Autor: Lehna Valduciel

  • DESPEDIDA TRAS LA VENGANZA

    Una joven arquera sujeta el arco y una flecha en las manos. viste corpiño, falda corta y botas. Detrás se observa un lago, los predios de un bosque y varias aves volando.
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Camila, arco en mano, sacó una flecha del carcaj con la diestra. El plumado escarlata al final del astil le cosquilleó sobre la piel. Sin perder de vista a su objetivo tensó la cuerda. Apuntó en dirección a la nuez de Adán que ascendía y descendía a cada trago que daba su dueño. La suave brisa estival jugueteó con sus mechones. El aroma a madreselva avivó recuerdos sepultados que solo sirvieron para aumentar la rabia que se le enroscaba alrededor del corazón.

    La estridente risotada masculina acrecentó en ella la sed de venganza. Parpadeó varias veces para aclararse la vista y tragó saliva. No era momento de llorar; era tiempo de cobrar la afrenta. La dulce voz de su gemela le erizó la piel. El inusitado susurro le rozó la oreja. Si no hubiese confirmado con sus propios ojos que estaba a varios metros bajo tierra, habría jurado que al volverse la vería allí, como si nada hubiese ocurrido.

    —No lo hagas, Cami, te matarán. El sacrificio no merece la pena.

    La joven arquera ignoró la advertencia y tensó un poco más la cuerda. Imágenes del cuerpo desmadejado de su querida Eleonor destellaron frente a sus pupilas. El graznido del halcón cruzó el firmamento. La sensación de la madera pinchándole la parte interna de los muslos la devolvió al presente. La hora decisiva había llegado.

    Camila disparó. La saeta se incrustó en la gruesa garganta. Segundos después, otra flecha se clavaba bajo la axila izquierda y una tercera atravesaba el muslo derecho. Gritos masculinos se impusieron al íntimo cantar del bosque. El ruido de pasos se escuchaba cada vez más cerca. Aguardó paciente a que dieran con su posición. No era una cobarde; asumiría su responsabilidad y su condena.

    Aguzó el oído. Los pasos se alejaban. ¿Habría intervenido León pese a su advertencia? Qué ingenua fue al creer que le obedecería. Él jamás la  dejaría a su suerte. El ficticio ulular de una lechuza imposible de avistar disipó sus dudas. El característico roce del metal contra el cuero captó toda su atención. La brisa sopló con más fuerza; el olor a sudor, cerveza y madera ahumada le cosquilleó en la nariz y la impulsó a descender.

    —Márchate ahora que he logrado enviarlos en sentido contrario. —Camila miró ceñuda a su interlocutor.

    —No soy ninguna cobarde, León. Asumiré las consecuencias.

    El guerrero dio un paso para acortar la distancia entre ambos. Ella reculó hasta que la áspera madera del gran tronco le arañó la espalda.

    —Tú lo que debes asumir es el trono y para ello debes permanecer con vida —dijo y las pupilas se le contrajeron acentuando el cerúleo tono de sus iris—. Se lo debes a tu pueblo.

    León le acunó el óvalo del rostro con la siniestra. Camila se estremeció ante la áspera caricia de quien, hasta hace seis meses fuese su guardián real.

    —No soportaré perderte a ti también y es lo que ocurrirá cuando descubran que preferiste otorgar tu lealtad a una rebelde, en lugar de brindársela a los usurpadores.

    —Lo harás porque tu deber está por encima de cualquier cosa, incluso de lo que sientes. —León posó los labios en la boca femenina.

    Camila se aferró a sus brazos. El desenfrenado encuentro de lenguas y alientos revivió el anhelo adormecido por tanto tiempo de ausencia. Él se apartó antes de que la pasión jugase en su contra. El repentino vacío le encogió el corazón a la joven.

    —Es hora de que sigas tu camino. —La inminente despedida obligó a Camila a contener la respiración.

    —Vivirás en mi corazón; serás el alimento de mi alma y la espada de mi justicia —declaró con voz trémula—. Tu nombre será recordado y tu linaje honrado mientras me quede aliento. Te perteneceré ahora y siempre. —Camila se llevó el puño derecho al corazón.

    —Vivirás en mi corazón; serás el regocijo de mi espíritu, la única dueña de mi amor y la reina de mi vida —murmuró e imitó el gesto—. Servirte ha sido siempre un honor y amarte un privilegio. Vuela libre y regresa más fuerte que nunca.

    Camila y León se despidieron como los guerreros que eran. Antebrazo contra antebrazo consumaron el ritual. El sacrificio había sido ofrecido. Cumplidos los formalismos y, a sabiendas de que dar marcha atrás era imposible, como los amantes que nunca dejarían de ser, se abrazaron cariñosamente por última vez.

    Esta historia fue escrita durante mi participación en la comunidad Surcaletras de Adella Brac. la premisa era finalizar con la frase : «se abrazaron cariñosamente por última vez». Espero la disfrutéis.

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  • ALMÁTEURUM – GUARDIANA DE ALMAS


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  • MI JEFE ES… LUCIFER

    Primer plano frontal de un autobús que se aproxima con las potentes luces altas que destacan en la oscuridad. Es de noche y en los alrededores de la vía se ven varios edificios y establecimientos con las luces encendidas. Hay un hombre que casi no se distingue. parece que estuviese aguardando por abordar el autobús.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    Esteban salió del despacho de su jefe. Reprimió el deseo de dar un portazo. Imágenes de sí mismo estrangulando a su exjefe bailaban, tentadoras, frente a sus ojos. ¿Cómo se atrevía a imponerle un advenedizo como supervisor después de haber trabajado para su empresa por más de diez años? El cargo debería ser suyo, se lo había currado con creces. Se vengaría, por supuesto que sí. Ese gilipollas se arrepentiría, vendería su alma al mismísimo diablo de ser necesario con tal de lograrlo. Abandonó el edificio empresarial a zancadas con una idea fija en la cabeza. El ruido del claxon llamó su atención. Miró a la derecha. El todoterreno se aproximaba zigzagueante a toda velocidad. El miedo lo paralizó. Segundos después, el impacto del vehículo lo catapultó a varios metros en una parábola imposible.

    —Despierta, Esteban. —La insistente voz se le hizo demasiado familiar—. Venga, no tenemos toda la eternidad.

    Abrió los ojos. El olor acre que se le metió por la nariz era tan irritante que estornudó varias veces. Respirar hondo era incomodísimo; tanto, que le dio un ataque de tos y los ojos se le llenaron de lágrimas.

    —¿Dónde estoy? ¿Por qué hace tanto calor?

    —Estás en el vestíbulo, ¿dónde más? Apresúrate, no falta mucho para las doce. —Esteban parpadeó al ver a su interlocutor.

    —¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

    —¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

    —No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

    El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

    —¿Estoy… estoy muerto?

    —No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

    Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

    —¿Cómo es que estoy aquí?

    —Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

    Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

    —¿Usted es…?

    —Lucifer, ¿quién más podría ser?

    Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

    —Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

    —Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

    Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

    —¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

    —Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

    Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

    —Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

    Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

    —Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

    Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

    —¿Cuánto tiempo dura este contrato?

    —Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

    Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

    —Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

    —¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

    La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

    —Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

    Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

    Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Cincoliniera. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

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    —¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

    —¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

    —No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

    El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

    —¿Estoy… estoy muerto?

    —No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

    Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

    —¿Cómo es que estoy aquí?

    —Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

    Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

    —¿Usted es…?

    —Lucifer, ¿quién más podría ser?

    Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

    —Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

    —Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

    Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

    —¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

    —Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

    Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

    —Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

    Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

    —Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

    Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

    —¿Cuánto tiempo dura este contrato?

    —Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

    Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

    —Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

    —¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

    La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

    —Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

    Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

    Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Surcaletras. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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  • CÓDICE ANCESTRAL

    Una chica de cabello cobrizo y alas blancas vestida de guerrera sostiene una espada en alto. Sobre ella una gran tormenta descarga sus rayos en la espada. a sus pies varios cráneos y a su alrededor algunas edificaciones.
    imagen libre de derechos de Firaangella1 en Pixabay

    Olivia tomó carrerilla y cerró los ojos en cuanto apoyó el pie en la cornisa. Segundos después se arrojó al vacío. La fricción con el aire caliente cubrió sus brazos y el rostro de una fina capa de sudor. Odiaba las noches veraniegas. Era un verdadero incordio combatir la humedad soporífera mientras estaba de caza. Un solo pensamiento le bastó para extender sus alas y planear. Abrió los ojos. Varias gotas de sudor la obligaron a parpadear y maldijo bajito. Su reciente conversión la mantenía expuesta a las debilidades humanas. No veía la hora de librarse de ellas.

    Agitó las alas mientras volaba en círculos. Lo menos que necesitaba en ese momento era que se le mojasen las plumas con el sudor. Inclinó un poco la cabeza y se volvió. Atisbar de reojo la empuñadura de su espada le infundió seguridad. Fiarse solo de la sensación de la funda a su espalda no era buena idea. Lo había comprobado una noche en las peores circunstancias y no repetiría la experiencia. Aguzó sus sentidos. El movimiento de una sombra que no era sombra captó su atención y se lanzó en picado.

    El parpadeo luminoso evitó que se estrellase contra el poste de luz. Por fortuna pudo remontar a tiempo. Distinguió a su objetivo mientras volaba entre los edificios. Lo siguió con la mirada. Esa era otra de las ventajas de contar con nuevas habilidades. aprovechó la corriente de aire para minimizar la tensión sobre sus alas y reducir la velocidad. No le apetecía estrellarse ahora que estaba tan cerca de cumplir la misión de esa noche.

    La sombra que no era sombra giró en la esquina. Olivia resopló. No comprendía la manía de los sombrius de correr siempre hacia los callejones. Tensó el cuerpo y recogió las alas sin plegarlas por completo. El impacto de sus botas contra el pavimento fue menor de lo que esperaba. Echó a correr. No volvería a perderlo esta vez.

    Las bombillas de las farolas y edificios se apagaron. El callejón quedó sumido en una oscuridad absoluta. Olivia desenvainó la espada y avanzó con paso firme.

    —Terminemos con esto de una vez —propuso mientras escudriñaba entre las sombras—. Entrégame el códice y contarás con cierta clemencia.

    —¡Es de mi amo!

    Olivia se agachó. Un par de estrellas dentadas pasaron por encima de su cabeza; una le rozó el arco externo del ala derecha. El dolor le arrancó un gruñido.

    —Sabes bien que no le pertenece. El códice es propiedad de la hermandad.

    —¡Mientes!

    —No, no miento y lo sabes. Es tu amo quien miente —aseguró y aferró la empuñadura—. Él incumplió su juramento, traicionó a la hermandad y ahora te usa como a todas sus criaturas para obtener poder.

    —¡Mi amo no es un traidor!

    Olivia giró el torso. La punta de la espada del sombrius la alcanzó en el intercostal izquierdo. La sombra que no era sombra había adoptado forma corpórea y ella había cometido el error de parlotear con la intención de persuadirlo. ¿Cuándo aprendería? Esteban había escogido su destino; del amigo de su infancia no quedaba nada en absoluto. Más le valía aceptarlo cuanto antes o terminaría convertida en una abominación al servicio de Gabriel.

    La fetidez que percibió le advirtió sobre su posición. Enfocó su mente y sus sentidos en la caza. Percibió la respiración acelerada y cogió la empuñadura con ambas manos. Alzó la espada y detuvo el mandoble. El choque metálico de las hojas desprendió algunas chispas. El sombrius la empujó. No obstante, ella no trastabilló. Los ojos de Esteban refulgieron en la oscuridad.

    —Ya no soy la misma Olivia —murmuró.

    —Tampoco soy el mismo de antes.

    Las espadas se volvieron a encontrar. La fuerza del golpe recorrió los brazos de la cazadora. El calor se intensificó. Esteban la barrió con una patada. Olivia cayó de espaldas; sus alas sufrieron el mayor impacto. El dolor la inmovilizó durante algunos segundos. El pulso se le aceleró en cuanto se percató de que no contaba con fuerza suficiente para levantar la espada. El sombrius sonrió.

    —Mi amo estará complacido. Él adora coleccionar vuestras alas.

    Esteban alzó la espada. La cazadora desvió la mirada un segundo de la hoja hacia el demacrado rostro. Un recuerdo afloró de improviso. Ella y Esteban practicaban en el jardín de su casa.

    —Si alguno de esos tíos te aborda, aprovecha su fanfarronería.

    —No te entiendo.

    —Eres tan delicada que pensará que eres una presa fácil. Deja que lo crea y luego usas las rodillas o los talones y golpeas con fuerza aquí. —Olivia se había quedado perpleja al ver que se señalaba entre las piernas.

    El hedor de la esencia la sacó de aquel recuerdo. Percibió el hormigueo que le recorría la piel del torso y los brazos, la parálisis estaba a punto de pasar a ser historia. Se concentró en sus piernas. La orden fue precisa. Pateó con todas sus fuerzas tal como él le había enseñado. El sombrius gritó y se tambaleó. La espada que descendía directo a su corazón, perdió velocidad. Olivia aferró la empuñadura de la suya. Un quiebre de muñeca y lo desarmó.

    El ruido metálico reverberó en el callejón. Esteban cayó de rodillas. Las miradas de ambos coincidieron una fracción de segundos. Olivia rodó sobre sí a velocidad sobrenatural. A sabiendas de que el tiempo corría en su contra cogió la empuñadura de nuevo con ambas manos, alzó la espada y le imprimió toda la fuerza al mandoble. El sombrius fijó los ojos en el brillo de la hoja que descendía hacia él.

    Olivia utilizó todo su cuerpo para vencer la resistencia de la piel, los músculos y el hueso al enfrentarse a la filosa hoja. La sangre negruzca le salpicó el rostro y los brazos. La cabeza se balanceó sin llegar a desprenderse del todo. Cayó hacia adelante junto con el resto del cuerpo. Reculó un par de pasos para evitar entrar en contacto con el cadáver.

    Intentó tragar saliva. El nudo de tristeza y amargura que le obstruía la garganta se lo puso difícil. Cualquier otro en su posición estaría dichoso o por lo menos, satisfecho. Ella, en cambio, se sentía incapaz de regocijarse. Que su amigo hubiese hecho una elección consciente no lo hacía más sencillo. Hurgó con todo el respeto de que pudo disponer. Halló el tomo envuelto en un paquete de piel que Esteban llevaba sujeto a la cintura con unas correas. Se ató el paquete de la misma forma y se ocupó de eliminar los rastros. Canalizó parte de su poder a través de la espada. Con ella desintegró el cuerpo; las sales purificadoras limpiaron el callejón. Mientras trabajaba reprimió las lágrimas. Lloraría su pérdida más tarde, cuando estuviese segura de estar a solas.

    Ocultó las alas con rapidez en el instante en el que el firmamento cambió a un degradé de tonos que le daban la bienvenida al amanecer. Abandonó el callejón a pie con la extraña sensación de que, pese a sus creencias y lo que pensara la hermandad, recuperar el códice ancestral no implicaba el fin de los problemas; por el contrario, era apenas el comienzo.

    Esta historia fue escrita durante mi participación en la comunidad Surcaletras de Adella Brac. corresponde al #Reto33 y la premisa era escribir un relato que ocurriese en una calurosa noche de verano. Espero os guste.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

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    Las bombillas de las farolas y edificios se apagaron. El callejón quedó sumido en una oscuridad absoluta. Olivia desenvainó la espada y avanzó con paso firme.

    —Terminemos con esto de una vez —propuso mientras escudriñaba entre las sombras—. Entrégame el códice y contarás con cierta clemencia.

    —¡Es de mi amo!

    Olivia se agachó. Un par de estrellas dentadas pasaron por encima de su cabeza; una le rozó el arco externo del ala derecha. El dolor le arrancó un gruñido.

    —Sabes bien que no le pertenece. El códice es propiedad de la hermandad.

    —¡Mientes!

    —No, no miento y lo sabes. Es tu amo quien miente —aseguró y aferró la empuñadura—. Él incumplió su juramento, traicionó a la hermandad y ahora te usa como a todas sus criaturas para obtener poder.

    —¡Mi amo no es un traidor!

    Olivia giró el torso. La punta de la espada del sombrius la alcanzó en el intercostal izquierdo. La sombra que no era sombra había adoptado forma corpórea y ella había cometido el error de parlotear con la intención de persuadirlo. ¿Cuándo aprendería? Esteban había escogido su destino; del amigo de su infancia no quedaba nada en absoluto. Más le valía aceptarlo cuanto antes o terminaría convertida en una abominación al servicio de Gabriel.

    La fetidez que percibió le advirtió sobre su posición. Enfocó su mente y sus sentidos en la caza. Percibió la respiración acelerada y cogió la empuñadura con ambas manos. Alzó la espada y detuvo el mandoble. El choque metálico de las hojas desprendió algunas chispas. El sombrius la empujó. No obstante, ella no trastabilló. Los ojos de Esteban refulgieron en la oscuridad.

    —Ya no soy la misma Olivia —murmuró.

    —Tampoco soy el mismo de antes.

    Las espadas se volvieron a encontrar. La fuerza del golpe recorrió los brazos de la cazadora. El calor se intensificó. Esteban la barrió con una patada. Olivia cayó de espaldas; sus alas sufrieron el mayor impacto. El dolor la inmovilizó durante algunos segundos. El pulso se le aceleró en cuanto se percató de que no contaba con fuerza suficiente para levantar la espada. El sombrius sonrió.

    —Mi amo estará complacido. Él adora coleccionar vuestras alas.

    Esteban alzó la espada. La cazadora desvió la mirada un segundo de la hoja hacia el demacrado rostro. Un recuerdo afloró de improviso. Ella y Esteban practicaban en el jardín de su casa.

    —Si alguno de esos tíos te aborda, aprovecha su fanfarronería.

    —No te entiendo.

    —Eres tan delicada que pensará que eres una presa fácil. Deja que lo crea y luego usas las rodillas o los talones y golpeas con fuerza aquí. —Olivia se había quedado perpleja al ver que se señalaba entre las piernas.

    El hedor de la esencia la sacó de aquel recuerdo. Percibió el hormigueo que le recorría la piel del torso y los brazos, la parálisis estaba a punto de pasar a ser historia. Se concentró en sus piernas. La orden fue precisa. Pateó con todas sus fuerzas tal como él le había enseñado. El sombrius gritó y se tambaleó. La espada que descendía directo a su corazón, perdió velocidad. Olivia aferró la empuñadura de la suya. Un quiebre de muñeca y lo desarmó.

    El ruido metálico reverberó en el callejón. Esteban cayó de rodillas. Las miradas de ambos coincidieron una fracción de segundos. Olivia rodó sobre sí a velocidad sobrenatural. A sabiendas de que el tiempo corría en su contra cogió la empuñadura de nuevo con ambas manos, alzó la espada y le imprimió toda la fuerza al mandoble. El sombrius fijó los ojos en el brillo de la hoja que descendía hacia él.

    Olivia utilizó todo su cuerpo para vencer la resistencia de la piel, los músculos y el hueso al enfrentarse a la filosa hoja. La sangre negruzca le salpicó el rostro y los brazos. La cabeza se balanceó sin llegar a desprenderse del todo. Cayó hacia adelante junto con el resto del cuerpo. Reculó un par de pasos para evitar entrar en contacto con el cadáver.

    Intentó tragar saliva. El nudo de tristeza y amargura que le obstruía la garganta se lo puso difícil. Cualquier otro en su posición estaría dichoso o por lo menos, satisfecho. Ella, en cambio, se sentía incapaz de regocijarse. Que su amigo hubiese hecho una elección consciente no lo hacía más sencillo. Hurgó con todo el respeto de que pudo disponer. Halló el tomo envuelto en un paquete de piel que Esteban llevaba sujeto a la cintura con unas correas. Se ató el paquete de la misma forma y se ocupó de eliminar los rastros. Canalizó parte de su poder a través de la espada. Con ella desintegró el cuerpo; las sales purificadoras limpiaron el callejón. Mientras trabajaba reprimió las lágrimas. Lloraría su pérdida más tarde, cuando estuviese segura de estar a solas.

    Ocultó las alas con rapidez en el instante en el que el firmamento cambió a un degradé de tonos que le daban la bienvenida al amanecer. Abandonó el callejón a pie con la extraña sensación de que, pese a sus creencias y lo que pensara la hermandad, recuperar el códice ancestral no implicaba el fin de los problemas; por el contrario, era apenas el comienzo.

    Esta historia fue escrita durante mi participación en la comunidad Surcaletras de Adella Brac. corresponde al #Reto33 y la premisa era escribir un relato que ocurriese en una calurosa noche de verano. Espero os guste.

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  • El Houdini de la muerte

    El mar y la luz solar que incide desde la superficie e ilumina el fondo marino.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    A sus trescientos treinta y tres años Nicola Di Ángelo había muerto seiscientas sesenta y seis veces y se había librado de la molesta experiencia el doble. El Houdini de la muerte lo apodaban los pocos que conocían su secreto. Negado a incrementar el lúgubre contador, contuvo el impulso de abrir la boca y expandir los pulmones. El agua salada le escoció en las heridas. Dio un vistazo alrededor. No halló nada de qué asirse para frenar el descenso. La corriente lo envolvió en un remolino. Se obligó a permanecer tan inmóvil como la idea de ahogarse se lo permitía. «Maldita incontinencia verbal. ¿Cuándo aprenderé a mantener el pico cerrado?». El pensamiento le sirvió de distractor mientras seguía su viaje al fondo marino.

    La triste mirada de la mujer mientras pedía clemencia surgió de súbito desde lo más profundo de sus recuerdos. La rabia acicateó al justiciero que habitaba en su interior desde tiempos inmemoriales. La historia recurrente de su vida era meterse donde nadie lo había invitado. Se dobló sobre sí mismo y se desató los cordones. En segundos estaba descalzo. Las cadenas se deslizaron apenas unos centímetros. No tenía alternativa; otra vez debía escoger la fórmula más dolorosa.

    Chiribitas de un azul intenso inundaron su visión en cuanto giró el pie con fuerza y percibió el agudo dolor. Abrió la boca, aunque no emitió ningún sonido. La corriente intensificó sus sacudidas. Era consciente de que no debía permitir que la desesperación tomase las riendas; no obstante, no estaba en su momento más lúcido, así que pataleó y braceó como poseso, pese a que con cada intento se debilitaba un poco más. El recuerdo de la risa cínica del matón de Constantín le insufló el empuje que necesitaba. El dolor era demasiado persistente como para usar ambos pies; por tanto, tendría que arreglarse con uno y ambos brazos. El alivio por liberarse del lastre no le duró mucho tiempo. El movimiento que percibió por el rabillo del ojo encendió sus alertas. Lo que menos necesitaba: otro depredador dispuesto a marcar su territorio.

    Por fortuna el mar enfurecido quiso escupirlo. Durante un par de minutos alcanzó la superficie. Tomó una gran bocanada. En el intento tragó agua. La enorme ola lo arrastró de nuevo al fondo. Aprovechó la corriente para aproximarse al arrecife coralino. El tiburón abrió las fauces. Nicola esquivó la dentellada a duras penas.

    Era su día de suerte, sin duda. La tormenta amainó. Las aguas de la bahía eran más benevolentes. Al menos esta vez no moriría ahogado y eso era de agradecer. De todas las formas de morir, la que más detestaba era el ahogamiento. Deshacerse del agua en los pulmones por sí solo era un verdadero incordio. Alcanzó la orilla y se dejó arrullar por el sonido de las olas. Cuando volviese a abrir los ojos estaría listo para la revancha.


    Esta historia fue escrita para participar en el #VaderetoJunio2021 propuesto por Jose A. Sánchez, @JascNet en su blog. La premisa era inspirarse en el color azul. Espero os guste.


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  • NEFASTA CAUSALIDAD

    Una chica con apariencia de guerrera se ve rodeada de luces o llamas. De la espalda le emergen dos alas de murciélago. el rostro no se distingue. Está al aire libre en una noche bastante oscura. Al fondo se perfilan unas montañas.
    imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Michelle escuchó la discusión y salió al jardín. Corrió con todas sus fuerzas en dirección al intruso que sostenía por la pechera a su padre. Debía detenerlo antes de que bebiese la última gota de sangre. Los ojos se le nublaron llenos de lágrimas; llegó demasiado tarde. El horror se apoderó de ella en el instante que oyó el ruido de huesos al romperse. El vampiro lo soltó de improviso. El cascarón en el que se convirtió su padre chocó contra el suelo rocoso y se volvió añicos. La joven gritó como una fiera herida. El alarido captó la atención del asesino.

    —Qué ternura… —dijo antes de llevarse un pañuelo a las comisuras para limpiarse—. ¿El irresponsable de tu progenitor no te advirtió del peligro que implica aparecer donde no te han llamado, niñata estúpida?

    —Lo hizo, messie Valentín. —Michelle desenvainó la Angelical y la dirigió hacia el pectoral izquierdo del vampiro—. Pero tengo por costumbre decidir por mí misma.

    —Entonces eres más lerda de lo que imaginé, si crees que ese juguete —señaló la espada con el índice— puede servirte de algo.

    —No lo creo, messie, estoy segura.

    El intruso entornó los párpados. La ira que dominaba a la jovencita se convirtió en un bofetón de energía nada despreciable. ¿Podría haber heredado algo más que los bienes materiales de la familia? No perdería tiempo en averiguarlo. Saltó hacia adelante con los dedos convertidos en garras y los colmillos preparados; le arrancaría el corazón después de  destrozarle la garganta.

    Michelle giró sobre su eje. La pirueta sorprendió tanto a Valentín que bajó la guardia. Una simple humana no podía moverse con tanta rapidez o, ¿sí? Ella aprovechó el desconcierto para adelantarse lo suficiente y asestar la estocada mortal.

    El vampiro cayó de rodillas. La joven aferró la empuñadura y empujó la espada otro poco. Valentín parpadeó con la incredulidad dibujada en el rostro. Michelle extrajo la Angelical y antes de que el intruso abriese la boca se la clavó en el cuello expuesto. Se aseguró de imprimir toda la fuerza en la estocada. La sangre le salpicó el rostro y los brazos.

    Valentín luchó hasta la extenuación; a punto estuvo de clavarle las garras. Ella reculó hasta quedar fuera de su alcance. Escuchar los chillidos y el gorgoteo del vampiro le aceleró el pulso. Sin embargo, se mantuvo impasible. «Es una vulnerabilidad imperdonable exponer tus emociones delante de tu adversario, querida. No es honorable». Le había dicho su padre en alguna oportunidad. La enseñanza tras esas palabras se le había grabado a fuego en la memoria.

    El vampiro cerró los ojos. Atenta, se le aproximó para retirar la espada. Pensar en la tarea que tendría que acometer le provocó una repulsión insospechada. Liberar la Angelical  de la garganta la salpicó de nuevo. Cerró los ojos. Las cálidas gotas que chorreaban por sus mejillas le erizaron la piel. Necesitó varios tajos para separar la cabeza del cuerpo.

    Con el primero, el olor cobrizo se intensificó y el estómago se le contrajo. Pese al hormigueo desagradable que le impulsaba la bilis desde el estómago hasta la garganta, no cesó en el empeño. Su padre le había repetido miles de veces lo importante de la tarea: «Si quieres la certeza de que eliminaste a un vampiro de forma definitiva, destrózale el corazón y córtale la cabeza, Michelle». Con el segundo intento, la espada casi se le resbala y tuvo que usar su propio peso para cortar los músculos. Con el tercero, la médula espinal cedió.

    Exhaló un hondo suspiro. Después de todo, no sintió el miedo que la había paralizado tantas veces al tratar de visualizar un enfrentamiento con un final parecido; tampoco había en ella tristeza ni compasión. Era como si su corazón se hubiese petrificado y ya no fuese capaz de experimentar ciertas emociones.

    De súbito la atmósfera a su alrededor cambió. Delante de sus ojos, los restos se marchitaban a velocidad sorprendente. Era consciente del poder de la Angelical; solo que desconocía que los efectos fuesen tan inmediatos. El descubrimiento  le provocó una cascada de inquietudes. ¿Cuánta información le habría ocultado su padre?

    El corazón le martilló dentro del pecho a ritmo frenético. La energía que se acumulaba sobre los trozos descarnados se revolvía con inquietud. La respiración se le aceleró; su padre había olvidado informarle algo fundamental: lo que podía ocurrirle a los de su especie al asesinar a un vampiro tan antiguo como Valentín.

    Michelle quiso correr; la energía vampírica la envolvió inmovilizándola. ¿qué sería ahora de ella? La inmortalidad se apropió de cada una de sus células. La confusión apagó la rabia que le había servido de acicate. Las diferentes habilidades acumuladas durante siglos se fundieron con su alma. Un dolor insoportable la atravesó de lado a lado. ¿En qué abominación se estaba transformando?

    Respirar era una agonía. Pensar requería tanto esfuerzo que se obligó a mantener la mente en blanco. No obstante, imágenes de su vida y de muchísimas otras, destellaron dentro de su cabeza en una secuencia incomprensible. Cayó de rodillas incapaz de sostenerse erguida. El voraz incendio que la recorrió como si fuese un río de lava ardiente, la consumió por dentro y por fuera. Cayó desmadejada, por fin, engullida por la oscuridad.


    Este es el resultado de La espada de la venganza después de la edición tras el análisis en directo. No es de los mejores textos que he escrito, a decir verdad. No obstante, lo he publicado porque creo que puede ser útil para aprender, sobre todo para las personas que, como yo, escribir relatos no se les da muy bien.


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