Autor: Lehna Valduciel

  • Perfecta iniciación

    Un rostro masculino de ojos dorados y mirada maligna con el cabello corto de puntas muy rubio casi blanco. bajo los ojos tiene pintados dos triángulos azules con el vértice hacia las mejillas. La boca está coloreada de rojo intenso, tanto que parece que tuviese la boca llena de sangre. en el cuello se ve el nudo de una corbata roja.
    Imagen libre de derechos en pixabay

    Arthur Hunter es tan atractivo. De los mejores que he podido habitar hasta ahora. Tan frío y calculador… tan inteligente. No resulta lo bastante cruel para mi gusto; da igual, incitarlo no será tarea difícil. Avivar su sed de sangre, tampoco. En realidad, aunque lo niega por ese afán de pertenecer, en el fondo de su alma subyace el deseo curioso de probar. Esta noche será su gran debut; yo me encargaré de guiarlo.

    —Venga, no te hagas de rogar… —Filtro el pensamiento en él con sutileza.

    Obediente, desvía la mirada. El sofisticado sobre rojo destaca de entre toda la correspondencia apilada en su bandeja. Titubea; eso me fastidia. Qué manía tiene de planificar cada paso. Su necesidad de control me aburre.

    Impongo mi voluntad a la suya. Me gusta el tacto de aquella cartulina entre los dedos. La anticipación me hace salivar como un lobo hambriento.

    «147 W. 33th St. Séptima Avenida y Broadway, Manhattan, NY 10011»

    Percibo la excitación que le hormiguea en las entrañas. Sonrío; él curva la comisura de su tentadora boca. se guarda la invitación. «menudas fiestas carnestolendas nos vamos a dar». Me aseguro de que no perciba mi pensamiento.

    Otro sobre llama su atención. Utiliza el abrecartas. Las hojas quedan inertes sobre el escritorio. Lee con avidez. Observo su reacción. No intervengo en la marea de pensamientos que van y vienen, pese a la evidente perturbación que le roba el sosiego. Quizá sea el empujón que necesita. Vuelve a leer: Trastorno antisocial de personalidad, personalidad sicopática»

    La cólera, efervescente como lava ardiente, se abre paso. Estruja cada hoja mientras evoca una imagen que despierta mi lívido. Se pone duro, buena señal. Me satisface que por fin libere su verdadera esencia.

    —¡Eso! Recréate con el miedo impreso en sus pupilas; paladea el exquisito sabor que obsequia provocar el dolor más insoportable; regocíjate con el aroma del poder que brinda planificar cada muerte —celebro inyectando imágenes evocadoras de mi propia cosecha en su mente—. Primero nos ocuparemos de la zorra que no quiso abrirse de piernas para ti, luego iremos a por esa terapeuta mediocre. Verás qué festín nos vamos a dar mientras jugamos a ser Dios. —Decido por él; en realidad no importa porque tarde o temprano lo haría caer en mi red.

    Arthur sale de su oficina. Mientras conduce sigue recreándose con lo que ocurrirá esta noche. Mi deseo y el suyo se entrelazan. Detenido aguardando el cambio del semáforo se toca; sigue duro. Se relame. Un hombre disfrazado cruza por el paso de cebra. Sus miradas coinciden. Aquel disfraz del Jocker es ideal para nuestros fines. Apruebo su selección. Mi aprendiz suelta una carcajada. La excitación me subyuga. Esta noche será la iniciación perfecta. No albergo la menor duda.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto febrero 2021 propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición esta vez era inspirarse en una de las imágenes propuestas y crear un villano malo malote. Yo he escogido al Jocker.


    Si te ha gustado el texto, te invito a compartirlo con tus amigos y conocidos. También puedes comentar tus impresiones en la caja de textos que encontrarás más abajo.

    Gracias por estar allí y darle la oportunidad a esta historia. Un abrazo grande y fuerte.

  • Kaencalot – El origen

    Un ser con rasgos femeninos que camina sobre el agua dejando una gran honda con centro en su pisada. Está calva y lleva algo parecido a un traje que solo tapa algunas partes y está completamente pegado a la piel. Hay detalles similares en la cara y las rodillas semejando casi tatuajes o una máscara. Sus labios son ligeramente rojizos; sonríe con amabilidad y confianza. Por todo el cuerpo tiene líneas y ramificaciones geométricas.
De la figura salen por los costados unas alas hechas de una materia sin consistencia, semitranslúcida, aparentemente mitad humo mitad luz que se expanden casi en horizontal desde el torso de la figura hasta los límites de la imagen. Al fondo se ve el universo plagado de estrellas. Detrás de la parte superior de la figura hay una luz sin un origen determinado que le da un aspecto de entidad superior. toda la imagen está matizada en tonos lilas y violetas.
    Imagen de Stephan Keller en Pixabay

    Sinopsis

    Kaencalot, el receptáculo que guarda los secretos de la magia más poderosa conocida en nagelot ha desaparecido de ahidris, el templo sagrado. El octágelot, su guardián ha sido asesinado y todo apunta a un único responsable: Sixtrius, el primogénito de Aletris, reina desterrada de Nagelot y exiliada en el enclave conocido como Dubdáleon.

    Kayla, una simple escudera en el Eddágelot será la única criatura capaz de ocupar el lugar del octágelot, pues su verdadera naturaleza y el poder que late en su interior, aunque oculto, es la llave que permitirá desvelar los secretos sagrados del Kaencalot.

    Sixtrius está dispuesto a todo con tal de demostrar su inocencia; Kayla está dispuesta a recuperar el legado que su abuelo protegió hasta el último día de su existencia. Unidos por algo más que un objetivo común, ambos deberán enfrentar a sus enemigos antes de que la oscuridad logre hacerse con los secretos que la luz del Kaencalot esconde.

    Dos enclaves enfrentados; la ambición por poseer la magia más antigua y poderosa guiarán las vidas de dos jóvenes destinados a luchar, aunque secretamente lo que menos desean es enfrentarse.


    El origen

    Y Dyamminlot creó el arriba y el abajo, la luz y la oscuridad.

    Y quiso otorgar vida. Creó a las criaturas a partir del poder primigenio de la luz a su imagen y semejanza.

    Y les concedió dones sublimes; dones poderosos para crear un lugar en el que vivir, crecer, reproducirse y morir.

    Y les obsequió el albedrío para que moldeasen sus vidas y el poder de la destrucción porque no hay arriba sin abajo, luz sin oscuridad, bondad sin maldad; para que así fuesen libres de escoger la senda que transitarían hasta el fin de su existencia.

    Y vivió entre ellos, les enseñó, los amó…

    Y cuando estuvieron listos, volvió al lugar primigenio desde donde, observadora, se regocija con sus triunfos y llora con sus tristezas…

    Y no los abandonó, aunque no permanezca junto a ellos; su promesa se cumplirá cada trescientos años cuando volverá a obsequiarles una parte de sí para que nunca olviden de donde provienen…

    ***

    La diosa descendió ante el llamado. La curiosidad por conocer lo que habían logrado sus primogénitos se impuso a la obligación de mantenerse al margen.

    Sonrió, fascinada. Aquel hermoso lugar era digno de sus hijos y, por tanto, de ella.

    Deambuló con paso firme mientras sus iris de múltiples colores registraban cada detalle y el resto de sus sentidos se empapaban con los aromas, sabores y sonidos de aquel paradisíaco lugar.

    —Madre, bienvenida. —Macho y hembra se inclinaron en una respetuosa reverencia.

    —Esperamos que os sintáis complacida y… venerada —dijo Avalaid.

    —Lo estoy, sin duda, hija mía.

    Los ojos de la joven refulgieron. La satisfacción inundó su pecho y sus coloridas alas se extendieron producto del inmenso gozo.

    —Contrólate, mujer. ¿qué pensará madre de tus arrebatos? —Dyamminlot curvó los labios en una cálida sonrisa.

    —Pensaré que es feliz y eso me llenará de alegría, hijo mío.

    Markryus se estremeció ante el contacto de la diosa. La ternura del gesto le erizó la piel y las plumas. Sus ojos se perdieron en aquellos iris mágicos que igualaban al color de sus alas.

    —Madre —interrumpió Avalaid—. Además de invitaros a conocer Nagelot —sus palabras acompañaban un ademán elocuente—, hay otro motivo muy importante que debéis conocer.

    La vida que palpitaba en el interior de Avalaid reveló su existencia antes de que su madre abriese la boca. La joven se llevó la mano hasta el vientre; los ojos se le llenaron de lágrimas, conmovida al percibir, por primera vez, los vestigios de la vida que había engendrado con tanto amor.

    Markryus tomó de la mano a su pareja. La diosa ensanchó su sonrisa; de sus iris manaba una luz que envolvió a la joven de pies a cabeza. Era una luz tan blanca como sus alas y las hebras luminiscentes que se extendían, etéreas, fascinantes, creando un halo mágico cautivador que manifestaba, sin lugar a dudas, su carácter divino.

    —Me habéis obsequiado con mucho más de lo que yo esperaba, hijos míos. Ahora yo os obsequiaré con el primer regalo para vuestro primogénito.

    La pareja permaneció en silencio. La imagen de la diosa cobró mucha más luminosidad.

    —Vuestra presencia es el regalo más sublime que podéis darnos, madre. No necesitamos nada más. —La humildad de Markryus regocijó a Dyamminlot.

    —Puede que ahora os parezca innecesario —dijo la diosa mientras entre sus manos un objeto cobraba forma—. Sin embargo, llegado el momento comprenderéis la vital importancia de lo que hoy os entrego.

    La pareja guardó silencio. Ser testigos de la creación de manos de su diosa no merecía más que admiración y respeto. Flotando frente a sus ojos un cristal luminoso del cual fluían luces de colores esperaba a ser reconocido.

    —Es maravilloso, madre —reconoció Avalaid.

    Dyamminlot asintió con suavidad antes de tomar las manos de sus hijos y colocarlas a cada lado del cristal. La pareja entreabrió los labios. La calidez que recorrió sus cuerpos y se albergó en sus corazones le llenó los ojos de lágrimas. El conocimiento se abrió paso y anidó en lo más profundo de ambas psiquis.

    —Dadle nombre y resguardadlo como a vuestra propia vida. Tenéis en vuestras manos el poder primigenio. De él proviene la magia que os brindará felicidad o desgracia. Haced uso de él como tengáis a bien. Seguid los dictados de vuestra conciencia y escuchad siempre la voz de vuestras almas.

    Ambos aceptaron la responsabilidad. Con la aceptación la magia primigenia los rodeó dotándolos de una luminiscencia que antes no poseían.

    —El Kaencalot será protegido, madre —afirmó Markryus—. Construiremos su templo y nos encargaremos de cuidar de vuestro obsequio.

    —Nuestro primogénito será su primer octágelot —dijo Avalaid—. Le enseñaremos a velar por sus secretos… no os defraudaremos.

    —Así sea, hijos de mi sangre y de mi corazón.

    Dyamminlot se marchó. La pareja cumplió su promesa. Ahidris, el templo sagrado, fue construido. Tras cumplir veintiún años el primer octágelot ocupó su lugar y Nagelot disfrutó de paz y prosperidad por más de mil quinientos años, hasta que la traición de un corazón insatisfecho lo cambió todo.


    El texto y la sinopsis han sido escritos para participar en el desafío SinOpsis febrero2021 propuesto por Jessica Galera Andreu en su web.

    Como añadidura contar que las escenas que conforman las pinceladas de esta historia (la primera de Nagelot) sólo esperan ser escritas. Gracias a todos por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • Lo importante

    Una mano rodeada de nubes sostiene un corazón brillante.
    Imagen libre de derechos de Gerd Altrann en Pixabay

    El hombre permanece de pie frente al cristal del nido. Su rostro es el vivo reflejo del agotamiento. Las sombras oscuras bajo sus ojos y las arrugas que le rodean los labios se habían convertido en parte de sus facciones durante las últimas doce horas.

    —No pierdas la esperanza. —El susurro llega hasta él junto al sutil aroma a lavanda.

    Presa de la inquietud se vuelve con rapidez. Está solo.

    Arruga el entrecejo. Un recuerdo lucha por aflorar desde lo más profundo de su memoria. Cierra los ojos. En su mente se impone el gesto dolorido de Amanda. Si la hubiese escuchado en lugar de reñirla como un energúmeno, en ese momento no estarían allí y habrían podido celebrar el día de reyes como ella quería.

    —La culpa sólo sirve para quebrar. La culpa no resarce, no construye, no es más que un lastre. —De nuevo aquel susurro y aquel aroma.

    Gira sobre sus talones. Un niño pequeño está de pie junto al cristal del nido. Los ojos se le llenan de lágrimas sin que pueda contenerlas. Ver a ese niño remueve en su corazón el miedo a perder lo que más ama en la vida. Sin ser consciente sus labios se mueven con voluntad propia para elevar una plegaria silenciosa. Las figurillas de los tres reyes en el pesebre que Amanda suele colocar todos los años se cuelan en su mente. No es creyente; aun así, se sorprende pidiendo el deseo más importante de toda su vida.

    El pequeño se vuelve; en su carita redonda se dibuja una sonrisa. El hombre se traga las lágrimas. No quiere que lo vea llorar porque, como decía su padre: «los hombres no lloran».

    El niño le hace señas para que se acerque. Como si tuviesen vida propia, los pies lo llevan junto al cristal.

    —¿Por qué lloras?

    —No estoy llorando. —El pequeño entorna los párpados y ladea la cabeza; luego, como si estuviese escuchando a algún interlocutor invisible, asiente.

    —Llorar no es malo, ¿lo sabías? —El hombre niega con la cabeza.

    —¿Hablas con tu amiguito imaginario? —el chiquillo suelta una sonora carcajada.

    —Claro que no —dice risueño—. Ella no es imaginaria —asegura con total convencimiento—. Ella quiere que sepas que falta poco.

    —¿Poco? —el pequeño cabecea y desvía los ojos hacia el cristal—. ¿Poco para qué? ¿Quién se supone que quiere eso?

    —Para que recuerdes lo que importa.

    —¡Lo que importa?

    El niño vuelve a cabecear sin quitar los ojos del cristal.

    —Ella dice que se te ha olvidado lo que importa… por eso estás aquí. Necesitas recordar.

    El hombre aprieta los labios con fuerza. La desesperación de la espera lo está volviendo loco; tanto como para sostener una conversación con un pequeñajo que sólo suelta frases absurdas. Mete las manos en los bolsillos del vaquero y da media vuelta. Tomará un café, aunque sea ese brebaje espantoso que sale de la máquina al final del pasillo.

    —La vida es para vivirla, no para ver cómo pasa delante de ti mientras te distraes… eso es parte de lo importante. —El aroma a lavanda se intensifica a su alrededor.

    Aquellas palabras lo obligan a desandar sus pasos.

    —¿Qué dijiste? —El niño no se mueve—. Te hice una pregunta.

    El hombre se acuclilla para quedar al mismo nivel. El pequeño le hace una seña para que guarde silencio.

    —Ya casi —dice en un cuchicheo cómplice—. Abre tu mente y tu corazón, y entenderás.

    Las palabras del pequeño son como un golpe dado directo en el estómago. El aire se le escapa y la opresión que le impide respirar se transforma en una aprisionadora que amenaza con destruir la poca serenidad que le queda, aunque ese no sea su objetivo. De la impresión pierde el equilibrio y cae de culo. El niño reprime una risita. El recuerdo que se había asomado con timidez minutos antes, ahora pasa frente a sus ojos como si fuese una película. Esas palabras… son las mismas palabras que le había dicho su hermana antes de morir. El nudo que se le forma en la garganta obstruye su propio lamento. Las lágrimas se liberan y le muerden las mejillas; el corazón le duele con la misma intensidad que aquel día en que su melliza dio la vida por salvar la suya.

    El chiquillo posa su pequeña mano y le enjuga las lágrimas.

    —¿Lo ves? Llorar no es malo porque así se alivia el cucharón.

    —¿El cucharón? —El pequeño cabecea y con el índice le señala el lado izquierdo del pecho.

    —No hay nada de malo por mostrar lo que hay dentro del cucharón —dice el niño antes de desviar la mirada.

    El hombre se fija en sus ojos azules. El reflejo que distingue en ellos lo paraliza. Gira la cabeza hacia la derecha con brusquedad. Estira el cuello con la intención de mirar hacia el interior del nido. El corazón le palpita con tanta fuerza que cree que es capaz de escuchar sus propios latidos. Parpadea varias veces. Allí no hay nadie, sólo las cunitas con los bebés que esperan ser atendidos.

    —¿Señor Martínez, se encuentra bien? —La voz masculina lo sobresalta.

    Esteban se vuelve y alza la mirada. Inclinado frente a él, el obstetra de su mujer lo observa con el entrecejo fruncido.

    —¿Amanda?

    El médico le extiende una mano. Esteban se ase a ella y se levanta.

    —Los mellizos se encuentran fuera de peligro. En breve la enfermera los traerá. Deberán permanecer en las incubadoras hasta que sus pulmones maduren del todo, pero son un par de guerreros. No se preocupe, todo irá bien.

    —¿Puedo ver a mí mujer? —El rostro del médico cambia de expresión.

    Esteban teme lo peor. Un estremecimiento le recorre la columna y el vello del cuerpo se le pone como escarpias. Al percatarse del miedo que reflejan las pupilas de aquel hombre, el médico habla antes de que fuese necesario ingresarlo producto de algún síncope.

    —Amanda es una mujer fuerte. Ha luchado por aferrarse a esta vida como una leona. Sin embargo, deberá permanecer en cuidados intermedios mientras se recupera y estabilizamos su tensión arterial. —A esteban todo aquello le suena a chino—. No se preocupe, cuando menos lo espere la tendrá de vuelta en casa. Lo que sí es importante para su mujer en este momento es sentirse protegida y, sobre todo, querida.

    El hombre asiente en silencio, aunque la preocupación sigue apretándole el corazón como si fuese una tenaza. El mensaje subyacente le llega alto y claro, no es tan idiota como parece. El obstetra carraspea. Su mirada se dirige al cristal del nido. Esteban se vuelve. Una mujer de mediana edad vestida con un pijama sanitario de ositos y globos empuja las incubadoras. El corazón del hombre le da un salto dentro del pecho. Observar aquellas dos figuras tan diminutas pone su mundo de cabeza. Una ternura desconocida se apodera de todo su ser. Nunca antes había experimentado nada parecido.

    —Lo dejaré solo para que disfrute de la vista, papá. —Esteban sale de su ensimismamiento.

    —Gracias, doctor… muchísimas gracias. —El obstetra le estrecha la mano y le devuelve la sonrisa.

    —Sólo hice mi trabajo.

    Esteban cabecea sin dejar de sonreír. De pronto recuerda al pequeño que lo había estado acompañando.

    —¿Doctor? —El médico se vuelve un instante.

    —¿Sí?

    —¿Vio usted a un niño pequeño como de este tamaño? —El hombre se pone la mano a la altura de las caderas—. Era un rubito de ojos muy azules.

    —La verdad es que no —dice y da un vistazo alrededor—. Al salir de quirófano sólo lo vi a usted. ¿Algún problema con ese pequeño? —Esteban no sabe qué responder—. Puedo hablar con la vigilancia del hospital.

    —No se preocupe —miente—, quizá se fue con algún familiar y yo no me di cuenta.

    El médico asiente con un cabeceo.

    —Descanse —sugiere el obstetra—. Necesitará todas sus energías para ocuparse de los mellizos y su mujer.

    —Así lo haré. —El médico se despide con un ademán y echa a andar por el pasillo.

    —Las pequeñas vidas siempre son como una llama de esperanza, ¿no crees? —La voz profunda de un hombre de mediana edad lo obliga a volverse—. Tanta vida por delante; tantas oportunidades, tantas experiencias por vivir, recuerdos que atesorar… amores, desamores, risas, lágrimas. Todo un mundo nuevo por descubrir. —Esteban asiente en silencio y se aproxima al cristal—. Es una pena que a medida que crecemos se nos olvide lo importante.

    Esteban casi se ahoga al escucharlo. Por el rabillo del ojo se fija en el hombre. El contraste entre su piel oscura, los ojos azules y la sonrisa blanquísima le provoca un cosquilleo intenso en el estómago. De inmediato cambia el peso de un pie al otro. No está seguro de lo que debe decir. Al final deja que su corazón hable por él.

    —Por fortuna siempre estamos a tiempo de recordar. Basta con abrir la mente y el corazón —dice en voz baja y las manos terminan dentro de los bolsillos del vaquero.

    —Es muy cierto, muchacho… muy cierto. Espero que recuerdes tus palabras en todo momento —dice el hombre mientras señala con la cabeza hacia sus hijos—. Es una buena enseñanza que transmitir a las pequeñas almas que vienen ávidas de aprender.

    Esteban sigue la mirada de aquel desconocido. Sus pupilas quedan atrapadas. La imagen de sus pequeñines se le graba en el corazón con una huella indeleble. En ese instante se percata de que ya no hay cabida para otra cosa que no sea el amor por ellos y por Amanda; el deseo de dar un giro a su vida y empezar a vivirla con una perspectiva distinta a la que siempre había tenido cobra fuerza. La vida es demasiado corta como para seguir desperdiciando momentos y oportunidades.

    —No sé si lo recuerde siempre; sólo sé que pondré todo mi empeño para enseñarles lo importante. —El hombre sonríe. Esteban no le devuelve la sonrisa—. No quiero que necesiten estar al borde del abismo para que recuerden lo que en realidad importa en la vida. Deseo que vivan la vida y no se distraigan como lo hice yo todo este tiempo. Quiero que aprecien los detalles; que valoren las sonrisas, las caricias, las palabras dichas desde el corazón… que no prejuzguen ni ajusticien a nadie por pensar distinto; que no rechacen lo que desconocen antes de dar una oportunidad; que no antepongan la trivialidad al afecto, lo material a los sentimientos. Quiero que no sientan vergüenza si lloran, si fallan, si no satisfacen las expectativas de otros, empezando por las mías. Quiero que sean felices, pero no sólo de la boca para afuera. De verdad quiero que se sientan felices y que sonrían desde el corazón.

    —No dudes de que lo harás, muchacho. Sólo has de escuchar tu corazón que sabe… —Esteban inspira hondo y no se sorprende al ver que aquel hombre ya no está a su lado.

    Devuelve la mirada hacia el cristal. Distingue tres figuras que lo observan en silencio. La piel se le pone de gallina y el pulso se le acelera. Tres bocas se curvan en una cálida sonrisa. En ese instante la fijación de su hermana por los ángeles surge de improviso. El recuerdo lo sobrecoge. No se esfuerza en volverse; no tiene sentido. El pequeñajo le guiña un ojo. La joven articula un te quiero antes de llevarse la mano al corazón. Con la palma hacia arriba le sopla un beso. Esteban lo recoge al vuelo. Su hermana le había enseñado aquella seña cuando tenían siete años. Sin pensar, responde con el mismo gesto. Inspira hondo de nuevo para tragarse el nudo de emociones que tiene en la garganta. Articula un te quiero y los ojos se le llenan de lágrimas. Sus labios se mueven con voluntad propia; un sentido gracias surge y le resulta imposible impedir que las lágrimas le empapen las mejillas. Segundos después, sonríe al comprobar que ella siempre tuvo la razón al afirmar que los verdaderos ángeles no tienen alas.


    Este relato ha sido escrito con motivo del día de reyes. Aunque lo más frecuente en estas fechas es pedir y recibir obsequios materiales, he querido irme por otro lado y rescatar eso tan intangible que a veces albergamos en lo más profundo del corazón: deseos que van más allá de lo que nos atrevemos a expresar en palabras.

    Me encantaría que te animases a compartir tu impresión sobre la historia conmigo en los comentarios de más abajo.

    Si no te apetece comentar, pero te ha gustado la historia, me haría muy feliz si la compartes con alguien que sea importante para ti.

  • Tetrakleliun

    El rostro de una hermosa mujer cubierto parcialmente por una máscara brillante rodeado de varios pliegues de tela. Del rostro femenino se observan los ojos, la punta de la nariz y la boca.
    Imagen libre de derechos de Stephan Keller en Pixabay

    Sinopsis

    Tras el Daur sagrado, la puerta que une los mundos, existe un lugar donde el tiempo no transcurre y el equilibrio es imperturbable. Para sus habitantes es el mismísimo paraíso; para quienes llegan allí, sin motivo aparente, es una condena eterna.

    Un augurio repentino señalará el fin de la paz en Daurmerna: «…cuando la hija de los elementos exhale su último aliento, el tetrakleliun será indetenible. Los poderes oscuros se alzarán y la vida de los inocentes tomada por la fuerza teñirá de sangre la tierra. El equilibrio se extinguirá por fin y las almas cautivas partirán a nuevos mundos.»

    La muerte de la princesa Cleya será el principio del fin. La amenaza se cierne sobre la tierra de gracia. Han de formarse los guerreros que deberán defender a los Daurmernenses antes de que el tetrakleliun sea indetenible.

    A las filas del ejército daurmernés se unirá una joven misteriosa que oculta casi todo su rostro tras una máscara. La desconfianza será su carta de presentación y ganarse el respeto de sus iguales su principal objetivo. Nadie sabe quién es; aun así, muchos desean atravesarle el corazón; entre ellos, el único que podría evitar que ella cumpla su destino.

    Una inevitable rebelión será el medio perfecto para saciar la ambición de quienes no se conforman; la   intriga el arma ideal para aquellos que justifican la traición. La férrea determinación de una mujer que no sabe rendirse será la única salida para los habitantes de Daurmerna.


    Devora las palabras como si de alguna forma fuesen un alimento vital. Los ojos le escuecen; aun así, deja de lado la sensación y desliza la mirada a través del siguiente párrafo. La tibieza que le acaricia la piel la obliga a levantar el rostro. La sorpresa la paraliza durante una fracción de segundos. Atónita al observar los rayos dorados que se filtran traviesos entre las cortinas suspira. Baja una vez más la mirada y se muerde el labio. La duda se esfuma igual que el rocío matinal que se evapora en cuanto el sol le da los buenos días; así que abandona la aventura. Como cada mañana, los matices del amanecer roban su atención y la subyugan.

    Un par de golpes delicados interrumpen su habitual contemplación. Sonríe y guarda silencio. Es consciente de que en menos de un minuto la puerta se abrirá; por tanto, deja que sus pupilas vaguen disfrutando la belleza que trae consigo el nacimiento de un nuevo día.

    Cierra los ojos e inspira profundo. La puerta se abre con suavidad.

    —Cleya, ¿has vuelto a pasarte la noche en vela? ¿qué haces allí que aún no te has vestido?

    La joven abandona el asiento junto a la ventana. Camina con los ojos cerrados. Le gusta entrenar sus sentidos para afrontar lo imprevisto. Prepararse para lo desconocido. Vivir en Daurmerna es tan perfecto; tan idílico que en ocasiones se pregunta si no formarán parte de una dimensión utópica o irreal.

    —Estaré lista enseguida. Ve a por Tlaya. Sabes que a ella le encanta dormir hasta tarde —dice y se detiene muy cerca de su scáthaya.

    —De acuerdo, pero por favor no te demores. —Cleya da un leve cabeceo.

    —Te aseguro que estaré lista, Moerna; ahora, ve al concilio y haz el anuncio pertinente.

    La muchacha se lleva la mano derecha al corazón y se inclina. Tras incorporarse sale a toda prisa.

    Una máscara tenebrosa rodeada de densas nubes. A un lado se observa la silueta de una mujer a la que no se le ve el rostro.
    Imagen libre de derechos de Stephan Keller en Pixabay.

    La mañana transcurre como tantas otras. Cleya permanece atenta. Los asuntos de estado que se tratan durante aquel concilio despiertan su interés, a diferencia de otras ocasiones en las que sólo se ha limitado a esforzarse por no quedarse dormida. El tema de los condenados siempre provoca discusiones álgidas y enfrentamientos entre los miembros a favor y en contra y aquella mañana la batalla verbal estuvo servida desde el principio.

    —Los condenados cumplen una función primordial; deshacernos de ellos o limitar su permanencia no es una opción. ¿Quién se ocuparía de las labores básicas? ¿Quiénes pasarían a ser nuestros scáthayas? —Eltron, miembro   supremo del concilio se pasea frente al resto sin parar de lanzar argumentos—. Dejaos de sensiblerías y sed prácticos. Hasta ahora no hemos tenido problemas y ellos no son una amenaza para el equilibrio de Daurmerna. Estamos fuera de los alcances del caos y los poderes oscuros. Nuestra protección es inexpugnable.

    —Este asunto no es sólo tema de pragmatismo, Eltron. Te niegas a escuchar. Entre los condenados, incluso aquellos a los que se les ha otorgado el beneficio de desempeñarse como nuestros scátahyas hay descontento. —Magnius se pone de pie y alza la voz—: Sabes bien que eso de estar protegidos no es una circunstancia absoluta. Los condenados llevan consigo el caos y algunos tienen poderes. Si niegas la realidad sólo retrasarás lo inevitable.

    Eltron toma aire por la nariz. Consciente de que Magnius es su principal rival quiere ofrecerle a todos un argumento irrefutable. Un murmullo cobra fuerza dentro del salón oval. Magnius, al igual que Eltron, se vuelve con el ceño fruncido.

    Una mujer lucha por abrirse paso y alcanzar el podio. Su apariencia andrajosa genera desprecio entre la mayoría de los asistentes. A ninguno se le ocurriría presentarse en palacio con semejante facha. Dos de los guerreros reales la cogen por los brazos. La mujer ofrece una resistencia sorprendente. Los asistentes se impacientan al escucharla vociferar enfurecida. Esa demostración es más propia de los condenados que de los Daurmernenses.

    Magnius baja del podio principal seguido por Eltron. El segundo se detiene a buena distancia de la mujer y los guerreros. El primero, en cambio, gesticula en dirección a los hombres que, a duras penas, mantienen sujeta a la desconocida.

    Dispuestos a obedecer, los guerreros se aproximan. Una exclamación recorre la audiencia.

    —¿Quién eres y cómo te atreves a presentarte aquí e interrumpir el concilio, mujer? —Eltron pregunta con evidente desdén y provoca otra oleada de murmullos.

    —Quién soy es lo de menos. Lo importante es lo que os vengo a decir.

    El anciano se cruza de brazos. Magnius enarca una ceja y observa a la desconocida con curiosidad.

    —Habla pues, mujer. Devela eso tan importante que te trajo hasta aquí.

    —No tenemos tiempo para tonterías, Magnius. Sacadla de aquí para que podamos continuar.

    —Nadie va a sacar a esa mujer de aquí. Siento curiosidad por saber qué viene a decir. —Cleya se levanta del trono y desciende el trío de peldaños.

    —Princesa, por favor. El asunto que estamos tratando es de vital importancia. Nada de lo que pueda decir esta mujer merece la pena como para interrumpir el concilio.

    La princesa pasa a un lado de Eltron sin responder a su comentario. Avanza con seguridad y se detiene frente a la mujer. Esboza una sonrisa con la intención de infundirle algo de confianza. La mujer la mira con intensidad. La princesa le sostiene la mirada.

    —Soltadla.

    —Princesa, por vuestra seguridad… —La joven alza la mano derecha para interrumpir la advertencia del anciano.

    —He dado una orden precisa —dice mirando a sus guerreros.

    Los hombres sueltan a la mujer sin apartarse demasiado de su espacio vital. El protocolo que han de seguir para garantizar la seguridad de la princesa es claro: matar primero, indagar después. Moerna se posiciona a su izquierda y clava los ojos en la mujer. La desconocida inspira hondo antes de hablar. Necesita reunir el valor para revelar ante todos lo que a ella se le ha develado. El silencio y la evidente tensión que mantiene a la mujer firme como una estaca se difunde con rapidez. La inquietud es casi palpable y el desasosiego se transforma en exclamaciones exigentes de quienes esperan su turno para ser atendidos.

    Cleya pide calma con un ademán. Las voces se silencian.

    —Por favor, comparte con nosotros eso tan importante que te motivó a presentarte ante esta audiencia.

    La mujer da un paso hacia la princesa. Los guerreros abrazan la empuñadura de sus espadas. Moerna le corta el paso. La desconocida observa a la scáthaya con fingido desinterés. Si permite que sus emociones afloren estará muerta antes de abrir la boca.

    «No debo dilatarlo más.» El pensamiento la golpea como una fusta antes de convertirse en un destello que abre la puerta a esa dimensión que muchos de los que son como ella, temen. Un espasmo lleva su cabeza hacia atrás. Los párpados le tiemblan; el movimiento ocular se percibe a través de sus párpados cerrados.

    Un trueno rompe el silencio. La exclamación ahogada de todos los que aguardan enmudece de pronto. El viento ruge. Los cristales vibran. La desconocida alza los brazos y se yergue en toda su estatura. Su pelo enmarañado se agita bajo la inclemencia de un viento que nadie percibe. Al abrir los ojos sólo hay oscuridad… densa, caótica, insondable.

    —El día se acerca y deberéis preparaos para afrontar la oscuridad que se cierne sobre vosotros… —La voz de aquella mujer es grave, casi gutural—. El equilibrio se extinguirá cuando la hija de los elementos exhale su último aliento. La nueva era aguarda su momento. Los poderes oscuros se alzarán por fin; la vida de los inocentes tomada por la fuerza bañará de sangre la tierra; el Tetrakleliun será indetenible y las almas cautivas volverán a ser libres, en otros mundos, en otras eras. Sólo su alma podrá restablecer la paz… sólo entonces Daurmerna volverá a ser tierra de gracia.

    La mujer calla. El rostro ceniciento de quienes acaban de escuchar el augurio es el vivo reflejo de la incredulidad y el terror.

    —¡Detenedla!

    La orden de Eltron quiebra la tensa calma. La mujer se tambalea. Los guerreros extienden sus manos a fin de retenerla. Moerna se interpone entre la desconocida y Cleya su deber es protegerla a cualquier precio, aunque eso implique sacrificar su propia vida. Un chillido atrae la atención de los miembros del concilio: sin saber cómo, La mujer ha desaparecido.


    Este relato y la sinopsis han sido escritos para participar en el desafío literario enero 2021 propuesto por Jessica Galera Andreu en su web.

    Me encantaría que compartieses tus impresiones conmigo en los comentarios. ¿Te gustaría que esta historia se convirtiese en una novela?

  • Con los humanos no se juega

    Un niño pequeño sentado en una piedra en medio del bosque con un libro mágico. Hay un buho y un conejito que lo observan sin que el niño se percate de que lo miran.
    Imagen libre de derechos tomada de Pixabay

    El niño se sentó a leer en el claro del bosque. Encontrar aquel libro mágico había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Abrió el tomo y esperó que las letras de la historia aparecieran. Luego se dejó arrastrar a su interior.

    ***

    La pequeña mano regordeta dio un tirón hasta que pudo entrar en contacto con el grueso pelaje. Perro y niño se miraron a los ojos. El inmenso lebrel irlandés sacó la lengua. El chiquillo esbozó una sonrisa traviesa. En sus ojos grises brillaba la picardía.

    —Tu madre se enfadará si descubre lo que pretendes, Sam.

    —Secreto… secreto —balbuceó el pequeño transmitiendo su deseo con claridad.

    —Ni secretos ni leches, enano. Sabes que no le gusta que uses la magia para jugar con los humanos.

    Sin romper el contacto con la piel del animal, el niño envió a su mente perruna las imágenes claras de lo que pretendía.

    —¿Ti?

    —¡No! ¿Quieres que me dejen durmiendo toda la noche fuera? Porque como Enara se entere me echa a patadas.

    El pequeñajo se abrazó al cuello del perro y lo llenó de besos mojados.

    Avalon se tumbó largo a largo y resopló tras ponerse las patas sobre el hocico.

    —Abusas de mi pobre corazón perruno, enano. —El niño soltó una risita y posó el culete en el suelo—. Venga, hazlo antes de que tu madre salga de la cama.


    Samuel agitó ambas manos y en un parpadeo se hallaban en el jardín del vecino.

    Como si estuviese en su propia cama, el niño se revolcó con el perro de tal forma que flores, hierba y frutos salieron disparados directo hacia la ventana de la cocina de su nuevo vecino.

    —Pero ¡qué diablos!

    Avalon y el pequeño Sam se quedaron muy quietos. Una cosa era ver al vecino desde la ventana en brazos de su madre y otra muy diferente enfrentarlo desde el suelo con aquel cabreo. El niño se cogió al collar del animal y puso su manito sobre el cuello de este.

    —Te lo advertí, enano.

    Borja, en dos zancadas los había alcanzado. La fiera mirada que les lanzó prometía una buena reprimenda.

    —¿Se puede saber qué hacéis en mi jardín? ¡Habéis destrozado mi rosal y mi huerto! Sois unos delincuentes y todavía no tenéis ni estatura para ello. ¿Qué clase de madre tienes tú? El gran perro apoyó sus cuartos traseros contra la tierra húmeda y el niño lo imitó. En aquel momento la broma ya no le pareció tan divertida. Samuel hizo un puchero y los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquello siempre funcionaba con su mamá. Sin embargo, con aquel gigante ni siquiera eso daba resultado. Gritos iban y venían. A Avalon se le estaba haciendo muy difícil no meterle un buen bocado a aquel tipo para que dejase de asustar al enano y si no lo hacía era porque estaba en contra de las soluciones violentas.

    —¿Se puede saber a ti qué coño te pasa? —Enara cogió a su hijo en brazos.

    —¿te parece poco? —dijo señalando los destrozos que el niño y su perro habían ocasionado.

    —Pues sí —dijo para sorpresa del hombre—. Tampoco es algo que no tenga solución como para que grites como un energúmeno a un niño pequeño. Samuel sólo tiene dos años.

    —¿Y porque tenga dos años no se le puede reprender? Pero ¿qué clase de madre eres tú?

    Al pequeño Sam aquel hombre le gustaba mucho. Quería un papá y alguien que cuidara a su mamá. Pero que le hablase así ya no le gustaba, así que sin medir las consecuencias agitó los deditos y en menos de un minuto el suelo bajo los pies del hombre se onduló. Todo ocurrió con tanta rapidez que, a Borja no le dio tiempo de abrir la boca; en un par de segundos en su lugar había un conejo de proporciones considerables. Ojiplática, Enara intervino y lanzó un hechizo para anular el de su hijo. El niño dio palmaditas mientras reía con ganas.

    El escándalo atrajo la atención de los vecinos. La bruja, preocupada por la reacción del hombre ante aquel cambio de forma tan abrupto, se le acercó con la intención de ayudarlo. Pese a su buena disposición, Borja no estaba dispuesto a recibir su ayuda.

    —Haz el favor de dejarme en paz y aleja a ese pequeño monstruo de mí.

    —¿Qué has dicho?

    —¡Que alejes a tu pequeño monstruo de mí, ¿estás sorda?

    Avalon ladró y gruñó en respuesta a aquel comentario tan desagradable. Borja le lanzó una mirada asesina.

    —Para ser tan guapo es un humano demasiado idiota —Enara clavó sus ojos ambarinos en el perro a modo de advertencia—. Vale, vale, cierro el hocico.

    La mujer cabeceó y desvió la mirada hacia su vecino.

    —Serás gilipollas —soltó la bruja antes de darse vuelta y entrar en su casa.

    Borja refunfuñó cosas ininteligibles. Con agilidad se puso de pie. Observar los destrozos de su jardín aumentó su mala leche, aunque reconoció que quizá la mujer tenía algo de razón. A fin de cuentas, el monstruito era demasiado pequeño como para hacer las cosas con mala intención. Maldijo por lo bajo. Tendría que disculparse y no le apetecía ni un poco. Pese a lo atractiva que era su vecina, también era como una planta ponzoñosa con esa lengua viperina que se gastaba. Ella no sabía quién era él; no obstante, él si sabía quién era ella y por qué estaba allí.

    Enara entró por la puerta trasera que daba a la cocina. Sentó a su hijo en la silla de comer. Preparar el desayuno la ayudaría a serenar su carácter. Avalon se sentó junto a la silla en silencio. Conocía a su dueña y cuando se cabreaba era mejor quedarse quietecito a esperar que pasase el temporal. Sin venir a cuentas la mujer estampó la cuchara con la que había estado removiendo las gachas de avena.

    —¿Cuántas veces te he dicho que no juegues con la magia, Sam? —el niño hizo un puchero.

    Enara resopló y negó con la cabeza.

    —Mami…

    —Nada de mami ni pucheros o lloriqueo. ¿Quieres que nos pase de nuevo lo de la otra vez? —el niño sonrió de oreja a oreja al recordar—. ¿Quieres que nos echen de aquí también, Sam?

    El pequeño arrugó el entrecejo. Preocupado porque su madre tuviese razón le extendió los bracitos.

    —Penona ¿ti?

    Enara lo cogió en brazos y aspiró su aroma infantil mezclado con el olor a tierra mojada, flores y fresas silvestres.

    —Tienes que portarte bien, Sam. Las personas no son juguetes, ¿lo entiendes? —El niño asintió con la cabeza—. Por mucho que te gusten los animales, no puedes ir convirtiendo a los humanos en mascotas.

    —Se lo he dicho cientos de veces, pero ¿adivina de quién heredó la tozudez?

    Ella lo sentó de nuevo en la silla para darle desayuno. Con la cuchara de nuevo en la mano señaló al perrete.

    —Será mejor que cierres el hocico, Avalon. No te hagas el inocente porque no te va. Sam hace contigo lo que le da la gana.

    —¿Qué quieres que haga si me pueden sus pucheros? Soy un perrete sensible, ya lo sabes.

    La bruja resopló.

    —Que me avises no estaría mal.

    —No hablas en serio. Sabes que no soy ningún chivato. ¿Cómo me pides que lo delate? Eso es tan feo como contarte todos los revolcones que he tenido con las deliciosas labradoras de tu amigo el vete. Un poquito de por favor.

    Enara puso los ojos en blanco y llenó su cuenco de pienso. Luego se ocupó de darle desayuno a Samuel.

    —Dramas los justos, por favor. No puedes comparar una cosa con la otra.

    —Vale, pero tú tampoco puedes negar que ha sido gracioso verlo con aquella cola gigante, aunque quizá sería más atractivo si lo convirtiese en lobo.

    —Chist… no le des ideas, por favor.

    Un par de golpes hizo que ambos diesen un respingo. al ver al vecino parado en la puerta trasera, Samuel dio un chillido y dio palmas de contento. Enara se levantó como un resorte y dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes a su vecino abrió la puerta de un tirón.

    —¿Qué quieres?

    —Mira, sé que me pasé diez pueblos con el comentario y sólo quiero disculparme por lo que dije sobre tu hijo. —El hombre alzó ambas manos y esbozó una pequeña sonrisa—. ¿Empezamos de nuevo?

    La mujer se fijó en el ramo de flores y en el bonito peluche con forma de lobo que su vecino cargaba en las manos.

    Ella cabeceó y se hizo a un lado. Borja interpretó el gesto como una invitación a pasar. En cuanto puso un pie en aquella cocina, el niño sonrió de oreja a oreja y movió las manitos.

    —¡Sam!

    Enara clavó la mirada en el techo y contó hasta diez. En su cocina, un gran lobo de pelaje castaño y ojos azules emitía sonidos guturales de evidente enfado.

    —¡Bito! —exclamó el pequeño brujo que, con rapidez desapareció para volver a aparecer junto al enorme animal. Su madre se cruzó de brazos y enarcó una ceja mientras observaba con mirada asesina a Avalon que, hacía un esfuerzo impresionante por no reír a carcajadas.

    —No, no, no… a mí no me mires así que el de la idea no he sido yo.

    —Samuel O’Neill, haz el favor de deshacer lo que hiciste o no volverás a salir de tu habitación.

    Antes de que su madre se enfadase más, el niño deshizo el hechizo. A gatas, Borja miraba al pequeñajo con ganas de morderlo.

    —Así que te gusta jugar, ¿no? —el pequeño cabeceó y curvó su boquita en una pícara sonrisa—.

    —Escucha, te lo puedo explicar. —Borja negó con la cabeza y tras alzar la palma en dirección al pequeño, lo convirtió en un cabrito montañés que, comenzó a balar con angustia.

    —Pe… pe… pero tú eres un…

    El hombre asintió en silencio. Sin perder tiempo cogió al cabrito por el cuello y se lo acercó a la cara.

    —Vamos a ver si al pequeño cabrito le gusta que jueguen así con él.

    —Cambia a mi hijo ahora mismo —exigió Enara tras darse cuenta de que sus hechizos no funcionaban.

    —No.

    El cabrito soltó una cagada pestilente que dio a parar en las botas del brujo.

    —Con dos cojones peludos, sí señor. —ambos brujos miraron al perro con cara de pocos amigos. Sam soltó otro balido lastimero.

    —No puedes dejarlo así, es demasiado pequeño.

    —¿Pequeño? Un liante. Eso es lo que es. Puedo y lo haré. Si tú que eres su madre no le da una lección, cuando alcance los cuatro y pueda pronunciar hechizos en voz alta estaremos en problemas.

    —El brujo guaperas tiene razón.

    —¡Cierra el hocico! —dijeron los brujos al mismo tiempo.

    Avalon se tumbó con las patas sobre la cabeza.

    —En todo caso, es mi problema, no el tuyo.

    —En eso te equivocas. Si os pillan yo estaré en problemas. Mi deber es vigilar que los humanos de esta zona se mantengan ignorantes respecto de nuestra naturaleza y tu pequeñajo comienza a ponerme las cosas difíciles.

    Enara alzó ambas palmas. El brujo tenía toda la razón y por más que le doliese debía hacer algo al respecto antes de que se viesen en graves problemas otra vez.

    —Sam —dijo dirigiendo la mirada hacia el cabrito que balaba sin parar—. Debes prometer que no usarás la magia de nuevo con ningún humano. ¿Lo prometes?

    El cabrito soltó un balido agudo. Los brujos se dieron por satisfechos y Borja devolvió la forma humana al pequeñajo.

    —A ver, Sam. ¿Qué no hay que hacer? —El niño miraba al hombretón con la carita muy seria.

    —Da maya e dos humanos.

    —Muy bien —dijo el brujo.

    El timbre sonó varias veces. Disculpándose con la mirada, Enara salió a toda prisa. El estruendo de unos chiquillos entrando en tromba en la cocina dejó a Borja sin palabras.

    —¡Tito! —Sam chilló.

    Los hombres se miraron. El niño agitó los deditos regordetes. En segundos, la cocina quedó convertida en una leonera y no por que estuviese hecha un desorden que también, sino por los cinco felinos que ocupaban todo el espacio disponible. El hermano de Enara rugió y sus hijos lo imitaron.

    Borja soltó al pequeño en brazos de su madre y se llevó las manos a la cabeza. Enara reprimió una risita y Avalon permaneció agazapado bajo la mesa.

    —¿Será posible? —El brujo miraba a su alrededor sin dar crédito—. Pero ¿es que acaso tu hijo no es capaz de seguir órdenes?

    —Bueno… —Enara quiso explicarse, sin embargo, Borja negó con la cabeza.

    —¡Tetes! —la bruja sujetó las manos de su hijo antes de que el desaguisado fuese peor.

    —Seguirlas, las sigue —interrumpió Avalon—. Le habéis hecho prometer que nada de magia con los humanos, pero su títo y sus primos no son humanos, son brujos. A ver si empezáis a ser más cuidadosos que no os voy a durar toda la vida.

    El brujo miró a su vecina con aquel pequeño monstruito en los brazos y exhaló un suspiro. Después de deshacer los hechizos y realizar las presentaciones correspondientes se marchó a casa; era eso o terminar convirtiendo a aquel chiquillo de nuevo en un cabrito o cualquier otro animal de corral, cosa que a la bruja de su madre no le gustaría ni un pelo. Los hermanos lo vieron cruzar el jardín. En sus rostros la preocupación formaba pequeñas arruguitas alrededor de sus bocas. Por el contrario, el pequeño Sam sonreía y daba palmas encantado mientras en su mente traviesa más ideas cobraban forma. Avalon tembló en cuanto el pequeñajo le plantó la mano en el hocico.

    —No, no, no. Conmigo no cuentes, enano. Quiero alcanzar mi mayoría de edad y como me embauques el brujo me despelleja y me convierte en abrigo de invierno. —Sam se carcajeó.

    —¡Ti! —El perrete se cubrió los ojos con las patas mientras Sam lo llenaba de besos mojados otra vez.

    —¿Qué tramáis? —Enara miró a su hijo y luego a su gran perro.

    —No quieres saberlo, créeme que no quieres saberlo.

    —Yo de ti le haría caso a Avalon, querida —cuchicheó su hermano—. Al menos así el colega no va a poder inculparte.

    —Inculparme es lo de menos… Va a querer pulverizarme —dijo Enara arrugando la nariz en una mueca.

    —Por la forma en que te mira, polvorizarte sí que puede querer.

    —¡Calla, insensato!

    Ambos se miraron y, aunque trataron de mantener la seriedad, no tardaron en estallar en carcajadas. Ante las risas de su madre y de su tito, Sam movió de nuevo los deditos y desapareció. El grito del vecino Hizo vibrar los cristales de la cocina.

    —Te advertí que no ibas a querer saber —Enara le sacó la lengua a su perrete antes de acudir en auxilio de su vecino con su hermano pisándole los talones.


    Este relato ha sido escrito para participar en el «Va de reto enero 2021» propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición era crear una historia llena de optimismo y alegría. Lo del optimismo y la alegría no sé si se cumpla, pero he tratado de crear una historia divertida, eso sí. En la que las travesuras infantiles están a la orden del día.

    Me encantaría que compartieses conmigo tus impresiones en los comentarios más abajo.

  • ¡Felices fiestas… Satan!

    Varias casas adosadas en una ciudad. todo se ve cubierto de nieve.
    Imagen libre de derechos de FreeImages en Pixabay

    Dejo caer mis párpados un breve instante, el que necesito para inspirar hondo e impregnarme del delicioso aroma que destila el más puro terror. Me regodeo una fracción de segundos más; sólo un poco, hasta que mis glándulas salivales se inquietan y sé que ha llegado el momento.

    Permito que mis pupilas se paseen por aquel rostro angelical. Es tan inocente que no es consciente de lo que hizo al invocarme con su lengüilla rosácea, esa que todavía se enreda entre las vocales y las consonantes. Sonrío con malevolencia. La pequeñaja me devuelve la sonrisa y sus ojillos vivaces brillan de expectación. Mis ojos se desplazan. Las alas de mi nariz se expanden y mis pupilas se dilatan mientras que las de aquel sujeto se contraen. No sabe quién soy; aun así, el instinto le advierte del peligro inminente.

    Me anticipo con facilidad a sus movimientos y con un zarpazo certero le secciono la yugular. La ficticia barba impoluta se torna rosada; el traje aterciopelado se empapa, aunque no hay demasiada diferencia entre el líquido y su tono original.

    Cojo a la pequeña justo a tiempo antes de que quede aplastada por aquel cuerpo que se desliza, sin remedio, hacia el suelo. La chiquilla parpadea y cierra sus ojillos en cuanto percibe las gotas cálidas que le salpican la frente y las mejillas. Siento su pequeño cuerpo temblar y me recreo ante el miedo que se le dibuja en el rostro; ha abierto los ojos y su boquita regordeta se abre al mismo tiempo que las lágrimas le empañan los iris. Ve al hombre desmadejado en el suelo y tras un par de segundos me mira. Me percato de su confusión y sonrío. Ella arruga el entrecejo.

    —¿Satan? —Lo señala con un dedito.

    —Se ha ido, preciosa, pero yo me quedaré en su lugar. —digo y amplío mi sonrisa.

    Ella se fija en mis dientes puntiagudos y chilla. Intenta correr y yo se lo impido. La agarro con fuerza por el brazo y la atraigo hacia mí. Mi abrazo mortal acalla su aguda voz y mientras sus delicados huesos crujen yo tarareo un villancico. Sorbo su alma y me relamo sin vergüenza ni compasión.

    Termino con mi pequeño tentempié. Vuelvo a sonreír ante la perspectiva que me aguarda. Me deshago del cuerpo de la pequeña y del hombre. Con un ademán arreglo el desaguisado del disfraz y me visto. Me ajusto bien el sombrerillo y echo sobre mí un encantamiento temporal. Cojo el saco lleno de cajas envueltas en papeles coloridos y salgo al frío intenso que me acoge con naturalidad. Echo a andar calle abajo mientras voy silbando una tonadita propia de la Nochebuena. Me detengo ante una bonita casa. Desde la puerta escucho las risas, la música y me relamo antes de tocar. La puerta se abre con rapidez. Sonrío con malevolencia, aunque de seguro no se nota gracias a la tupida barba que me cubre la cara.

    —¡Felites festas, Satan!

    El pequeñajo regordete que sale de detrás del joven que abre sonriente despierta mi apetito.

    —Jo, Jo, Jo —suelto y me sobo a la altura de la tripa.

    «No tienes idea de lo felices que me resultarán estas fiestas, enano», pienso y doy un paso en el instante en el que aquel joven se hace a un lado y me invita a pasar.


    Este relato ha sido escrito para participar en el “Va de reto diciembre 2020” propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición era escribir un relato de terror en torno a la navidad. Si te gustó, házmelo saber dejándome tu impresión en los comentarios.