese de ello.

    —Amigo mío, necesito un favor, urgente —dijo y remarcó la última palabra con los ojos fijos en aquella anotación—. No tengo tiempo para explicaciones, escucha; prometo que te lo contaré todo, cuando pueda. Requiero varias ampollas de una toxina. —Tras cinco minutos que le parecieron eternos, agregó—: salgo enseguida para allá. Y, por favor, no le comentes esto a nadie; ni a tu gato.

    Colgó la llamada y se guardó el móvil en el bolsillo. Miró el reloj de la pared; una hora y cuarenta y ocho minutos. Cogió las llaves y el casco de su motocicleta, no tenía tiempo que perder.

    Sixto entró en tromba, jadeante y empapado en sudor. Dejó caer el casco en el sillón y cogió el sobre. Extrajo el papel con manos temblorosas y leyó las instrucciones. Miró hacia el reloj de la pared y casi se le escapa una maldición. Una hora le había llevado ir y volver. Cerró los ojos e inspiró profundo. Cogió su móvil y marcó el número que aparecía en aquel papel. Enseguida saltó la notificación. Abrió la aplicación y pulsó en el mensaje.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas al percatarse de quién aparecía en aquella imagen. Tragó saliva y activó el vídeo. La adolescente, amordazada y con los ojos enrojecidos, se revolvía dentro de una urna de cristal. El sacerdote se fijó en el líquido que subía de nivel a velocidad gradual. Detuvo la reproducción. No soportaría ver lo mismo durante 48 segundos.

    El tono de un nuevo mensaje captó su atención.

    +34 948480480 Mercenario 48:

    Siga las instrucciones sin omitir ni un solo detalle y todo saldrá bien, Sixto. Por si tuviera problemas de memoria, le enviaré un recordatorio como este cada ocho minutos. Éxito en su misión. Por cierto, espero que haya disfrutado del paseo.

    Apretó el dispositivo con fuerza y contuvo las ganas de arrojarlo contra la pared. Un regusto a bilis le quemó la garganta. Tal como había sospechado, se hallaba bajo vigilancia. El avance de los números en el reloj digital le advirtió que le quedaban 40 minutos. Bloqueó el móvil y recogió el sobre. Repasó mentalmente las instrucciones que le había dado su buen amigo y se dispuso a acometer la primera fase de aquel plan macabro.

    Ocho minutos exactos y recibió otra notificación. Ajustó la posición del alza cuello y se palpó a la altura de los bolsillos. Titubeó un par de segundos; al final cedió ante la necesidad de cerciorarse de que seguía con vida. El llanto de la joven lo estremeció de pies a cabeza. Absorto en el sufrimiento de la chica, vio el vídeo hasta el final. El tono de la llamada entrante lo sacó de su ensimismamiento.

    —¿Sí? —Los ojos casi se le desorbitan al oír la voz del otro lado del auricular—. Claro, no es ninguna molestia, por favor. Enseguida salgo para allá.

    «Señor, si esta es una prueba, permíteme decirte que te estás superando con creces», pensó mientras cogía las llaves de su pequeña motocicleta.

    La mansión presidencial ocupó todo el campo visual de Sixto. Una vibración en el bolsillo le disparó las pulsaciones. Redujo la velocidad en cuanto zigzagueó peligrosamente y estacionó frente a la verja. Extrajo el móvil. El globo de la notificación parpadeaba con insistencia. Desbloqueó la pantalla y reprimió el impulso de reproducir el vídeo. Reenvió el mensaje, hizo una llamada perdida y se persignó. Apagó el motor y se guardó el móvil en el bolsillo derecho. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y echó a andar hacia la entrada.

    Magallanes esperaba del otro lado de la verja. La expresión del hombre era tan elocuente que no hizo falta ni preguntar.

    —Dejadle entrar, lo he mandado llamar yo, es de mi plena confianza —ordenó el presidente a los dos guardaespaldas.

    —El protocolo exige…

    —De nada nos ha servido el protocolo hasta ahora, si fuese útil no habrían secuestrado a Magdalena.

    —No es necesario, señor presidente. Dejad que cumplan con su trabajo.

    Magallanes sacudió la mano a modo de negativa.

    —Ni hablar, eres mi invitado esta noche. Marian y yo te necesitamos más que nunca.

    Los hombres cedieron a regañadientes. Sixto adelantó al presidente. Uno de los guardaespaldas advirtió que él movía la mano izquierda, la misma que llevaba dentro del bolsillo. No obstante, se abstuvo de abrir la boca. Incordiar al presidente solo le traería más problemas.

    Magallanes se detuvo un instante. Extrajo su móvil y arrugó el entrecejo. Apenas leyó la notificación, levantó la mirada. Sixto lo observaba sin parpadear. La silenciosa comunicación se mantuvo hasta que la voz femenina la interrumpió:

    —Gracias a Dios que viniste, Sixto. —La esposa del presidente se arrojó a sus brazos con los ojos llenos de lágrimas—. Pasa, por favor.

    El sacerdote avanzó con el presidente a sus espaldas. Ahora sí, su suerte estaba echada.

    El salón de la mansión presidencial derrochaba opulencia con buen gusto. Sixto fijó los ojos en el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Veinte minutos y todo acabaría. Magallanes lo adelantó con un par de zancadas y se sentó en el sillón de la izquierda. Marian lo invitó a acompañarlos con un ademán. El sacerdote se secó la frente con la manga de la sotana. Dio un paso en dirección al presidente e introdujo la diestra en el bolsillo; la primera dama no lo perdía de vista. Tragó saliva, inspiró hondo y botó el aire despacio.

    Fingió tropezar con el ruedo de la sotana. Magallanes se inclinó hacia adelante para sostenerlo. En ese instante, el sacerdote sacó la mano. La delgada aguja destelló entre ambos. El presidente abrió mucho los ojos en cuanto percibió el dolor en el cuello. Sixto empujó el émbolo mientras pronunciaba una plegaria.

    —Creí que no llegarías hasta el final. Parece que me equivoqué contigo y sí que tienes cojones.

    Ambos hombres clavaron los ojos en la primera dama. Marian sonreía con perversa satisfacción mientras su esposo se revolvía en el sillón. Cada intento por levantarse lo debilitaba más.

    —¿Por qué? —preguntó el sacerdote.

    —Porque permitir que el mundo, tal como lo conocemos hasta ahora se vaya al garete, no es una opción aceptable, ¡no crees? Ahora puede que no lo entiendas, pero ya me darás la razón con el tiempo.

    —¿Por qué yo?

    —Alguien tenía que hacerlo. Además, mejor un fanático religioso que un asesino cualquiera.

    —¡Secuestraste a tu propia hija, por amor de Dios! ¿Es que te has vuelto loca?

    Ella se encogió de hombros.

    —Tu hija se parece cada vez más a ti. ¿Lo has notado?

    Magallanes emitió un intento de protesta. Paralizado como estaba, hablar requería un esfuerzo hercúleo y sus músculos ya no le respondían.

    —¿Vas a matarla solo porque se parece a mí? —Sixto no daba crédito.

    —¿Y qué crees que habría hecho nuestro intachable presidente en cuanto supiera que la niña de sus ojos no era su hija? —Los ojos de Marian brillaban con ferocidad—. ¿Crees que la habría desterrado sin más, encerrada en cualquier internado finísimo? Si esa idea pasó por tu cabeza es porque no lo conoces en absoluto.

    —Estás loca, Marian. No dudo de que él la ama.

    —Él jamás habría tenido los cojones de hacer lo que tú acabas de hacer por ella —dijo con la voz quebrada.

    La primera dama exhaló un hondo suspiro. Tras sosegarse, se inclinó sobre la mesita de centro y se sirvió un trago.

    —Te lo ruego, llama a un médico. Todavía podemos resolver esto. —Ella negó con la cabeza.

    —El veneno del pez globo —dijo con los ojos sobre su marido—. Sí, ese que tanto te gusta obligarme a comer, querido, no tiene antídoto. En seis horas, minutos más, minutos menos, habrás trascendido de plano.

    Un estruendo interrumpió la conversación. La primera dama se levantó con agilidad y arrojó el vaso en dirección a Sixto. Él se abalanzó sobre ella para impedir que escapara. Los guardaespaldas entraron en el salón seguidos por agentes del cuerpo policial y un equipo sanitario.

    —Cogedla —balbuceó Magallanes.

    Los guardaespaldas lograron sujetarla a duras penas. El sacerdote se apartó, aunque no lo bastante rápido como para evitar que ella le escupiera el rostro. Las miradas de ambos hombres coincidieron un instante.

    —Es toxina botulínica —advirtió al personal sanitario mientras se limpiaba la cara con la manga de la sotana.

    Sixto no perdía de vista al presidente mientras una joven desinfectaba sus heridas.

    —La joven ha sido rescatada. Creí que le gustaría saberlo. —El sacerdote fijó la mirada en el agente y asintió con un movimiento leve de cabeza.

    Sixto echó un vistazo tras finalizar la homilía. Levantó las cejas en un gesto involuntario al percatarse de las dos personas sentadas en la última fila de la derecha. Terminó la misa y bajó del púlpito.

    —Señor presidente —dijo y clavó la mirada en el suelo.

    —No tuve tiempo de agradecerte. De no ser por ese mensaje…

    —Solo hice lo que me dictó mi conciencia. Veros sanos y salvos es todo lo que necesito.

    —Nunca imaginé que bajo la sotana del tito Sixto pudiera haber tanto coraje… Gracias. —Las palabras de Magdalena lo conmovieron.

    —Podéis iros en paz.

    Padre e hija abandonaron la capilla rodeados de un anillo de seguridad impresionante. Sixto miró la imagen del cristo en la cruz. «Por lo que más quieras, no vuelvas a poner a prueba lo que hay bajo esta sotana».


    Escribí este relato en cuarenta y ocho horas (el plazo que daba el concurso) para la convocatoria de una editorial. No fue seleccionado, pero me gustó tanto el resultado que decidí publicarlo aquí.

    Está muy lejos de lo que suelo escribir y no dejo de sorprenderme por ello. Ojalá que lo disfrutéis.


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  • DUNAY: EL DESIERTO DEL SILENCIO INFINITO

    Un desierto durante el ocaso
    Imagen libre de derechos de Janet R Domínguez en Pixabay

    Sinopsis

    Liam y Connor no dejan de meterse en líos; esta vez, han arrastrado a la heredera del reino de las hadas de plata. Los gemelos no han estudiado para sus exámenes en el mundo mortal y pretenden ubicar los Cyrgüiles (frutos del conocimiento perenne) que solo se dan en el oasis de la luz perpetua; paraíso escondido en Dunay, el desierto del silencio infinito. la pequeña Amoena, hija de Caléndula y Napellus,  abrirá el portal que los llevará a su destino. El problema es que su falta de experiencia los conducirá al desierto del silencio infinito y los dunayros no son conocidos, precisamente,  por su amabilidad.

    Tercera entrega de la serie «Crónicas de Enalterra».


    Liam y Connor intercambiaron una mirada cómplice. Segundos después se dejaban arrastrar hacia el otro lado del portal tras la pequeña Amoena; aquella era una expedición ida por vuelta. Ni su madre ni Gult ni Caléndula tendrían por qué enterarse. Volverían para la cena y todos tan felices.

    Apenas aterrizaron del otro lado supieron que algo iba muy, pero que muy mal. El calor era sofocante y la hediondez perturbadora. La penumbra hacía difícil distinguir lo que tenían a un metro de distancia. Ambos gemelos se miraron. Abrieron la boca una, dos, tres veces. Movieron los labios, tensaron el cuello, chocaron las palmas, el miedo los recorrió de pies a cabeza. No cabía duda, estaban en el desierto del silencio infinito. La vibración que percibieron bajo los pies los alertó del peligro. Nada que fuese lo bastante pequeño causaría semejante sacudón. Connor señaló los platinados mechones que danzaban a unos cuantos pasos; la pequeñaja brincoteaba mientras sacudía sus alitas y hacía palmas, ajenas a lo que se les avecinaba.

    —¡Corre! —articuló Connor mientras señalaba en dirección de Amoena.

    Liam negó con la cabeza.

    —Tú. —Lo apuntó con el índice y luego se volvió.

    Al seguir sus movimientos y ver lo que se les aproximaba, Connor no lo dudó. Corrió en dirección a la chiquilla, la levantó como si fuese un saco de patatas y corrió todo lo que le permitía la arena.

    Liam se plantó frente al enorme escarpión. Tras dar un vistazo alrededor, exhaló un suspiro. No había ni una roca. Nada que pudiera usar como arma. Probaría lanzar un pequeño conjuro distractor. Al menos así su hermano tendría tiempo de sacarle ventaja al bicho. Solo esperaba que a ningún dunayro le diese por pasearse por allí.

    El insecto levantó la cola y lo apuntó con el aguijón. El líquido viscoso le rozó el muslo izquierdo. Liam maldijo y trastabilló. Debilitado por la potente ponzoña cayó de culo.

    Connor se detuvo para recuperar el resuello. Lidiar con la pequeña hada resultaba más difícil de lo que imaginó. Pese a su estatura, era fuerte e inquieta. Apenas había podido adelantarse un poco. Correr y luchar para que la chiquilla no se escabullera de sus brazos eran dos tareas incompatibles.

    Con los ojos desorbitados al ver la sombra que se cernía sobre Liam, Amoena movió sus deditos, extendió las alas y salió disparada. Connor salió tras ella. Abrió y cerró la boca; gritar no le serviría de nada, más que para perder aire. El corazón le dio un vuelco al ver a su hermano acorralado entre la arena y aquel bicho gigante. Recordó que se había guardado el boli en el bolsillo y tomó nota mental de agradecerle a Gult que fuese tan pesado con el tema de no salir a ningún lado sin protección. En cuanto lo sostuvo en la mano, el objeto adoptó su apariencia real.

    Elevó la espada y lanzó el mandoble con todas sus fuerzas. El cuerno que casi ensarta a su hermano se clavó en la arena. La bestia se sacudió como posesa. Otro chorro ponzoñoso salió en dirección a Connor. La pequeña hada remontó el vuelo y arrojó un hechizo aturdidor. Las alas de la criatura se despegaron de su caparazón.

    Ágil como un colibrí, Amoena captó la atención del bicho el tiempo suficiente como para que Connor ayudara a Liam a ponerse de pie. El rostro del joven había adoptado un tono verduzco muy alarmante.

    El escarpión se elevó unos centímetros sobre el suelo. El fuerte aleteo provocó una tormenta de arena que camufló su posición.

    La pequeña hada hizo un giro para volver con los gemelos. En ese instante, las dunas se estremecieron. Connor temió que otros escarpiones hubiesen despertado de su letargo. Las siluetas que iban cogiendo forma delante de sus narices le sentaron como una patada en el hígado. La suerte no podía ser tan cabrona. una decena de dunayros emergieron de las profundidades del desierto y la expresión de sus rostros mostraba lo enfadados que estaban.

    Gesticulando a gran velocidad, Naboirg, abordó a los adolescentes:

    —Habéis invadido Dunay y lesionasteis a uno de nuestros guardianes sagrados. Nuestra soberana ha contactado con el castillo y ni la reina Brianna ni su consejero han respondido a nuestras preguntas.

    Connor quiso responder. No obstante, como la diplomacia le interesaba tan poco, jamás aprendió a comunicarse con la lengua gestual de Dunay; por tanto, apenas si pudo captar el mensaje.

    —Nimos a oasis —intervino Amoena.

    —Ha sido un pequeño accidente —añadió Liam.

    Connor tiró del pantaloncillo corto de la pequeña y la apartó de la trayectoria de los brazos que pretendían apresarla.

    —¡Excusas! Habéis violentado el protocolo y deberéis pagar un precio —gesticuló Naboirg y a medida que hablaba, salpicaba granos de arena y virutas de cristal.

    El suelo vibró con más fuerza. Del resto de dunas emergieron más escarpiones. La fetidez hizo que el aire fuese casi irrespirable. La penumbra se volvió más densa. Era hora de salir de allí, si es que se le ocurría alguna estrategia.

    Como si les hubiese podido leer el pensamiento, Amoena agitó los deditos, extendió los brazos hacia arriba y un portal surgió sobre sus cabezas. La fuerza que manaba desde el otro lado los obligó a recular. El oasis de la luz perpetua era un lugar que todo dunayro evitaba de ser posible. La pequeña ascendió y atravesó la brecha.

    Algraim et selvet eireen trug.

    Connor sujetó con fuerza a su hermano mientras con la otra mano aferraba la espada y el conjuro los elevaba directo a la brecha.

    🍃

    El sonido de algunos pájaros se impuso a la melódica bienvenida del agua brotando a borbotones. Connor inspiró hondo. El olor a hierba mojada le cosquilleó en la nariz. Abrió los ojos y los cerró de golpe. La luminosidad le provocó una punzada incómoda. Se frotó los párpados y llamó a su hermano en voz baja:

    —¿Liam?

    No obtuvo respuesta. El pulso se le aceleró. Se incorporó y abrió los ojos despacio. Dio un vistazo. Se levantó de un salto al distinguir el pequeño cuerpecillo de la niña. Temió que el esfuerzo hubiese sido demasiado para la criatura. Pensar en el dolor que le ocasionaría a Caléndula si Amoena moría, le produjo una culpa que se le clavó en el corazón. «¿Cómo hemos podido ser tan irresponsables? ¡¿Cómo he podido ser yo tan irresponsable?! Le daba igual que la culpa no sirviese de nada; que azotarse solo minase su ánimo y su espíritu. Si no hubiese mencionado lo de usar los recursos mágicos para obtener el conocimiento que deberían haber obtenido estudiando como cualquiera, no estarían metidos en aquel embrollo.

    Revisó a la chiquilla. El alivio que experimentó al percatarse de que respiraba y que solo permanecía en un sueño profundo le quitó miles de toneladas de peso de los hombros. Dio otro vistazo. La agradable sensación se esfumó enseguida. Liam yacía despatarrado un poco más allá. El tono verduzco de su piel se había intensificado y la manera en que su pecho apenas se movía le abrió las puertas al terror. Si perdía a su gemelo no se lo perdonaría jamás.

    —¿Qué puedo hacer? —masculló mientras se mesaba el pelo y deambulaba entre Amoena y Liam.

    Frenó en seco. La visión de aquel fruto de color violáceo casi le desorbita los ojos. Corrió hacia el árbol. Los intentos por desprender la fruta con una roca no sirvieron de nada. Paseó los ojos hasta que divisó la espada. Consciente de que la savia del Cyrgüil era cáustica, cortó las ramas con cuidado. El aroma penetrante de la fruta se le impregnó en los dedos. La acidez de la pulpa lo hizo salivar y le anegó los ojos.

    Masticó y tragó tan rápido como pudo. El jugo le corrió por las comisuras y le irritó la piel. Evitó frotarse con las manos enrojecidas. Cuando hubo engullido el último trozo, avanzó a zancadas hacia el riachuelo que rodeaba el pequeño claro donde se encontraban.

    A cada paso que daba, experimentaba los efectos del fruto. El conocimiento perenne se abría paso en su psique. Tras el primer trago de agua fresca ya sabía cómo salvar a Liam del envenenamiento.

    Minutos después de haberle administrado el antídoto a su hermano, una borrasca le advirtió que ya no estaban solos. Se volvió despacio sujetando la espada con firmeza. Parpadeó varias veces. La incredulidad lo dejó sin palabras. Ahora sí que estaban metidos en un problema muy gordo.

    🍃

    Gult aterrizó con Brianna en su lomo, seguido por Caléndula y Napellus. La reina de Enalterra dio un salto y corrió hacia Liam. Connor abrió la boca; la mirada de Brianna lo persuadió de excusarse. Arrodillada junto al joven rompió en un llanto silencioso que a Connor le encogió el corazón.

    —Estáis metidos en un problema muy serio —advirtió el consejero.

    Caléndula y Napellus se ocuparon de su hija y solo cuando se cercioraron de que se encontraba fuera de peligro relajaron la hosca expresión.

    —Nell-Dunayr está furiosa y no es para menos —dijo Napellus—. ¿Qué pretendíais?

    Liam abrió los ojos. Pese a tener la garganta como si hubiese tragado piedras ardientes, confesó su travesura:

    —Es culpa mía. —tosió y se incorporó con ayuda de Brianna—. Convencí a Amoena de que nos trajese al oasis…

    —La culpa es mía por proponer que usáramos los cyrgüiles porque no estudiamos y tenemos examen mañana. —Connor manoteaba inquieto—. Si suspendíamos la prueba, el entrenador se lo diría a mamá y nos dejaría sin el gran partido.

    Liam asintió con las mejillas arreboladas; el color verdoso de su piel apenas era una sombra tenue. Desvió la mirada hacia la pequeña y palideció. La preocupación se le dibujó en el rostro y los ojos se le anegaron, aunque no derramó una sola lágrima.

    —Solo está agotada —explicó Caléndula al ver su expresión—. Es más fuerte que otras crías de su edad, pero no lo bastante como para afrontar semejante esfuerzo sin quedar exhausta.

    Ambos jóvenes se relajaron, al menos respecto de la pequeña. Claro que, la sensación no les duró demasiado.

    —¡Ni os creáis que os vais a librar de reparar esta falta!

    El rugido del consejero espantó a un grupo de aves que permanecían en las ramas del Cyrgüil.

    —Recuerda lo que hablamos —dijo Brianna; Gult resopló y gruñó—. Me encargaré de este asunto.

    —Así sea, majestad.

    La reina se puso de pie y encaró a sus sobrinos.

    —Habéis corrido un peligro innecesario, os habéis saltado las normas, pasasteis por encima de lo que os hemos inculcado respecto del uso de la magia y los recursos enalterrenses. —Ambos jóvenes abrieron la boca; ella alzó la palma—. No solo os quedaréis sin el gran partido; desde este momento tendréis prohibido el uso de la magia, no tendréis acceso a recursos de enalterra de ningún tipo y os tendréis que ocupar de cuidar de los guardianes sagrados de Dunayr durante un mes completo.

    —Mamá… —protestaron ambos a la vez.

    —¡Mamá un cuerno de petrovarius!

    Gult abrió muchísimo los ojos. La reina no solía perder la compostura con frecuencia, pero cuando lo hacía, era mejor no atravesarse en su camino.

    —Obedeceréis y como os pille en alguna de las vuestras, os enviaré con Nairea a la tierra del tiempo eterno. A Berenge le encantará vuestra compañía.

    —¡No puedes hacernos eso! —protestaron de nuevo.

    —Puedo, claro que sí. Y será mejor que no me sigáis calentando la poca paciencia que me queda.

    Los jóvenes pusieron los ojos en blanco. Sin embargo, a sabiendas de que lo mejor era guardar silencio, se mantuvieron con la boca bien cerrada.

    —¿Algo que agregar? —preguntó Gult sin quitarles los ojos de encima.

    Liam y Connor negaron con la cabeza.

    —Yo si tengo algo que añadir —dijo Brianna y subió a lomos de su consejero—. Mas vale que no suspendáis ni una sola de las asignaturas o me veréis muy enfadada.

    La amenaza quedó flotando en el aire. Gult alzó el vuelo sin siquiera despedirse.

    Siuf, volt et camsaig —pronunció Caléndula.

    Un portal se formó con rapidez. La joven lo atravesó con Amoena en brazos. Del otro lado, la pradera verde azulada despertó la sensación de añoranza en Connor. Era hora de volver a casa.

    —Será mejor que me sigáis, chavales —propuso Napellus.

    Connor dio un paso adelante con el hada muy de cerca. Liam, en cambio dijo algo bajito, se agachó y lo cruzó un par de minutos después con una sonrisa traviesa en los labios.

    Liam y Connor se miraron estupefactos. Ambos seguían con la hoja en blanco, incapaces de responder una sola pregunta. El profesor recogió las hojas; al verlas sin un solo trazo, chasqueó la lengua y negó con la cabeza. Los jóvenes bajaron la mirada, resignados. La bronca que les esperaba iba a ser de magnitudes épicas.

    Brianna los esperaba con el motor encendido. A Connor lo miró de soslayo, a Liam por el espejo retrovisor. El escrutinio los puso nerviosos.

    —En casa tengo algo para esos labios agrietados. Tanto cítrico no os sienta nada bien —dijo y los jóvenes palidecieron—. Por cierto, no sé si Gult os lo explicó, quizá no.

    —¿El qué? —preguntaron con voz trémula. —Esa sonrisita de su madre les puso los pelos de punta.

    —Los cyrgüiles pierden todo su efecto en el mundo mortal —dijo en voz baja y pisó el pedal.

    Ambos jóvenes maldijeron su mala suerte. Ahora no solo estaban seguros de que suspenderían varias asignaturas, la peor parte era que tendrían que pasarse todo el verano ocupándose de entretener a la sosa de Berenge.


    Este relato fue escrito para participar en el reto #Surcaletras de Adella Brac y para participar en el #VaDeRetoFebrero2022 propuesto por Jose A. Sánchez, @Jascnet. En el primer reto, el disparador se enfocó en seleccionar algunas palabras. Yo escogí: sombrío, infinito, silencio. En el caso del segundo reto, la premisa era utilizar el desierto como elemento evocador y que la palabra apareciera en el texto. Espero disfrutéis de la historia que, además, forma parte de una serie que llamaré «Crónicas de Enalterra».

    Podéis leer el primer relato de la serie y también leer el segundo relato de la serie y dejadme vuestras impresiones. Me haréis muy feliz y me será muy útil para aprender y seguir mejorando.


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  • CALÉNDULA: EL VALOR DE LA DIFERENCIA

    Un hada de cabello rojo y alas pequeñas que viste de verde y se ve de perfil, apoyada de una roca. a un lado se ve una luz azul y amarilla.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Caléndula echó a correr escaleras arriba tan rápido como su peso se lo permitía. El destello de la espada la guiaba en la oscuridad. Extendió las alas. Rompería la primera norma: no mostrar su naturaleza feérica en el mundo mortal, aunque, en realidad, siendo mestiza, tampoco es que quebrantaba la norma del todo. Quiso despegar en vertical, pero la falta de práctica y la gravedad jugaron en su contra; trastabilló y dio de bruces contra el suelo. Ailek aprovechó la caída y se escabulló por la puerta directo a la azotea del museo.

    La joven hada se incorporó con esfuerzo y retomó la persecución. En cuanto atravesó el umbral una red mágica le cayó encima. Envuelta en un capullo casi irrompible quedó suspendida de cabeza mientras el príncipe tanariano huía con la espada de Minok.

    —¿Ahora sí estás dispuesta a recibir la ayuda de un miserable mortal? —preguntó un joven de aspecto desgarbado—. O dejarás que el orgullo te gane la partida.

    Caléndula resopló, exasperada, mientras se revolvía como un insecto atrapado en una telaraña.

    —Tú ganas —masculló—. Si logras sacarme de aquí, aceptaré que me ayudes.

    —Trato hecho. Eso sí, no me vayas a salir después con que los mortales no podemos ir a tu mundo y bla, bla, bla.

    —Un trato es un trato —respondió con las mejillas arreboladas por el esfuerzo al intentar zafarse—. Libérame y te llevaré conmigo a Enalterra.

    —¿Lo prometes?

    —¡Sí! Ahora, sácame de aquí, si es que de verdad puedes.

    El joven enarcó una ceja.

    —Eres demasiado incrédula. Quizá debería…

    —¡Libérame! Anda, —pidió jadeante—. Me disculpo por dudar de tus capacidades.

    El joven cabeceó una vez. Luego rodeó la trampa varias veces. Extendió el brazo y tocó las hebras de la red. La sensación pegajosa le dio una idea.

    —Aguarda aquí —dijo y salió disparado.

    —Como si pudiese irme a alguna otra parte.

    Caléndula cerró los ojos un instante. Se reprochó por haber sido tan impulsiva al ofrecerse a cumplir una misión imposible ¿y para qué? Para nada. Al final, como siempre, Abrus la hizo a un lado En cuanto vio a su hermana. Obnubilado por la belleza de Mancinella, ni siquiera había tenido el gesto de darle las gracias. Olvidó de inmediato su sacrificio; claro, ¿quién era ella? nadie. Una mestiza regordeta incapaz de moldear la plata sin destrozar el metal. La culpa había sido solo suya por dejar que le comiera la cabeza una vez más y la enredara en sus problemas. Una sensación desagradable se le asentó en el estómago. De pronto, el calor se le hizo insoportable. Abandonó el hilo de pensamientos autocompasivos y abrió los ojos. Lo que vio, la dejó sin habla.

    Frente a ella, el joven desgarbado sostenía un artilugio moderno del que no recordaba el nombre. Lo había visto alguna vez en las clases de artes del fuego no convencional. Detrás del pequeño cristal que llevaba incrustado la gran máscara, los ojos cerúleos del joven brillaron con determinación. Parpadeó varias veces. Algo en esa mirada le resultaba familiar, solo que no lograba definir de qué se trataba. Alejó la idea de su cabeza y se concentró en el cacharro.

    —¿Estás seguro de lo que piensas hacer?

    —Absolutamente. Tú, confía en mí. Te sacaré de ahí, cueste lo que cueste.

    Caléndula elevó una plegaria para que, entre otras cosas, el fuego de aquel aparatejo no le quemase las alas. Por su parte, el joven se dedicó a calentar la red. Tras varios minutos las hebras se cristalizaron. En segundos, una reacción en cadena convirtió la pegajosa trampa en un capullo firme que se resquebrajó al primer golpe. Incapaz de luchar contra la gravedad y de remontar en vuelo por encontrarse de cabeza, la joven hada optó por hacer uso del único recurso que tenía a mano. Un secreto bien guardado que no compartía con nadie: magia antigua enalterrense, evidencia de que por sus venas también corría sangre real, además de la humana.

    Evait cug elj ataig —dijo en voz muy baja.

    El conjuro impidió que se estrellara contra el suelo de la azotea, aunque igual se golpeó la frente con el barandal.

    —¡Joder! —exclamó el joven—. Menuda forma de aterrizar. Debiste usar tus alas, ¿no?

    —No soportan mi peso, ¿acaso no me has visto bien? —masculló con las mejillas arreboladas.

    El joven la miró de arriba abajo, luego se rascó la barbilla, meditabundo.

    —Sí que parecen pequeñas. ¿Pueden ejercitarse?

    Caléndula se quedó algo perpleja.

    —No hablas en serio.

    —¿Por qué no? Si tienen tendones como otras partes de tu cuerpo, no veo por qué no puedes fortalecerlas para que las uses a plenitud.

    El hada se apoyó sobre las rodillas algo tambaleante. Él le tendió una mano como apoyo. Caléndula titubeó unos segundos; finalmente se asió, insegura. Temía arrastrarlo consigo de vuelta al suelo. Mayor fue su sorpresa al ver que, pese a su apariencia, el joven no se había movido ni un ápice. Era mucho más fuerte de lo que hubiese imaginado.

    —Creíste que era un debilucho, ¿verdad? —Ella se sonrojó al verse descubierta.

    —No he dicho nada.

    —No hace falta, tu cara lo dice todo. Anda, vamos a ese mundo tuyo o jamás podrás recuperar la reliquia.

    —Nunca te he dicho qué buscaba.

    El joven puso los ojos en blanco. Disimular se le había hecho costumbre.

    —Tengo ojos en la cara, por si no te habías fijado. Vi lo que ese sujeto cogió del museo. ¿Y qué se exhibe en los museos? Reliquias.

    Caléndula entornó los párpados. El recelo y la desconfianza se abrieron paso desde su inconsciente. No obstante, se esfumaron con rapidez. Un trueno retumbó en lo alto; un ventarrón surgió de la nada. Nubes densas, de color morado oscuro se enroscaban como inquietos espirales que no tardaron en tapizar la bóveda celeste. La joven hada levantó la vista. La grieta dimensional que se formó sobre sus cabezas se expandía con demasiada rapidez. La palidez se apoderó de sus mejillas.

    —¡Corre! —gritó.

    —Ni sueñes que voy a abandonarte —exclamó y la rodeó por la amplia cintura.

    La novena ola terminó de abrirse y una fuerza descomunal los levantó como si fuesen un par de plumas.

    —¡Sujétate a mí con fuerza!

    —Nada me separará de ti, eso puedes jurarlo —le dijo muy cerca del oído.

    En segundos la magia los envolvió y los arrojó hacia el otro lado.

    🍃

    El ruido ensordecedor de la batalla junto al olor metálico de la sangre y la fetidez de los excrementos sacudió sus sentidos. La llanura que antecedía al bosque de álamos plateados que mantenía oculta la montaña de Airgid estaba tapizada de restos y sangre. La muerte de Minok había desatado el caos en algunos reinos de enalterra.

    —¡Despliega las alas! —pidió el joven.

    —¡No servirá de nada! Nos estrellaremos sin remedio.

    —¡Hazlo! Termina de quitarle poder al miedo que otros te sembraron. ¡Ábrelas!

    Caléndula titubeó una fracción de segundos. A medida que la vista del paisaje se aproximaba a ellos a toda velocidad, pensó que no perdía nada por intentarlo. Al menos uno de los dos podría tener una oportunidad. Lanzó una orden silenciosa hacia los apéndices que colgaban de su espalda. El primer intento fue inútil; el segundo apenas si logró un leve estremecimiento; el tercero, con el suelo a punto de recibirlos en un abrazo mortal fue decisivo. Las alas cristalinas se desplegaron en toda su extensión. El tirón le robó el aliento. El vendaval se estrelló contra sus alas y la velocidad de caída disminuyó de manera significativa. Un crujido, seguido por un dolor agudo e insoportable le llenó los ojos de lágrimas. El alarido que brotó de entre sus labios ensordeció a su acompañante. Ambos se inclinaron hacia un lado. Por fortuna, el viento amortiguó el resto del descenso. La pareja chocó contra unos arbustos espinosos que se hallaban en dirección sur respecto del enfrentamiento.

    Un rugido atravesó el campo de lado a lado. El rumor de la reyerta resultaba estremecedor. Llenos de arañazos y espinas lograron incorporarse. El joven se fijó en las alas de la feérica. Una parecía haber resistido, en cambio, la otra lucía algo caída.

    —¿Te duele mucho? —dijo señalándole las alas.

    Ella inspiró hondo y asintió con la cabeza.

    —Sanará —masculló conteniendo las lágrimas.

    —¿Y si no?

    —Tendré que cortarlas.

    —No hablas en serio. Dejarías de ser un hada.

    —Jamás he sido una verdadera hada de plata —dijo con amargura—. Es lo que te diría mi reina, incluso mi propia hermana.

    —Eso es cruel —replicó el joven.

    Ella intentó encogerse de hombros; el dolor la persuadió de hacerlo.

    —¿Acaso la vida no es cruel en sí misma?

    El joven abrió la boca para replicar. Un nuevo rugido, ahora más cercano, interrumpió sus intenciones. El hada se quedó boquiabierta en cuanto tuvo frente a sí al consejero real y a la reina Brianna.

    —¿Os encontráis bien? —preguntó la reina; el cúmulo de arrugas que se le formaron alrededor de los ojos daba cuenta de su preocupación.

    —¿Dónde están vuestros compañeros de armas? —gruñó Gult con impaciencia.

    —Calma —pidió la reina y hundió los dedos en la melena leonina—. Necesitan un tiempo para recuperarse.

    Caléndula hizo sendas reverencias y casi pierde el equilibrio producto del dolor del ala. E consejero real intercambió una mirada con el joven desgarbado que Brianna pilló al vuelo, aunque la joven hada, más ocupada en seguir el protocolo, ignoró por completo.

    —La reina Adelfa solo me ha enviado a mí, consejero —respondió y clavó los ojos en el suelo.

    —Eso es absurdo —protestó Brianna—. ¿Cómo es posible que Adelfa haya sido tan inconsciente? ¿Acaso no valora ella a su pueblo? ¿Qué clase de reina envía a una adolescente sola a enfrentar al heredero de Minok? ¿pero acaso es que se ha vuelto loca?

    Gult carraspeó.

    —Este no es momento para esos cuestionamientos, majestad —gritos desgarradores se impusieron durante un instante a la conversación.

    —Llevas razón, como siempre —reconoció la reina—. Entréganos solkeium y os podréis marchar de vuelta a vuestro sidhe.

    —No-no-no la tengo en mi-mi-mi poder.

    —Lo que quiere decir es que alguien más la robó —intervino el joven desgarbado—. Ella no tiene la culpa.

    El consejero rugió. El joven dio un paso atrás y se colocó a modo de escudo para proteger al hada.

    —Permite que se expliquen —ordenó la reina a su consejero.

    —Quien debe darnos muchas explicaciones es Adelfa, majestad. No un hada mesti… bueno de plata —se retractó al notar el gesto sombrío de la reina—. Y este… No sé ni cómo llamarlo.

    —Acompañante —interrumpió el joven

    —Lo que sea. El punto es que la reliquia sigue fuera de nuestro alcance y es indispensable obtenerla antes de que sea muy tarde —El firmamento se oscureció de improviso.

    —Perdonad que os lo recuerde, pero solkeium debe retornar a la forja o guardarse en nuestra cámara, es lo que manda la ley airgídnica, majestad.

    Brianna observó a la joven en silencio, en el fondo reconoció para sí que le complacía que se hubiese atrevido a señalarle el desliz.

    —Transmítele a Adelfa que mi deseo es que solkeium desaparezca.

    —Así se hará, majestad —aseguró la joven.

    Gult desplegó sus alas. La reina subió a su lomo con rapidez.

    —Volved a Airgid.Y advertidle a vuestra reina que más vale que tenga una buena explicación para haberos expuesto a tanto peligro.

    —Me comprometí a recuperar la reliquia y no cesaré hasta lograrlo. Perdonadme de nuevo si os desobedezco, majestad—dijo Caléndula antes de echar a correr en dirección a la nube de tanarianos que se aproximaba desde el oeste.

    —¡Aguarda, Testaruda inconsciente! —gritó el joven y echó a correr tras ella.

    Reina y consejero siguieron con la mirada a los dos jóvenes hasta que los perdieron de vista.

    —Espero que la testarudez de esa jovencita no la meta en más problemas de los que ya tiene —dijo el consejero y despegó con Brianna.

    —Espero lo mismo. Ahora tratemos de ganar un poco de tiempo para ellos, a ver si la suerte nos acompaña y la joven hada logra su propósito.

    —De acuerdo, cógete fuerte que vamos directo a la tormenta tanariana.

    🍃

    Caléndula se detuvo a fin de recuperar el resuello. Delante de ella, un pelotón de tanarianos avanzaba con Ailek a la cabeza. El joven desgarbado le dio alcance y tiró de su brazo para sacarla de la trayectoria.

    —¿Te volviste loca? —Ella lo miró con los ojos encendidos.

    —¿No me dijiste que me deshiciera del miedo? Eso es lo que estoy haciendo ahora.

    —Me refería a que no te dejaras paralizar, no a que te lanzaras de frente a una muerte segura.

    —Prefiero morir como valiente que seguir viviendo como una cobarde de la que todos se burlan.

    El joven quiso detenerla; Caléndula lo esquivó y fue al encuentro del hijo de Minok que se había apostado en el claro que limitaba el bosque de los reflejos.

    —Vaya, tanto tiempo sin verte —ironizó Ailek—. Parece que no quedaste muy contenta con nuestro último encuentro o me equivoco.

    El hada plantó bien los pies en el suelo y se cruzó de brazos.

    —Robaste una reliquia que has de devolver.

    —La espada de mi padre me pertenece.

    —Sabes bien que no funciona así. Una vez fallecido el dueño de un arma forjada por nosotros, debe fundirse o pasar a formar parte de nuestros tesoros. Más vale que me la devuelvas. La reina Brianna dio orden de que…

    —Me importa una mierda lo que diga Brianna.

    —¿Es la reina de Enalterra!

    —¿Y qué?

    —¿Cómo que y qué? Sus deseos deben satisfacerse y ha sido muy clara, quiere que solkeium desaparezca.

    —Y si no obedezco ¿qué pasaría? ¿Vas a obligarme a devolvértela? No seas ridícula. Si ni siquiera eres capaz de volar. —La miró de arriba abajo con desdén—. No sé como la reina Adelfa no te ha ofrecido en sacrificio al forjatorum.

    —La rechazaría de inmediato, demasiada grasa y, para colmo de males, mestiza —gritó uno de los soldados; el resto se echó a reír.

    A Caléndula le tembló el labio inferior. Los ojos se le anegaron en lágrimas. Aquel príncipe había descubierto su punto débil y lo explotaba a su antojo.

    —Oh, pobrecilla, pero si va a llorar y todo —se burló—. Te invitaría a colgarte de uno de los álamos platinados —dijo mientras veía de soslayo al más próximo—, pero ni siquiera sus ramas soportarían tu peso.

    Una lágrima furtiva se le escapó por el rabillo del ojo. El recuerdo del infructuoso intento horadó la fortaleza con la cual había revestido su inseguridad. En su mente, el crujido de la rama se repetía como una cantinela insidiosa. Las risotadas de los tanarianos revivieron el centenar de cicatrices que albergaba en su corazón tras tantos años de burlas y desprecio por parte de su propia raza.

    —Pobrecillo tú —espetó el joven desgarbado—, que necesitas defenderte con burlas hirientes, en lugar de enfrentarte como lo haría cualquier enalterrense con honor.

    Ailek acortó la distancia espada en mano; el joven se adelantó

    —¡¿Qué sabrás tú, miserable mortal, sobre el honor de Enalterra?!

    —Insúltame todo lo que quieras, tu lengua venenosa me importa un bledo. Te estás comportando como un cobarde —dijo y se colocó delante de Caléndula—. Enfréntate como corresponde.

    El príncipe tanariano hizo una señal. Enseguida uno de los soldados le arrojó una espada al joven.

    —Es un humano, violas la ley al inmiscuirlo en este asunto —advirtió el hada y se interpuso entre ambos—. Lucharé yo, es lo correcto. —Caléndula se inclinó y recogió la espada.

    —Como prefieras. En todo caso, solo cambiará el orden de vuestras muertes.

    Los ojos verdes de la joven refulgieron. Recordó la vez en que había vencido a Mancinella justo por alardear tanto. Volvió la cabeza un instante. La mirada que le ofreció aquel mortal le insufló energía. Él confiaba en ella. Ya era hora de que ella confiara en sí misma, aunque fuese en una situación tan desesperada como esa.

    —¿Nadie te ha dicho que alardear es una muy mala señal?

    —¡Déjate de palabrerías estúpidas! Venga, terminemos con esto que quiero volver a casa.

    Ella cabeceó una vez y levantó la espada. El grácil movimiento sorprendió al tanariano. Ailek avanzó con fuerza y agilidad. ambas espadas chocaron. El chispazo provocó exclamaciones entre los presentes. Caléndula apretó los dientes. El impacto del golpe la obligó a contraer los músculos de la espalda. El dolor del ala lesionada le recorrió la columna de arriba abajo. Mientras valoraba a su oponente agradeció cada tarde que su padre la obligó a tomar clases con la espada. El recuerdo surgió desde lo más profundo de su memoria: «Que no puedas forjar una espada o cualquier otra arma no significa que no puedas aprender a usarlas. Enfocarte en lo que sí puedes hacer es más beneficioso que desgastarte porque no tienes la misma habilidad que otras criaturas. Lamentarte por aquello que no tienes, no te permitirá disfrutar de lo que tienes al alcance de la mano». el gruñido de su contrincante la catapultó al presente. La enseñanza de su padre aquel día guio sus movimientos. «aprovecha toda oportunidad que te brinde tu oponente. Por pequeña que te parezca, puede marcar la diferencia y otorgarte la victoria o salvarte la vida».

    Ailek volvió a embestir. La joven dio un paso atrás y flexionó las rodillas para absorber la fuerza del ataque. El príncipe creyó que la tenía a su merced y sonrió con malevolencia. Cogió la espada con una sola mano y la inclinó hacia adelante bajando la guardia. Ella aprovechó el descuido y embistió usando parte de su propio peso para infundirle más fuerza al mandoble.

    El tanariano trastabilló. Caléndula aprovechó la pérdida de equilibrio de su contrincante y conjuró un hechizo en voz muy baja.

    Livraij sithrek alm etrain.

    La espada Salió disparada por los aires a gran velocidad. Ailek quiso abalanzarse sobre ella. Sin embargo, el joven desgarbado le hizo una zancadilla que el tanariano no tuvo tiempo de esquivar. Dispuesta a dejarse la piel en el enfrentamiento, Caléndula levantó la espada. Dos tanarianos lanzaron sendas lenguas de fuego que apenas pudo evitar. Ailek aprovechó la distracción para aumentar la distancia entre ambos.

    En ese momento, solkeium se clavó en el tronco de un álamo platinado. El quejido del árbol centenario los paralizó durante un instante; el suficiente para que el mortal cogiese la espada.

    Ailek dio orden de atacar. No obstante, no contaba con la intervención de centenares de hadas de plata que surgieron del interior de los álamos intactos y que lo obligaron a retroceder. El enfrentamiento duró un parpadeo gracias a la ventaja numérica de las hadas.

    —¡Te juro, por la memoria de mi padre que esto no se va a quedar así, me las vas a pagar! —amenazó antes de huir seguido por sus vasallos.

    Caléndula exhaló un hondo suspiro y bajó la espada.

    —¿Quién lo diría? Al final resultaste más útil de lo que me imaginaba —dijo Mancinella.

    La presencia de su hermana le dio mala espina.

    —Así que esta es tu hermana —dijo el joven desgarbado posicionándose a su lado—. No me parece tan hermosa como dijiste, la verdad.

    Las mejillas de Mancinella adoptaron un tono casi purpúreo.

    —Coged a ese humano insolente —ordenó Abrus. —Un par de hadas lo sujetaron con cadenas de plata—. Disculpa, esto me pertenece —dijo y le quitó la espada de entre las manos.

    — solkeium no tiene dueño, la reina Brianna desea que desaparezca —reveló Caléndula—. Nuestra soberana debe ser informada de…

    —La reina Adelfa es quien decidirá el destino de este objeto, cuando se lo entreguemos, ¿verdad, Manci?

    —Por supuesto. —El tono empalagoso le revolvió el estómago a Caléndula—. Se la entregaremos enseguida y recibiremos todos los honores. ¿No es genial?

    Abrus asintió con la cabeza, embelesado con los ademanes de la joven hada.

    —Tu plan salió a las mil maravillas —admitió risueño—. De no ser por ti, habría terminado quien sabe cómo o en dónde.

    —Te dije que mi hermanita era la solución perfecta. —Mancinella la miró con altivez—. Ahora que se trajo a este debilucho —dijo desdeñosa—, nos libraremos de ella y mi familia ya no tendrá que bajar la cabeza.

    La revelación fue un balde de agua helada. Había una gran diferencia entre ser consciente de que el chico que le gustaba estaba colado por su hermana y no le prestaría atención, y descubrir que entre ambos la habían engañado de forma tan vil sin importarle lo más mínimo lo que le hubiese podido ocurrir. Qué tonta había sido al creer que después de recuperar la espada la verían con otros ojos; que la aceptarían como una más.

    —Sois despreciables —espetó el joven mientras se debatía contra las cadenas—. Debería daros vergüenza.

    —Tu opinión vale menos que la nada —replicó Mancinella trenzándose de nuevo los mechones platinados—. Ahora marcharemos a la corte y acabaremos con este asunto.

    —Desde luego que este asunto será dirimido, pero no como vosotros dos pensáis. —El cambio en el tono de voz del joven mortal les puso los pelos como escarpias.

    Caléndula se quedó boquiabierta y ojiplática; no daba crédito a lo que veían sus ojos. Si en lugar de estar allí, se lo hubiesen contado, habría tomado por desquiciado al que le narrase semejante historia.

    —¿Tú? Pe-pe- pero… —Abrus era incapaz de articular una frase entera.

    🍃

    La piel del joven desgarbado se agrietó como el cascarón de un huevo a punto de eclosionar. La membrana pálida que se asomaba debajo adoptó el característico color lavanda claro propio de las hadas de plata. Los músculos tomaron su forma y tamaño habitual y los trozos del cascarón cayeron al suelo convertidos en fino polvo platinado. los iris le cambiaron a un azul grisáceo. El pelo se le aglutinó en las cortas trenzas que solía llevar de puntas y de su espalda emergieron dos alas cristalinas cuyo reborde plateado reflejaba el brillo de las antorchas que sostenían algunos combatientes.

    —Alteza —musitó Caléndula mientras se inclinaba en una protocolar reverencia.

    Los ojos de la joven chispeaban como dos ascuas.

    —Déjate de formalismos ahora —exigió y se cruzó de brazos—. No estoy de humor para tonterías.

    Caléndula se irguió. sus iris reflejaban la tormenta que se avecinaba.

    —Pues si su alteza no está de humor, muy su problema. Os aseguro que a mí me llevan los demonios del inframundo y no sin razón.

    —No seas insolente, Caléndula —reprochó Mancinella—. Esas no son formas de hablarle a nuestro príncipe. ¿Por qué siempre tienes que avergonzarnos de esta forma? Si la reina se enterase…

    —¡Cállate! —exclamaron príncipe y hada al mismo tiempo.

    Del álamo donde se había clavado la espada de Minok surgió la reina Adelfa. Trajeada con la vestimenta de guerra y seguida por un séquito de guardianes forjadores.

    —¿De qué tendría que enterarme, jovencita? —Mancinella abrió la boca; sin embargo, Caléndula se le adelantó.

    —De que soy una insolente, majestad, por atreverme a hablarle a su primogénito sin reprimir mi temperamento.

    Adelfa enarcó una ceja y entornó los párpados.

    —Eso no me sorprende en absoluto, a decir verdad. Sois una mestiza sin abolengo. No se puede esperar demasiado.

    El comentario fue la gota que derramó la paciencia de la joven hada.

    —Pues esta mestiza sin abolengo recuperó a solkeium, cumplió vuestro encargo y, además, evité que la reina Brianna reclamase la reliquia.

    —¡Mentirosa! —Gritaron Abrus y Mancinella.

    —¿Esperáis que os crea? —Caléndula estaba tan furiosa que no reprimió su lengua.

    —Me importa un puerro venenoso si me creéis o no. Estoy harta… ¡Harta! —señaló a la reina con el índice—. De vuestros desprecios hacia los mestizos. —Adelfa iba a reprocharle las formas y la joven no se lo permitió—. Os creéis superior, cuando lo cierto es que sois una mestiza como yo. La diferencia es que mi madre se enredó con un humano y vuestro padre con una sílfide, a mí se me nota y vos lleváis la diferencia por dentro.

    —¿Cómo osas atreverte? Morirás por semejante ofensa.

    —¡Pues moriré con honor! Porque solo estoy diciendo la verdad. Mi madre me confesó vuestro origen antes de que la sacrificarais para ocultarlo y si no hubieseis sido tan mezquina, os habría guardado el secreto hasta el último día de mi existencia, pero no más.

    —¡Guardias! —gritó la reina.

    —¡Vas a condenarnos a todos! —gritó Abrus.

    —Ni te atrevas, madre —intervino el príncipe.

    —No te metas en esto, Napellus. He tolerado tus caprichos demasiado tiempo.

    Napellus se posicionó junto a Caléndula.

    —Sabes de sobra que no se trata de un capricho, madre. Llevo tiempo advirtiéndote sobre este par, sobre sus abusos y te has hecho la vista gorda, pero ya no más.

    —¿Te pondrás de lado de esa?

    —Esa tiene su nombre, majestad. Si le sirve de algo, no tengo ningún interés en que nadie se ponga de mi lado. La Caléndula que anhelaba pertenecer a vuestro reino dejó de existir —dijo con la voz quebrada por la emoción—. No quiero formar parte de una raza que castiga las diferencias; que desprecia lo que no comprende, que vive obnubilada por los prejuicios absurdos de una supremacía que solo existe en esas limitadas mentes de las que tanto os jactáis —vociferó sin quitarle los ojos de encima a Abrus y a su hermana —. No quiero pertenecer a vuestra sociedad mezquina, saturada de podredumbre de espíritu. Condenáis a los tanarianos, pero muchos de vosotros no sois tan diferentes.

    —Caléndula, por favor… —pidió el príncipe.

    La joven negó con la cabeza. Adelfa abrió la boca; sin embargo, Caléndula levantó una mano y le impidió pronunciar una sola sílaba.

    —No necesitáis molestaros en desterrarme, me largaré enseguida. Quedaos con la reliquia. Eso sí, al menos tened la decencia de cumplir con la voluntad de la soberana de Enalterra —dijo con las mejillas encendidas—. Por cierto, os manda a decir que espera que tengáis una buena explicación.

    —No puedes hacerme esto, hermana —chilló Mancinella—. Padre está muy enfermo y yo…

    —Tendrás que aprender a cuidarlo igual que hice yo en su momento.

    —¡No puedes dejarme, somos hermanas!

    —Hubieses pensado en eso cuando me usaste para ganarte el favor de la reina —espetó—. Hubieses recordado eso cuando decidiste que sería buena idea acusarme de traición por haber traído un mortal a nuestra tierra. Querías librarte de mí, ¿no? Pues lo has conseguido.

    La joven dio media vuelta. Las hadas se apartaron para dejarle vía libre. El murmullo ascendía en la medida que avanzaba. Algunos le daban la razón; otro tanto se disculpaba en voz baja. Un grupo menor al habitual cuchicheaba entre risitas. Levantó la cara y caminó con la frente en alto. Nunca más permitiría que la avergonzasen por ser quien era ni por su apariencia.

    —Espera, no te vayas así, por favor.

    Napellus le cortó el paso.

    —Dejad que me marche —dijo con voz trémula—. Reconozco vuestras buenas intenciones, agradezco las molestias que os habéis tomado, pero ahora mismo solo quiero alejarme todo lo que pueda.

    —No quise engañarte, lo siento, de verdad. —Ella apenas cabeceó una vez.

    —Pero lo hicisteis —dijo en voz baja y pasó a un lado del joven—. Las buenas intenciones no evitan el dolor del engaño, alteza.

    —¿A dónde irás?

    Ella se volvió un instante.

    —A algún lugar donde las diferencias tengan valor.

    —Prometo encontrarte.

    Ella no respondió. Napellus la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.

    Caléndula avanzaba a zancadas. Como volviese a llegar tarde a sus clases de vuelo, El consejero real iba a enfadarse muchísimo. La joven hada atravesó el arco de los deseos. Gult se paseaba de un lado a otro. La inquietud del gran animal impregnaba la estancia con un matiz preocupante.

    —¡A buena hora apareces! —refunfuñó el consejero—. ¿Tengo que asignarte más clases de protocolo y diplomacia?

    —Pero si solo han transcurrido dos minutos, ¿qué es lo que te tiene tan nervioso?

    El consejero fijó la mirada; Caléndula se volvió en la misma dirección.

    —Hola, Caléndula.

    Tener a Napellus delante le pareció un espejismo.

    —Ahora ya sabes qué me tiene tan nervioso. Detesto las visitas sin previo aviso o invitación.

    —Lamento haberme personado de improviso. Mi intención jamás ha sido perturbar de manera alguna vuestra tranquilidad.

    —Vuestra madre se basta y se sobra para esa tarea —refunfuñó el consejero una vez más—. Así que doy gracias a los dioses porque su alteza pretenda ser más considerado.

    —No necesitas ser tan irónico, el príncipe no suele hablar por hablar.

    —Como sea —dijo y echó a andar hacia la gran puerta—. Os dejaré a solas, creo que tenéis mucho que deciros. Eso sí, ni por asomo te creas que vas a escaquearte de mis clases. Tarde o temprano aprenderás a volar o me cambiaré el nombre.

    —No pensaba hacerlo, ¿cómo crees?

    Gult soltó un gruñido y las puertas se cerraron tras de él.

    Napellus dio dos pasos hacia Caléndula.

    —¿No te alegras de verme? —ella suspiró y lo invitó a salir al balcón.

    De pie, bajo la noche aterciopelada cundida de estrellas titilantes, permanecieron en silencio durante algunos minutos.

    —No es que no me alegre, es solo que ya no soy la misma.

    —Eso se nota, créeme. Luces, distinta. Más…

    —¿Segura? —él negó con la cabeza.

    —Más hermosa. La luz que llevas por dentro ahora brilla con intensidad.

    —Por fuera no he cambiado casi nada; la ropa, la forma de arreglarme, quizá. En el fondo sigo siendo la misma.

    —Te ves diferente y te sienta bien.

    Caléndula inspiró hondo. Por su cabeza pasaron miles de respuestas cáusticas; se las tragó todas. La verdad es que no había dicho nada impropio. En su mirada notó que hablaba con sinceridad. Se reprochó no haberse desecho de la costumbre de asumir que cada halago traía consigo una burla enmascarada.

    —No es necesario que despliegues tus encantos, estamos solos, de verdad.

    —Lo sé. Queda tranquila, ni estoy desplegando encantos ni creo que en palacio deseen espiarnos. No soy tan importante como mi madre. Solo he venido a cumplir con mi promesa, ¿recuerdas?

    Las palabras de Napellus resonaron en su mente y las mejillas se le encendieron.

    —Creí que…

    —Mentía, no me sorprende —dijo y se acercó un poco a ella.

    —Lo lamento.

    —No tienes por qué. En ese momento era natural que estuvieses llena de desconfianza hacia todo el mundo. La pregunta es: ¿sigues desconfiando?

    —Un poco sí, no voy a mentirte —confesó—. Aquí —hizo un ademán señalando el castillo—. Me han tratado con respeto y me han ayudado a superar muchas cosas. Pero sigo teniendo huellas, cicatrices invisibles que llevo en el corazón.

    —Me preocuparía si no fuese así. Con todo lo que tuviste que vivir no es para menos, faltaría más. Las heridas como las que te causaron no se borran como por arte de magia.

    Ella clavó los ojos en su mirada.

    —¿A qué has venido en realidad?

    —A cerciorarme de que eres feliz.

     —¿No te decepciona que no me transformara como suele pasar en los cuentos de fantasía? —él arrugó el entrecejo.

    —¿De qué hablas? ¿Te refieres a que no hayas cambiado tu aspecto? —Ella asintió—. A mí nunca me ha importado que fueses diferente al resto de hadas. Lo que valoro de ti lo llevas por dentro. No tiene que ver con tus carnes ni tu color de piel; con tus ojos o con esa melena de fuego díscola que nunca trenzaste. Y lo que llevas dentro de ti, hoy brilla como la más preciosa de las gemas. Justo esa diferencia siempre fue, es y será, lo que me atrae de ti.

    La caricia que le acunó la mejilla la estremeció. Sin darse cuenta uno se acercó al otro. Bajo la luz de la luna se fundieron en un cálido abrazo.

    —No deberíamos estar espiando —susurró Brianna inclinada sobre la melena de su consejero.

    —Chist, calla y déjame oír. Ya sabes que me encantan las historias románticas. Además, como le robe una sola lágrima lo devoro.

    —Ni se te ocurra —masculló—. Acabamos de firmar la paz y quiero pasarme otro par de años en el mundo mortal. No me gusta volver de improviso cada vez que algo se rompe por aquí.

    —Pero tendrás que volver para la boda, ¿no? —Briana puso los ojos en blanco.

    —Calla o nos cargaremos la boda antes de que pidan su mano.

    —Llevas toda la razón.

    Reina y consejero espiaron gran parte de la noche mientras cada uno imaginaba cómo sería aquel enlace.


    Esta historia fue escrita para el reto #Surcaletras que propuso Adella Brac para el mes de enero. El disparador era una canción, pero mi imaginación me llevó de nuevo a Enalterra. Espero la disfrutéis.


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  • Khayanna: vendedora de anams

    Una joven con alas de pie sobre unas rocas en primer plano. Al fondo un paisaje natural algo árido con rocas y una tormenta en pleno desarrollo con nubes y relámpagos
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Sinopsis:

    Tras la última guerra, Dualshe quedó dividida en dos y sumida en una niebla sempiterna que nubla los sentidos y entumece la mente. saolenses y síceros sobreviven en la cuerda floja gracias a la venta de anams, receptáculos que contienen el alma y las emociones de los antiguos habitantes de Dualse y que minimizan los efectos nocivos de la nébula. A ninguna de las dos facciones les agrada hacer tratos, pero cualquier cosa es mejor que convertirse en básteros, devoradores insaciables de anams y soldados de la muerte.

    Khayanna acaba de convertirse en dhíole al suceder a Mineas, uno de los vendedores saolenses con mejor reputación en el mercado de anams. Pese a haber sido entrenada por él y contar con un don especial para detectar a los básteros y rastrear a los síceros, caerá en una trampa que le hará perder su reputación , pondrá en riesgo su vida y sacudirá el frágil equilibrio entre ambas razas. Y es que, quien ose vender un anam a un bástero o quien se atreva a incumplir la palabra dada en una transacción con un dualsense será condenado a la muerte eterna.

    Tlayon tiene un objetivo en su existencia desde que era un crío: recuperar el anam que fuese del primero de sus ancestros síceros y está dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo, incluso, pactar con un bástero. La única barrera que se interpondrá en su camino es la sucesora de Mineas, a quien deberá convencer de que juntos tendrán más probabilidades de salir con vida del problema en que los ha metido su obsesión.


    «La confianza puede ser un regalo precioso
    y, al mismo tiempo, la más terrible de las maldiciones». —Lehna Valduciel.

    Khayanna

    El gran medallón que me acaban de colgar pesa mucho más de lo que me imaginaba. Qué poca gracia me hace suceder a Mineas y que mal tino ha tenido en pasar al otro plano justo en plena tormenta.

    —Tú, viejo panzón, eres un inoportuno de mierda y, si acaso me ves desde el Otro Lado, Que sepas que la has cagado a lo grande. Me devorarán como lo que soy: una pichona sin experiencia. Te lo advertí cientos de veces, soy demasiado joven para convertirme en dhíole. Da igual lo que tú creyeras, ¿me oyes? Ninguno va a querer mercadear conmigo. —Hago una mueca al darme cuenta de que no estoy a solas como creía.

    Mokay, el asistente de Mineas me mira y el tic de su nariz aguileña me grita lo impaciente que está porque me ocupe de mi mentor. Arrugo la nariz, la pestilencia no me deja otra alternativa. Me fijo en su rostro desfigurado y violáceo. Trago saliva y evito inhalar hondo; no quiero correr riesgos, durante la transición a bástero cualquier cosa puede ocurrir. Mokay me acicatea con la mirada. Tengo que hacerlo, lo sé. Era su última voluntad: no convertirse jamás en uno de ellos. Me entrega el cuchillo ceremonial y una vez que cojo la empuñadura es como si me transformase en otra. Mis emociones, siempre a flor de piel se atenúan y una racionalidad inusitada se apodera de mí. La tarea que debo enfrentar a continuación requiere tener el estómago bien asentado y los nervios de acero. Titubeo y por una fracción de segundos la inseguridad me sacude. «No voy a ser capaz de continuar», me digo en silencio mientras aferro el cuchillo con fuerza. De súbito las palabras del juramento al cual accedí a cambio de no enfrentar un centenar de azotes, surgen de lo más profundo de mi memoria. «Jura que no dejarás de mí ni un solo trozo unido, júramelo. Primero cenizas que un maldito bástero». El recuerdo de su mirada es el empuje que necesito para iniciar la tarea de salvar su esencia y su legado.

    🌩

    He tenido que tragarme cada palabra malsonante en contra de mi mentor. Donde quiera que esté, se debe estar descojonando. Yo misma no termino de creerme lo lejos que he llegado en un par de semanas. Lo más sorprendente es la cantidad de síceros que piden negociar conmigo. Ahora mismo me espera Tlayon y no me explico qué lo habrá empujado por fin a acudir a la cita, luego de haberla cancelado tantas veces. Me aproximo al ventanal. El pulso se me dispara ante la nébula rojiza que casi cubre el paisaje en su totalidad. Pese a encontrarme tras el cristal, mi memoria sensorial se activa en segundos y mi psique experimenta el hedor y la gelidez que acompañan a la nefasta capa que, día tras día, parece más densa.

    El aleteo que oigo detrás de mí rompe el breve trance. Sonrío y ladeo un poco la cabeza. Kof se aproxima revoloteando, juguetón. Recoge las alas con extraordinaria rapidez y se posa sobre mi hombro derecho. Frota el hocico contra mi mejilla y de pronto se yergue y muestra los colmillos, olisquea y rechina los dientes. Yo también percibo la presencia del sícero y me vuelvo con lentitud.

    🌩

    Tlayon

    La sucesora de Mineas no es como la retratan los rumores. Luce como una adolescente frívola, caprichosa, ¿quizá? Observo su aspecto con detenimiento; reconozco que cumple con mi canon de belleza. La sensualidad que desprenden sus movimientos relata su origen. Es un volcán emocional; me lo dice la forma en que refulgen sus iris. La tensión que la mantiene en esa postura tan rígida desde que se volvió para darme la cara, habla de un autocontrol extraordinario. Me fijo en su estilizado cuello y en esa zona de la piel que le palpita, acelerada. Un destello capta mi atención. Paseo los ojos por el profundo escote hasta que lo distingo. El anam se asoma por el borde de la blusa. El brillo que emite titila al mismo ritmo del pulso en su garganta.

    —Sé bienvenido —saluda y me invita a sentarme con un ademán.

    —Agradezco vuestra deferencia al recibirme después de que Mineas me echase la última vez.

    La sigo con la mirada. El bicho que permanece sobre su hombro derecho me muestra los dientes y por un instante me pregunto si es posible que advierta las verdaderas intenciones de mi visita. Esa forma en que sacude la larga cola me parece demasiada hostilidad o, quizá me estoy dejando llevar por meras elucubraciones. Descarto la idea por lo inverosímil que me resulta.

    —Mineas fue mi mentor —dice y da un vistazo alrededor—. Eso no implica que adopte sus formas ni sus criterios. Pese a lo que puedas creer, tengo las ideas claras y mis pensamientos son consistentes y racionales. Los saolenses no somos unos impulsivos descerebrados.

    —Hice una observación, no había ningún trasfondo en particular —miento

    —No merece la pena discutir. ¿Por qué no nos hacemos el momento más grato y sellamos la transacción?? Dime qué tipo de anam buscas. Si no existe me encargaré de elaborarte uno que te calce a la perfección —propone y da un paso hacia mí.

    El tono seductor que emplea me intriga. No obstante, me aproximo a ella con cautela. La criatura que la acompaña no me quita los ojos de encima. Ese par de rubíes, capaz de mirar sin apenas parpadear, son tan llamativos; su expresividad es notable. Por fortuna, solo necesito un poco más de cercanía y unos segundos para lograr mi cometido. Dudo que pueda reaccionar en mi contra si acaso nota mis pretensiones.

    —Me interesan los anams más antiguos. Esos que pertenecieron a nuestros ancestros síceros —ella cabecea y chasquea los dedos.

    La pequeña bestia sobre su hombro, extiende las alas a tal velocidad que me deja perplejo. A esta distancia distingo las púas que le recubren más de un tercio de la cola. Reculo un paso y disimulo lo mejor que puedo, aunque la seriedad que adopta el rostro de la mercadera me advierte que, quizá, no logré mi propósito.

    —Kof es totalmente inofensivo. —Ella acerca la palma para acariciar al animal.

    La criatura le lame los dedos y tras aletear, presa del éxtasis, asciende a gran velocidad.

    «Puede que tu mascota lo sea, pero yo no lo soy». Reprimo el pensamiento y me enfoco. El tiempo es clave y perderlo en socializaciones absurdas es un sinsentido.

    —Toda una experiencia negociar con tanta presteza —digo y le extiendo la mano.

    Ella cabecea de nuevo en un asentimiento y corresponde a mi gesto. Aprovecho esos valiosos segundos y en lo que nuestros dedos se rozan detengo el tiempo.

    🌩

    Me cercioro de que la criatura también permanezca atrapada en la cápsula dimensional. Exhalo el aire en cuanto la distingo a bastante altura, suspendida y rígida. Salgo disparado de la estancia y abro el segmento dimensional que me llevará directo al lugar de descanso de Mineas. Los trazos del mapa que me mostró Freidom en nuestro último encuentro emergen de lo profundo de mi memoria. Reajusto el destino y cruzo.

    Enciendo una pequeña llama para avanzar con más agilidad. Atravieso el umbral de la siguiente puerta y doy un vistazo alrededor. Hay cirios custodiando las cenizas del antiguo mercader. Apago mi iluminación improvisada y camino hacia el altar. Enseguida hallo lo que busco y lo cojo. El cruthaig es mucho más liviano de lo que esperaba. También más cálido. Las piedras preciosas refulgen con timidez en cuanto las rozo. Altero la materia que lo conforma y disimulo su aspecto. Satisfecho de la apariencia que ofrece me paso la cadena por la cabeza y me lo cuelgo del cuello. Desando el camino tan rápido como puedo.

    A medida que avanzo noto cómo lo que me rodea titila. Aprieto el paso a zancada viva. Retomo mi posición una fracción de segundos antes de que el tiempo se reanude.

    La saolense parpadea ceñuda. Le estrecho la mano con firmeza para acaparar su atención. La confusión se le dibuja en el rostro y no sé si habrá notado el cambio en mi respiración.

    —Eh, bueno… —Ella rompe el contacto—. En dos días te será entregado, ¿te parece bien?

    —Me parece perfecto —aseguro a media voz.

    Ella fija sus ojos en mí. El escrutinio al que me somete me parece invasivo y no comprendo del todo a qué viene. ¿Habrá notado el quiebre temporal?

    —Eso pensé —dice y recula un paso—. Es evidente que llevas mucho sin un anam. Percibo en ti los efectos de la nébula.

    —Sigo siendo un sícero —digo cortante; más de lo que resulta conveniente.

    —Puede ser, pero hiedes a bástero.

    La observación me toma desprevenido. ¿Acaso es capaz de percibir la esencia bástera? Eso explica por qué Mineas la acogió como pupila.

    —Será por el último enfrentamiento que tuve la misma noche que Mineas… —Ella levanta una mano y me interrumpe.

    —No requiero de tus explicaciones. Ahora, si no te importa, debo atender otros asuntos.

    Cabeceo con discreción y doy marcha atrás.

    —volveré en dos días.

    —Más te vale, no me gusta que me hagan perder el tiempo, mucho menos energía vital.

    La forma en que me responde me aclara por qué la llaman cabrona, incluso algunos de su misma raza.

    Eyled conmt trineig caust tregab —murmuro en dualsay, la lengua ancestral.

    —Soy todavía mucho más cabrona. No me preocupa lo que piensen.

    Que entendiese una lengua considerada casi muerta me deja sin palabras. ¿Cuántos secretos tiene guardados bajo la manga?

    🌩

    Khayanna

    Kof no deja de revolotear de un lado a otro. Percibe mejor que yo el caos en que se ha transformado Dualse tras la última oleada de conversiones. Nadie consigue una explicación para que en día y medio casi un veintenar de síceros y saolenses se hayan convertido en básteros. Rechina los dientes en cuanto ve a Mokay atravesar el arco de entrada. La tensión que le arruga la frente y las comisuras de los ojos al mirarme, me advierte que trae pésimas noticias.

    —Vengo del Clodrium. —Su tono se agrava un par de octavas—. Los consejeros han emitido una orden en vuestra contra.

    —¿Qué dices? —Kof se posa en mi hombro—. ¿Qué coño tengo yo que ver en todo esto?

    El rostro de Mokay se ensombrece.

    —Un saolence os ha acusado de estafa. Alega que le habéis vendido un cristal cualquiera en lugar de un verdadero anam. Asegura que el mercado está lleno de falsificaciones.

    —Eso es absurdo, yo jamás haría algo semejante. ¿De dónde se ha sacado esa idiotez?

    —Eso no es todo —me interrumpe—. Han capturado a un par de básteros y… —El silencio de Mokay me crispa.

    —Habla de una maldita vez, odio las pausas dramáticas.

    —Llevaban anams —dice y desvía la mirada; eco de pasos se oyen desde el pasillo—. Tienen el mismo diseño que los nuestros.

    La noticia me cae como una tormenta en pleno invierno. La sensación de que la desgracia se cierne sobre mí me anuda la garganta y el estómago. Una idea perturbadora se abre paso entre la maraña de mis pensamientos y niego con la cabeza. Kof se eleva y marca cierta distancia que le agradezco. La imagen de la última visita que tuve murallas adentro surge de pronto desde algún rincón de mi memoria; expando mi don y me estremezco en cuanto percibo su esencia sícera, envuelta en ese tufillo que reconocí y al que no le di mayor importancia. Maldigo mi arrogancia y hecho a correr; Mokay me sigue muy de cerca. «Jamás negocies murallas adentro. El lugar de los anam y las ventas es el mercado. Solo quien se gane tu confianza tiene derecho a pisar tu morada. Recuerda que en Dualse reina la traición. No te fíes demasiado de tus habilidades porque terminarás cometiendo un error que te costará sangre sudor y lágrimas»

    El pulso se me dispara en el instante en que fijo los ojos en el sactrum vacío. El consejo de mi mentor me aplasta como una pared de roca. Kof silba y pliega las alas. Desciende y se adelanta. Estoy tan perpleja que me quedo sin palabras. Es como si por un segundo me encontrase en un limbo. Mokay también me adelanta y hurga a la par de mi pequeño compañero. En cuanto se vuelve y niega con la cabeza, grito de ira. La furia me ciega. La sensación de haber sido traicionada se convierte en millares de agujas que se me clavan en todo el cuerpo. Un dolor punzante me atraviesa el corazón y se irradia por mis extremidades. Caigo de rodillas y apoyo las palmas en el suelo. Un crujido que proviene de mi propio cuerpo me estremece. El olor ferruginoso de la sangre me invade la nariz y me provoca arcadas.

    Clavo los ojos en el suelo. Alrededor de mis palmas se forma un pequeño redondel rojizo. Mokay se me acerca daga en mano. Abro la boca, pero no soy capaz de emitir ni un solo sonido. Mi mente se prepara para el dolor que voy a experimentar en cuanto me atraviese con la hoja o me corte la garganta, lo que se le ocurra primero. Lo siento inclinarse sobre mí y mi corazón se niega a rendirse sin presentar pelea. Me preparo para usar las últimas fuerzas que me quedan. Puede que muera en breve, pero me lo llevaré conmigo al infierno.

    El ruido de tela al rasgarse se mezcla con la voz de Mokay.

    —Dejad de luchar y la agonía terminará más rápido.

    Me obligo a levantar la cabeza. La expresión de asombro que distingo en las facciones del saolense solo puede obedecer a un hecho concreto: estoy evolucionando. Con esa idea en la cabeza, me esfuerzo en poner en orden mis pensamientos. Las palabras de mi mentor resuenan como un mantra en mi psique que me aportan el punto de equilibrio que requiero: «el mayor obsequio de nuestra raza es trascender. No solo porque ganamos fuerza, habilidades y unas preciosas alas; es una etapa donde se nos abren las puertas a la plenitud. Solo cuando lo experimentes comprenderás que todo el dolor es un precio justo para lo que obtendrás a cambio».

    Cierro los ojos y me entrego. Oigo un alarido que me estremece las entrañas. Es tan desgarrador que no reconozco mi propia voz. El dolor es insoportable y me arrastra, irremediablemente, hacia la inconsciencia.

    🌩

    Tlayon

    La penumbra con la que Freidom me recibe se me antoja un intento de manipulación incomprensible. Entiendo que use ese tipo de estratagemas con los saolenses, a fin de cuentas, a ellos los mueve la emotividad. pero con nosotros me parece absurdo. Me tomo unos segundos antes de hablar. Una cosa es que quiera obtener la información, otra que le siga el juego.

    —¿Y bien? ¿Qué te trae de nuevo por aquí? —La premura con la que me aborda me lleva a pensar que no soy bien recibido.

    —Tenemos un trato, ¿Lo olvidaste? El cruthaig de Mineas a cambio de la información que me permita identificar el anam de mi ancestro.

    El bástero me mira con desdeñosa superioridad.

    —¿Acaso ya no te di lo que buscabas?

    —Me dijiste que necesitabas corroborar que fuese el cruthaig de Mineas y que luego me darías la información. Me consta que has podido comprobarlo de sobra.

    —¿Estás seguro de lo que afirmas?

    —Absolutamente. Las conversiones que se han dado las últimas veinticuatro horas son obra tuya. No quieras verme la cara de idiota.

    —Vaya, pero si el sícero es capaz de sacar las pezuñas. ¿Te has dado cuenta que las emociones se manifiestan en ti con cierto estilo? La malevolencia despierta lo mejor de ti, ¿no lo sabías? —Inspira hondo y se regodea—. Hiedes a deliciosa oscuridad. Me encanta ese tufillo que brota de tu piel.

    La actitud de Freidom me saca de mis casillas; tanto, que no dudo en envolver en llamas el sillón que suele utilizar a modo de trono. Desde luego, la afrenta no pasa por debajo de la mesa y en un parpadeo, me encuentro rodeado de vasallos. Los soldados de la muerte me sujetan con firmeza mientras su líder se desquita. El primer golpe me roba el aire; el segundo me rompe dos costillas y el tercero me deja aovillado en el suelo.

    —Sacadlo de aquí —ordena antes de inclinarse sobre mí—. Nuestro trato ha finalizado. Esperaré a que te conviertas y terminaremos de saldar esta pequeña diferencia.

    —Maldito traidor —musito; el bástero vuelve a golpearme.

    Apenas oigo el crujido de los huesos de mi cara; el dolor es insoportable y la oscuridad no me da tregua, me absorbe en un torbellino con pasaje directo a mi limbo particular.

    🌩

    Khayanna

    Los lametazos de Kof me despiertan. El vago recuerdo de lo ocurrido me dispara las pulsaciones. Me incorporo y el peso que percibo en la espalda ralentiza mis movimientos. Un carraspeo capta mi atención. me fijo en la figura que permanece de pie junto a Mokay y un hormigueo desagradable se me aloja en el estómago.

    —Como representante del consejo en pleno, estoy aquí para informaros que seréis sometida a juicio público en la plaza Ancestral.

    —Yo no he cometido ningún delito —aseguro y tiro de la sábana para cubrirme el pecho desnudo.

    —Hay testigos que afirman…

    —¡Esos testigos mienten! —me levanto tambaleante, aunque logro mantener el equilibrio a duras penas—. El cruthaig de mi mentor ha sido robado.

    —Esa es una acusación muy grave que no puede hacerse sin pruebas.

    Chillo producto de la frustración.

    —¿Qué más pruebas se necesitan si el sactrum está vacío? ¡¡A la mierda vuestras pruebas!!

    Me topo con la mirada de advertencia de Mokay.

    —Las leyes son claras —dice y me da la espalda—. No lleguéis tarde, eso no ayudaría a vuestra mallugada reputación.

    El sícero abandona la habitación justo a tiempo antes de que el jarrón de mi mesita de noche se estrelle contra su dura cabeza.

    🌩

    Tlayon

    Avanzo despacio y, como puedo, me abro paso entre la multitud. La plaza ancestral está repleta de gente. Desde mi posición distingo a Khayanna. La sigo con la mirada sin poder quitársela de encima. Las alas que emergen de su espalda causan un efecto similar en la mayoría de los presentes. No solo porque son unos apéndices de colores vívidos, sino por lo que significa que, después de casi un siglo, la extinta trascendencia de los saolenses reanudara su curso.

    Me aproximo a la corte improvisada y justo alcanzo a escuchar al representante del consejo:

    —Las acusaciones en vuestra contra son muy graves y ameritan una sentencia ejemplificante. Por esa razón hemos decidido que la condena sea la destitución de vuestro cargo como dhíole antes de que se os someta a la muerte eterna.

    —¡No! —grito y me aproximo a zancadas—. No podéis someter a una inocente a la muerte eterna.

    —No estáis autorizado a intervenir en este juicio, ¡detenedlo!

    —Hasta que por fin hacéis algo bien —espeta Khayanna y me lanza una mirada asesina—. Este es el culpable de todo lo que está ocurriendo, él fue quien se robó el cruthaig de Mineas.

    —Puedo explicártelo —le digo mientras busco entablar contacto visual—. Freidom prometió que…

    —¡Silencio! —exige el representante del consejo—. Hablad ahora —me ordena—. Y procurad decir la verdad o correréis la misma suerte de vuestra cómplice.

    —¿Cuántas veces os tengo que repetir lo mismo? No tengo nada que ver con las conversiones. ¿Es que no lo habéis escuchado? —dice; los iris le refulgen como dos ascuas—. Soy inocente, el ladrón y cómplice lo tenéis allí. —Me señala con el dedo.

    —Ella tiene razón, en parte —confieso y me explayo a explicar lo ocurrido.

    La corte en pleno, además de un buen porcentaje de saolenses y síceros escuchan mi declaración. Los abucheos no tardan en elevarse desde la gradería saolense; entre tanto, mis gentiles me miran con desdén.

    —¡Llevadlos a la cámara de aislamiento! —ordena el representante—. Debemos deliberar ante esta nueva información.

    La guardia dualsense nos saca a rastras de la plaza. Mantengo la boca cerrada; ya bastantes improperios suelta Khayanna y, la verdad, agradezco que nos alejen de la exposición a la nébula. La gelidez me mantiene aterido y el hedor sulfuroso hace que todo me dé vueltas. Bajo la mirada hacia mi torso y acuso la ausencia del anam que, en su momento tuve que negociar para poder sobrevivir y no terminar a la intemperie. Maldito Mineas y maldito yo por haber creído en su lengua embaucadora. «Trabaja para mí, Trae contigo a cada sícero que requiera de un anam y habrás pagado el precio para recuperar el de tu ancestro; palabra de dhíole». El recuerdo me provoca un regusto amargo que se suma a la hostilidad con la que Khayanna me mira y pierdo la calma.

    🌩

    El chirrido de los goznes de la puerta termina de crisparme los nervios y la actitud de Khayanna tampoco ayuda.

    —Estarás contento, ¿no? No sé cómo puedes considerarte sícero y haber creído en Freidom. ¿No se supone que sois racionales hasta la médula?

    —¿Y quién coño te dijo que la racionalidad te exime de equivocarte? Pero claro, qué sabrás tú, la dhíole perfecta, la que no comete ni un solo fallo, Pero apenas a días de haber sucedido a su mentor, le abre las puertas a un desconocido.

    —Imbécil.

    —Niñata estúpida.

    La patada me alcanza en el pecho y me deja sin aire. Pierdo el equilibrio y caigo de culo.

    —Ahora verás qué tan niñata y qué tan estúpida soy.

    La amenaza despierta una emoción que reconozco, pero que suele permanecer atada con correas firmes. Las ganas de darle una buena zurra me impulsan y me levanto preparado para recibir el ataque. Advierto el movimiento al fijarme en los pies de la arpía furiosa que se eleva un par de centímetros, dispuesta a golpearme en el rostro. La esquivo y aprovecho para rodearla. Ella se mueve con demasiada lentitud y la cojo por una de sus alas. la sedosa sensación me perturba el tiempo suficiente como para que se me escape. Un puñado de alas se me quedan adheridas a los dedos.

    —Hijo de puta —masculla y me lanza un golpe directo a la mandíbula.

    Hago una finta para evitar que el rodillazo que sigue me dé entre las piernas. La empujo con fuerza y choca contra la pared. La mueca que se le dibuja en el rostro me revela lo sensibles que son sus alas. Se lanza contra mí y otro puño me impacta en la nariz. La sangre brota enseguida y bufo, exasperado. No mido mi reacción y le asesto un puñetazo que la hace trastabillar hasta que cae de culo al suelo.

    —Mira, no quiero pelearme contigo —digo y me apoyo contra la pared contraria para limpiarme la sangre—. Ambos estamos metidos en un lío muy gordo.

    —¿No me digas? Tremendo descubrimiento —Cruza los brazos en una postura defensiva.

    —El sarcasmo no nos va a sacar de aquí, así que ahórratelo.

    Khayanna echa la cabeza hacia atrás y nuestras miradas se cruzan.

    —¿Qué propones?

    —Que vayamos a por el cruthaig.

    —¿Hablas en serio? —Asiento con la cabeza y le expongo mi plan.

    🌩

    Khayanna

    Avanzo con las alas bien plegadas a mi espalda. Prefiero caminar incómoda que arriesgarme a un tropiezo inoportuno o a convertirme en una diana fácil de atinar. Por fortuna el tono de mis plumas se confunde en gran parte con el tono purpúreo de la nébula y eso me ayuda a disimular el brillo platinado de las plumas centrales cuando la luz de las siamesas incide sobre mis alas en determinados ángulos. Levanto la mirada. El fulgor me advierte que se aproxima la medianoche. Las lunas están a punto de alongarse y formar el ínfinix. Tlayon me hace señas para que no me atrase tanto. Sé que lleva razón, es solo que mantener la posición de mis alas implica más esfuerzo del que imaginaba y la energía se me agota.

    Noto que él no está mucho mejor que yo. Además de los golpes que le propiné y algún otro que todavía le queda sin sanar del todo, los efectos de la nébula se hacen cada vez más evidentes en él. Hasta yo percibo el olor dulzón que proviene de su piel y que se mezcla con el propio de la nébula. Ese maldito calor pegajoso que se torna soporífero es insidioso, casi asfixiante. Contengo la respiración y le señalo que haga lo mismo.

    Avanzamos uno al lado del otro. Cerca de nuestro destino oigo un silbido. Tlayon se yergue y ralentiza la marcha. Observo el movimiento de sus ojos. Nunca imaginé que lo vería presa de la inquietud. Un chillido agudo me invita a adelantarme. Él me coge del brazo con firmeza.

    —Aguarda un instante —me pide en voz baja.

    —Solo es Kof, deja la paranoia.

    —Si es así, él debería venir a tu encuentro. Es un roecie, no deberías ser tan condescendiente con esa criatura.

    —Qué sabrás tú. Camina, anda, el ínfinix está a punto de iniciar.

    Tlayon resopla. Luce sofocado y no es para menos. La nébula se torna más densa a medida que nos aproximamos al límite entre Dualse y el inframundo.

    Kof sobrevuela a medio metro de nuestras cabezas. Sus ojos brillan bajo el efecto de las siamesas. Emito un silbido para ayudarlo a localizarnos. Un par de minutos más tarde se posa sobre mi hombro derecho.

    —¿Lista? —Me limito a asentir con la cabeza.

    Me extiende la mano izquierda y me aferro. En un parpadeo, los vestigios de niebla frente a nosotros se disipan. El muro de roca maciza nos da la bienvenida. Cuando estoy a punto de abrir la boca para preguntar qué se supone que hacemos de pie frente a un muro gigantesco, Tlayon abre una brecha dimensional. Al Otro Lado se visualiza el arco basteriano custodiado por un séquito de soldados de la muerte.

    —Si nos ven nos destrozarán.

    En cuanto pronuncio esas palabras, mi mente experimenta una epifanía y es entonces que comprendo por qué el consejo aceptó nuestra proposición sin apenas reticencia: esperan que terminemos muertos, serán hijos de puta.

    —No nos verán, deja eso de mi cuenta. —Guardo silencio pese a que me preocupa que consuma tanta energía vital.

    —De acuerdo, pero si nos cogen, voy a perseguirte incluso en el inframundo. Y yo siempre cumplo mi palabra.

    Tlayon esboza una sonrisa, hace un gesto y todo a nuestro alrededor gira a gran velocidad. La bilis se me acumula en la garganta. La desagradable sensación de contorsión me provoca náuseas. Pese a que solo transcurren unos segundos, la intensidad me deja exhausta.

    Me tambaleo justo al apoyar los pies sobre la tierra. El impacto hace que me crujan los tobillos. El dolor surge violento y desaparece de igual forma. Suspiro, aliviada y Mi acompañante hace otro tanto.

    —Venga, por aquí. —Tira de mí y echamos a correr.

    Kof silba a modo de advertencia justo a tiempo de que caigamos en un foso. Extiendo mis alas todo lo que puedo y tiro de Tlayon. La inercia nos empuja contra una de las paredes. Una capa de arenilla nos cae encima. El chillido de Kof nos vuelve a alertar. Esta vez el sícero crea una cortina de fuego e impide que los perros del infierno nos alcancen.

    —¿Estás seguro de a dónde debemos ir?

    —No del todo, pero me hago una idea.

    —Espero que no te equivoques.

    —Yo también.

    Tlayon abre otra brecha dimensional que nos succiona hacia abajo. Planeo como puedo mientras que él se crea un colchón de aire que amortigua su caída. Más arriba, Kof desciende haciendo una espiral que le permite verificar que no surja ninguna criatura de entre las sombras.

    —Por ahí. —Sigo con la mirada la dirección que me señala.

    Mi anam palpita. Quiere decir que el cruthaig está cerca. Asiento con la cabeza y procuro seguirle el ritmo a Tlayon, pese a que sus zancadas casi duplican las mías.

    El corazón me martilla en la garganta y contra las costillas. Mi anam destella. Aguzo la vista y ahí está el cruthaig. Me apresuro a cogerlo.

    —Espera. Puede haber alguna trampa.

    —¿Y qué más da? Mejor salir de esto antes de que resulte demasiado tarde.

    —Estás loca. Si algo te pasa perderemos la oportunidad. Pídele a tu mascota que lo coja por ti.

    —Kof no es una mascota —replico mosqueada.

    —Lo que sea, pídeselo.

    En realidad, no hizo falta. Kof se lanzó en picado y recogió el cruthaig. En cuanto lo levantó, cientos de flechas atravesaron la estancia. Por fortuna, Tlayon es mucho más corpulento que yo y me arrastró hasta el suelo. Una saeta le rozó una de las alas a Kof y el roecie dejó caer la reliquia.

    En cuanto levanto el cruthaig, el suelo se sacude. El hedor a bástero se intensifica. La mirada de Tlayon se ensombrece. Caigo en cuenta de que el poder del inframundo debe estar acelerando su conversión.

    Adyum cuaig et soleiyum. —Apoyo la palma izquierda sobre el pecho del sícero y le rasgo la camiseta.

    El poder del cruthaig se abre paso. Sé que acelerar el proceso puede ser peligroso, pero no tenemos otra alternativa.

    Tlayon se tambalea y recula un paso. Lo sigo para no romper el contacto. En cuanto percibo la forma del anam sobre su piel, extraigo parte de mis emociones y las inserto tan rápido como puedo. Un silbido largo, seguido de dos cortos, me advierte que el peligro es inminente.

    El sícero echa la cabeza atrás. Pone los ojos en blanco y su cuerpo se sacude, preso del torrente emocional que se abre paso sin obstáculos.

    —Venga, levántate. Tienes que sacarnos de aquí.

    Él niega con la cabeza. alza la mirada y veo en sus ojos el miedo que lo paraliza. Tendría que haberlo previsto. Incorporar las emociones lleva mucho más tiempo y esfuerzo en su raza. Ahora padece un acojonamiento involuntario del que mejor lo saco o nos veremos en problemas. Es la putada de la naturaleza sícera, tan fría y racional.

    —No soy capaz.

    —Por supuesto que sí. Me lo debes. Vamos, levanta ese culo y no me seas gallina. Lo que tienes que hacer es respirar. ¿Acaso vas a permitir que Freidom se salga con la suya?

    Niega con la cabeza y respira profundo varias veces. El alivio que me invade en cuanto atisbo esa chispa de temperamento en su mirada es inenarrable. Ni hablar de la sensación al verlo ponerse de pie.

    —Llevas razón. Al menos tenemos que intentarlo.

    «En realidad intentarlo no es suficiente». Me guardo el pensamiento. Ahora mismo lo que menos necesitamos es que le flaquee la voluntad.

    —Hay cientos de anams aquí dentro. —me señala los cristales.

    —Son todos falsos —le digo mientras cojo algunos y los estrello contra el suelo de piedra—. Destruye todos los que puedas.

    En cuanto cierro la boca, , un estruendo sacude el lugar. Kof chilla. Ante el peligro que se nos viene encima, no me queda otra alternativa que utilizarlo. Le invito a que clave sus colmillos en mi muñeca. El pequeño animal bebe hasta saciarse. Una vez que adopta sus nuevas dimensiones, un trío de básteros lo ataca sin compasión, otro tanto se lanza a por mí y lo mismo le ocurre a Tlayon.

    La lucha es cruenta y me temo que como sigamos así, no tardaremos mucho en sucumbir. Kof lanza un latigazo con la cola y cientos de púas salen disparadas. La mayoría atina en el blanco. No obstante, otra tanda así de criaturas del inframundo y no sé si yo o cualquiera de mis compañeros de lucha, seremos capaces de salir con vida.

    🌩

    Tlayon

    Invoco a dos elementos al mismo tiempo y creo un torbellino flamígero que incinera a cuanto bástero se topa en su trayectoria. A lo lejos distingo a Freidom. Nuestras miradas se cruzan un instante. La sonrisa perversa que me ofrece me provoca un vacío en el estómago. Sigo la dirección de su mirada y advierto sus intenciones. Con la energía que me queda redirijo el torbellino en su dirección y grito con todas mis fuerzas:

    —¡Elévate! ¡Ahora!

    Khayanna se vuelve hacia mí y alza la mirada. Una enorme estalactita se desprende. Maldigo por lo bajo y deshago el torbellino. Freidom se carcajea y huye. Uso lo que me resta de energía para invocar un vendaval que la empuje fuera de la nefasta trayectoria. Por fortuna el roecie enrosca su cola en la roca y desvía el inmenso cono. El estruendo sacude las catacumbas. La onda vibratoria se expande y el resto de estalactitas crujen, agrietándose en una reacción en cadena. La criatura silba y se eleva. Khayanna realiza un despegue vertical y el corazón me da un vuelco al ver cómo esquiva por centímetros otro cono. Doy un vistazo alrededor y se me revuelve el estómago. Decenas de básteros yacen aplastados por las rocas. El hedor se intensifica y las antorchas atenúan su fulgor. Abro una brecha dimensional, es hora de salir de aquí antes de que me atrape el mismo destino.

    Del otro lado de la brecha me espera una sorpresa desagradable que no imaginé encontrar. El consejo en pleno con toda la guardia dualsense. En cierta forma me alivia confirmar que Khayanna y su criatura siguen con vida. Doy un paso con la intención de reunirme con ella y un par de guardias me cortan el avance mientras otro par me retiene. A un gesto de uno de los representantes del consejo hacen lo mismo con Khayanna. No así con su mascota que, de improviso cambia de dimensiones y se escabulle en medio de la nébula que ya muestra matices rojizos; anuncio de que un nuevo día está por comenzar.

    —¿Habéis recuperado el cruthaig?

    Khayanna lo muestra sin entregarlo.

    —También destruimos los anams falsos —agrego.

    El representante niega con la cabeza.

    —Destruisteis aquellos que estaban en proceso de maduración. No obstante, hay cientos circulando en toda Dualse.

    —No nos correspondía rastrearlos, acordamos recuperar el cruthaig —recuerda la dhíole.

    —En efecto. Por ello se os retira la condena a la muerte eterna, al menos, de manera temporal.

    —¿Qué significa eso? Cumplimos nuestra parte del acuerdo —replico e intento dar un paso, pero me lo impiden.

    —Muy fácil —dice Khayanna—. Ahora nos exigirán algo más para perdonarnos la vida, los muy cabrones.

    —Mide tu lengua, si todavía pretendes continuar como dhíole —amenaza el representante.

    —¿Acaso miento?

    La expresión del rostro de nuestro interlocutor es mucho más que elocuente. Me obligo a mantener la calma antes de abrir la boca.

    —Previo a que planteéis vuestras exigencias, quiero dejar en claro que, si logramos cumplir nuestra parte del acuerdo, no intentaréis ningún otro ardid. Quedaremos libres de vuestras intenciones ocultas.

    —El consejo no…

    —Dejaos de formulismos estúpidos y decidnos qué mierda queréis a cambio de que olvidéis lo de la muerte eterna.

    —Que capturéis a Freidom y nos ayudéis a destruir cada anam falso y su portador.

    —Cabronazos. Pretendéis que nos convirtamos en vuestros exterminadores —reprocha Khayanna con las mejillas arreboladas—. Sois de lo que no hay.

    —Alguien tiene que ocuparse.

    —Pues menuda manera de delegar vuestras responsabilidades —espeto; el representante ordena que me suelten con un ademán.

    Intercambio una mirada con Khayanna. Está furiosa y no es para menos. Eliminar los anams es una tarea razonable. Eliminar a sus portadores va mucho más allá. Estamos hablando de dualenses que no han cometido ninguna falta, simplemente son víctimas de un ser despreciable que no se detiene a la hora de explotar la vulnerabilidad de los demás para su propio beneficio.

    —Si necesitáis tiempo para pensároslo…

    Ambos negamos con la cabeza.

    —Lo que queremos es proponeros otra solución. Un pequeño cambio. —El representante me mira con cierto interés; Khayanna se cruza de brazos y levanta una ceja.

    —El consejo está dispuesto a escucharos.

    —Capturaremos a los portadores y los Juzgaréis. No se justifica eliminarlos si son inocentes. Tened en cuenta que mientras más portadores recuperemos, será más probable superar en número a los básteros.

    Khayanna hace un movimiento leve de cabeza. En el fondo agradezco que no se oponga a mi propuesta.

    —Es un trato razonable. Se os proporcionarán recursos —dice en voz alta—. Preparaos, saldréis en cuanto la nébula trasmute su color.

    —De acuerdo —respondemos al unísono sin pretenderlo.

    Desvío la mirada en la misma dirección que lo hace Khayanna. El sol se asoma con más prontitud que de costumbre. Enseguida las temperaturas descienden y el aroma dulzón da paso a una podredumbre intoxicante. La guardia dualsense se retira en formación marcial; proteger a los miembros del consejo es prioridad. Khayanna clava la mirada en las espaldas de aquellos hombres y mujeres.

    Cog enaem , trug sadent.

    La maldición que acaba de lanzar en dualse ancestral me pone los pelos de la nuca como escarpias.

    —Las palabras tienen poder, ¿acaso no lo sabes?

    Los ojos le brillan con malicia.

    —Claro que sí, solo nos cubro las espaldas. Habrás notado que no son de fiar, ¿no? —Inclino la cabeza en un leve asentimiento.

    —De todas formas, menuda manera de protegernos —mascullo y echo a andar.

    Khayanna me da alcance. De pronto emite un silbido y un aleteo que ya me resulta familiar, suena sobre nuestras cabezas. La mascota de mi compañera de viaje chilla y me revolotea tan cerca que me despeina.

    —Mantén a tu bicho bajo control.

    —Kof solo te está demostrando buena voluntad, no seas tan arisco. Comienzas a gustarle…

    —Y tú, ¿cuándo me mostrarás buena voluntad?

    —Cuando te ganes ese derecho.

    El sol termina de elevarse y matiza el firmamento de una mezcla de naranja y borgoña. La sulfurosa fetidez se intensifica y el frío me cala hondo. Khayanna se vuelve un instante. El contacto visual entre nosotros forma un vínculo inesperado. Su mirada brilla y no sé si son ideas mías, pero noto cierta picardía en sus ojos. Su mascota emite un chillido,  el mensaje que nos transmite es claro. Un suspiro se me escapa, la hora de partir a una aventura desconocida llega, inexorable.


    Este relato fue escrito como participación en el reto #surcaletras, iniciativa de Adella Brac, @adellabrac y, a su vez, para participar en el primer #vadereto de 2022 de José A. Sánchez, @JascNet. En el primer reto, el disparador era escribir una historia sobre un personaje que vendiese emociones y en el segundo, que la acción se desarrollase en un lugar sumido en la niebla. Espero disfrutéis de esta historia.

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  • TENTACIÓN – Microficción al vuelo


    Levantó la mirada en cuanto percibió su presencia. La expresión de su rostro hablaba por sí sola; ni siquiera hizo preguntas.

    —Me marcharé en cuanto finalice el ocaso.

    —No es necesario, Puedes quedarte el tiempo que quieras, es solo que…

    —Que prefieres que me marche, lo entiendo. —Él negó con la cabeza; MENTÍA, ELLA LO CONNOCÍA BIEN.

    Le apoyó la palma sobre el pecho a la altura del corazón. La sed despertó más acuciante que nunca. La lujuria, como tantas otras veces, tejió  una red entre ambos que los conminaba a saciarse el uno del otro.

    —No tengo nada que ofrecerte más allá de un polvo ocasional. Mi corazón es incapaz de sentir, lo sabes.

    —Siempre tan honesto —dijo y se inclinó para rozarle la piel del cuello con los colmillos.

    —Esta será nuestra última noche, luego te marcharás —decretó y hundió los dedos en su cabellera para atraerla hacia sí.

    ella se relamió la gota de sangre que había arrastrado  con la atrevida caricia. Él maldijo en silencio porque justo en ese instante comprendió que la tentación por ella le había ganado la partida.

    TENTACIÓN – Microficción al vuelo – Lehna Valduciel

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