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  • Apetito insaciable

    Vampiro con camisa negra; se le ven los  colmillos además de rastros de sangre.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Se miró en el espejo. El vapor había empañado la superficie y la vista resultaba algo neblinosa. Pasó la palma de un lado a otro para aclararlo y se dio los últimos toques al maquillaje. Sonrió de oreja a oreja y los ojos le brillaron producto de la satisfacción. Había logrado sumarse unos cuantos años conservando, al mismo tiempo, un aspecto fresco y lozano. Acababa de cumplir los dieciocho; no obstante, él no tenía por qué saber eso. Salió del cuarto de baño y comenzó a vestirse. Giró sobre su propio eje. Reprimió una risita mientras meneaba las caderas de un lado a otro. Verse así de atractiva le provocó un subidón de adrenalina. Estaba eufórica sólo de imaginar la cara que pondría al verla con aquel aspecto de «femme fatale». Cogió el móvil y se tomó una foto. Tan pronto como la hubo aprobado, la adjuntó al mensaje directo con un texto que decía: «Estoy lista para ti, cariño».

    Pulsó en el botón enviar y exhaló un hondo suspiro. Se miró de nuevo en el espejo y se lanzó un sonoro beso. Con destreza bloqueó la pantalla del móvil y lo dejó caer dentro del pequeño bolso que iba a juego con el atuendo. Dio un vistazo al dormitorio, cogió las llaves de la cómoda y salió como si estuviese caminando en una pasarela de modas.

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    La noche era fría y cerrada. De pie, entre las sombras, la vio salir del edificio. Se detuvo un instante para pegarse mucho a la pared; ella se había girado de improviso y no le interesaba perderse la oportunidad de acecharla. La observó de pies a cabeza. Lucía nerviosa, ¿quizá excitada? El pensamiento le hizo agua la boca y le disparó la frecuencia cardíaca. Permaneció inmóvil durante un rato mientras respiraba profundo. Era imperioso que calmase la necesidad acuciante de abordarla.

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    Tabaleó con el pie contra la acera mientras esperaba que el semáforo cambiase de luz. El ruido incesante del tacón se escuchaba casi tan rápido como los latidos de su corazón. Miró el coqueto reloj de pulsera que destellaba con las luces del poste más próximo. Todavía tenía algunos minutos para llegar al punto de encuentro; aun así, el ansia la mantenía hiperactiva. No entendía por qué había querido que se encontrasen allí, cuando habrían podido ir a cualquier otro lugar. Daba igual, lo importante era que por fin podrían verse cara a cara.

    Estaba loca por ver su reacción cuando la tuviese en frente. De seguro se quedaría con la boca abierta. Se había esmerado mucho sólo para conquistarlo. Además, quería verificar si aquella boca era tan sensual en vivo y directo como parecía en las fotos.

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    La siguió durante todo el trayecto. Le gustaba esa etapa de la caza. No obstante, se obligó a mantener una distancia prudencial. En un par de oportunidades creyó que lo había descubierto; por fortuna fue mucho más astuto.

    El silencio se hizo más notable a medida que se acercaban a los predios del parque. Por esa razón se rezagó todavía más; el ruido de sus pasos era apenas perceptible; aun así, no se arriesgaría llegados a ese punto. En el fondo no le preocupaba quedarse atrás; el repiqueteo de los tacones le indicaba su ubicación precisa.

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    Faltaba media cuadra para llegar. Aceleró el paso. Pese a no escuchar nada a su alrededor llevaba rato sintiéndose observada. Volvió la cara varias veces; no vio a nadie.

    El frío se hizo sentir un poco más gracias a la brisa gélida que le acariciaba las largas piernas. Se mordió el labio inferior; la duda la abordó con insidiosa insistencia. La idea de que había sido un error presentarse con aquella minifalda tan corta en su primera cita no la dejaba en paz. Atravesó la verja del parque y echó a andar. Los altos tacones repiqueteaban, fantasmales, rompiendo el silencio. Puso su mejor sonrisa y volvió a girarse al sentir un par de pasos acercarse. Se quedó lívida al darse cuenta de que no había nadie tras de sí.

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    Casi se le escapa una carcajada al percibir su nerviosismo. Se estaba divirtiendo a lo grande. Le gustaba esa sensación de poder que le concedía el acecho. Sacó su móvil y desbloqueó la pantalla. Pulsó sobre el ícono y allí estaba, su último mensaje directo. Sonrió mientras tecleaba con rapidez. Se relamió al pulsar sobre el botón de enviar.

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    La vibración del móvil dentro del bolso la sobresaltó. Se mordisqueó la uña del dedo índice; No estaba segura de si debía sacar o no, el dichoso aparato. Estaba sola en aquel parque, aunque él no debería tardar en llegar. Quizá era algún mensaje avisando que se retrasaría. Con cautela abrió el bolso y lo sacó mirando a un lado y a otro antes de fijarse en la pantalla. Introdujo el código con los dedos tensos y falló, así que repitió el proceso hasta que pudo desbloquear el teléfono y tener acceso pleno; pulsó con rapidez sobre la notificación. Su rostro palideció al leer el mensaje. Temblorosa, dejó caer el móvil dentro del bolso al tiempo que miraba a todos lados con el corazón martillándole en la garganta y una gota de sudor corriéndole por la espalda.

    —¡Que sepas que no es gracioso! —Oculto entre las sombras él la observaba con los labios curvados en una sonrisa espeluznante—. Vamos, no me habrás traído hasta aquí solo para asustarme, ¿no?

    El móvil volvió a vibrar. Frotó varias veces una de sus palmas sudorosas contra la tela de la pequeña minifalda; sentía las manos entumecidas y así, de seguro terminaría por tirar el chisme al suelo. Hizo un esfuerzo para controlar el movimiento involuntario y lo cogió otra vez. Sacó el móvil con cautela y se dispuso a leer el nuevo mensaje directo.

    Un nudo se le formó en el estómago. Los latidos del corazón retumbaban en su cabeza y un regusto amargo le llegó hasta la garganta. Soltó de nuevo el móvil dentro del bolso y echó a andar con rapidez deshaciendo sus pasos. Las luces de los faroles se apagaron al mismo tiempo y, de pronto, el parque quedó envuelto en una oscuridad inquietante. La joven se irguió y aferró el bolso con fuerza. Una punzada dolorosa se le alojó entre la nuca y los hombros. Se obligó a inspirar hondo y despacio para evitar que los nervios y su prolija imaginación le jugasen en contra. Aquello se estaba pasando de castaño oscuro y ella no le daría el gusto de que le viese la cara.

    —¡No es divertido, Fabián! Deja de jugar que no me hace ni puta gracia, ¿me estás escuchando? —Aquella voz trémula le produjo una gran erección.

    Verla tan acojonada le producía un inmenso placer. Sacó la punta de la lengua para percibir la intensa huella que dejaba en el aire el aroma del miedo; se relamió con gusto y siguió adelante. Tabaleó con los dedos sobre la pantalla del móvil; le enviaría un nuevo mensaje. Le encantaba jugar con las emociones humanas.

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    La vibración del bolso la hizo dar un respingo. maldiciendo por lo bajo metió la mano y comenzó a hurgar en él. Utilizó la propia luz de la pantalla para poder leer el nuevo mensaje directo.

    «Vas a morir, preciosa; pero antes, tú y yo lo pasaremos a lo grande, te lo prometo.»

    —¡Estás loco! ¿Eres un puto enfermo, me oyes?

    Una carcajada siniestra le erizó los vellos y le puso la piel de gallina. Dejó caer de nuevo el aparato dentro del bolso; escuchó el ruido de unos pasos que se acercaban con parsimonia.

    —Mira, macho. Yo no sé qué coño te ha dado, pero lo nuestro hasta aquí llegó, ¿me oyes? Me largo.

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    Hizo acopio de un valor que estaba muy lejos de sentir para soltar aquella parrafada; como no obtuvo respuesta alguna trató de orientarse en busca de la verja. Caminaba a toda prisa; la desesperación era como un motor que la impulsaba a permanecer en movimiento. Cuando creyó que estaba a punto de alcanzar la salida, un golpe seco y metálico se escuchó; el eco del portazo reverberó durante varios segundos. El sobresalto hizo que el corazón le diese un brinco. Ahogó un grito y corrió como pudo en dirección a aquel sonido. Se abalanzó hacia adelante; uno de los tacones se le quedó trabado en la gravilla. Trastabilló y se torció un tobillo. A pesar de sus intentos no logró mantener el equilibrio y terminó dándose de bruces contra los barrotes. Los cogió con ambas manos y se aferró con todas sus fuerzas. El sabor cobrizo y salado de su propia sangre se mezclaba con la sal de las lágrimas que le mordían las mejillas. Impulsada por el terror agitó la verja mientras gritaba pidiendo auxilio; pese a sus esfuerzos, seguía fija sin moverse ni un ápice.

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    Otra vez aquella maldita vibración. Durante una fracción de segundos sopesó la idea de lanzar el bolso muy lejos; sin embargo, se contuvo. Con los ojos llenos de lágrimas volvió a meter la mano; tanteó el contenido a ciegas hasta que lo encontró y lo sacó. Se limpió la nariz con el dorso de la mano. tomó una gran bocanada de aire y Miró una vez más la pantalla. Leyó el mensaje.

    «Es mejor que no malgastes tus fuerzas, preciosa; las vas a necesitar para lo que te tengo preparado. Yo de ti, pensaría por dónde quieres que comience la diversión.»

    Las lágrimas le corrieron el maquillaje. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía respirar. Estaba casi al límite; en cualquier momento se pondría histérica o terminaría siendo víctima de un colapso fulminante; perdió el control de su cuerpo; los temblores eran cada vez más intensos y limitantes. Los ojos casi se le desorbitaron al atisbar aquellas sombras aproximándose. Desesperada, intentó teclear un mensaje para pedir ayuda; no fue capaz de escribir nada que fuese legible ni coherente. Soltó el móvil, vencida por el más puro terror. Otra risa macabra se escuchó en medio de la noche y, sin pensarlo, echó a correr despavorida entre chillidos y aleteos de criaturas que no lograba divisar en la penumbra.

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    Miró ceñudo aquel par de mensajes en la cronología. Ya se encargaría de eso cuando hubiese terminado de jugar con ella. Sus labios se curvaron en una sonrisa macabra; el par de filosos colmillos destelló un instante bajo la tenue luz de la pantalla. Se guardó el móvil en el bolsillo trasero del pantalón luego de bloquearlo. Sacó un par de guantes y se los puso con cuidado. Había descubierto que aquel juego mejoraba cuando incluía estrategias humanas para causar dolor y dejaba su poder solo para desgarrar las mentes; después, era mucho más gratificante apoderarse de sus almas y disfrutar del sabor de la sangre tibia. Luego de recrearse con lo que le haría, cuchilla en mano, echó a andar a su encuentro; anhelaba saborearla por completo.

    Minutos más tarde el silencio se vio interrumpido por un grito desgarrador seguido de una risa escalofriante. Una melodía de sonidos espeluznantes e indescifrables se apoderó de la noche.

    El alba despuntaba en el horizonte; los sonidos se fueron apagando a medida que la luz se abría paso acariciando cada centímetro de superficie. Un breve destello se perdió en medio de la luminosidad y el insistente sonido de una serie de notificaciones se elevó como una muda plegaria; sólo entonces el silencio se alzó, insoslayable.

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    Noches después, en un establecimiento de la ciudad, el gesto adusto del ancla del noticiero acompañado por su lapidario tono capturó la atención de los clientes que, horrorizados, seguían con atención la terrible reseña: otra chica de dieciocho años había desaparecido en misteriosas circunstancias. La joven, quien respondía al nombre de Samantha Harris, era la novena que desaparecía en menos de tres meses sin dejar rastro alguno.

    Sentado en aquel café, sonreía con discreción. El terror que pudo percibir en todos aquellos comensales lo regocijó tantísimo que casi olvida la razón que lo había llevado hasta allí.

    —¿Vas a querer algo de cenar, cariño? —La pregunta casi le roba una carcajada.

    —Todavía no me decido, pero te avisaré en cuanto lo haga.

    —Cerramos a las veintitrés. —La muchacha miró hacia el reloj colgado en la pared junto al televisor.

    —Lo tendré en cuenta, preciosa. —La chica se ruborizó y se marchó a la siguiente mesa.

    La siguió con la mirada. Suspiró y frunció los labios. Habría jugado con ella; sin embargo, las prefería más jovencitas.; justo como esa que no había dejado de mirarlo desde que entró.

    Cogió el móvil y se dispuso a crear su nuevo perfil . Debía hacer contacto con su próxima compañera de juegos; la última había despertado en él un insaciable apetito. Alzó la mirada; ella continuaba comiéndoselo con los ojos. Hizo lo pertinente antes de iniciar la caza: borró su propia imagen de aquella mente tan excitable.

    Sonrió para sus adentros; sí, ella sería una estupenda compañera de juegos.



     

     

     

     

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  • EL ÚLTIMO SACRIFICIO

    Fotografía de una mansión de estilo victoriano  bastante señorial en la que se ve también una torre.
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    Miró el reloj en el salpicadero y frunció el cejo. Tenía la sensación de que había pasado mucho más que esos tristes diez minutos. Desplegó una vez más aquel mapa lleno de trazos e indicaciones y bufó, agobiada. Redujo la velocidad al ver que la carretera se estrechaba.

    —¿Era demasiado difícil escoger un destino convencional? —pensó, mientras seguía con un dedo la línea en aquel mapa. Cerró los ojos al escuchar aquel estruendo, sinónimo de que una tormenta poco amigable estaba ansiosa por darle la bienvenida.

    Se esforzó en descifrar aquella letra diminuta y enrevesada.

    —la Mesa de los Tres Reyes, Ukerdi, Budogia, Txamantxoia, girar a la izquierda dejando atrás el valle de Belagua; a doscientos metros, girar a la derecha en el camino señalado por el Haya inclinado a la izquierda —masculló mientras alzaba la mirada intentando ver más allá de la densa niebla que comenzaba a cubrir todo el suelo, elevándose con parsimonia.

    Dio un respingo al sentir como el todoterreno traqueteaba ante lo deteriorado de aquel pavimento que, más que pavimento parecía suelo lunar. La lluvia hizo acto de presencia justo cuando divisaba el dichoso árbol. Recordando las instrucciones que había leído incontables veces, se adentró en el camino, atisbando por fin aquel poblado perdido en el fin del mundo.

    La lluvia arreció justo cuando pasaba frente a un desvencijado cartel en cuyo texto podía leerse: “bienvenidos a Hartosya”.

    Miró la pantalla del móvil y puso los ojos en blanco. En aquel pueblo olvidado por todos los dioses no había forma de comunicación. Resignada ante su situación, decidió seguir su instinto. Por suerte aquel pueblo era tan diminuto que en menos de media hora ya había alcanzado el hostal.

    Bajar del todoterreno resultó una tarea titánica. El viento chocaba con tal fuerza contra el vehículo que a cada intento la puerta volvía a cerrarse del tirón. Exasperada, comenzó a pulsar con fuerza el claxon, haciendo que todas las luces del hostal y de varias viviendas cercanas se encendiesen.

    Cuarenta minutos después, luego de pelearse con el viento, la lluvia, el barro, los perros y una marmota en extremo descarada, descansaba frente a un fuego reconfortante en el salón cercano al comedor. Volvió a estremecerse ante el eco de la tormenta que, azotaba el techo y los ventanales. Sosteniendo con ambas manos la taza de chocolate espeso y humeante, miraba la danza hipnótica de aquellas llamas, en busca de alguna explicación lógica que no la llevase a azotarse mentalmente una y otra vez, por haberle hecho caso a la panda de gilipollas que tenía por amigos y no haberse largado a Nueva Orleans como tenía pensado.

    —Venga, nena, no puedes seguir enfurruñada todo el fin de semana, ¿no?

    —Déjala, Juanjo. Ya se le pasará cuando pueda ver el paisaje y lo chachi del plan que tenemos preparado —Elaya desvió la mirada hacia David sin soltar la taza de chocolate.

    —A mí no me eches esas miraditas asesinas, que obligarte yo no te obligué a venir, ¿eh?

    —Obligarla, lo que se dice obligarla, no. Pero le cancelaste la reserva de hotel en NOLA, cariño —David frunció el cejo ante el comentario de Miriam.

    —Joder, cielo, no me ayudes tanto. —Miriam sonrió antes de darle un beso en la punta de la nariz y sentarse junto a Elaya.

    —Comienza a cerrarse el chorro —Juanjo se acercó a toda prisa junto a Sara, que se había apostado frente al ventanal del salón a montarle cacería a la tormenta.

    —Joder, tenéis que ver esto, madre mía, es increíble —El entusiasmo de Juanjo hizo que Miriam y David se levantasen de un salto para mirar.

    —Tienes que ver esto, Elaya, en ningún otro lugar vas a poder disfrutar de algo así —Elaya alzó la mirada. La sonrisa de Miriam era de tal satisfacción que supo que no era otra broma pesada.

    Sin soltar la taza se puso en pie, acercándose despacio.

    La vista la sobrecogió por un instante. La luz de la luna en creciente iluminaba el paisaje platinando la superficie de todo lo que iba tocando a su paso. El cielo, ahora despejado brillaba de tal forma, que las estrellas parecían danzar unas con otras al contraste de la noche cerrada que las abrazaba dándole cobijo. A la izquierda, se divisaba una de las tantas montañas que rodeaban aquel valle, mientras que a la derecha se abría un idílico paraje rodeado de un espeso bosque de pinos negros, abetos y hayas en cuyas copas la luz de la luna parecía regodearse y brillar con más fulgor.

    Un solitario relámpago restalló sobre la montaña, iluminando por segundos un extraño saliente con forma de terraza que no parecía ser parte de aquella formación rocosa. El potente trueno no se hizo esperar. Luego del respingo característico ante semejante estruendo, Elaya desvió la mirada y se quedó presa de aquella impresionante visión. Curiosos por su reacción, todos se ubicaron con la intención de poder divisar qué había dejado aquella expresión en el rostro de su amiga.

    —Joder, ¿alguno tuvo tiempo de ver algo más? —Juanjo, Miriam y Sara negaron con la cabeza.

    —A mí me pareció una edificación —David miraba a Elaya con suspicacia.

    —tiene usted razón, niña —aseguró una voz profunda y rasposa—. Esa es la mansión maldita de los Ludwig Von Der Pfordten.

    Todos se giraron para ver a quien pertenecía aquella voz.

    —Por cierto, vuestras habitaciones ya están listas—Elaya observaba al hombre con atención.

    —Claro, esa es la mansión embrujada, ¿no? —El hombre guardó silencio ante la pregunta de Juanjo—. Joder, no es para tanto, ¿no? Que solo era una pregunta inofensiva —Miriam y Sara miraban a Juanjo con cierto deje de reproche.

    Elaya siguió con la mirada al hombre hasta que se perdió de vista.

    —No sé vosotros, pero yo estoy hecha polvo —Elaya miraba su taza de chocolate vacía, mientras seguía dándole vueltas a aquella visión—. Voy a meterme en la cama al menos hasta el medio día —murmuró, alzando de pronto la mirada al sentir aquel aroma a lavanda tan cerca.

    Sus miradas se cruzaron y Elaya se quedó como suspendida en el tiempo.

    —permítame su taza, niña y disculpe a mi marido, por aquí hay cosas de las que no nos gusta hablar, pues —Elaya asintió, dejándose quitar la taza por aquella mujer—. Os hemos preparado las habitaciones que dan al jardín trasero, son más cómodas y más calentitas.

    —Gracias, señora… —Elaya cayó en cuenta de que no tenía idea de cómo se llamaba aquella gente ni aquel hostal.

    —Llámeme Inés, niña. Por aquí no nos andamos con muchos formalismos, pues.

    —su hostal es muy bonito, Inés —elogió David—. Y su comida ha estado buenísima.

    Inés rio bajito, tapándose la boca con la mano libre, mientras mascullaba algo que solo Elaya parecía entender.

    —Perdón, ¿qué ha dicho?

    —dijo que eres un zalamero y que más de una tendría que tener cuidado, incluyendo a tu chica —Elaya miraba a David y a Miriam, que a su vez la veían con tanto desconcierto como Inés.

    Elaya detestaba ser el centro de atención así que salió del salón dando largas zancadas, antes de que sus amigos empezaran con lo mismo de siempre.

    Inés la siguió con la mirada, apretando la taza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

    —No vaya a ofenderse, Inés. Elaya es una buena chica; un poquito rara a veces, pero es inofensiva —La mujer veía a Juanjo y al resto de jóvenes con evidente preocupación.

    —No la dejéis sola allí arriba —Todos siguieron la mirada de Inés, que veía con fijeza el ventanal quedándose inmóvil en la misma posición en la que había estado Elaya.

    —No se preocupe de nada, Inés, claro que no la dejaremos sola —Inés asintió sosteniéndole la mirada a David, antes de girar sobre su propio eje abandonando el salón.

    —¿será que sí hicimos bien en venir aquí, cariño?

    —No vayas a empezar con esto de nuevo, Miriam.

    —Puede que Miriam tenga razón, David; no es para que te mosquees, pero tienes que reconocer que desde que llegamos están pasando cosas muy raras —David veía a Sara con evidente fastidio.

    —¿Qué mierda es esa? —Juanjo no pudo evitar estremecerse; Miriam dio un respingo y Sara corrió hacia el ventanal al escuchar aquel tañido de campanas tan singular y estridente.

    —¡Joder, es como si la puta campana tuviese un amplificador que fuese aumentando el volumen! —David se tapó los oídos con ambas manos y lo mismo hicieron los demás ante aquel sonido tan insoportable.

    Los cristales del ventanal se hicieron añicos de pronto y tal como el sonido había comenzado, se detuvo.

    Elaya reapareció en el salón sin zapatos y con el matrimonio detrás empuñando escoba, pala y bote de basura.

    —Mejor quédate donde estás, el salón está lleno de cristales y tu vas en calcetines —Juanjo se le acercó, forzándola a dar unos cuantos pasos atrás.

    —¿qué coño ha sido eso? —preguntó David, acercándose a Miriam para abrazarla.

    —La campana —Juanjo miraba al hombre sin dar crédito a la naturalidad con la que lo decía.

    —qué, hacéis misas nocturnas? —Sara y Elaya miraban a Juanjo con algo más que reproche—. Venga, ya me callo —Juanjo hizo el gesto de cerrársela boca con una cremallera mientras observaban a Inés barrer con gran eficiencia como si estuviese acostumbrada.

    —No, esa es la campana de la muerte —Todos se quedaron observando a la mujer manejando la pala y la escoba, atónitos por semejante declaración.

    —Es una broma por todo esto del Halloween, los santos y los muertos, ¿no? —David dio un paso adelante acercándose a Inés—. Es parte del espectáculo que hacéis y todo eso —El hombre suspiró, mientras su mujer negaba con la cabeza sacudiendo la pala en el basurero.

    —La llamamos la campana de la muerte, porque cuando tañe de esa forma, alguien muere al día siguiente —Inés miraba a Elaya a los ojos—. Nosotros no entendemos de eso que dice, joven —Inés miró a David solo un instante antes de seguir recogiendo cristales—. Aquí seguimos las tradiciones paganas y hacemos nuestro «gaztañerre eguna» porque a los muertos hay que tenerlos contentos y tratarlos con respeto, pues.

    —Y siempre tañe los treinta de octubre, ¿verdad? —Inés asintió a Elaya apretando los labios.

    Elaya miraba a cada uno de sus amigos sintiendo cómo se le formaba un nudo en el estómago.

    —Esa campana está ahí arriba, ¿no es verdad?

    —así es, niña. Es la campana de la capilla que está junto al mausoleo de la mansión.

    —Calla, Inés.

    —si no se lo decimos nosotros, cualquiera lo hará mañana, Manuel. ¿qué diferencia hay? La campana ya sentenció.

    —¿Por qué no os gusta hablar de ese tema? —Elaya miraba a ambos con atención—. Las leyendas siempre se transmiten de generación en generación y siempre se hace con cierto orgullo.

    —Pero es que esta no es una leyenda, niña —Elaya y sus amigos miraban al hombre que por fin parecía decidido a hablar—. La mansión sigue estando en pie y mientras más los mentemos, más poder le damos y por aquí ya estamos hartos de tanto estrago, de no poder vivir en paz.

    —Si es que el nombrecito les viene como anillo al dedo, “Hartosya” —Juanjo rio por lo bajo.

    —Serás gilipollas, macho.

    —¿qué? Si es graciosísimo, Hartos … —Juanjo iba a reírse de nuevo pero las chicas le hicieron callar con aquellas miradas asesinas—. Vale, vale, lo pillo, me callo. Joder, que mala leche que lleváis.

    —¿a quienes se refiere, Manuel? —El hombre vio a Elaya un instante antes de bajar la mirada, nervioso.

    —A los espíritus, niña. Los espíritus que viven ahí arriba.

    Ante aquellas declaraciones, los jóvenes se veían entre sí sin saber si dar crédito o no a la pareja.

    —¿usted los ha visto, Manuel? —El hombre negó con la cabeza antes de hacerse cuatro veces aquella señal que Elaya reconoció al instante, un nudo cuaternario o escudo; el símbolo característico para pedir protección contra los malos espíritus.

    —nadie que los haya visto ha vuelto, niña —Manuel recogió el bote de basura y la pala y se apresuró a salir del salón.

    Elaya lo siguió con la mirada, pensativa.

    —Y entonces, si nadie que los haya visto ha vuelto nunca, ¿cómo es que se supone que sabéis que están allí arriba? —La mujer se encogió de hombros.

    —Nosotros somos gente de pueblo, joven. Si pasan cosas raras, decimos que son los malos espíritus que están furiosos. No nos buscamos explicaciones complicadas. De toda la vida se sabe que ahí arriba hay espíritus, pues —David miraba a la mujer con evidente escepticismo.

    —¿Y usted qué cree, Inés? ¿cree que ahí sí hay malos espíritus? —Inés miraba a Elaya sopesando si seguir hablando o callar.

    —Yo solo sé que por estas fechas siempre pasan más cosas raras, pues. Cosas que a uno le hacen entrar el miedo en el cuerpo, niña.

    —Pero esa casa o lo que sea, está vacía, ¿no? —Inés asintió a Miriam, que se había sentado en el sillón cerca del fuego.

    —sí, niña, tiene más de cien años que ahí no vive nadie.

    —¿Nadie se ocupa de darle mantenimiento? —Inés negó con la cabeza; Juanjo la observaba, sorprendido.

    —Ni los sirvientes que trabajaban para los dueños se quedaron, joven.

    —¿vivía mucha gente ahí arriba, Inés? —Inés se quedó pensativa un instante antes de negar con la cabeza.

    Elaya la miraba con renovado interés. Su curiosidad ante aquel misterio iba aumentando con cada pregunta.

    —Ahí solo vivían los señores, sus tres hijos y el coronel con su mujer, niña.

    —Y no se sabe qué pasó con esa gente, ¿por qué dejaron la mansión? —Inés negó con la cabeza.

    —Esa gente era muy rara, pues. No le gustaban las visitas, vivían siempre ahí arriba. Ni los niños iban a la escuela con los demás, pues; subía la maestra, el doctor, el padre que estuviera en la iglesia.

    —Es que eran de la sangre azul, mujer—David y Juanjo se apresuraron a ayudar al hombre a cargar con el nuevo ventanal.

    Elaya y las chicas miraban con sorpresa al hombre, ataviado con aquel cinturón de herramientas, cargando con aquello a sabiendas que estaban en el último lugar donde pudiesen esperar servicio a domicilio. Entendiendo la estupefacción de los jóvenes Inés comenzó a explicar que dada la frecuencia con la que deben reponer los cristales, cuando van a por provisiones, traen todo lo que puedan necesitar y lo guardan en el sótano. Así no se estallan con tanta facilidad con cada suceso sobrenatural que ocurre en Hartosya.

    Con el ventanal colocado en su lugar, Manuel se despidió agradeciendo la ayuda de los jóvenes.

    —Descanse, Manuel, buenas noches —el hombre asintió con un movimiento de cabeza a ambos jóvenes y miró a su mujer.

    Inés dijo algo en aquel dialecto tan incomprensible y esbozó una sonrisa dulce sin importarle mucho que Elaya comprendiese o que los demás se fijasen en la mirada que intercambió con su marido.

    Manuel se marchó con rapidez, mientras Elaya le observaba, pensativa.

    Esforzándose en imaginarse cómo sería vivir en aquel pueblo olvidado y sometido al asedio de lo que fuese que les robaba la paz, Elaya reflexionaba sobre lo increíble que podía resultar la resiliencia del ser humano para mantener vivo el amor a pesar de todo.

    —No es solo por el amor, es por la vida misma—murmuró Inés, como si hubiese podido leerle el pensamiento a Elaya. Tras unos segundos de vacilación, la mujer se despidió, desapareciendo tras su marido.

    Elaya apretó los labios observando a la mujer atravesando aquella puerta en la que no se había fijado antes. Dando un giro de ciento ochenta grados miró una vez más a sus amigos, preguntándose qué les depararía aquel último día de octubre en ese lugar.


    Tras haber pasado todo el día entre senderismo, paseo en bicicleta de montaña y un descenso en parapente que les permitió admirar el paisaje del valle y disfrutar al final de una caminata por uno de los reservorios de especies en extinción que constituía el ecosistema pirenaico más relevante de la zona, Elaya y sus amigos decidieron regresar a Hartosya para disfrutar de la celebración que desde tempranas horas estaban preparando los habitantes del pueblo.

    Sorprendidos por el cambio que había tenido el poblado entero, se apresuraron a alistarse para participar de las festividades que comenzarían una vez que el ocaso diera paso a la noche.

    —nunca cambias de disfraz, Elaya. Siempre te vistes de druidesa.

    —Igual que tú siempre te vistes de hada, Miriam —Sara las miraba sentada en su cama, mientras se trenzaba el cabello para ajustarse luego la máscara.

    Un conjunto de golpes se escuchó tras la puerta.

    —¿estáis listas? O todavía tenemos que esperaros mil horas más —Elaya abrió la puerta de un tirón y Juanjo casi cae de bruces al suelo.

    —Ostras, ¿no te parece que eres demasiado grande para ir de elfo?

    —Claro que no, además, entre este trol y yo —Juanjo señaló a David que todavía luchaba por ajustarse el cinturón—, te apuesto a que ganaré más dulces y comida porque soy más tierno —Elaya puso los ojos en blanco un instante, antes de negar con la cabeza.

    —Bueno, moveos de una puta vez, Inés y Manuel ya han salido rumbo a la mansión —David le extendió la mano a Miriam para ayudarle a ponerse en pie.

    —¿La mansión? —David asintió a Elaya—. Parece que cada año celebran un ritual para intentar alejar a los espíritus del pueblo.

    Elaya frunció el cejo y salió a paso vivo de la habitación seguida por los demás.

    Cuando por fin abandonaron el hostal, la visión que tuvieron ante sus ojos les dejó sin aliento. Nada quedaba de aquel pueblo austero que habían visto por la mañana al salir de paseo. Elaya parpadeó varias veces, entre desorientada e incrédula. Echó a andar por la calle, iluminada con cientos de faroles hechos tal y como los harían los antiguos celtas. Sus amigos le seguían de cerca, tan o más sorprendidos que ella. Era como estar en algún poblado medieval, a punto de darle la bienvenida a los espíritus en Samhain. Siguiendo la iluminación llegaron a la pequeña plaza, donde comenzaban los preparativos para la gran hoguera. Desde ahí al mirar hacia el este, podían verse cientos de luces parpadeantes ascendiendo y deteniéndose, ascendiendo y deteniéndose, dejando un sendero iluminado tras de cada llama.

    Elaya se dispuso a subir con el resto de habitantes, pero una mano la sujetó con fuerza deteniéndola de forma abrupta. Al girarse vio a Inés, que la observaba con intensidad.

    —Descubrir la verdad es tu misión; pero has de saber que riesgo certero de no volver tienes —Inés le hablaba en aquel raro dialecto—; el odio se combate con amor; y el miedo con el poder que posees. Cierra los ojos de la mente y sigue la luz que brilla en tu interior —Elaya sintió su brazo derecho arder, como si cada símbolo se estuviese grabando a fuego sobre su piel. Una voz interior, segura e impaciente le repetía que tenía que mantenerse firme y sacó fuerzas desde lo más profundo de sí misma para no retroceder.

    Satisfecha, Inés asintió acercándose para colgar de su cuello un curioso medallón. Elaya lo sostuvo en su mano leyendo en voz baja la inscripción que tenía grabada en el lado anverso. Alzó la mirada y supo que Inés era un alma tan antigua como ella. Sin emitir sonido le dio las gracias usando aquel dialecto y se unió al resto de habitantes que se dirigían rumbo al escarpado cerro donde descansaba la mansión.

    David, que había visto aquel raro intercambio estuvo a punto de preguntar qué estaba ocurriendo, pero la mirada de Inés, fija en Elaya le hizo retroceder e ir a por los demás. Algo le decía que no debían dejarla sola, tal como les había dicho la noche anterior aquella mujer.


    La luna, inmensa y redonda brillaba en lo más alto iluminando el cerro y cada superficie de aquella señorial mansión de estilo neogótico con esa ornamentación tan recargada en la fachada, su techo a dos aguas, las tres torres redondeadas con amplias ventanas que, a pesar del tiempo y el abandono, seguía en pie ofreciendo una bienvenida imponente recordando al estilo de las clásicas mansiones «Queen Anne» que se construían en el siglo XIX y que solían albergar a las familias más aristocráticas de Europa.

    El aspecto espectral que ofrecía la luna acariciando cada torre y cada ventana fue cambiando, a medida que los habitantes rodeaban la mansión con sus faros en alto generando luces y sombras que iban danzando al ritmo de la brisa helada que comenzaba a sentirse cada vez con más fuerza.

    Un coro de voces iba haciéndose cada vez más audible. Las palabras se iban sucediendo una tras otra siguiendo una cadencia que le imponía un carácter casi hipnótico a aquel cántico. Espesas nubes grisáceas arroparon a la luna atenuando su fulgor, adormeciendo por instantes el titilar de las estrellas. Al ritmo de aquella melodía que se escuchaba ahora con más claridad y potencia, la noche iba tornándose más oscura y tenebrosa; el velo que separaba los dos mundos comenzaba a desvanecerse. La tierra empezó a vibrar mientras los habitantes se miraban unos a otros con el miedo asomándose en sus ojos.

    El ritual seguía su curso, cuando la tierra tembló con tal fuerza que una grieta surgió desde lo más profundo, separando un trozo de meseta. El viento comenzó a azotar el cerro con despiadada furia, apagando la mayoría de los faros que todavía seguían palpitantes en las manos de sus portadores. Hombres y mujeres comenzaron a correr despavoridos camino abajo, dejando sus faros, ahora inertes, rodar sin vida por el suelo hasta caer al vacío.

    Elaya se fijó en aquel niño que salía corriendo hacia el interior de la mansión y sin pensarlo dos veces, le siguió. David y los demás le seguían de cerca, abriéndose paso entre la gente que gritaba y corría intentando abandonar la meseta antes de que se desmoronase y terminasen todos en el fondo del abismo.


    Elaya cerró los ojos un instante para dominar el miedo que le producía el aspecto de la mansión desde el interior. La luz de la luna se filtraba a través del techo desvencijado y roto, dando un aura tan tenebrosa que, si no supiese que la mansión estaba deshabitada desde hacía más de un siglo, la abría clasificado como la típica atracción de terror hecha ex profeso para atraer a los turistas ingenuos y ávidos de vivir emociones fuertes. Alzó la mirada intentando distinguir los agujeros, pero los altísimos techos no hacían sencilla la tarea. Acostumbrada por fin su visión a la penumbra, se adentró caminando con cuidado. Sintió un golpe seco tras de sí y dio un respingo al percatarse del cambio en el ambiente. Los gritos de fuera ya no se escuchaban y la acústica de la mansión hacía reverberar con rapidez el eco de cada paso y cada movimiento. Se mantuvo inmóvil un momento intentando percibir alguna otra cosa además del eco de los crujidos de la mansión con cada sacudida de la tierra.

    Escuchó voces amortiguadas y se tensó. Giró sobre su propio eje, intentando ubicar el origen del ruido que iba aproximándose hacia ella.

    El haz de cuatro pequeñas llamas iluminaron la estancia, generando sombras alargadas en las paredes. Respiró profundo y se llevó la mano al medallón que le había dado Inés.

    —Joder, Elaya, pareces un puto espíritu ahí de pie sin moverte —David alzó su faro a la altura del rostro de su amiga—. Salgamos de aquí, esta mansión cruje como si fuese a caer sobre nuestras cabezas en cualquier momento.

    —Tengo que ir a por el niño, iros vosotros.

    —Estás loca si crees que vamos a dejarte aquí arriba sola —Sara negó con la cabeza—. Ve tú a saber expuesta a qué cosas —Elaya miró a cada uno de sus amigos y se sintió afortunada por contar con ellos.

    —Si tú te quedas, nosotros nos quedamos contigo —Miriam se acercó y le tomó de la mano.

    —bueno, eso —Juanjo miraba con cierta curiosidad infantil aquella estancia—. ¿Os habéis fijado que hay telarañas por todos lados? —Sara puso cara de asco al ver a Juanjo sacudiéndose las manos llenas de aquellas hebras platinadas y pegajosas.

    —¿Dices que hay un niño aquí dentro? —Elaya asintió a David—. Venga, pues hay que separarnos para procurar encontrarle antes de que sufra un accidente.

    El golpe de una puerta al cerrarse los hizo ponerse en movimiento.

    —Juanjo, tú y Sara id por la segunda planta —ordenó David—; nosotros iremos a por esta y por el sótano.

    Juanjo y Sara se pusieron en movimiento al igual que Elaya, Miriam y David.

    El antiguo reloj que descansaba en la antesala a lo que debió ser el salón de recepciones y visitas resonó marcando la media noche. Elaya sabía que no tenían tiempo que perder. Un coro de risitas infantiles se escuchaba cerca de las escaleras traseras, seguidas de los pasos característicos de varios niños echándose unas carreras.

    —¿No dijiste que era un solo niño?

    —Vi a un solo niño.

    En la segunda planta, Juanjo revisaba una de las habitaciones cuando la puerta tras de sí se cerró de golpe. Corriendo para reunirse con Sara, intentó abrir la puerta, pero la misma parecía estar atascada.

    Sara por su parte, se encontraba en lo que parecía haber sido la sala de juegos infantiles. Juguetes esparcidos por todos lados daban fe de lo que tuvo que haber sido el punto de encuentro y travesuras de los niños. Una risita la sobresaltó, hasta que divisó a una preciosa niña sentada en el suelo, intentando arreglar una muñeca que tenía el brazo fuera de lugar. Sara frunció el cejo intentando recordar lo que había dicho Elaya.

    La niña le sonrió y Sara respondió al gesto.

    —Hemos venido a buscarte, seguro que tu mamá estará preocupada por ti —La niña seguía sonriendo mientras negaba con la cabeza y le extendía a Sara su muñeca rota.

    Sara hizo el amago de coger la muñeca, pero algo en la mirada de esa niña la detuvo en seco y entonces lo recordó; habían ido a por un niño, no por una niña. En ese instante la niña se convirtió en miles de arañas negras que se aproximaban con rapidez a Sara.

    Un grito rompió el silencio haciendo que todos se detuviesen al instante.

    —Algo le ha pasado a Sara —David y Miriam echaron a correr tras Elaya, que subía la amplia escalera impulsándose gracias a aquel ornamentado pasamanos. Al alcanzar la segunda planta una de las puertas se abrió astillándose. Elaya retrocedió esperando que algo espantoso saliese detrás de aquel montón de madera.

    Juanjo, con los puños en carne viva y las manos empapadas en su propia sangre salió a trompicones.

    —me he quedado encerrado, soy un redomado gilipollas —El grito de Sara se volvió a escuchar y a Elaya se le pusieron los pelos de punta.

    —Vamos, no hay tiempo —Todos corrieron en tromba hasta alcanzar la puerta al final del pasillo.

    David abrió la puerta con ayuda de Juanjo. Al entrar vieron a Sara sobre un escritorio, usando un rifle de juguete para machacar a tantas arañas como le era posible, pero al hacerlo se multiplicaban y cada vez iban cercándola más y más.

    Elaya vio en el espejo el reflejo de una mujer cadavérica que sonreía con malevolencia. Siguiendo su voz interior, comenzó a buscar en el suelo hasta que encontró lo que buscaba y sin pensarlo dos veces, arrojó el libro de cuentos infantiles contra el espejo haciéndolo añicos.

    En ese instante un grito desgarrador se escuchó por todas partes; la tierra comenzó a temblar con fuerza; la ventana tras Sara explotó y una ráfaga de viento entró con violencia empujándola y haciéndola trastabillar. Las arañas desaparecieron sin dejar rastro y Juanjo corrió junto a David al darse cuenta de que Sara se deslizaba sin poder evitarlo rumbo al borde de aquella ventana que daba hacia el jardín posterior. Desesperados por evitar que su amiga cayese desde la segunda planta, ambos le cogieron por las muñecas. Sujetándola y tirando de ambos brazos, los jóvenes utilizaron su propio peso para contrarrestar el de Sara halando con fuerza hasta que por fin la tuvieron a salvo.

    Una risa macabra les heló hasta los huesos. Elaya vio de nuevo a aquel niño que corría escaleras abajo.

    Mirando a sus amigos y teniendo en cuenta el riesgo que habían corrido tomó una decisión.

    —Iré a por el niño.

    —querrás decir que iremos —Elaya negó con la cabeza, acercándose a David.

    —Necesito que hagáis algo mientras voy a por el niño, es la única forma de acabar con esto de una vez y para siempre.

    Apretando los dientes, David y sus amigos escucharon lo que Elaya quería que hiciesen.

    —Si no has regresado para cuando terminemos, iremos a por ti —Elaya asintió dándole un abrazo a David.

    —volveré.

    David, Miriam, Juanjo y Sara le vieron salir a prisa tras aquel niño que ninguno había visto en realidad.


    Elaya parpadeó varias veces para acostumbrarse de nuevo a la penumbra. Siguiendo el ritmo de aquellos pasos infantiles se detuvo al escuchar el primer grito de tantos que se escucharían aquella noche por última vez. Cogiendo con fuerza el medallón, se adentró en la oscuridad, atravesando la cocina rumbo a la alacena y a las escaleras que de seguro la conducirían hacia el sótano.

    Se aferró con fuerza al pasamano de la escalera cuando la tierra volvió a sacudirse. Descendiendo con cuidado, intentó escuchar para orientarse. El repiqueteo de aquellos pequeños pies le indicó el camino. A tientas palpó la pared que tenía frente a sí hasta que encontró el pomo y lo giró, despacio. El pomo y la cerradura se aflojaron; la puerta rechinó y se abrió con lentitud.

    De pie en el centro de aquel sótano, el niño miraba un punto fijo en el suelo. Siguió su mirada y se acuclilló. Frustrada por no poder distinguir nada, se puso a gatas y comenzó a rozar la madera con las manos. Sintió el desnivel y comenzó a tirar con fuerza. Levantó una a una las maderas que encontró flojas. metió una mano con cuidado mientras con la otra se sostenía a duras penas. Cuando hubo metido el brazo hasta la altura del hombro, palpó algo que parecían sacos del tipo que se utilizarían probablemente para guardar la harina o cualquier otro producto. Tragó grueso al darse cuenta que a la altura de su rostro se encontraban aquellos pequeños pies. Respiró profundo y tiró de uno de los sacos, cogiéndolo por el nudo. El saco se rasgó y casi lo pierde junto con el contenido que descansaba dentro, pero lo recuperó por los pelos.

    Pensó en sacar su contenido y esparcirlo, pero al palpar el saco con ambas manos supo con exactitud lo que contenía. Respiró profundo y despacio para contener las arcadas y dejó el saco en el suelo con cuidado.

    El niño se había movido de su lado y parecía esperarla en la escalera. Secándose un par de lágrimas que no pudo contener, ascendió siguiéndole la pista. El niño avanzaba con rapidez, mientras la casa seguía temblando de cuando en cuando y otro grito aterrador se volvía a escuchar en lo alto.

    De pie frente a lo que parecía una puerta de doble hoja, el niño la esperaba, paciente.

    Tras un ensordecedor silencio, Elaya empujó la puerta y entró. El niño desapareció justo cuando la mansión comenzaba a temblar con tanta fuerza, que parecía como si algo la estuviese intentando arrancar desde sus simientes.

    Elaya, dentro de aquella majestuosa biblioteca, luchaba por mantenerse en pie. Los libros salieron despedidos de las estanterías, los cuadros se caían y las paredes se sacudían con violencia. Una estatua de mármol se tambaleó y cayó sobre el escritorio destrozando la madera que otrora había sido maciza. El niño reapareció unos segundos, portando un par de pequeños libros forrados en cuero. Elaya los cogió justo cuando el reloj daba trece campanadas. El niño desapareció. David y los demás corrían escaleras abajo llamándola. Tras ellos la mansión parecía derrumbarse como un castillo de naipes.

    Aferrando aquellos pequeños libros contra su pecho, Elaya echó a correr junto a sus amigos abandonando la mansión.


    Fuera la luna brillaba en lo alto y los pobladores se encontraban expectantes, observando cómo la tierra engullía todo a su paso y aquella mansión junto a todo lo que formaba parte de ella, desaparecía ante sus ojos. Asustados pero ilesos, Elaya y sus amigos se acercaron a la plaza desde donde los pobladores, junto a la inmensa hoguera, habían sido testigos de todo.

    Inés la estrechó con fuerza. Elaya le entregó los libros y se sacó el Medallón por la cabeza. Inés negó con vehemencia.

    —Te pertenece, niña.
    Elaya asintió conmovida y agradecida por aquel obsequio.

    —Es hora de nuestra «gaztañerre eguna» —Elaya suspiró al recibir aquella bolsita cargada de castañas asadas, preparadas seguro que con leche y miel como manda la tradición.

    Sentados alrededor de la hoguera, Inés abrió el primer libro. Tras pasar con cuidado varias páginas lo cerró.

    —¿qué pasa, mujer? —Inés miró a su marido.

    —son los diarios del señor. Empezó a escribirlos en 1889.

    David, Juanjo, Miriam y Sara se miraron entre sí; luego miraron a Elaya preguntándose de dónde habría sacado aquellos libros.

    Manuel cogió el otro libro y se lo entregó a Elaya. Elaya vio a la pareja, confundida.

    —¿queréis que os lo lea yo?

    —Nadie mejor para hacerlo, niña.

    Elaya se aclaró la garganta y comenzó a leer. A medida que iba avanzando en la lectura, los pobladores iban enmudeciendo. Solo el crepitar de las llamas en la hoguera acompañaban la aterciopelada voz de Elaya.

    —El médico lo ha confirmado por fin. Mi amada Helga ha perdido la cordura. Esa maldita enfermedad solo nos dio unos años de tregua, pero ha regresado con más virulencia que nunca —Elaya tomó aire para continuar—. No puedo permitir que esto comience de nuevo. Lo que ha hecho es imperdonable. Si el cura supiese la verdad, nos quemarían a todos en la hoguera. Da igual que en este pueblo olvidado del mundo sigan creencias paganas; tarde o temprano perseguirán a todo el que crea en algo distinto.

    Elaya pasaba las páginas con avidez mientras seguía narrando en voz alta.

    —Lo ha negado cuando se lo pregunté, pero sé lo que hizo con ese pequeño niño —Elaya inspiró profundo recordando al pequeño al que había estado siguiendo—. No sé cómo cabe en ella semejante crueldad. Es como si hubiese olvidado por completo el dolor que padeció cuando a nuestro Patrick se lo llevó aquella maldita enfermedad. ¿cómo ha podido sacrificarlo con tanta sangre fría? Quiero hallar perdón en mi corazón, para ella y para mí por ser tan débil ante sus caprichos y sus excentricidades, pero no puedo… la culpa me consume cada vez que miro a Ingrid llorando por haber perdido a su pequeño; cada vez que la oigo recorrer por los alrededores, llamándole; cada vez que sé que anda preguntando si le han visto en el pueblo.

    —¿cómo podría decirle que le ha tenido entre sus manos sin saber que era él? —Elaya tragó grueso intentando contener las arcadas—. ¿cómo admitir que mi mujer no solo practica la brujería y la magia negra, sino que cree en la antropofagia para alcanzar la vida eterna?

    Elaya detuvo la lectura un instante. Las miradas desorbitadas y llenas de asco se clavaban en ella. Una mano en el hombro la incitó a continuar. Bajando la mirada hacia el libro que descansaba entre sus manos, comenzó a leer una vez más.

    —Nuestra preciosa Amelie ha fallecido. El médico dice que por la misma enfermedad que se llevó a nuestro Patrick. He intentado que Helga lo entienda, pero no ha sido posible y Gustav ha desaparecido —Elaya carraspeó para aclararse la voz—. Ingrid me mira con recelo y reproche. Sé que lo sospecha y temo que en cualquier momento se marche y nos acuse en la iglesia. Helga se niega a decirme que ha hecho con los restos. Quiere engañarme haciéndome creer que nosotros nos hemos ocupado de todo sin poder dejar huellas que nos inculpen, pero sé que no es cierto.

    Elaya hizo una pausa para beber del hidromiel que estaban repartiendo para todos. Dejando la pequeña jarra apoyada junto a ella, retomó la lectura.

    —Helga ha sacrificado a Ingrid. La he visto hacerlo y no he podido evitarlo. Soy un cobarde; un maldito cobarde, presa de la locura de mi mujer y todo para nada, porque Elizabeth también ha muerto. Helga me culpa, dice que llevo en mi semilla la destrucción y la muerte. Creo que tiene razón; y por ello he decidido acabar con esta maldición. No permitiré que acabe con la vida de ningún otro inocente, ahora con la idea de resucitar a nuestros hijos —Elaya cerró los ojos un instante antes de seguir con la lectura—. La he hecho creer que celebraremos Samhain como los antiguos. Ya lo tengo todo preparado. Este será nuestro último sacrificio. Ningún otro inocente morirá a manos de Helga y de mi cobarde estupidez. 31 de octubre de 1901.

    Elaya cerró el libro. Las llamas seguían crepitando y danzando vigorosas en los ojos empañados de aquellos pobladores que, por fin luego de más de un siglo podrían descansar.

    —Es una historia terrorífica —murmuró Miriam—. Y pensar que, a pesar de todo, en realidad no fue su último sacrificio, pues desde el más allá esa mujer seguía cobrándose vidas.

    —Porque a veces lo que parece no es lo que es, niña; y la locura no siempre es locura; muchas veces es el poder de la oscuridad que traspasa el velo y se acuna de este lado, pues —Inés miraba a Elaya con atención—. Otras veces, más de las que nos imaginamos, ese poder nos acompaña. Va con nosotros donde quiera que vayamos porque es nuestra fuerza vital, lo que nos hace ser únicos en este lado.

    David miraba a Elaya, pensativo. Las palabras de aquella mujer le habían calado hondo. Tantas veces le habían hecho burla a Elaya por las cosas que decía ver, por las cosas que parecía saber de la nada. Los cuatro, él más que ninguno, la quería, pero siempre había creído que estaba mal de la cabeza. Miriam se puso en pie y se sentó a su lado. Le tomó de la mano con firmeza. David la vio y se preguntó cuántas veces no había hecho cosas similares, adelantarse a sus deseos, sus pensamientos, sus necesidades.

    —Hay tanto poder en las pequeñas cosas; en esos detalles ínfimos que por cotidianidad no solemos valorar —pensó, mientras entrelazaba sus dedos con Miriam sin dejar de observar a Elaya—. Hay tanta falsa locura en lo diverso y lo desconocido; en eso que nos resulta tan ajeno y que, justo por ello solemos despreciar infravalorando su verdadero poder; lo útil que puede resultarnos cuando menos lo esperamos.

    Juanjo y Sara se sentaron a cada lado de Elaya, abrazándose a ella. David los observaba sabiendo que, de allí en adelante, las cosas cambiarían entre todos ellos.

    —Cambiarían, claro que lo harían; por fortuna para bien; para unirlos más convirtiéndolos en una verdadera familia —Pensó, poniéndose en pie y arrastrando a Miriam para disfrutar de aquel abrazo colectivo.

    Cuando la hoguera se hubo extinguido, Inés y Manuel regresaron al hostal, seguidos por aquel quinteto de jóvenes que jamás olvidarían. A su vez, los pobladores fueron recogiendo sus ofrendas y tributos, apagando los faroles y dejando que Hartosya por fin disfrutase de su primer amanecer en paz.