Autor: Lehna Valduciel

  • INCURSIÓN NOCTURNA

    A ti,
    que, aunque pudiste robarme el corazón,
    Me obsequiaste con tu maravillosa honestidad


    Un paisaje urbano londinense durante la noche. Se ven las luces de la ciudad y un edificio de oficinas.
    Imagen libre de derechos tomada de Pixabay

    Tenía un plazo de dos semanas para cumplir su cometido. En un día, se había ganado la confianza de un tercio de los empleados. En una semana, más de la mitad de la oficina confiaba en ella.

    Luego de analizar a profundidad la dinámica de cada uno de ellos y los niveles de seguridad, incluyendo al personal rotativo, pensó que sería pan comido. Lo único que le faltaba era ojear el despacho de la presidencia. Sabía que eso sería lo más complicado y, sin embargo, no le preocupaba lo más mínimo.

    «Si se pone muy difícil, con seducirlo me bastará», pensó para sí mientras maquinaba el plan que le llevaría a concretar su encargo.

    A pesar de ser tan talentosa, algo no andaba bien. Había cambiado de táctica varias veces durante los últimos cinco días y no lograba por ningún motivo colarse en aquella oficina. Siempre surgía una excusa, una reunión imprevista, algún evento que tiraba abajo toda su planificación.

    Le quedaban apenas veinticuatro horas. Tendría que filtrarse de noche y eso no le hacía mucha gracia. No era complicado, pero implicaba siempre muchos más riesgos. Tomó nota mental de no volver a aceptar trabajos a última hora de parte de aquel vampiro atorrante.

    «Si contase con un poco más de tiempo, habría podido aplicar la estrategia más antigua del mundo. Ningún tío, por muy poderoso que fuese, se resistiría a la posibilidad de echar un polvo con una tía buena como yo», pensaba, mientras abría las oficinas con la llave maestra que había robado unos días atrás. Lo estaba meditando mucho para su gusto.  En todo caso, ya se lo disfrutaría otra. Por alguna extraña razón, cada intento de acercarse a él había terminado en un fracaso rotundo. Ahora seducirlo ya no era factible y le parecía una verdadera lástima; era bastante atractivo. Ese metro ochenta le otorgaba una apariencia imponente.

    —Esas manos fuertes y ese rostro siempre tan apacible, mejor dicho, inexpresivo —se corrigió en voz baja mientras caminaba con prudencia hacia su destino.

    Entró con tanta facilidad, que le pareció un juego de niños. No entendía por qué se tejían tantas historias en torno a aquel hombre. Algunos le temían, otros solo lo respetaban. Las mujeres se derretían por él o, quizá, por su dinero. Para ella solo era un hombre más; atractivo y con poder, sin duda. Ahora bien, eso no tenía nada que ver con el don místico que le querían atribuir. En su trayectoria se había topado con todo tipo de criaturas oscuras y él no aparentaba ser una de ellas.

    Sumida en sus pensamientos y tratando de ubicar la caja fuerte, pasó por alto la presencia de alguien más en la oficina. Vino a darse cuenta cuando la puerta se cerró haciendo un suave clic.

    —Maldita sea —masculló.

    Durante un par de segundos sopesó la posibilidad de salir por la ventana.

    —No creo que sea una buena idea saltar desde esta altura. A menos que seas capaz de volar sin escoba y a mí me pareces una simple mortal. Habilidosa, desde luego, pero humana, a fin de cuentas —dijo la voz con tono socarrón.

    «¡Mierda! ¿Pero cómo puede ser?». Se preguntó. Estaba segura de que no había nadie allí; a él lo había visto marcharse en su limusina.

    —Kof kof… —Tosió todo lo bajito que pudo.

    «Bonito momento para ahogarte con tu propia saliva», se reprochó e inspiró hondo.

    —Eres mucho más atrevida de lo que imaginaba. —La intrusa advirtió la severidad de su tono.

    Le pareció que había cambiado de posición; sin embargo, ella no oyó ningún ruido.

     «¡Por lo menos pesa noventa kilos!», calculó en silencio mientras que, en la oscuridad, trataba de ubicar la puerta moviéndose con todo el sigilo que le permitían los nervios.

    —¿A dónde crees que vas? —susurró a sus espaldas.

    Dio un respingo. La dolorosa presión de aquella mano tan varonil le impidió alcanzar el pomo. Los dedos de él se entrelazaron con los de ella y la doblegaron con firmeza. La arrolladora presencia le aceleró el pulso. Su piel emanaba un calor difícil de describir. No era abrasador, tampoco sutil. El aroma masculino la envolvió.

    Un inusitado estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. La cercanía entre ambos cuerpos la obligó a tragar saliva. Entendió por qué algunos le temían. Su voz tenía una cadencia hipnotizante. Intentó zafarse, pero fue inútil. Quería salir de ahí y, a la vez, no quería. Se reprendió por permitir que la tentación le nublase el raciocinio.

    —Hueles tan delicioso, tan apetecible —volvió a susurrarle muy cerca del oído.

    Le rozó la nuca con la nariz e inspiró profundo. Aquello había sido toda una declaración de intenciones. Ella procuraba resistirse, aunque la fuerza de voluntad le flaqueaba por momentos. El tono del sujeto rezumaba lascivia. ¿Acaso estaba loco? No intentas seducir a quien pretende robarte. No si tienes las tuercas bien puestas en la cabeza o, ¿sí?

    «Deja de plantearte lo que pasa por su cabeza y piensa cómo vas a librarte de esta», se reprendió de nuevo. El calor del cuerpo masculino le traspasaba la ropa. »¿De verdad quieres largarte sin darle una probadita?» La tentación le cosquilleaba en el estómago. Un hormigueo ascendía, vertiginoso, desde los dedos de los pies. La piel se le erizó y un rubor intenso le calentó las mejillas. Agradeció estar de espaldas a él.

    El ritmo acelerado de su respiración la puso nerviosa. Él afianzó el agarre con la mano izquierda limitando sus movimientos mientras que, con la derecha, descendía haciendo dibujos con la yema de los dedos.

    Delineó el cuello femenino y las clavículas. Bajó por sus pechos, jugando libremente con su forma, sopesando lo natural de su caída. Continuó dibujando círculos cada vez más pequeños, hasta alcanzar sus pezones. Primero uno, luego el otro.

     —¿Nadie te ha enseñado que no se toca sin permiso? —dijo con la voz entrecortada.

    Él percibió la tensión en el cuerpo femenino, los pezones erguidos y tan sensibles a su tacto que no pudo evitar sentir una punzada de deseo entre las piernas. Aun así, se apartó. Ella exhaló el aire y se volvió con rapidez. Él permanecía entre las sombras, tenso como un arco a punto de soltar una saeta.

    —Márchate —exigió en voz baja—. Espero que la próxima vez que intentes colarte en mi oficina seas más cuidadosa.

    —¿Hablas en serio? ¿Me dejarás ir así?

    —Yo no obligo a nadie a follar conmigo.

    —Ni falta que te hace —masculló ella y se maldijo por tener la lengua tan suelta—. Me refiero a que si me dejarás ir sin llamar a la policía —se corrigió enseguida.

    Él ladeó la cabeza como si sopesara la posibilidad de hacerlo.

    —¿Ahora es cuando intentas seducirme para que no lo haga?

    —Gilipollas —farfulló. —él soltó una risotada.

    —¿Acaso me equivoqué? —dijo y se aproximó a ella en dos zancadas—. Me parece que no. Por cierto, cuando te enfadas eres muy atractiva. Esa voz tuya me pone mucho. —Olisqueó como si fuese un sabueso—. Ni hablar de ese aroma —dijo casi en un ronroneo.

    Ella lo mantuvo a raya apoyándole la palma sobre el pecho.

    —No tan rápido, guapetón.

    —Vale —dijo y alzó ambas palmas hacia ella—. ¿tienes una condición, supongo. —Ella asintió con la cabeza, aunque luego se sintió algo estúpida por hacerlo—. Te escucho.

    —Si accedo a… ya me entiendes, contigo esta noche, no llamarás a la policía.

    —Follar —dijo acentuando las sílabas—. ¿Tienes reparo con la palabra?

    La interpelación la puso de mal genio.

    —¿Y qué si la tengo? Soy ladrona. Mi trabajo es robar, no acostarme con los objetivos.

    —¿Y entonces por qué vas a acceder a follar conmigo? —ella se ruborizó—. ¿Acaso me tienes lástima? Porque si es así, puedes irte tranquila, no necesitas negociar por tu libertad.

    Ella se le aproximó. Volvía a estar tenso.

    —No es lástima —dijo en voz baja—. La verdad es que… bueno, que me da morbo. ¿Contento? No es primera vez que la idea de seducirte se me pasa por la cabeza.

    —Me gusta la franqueza.

    —¿Y ahora qué? —La llamó con el índice.

    —Ahora vamos a terminar lo que empezamos.

    —¿Aquí? No hablas en serio. —Asintió con un movimiento leve de cabeza.

    La cogió por la cintura y se pegó más a ella. La hizo girar sobre sus talones hasta dejarla de espaldas. Le rozó el lóbulo de una de las orejas con el mentón. El cálido aliento le revolvió varios mechones con un soplo suave. Se estremeció de forma involuntaria.

    —Excitada me gustas más —susurró y la rodeó con los brazos.

    —¿Y si me resisto? —murmuró ella.

    —No pensé que te gustaran los juegos de ese estilo. ¿estás segura?

    —Quiero probar —confesó con las mejillas encendidas.

    —De acuerdo, juguemos.

    Ella echó la cabeza hacia atrás.

    —¿No piensas que estoy loca?

    —Un poco sí. Solo a una desquiciada se le ocurriría emplearse en una empresa como esta y luego robar al dueño.

    —Hablo en serio —dijo jadeante mientras él le acariciaba los pechos por encima de la blusa.

    —Si te refieres a tener sexo con un desconocido. No soy tan desconocido, en realidad. Puedo despedirte ahora mismo si te da reparos follar con tu jefe. En todo caso, eres libre de estar con quien quieras. ¿quién soy yo para juzgarte?

    Ella exhaló un suspiro. Pese a que la situación era el colmo de la extravagancia, había tomado una decisión. Si luego se equivocaba ya vería cómo asumir las consecuencias. Entró en su papel e intentó zafarse; no lo consiguió. Obtuvo una respuesta inesperada. Dio un leve respingo ante la sensación que le producía aquel dedo travieso deslizándose con habilidad entre sus piernas.  Contuvo un gemido y lo sujetó por la muñeca. Percibió de nuevo el mentón enredarse en su cabello.

    —Suéltame —logró decir entre jadeos.

    —No —respondió y acentuó los movimientos de aquel dedo experto.

    El mundo giraba y giraba dando mil vueltas. Cerró los ojos. El calor líquido entre sus piernas la sorprendió. él le susurraba sus intenciones. Imágenes decadentes se dibujaban en su psique. Batalló contra el estímulo de esa voz tan sugerente.

    —Déjame ir — dijo y ahogó un jadeo.

    —No —contestó y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

    Le acarició los pechos, los pezones erguidos. Caricias que se acoplaban a los movimientos de aquel dedo perverso. Arqueó la espalda. El anhelo que se arremolinaba en su interior estuvo a punto de sacarla del juego.

    —No te abandones todavía, preciosa —le susurró.

    Intentaba resistirse, pero él no le daba tregua. Le rozó el cuello con la lengua, ahí donde le latía el pulso con más fuerza.

    —Juegas con ventaja —dijo con voz trémula.

    —Imagina cómo será cuando te quite la ropa —le dijo a media voz y la atrajo hacia sí—. Lo notas, ¿verdad?  Va a ser exquisito sentirte —susurró sin soltarla.

    Balanceó las caderas hacia adelante en un vaivén instintivo. Los dedos hábiles pellizcaban impacientes.  Ambas manos, la de ella y la de él, entrelazadas, seguían un ritmo enloquecedor. Dejó de pensar; no daba crédito, pero aquel hombre la llevaba al borde del precipicio. Segundos después alcanzó el clímax

    Las piernas le temblaban. Se había zafado de aquel abrazo; no obstante, él la cogió por la muñeca. Bajó la mirada un instante;  ahí estaba, con la cremallera abajo, sujetándose con firmeza. Se humedeció los labios. La imagen de sí misma hincada frente a él para saborearlo irrumpió en su mente.

    —Aún no —ordenó como si hubiese adivinado sus pensamientos.

    —Me marcho —dijo para probarlo.

    —No serás tan cruel para dejarme en este estado. Mírame —Ella se lo comió con los ojos.

    La atrajo hacia sí. Sus cuerpos chocaron un instante. Guio la mano femenina hasta que lo asió con firmeza y la indujo a masturbarlo. Le mostró cómo le gustaba y se sintió poderosa. Nada le resultaba más estimulante que verlo entregado al placer, con la respiración acelerada y con la petición dibujada en el rostro.

    Echó la cabeza hacia atrás y adelantó la pelvis. Un gemido trémulo precedió al líquido tibio y espeso que le corría entre los dedos y descendía despacio hacia su muñeca. Un par de gotas se estrellaron contra el suelo. Lo creyó distraído en medio del orgasmo y se movió con lentitud. La tenue luz que se filtraba por el ventanal le otorgó un matiz sobrenatural a la figura masculina. Ahogó un gemido. ¿Dónde se había metido? Dio un vistazo alrededor. ¿Acaso había alucinado? La sensación pegajosa entre sus dedos rompió la incertidumbre. Lo escuchó detrás de sí.

    —Aún no acabamos —dijo con voz burlona.

    Giró con rapidez y entornó los párpados. Lo vio frente     a la puerta, bloqueándole la salida.

    —¿Cómo diablos…? —masculló sin terminar la frase.

    Dio un paso a la derecha y él le impidió el avance. Se movió a la izquierda y se lo volvió a impedir.

    —¿Pensabas marcharte sin que te folle, preciosa? —preguntó y se quitó la camisa por la cabeza.

    Aún en penumbras, distinguió la imponente silueta. Sin embargo, lo que más la sorprendió, fue verlo erguido, como si unos minutos antes no hubiese pasado nada.

    —Hum…

    «Este tío no es humano, al final van a tener razón los que creen que tiene un poder místico». La idea la mantuvo boquiabierta unos segundos. Miró de soslayo por si pudiese alcanzar la puerta.

    —¿Algún problema?

    —No me lo tomes a mal, de verdad. Estás como un tren, pero…

    Se movió tan rápido que no alcanzó a ver nada. Una fracción de segundos después, estaba adherido a su cuerpo estrechándola en un abrazo apasionado mientras le comía la boca con avidez. Con la lengua hurgaba y la exploraba con habilidad. La besó y acarició con tanto arrojo que su mente hizo corto circuito durante unos segundos.

    —¿Qué eres? No eres un vampiro, tampoco hueles como un demonio —preguntó entre jadeos.

    —¿Acaso importa? Estoy a tu entera disposición —dijo y extendió los brazos.

    De alguna forma que no comprendía del todo, se había deshecho de la ropa de ambos. Ella paseó la mirada y suspiró.

    —Supongo que a estas alturas no importa demasiado. —Él sonrió.

    La levantó como si fuese una pluma. De un manotazo barrió los objetos del escritorio y   La dejó sobre la fría superficie. Reprimió un gemido. La piel se le puso de gallina. No habían transcurrido ni tres minutos y ya la tenía tumbada sobre aquella madera pulida.

    —¿Seguimos jugando a la resistencia? O te apetece algo más.

    Le respondió revolviéndose como si intentase escapar.

    —Muy bien, preciosa, sigamos jugando —dijo a media voz y la tomó de las caderas.

    La atrajo hacia sí y le separó las piernas con su propio cuerpo.

    —Suéltame —exigió fingiéndose desesperada, aunque su voz reflejaba algo muy distinto.

    —No —contestó y se deslizó en su interior con un solo movimiento.

    Metida en su papel reprimió el gemido que casi se le escapa. Se mordió el labio inferior para contener los jadeos. En un intento por continuar con la fantasía, fingió rebelarse. Le clavó las uñas en los brazos. Él levantó una ceja. El brillo que le iluminó la mirada vacía la hizo tragar saliva. ¿Se le habría pasado la mano? Sin mediar palabra, Hizo un ademán. Ataduras invisibles le rodearon las muñecas. Con otro gesto , las manos le quedaron por encima de la cabeza.

    Ella gimoteó, él respondió con una sonrisa perversa. El íntimo abrazo lo incitaba a moverse. Cada contracción involuntaria amenazaba con romper su autocontrol. La sensación de sentirse colmada por él le resultaba embriagadora. La asió con firmeza por las caderas   y adelantó la pelvis, una, dos, tres veces,  en un ritmo cadencioso que pretendía desatar su rendición.

    Iniciaron un duelo de voluntades. Ella se negaba a rendirse; él mantenía el asedio sobre su cuerpo. las sensaciones estaban a punto de romper su resistencia. «¡Muévete, por lo que más quieras, hazlo!».  Las palabras brotaban sin control dentro de su cabeza, una y otra vez.

    —Ríndete, preciosa. Pídeme eso que tanto deseas —le ordenaba mientras seguía empujando con parsimonia.

    La frotó con el pulgar. Círculos cada vez más pequeños la rozaban, una y otra vez, ahí, donde el placer parecía inagotable. Jadeó, gimoteó. Presa de las sensaciones, se retorcía, negaba con la cabeza. Movimientos casi espasmódicos le alborotaron la melena. La sujeción invisible desapareció. Se aferró los pechos y arqueó la espalda para no levantar las caderas e ir a su encuentro.

    Él aguardaba con deleite. Le fascinaba presenciar cómo se debatía contra su voluntad, cómo luchaba contra sus deseos más primitivos. A punto de perder la batalla, con el grito queriendo escapar desde su garganta,  Se contuvo mordiéndose un índice. Ahogó la súplica. La sensación de vacío le robó el aliento un instante. La frustración se mezcló con el anhelo en cuanto se deslizó fuera, rompiendo la íntima unión,  tan cerca de que alcanzase el clímax.

    —Veamos cuánto más puedes resistirte, preciosa —El cálido aliento sobre su pelvis le erizó la piel.

    Hurgó con dedos traviesos hasta que, por fin, halló lo que buscaba.  Presionó desde dentro mientras la acariciaba con la lengua desde fuera en un ritmo constante que amenazaba con llevarla a la rendición absoluta.

    —Maldito tramposo —dijo en un hilo de voz.

    —No imaginas cuánto —murmuró sobre sus labios resbaladizos—. Entrégate,  anda… Sé que lo deseas, pídemelo. —La suave letanía la tentaba.

    Ella cerró los ojos, arqueó la espalda y hundió los dedos entre los mechones gruesos, empapados de sudor. A punto de que el placer aplastara su voluntad, él volvió a detenerse. Le besó las ingles y ascendió despacio dejando un rastro de humedad sobre cada centímetro de piel.

    —Eres un…

    Él sonrió con malicia.

    —No te resistas más. Pídeme que te folle. —murmuró y le lamió los labios.

     Ambos sexos se rozaban con intimidad. La necesidad de sentirlo en su interior se volvía imperiosa. Él sabía que doblegarla no sería fácil, pero si algo había aprendido tras siglos de práctica, era tentar la psique de una mujer. Hizo el amago de penetrarla y ella contuvo la respiración, tensa como la cuerda de una guitarra a punto de romperse.

    —Dilo, nena; vamos, pídelo —La instigó con roces delicados alrededor del clítoris.

    —Fóllame —susurró tras un gemido ahogado.

    Exhaló de golpe el aire que llevaba contenido y le hacía arder los pulmones.

    —¿Perdona? No entendí qué dijiste. —continuó tentándola.

    —¿Me rindo! Fóllame, hazlo ya. —Cerró los ojos y obedeció gustoso.

    Ambos cuerpos se encontraron. Danzaron con desenfreno siguiendo la melodía que interpretaba el deseo primitivo que les palpitaba bajo la piel. Ella le rodeó las caderas con las piernas y le clavó las uñas en la espalda. El íntimo abrazo los catapultó al punto donde ya no habría retorno. Las pieles se rozaron, los gemidos se fundieron; saltar al abismo era el siguiente paso. Ella no se contuvo. Él no se esforzó por contenerla; en el fondo deseaba con locura dejarse llevar, disfrutar de perderse en aquel clímax y, una vez en la cima, volverse a encontrar con ella.

    Exhaustos sobre la alfombra, disfrutaban del letargo tras el orgasmo compartido. Ella jugaba con el vello de su torso, descendía con lentitud hasta rozarle el pubis y volvía a ascender.

    —¿Me darás alguna explicación si te la pido? —preguntó presa de la curiosidad.

    —¿Sobre qué?

    —¿Qué eres, por ejemplo? ¿Cómo puedes hacer lo que haces?

    —¿Hay alguien que no sepa follar?

    Se sentó a horcajadas como una amazona. Él le apoyó las manos en la cintura.

    —Hablo en serio —dijo y clavó la mirada en sus ojos, vacíos de expresión y de una negrura insondable.

    —No necesitas respuestas, ya has visto qué soy —replicó con naturalidad—. Confórmate con saber que no necesito ver para sentirte ni para reconocer a una ladrona consumada, por muy lista que sea.

    —Todos creen que eres un ciego muy adinerado; que ves más allá de lo evidente; que tienes dones místicos. Un ángel divino, dicen cuando te ven pasar.

    —Y lo soy. Que tenga el alma oscura es otro asunto que no le concierne a nadie. Además, cada quien cree lo que quiere.

    —¿Y tú qué crees? —Se inclinó sobre él para besarlo.

    —Que, si sigues provocándome así, voy a follarte otra vez.

    —No puedo contigo, ¿lo sabías? —Él le mordisqueó el labio inferior.

    —Eres una bruja consumada, claro que puedes conmigo. Y te lo voy a demostrar…

    La sensación de una caricia íntima la estremeció. Aquel par de dedos invisibles sabían cómo tentarla.

    —Glotón —murmuró sobre sus labios.

    —Bésame de una puñetera vez. —Ella rompió a reír.

    En un parpadeo, él se cernió sobre ella para devorarle la boca como si no hubiese un mañana.


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  • EL CANTO DEL DIABLO

    Un hombre aterrorizado está a punto de ser atacado por una ave gigantesca de aspecto indefinido en un bosque tenebroso
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    Si Maurice hubiese conocido lo que ocurría en la casa que acababa de alquilar, de seguro se lo habría pensado dos veces antes de habitarla. Dos días le tomó trasladarse al pequeño pueblo donde continuaría con el manuscrito de su novela. Al tercer día salió al jardín trasero. Quizá la vecina sabría decirle dónde podría deshacerse de la jaula vacía. Odiaba socializar; sin embargo, evitarlo podía acarrearle una mala fama que no le convenía en absoluto. Entablaría un diálogo breve. Lo justo y necesario para que no lo considerase un maleducado. De paso, aprovecharía para preguntarle si tenía idea de dónde provenían las plumas que solía encontrarse en los alrededores.

    —¿Sabe usted dónde se tiran los cachivaches? —dijo al distinguir el sombrero.

    La mujer levantó la cabeza. La amplia sonrisa que le acentuaba las diminutas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos se esfumó.

    —Menudos modales —dijo y abrió la pequeña portezuela del cercado—. ¿Ya encontró la jaula? Tírela cuanto antes.

    Maurice evitó responder. La mordacidad le bailaba en la punta de la lengua. Así pues, se limitó a cabecear.

    —¿Ha visto de dónde salen las plumas que encuentro cada mañana? —preguntó y se le aproximó.

    Las facciones de la mujer se endurecieron.

    —No tengo aves —dijo cortante—. No sé de qué plumas habla.

    —De unas como estas —dijo y se agachó a recoger algunas—. Parecen de canario, aunque no he visto ni he oído cantar a ninguno —comentó y le extendió el trío de plumas.

    La mujer evitó cogerlas; una vez sobre la tierra, las pisó.

    —Agradezca no haberlo oído porque cuando lo haga, pasarán cosas —dijo y sin mediar palabra entró en su casa.

    «Y luego el excéntrico soy yo». El pensamiento activó su imaginación. Una escena pedía a gritos que la escribiera; el escritor olvidó la reacción de su vecina. Esa noche un canto desgarrador rompió el silencio. Maurice se asomó; no distinguió nada y volvió a la cama. Al día siguiente, un grito lo obligó a abrir los ojos. Corrió descalzo, apenas vestido con unos vaqueros. Saltó el cercado. Poco faltó para que tropezara con el cadáver de su vecina. Como pudo apartó a la mujer que no cesaba de dar alaridos. La inquilina se inclinó y vomitó. Maurice tragó saliva. El espectáculo del par de cuencas ensangrentadas competía en horror con lo deformados de los labios que el día anterior le habían sonreído.

    —Ha empezado de nuevo —dijo un cincuentón del otro lado del cercado—. Si yo fuese usted, joven, me largaba cuanto antes.

    Maurice ignoró el comentario.

    —¡Llame a la policía! —El hombre hizo un ademán y se dirigió a su casa.

    —Hágame caso, joven. Márchese ahora que todavía puede —advirtió antes de perderse en el interior.

    El escritor pensó que, si todos estaban igual de chalados que la fallecida y aquel sujeto, tendría materia prima para escribir toda una saga. La inquilina se ofreció a recoger las plumas que, ahora no solo ocupaban el jardín de Maurice, también se veían por doquier en el jardín de su vecina.

    —Nunca había visto unas plumas como estas —comentó la mujer mientras tiraba un puñado en la bolsa de la basura.

    —Yo tampoco, aunque, a decir verdad, no les veo nada de especial.

    —No las habrá visto bien —dijo ella y le mostró un trío—. Tienen tonos rojizos como la sangre. Creo que me quedaré con unas para hacerme un colgante.

    Maurice miró las plumas. Le llamó la atención que fuesen más rojas que amarillas. Sin embargo, no le apetecía entablar una conversación sobre plumas y, una vez que llegó el comisario, se marchó con la idea de averiguar a qué pájaro podían pertenecer.

    Tal como la noche anterior, el canto desgarrador de un ave rompió el silencio; tal como aquella misma noche, Maurice no alcanzó a ver nada y, tal como el día anterior, esa mañana otro cadáver aparecía en las mismas condiciones que su vecina. El rostro desfigurado de la inquilina se le grabó a fuego en la psique. El olor ferruginoso mezclado con el hedor a orina y heces le revolvió el estómago.

    —Todavía está a tiempo de marcharse, joven —insistió el cincuentón desde el otro lado de la verja.

    —No tengo ningún motivo para marcharme —espetó con desdén y sacó el móvil para llamar a la policía.

    —Si el canto del diablo no le parece suficiente razón, es usted más estúpido de lo que yo me imaginaba —dijo el hombre antes de darse la vuelta.

    Maurice abrió la boca y volvió a cerrarla. El sonido rítmico que acompañaba al hombre captó toda su atención. Quiso advertirle que las ruedas de su maleta se atascarían con todas las plumas que se le habían adherido; no obstante, el cincuentón se perdió de vista demasiado rápido.

    El reloj marcó la medianoche. Maurice permanecía frente a su pequeño ordenador embebido en una escena que no fluía. Un ruido proveniente de alguna ventana de la casa le aceleró las pulsaciones. De pie en medio del salón vio la silueta de una figura deforme que apenas se distinguía. Ignorando la voz de su sentido común, abrió la ventana. Una brisa gélida cargada con el hedor a podredumbre lo obligó a recular. Tragó saliva. El canto desgarrador le reventó los tímpanos. Quiso correr y perdió el equilibrio. A duras penas logró arrastrarse hasta el jardín. El animal se lanzó en picado. A medio regenerar, lucía como un canario mutante; medio desplumado y con un brillo terrorífico en la mirada, mucho más grande que cualquier ave que hubiese visto. El miedo le encogió el estómago. Segundos más tarde, el inenarrable dolor lo arrastraba a un viaje sin retorno.

    A primera hora una pareja se ocupada de limpiar y clausurar la vivienda. Afuera, el comisario dirigía el operativo.

    —¿Creéis que será suficiente esta vez? —preguntó el policía.

    —Se ha zampado a cuatro, eso nos da cierto margen de maniobra —respondió el hombre.

    —Al menos el suficiente para hallar a otro incauto —murmuró la mujer antes de clavar en el jardín delantero el letrero de se alquila.

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  • ÓPIDE: EL REY MALDITO

    Un castillo a lo lejos. en el cielo se ve una tormenta feroz.
    Imagen libre de derechos de Darkmoon Art en Pixabay

    Alyoh aguardaba en el pasillo con la mirada fija en la puerta de sus aposentos y el estómago encogido. El llanto furioso de una criatura antecedió a la tormenta más feroz que hubiese golpeado los predios de Cléssofo desde que enlazó su vida a la de Káyostha.

    La expresión del rostro de la comadrona al abandonar la estancia le duplicó las pulsaciones. ¿Se habría cumplido su peor pesadilla?

    —Habla de una vez, mujer —exigió.

    —Es un mestizo, majestad.

    —¿Tiene la marca?

    —La tiene: una media luna entre la unión del cuello y la espalda.

    Alyoh corrió sin mirar atrás. Abandonó el castillo pese a las advertencias de la guardia real. Un trueno restalló con furia. El rayo que precedió al rugido del cielo cubrió los alrededores de un manto espectral. El suelo bajo sus pies se estremeció. Miró al cielo. Las amargas lágrimas se mezclaron con los goterones que chocaban contra sus mejillas. Cayó de rodillas y hundió los dedos en el fango.

    —¡¿Por qué?! —gritó sin obtener respuesta.

    La tormenta recrudeció sus embates. Empapado y con el barro hasta las rodillas se aproximó a la fuente. Titubeó un instante antes de asomarse. El reflejo distorsionado se desdibujó del todo. La imagen de una dama de cabellos cenicientos y ojos de hielo surgió de entre las aguas.

    —Te lo advertí y no quisiste escucharme. Ahora deberás asumir las consecuencias. Tu sangre se alzará sedienta de venganza. Tu pueblo será borrado de la faz de Cléssofo y los feéricos conoceréis el dolor de la esclavitud. Tu muerte será el principio del fin y solo un sacrificio romperá la maldición.

    —Haré lo que deba; ni vos ni ningún dios regiréis mi destino. Podéis iros al infierno con vuestras profecías —declaró.

    —Así sea.

    Desanduvo sus pasos con un firme propósito en mente: impedir que la profecía siguiese su curso.

    Alyoh tuvo que esperar dos lustros para materializar su propósito. Pese a haber ofrecido jugosas recompensas, ningún sicario quería mancharse las manos con la sangre del mestizo maldito.

    —Cumplid al pie de la letra mis instrucciones —ordenó—. Después de que vos me traigáis su cabeza, recibiréis lo acordado.

    —Nunca he fallado un encargo, majestad —dijo la voz femenina mientras jugaba con una daga—. Antes de que finalice el festival, vuestro pequeño… problema, habrá quedado resuelto.

    —Eso espero.

    El festival del equinoccio de otoño llegaba a su fin. La nana del heredero sujetaba la mano del niño con firmeza. Un grupo de juglares desfilaba tras la caravana de artesanos, seguidos de cerca por el grupo de cetreros cuyas rapaces volaban lo bastante cerca como para robarle el aliento a más de un poblador. El graznido de un halcón desencadenó los acontecimientos. En segundos un destello cegó a la mujer y una daga se le clavaba en la garganta. La sangre salpicó al joven mestizo. Un grito femenino advirtió a la guardia real. Un par de artesanos cogieron al niño antes de que la sicaria pudiera arrastrarlo consigo. En medio del caos el heredero desapareció sin dejar rastros.

    Ópide regresaba tras el fin de su jornada. A sus veinte años se había convertido en un maestro artesano. El dominio en las artes del fuego le habían granjeado igual número de admiradores y enemigos. Hasta el momento, el joven había obviado los ataques y provocaciones; sin embargo, aquella tarde daba otro giro inesperado a su destino.

    La columna de humo que se elevaba a lo lejos encendió sus temores. El olor acre le encogió el estómago. Corrió como nunca; como si de ello dependiese seguir con vida. No obstante, ni la prisa ni las oraciones tuvieron el resultado que anhelaba su corazón. La vivienda que lo había cobijado durante los últimos diez años desaparecía envuelta en un fuego enardecido.

    Una carcajada siniestra atrajo su atención. El destello del metal de aquella espada reavivó su memoria. Recuerdos de una tarde sangrienta danzaron en sus pupilas. El olor ferruginoso le revolvió el estómago. Un hormigueo se le asentó en la boca del estómago. La flama de la ira encendió su corazón y, con él, despertó un poder ancestral que había permanecido aletargado.

    —Vos y vuestros cómplices pagaréis si no dejáis a estas personas en libertad —amenazó con el puño en alto.

    —Mirad cómo tiemblo —replicó el feérico y clavó la espada en el pecho del hombre que permanecía de rodillas.

    Sus secuaces rieron. Otro de ellos arrojó la daga que sostenía en la derecha. La mujer que había cuidado de Ópide como una madre cayó de espaldas. La hoja le había atravesado la garganta.

    —¿Qué rayos…? —murmuró otro de los asaltantes al distinguir la lengua de fuego que se abalanzaba sobre ellos.

    —Os lo advertí.

    —Es cierto lo que dicen de vos. Sois un mestizo maldito. La muerte os persigue.

    En un abrazo voraz las llamas consumieron a los feéricos. Una nube de cenizas flotó en su lugar. El viento sopló. El aullido lastimero se impuso al crepitar del fuego. Ópide se marchó sin mirar atrás. La sed de venganza invadió cada rincón de su alma.

    Los rumores no tardaron en llegar a su destino. La muerte avanzaba, inexorable, en busca de saldar la deuda de sangre adquirida. Tres días después de que Káyostha lo abandonó, Alyoh recibió una amenaza directa: junto a la cabeza de aquella sicaria que había contratado diez años atrás, llegó una docena de carretas cargadas con cántaros repletos de cenizas. De boca de uno de los juglares más reconocidos, un mensaje anunciaba la inamovible sentencia.

    —Con la parca pretendisteis jugar
    y al destino quisisteis desafiar;
    ahora, preparaos para la muerte afrontar,
    pues de ella nada ni nadie os podrá librar.

    —¡Fuera de mi vista! —exigió Alyoh.

    Un estruendo sacudió los alrededores del castillo. Gritos desgarradores seguidos de pasos y choque de espadas se oían por doquier. Alyoh abandonó el salón real escoltado por sus guardias más leales. En las proximidades del establo, un ataque directo les impidió la huida. Sendas lenguaradas de fuego abrasaron a la guardia en un abrir y cerrar de ojos.

    —Ni siquiera tenéis valor para morir con dignidad —espetó Ópide.

    —La arrogancia no es buena consejera —admitió derrotado—. Cumplid, pues, vuestro destino y el mío.

    —Haré algo mucho mejor que eso —señaló con un dedo a los pobladores que huían despavoridos—. Exterminaré a toda vuestra sangre. Después de que sepáis lo que se siente perder lo que más se valora en la vida, moriréis.

    Alyoh contempló horrorizado cómo su primogénito dirigía una ola de fuego contra todos los feéricos que aún no habían podido escapar. Los gritos se mezclaron con el llanto en una sinfonía siniestra. El olor a carne quemada se fundió con la fetidez del miedo y el metal de la sangre derramada.

    Asqueado por el espectáculo, el rey quiso acabar con su vida. Ópide le arrebató la posibilidad con un chasquido de dedos. La magia abandonó el cuerpo de Alyoh y se unió a la nube de poder que se arremolinaba sobre el castillo. Pese a los intentos del joven mestizo por apoderarse de aquella magia ancestral, la nube se rehusó a acceder a la posesión. Tras semejante atrevimiento, el poder marcó a Ópide en el pecho, cerca del corazón. Luego se perdió en el infinito.

    La sed de venganza que albergaba Ópide se transformó en ansias de poder. La necesidad le resultaba tan acuciante que no hubo rincón alguno de Cléssofo que no hubiese recibido, al menos, una visita por su parte. Tan ávido estaba que no le importó trasgredir las fronteras para adentrarse en Háleida, un pequeño reino cuyos habitantes pertenecían a las hadas oscuras. Las mismas que llevaban tres lustros, esclavizadas por Síphobe; una criatura mitad reptil, mitad águila, con tres cabezas cornudas, una cola larga provista de púas venenosas y cuatro garras de pezuñas, encorvadas como tenazas, capaces de destrozar a cualquier criatura con solo aferrarla.

    —Si mi reino queréis visitar,
    un enigma deberéis descifrar;
    pero tened cuidado cuando respondáis,
    pues si os equivocáis,
    de convertiros en mi cena nada os podrá librar.

    —Lanzad vuestro desafío —exigió Ópide.

    —Una noche el rey sílfide a una taberna acudió
    solo una copa de vino pidió.
    El tabernero, sin conocerle, su daga empuñó.
    El rey sílfide muchas gracias le dio.
    ¿Qué fue lo que ocurrió?

    El joven mestizo se sentó a meditar en la posible respuesta. Recordó entonces uno de los cuentos que su madre adoptiva le contaba antes de ir a dormir. Seguro de que tenía la solución retó a la bestia.

    —Si os brindo la solución deberéis recompensarme.

    —¿No os basta con que os perdone la vida?

    Ópide negó con la cabeza.

    —Vuestro poder es lo que quiero.

    —Sois ambicioso en extremo —dijo la criatura—. Puesto que hasta ahora nadie a podido acertar, nada tengo que perder; así pues, aceptaré.

    El joven sonrió de oreja a oreja y tras realizar una reverencia, respondió:

    —El tabernero al rey sílfide el hipo curó con el susto que le dio.

    El rugido de Síphobe atravesó el reino de extremo a extremo. La criatura sacudió la cola con intención de apresar al joven mestizo. Ágil como una liebre, saltó. La cola se estrelló con una fila de árboles. En un abrir y cerrar de ojos, Ópide había cogido un par de trozos de madera y los convirtió en antorchas gigantes.

    La bestia inclinó sus cabezas y abrió las fauces. El joven aprovechó para arrojar las antorchas. Cuando el fuego comenzó a expandirse, Síphobe extendió sus alas. Antes de que pudiese emprender el vuelo, Ópide lanzó un par de lenguaradas ardientes que le abrasaron las plumas. Minutos más tarde, absorbía el poder de la criatura.

    Asesinar a la bestia que había mantenido esclavizado a los habitantes de Háleida le abrió las puertas del reino. Los haleidenses, como muestra de su infinito agradecimiento, le concedieron la mano de su reina. El mismo día del enlace, una de las hadas reconoció la marca que el joven mestizo llevaba en el pecho: era la misma que identificaba al asesino de Cléssofo. Pese a todos los intentos por advertir a su reina, el enlace se realizó. Negada a desistir, la pequeña hada oscura aprovechó la única oportunidad que le quedaba y se infiltró en los aposentos reales.

    —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Káyostha—. Mi esposo llegará en cualquier momento.

    —Tengo que advertiros antes de que sea demasiado tarde, majestad. Luego me marcharé. Os doy mi palabra.

    —Hablad ahora —exigió la reina.

    A medida que Káyostha escuchaba, su rostro adoptaba un matiz ceniciento.

    —Sé que vos sabréis qué hacer, majestad —dijo y le extendió una mano con la palma hacia arriba.

    El pequeño frasco reflejaba las llamas de las velas que iluminaban la habitación. Un par de pasos interrumpió el intercambio. Káyostha cogió el frasco y se lo guardó entre los pechos. Con un ademán obligó a la mensajera a marcharse cuanto antes.

    Ópide dio un vistazo a la habitación. Luego miró a su esposa de arriba abajo. Pese a llevarle varios años, seguía lozana y hermosa como una jovencita.

    —¿Cumpliréis con vuestro deber de esposa? —preguntó mientras se quitaba la ropa.

    Káyostha bajó la mirada con las mejillas encendidas.

    —Si es vuestro deseo yacer conmigo esta noche…

    Ópide se le acercó. La reina se fijó en la marca en forma de calavera que destacaba contra su piel tostada por el sol. Él la estrechó entre sus brazos. Enseguida advirtió su tensión y se alejó con desdén.

    —Sentís repulsión por mis orígenes. —Ópide se recogió la melena con una tira de cuero. Los ojos de Káyostha se posaron sobre la marca en media luna que sobresalía entre la unión del cuello y la espalda. Trastabilló luego de aquella revelación. No cabía la menor duda de quién era ese joven. Había llegado la hora de cumplir su destino. Ella no se libraría de pagar un precio por haber desafiado a los dioses. Como pudo se recompuso y caminó hasta la mesa que habían preparado para la noche de bodas. Sirvió el vino en las copas.

    —No es vuestro origen lo que me preocupa —mintió mientras seguía de espaldas a su marido.

    —Entonces, ¿qué es? —preguntó y se cruzó de brazos—. Puedo ser más joven; no por ello soy estúpido. Vuestra tensión ante mi contacto es evidente.

    La reina se llevó la mano al escote. Con extraordinaria rapidez retiró el tapón y vertió el líquido en las copas. Luego se desabrochó el vestido. Giró sobre su eje con lentitud. Él no la perdía de vista.

    —Vuestra fama no es una carta de presentación desdeñable —dijo en voz baja y le extendió una copa.

    Ópide la cogió. Entornó los párpados y olisqueó. Káyostha no perdía de vista la boca de su marido. El joven se llevó la copa a los labios y segundos antes de dar un sorbo cambió de opinión. La reina reprimió un gemido. Ópide dejó la copa sobre la mesita de noche e hizo lo propio con la de Káyostha.

    —Brindaremos después, si os parece bien. Ahora quiero demostraros que mi fama de sanguinario no abarca nuestro dormitorio ni nuestra cama —murmuró mientras la arrastraba con él.

    «Es hora de que pague mi deuda». El pensamiento se desvaneció justo antes de que el joven le abriese las piernas.

    —Brindemos ahora —propuso la reina—. Estaréis sediento por el esfuerzo.

    Él sonrió y extendió la mano. Káyostha, sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, le aproximó la copa.

    —Brinda conmigo —pidió él con la copa cerca de los labios.

    —Por la libertad —dijo ella y dio un trago largo.

    —Por la libertad y por tu amor —dijo él y bebió con avidez.

    Los efectos del veneno tardaron apenas segundos en manifestarse. El dolor por la traición recibida dio paso a la incredulidad.

    —¿Qué habéis hecho? —masculló a duras penas.

    —Poner fin a nuestra maldición, hijo mío —musitó y le acarició el rostro.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas. El gesto arrastró, desde lo más profundo de su memoria, recuerdos de su niñez; dulces momentos sepultados por tanta pérdida y sufrimiento. La verdad lo golpeó con fuerza en el instante en el que exhalaba su último aliento.

    En cuanto despuntó el alba, cuernos fúnebres rompieron la quietud en el castillo. La noticia de la muerte de la reina Káyostha y su esposo recorrió toda Háleida y traspasó sus fronteras hasta alcanzar cada poblado de Cléssofo, donde celebraron la muerte del rey maldito.

    Este es el cuarto relato del reto #Surcaletras propuesto por Adella Brac para el mes de septiembre. La premisa era trabajar sobre la base del arco de Edipo.

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  • TORMENTA CÓMPLICE

    Un bosque en segundo plano. Arriba, en el cielo, una tormenta en pleno desarrollo con nubes y relámpagos. en primer plano, una chica con aspecto de duende dirige una mano hacia el firmamento. Pareciera como si controlase de alguna manera la tormenta.
    Imagen libre de derechos de Jim Kooper en Pixabay

    En segundos, los diamantes celestiales desaparecieron engullidos por la voraz capa de nubes. Un relámpago cruzó el firmamento. El destello iluminó la hoja. El rugido del trueno enmudeció el grito; el chapoteo de aquellos pies descalzos contra el fango resbaladizo se desvaneció.

    El goteo carmesí se confundió con el repicar de las lágrimas celestiales. El eco de los pasos, lejanos, se fundió entre la melodía salvaje del viento que aullaba lastimero. «Uno menos en la lista», pensó antes de limpiar la hoja de su daga y envainarla.

    Levantó la mirada. Sus labios se curvaron. La tormenta había cumplido su cometido una vez más.

    Esta microficción surgió en la comunidad Surcaletras y corresponde al reto 54. La premisa era escribir una historia que ocurriese durante una noche tormentosa.

    A continuación puedes disfrutar del microrrelato narrado y ambientado en un simulacro de corto audiovisual. ¡Espero te guste!

    Tormenta cómplice – Video

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  • MENAROK

    Una ciudad de estilo futurista. En el cielo se ven algunas aves, un globo de aire caliente y un reloj enorme con números romanos.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Botorrita (Contrebia Belaisca), 2022 d. C.

    Pilar se ajustó la gorra e inspiró profundo. Aferró la linterna con firmeza. El haz de luz tembló unos segundos. El corazón le martillaba contra las costillas; en su cabeza sonaba como una melodía tribal acuciante. Puso el pie derecho sobre el arcilloso escalón e inició el descenso sin imaginarse lo que estaba por ocurrir.

    Menarok, 2122 d. H.

    Kleon contuvo la respiración. Ni sus oídos ni sus ojos daban crédito a lo que estaba presenciando.

    —La era del cambio ha llegado —gritó a todo pulmón el sujeto—. El mesías vendrá… La opresión que nos ha tenido esclavizados desde la hecatombe morirá por fin y seremos libres…

    El sujeto levitó segundos antes de que una malla de tentáculos fluorescentes lo apresara. Envuelto como un capullo incandescente, desapareció sin dejar rastros.

    Kleon tragó saliva. El nudo en la garganta lo salvó de emitir un gemido lastimero. Visualizar aquella ejecución le erizó los pelos de la nuca.

    —¿Hay testigos de este suceso? —preguntó Novak con su gelidez habitual.

    —No. Por fortuna se hallaba fuera de la red neuronal. Tomamos la impresión visual de uno de nuestros centinelas y la hemos suprimido del registro —explicó la asistente.

    —Perfecto. Ahora que estoy tan cerca de lograr mi objetivo no me interesan rumores absurdos. ¿Has programado la propagación del virus? No quiero dilatar más mis planes.

    —En menos de treinta y seis horas circulará por la red neuronal.

    —Además de ti, ¿alguien más conoce nuestras actividades?

    —La discreción se ha priorizado por encima de los demás aspectos.

    —Siempre tan meticulosa —reconoció un instante antes de clavarle una aguja en el cuello.

    Kleon, boquiabierto, observó cómo el cuerpo de la asistente de Novak se consumía sin que el científico moviese un dedo por ayudarla. Preso del pánico, bloqueó la conexión con la red neuronal y se retiró el dispositivo. Necesitaba retomar la serenidad o correría un destino parecido. Levitó apenas un par de centímetros y se alejó todo lo que pudo del laboratorio.

    Deambuló sin rumbo fijo mientras los últimos acontecimientos y sus implicaciones se asentaban como una losa pesada en su psique. ¿Podría informar al consejo de lo que había atestiguado? Descartó la posibilidad. Novak tenía poder suficiente como para aniquilarlo antes de que pudiese convencerlos. Contaba con treinta y seis horas para hallar una solución. Por el momento haría lo único que podía darle una ventaja.

    Expandió sus sentidos y apoyó las rodillas en el césped. Hundió los dedos en la tierra y vació toda su energía.

    Botorrita (Contrebia Belaisca), 2022 d. C.

    Pilar apoyó el pie izquierdo y se volvió. El suelo bajo sus pies se sacudió con tanta fuerza que trastabilló. Soltó la linterna en busca de algún asidero. Los gritos retumbaban en la cripta. Un estruendo seco casi le detiene el corazón. Frente a sí, una grieta dimensional se abría con extraordinaria rapidez. Dio un paso atrás; no contó con que, desde la grieta, una energía magnética tiraba de ella y de todo objeto que estuviese a su alrededor. Pese a sus gritos, nadie acudió a auxiliarla. Agotada por el esfuerzo se dejó arrastrar.

    Menarok, 2122 d. H.

    Kleon pulsó el atomizador cerca del rostro de la recién llegada; debía despertarla cuanto antes. Pilar tosió y abrió los ojos. La sensación de cosquilleo en la nariz desató una serie de estornudos que la obligó a cubrirse la cara con ambas manos.

    —¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —La joven se incorporó con brusquedad.

    El singular atuendo del muchacho que la observaba le disparó las pulsaciones. ¿Estaría alucinando? La idea se le cruzó por la cabeza. Se frotó los ojos y parpadeó hasta que se le llenaron de lágrimas que contuvo por pura tozudez.

    —No alucinas. Soy tan real como tú.

    Pilar se acuclilló en un movimiento defensivo.

    —¿Cómo puedes saber…?

    El zumbido que se aproximaba a ellos aumentaba de intensidad con demasiado frenesí.

    —Prometo explicártelo todo, pero ahora ¡corre!

    Pilar quiso emprender el trote. En dos inspiraciones se hallaba a centímetros del suelo. Un grito casi se le escapa por la impresión. Kleon le tapó la boca y tiró de ella. Los dos se perdieron entre la densa neblina que envolvía el paisaje en una turbidez plomiza.

    Pilar se cruzó de brazos. Kleon hizo un ademán invitándola a sentarse en algo que la joven no logró definir con exactitud: lucía como una roca de bordes demasiado filosos para su gusto.

    —¿A dónde me has traído?

    —Es un lugar seguro. No te preocupes.

    —Que no me preocupe, dice —resopló—. En menos de diez minutos despierto con un desconocido, nos persigue un… no sé ni como denominarlo y sigo sin respuesta a mis preguntas. Encima, me muero de sed y ni siquiera me ofreces un vaso de agua.

    Las mejillas de Kleon adoptaron un matiz rojizo. El joven pasó frente a ella y entró en el espacio contiguo. Pilar lo siguió. La joven se quedó boquiabierta. Aquella estancia lucía como un laboratorio de esos que salen en las pelis de ciencia ficción.

    —Toma. Póntela debajo de la lengua, calmará la sensación y evitará que te deshidrates —dijo con un pequeño óvalo entre los dedos—. No pretendo envenenarte. Es solo que en Menarok el agua no es de consumo humano. De paso, es bastante escasa.

    —¿Menarok? —La sed la estaba volviendo loca, así que cogió el óvalo y siguió las instrucciones.

    Treinta segundos tardó la esponja en disolverse y otros quince en provocarle la sensación más refrescante de toda su vida. Kleon cabeceó y la invitó a volver al salón con un ademán.

    —Siéntate, por favor.

    Pilar se dejó caer con cuidado. El impacto sensorial casi le desorbita los ojos. Lo menos que esperaba era hundirse como si se hubiese sentado sobre un almohadón de plumas.

    —Vas a decirme que aquí nada es lo que parece, supongo —soltó entre dientes.

    Kleon la miró con los labios apretados y las cejas muy juntas.

    —En realidad iba a decirte cómo me llamo y que te hice venir por necesidad. —Pilar se mordió el labio inferior.

    —Menarok ¿qué es?

    —Para hacerte el cuento corto, es una dimensión en paralelo a la tuya.

    —¿Y por qué estoy aquí?

    —Necesito que me ayudes a salvar a mi pueblo de un científico desquiciado que quiere acabar con nosotros y hacerse con el poder.

    —¿Esperas que te crea? —Él asintió con un movimiento de cabeza.

    —¿Por qué habría de mentirte?

    —Porque estás un poco chalado, ¿por ejemplo?

    Pilar no lo vio aproximarse. En menos de veinte segundos le había colocado un dispositivo en la cabeza y la tenía sujeta por ambas muñecas.

    —Inspira hondo y no te resistas. No te dolerá.

    El instinto la empujó a debatirse. Él la sostuvo con más firmeza. Pilar se quedó sin aliento en el instante en que los recuerdos de Kleon fluyeron con rapidez hacia su psique.

    —Quí-quí-quítame esa cosa. ¡Ya! ¡Quítamela! —La joven se zafó con brusquedad y se arrancó el dispositivo.

    La interrupción en la transmisión provocó que el sesenta por ciento de la información se perdiese en el vacío interneuronal. Como efecto más inmediato, debido a la abrupta desconexión, las náuseas le anegaron la garganta de bilis.

    —¿Me ayudarás?

    —No sé, yo solo soy estudiante de arqueología. ¿Cómo puedo combatir algo que ni siquiera entiendo?

    —Al menos piénsatelo. Si no por mí, por los miles de menarokenses que morirán si no hacemos algo para detenerlo.

    —Vale, lo pensaré.

    Kleon suspiró aliviado. Pese a no haber obtenido una respuesta definitiva, tampoco obtuvo un rechazo absoluto y eso era mucho más de lo que esperaba.

    El zumbido que oyó rompió la somnolencia que la mantenía aletargada, un efecto secundario tras la conexión a la red neuronal. Pilar se incorporó sudorosa, con el pulso a todo galope y un nudo en la boca del estómago.

    —Venga, debemos marcharnos. No tenemos tiempo que perder —dijo Kleon con la mano extendida en su dirección.

    La joven se asió con firmeza. En segundos huían con rumbo desconocido. Ocultos entre unos matorrales vieron pasar al centinela robótico con forma de medusa.

    —¿Vas a explicarme qué diablos ocurre? ¿Qué es eso que nos persigue?

    —Chist. Aguarda a que se aleje. —Tiró de ella en dirección contraria—. Eso es un centinela. Tus emociones son un imán. Emites con tanta potencia que pueden detectarte a distancia. No sé por qué no lo tuve en cuenta antes.

    —¿Y qué? ¿Está prohibido sentir? —El joven cabeceó con brusquedad—. Estáis como putas cabras.

    —Puede que lleves razón. Ten en cuenta que, tras nuestra hecatombe, las emociones son consideradas un peligro y una debilidad. Erradicarlas ha sido un propósito común; mantenerlas silenciadas nos ha permitido sobrevivir durante todo este tiempo.

    —¿De cuánto estamos hablando?

    —En tu dimensión, cien años.

    —¿Estamos en 2121? —Él asintió.

    El gesto de preocupación del joven le encogió el estómago. Pilar se volvió. Un manchón enorme se aproximaba a toda velocidad.

    —¿Has tomado alguna decisión? Porque si es así, este es el mejor momento para que me lo digas.

    —Cuenta conmigo —declaró ella—. Ahora, ¡sácanos de aquí!

    En un parpadeo salieron disparados sin mirar atrás.

    Pilar se detuvo en cuanto divisó la estructura helicoidal cubierta de paneles reflectantes.

    —Vi ese lugar en tus recuerdos. ¿Te has vuelto loco? Vas a meternos en la boca del lobo.

    —Es nuestra mejor alternativa. Novak no va a esperar que seamos tan atrevidos.

    —Obvio —dijo y se cruzó de brazos—. La única salida es que saboteáramos el cerebro central de esa maldita red. ¿Te imaginas lo protegido que debe estar?

    Los ojos de Kleon brillaron.

    —Quizá no tanto como crees.

    —¿De verdad pretendes sabotear ese cerebro?

    —En cuanto me acercase mis patrones neuronales despertarían una alerta, pero los tuyos…

    —No hablas en serio.

    El joven asintió varias veces y sin que pudiera replicar, la arrastró al interior de la estructura.

    Kleon le entregó un objeto de aspecto cristalino que, al tacto, resultaba maleable y viscoso. Pilar contuvo las arcadas y lo sostuvo entre dos dedos.

    —Repíteme las instrucciones, por favor —El joven puso los ojos en blanco una vez más.

    —No te compliques —dijo y señaló hacia la puerta—. Crearé la distracción para que te cueles por allí. Una vez dentro, sueltas la cápsula. En cuanto entre en contacto con la superficie hará su trabajo.

    —Estás convencidísimo de que esta porquería abrirá los canales de transmisión… —Pilar se mordió el labio inferior; no hallaba la palabra correcta.

    —Sinápticas. Y sí, tranquila. El virus es experimental, pero logrará su cometido. Después yo me encargo de filtrar la información.

    Pilar inspiró muy hondo y cabeceó.

    —¿Segurísimo de que este método es infalible?

    Kleon evitó responder a la pregunta. Hizo un ademán y se perdió en dirección contraria.

    «Menudos follones en los que me meto por no saber decir que no». La joven descartó el soliloquio con su conciencia y avanzó a zancadas.

    —Intruso en el sector oeste. —La voz monocorde la sobresaltó.

    —Verás tú como esto no funcione —masculló para sí y apoyó la frente en el panel junto a la puerta.

    Un tufillo a cable chamuscado se le metió por la nariz. Recordó la advertencia de Kleon y contuvo la respiración. El humo que desprendía el panel se dispersó en dos manoteos. Antes de que pudiese arrepentirse pulsó el botón ubicado en el centro de la puerta. El clic seco precedió al deslizamiento lateral de la hoja. Acicateada por la descarga de adrenalina, entró.

    La habitación estaba en penumbras. La perspectiva de avanzar a tientas no le gustaba ni un pelo. Dio el primer paso. Despegar el pie le costó lo suyo. ¿Qué había pasado allí dentro? A diferencia del ambiente exterior, dentro de aquella habitación, cada paso ameritaba un esfuerzo importante. No contaba con tiempo para devaneos. Pese a la resistencia, avanzó con sigilo. Advirtió el cambio de superficie bajo sus pies. El rechinar de las suelas de sus botas contra la lisa superficie la obligó a detenerse.

    Entornó los párpados. Un destello repentino la cegó durante algunos segundos. Boquiabierta, vio el núcleo palpitante del cual partían miles de haces luminosos. Se aproximó tan rápido como se lo permitió la fuerza de atracción que tiraba de ella hacia el suelo. Extendió la mano izquierda.

    —Debo reconocer que vuestro atrevimiento me tomó por sorpresa. —Novak surgió de entre la penumbra.

    Pilar se volvió con rapidez. La sensación pegajosa en los dedos le provocó cierta repugnancia. Apoyó ambas manos en las caderas. Reconoció al sujeto que la miraba con cara de pocos amigos. La piel se le puso de gallina en cuanto afloraron los recuerdos en su psique.

    —Ya ve, los jóvenes seguimos siendo impredecibles con todo y su control mental.

    —Inconscientes os ajusta mucho mejor. De todas formas, eso dejará de ser un problema en breve. —La sonrisa del científico le revolvió el estómago.

    —Lo dice por ese virus que propagó en la red neuronal, ¿verdad?

    Novak avanzó hacia ella. Pilar reculó un paso. El hombre la cogió de los brazos con fuerza.

    —¿Qué sabes tú de eso?

    —La verdad —dijo en voz alta—. Ni más ni menos. —El hombre la agarró del cuello y apretó con fuerza.

    —Ni tú ni nadie va a impedir que acometa mis propósitos. Menarok estará bajo mi control en menos de doce horas y tú pasarás a la historia igual que tu amiguito. Despídete de esta dimensión, mocosa entrometida.

    —Intrusión no autorizada. Virus desconocido. Transmisión sináptica no cifrada. Cinco segundos para bloqueo y desconexión temporal.

    —¡¿Qué habéis hecho?!

    —Salvar miles de vidas —contestó ella a duras penas.

    Novak rugió. La puerta a sus espaldas salió despedida.

    —Suelte a esa joven, doctor —ordenó una voz nasal y monocorde.

    —Puedo explicaros lo ocurrido, su excelencia. Estos inadaptados pretendían…

    El hombre levantó la palma.

    —Desde luego que lo explicará con lujo de detalles, ante el consejo y su tribunal. Por el momento y hasta nuevo aviso, queda usted relevado de sus funciones.

    —¡No podéis hacerme esto! —gritó Novak—. No tenéis ni idea de lo que soy capaz de hacer. Os arrepentiréis, os lo aseguro.

    El trío de uniformados que acompañaba al miembro del consejo lo sometió tras varios minutos de resistencia.

    —Llevadlo a aislamiento sensorial. Una vez se haya calmado, iniciad el interrogatorio.

    Los uniformados arrastraron al científico.

    —Jovencita —dijo el consejero—. Agradecemos vuestra colaboración. Una vez se aclare este asunto, haremos lo necesario para que pueda regresar a su dimensión. ¿Está de acuerdo?

    Pilar asintió con la cabeza. El dolor de garganta la persuadió de hacer preguntas inoportunas.

    —Me ocuparé de que revisen su estado de salud —dijo Kleon y dio un paso hacia ella.

    —Asegúrate de que recibe toda la atención necesaria, Kleon —ordenó el consejero, segundos antes de abandonar la estancia.

    Pilar observó con aprensión la cápsula en la que permanecía Novak. Después de una semana de deliberaciones, el juicio había arrojado el resultado y su respectiva sentencia: suspensión perpetua.

    —No es tan terrible como parece —dijo Kleon—. Permanecerá suspendido hasta que su organismo decida detenerse.

    —Es como una condena a cadena perpetua.

    —¿Sientes pena por él? Quiso matarte.

    Ella desvió la mirada de la cápsula.

    —Quizá… Es solo que me imagino encerrada en una cárcel así y se me encoge el corazón.

    —No tiene noción de nada. Imagina que es como estar dormido.

    —¿Estáis seguros de que no puede despertar? ¿No puede salir de allí?

    —No te preocupes de nada. La cápsula es inviolable. ¿Lista para volver?

    Pilar asintió. Entre tanto, en otro lugar de Menarok, un operador categoría tres, subdenominación delta, advertía la intrusión mental que lo dejó a merced de una Psique que, en teoría, debía hallarse en suspensión perpetua.

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  • JAQUE AL VISITANTE

    Figura femenina en 3D que mira una cadena de ADN
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Parpadeé, a modo figurativo, en el instante en el que pude constatar que mi experimento había dado resultado. Mis pensamientos surcaban la psique femenina a sus anchas. La inestimable inteligencia de Rosalind advirtió mi presencia enseguida. Tal cómo esperaba, nuestro primer diálogo ocurrió con senda interpelación por su parte:

    —¿Qué clase de intruso eres? Porque una alucinación estoy segura de que no. ¡Habla! ¿Te crees que tengo todo el tiempo del mundo para perderlo contigo?

    —Soy un científico del futuro.

    Creí que identificándome como un colega su animadversión se atenuaría.

    —Pues vaya mequetrefe. Espero que sepas permanecer callado. No necesito interrupciones en este preciso momento.

    Atestiguar la forma magistral en la que Rosalind se manejaba en el laboratorio me llevó a experimentar asombro y orgullo al mismo tiempo.

    —¿Eso es lo que creo? —pregunté mientras veía a través de sus ojos aquella foto.

    —Deberías saberlo. Vienes del futuro, ¿no?

    —Claro, pero la imagen que ha quedado en registro no resulta tan impresionante como la original.

    —No necesito tu condescendencia.

    —Es genuina admiración y ya que estamos, aprovecho para revelarte a qué vine.

    Caminamos fuera del laboratorio. Pese a que ella evitaba el contacto visual, comprobé, de primera mano, el rechazo que muchos colegas científicos mostraban ante su presencia.

    —¡Gilipollas! —El pensamiento se me escapó; ella dio un respingo.

    —Agradecería que no grites mientras sigas dentro de mi cabeza.

    —Me enerva tanto machismo. A fin de cuentas, el mérito es tuyo.

    —¿De qué hablas?

    —Del ADN —respondí—. Tu fotografía, tus informes. Wilkins y Perutz romperán la confidencialidad y le revelarán tus resultados a Watson y Crick. Vine a advertirte para que los detengas. No es justo que…

    —¿Determinarán la verdadera forma de la molécula de ADN?

    —Sí, de hecho, les otorgarán el premio Nobel.

    —Si solo has venido a esto, puedes regresar —dijo y se sentó en un banco del jardín.

    Las emociones y pensamientos de Rosalind giraban a una velocidad sorprendente: excitación, curiosidad, fascinación, envidia, inseguridades. Mi revelación había horadado la sempiterna impasividad que acostumbraba a demostrar.

    —¿Te volviste loca? Tienes la oportunidad de tu vida. Puedes obtener el Nobel, conseguir el reconocimiento que te mereces.

    Me había contagiado con su emotividad y di rienda suelta a mis propias emociones.

    —No entiendes nada. ¿De verdad eres un científico? Porque no me lo pareces. Lo que menos me interesa es un reconocimiento frívolo. Lo importante es lo que podemos lograr cada vez que descubrimos algo nuevo. ¿Qué más da quién se lleve el premio al final?

    —¿De verdad no te importa que ese traidor de Wilkins robe tu trabajo?

    —Wilkins es hombre. Esperar competencia leal por su parte es una estupidez y yo no soy estúpida. No negaré que me revienta que sea justo él quien saque provecho. No obstante, soy consciente de que, de todos mis colegas, él es a quien más le interesa sacarme de en medio.

    —Impídeselo. Resguarda los diagramas, habla con Randall.

    La negativa que pude atisbar antes de que la verbalizara me dejó sin palabras.

    —Eso solo retrasaría el descubrimiento.

    Comprendí entonces, que no cambiaría de opinión. Mi viaje y mi experimento habían fracasado estrepitosamente.

    —No deberías frustrarte de esa manera —me dijo con severidad—. Es un sinsentido si pretendes convertirte en un científico de verdad. Si me permites una sugerencia —dijo atenuando su ímpetu mental—. Investiga cómo viajar al futuro en lugar de perder tiempo, recursos y energía en volver al pasado para cambiarlo.

    —Lo pensaré —murmuré un poco a regañadientes—. ¿No te apetece hacerme ninguna pregunta?

    Observé cómo el hilo de sus pensamientos se enroscaba en torno a una gran interrogante. Reprimí la risa.

    —¿Qué te resulta tan divertido?

    —Que pudiendo preguntarme cualquier otra cosa, lo que más te interesa es saber cómo se aparean las bases entre las dos hélices.

    Rosalind se sonrojó.

    —Es lo único que todavía no logro dilucidar.

    —Invítame a tu casa, te lo explicaré con lujo de detalles antes de regresar a mi época.

    —De acuerdo.

    Echamos a andar con lentitud. Después de todo, mi experimento no había sido tan inútil. La mente brillante de Rosalind me resultó un viaje lleno de descubrimientos fantásticos. Ni hablar de la experiencia inigualable de entablar una discusión con una de las inteligencias más fascinantes que hubiese conocido jamás. Que me diese un jaque en toda regla solo acicateó mi deseo por conocer a otras mentes maravillosas.

    Escribí esta historia para participar en la convocatoria propuesta por ZendaLibros #HistoriasdelaHistoria. Escogí a Rosalind Franklin por su trayectoria científica y la implicación que tuvieron sus experimentos en la determinación de la molécula de ADN.

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