Categoría: Fantasía

  • BERENGE Y LA TRAMPA DEL LUPIRIÓN

    Chica pelirroja muy hermosa que lleva un vestido tan rojo como sus alas

    Sinopsis:

    Eternitus, la tierra del tiempo eterno donde habitan los merilov, afronta una rebelión. Los lupiriones, cambiaformas encargados de custodiar a los fantagnos,  hartos de servir han decidido alzarse contra el reino.

    En vista del peligro inminente, Nairea , la reina, solicita ayuda a Enalterra a fin de preservar la vida de Berenge, su primogénita y heredera.

    Liam y Connor, príncipes de Enalterra tendrán la responsabilidad de escoltar a la joven que no es conocida, precisamente, por su obediencia antes de que se meta en problemas de los cuales pudiera no salir bien librada.

    Cuarta entrega de la serie «Crónicas de Enalterra».


    El roce de una daga al abandonar la vaina se pierde en el fragor del enfrentamiento. Las fauces del lupirión quedan a centímetros del rostro de Berenge.  El gruñido ahogado enmudece de golpe. La sangre le salpica la cara. La joven  aprieta los ojos para evitar que sus retinas graben aquella agónica expresión. Tiembla a punto de desfallecer. Su mente divaga entre el presente y lo sucedido horas antes. Odia reconocerlo, pero no le queda otra alternativa. Su madre tenía razón, era un blanco fácil. Tendría que haberle obedecido y no darle dolores de cabeza a los príncipes de Enalterra. Pensar en Connor le dispara las pulsaciones. . El recuerdo irrumpe en su psique justo antes de que la engulla el agotamiento.

    Berenge avanza a zancadas con las alas tensas y las plumas desordenadas; la contrariedad se le dibuja en el rostro. La reina Nairea la mira de soslayo. Advierte, por su expresión, que se avecina otro de sus berrinches.

    —No aceptaré que me envíes a Enalterra justo ahora, Madre —dice y se planta con los brazos cruzados—. Le prometí a mi…

    —Tu abuela ha caído prisionera de los rebeldes. Hasta que no controlemos el alzamiento de los lupiriones te quiero fuera y no se hable más del asunto. No voy a exponer a la heredera de Eternitus a las artes oscuras siendo un blanco tan fácil.

    La joven palidece, su mirada pierde animosidad. El gesto altivo de la reina la provoca.

    —¡No soy ninguna cría! Quizá no puedo enfrentarme en batalla por mis malditas alas, pero puedo ir a por el antídoto hasta la frontera. Yo…

    —¡No discutas conmigo! Te irás con los príncipes de vuelta a Enalterra hasta que resolvamos esta situación. Y ojito con arrastrarlos contigo a cualquiera de tus locuras. ¿Me he explicado bien?

    —¡Te entendí, madre, no soy una imberbe; pero  no estoy dispuesta a obedecerte!

    Berenge da media vuelta, echa a correr y alza el vuelo.

    —¡Detenedla! —ordena la reina.

    Un par de guardias salen tras la jovencita. Ella les da esquinazo y se oculta entre los arbustos que rodean la muralla del castillo.

    Media hora más tarde, un carraspeo seguido de una risita la catapulta como un resorte. La joven se vuelve dispuesta a enfrentar la amenaza. Levanta ambas manos y saca las garras.

    —Parece que la princesita está de mal humor —dice Liam risueño—. ¿tú que crees, Connor? ¿La desenmascaramos o le pedimos algo a cambio de guardarle el secretito?

    —Capullo —espeta y lanza un zarpazo.

    Connor se atraviesa y recibe el arañazo en el pecho. Berenge recula un paso y ahoga un gemido. El labio inferior le tiembla.

    —Lo-lo siento, yo…

    Connor hace un ademán y niega con la cabeza. Un suspiro cansado se le escapa.

    —Podemos hacer esto de la manera sencilla o de la difícil, tú decides.

    —Tú siempre tan correcto y remilgado, ¡verdad? Nunca rompes las reglas, nunca corres riesgos. ¿Es que no te aburre la cotidianidad?

    Liam pone los ojos en blanco. Connor guarda silencio. Si la princesa supiera cuál es la verdadera razón por la que los enviaron a Eternitus, no diría eso y se volvería un incordio.

    —Pues para considerarlo un duermeovejas, bien que le has hecho ojitos todo el verano, ¿no?

    —Tú no eres más Estúpido porque no tienes más tamaño ni más edad.

    —Basta de puyitas. —Connor mantiene su posición entre ambos—. Ven con nosotros, mi madre de seguro podrá hacer algo más…

    —Que os den a ambos —espeta con los ojos encendidos como dos ascuas. —Liam sonríe de oreja a oreja—. Idos al pozo sulfuroso del inframundo exclama y despega en vertical.

    Connor inspira hondo. El aroma floral de la princesa se le queda impreso en el olfato. Liam se inclina y recoge varias plumas que han quedado en el suelo.

    —Creo que prefiere la opción difícil, hermano.

    —Es mejor que la sigamos de cerca. La reina puede ser intransigente en ocasiones, pero esta vez tiene toda la razón. La revuelta no ofrece buen pronóstico y es mejor que estemos preparados.

    Los gemelos echan a andar a paso vivo antes de perderle la pista por completo.

    🍃

    Berenge pierde altura y esquiva, a duras penas, las copas de los árboles que rodean la frontera con Purgius. Aterriza y el impacto contra el suelo le llena los ojos de lágrimas. El bosque de la vigilia constante se muestra más penumbroso que nunca. El crujido de varias ramillas al quebrarse la obliga a ponerse de pie. El dolor en el tobillo derecho casi le arranca un chillido. Inspira hondo y contiene el aire. Recuerda las enseñanzas de su abuela: «lo que no se mueve es más difícil de percibir». En aquel instante se maldice por ser diferente. El intenso escarlata de sus plumas, cabello y ojos la convertían en una diana ineludible. El aroma acre del sudor masculino le irrita las fosas nasales. Las ganas de estornudar le disparan las pulsaciones. Aquello solo obedecía a una posibilidad: lupirión a menos de un metro. Por primera vez, en sus diecisiete años, agradece aquella maldita alergia.

    —No temáis, alteza —dice el lupirión con una voz tan grave que la piel se le eriza de pies a cabeza.

    La familiar voz se abre paso entre la neblina de sus pensamientos. Sin embargo, mantiene la intención de ignorarlo. Laurence no es santo de su devoción. Presa de la desesperación hace cuanto puede por evitar estornudar; el hombre la mira con curiosidad. Los ambarinos ojos brillan en la penumbra y compiten con la blancura de esa sonrisa rapaz. El estornudo la estremece. El lupirión suelta una carcajada que silencia la melodía habitual del bosque.

    —Yo… —Berenge traga; las manos le sudan.

    —Insisto en que no debéis temerme, alteza. No formo parte de la rebelión —dice y avanza un paso hacia ella.

    La joven recula. El lupirión ladea la cabeza. Una brisa gélida los envuelve de improviso. El letargo que experimenta Berenge  se acentúa; el instinto de supervivencia la obliga a espabilarse. Da un vistazo alrededor. Los ojos del hombre siguen su mirada.

    —Debo marcharme —masculla ella y se desplaza en dirección al sonido cantarín del agua.

    —El nacimiento del riachuelo perspicaz está en aquella dirección. —Él señala con el índice hacia el sur.

    Berenge arruga el entrecejo. «me habré despistado». El pensamiento no tarda en volatilizarse. Los efectos de no haberse hidratado hacen de las suyas.

    —¿Estás seguro? Yo tenía entendido que se ubicaba al norte.

    El hombre niega con un balanceo suave de la cabeza. Varios mechones se le escapan y le enmarcan el rostro. La joven entrecierra los ojos. La cantinela dentro de su mente se le convierte en un incordio: «No hables con extraños, no confíes en desconocidos ni siquiera si parecen inofensivos y jamás, jamás te acerques a un lupirión por manso que te parezca». La voz de su abuela pasa de largo y apenas roza la densa niebla que le ralentiza los sentidos.

    —Puedo acompañaros, si lo preferís. El bosque no entraña peligros para alguien como vos, pero si  tenéis en cuenta el alzamiento reciente, cualquier precaución que toméis no está de más.

    —No es necesario que  os convirtáis en mi guardián. Sé cuidarme solita.

    —Perdonad que os contradiga, alteza, faltaría más. Solo cumplo con mi deber como custodio de los fantagnos; si alguno os cogiese… —El lupirión adopta una expresión compungida que se esfuma en segundos, sustituida por la preocupación.

     La referencia despierta en Berenge una sensación desagradable que le hormiguea en el estómago. Un fantagnos hijo de puta había atacado a su abuela y ella  estaba allí, rompiendo la primera norma que le habían inculcado desde que era niña. Se hallaba tan cerca de lograr su cometido que ignoró todas las advertencias.

    —¿Puedes indicarme cómo encontrar las lucídidas?

    —Puedo llevaros hasta donde florecen.

    Ella niega con la cabeza.

    —Indícame el camino, las hallaré.

    El lupirión sonríe de medio lado.

    —De acuerdo, alteza. Prestad atención.

    🍃

    Liam y Connor se detienen en el claro de la arboleda al toparse con el montón de plumas escarlata. Ambos jóvenes entornan los párpados mientras evalúan las huellas.

    —¿Qué diablos estaría pensando Berenge para irse en sentido contrario? —Liam recoge las plumas y las olisquea.

    —La pregunta exacta es: ¿tendría la suficiente claridad para pensar? —Connor dirige la mirada en dirección al sonido del riachuelo—. Ni una sola pisada —masculla.

    —Lleva sangre real, no sufrirá los efectos de la hipnesis como nosotros.

    —Todavía no ha cumplido los dieciocho.

    —Mierda, mierda, mierda. —Liam señala un segundo juego de pisadas.-

    —Recarguemos la reserva de agua y movamos el culo antes de que ocurra una tragedia.

    —Rastrearla no va a ser nada fácil —dice y vuelve a oler las plumas.

    —No hará falta. —Liam arruga el entrecejo—. Si está desorientada no dará con las lucídidas.

    —¿No estarás pensando en ir a Purgius o sí?

    La determinación en la mirada de Connor responde a su pregunta. Liam maldice y echa a andar tras su gemelo.

    🍃

    Laurence avanza con sigilo. La fetidez que mana del fantagnos lo orienta pasillo a través. Detiene la marcha en cuanto distingue al par de guardianes. Esos no iban a ser tan sencillos de manipular como la heredera. «Niñata estúpida». La idea de deshacerse de la princesa cobra intensidad. Desde luego, primero se ocupará de la maldita virreina. La boca se le hace agua al imaginar lo suculenta que le resultará la sangre real. Después irá a por la zorra de Nairea y, de postre, el engendro de la naturaleza. Él no hacía caso a profecías ni supersticiones. Poco le importaba la fantasía que su pueblo había tejido respecto de la primogénita; derramaría su sangre y la de cualquier merilov que se interpusiese en su camino con tal de obtener lo que le correspondía. Adoptó forma animal y se lanzó a por sus presas.

    🍃

    Berenge avanza a zancadas. El hedor ferruginoso le eriza la piel; el silencio se le clava en el corazón como cientos de alfileres candentes. El crujido del manto colorido de plumas al aplastarse le encoge el estómago. Un gemido lejano la empuja a correr. La escena que la recibe enardece su sentido del honor. La bestia que acorrala al guardia contra la pared, da un giro imposible y se abalanza sobre ella. La joven pliega las alas y da una voltereta atrás; rueda sobre sí y se incorpora tambaleante con las garras listas para atacar. A sus pies las flores que llevaba consigo yacen aplastadas. La distracción le brinda tiempo suficiente al guardián para desenvainar la espada. El grito de su abuela casi le detiene el corazón. Con el pulso a todo galope se eleva en dirección al torreón norte. Los efectos de la primera fase de la hipnesis se hacen sentir. Por una fracción de segundos se desorienta. El ruido de la reyerta la obliga a mirar hacia abajo. Los rebeldes habían atravesado la muralla del castillo brumoso. La situación es mucho peor de lo que se imaginaba. Agita las alas en un intento de imprimirse velocidad. Lo único que consigue es agotarse casi hasta el límite.

    Posa los pies en el pequeño balcón a duras penas. Avanza y atraviesa el umbral. La habitación permanece en penumbras. El hedor le revuelve las tripas.

    —¿Abuela?

    —Mi pequeña —dice la anciana con voz grave.

    —Te ves tan… —Ella titubea unos segundos antes de permitirse dar el primer paso—. Diferente.

    La virreina se aproxima. El brillo de  sus iris es menos deslumbrante.

    —Efectos del maldito fantagnos, querida —dice en voz muy baja.

    Berenge estornuda una, dos, tres veces. Un escalofrío le recorre de pies a cabeza. La piel se le eriza. Su cuerpo responde ante la amenaza que perciben sus sentidos y que su mente aún no procesa.

    —¿¡Qué hiciste con mi abuela?!

    La anciana sonríe con malevolencia. En segundos la piel arrugada se resquebraja y termina sustituida por una densa capa de pelaje oscuro. El rostro se deforma y un hocico surge en lugar de la aguileña nariz. Las fauces ocupan el espacio de los labios femeninos y la hilera de dientes   casi triplican su tamaño.

    —¿No se os ocurre que pude haber hecho con ella, alteza? —La voz casi gutural de la bestia le provoca una sensación de vacío en el estómago.

    —Laurence…

    —A vuestras órdenes.

    La criatura da un salto inesperado hacia ella; la joven recula. Lanza el brazo derecho al frente; las garras alcanzan a penetrar la gruesa capa de pelos.

    —¡Aléjate!

    La criatura emite un sonido entre rugido y risa burlona; segundos más tarde se lanza a por ella. La joven reprime el quejido que amenaza con escapársele al chocar contra el suelo.

    —No tenéis oportunidad.

    —Eso está por verse —masculla y le clava las garras en el abdomen.

    La bestia  usa sus zarpas contra los brazos de Berenge. Débil por el esfuerzo y los efectos de la segunda fase de la hipnesis, la joven apenas logra evitar que las fauces de la bestia se cierren alrededor de su garganta.

    La lucha desigual le pasa factura a la heredera de Eternitus. Una lágrima furtiva le recorre la mejilla. El lupirión la recoge con la lengua  y se regodea con el aroma del miedo que exhala en cada jadeo.

    El grito se le hace familiar y la catapulta de vuelta al presente. Parpadear es un verdadero incordio y las náuseas no tardan en apoderarse de su garganta. Connor se aleja del portal; Liam lo sigue de cerca. El lupirión articula alguna palabra que se termina desvaneciendo en los predios de la muerte.

    —Quitádmelo de encima, por favor —suplica la joven mientras se esfuerza por no vomitar.

    Liam recoge la daga y empuja el cuerpo de la bestia. El lupirión inicia la transmutación a fantagnos.

    Consciente del riesgo que implica enfrentarse a un espíritu sediento de venganza, Connor desenvaina su espada y tras varios golpes secos, le escinde la cabeza. El cuerpo combustiona y deja un cúmulo de cenizas que se convierten en polvo con lentitud.

    —Bebe —Le ofrece Liam a la joven.

    Ella niega con la cabeza. Harto de la actitud malcriada de Berenge, Connor suelta la espada, le arrebata el recipiente a su hermano, lo destapa y le presiona las mejillas a la joven de tal forma, que la obliga a abrir la boca y a beber.

    —¡Serás bruto! —espeta y se pone en pie.

    Liberada de la hipnesis, recobra buena parte de sus habilidades.

    —No pretendo incordiar, pero ten en cuenta que nos has complicado mucho las cosas. —La joven le lanza una mirada asesina a Liam—. Agradece que en medio de todo, sigues siendo su prioridad.

    —Nadie te ha pedido tu opinión —reprocha Connor—. Cierra esa bocaza que tienes.

    El príncipe pone los ojos en blanco y da media vuelta.

    —Después no digas que no te echo una mano.

    —¿A dónde crees que vas? —Berenge le corta el paso.

    Liam extrae de la bolsa que lleva atada a la cintura, un ramillete de flores que abren y cierran los pétalos como si sus capullos palpitaran.

    La joven se sonroja. El recuerdo de las flores que había dejado caer la abofetea. Además de debilucha era una verdadera ignorante. ¿Cómo no se había fijado que las flores que ella había cogido no palpitaban?

    —Si me permites —dice el joven y la esquiva—. Voy a ocuparme de que la virreina sea liberada.

    —Lo lamento, Liam. —El príncipe hace un gesto con la mano libre y avanza hacia la cama.

    Connor se le acerca; Berenge sigue con las mejillas arreboladas.

    —Soy una inútil.

    —Eres malcriada, no una inútil. Azotarte no sirve de nada —dice y le retira un mechón del rostro—. Lo importante es que reconozcas el fallo y rectifiques.

    —¿No me odias?

    —Me exasperas más veces de las que me gustaría, pero ¿odiarte? No me has dado motivos de peso para ello.

    Ella da un paso hacia él. Connor le mira la boca;  traga saliva y asciende hasta fijar los ojos en aquella mirada escarlata.

    —En agradecimiento, ¿aceptarías  que te invite a comer? Podemos pasar un rato muy agradable, me comportaré, lo juro —asegura con tono seductor.

    —Mira, yo… este —Connor desvía la mirada.

    Berenge se vuelve. La expresión de la reina de la tierra del tiempo eterno, augura una tempestad.

    —¿Cómo te atreves a dirigirte al príncipe en esos términos? ¡Serás confinada en tu habitación lo que resta del verano!

    —¡Mamá!

    Connor se interpone entre ambas a riesgo de que cualquiera de las dos o ambas inclusive, le claven las garras.

    —Vuestra hija no ha roto el protocolo, majestad —asegura el príncipe—. Ambos la hemos autorizado a que nos trate con familiaridad.

    —Habéis hecho mal, alteza —reprocha con severidad.

    —¿Ahora qué hiciste, hermano? —pregunta Liam mientras sujeta a la virreina que va junto a él.

    —Madre —susurra Nairea con voz trémula.

    —¡Abuela!

    Berenge corre y abraza a la anciana. La virreina responde al gesto con cierta solemnidad.

    —Venga ya, no me he muerto. Aparta el dramatismo, ninea.

    El apelativo cariñoso le anega los ojos de lágrimas. Berenge traga varias veces. Logra recomponerse a duras penas.

    —¿Llevaréis a la virreina con vosotros? —pregunta Nairea—. Quizá Brianna podría asegurarse de que…

    —Estoy perfectamente bien, Nairea.

    Antes de que ambas mujeres se enzarcen en una pelea infinita, Berenge interviene:

    —Ven con nosotros, abuela —pide con suavidad—. Ya sabes que el protocolo se me da fatal. Además, mientras menos dolores de cabeza tenga la reina aquí, más pronto acabará de solucionar este asunto.

    La virreina levanta una ceja.

    —Solo me faltaba que tú también me tomes por estúpida, ninea.

    —Abu…

    —Abu una cornamenta completa de unicornios. El protocolo se te da a la perfección; otro asunto es que pases de él cuando te apetece. No obstante, como entiendo que has mentido en favor de colaborarle a tu madre, no te dejaré colgada de cabeza por demasiado tiempo. Ahora vamos, quiero a Eternitus en orden. Vosotros dos, ¡a qué esperáis? Abrid el portal hacia Enalterra.

    —Como ordene, mi señora —dice Liam risueño.

    La virreina le da un cachete cariñoso.

    —Qué buen chico, si señor.

    —Informad cuando lleguéis al castillo —exige Nairea.

    —Así se hará, majestad —responde Connor justo antes de crear el portal.

    La reina asiente, satisfecha. Liam atraviesa el portal acompañado de la virreina. Berenge los sigue de cerca. De improviso se da media vuelta:

    —Entonces, ¿aceptas salir conmigo?

    El joven reprime la sonrisa y permanece todo lo serio que le permite el corazón; en cualquier momento el órgano va a salírsele por la boca como siga  palpitando así, a todo galope cual unicornio en estampida. «Si vuelves a pedirme que salga contigo, no respondo». El pensamiento se esfuma en cuanto divisa el comité de bienvenida que les espera del otro lado. Connor se dispone a observar y callar. Al menos esta vez ni él ni Liam eran responsables del embrollo. La lianta era otra y él no iba a perderse aquel espectáculo.


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    Si te apetece leer las entregas previas, aquí las tienes:

    Gracias por estar allí, te abrazo gigante.

  • DUNAY: EL DESIERTO DEL SILENCIO INFINITO

    Un desierto durante el ocaso
    Imagen libre de derechos de Janet R Domínguez en Pixabay

    Sinopsis

    Liam y Connor no dejan de meterse en líos; esta vez, han arrastrado a la heredera del reino de las hadas de plata. Los gemelos no han estudiado para sus exámenes en el mundo mortal y pretenden ubicar los Cyrgüiles (frutos del conocimiento perenne) que solo se dan en el oasis de la luz perpetua; paraíso escondido en Dunay, el desierto del silencio infinito. la pequeña Amoena, hija de Caléndula y Napellus,  abrirá el portal que los llevará a su destino. El problema es que su falta de experiencia los conducirá al desierto del silencio infinito y los dunayros no son conocidos, precisamente,  por su amabilidad.

    Tercera entrega de la serie «Crónicas de Enalterra».


    Liam y Connor intercambiaron una mirada cómplice. Segundos después se dejaban arrastrar hacia el otro lado del portal tras la pequeña Amoena; aquella era una expedición ida por vuelta. Ni su madre ni Gult ni Caléndula tendrían por qué enterarse. Volverían para la cena y todos tan felices.

    Apenas aterrizaron del otro lado supieron que algo iba muy, pero que muy mal. El calor era sofocante y la hediondez perturbadora. La penumbra hacía difícil distinguir lo que tenían a un metro de distancia. Ambos gemelos se miraron. Abrieron la boca una, dos, tres veces. Movieron los labios, tensaron el cuello, chocaron las palmas, el miedo los recorrió de pies a cabeza. No cabía duda, estaban en el desierto del silencio infinito. La vibración que percibieron bajo los pies los alertó del peligro. Nada que fuese lo bastante pequeño causaría semejante sacudón. Connor señaló los platinados mechones que danzaban a unos cuantos pasos; la pequeñaja brincoteaba mientras sacudía sus alitas y hacía palmas, ajenas a lo que se les avecinaba.

    —¡Corre! —articuló Connor mientras señalaba en dirección de Amoena.

    Liam negó con la cabeza.

    —Tú. —Lo apuntó con el índice y luego se volvió.

    Al seguir sus movimientos y ver lo que se les aproximaba, Connor no lo dudó. Corrió en dirección a la chiquilla, la levantó como si fuese un saco de patatas y corrió todo lo que le permitía la arena.

    Liam se plantó frente al enorme escarpión. Tras dar un vistazo alrededor, exhaló un suspiro. No había ni una roca. Nada que pudiera usar como arma. Probaría lanzar un pequeño conjuro distractor. Al menos así su hermano tendría tiempo de sacarle ventaja al bicho. Solo esperaba que a ningún dunayro le diese por pasearse por allí.

    El insecto levantó la cola y lo apuntó con el aguijón. El líquido viscoso le rozó el muslo izquierdo. Liam maldijo y trastabilló. Debilitado por la potente ponzoña cayó de culo.

    Connor se detuvo para recuperar el resuello. Lidiar con la pequeña hada resultaba más difícil de lo que imaginó. Pese a su estatura, era fuerte e inquieta. Apenas había podido adelantarse un poco. Correr y luchar para que la chiquilla no se escabullera de sus brazos eran dos tareas incompatibles.

    Con los ojos desorbitados al ver la sombra que se cernía sobre Liam, Amoena movió sus deditos, extendió las alas y salió disparada. Connor salió tras ella. Abrió y cerró la boca; gritar no le serviría de nada, más que para perder aire. El corazón le dio un vuelco al ver a su hermano acorralado entre la arena y aquel bicho gigante. Recordó que se había guardado el boli en el bolsillo y tomó nota mental de agradecerle a Gult que fuese tan pesado con el tema de no salir a ningún lado sin protección. En cuanto lo sostuvo en la mano, el objeto adoptó su apariencia real.

    Elevó la espada y lanzó el mandoble con todas sus fuerzas. El cuerno que casi ensarta a su hermano se clavó en la arena. La bestia se sacudió como posesa. Otro chorro ponzoñoso salió en dirección a Connor. La pequeña hada remontó el vuelo y arrojó un hechizo aturdidor. Las alas de la criatura se despegaron de su caparazón.

    Ágil como un colibrí, Amoena captó la atención del bicho el tiempo suficiente como para que Connor ayudara a Liam a ponerse de pie. El rostro del joven había adoptado un tono verduzco muy alarmante.

    El escarpión se elevó unos centímetros sobre el suelo. El fuerte aleteo provocó una tormenta de arena que camufló su posición.

    La pequeña hada hizo un giro para volver con los gemelos. En ese instante, las dunas se estremecieron. Connor temió que otros escarpiones hubiesen despertado de su letargo. Las siluetas que iban cogiendo forma delante de sus narices le sentaron como una patada en el hígado. La suerte no podía ser tan cabrona. una decena de dunayros emergieron de las profundidades del desierto y la expresión de sus rostros mostraba lo enfadados que estaban.

    Gesticulando a gran velocidad, Naboirg, abordó a los adolescentes:

    —Habéis invadido Dunay y lesionasteis a uno de nuestros guardianes sagrados. Nuestra soberana ha contactado con el castillo y ni la reina Brianna ni su consejero han respondido a nuestras preguntas.

    Connor quiso responder. No obstante, como la diplomacia le interesaba tan poco, jamás aprendió a comunicarse con la lengua gestual de Dunay; por tanto, apenas si pudo captar el mensaje.

    —Nimos a oasis —intervino Amoena.

    —Ha sido un pequeño accidente —añadió Liam.

    Connor tiró del pantaloncillo corto de la pequeña y la apartó de la trayectoria de los brazos que pretendían apresarla.

    —¡Excusas! Habéis violentado el protocolo y deberéis pagar un precio —gesticuló Naboirg y a medida que hablaba, salpicaba granos de arena y virutas de cristal.

    El suelo vibró con más fuerza. Del resto de dunas emergieron más escarpiones. La fetidez hizo que el aire fuese casi irrespirable. La penumbra se volvió más densa. Era hora de salir de allí, si es que se le ocurría alguna estrategia.

    Como si les hubiese podido leer el pensamiento, Amoena agitó los deditos, extendió los brazos hacia arriba y un portal surgió sobre sus cabezas. La fuerza que manaba desde el otro lado los obligó a recular. El oasis de la luz perpetua era un lugar que todo dunayro evitaba de ser posible. La pequeña ascendió y atravesó la brecha.

    Algraim et selvet eireen trug.

    Connor sujetó con fuerza a su hermano mientras con la otra mano aferraba la espada y el conjuro los elevaba directo a la brecha.

    🍃

    El sonido de algunos pájaros se impuso a la melódica bienvenida del agua brotando a borbotones. Connor inspiró hondo. El olor a hierba mojada le cosquilleó en la nariz. Abrió los ojos y los cerró de golpe. La luminosidad le provocó una punzada incómoda. Se frotó los párpados y llamó a su hermano en voz baja:

    —¿Liam?

    No obtuvo respuesta. El pulso se le aceleró. Se incorporó y abrió los ojos despacio. Dio un vistazo. Se levantó de un salto al distinguir el pequeño cuerpecillo de la niña. Temió que el esfuerzo hubiese sido demasiado para la criatura. Pensar en el dolor que le ocasionaría a Caléndula si Amoena moría, le produjo una culpa que se le clavó en el corazón. «¿Cómo hemos podido ser tan irresponsables? ¡¿Cómo he podido ser yo tan irresponsable?! Le daba igual que la culpa no sirviese de nada; que azotarse solo minase su ánimo y su espíritu. Si no hubiese mencionado lo de usar los recursos mágicos para obtener el conocimiento que deberían haber obtenido estudiando como cualquiera, no estarían metidos en aquel embrollo.

    Revisó a la chiquilla. El alivio que experimentó al percatarse de que respiraba y que solo permanecía en un sueño profundo le quitó miles de toneladas de peso de los hombros. Dio otro vistazo. La agradable sensación se esfumó enseguida. Liam yacía despatarrado un poco más allá. El tono verduzco de su piel se había intensificado y la manera en que su pecho apenas se movía le abrió las puertas al terror. Si perdía a su gemelo no se lo perdonaría jamás.

    —¿Qué puedo hacer? —masculló mientras se mesaba el pelo y deambulaba entre Amoena y Liam.

    Frenó en seco. La visión de aquel fruto de color violáceo casi le desorbita los ojos. Corrió hacia el árbol. Los intentos por desprender la fruta con una roca no sirvieron de nada. Paseó los ojos hasta que divisó la espada. Consciente de que la savia del Cyrgüil era cáustica, cortó las ramas con cuidado. El aroma penetrante de la fruta se le impregnó en los dedos. La acidez de la pulpa lo hizo salivar y le anegó los ojos.

    Masticó y tragó tan rápido como pudo. El jugo le corrió por las comisuras y le irritó la piel. Evitó frotarse con las manos enrojecidas. Cuando hubo engullido el último trozo, avanzó a zancadas hacia el riachuelo que rodeaba el pequeño claro donde se encontraban.

    A cada paso que daba, experimentaba los efectos del fruto. El conocimiento perenne se abría paso en su psique. Tras el primer trago de agua fresca ya sabía cómo salvar a Liam del envenenamiento.

    Minutos después de haberle administrado el antídoto a su hermano, una borrasca le advirtió que ya no estaban solos. Se volvió despacio sujetando la espada con firmeza. Parpadeó varias veces. La incredulidad lo dejó sin palabras. Ahora sí que estaban metidos en un problema muy gordo.

    🍃

    Gult aterrizó con Brianna en su lomo, seguido por Caléndula y Napellus. La reina de Enalterra dio un salto y corrió hacia Liam. Connor abrió la boca; la mirada de Brianna lo persuadió de excusarse. Arrodillada junto al joven rompió en un llanto silencioso que a Connor le encogió el corazón.

    —Estáis metidos en un problema muy serio —advirtió el consejero.

    Caléndula y Napellus se ocuparon de su hija y solo cuando se cercioraron de que se encontraba fuera de peligro relajaron la hosca expresión.

    —Nell-Dunayr está furiosa y no es para menos —dijo Napellus—. ¿Qué pretendíais?

    Liam abrió los ojos. Pese a tener la garganta como si hubiese tragado piedras ardientes, confesó su travesura:

    —Es culpa mía. —tosió y se incorporó con ayuda de Brianna—. Convencí a Amoena de que nos trajese al oasis…

    —La culpa es mía por proponer que usáramos los cyrgüiles porque no estudiamos y tenemos examen mañana. —Connor manoteaba inquieto—. Si suspendíamos la prueba, el entrenador se lo diría a mamá y nos dejaría sin el gran partido.

    Liam asintió con las mejillas arreboladas; el color verdoso de su piel apenas era una sombra tenue. Desvió la mirada hacia la pequeña y palideció. La preocupación se le dibujó en el rostro y los ojos se le anegaron, aunque no derramó una sola lágrima.

    —Solo está agotada —explicó Caléndula al ver su expresión—. Es más fuerte que otras crías de su edad, pero no lo bastante como para afrontar semejante esfuerzo sin quedar exhausta.

    Ambos jóvenes se relajaron, al menos respecto de la pequeña. Claro que, la sensación no les duró demasiado.

    —¡Ni os creáis que os vais a librar de reparar esta falta!

    El rugido del consejero espantó a un grupo de aves que permanecían en las ramas del Cyrgüil.

    —Recuerda lo que hablamos —dijo Brianna; Gult resopló y gruñó—. Me encargaré de este asunto.

    —Así sea, majestad.

    La reina se puso de pie y encaró a sus sobrinos.

    —Habéis corrido un peligro innecesario, os habéis saltado las normas, pasasteis por encima de lo que os hemos inculcado respecto del uso de la magia y los recursos enalterrenses. —Ambos jóvenes abrieron la boca; ella alzó la palma—. No solo os quedaréis sin el gran partido; desde este momento tendréis prohibido el uso de la magia, no tendréis acceso a recursos de enalterra de ningún tipo y os tendréis que ocupar de cuidar de los guardianes sagrados de Dunayr durante un mes completo.

    —Mamá… —protestaron ambos a la vez.

    —¡Mamá un cuerno de petrovarius!

    Gult abrió muchísimo los ojos. La reina no solía perder la compostura con frecuencia, pero cuando lo hacía, era mejor no atravesarse en su camino.

    —Obedeceréis y como os pille en alguna de las vuestras, os enviaré con Nairea a la tierra del tiempo eterno. A Berenge le encantará vuestra compañía.

    —¡No puedes hacernos eso! —protestaron de nuevo.

    —Puedo, claro que sí. Y será mejor que no me sigáis calentando la poca paciencia que me queda.

    Los jóvenes pusieron los ojos en blanco. Sin embargo, a sabiendas de que lo mejor era guardar silencio, se mantuvieron con la boca bien cerrada.

    —¿Algo que agregar? —preguntó Gult sin quitarles los ojos de encima.

    Liam y Connor negaron con la cabeza.

    —Yo si tengo algo que añadir —dijo Brianna y subió a lomos de su consejero—. Mas vale que no suspendáis ni una sola de las asignaturas o me veréis muy enfadada.

    La amenaza quedó flotando en el aire. Gult alzó el vuelo sin siquiera despedirse.

    Siuf, volt et camsaig —pronunció Caléndula.

    Un portal se formó con rapidez. La joven lo atravesó con Amoena en brazos. Del otro lado, la pradera verde azulada despertó la sensación de añoranza en Connor. Era hora de volver a casa.

    —Será mejor que me sigáis, chavales —propuso Napellus.

    Connor dio un paso adelante con el hada muy de cerca. Liam, en cambio dijo algo bajito, se agachó y lo cruzó un par de minutos después con una sonrisa traviesa en los labios.

    Liam y Connor se miraron estupefactos. Ambos seguían con la hoja en blanco, incapaces de responder una sola pregunta. El profesor recogió las hojas; al verlas sin un solo trazo, chasqueó la lengua y negó con la cabeza. Los jóvenes bajaron la mirada, resignados. La bronca que les esperaba iba a ser de magnitudes épicas.

    Brianna los esperaba con el motor encendido. A Connor lo miró de soslayo, a Liam por el espejo retrovisor. El escrutinio los puso nerviosos.

    —En casa tengo algo para esos labios agrietados. Tanto cítrico no os sienta nada bien —dijo y los jóvenes palidecieron—. Por cierto, no sé si Gult os lo explicó, quizá no.

    —¿El qué? —preguntaron con voz trémula. —Esa sonrisita de su madre les puso los pelos de punta.

    —Los cyrgüiles pierden todo su efecto en el mundo mortal —dijo en voz baja y pisó el pedal.

    Ambos jóvenes maldijeron su mala suerte. Ahora no solo estaban seguros de que suspenderían varias asignaturas, la peor parte era que tendrían que pasarse todo el verano ocupándose de entretener a la sosa de Berenge.


    Este relato fue escrito para participar en el reto #Surcaletras de Adella Brac y para participar en el #VaDeRetoFebrero2022 propuesto por Jose A. Sánchez, @Jascnet. En el primer reto, el disparador se enfocó en seleccionar algunas palabras. Yo escogí: sombrío, infinito, silencio. En el caso del segundo reto, la premisa era utilizar el desierto como elemento evocador y que la palabra apareciera en el texto. Espero disfrutéis de la historia que, además, forma parte de una serie que llamaré «Crónicas de Enalterra».

    Podéis leer el primer relato de la serie y también leer el segundo relato de la serie y dejadme vuestras impresiones. Me haréis muy feliz y me será muy útil para aprender y seguir mejorando.


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  • CALÉNDULA: EL VALOR DE LA DIFERENCIA

    Un hada de cabello rojo y alas pequeñas que viste de verde y se ve de perfil, apoyada de una roca. a un lado se ve una luz azul y amarilla.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Caléndula echó a correr escaleras arriba tan rápido como su peso se lo permitía. El destello de la espada la guiaba en la oscuridad. Extendió las alas. Rompería la primera norma: no mostrar su naturaleza feérica en el mundo mortal, aunque, en realidad, siendo mestiza, tampoco es que quebrantaba la norma del todo. Quiso despegar en vertical, pero la falta de práctica y la gravedad jugaron en su contra; trastabilló y dio de bruces contra el suelo. Ailek aprovechó la caída y se escabulló por la puerta directo a la azotea del museo.

    La joven hada se incorporó con esfuerzo y retomó la persecución. En cuanto atravesó el umbral una red mágica le cayó encima. Envuelta en un capullo casi irrompible quedó suspendida de cabeza mientras el príncipe tanariano huía con la espada de Minok.

    —¿Ahora sí estás dispuesta a recibir la ayuda de un miserable mortal? —preguntó un joven de aspecto desgarbado—. O dejarás que el orgullo te gane la partida.

    Caléndula resopló, exasperada, mientras se revolvía como un insecto atrapado en una telaraña.

    —Tú ganas —masculló—. Si logras sacarme de aquí, aceptaré que me ayudes.

    —Trato hecho. Eso sí, no me vayas a salir después con que los mortales no podemos ir a tu mundo y bla, bla, bla.

    —Un trato es un trato —respondió con las mejillas arreboladas por el esfuerzo al intentar zafarse—. Libérame y te llevaré conmigo a Enalterra.

    —¿Lo prometes?

    —¡Sí! Ahora, sácame de aquí, si es que de verdad puedes.

    El joven enarcó una ceja.

    —Eres demasiado incrédula. Quizá debería…

    —¡Libérame! Anda, —pidió jadeante—. Me disculpo por dudar de tus capacidades.

    El joven cabeceó una vez. Luego rodeó la trampa varias veces. Extendió el brazo y tocó las hebras de la red. La sensación pegajosa le dio una idea.

    —Aguarda aquí —dijo y salió disparado.

    —Como si pudiese irme a alguna otra parte.

    Caléndula cerró los ojos un instante. Se reprochó por haber sido tan impulsiva al ofrecerse a cumplir una misión imposible ¿y para qué? Para nada. Al final, como siempre, Abrus la hizo a un lado En cuanto vio a su hermana. Obnubilado por la belleza de Mancinella, ni siquiera había tenido el gesto de darle las gracias. Olvidó de inmediato su sacrificio; claro, ¿quién era ella? nadie. Una mestiza regordeta incapaz de moldear la plata sin destrozar el metal. La culpa había sido solo suya por dejar que le comiera la cabeza una vez más y la enredara en sus problemas. Una sensación desagradable se le asentó en el estómago. De pronto, el calor se le hizo insoportable. Abandonó el hilo de pensamientos autocompasivos y abrió los ojos. Lo que vio, la dejó sin habla.

    Frente a ella, el joven desgarbado sostenía un artilugio moderno del que no recordaba el nombre. Lo había visto alguna vez en las clases de artes del fuego no convencional. Detrás del pequeño cristal que llevaba incrustado la gran máscara, los ojos cerúleos del joven brillaron con determinación. Parpadeó varias veces. Algo en esa mirada le resultaba familiar, solo que no lograba definir de qué se trataba. Alejó la idea de su cabeza y se concentró en el cacharro.

    —¿Estás seguro de lo que piensas hacer?

    —Absolutamente. Tú, confía en mí. Te sacaré de ahí, cueste lo que cueste.

    Caléndula elevó una plegaria para que, entre otras cosas, el fuego de aquel aparatejo no le quemase las alas. Por su parte, el joven se dedicó a calentar la red. Tras varios minutos las hebras se cristalizaron. En segundos, una reacción en cadena convirtió la pegajosa trampa en un capullo firme que se resquebrajó al primer golpe. Incapaz de luchar contra la gravedad y de remontar en vuelo por encontrarse de cabeza, la joven hada optó por hacer uso del único recurso que tenía a mano. Un secreto bien guardado que no compartía con nadie: magia antigua enalterrense, evidencia de que por sus venas también corría sangre real, además de la humana.

    Evait cug elj ataig —dijo en voz muy baja.

    El conjuro impidió que se estrellara contra el suelo de la azotea, aunque igual se golpeó la frente con el barandal.

    —¡Joder! —exclamó el joven—. Menuda forma de aterrizar. Debiste usar tus alas, ¿no?

    —No soportan mi peso, ¿acaso no me has visto bien? —masculló con las mejillas arreboladas.

    El joven la miró de arriba abajo, luego se rascó la barbilla, meditabundo.

    —Sí que parecen pequeñas. ¿Pueden ejercitarse?

    Caléndula se quedó algo perpleja.

    —No hablas en serio.

    —¿Por qué no? Si tienen tendones como otras partes de tu cuerpo, no veo por qué no puedes fortalecerlas para que las uses a plenitud.

    El hada se apoyó sobre las rodillas algo tambaleante. Él le tendió una mano como apoyo. Caléndula titubeó unos segundos; finalmente se asió, insegura. Temía arrastrarlo consigo de vuelta al suelo. Mayor fue su sorpresa al ver que, pese a su apariencia, el joven no se había movido ni un ápice. Era mucho más fuerte de lo que hubiese imaginado.

    —Creíste que era un debilucho, ¿verdad? —Ella se sonrojó al verse descubierta.

    —No he dicho nada.

    —No hace falta, tu cara lo dice todo. Anda, vamos a ese mundo tuyo o jamás podrás recuperar la reliquia.

    —Nunca te he dicho qué buscaba.

    El joven puso los ojos en blanco. Disimular se le había hecho costumbre.

    —Tengo ojos en la cara, por si no te habías fijado. Vi lo que ese sujeto cogió del museo. ¿Y qué se exhibe en los museos? Reliquias.

    Caléndula entornó los párpados. El recelo y la desconfianza se abrieron paso desde su inconsciente. No obstante, se esfumaron con rapidez. Un trueno retumbó en lo alto; un ventarrón surgió de la nada. Nubes densas, de color morado oscuro se enroscaban como inquietos espirales que no tardaron en tapizar la bóveda celeste. La joven hada levantó la vista. La grieta dimensional que se formó sobre sus cabezas se expandía con demasiada rapidez. La palidez se apoderó de sus mejillas.

    —¡Corre! —gritó.

    —Ni sueñes que voy a abandonarte —exclamó y la rodeó por la amplia cintura.

    La novena ola terminó de abrirse y una fuerza descomunal los levantó como si fuesen un par de plumas.

    —¡Sujétate a mí con fuerza!

    —Nada me separará de ti, eso puedes jurarlo —le dijo muy cerca del oído.

    En segundos la magia los envolvió y los arrojó hacia el otro lado.

    🍃

    El ruido ensordecedor de la batalla junto al olor metálico de la sangre y la fetidez de los excrementos sacudió sus sentidos. La llanura que antecedía al bosque de álamos plateados que mantenía oculta la montaña de Airgid estaba tapizada de restos y sangre. La muerte de Minok había desatado el caos en algunos reinos de enalterra.

    —¡Despliega las alas! —pidió el joven.

    —¡No servirá de nada! Nos estrellaremos sin remedio.

    —¡Hazlo! Termina de quitarle poder al miedo que otros te sembraron. ¡Ábrelas!

    Caléndula titubeó una fracción de segundos. A medida que la vista del paisaje se aproximaba a ellos a toda velocidad, pensó que no perdía nada por intentarlo. Al menos uno de los dos podría tener una oportunidad. Lanzó una orden silenciosa hacia los apéndices que colgaban de su espalda. El primer intento fue inútil; el segundo apenas si logró un leve estremecimiento; el tercero, con el suelo a punto de recibirlos en un abrazo mortal fue decisivo. Las alas cristalinas se desplegaron en toda su extensión. El tirón le robó el aliento. El vendaval se estrelló contra sus alas y la velocidad de caída disminuyó de manera significativa. Un crujido, seguido por un dolor agudo e insoportable le llenó los ojos de lágrimas. El alarido que brotó de entre sus labios ensordeció a su acompañante. Ambos se inclinaron hacia un lado. Por fortuna, el viento amortiguó el resto del descenso. La pareja chocó contra unos arbustos espinosos que se hallaban en dirección sur respecto del enfrentamiento.

    Un rugido atravesó el campo de lado a lado. El rumor de la reyerta resultaba estremecedor. Llenos de arañazos y espinas lograron incorporarse. El joven se fijó en las alas de la feérica. Una parecía haber resistido, en cambio, la otra lucía algo caída.

    —¿Te duele mucho? —dijo señalándole las alas.

    Ella inspiró hondo y asintió con la cabeza.

    —Sanará —masculló conteniendo las lágrimas.

    —¿Y si no?

    —Tendré que cortarlas.

    —No hablas en serio. Dejarías de ser un hada.

    —Jamás he sido una verdadera hada de plata —dijo con amargura—. Es lo que te diría mi reina, incluso mi propia hermana.

    —Eso es cruel —replicó el joven.

    Ella intentó encogerse de hombros; el dolor la persuadió de hacerlo.

    —¿Acaso la vida no es cruel en sí misma?

    El joven abrió la boca para replicar. Un nuevo rugido, ahora más cercano, interrumpió sus intenciones. El hada se quedó boquiabierta en cuanto tuvo frente a sí al consejero real y a la reina Brianna.

    —¿Os encontráis bien? —preguntó la reina; el cúmulo de arrugas que se le formaron alrededor de los ojos daba cuenta de su preocupación.

    —¿Dónde están vuestros compañeros de armas? —gruñó Gult con impaciencia.

    —Calma —pidió la reina y hundió los dedos en la melena leonina—. Necesitan un tiempo para recuperarse.

    Caléndula hizo sendas reverencias y casi pierde el equilibrio producto del dolor del ala. E consejero real intercambió una mirada con el joven desgarbado que Brianna pilló al vuelo, aunque la joven hada, más ocupada en seguir el protocolo, ignoró por completo.

    —La reina Adelfa solo me ha enviado a mí, consejero —respondió y clavó los ojos en el suelo.

    —Eso es absurdo —protestó Brianna—. ¿Cómo es posible que Adelfa haya sido tan inconsciente? ¿Acaso no valora ella a su pueblo? ¿Qué clase de reina envía a una adolescente sola a enfrentar al heredero de Minok? ¿pero acaso es que se ha vuelto loca?

    Gult carraspeó.

    —Este no es momento para esos cuestionamientos, majestad —gritos desgarradores se impusieron durante un instante a la conversación.

    —Llevas razón, como siempre —reconoció la reina—. Entréganos solkeium y os podréis marchar de vuelta a vuestro sidhe.

    —No-no-no la tengo en mi-mi-mi poder.

    —Lo que quiere decir es que alguien más la robó —intervino el joven desgarbado—. Ella no tiene la culpa.

    El consejero rugió. El joven dio un paso atrás y se colocó a modo de escudo para proteger al hada.

    —Permite que se expliquen —ordenó la reina a su consejero.

    —Quien debe darnos muchas explicaciones es Adelfa, majestad. No un hada mesti… bueno de plata —se retractó al notar el gesto sombrío de la reina—. Y este… No sé ni cómo llamarlo.

    —Acompañante —interrumpió el joven

    —Lo que sea. El punto es que la reliquia sigue fuera de nuestro alcance y es indispensable obtenerla antes de que sea muy tarde —El firmamento se oscureció de improviso.

    —Perdonad que os lo recuerde, pero solkeium debe retornar a la forja o guardarse en nuestra cámara, es lo que manda la ley airgídnica, majestad.

    Brianna observó a la joven en silencio, en el fondo reconoció para sí que le complacía que se hubiese atrevido a señalarle el desliz.

    —Transmítele a Adelfa que mi deseo es que solkeium desaparezca.

    —Así se hará, majestad —aseguró la joven.

    Gult desplegó sus alas. La reina subió a su lomo con rapidez.

    —Volved a Airgid.Y advertidle a vuestra reina que más vale que tenga una buena explicación para haberos expuesto a tanto peligro.

    —Me comprometí a recuperar la reliquia y no cesaré hasta lograrlo. Perdonadme de nuevo si os desobedezco, majestad—dijo Caléndula antes de echar a correr en dirección a la nube de tanarianos que se aproximaba desde el oeste.

    —¡Aguarda, Testaruda inconsciente! —gritó el joven y echó a correr tras ella.

    Reina y consejero siguieron con la mirada a los dos jóvenes hasta que los perdieron de vista.

    —Espero que la testarudez de esa jovencita no la meta en más problemas de los que ya tiene —dijo el consejero y despegó con Brianna.

    —Espero lo mismo. Ahora tratemos de ganar un poco de tiempo para ellos, a ver si la suerte nos acompaña y la joven hada logra su propósito.

    —De acuerdo, cógete fuerte que vamos directo a la tormenta tanariana.

    🍃

    Caléndula se detuvo a fin de recuperar el resuello. Delante de ella, un pelotón de tanarianos avanzaba con Ailek a la cabeza. El joven desgarbado le dio alcance y tiró de su brazo para sacarla de la trayectoria.

    —¿Te volviste loca? —Ella lo miró con los ojos encendidos.

    —¿No me dijiste que me deshiciera del miedo? Eso es lo que estoy haciendo ahora.

    —Me refería a que no te dejaras paralizar, no a que te lanzaras de frente a una muerte segura.

    —Prefiero morir como valiente que seguir viviendo como una cobarde de la que todos se burlan.

    El joven quiso detenerla; Caléndula lo esquivó y fue al encuentro del hijo de Minok que se había apostado en el claro que limitaba el bosque de los reflejos.

    —Vaya, tanto tiempo sin verte —ironizó Ailek—. Parece que no quedaste muy contenta con nuestro último encuentro o me equivoco.

    El hada plantó bien los pies en el suelo y se cruzó de brazos.

    —Robaste una reliquia que has de devolver.

    —La espada de mi padre me pertenece.

    —Sabes bien que no funciona así. Una vez fallecido el dueño de un arma forjada por nosotros, debe fundirse o pasar a formar parte de nuestros tesoros. Más vale que me la devuelvas. La reina Brianna dio orden de que…

    —Me importa una mierda lo que diga Brianna.

    —¿Es la reina de Enalterra!

    —¿Y qué?

    —¿Cómo que y qué? Sus deseos deben satisfacerse y ha sido muy clara, quiere que solkeium desaparezca.

    —Y si no obedezco ¿qué pasaría? ¿Vas a obligarme a devolvértela? No seas ridícula. Si ni siquiera eres capaz de volar. —La miró de arriba abajo con desdén—. No sé como la reina Adelfa no te ha ofrecido en sacrificio al forjatorum.

    —La rechazaría de inmediato, demasiada grasa y, para colmo de males, mestiza —gritó uno de los soldados; el resto se echó a reír.

    A Caléndula le tembló el labio inferior. Los ojos se le anegaron en lágrimas. Aquel príncipe había descubierto su punto débil y lo explotaba a su antojo.

    —Oh, pobrecilla, pero si va a llorar y todo —se burló—. Te invitaría a colgarte de uno de los álamos platinados —dijo mientras veía de soslayo al más próximo—, pero ni siquiera sus ramas soportarían tu peso.

    Una lágrima furtiva se le escapó por el rabillo del ojo. El recuerdo del infructuoso intento horadó la fortaleza con la cual había revestido su inseguridad. En su mente, el crujido de la rama se repetía como una cantinela insidiosa. Las risotadas de los tanarianos revivieron el centenar de cicatrices que albergaba en su corazón tras tantos años de burlas y desprecio por parte de su propia raza.

    —Pobrecillo tú —espetó el joven desgarbado—, que necesitas defenderte con burlas hirientes, en lugar de enfrentarte como lo haría cualquier enalterrense con honor.

    Ailek acortó la distancia espada en mano; el joven se adelantó

    —¡¿Qué sabrás tú, miserable mortal, sobre el honor de Enalterra?!

    —Insúltame todo lo que quieras, tu lengua venenosa me importa un bledo. Te estás comportando como un cobarde —dijo y se colocó delante de Caléndula—. Enfréntate como corresponde.

    El príncipe tanariano hizo una señal. Enseguida uno de los soldados le arrojó una espada al joven.

    —Es un humano, violas la ley al inmiscuirlo en este asunto —advirtió el hada y se interpuso entre ambos—. Lucharé yo, es lo correcto. —Caléndula se inclinó y recogió la espada.

    —Como prefieras. En todo caso, solo cambiará el orden de vuestras muertes.

    Los ojos verdes de la joven refulgieron. Recordó la vez en que había vencido a Mancinella justo por alardear tanto. Volvió la cabeza un instante. La mirada que le ofreció aquel mortal le insufló energía. Él confiaba en ella. Ya era hora de que ella confiara en sí misma, aunque fuese en una situación tan desesperada como esa.

    —¿Nadie te ha dicho que alardear es una muy mala señal?

    —¡Déjate de palabrerías estúpidas! Venga, terminemos con esto que quiero volver a casa.

    Ella cabeceó una vez y levantó la espada. El grácil movimiento sorprendió al tanariano. Ailek avanzó con fuerza y agilidad. ambas espadas chocaron. El chispazo provocó exclamaciones entre los presentes. Caléndula apretó los dientes. El impacto del golpe la obligó a contraer los músculos de la espalda. El dolor del ala lesionada le recorrió la columna de arriba abajo. Mientras valoraba a su oponente agradeció cada tarde que su padre la obligó a tomar clases con la espada. El recuerdo surgió desde lo más profundo de su memoria: «Que no puedas forjar una espada o cualquier otra arma no significa que no puedas aprender a usarlas. Enfocarte en lo que sí puedes hacer es más beneficioso que desgastarte porque no tienes la misma habilidad que otras criaturas. Lamentarte por aquello que no tienes, no te permitirá disfrutar de lo que tienes al alcance de la mano». el gruñido de su contrincante la catapultó al presente. La enseñanza de su padre aquel día guio sus movimientos. «aprovecha toda oportunidad que te brinde tu oponente. Por pequeña que te parezca, puede marcar la diferencia y otorgarte la victoria o salvarte la vida».

    Ailek volvió a embestir. La joven dio un paso atrás y flexionó las rodillas para absorber la fuerza del ataque. El príncipe creyó que la tenía a su merced y sonrió con malevolencia. Cogió la espada con una sola mano y la inclinó hacia adelante bajando la guardia. Ella aprovechó el descuido y embistió usando parte de su propio peso para infundirle más fuerza al mandoble.

    El tanariano trastabilló. Caléndula aprovechó la pérdida de equilibrio de su contrincante y conjuró un hechizo en voz muy baja.

    Livraij sithrek alm etrain.

    La espada Salió disparada por los aires a gran velocidad. Ailek quiso abalanzarse sobre ella. Sin embargo, el joven desgarbado le hizo una zancadilla que el tanariano no tuvo tiempo de esquivar. Dispuesta a dejarse la piel en el enfrentamiento, Caléndula levantó la espada. Dos tanarianos lanzaron sendas lenguas de fuego que apenas pudo evitar. Ailek aprovechó la distracción para aumentar la distancia entre ambos.

    En ese momento, solkeium se clavó en el tronco de un álamo platinado. El quejido del árbol centenario los paralizó durante un instante; el suficiente para que el mortal cogiese la espada.

    Ailek dio orden de atacar. No obstante, no contaba con la intervención de centenares de hadas de plata que surgieron del interior de los álamos intactos y que lo obligaron a retroceder. El enfrentamiento duró un parpadeo gracias a la ventaja numérica de las hadas.

    —¡Te juro, por la memoria de mi padre que esto no se va a quedar así, me las vas a pagar! —amenazó antes de huir seguido por sus vasallos.

    Caléndula exhaló un hondo suspiro y bajó la espada.

    —¿Quién lo diría? Al final resultaste más útil de lo que me imaginaba —dijo Mancinella.

    La presencia de su hermana le dio mala espina.

    —Así que esta es tu hermana —dijo el joven desgarbado posicionándose a su lado—. No me parece tan hermosa como dijiste, la verdad.

    Las mejillas de Mancinella adoptaron un tono casi purpúreo.

    —Coged a ese humano insolente —ordenó Abrus. —Un par de hadas lo sujetaron con cadenas de plata—. Disculpa, esto me pertenece —dijo y le quitó la espada de entre las manos.

    — solkeium no tiene dueño, la reina Brianna desea que desaparezca —reveló Caléndula—. Nuestra soberana debe ser informada de…

    —La reina Adelfa es quien decidirá el destino de este objeto, cuando se lo entreguemos, ¿verdad, Manci?

    —Por supuesto. —El tono empalagoso le revolvió el estómago a Caléndula—. Se la entregaremos enseguida y recibiremos todos los honores. ¿No es genial?

    Abrus asintió con la cabeza, embelesado con los ademanes de la joven hada.

    —Tu plan salió a las mil maravillas —admitió risueño—. De no ser por ti, habría terminado quien sabe cómo o en dónde.

    —Te dije que mi hermanita era la solución perfecta. —Mancinella la miró con altivez—. Ahora que se trajo a este debilucho —dijo desdeñosa—, nos libraremos de ella y mi familia ya no tendrá que bajar la cabeza.

    La revelación fue un balde de agua helada. Había una gran diferencia entre ser consciente de que el chico que le gustaba estaba colado por su hermana y no le prestaría atención, y descubrir que entre ambos la habían engañado de forma tan vil sin importarle lo más mínimo lo que le hubiese podido ocurrir. Qué tonta había sido al creer que después de recuperar la espada la verían con otros ojos; que la aceptarían como una más.

    —Sois despreciables —espetó el joven mientras se debatía contra las cadenas—. Debería daros vergüenza.

    —Tu opinión vale menos que la nada —replicó Mancinella trenzándose de nuevo los mechones platinados—. Ahora marcharemos a la corte y acabaremos con este asunto.

    —Desde luego que este asunto será dirimido, pero no como vosotros dos pensáis. —El cambio en el tono de voz del joven mortal les puso los pelos como escarpias.

    Caléndula se quedó boquiabierta y ojiplática; no daba crédito a lo que veían sus ojos. Si en lugar de estar allí, se lo hubiesen contado, habría tomado por desquiciado al que le narrase semejante historia.

    —¿Tú? Pe-pe- pero… —Abrus era incapaz de articular una frase entera.

    🍃

    La piel del joven desgarbado se agrietó como el cascarón de un huevo a punto de eclosionar. La membrana pálida que se asomaba debajo adoptó el característico color lavanda claro propio de las hadas de plata. Los músculos tomaron su forma y tamaño habitual y los trozos del cascarón cayeron al suelo convertidos en fino polvo platinado. los iris le cambiaron a un azul grisáceo. El pelo se le aglutinó en las cortas trenzas que solía llevar de puntas y de su espalda emergieron dos alas cristalinas cuyo reborde plateado reflejaba el brillo de las antorchas que sostenían algunos combatientes.

    —Alteza —musitó Caléndula mientras se inclinaba en una protocolar reverencia.

    Los ojos de la joven chispeaban como dos ascuas.

    —Déjate de formalismos ahora —exigió y se cruzó de brazos—. No estoy de humor para tonterías.

    Caléndula se irguió. sus iris reflejaban la tormenta que se avecinaba.

    —Pues si su alteza no está de humor, muy su problema. Os aseguro que a mí me llevan los demonios del inframundo y no sin razón.

    —No seas insolente, Caléndula —reprochó Mancinella—. Esas no son formas de hablarle a nuestro príncipe. ¿Por qué siempre tienes que avergonzarnos de esta forma? Si la reina se enterase…

    —¡Cállate! —exclamaron príncipe y hada al mismo tiempo.

    Del álamo donde se había clavado la espada de Minok surgió la reina Adelfa. Trajeada con la vestimenta de guerra y seguida por un séquito de guardianes forjadores.

    —¿De qué tendría que enterarme, jovencita? —Mancinella abrió la boca; sin embargo, Caléndula se le adelantó.

    —De que soy una insolente, majestad, por atreverme a hablarle a su primogénito sin reprimir mi temperamento.

    Adelfa enarcó una ceja y entornó los párpados.

    —Eso no me sorprende en absoluto, a decir verdad. Sois una mestiza sin abolengo. No se puede esperar demasiado.

    El comentario fue la gota que derramó la paciencia de la joven hada.

    —Pues esta mestiza sin abolengo recuperó a solkeium, cumplió vuestro encargo y, además, evité que la reina Brianna reclamase la reliquia.

    —¡Mentirosa! —Gritaron Abrus y Mancinella.

    —¿Esperáis que os crea? —Caléndula estaba tan furiosa que no reprimió su lengua.

    —Me importa un puerro venenoso si me creéis o no. Estoy harta… ¡Harta! —señaló a la reina con el índice—. De vuestros desprecios hacia los mestizos. —Adelfa iba a reprocharle las formas y la joven no se lo permitió—. Os creéis superior, cuando lo cierto es que sois una mestiza como yo. La diferencia es que mi madre se enredó con un humano y vuestro padre con una sílfide, a mí se me nota y vos lleváis la diferencia por dentro.

    —¿Cómo osas atreverte? Morirás por semejante ofensa.

    —¡Pues moriré con honor! Porque solo estoy diciendo la verdad. Mi madre me confesó vuestro origen antes de que la sacrificarais para ocultarlo y si no hubieseis sido tan mezquina, os habría guardado el secreto hasta el último día de mi existencia, pero no más.

    —¡Guardias! —gritó la reina.

    —¡Vas a condenarnos a todos! —gritó Abrus.

    —Ni te atrevas, madre —intervino el príncipe.

    —No te metas en esto, Napellus. He tolerado tus caprichos demasiado tiempo.

    Napellus se posicionó junto a Caléndula.

    —Sabes de sobra que no se trata de un capricho, madre. Llevo tiempo advirtiéndote sobre este par, sobre sus abusos y te has hecho la vista gorda, pero ya no más.

    —¿Te pondrás de lado de esa?

    —Esa tiene su nombre, majestad. Si le sirve de algo, no tengo ningún interés en que nadie se ponga de mi lado. La Caléndula que anhelaba pertenecer a vuestro reino dejó de existir —dijo con la voz quebrada por la emoción—. No quiero formar parte de una raza que castiga las diferencias; que desprecia lo que no comprende, que vive obnubilada por los prejuicios absurdos de una supremacía que solo existe en esas limitadas mentes de las que tanto os jactáis —vociferó sin quitarle los ojos de encima a Abrus y a su hermana —. No quiero pertenecer a vuestra sociedad mezquina, saturada de podredumbre de espíritu. Condenáis a los tanarianos, pero muchos de vosotros no sois tan diferentes.

    —Caléndula, por favor… —pidió el príncipe.

    La joven negó con la cabeza. Adelfa abrió la boca; sin embargo, Caléndula levantó una mano y le impidió pronunciar una sola sílaba.

    —No necesitáis molestaros en desterrarme, me largaré enseguida. Quedaos con la reliquia. Eso sí, al menos tened la decencia de cumplir con la voluntad de la soberana de Enalterra —dijo con las mejillas encendidas—. Por cierto, os manda a decir que espera que tengáis una buena explicación.

    —No puedes hacerme esto, hermana —chilló Mancinella—. Padre está muy enfermo y yo…

    —Tendrás que aprender a cuidarlo igual que hice yo en su momento.

    —¡No puedes dejarme, somos hermanas!

    —Hubieses pensado en eso cuando me usaste para ganarte el favor de la reina —espetó—. Hubieses recordado eso cuando decidiste que sería buena idea acusarme de traición por haber traído un mortal a nuestra tierra. Querías librarte de mí, ¿no? Pues lo has conseguido.

    La joven dio media vuelta. Las hadas se apartaron para dejarle vía libre. El murmullo ascendía en la medida que avanzaba. Algunos le daban la razón; otro tanto se disculpaba en voz baja. Un grupo menor al habitual cuchicheaba entre risitas. Levantó la cara y caminó con la frente en alto. Nunca más permitiría que la avergonzasen por ser quien era ni por su apariencia.

    —Espera, no te vayas así, por favor.

    Napellus le cortó el paso.

    —Dejad que me marche —dijo con voz trémula—. Reconozco vuestras buenas intenciones, agradezco las molestias que os habéis tomado, pero ahora mismo solo quiero alejarme todo lo que pueda.

    —No quise engañarte, lo siento, de verdad. —Ella apenas cabeceó una vez.

    —Pero lo hicisteis —dijo en voz baja y pasó a un lado del joven—. Las buenas intenciones no evitan el dolor del engaño, alteza.

    —¿A dónde irás?

    Ella se volvió un instante.

    —A algún lugar donde las diferencias tengan valor.

    —Prometo encontrarte.

    Ella no respondió. Napellus la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.

    Caléndula avanzaba a zancadas. Como volviese a llegar tarde a sus clases de vuelo, El consejero real iba a enfadarse muchísimo. La joven hada atravesó el arco de los deseos. Gult se paseaba de un lado a otro. La inquietud del gran animal impregnaba la estancia con un matiz preocupante.

    —¡A buena hora apareces! —refunfuñó el consejero—. ¿Tengo que asignarte más clases de protocolo y diplomacia?

    —Pero si solo han transcurrido dos minutos, ¿qué es lo que te tiene tan nervioso?

    El consejero fijó la mirada; Caléndula se volvió en la misma dirección.

    —Hola, Caléndula.

    Tener a Napellus delante le pareció un espejismo.

    —Ahora ya sabes qué me tiene tan nervioso. Detesto las visitas sin previo aviso o invitación.

    —Lamento haberme personado de improviso. Mi intención jamás ha sido perturbar de manera alguna vuestra tranquilidad.

    —Vuestra madre se basta y se sobra para esa tarea —refunfuñó el consejero una vez más—. Así que doy gracias a los dioses porque su alteza pretenda ser más considerado.

    —No necesitas ser tan irónico, el príncipe no suele hablar por hablar.

    —Como sea —dijo y echó a andar hacia la gran puerta—. Os dejaré a solas, creo que tenéis mucho que deciros. Eso sí, ni por asomo te creas que vas a escaquearte de mis clases. Tarde o temprano aprenderás a volar o me cambiaré el nombre.

    —No pensaba hacerlo, ¿cómo crees?

    Gult soltó un gruñido y las puertas se cerraron tras de él.

    Napellus dio dos pasos hacia Caléndula.

    —¿No te alegras de verme? —ella suspiró y lo invitó a salir al balcón.

    De pie, bajo la noche aterciopelada cundida de estrellas titilantes, permanecieron en silencio durante algunos minutos.

    —No es que no me alegre, es solo que ya no soy la misma.

    —Eso se nota, créeme. Luces, distinta. Más…

    —¿Segura? —él negó con la cabeza.

    —Más hermosa. La luz que llevas por dentro ahora brilla con intensidad.

    —Por fuera no he cambiado casi nada; la ropa, la forma de arreglarme, quizá. En el fondo sigo siendo la misma.

    —Te ves diferente y te sienta bien.

    Caléndula inspiró hondo. Por su cabeza pasaron miles de respuestas cáusticas; se las tragó todas. La verdad es que no había dicho nada impropio. En su mirada notó que hablaba con sinceridad. Se reprochó no haberse desecho de la costumbre de asumir que cada halago traía consigo una burla enmascarada.

    —No es necesario que despliegues tus encantos, estamos solos, de verdad.

    —Lo sé. Queda tranquila, ni estoy desplegando encantos ni creo que en palacio deseen espiarnos. No soy tan importante como mi madre. Solo he venido a cumplir con mi promesa, ¿recuerdas?

    Las palabras de Napellus resonaron en su mente y las mejillas se le encendieron.

    —Creí que…

    —Mentía, no me sorprende —dijo y se acercó un poco a ella.

    —Lo lamento.

    —No tienes por qué. En ese momento era natural que estuvieses llena de desconfianza hacia todo el mundo. La pregunta es: ¿sigues desconfiando?

    —Un poco sí, no voy a mentirte —confesó—. Aquí —hizo un ademán señalando el castillo—. Me han tratado con respeto y me han ayudado a superar muchas cosas. Pero sigo teniendo huellas, cicatrices invisibles que llevo en el corazón.

    —Me preocuparía si no fuese así. Con todo lo que tuviste que vivir no es para menos, faltaría más. Las heridas como las que te causaron no se borran como por arte de magia.

    Ella clavó los ojos en su mirada.

    —¿A qué has venido en realidad?

    —A cerciorarme de que eres feliz.

     —¿No te decepciona que no me transformara como suele pasar en los cuentos de fantasía? —él arrugó el entrecejo.

    —¿De qué hablas? ¿Te refieres a que no hayas cambiado tu aspecto? —Ella asintió—. A mí nunca me ha importado que fueses diferente al resto de hadas. Lo que valoro de ti lo llevas por dentro. No tiene que ver con tus carnes ni tu color de piel; con tus ojos o con esa melena de fuego díscola que nunca trenzaste. Y lo que llevas dentro de ti, hoy brilla como la más preciosa de las gemas. Justo esa diferencia siempre fue, es y será, lo que me atrae de ti.

    La caricia que le acunó la mejilla la estremeció. Sin darse cuenta uno se acercó al otro. Bajo la luz de la luna se fundieron en un cálido abrazo.

    —No deberíamos estar espiando —susurró Brianna inclinada sobre la melena de su consejero.

    —Chist, calla y déjame oír. Ya sabes que me encantan las historias románticas. Además, como le robe una sola lágrima lo devoro.

    —Ni se te ocurra —masculló—. Acabamos de firmar la paz y quiero pasarme otro par de años en el mundo mortal. No me gusta volver de improviso cada vez que algo se rompe por aquí.

    —Pero tendrás que volver para la boda, ¿no? —Briana puso los ojos en blanco.

    —Calla o nos cargaremos la boda antes de que pidan su mano.

    —Llevas toda la razón.

    Reina y consejero espiaron gran parte de la noche mientras cada uno imaginaba cómo sería aquel enlace.


    Esta historia fue escrita para el reto #Surcaletras que propuso Adella Brac para el mes de enero. El disparador era una canción, pero mi imaginación me llevó de nuevo a Enalterra. Espero la disfrutéis.


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  • Khayanna: vendedora de anams

    Una joven con alas de pie sobre unas rocas en primer plano. Al fondo un paisaje natural algo árido con rocas y una tormenta en pleno desarrollo con nubes y relámpagos
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Sinopsis:

    Tras la última guerra, Dualshe quedó dividida en dos y sumida en una niebla sempiterna que nubla los sentidos y entumece la mente. saolenses y síceros sobreviven en la cuerda floja gracias a la venta de anams, receptáculos que contienen el alma y las emociones de los antiguos habitantes de Dualse y que minimizan los efectos nocivos de la nébula. A ninguna de las dos facciones les agrada hacer tratos, pero cualquier cosa es mejor que convertirse en básteros, devoradores insaciables de anams y soldados de la muerte.

    Khayanna acaba de convertirse en dhíole al suceder a Mineas, uno de los vendedores saolenses con mejor reputación en el mercado de anams. Pese a haber sido entrenada por él y contar con un don especial para detectar a los básteros y rastrear a los síceros, caerá en una trampa que le hará perder su reputación , pondrá en riesgo su vida y sacudirá el frágil equilibrio entre ambas razas. Y es que, quien ose vender un anam a un bástero o quien se atreva a incumplir la palabra dada en una transacción con un dualsense será condenado a la muerte eterna.

    Tlayon tiene un objetivo en su existencia desde que era un crío: recuperar el anam que fuese del primero de sus ancestros síceros y está dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo, incluso, pactar con un bástero. La única barrera que se interpondrá en su camino es la sucesora de Mineas, a quien deberá convencer de que juntos tendrán más probabilidades de salir con vida del problema en que los ha metido su obsesión.


    «La confianza puede ser un regalo precioso
    y, al mismo tiempo, la más terrible de las maldiciones». —Lehna Valduciel.

    Khayanna

    El gran medallón que me acaban de colgar pesa mucho más de lo que me imaginaba. Qué poca gracia me hace suceder a Mineas y que mal tino ha tenido en pasar al otro plano justo en plena tormenta.

    —Tú, viejo panzón, eres un inoportuno de mierda y, si acaso me ves desde el Otro Lado, Que sepas que la has cagado a lo grande. Me devorarán como lo que soy: una pichona sin experiencia. Te lo advertí cientos de veces, soy demasiado joven para convertirme en dhíole. Da igual lo que tú creyeras, ¿me oyes? Ninguno va a querer mercadear conmigo. —Hago una mueca al darme cuenta de que no estoy a solas como creía.

    Mokay, el asistente de Mineas me mira y el tic de su nariz aguileña me grita lo impaciente que está porque me ocupe de mi mentor. Arrugo la nariz, la pestilencia no me deja otra alternativa. Me fijo en su rostro desfigurado y violáceo. Trago saliva y evito inhalar hondo; no quiero correr riesgos, durante la transición a bástero cualquier cosa puede ocurrir. Mokay me acicatea con la mirada. Tengo que hacerlo, lo sé. Era su última voluntad: no convertirse jamás en uno de ellos. Me entrega el cuchillo ceremonial y una vez que cojo la empuñadura es como si me transformase en otra. Mis emociones, siempre a flor de piel se atenúan y una racionalidad inusitada se apodera de mí. La tarea que debo enfrentar a continuación requiere tener el estómago bien asentado y los nervios de acero. Titubeo y por una fracción de segundos la inseguridad me sacude. «No voy a ser capaz de continuar», me digo en silencio mientras aferro el cuchillo con fuerza. De súbito las palabras del juramento al cual accedí a cambio de no enfrentar un centenar de azotes, surgen de lo más profundo de mi memoria. «Jura que no dejarás de mí ni un solo trozo unido, júramelo. Primero cenizas que un maldito bástero». El recuerdo de su mirada es el empuje que necesito para iniciar la tarea de salvar su esencia y su legado.

    🌩

    He tenido que tragarme cada palabra malsonante en contra de mi mentor. Donde quiera que esté, se debe estar descojonando. Yo misma no termino de creerme lo lejos que he llegado en un par de semanas. Lo más sorprendente es la cantidad de síceros que piden negociar conmigo. Ahora mismo me espera Tlayon y no me explico qué lo habrá empujado por fin a acudir a la cita, luego de haberla cancelado tantas veces. Me aproximo al ventanal. El pulso se me dispara ante la nébula rojiza que casi cubre el paisaje en su totalidad. Pese a encontrarme tras el cristal, mi memoria sensorial se activa en segundos y mi psique experimenta el hedor y la gelidez que acompañan a la nefasta capa que, día tras día, parece más densa.

    El aleteo que oigo detrás de mí rompe el breve trance. Sonrío y ladeo un poco la cabeza. Kof se aproxima revoloteando, juguetón. Recoge las alas con extraordinaria rapidez y se posa sobre mi hombro derecho. Frota el hocico contra mi mejilla y de pronto se yergue y muestra los colmillos, olisquea y rechina los dientes. Yo también percibo la presencia del sícero y me vuelvo con lentitud.

    🌩

    Tlayon

    La sucesora de Mineas no es como la retratan los rumores. Luce como una adolescente frívola, caprichosa, ¿quizá? Observo su aspecto con detenimiento; reconozco que cumple con mi canon de belleza. La sensualidad que desprenden sus movimientos relata su origen. Es un volcán emocional; me lo dice la forma en que refulgen sus iris. La tensión que la mantiene en esa postura tan rígida desde que se volvió para darme la cara, habla de un autocontrol extraordinario. Me fijo en su estilizado cuello y en esa zona de la piel que le palpita, acelerada. Un destello capta mi atención. Paseo los ojos por el profundo escote hasta que lo distingo. El anam se asoma por el borde de la blusa. El brillo que emite titila al mismo ritmo del pulso en su garganta.

    —Sé bienvenido —saluda y me invita a sentarme con un ademán.

    —Agradezco vuestra deferencia al recibirme después de que Mineas me echase la última vez.

    La sigo con la mirada. El bicho que permanece sobre su hombro derecho me muestra los dientes y por un instante me pregunto si es posible que advierta las verdaderas intenciones de mi visita. Esa forma en que sacude la larga cola me parece demasiada hostilidad o, quizá me estoy dejando llevar por meras elucubraciones. Descarto la idea por lo inverosímil que me resulta.

    —Mineas fue mi mentor —dice y da un vistazo alrededor—. Eso no implica que adopte sus formas ni sus criterios. Pese a lo que puedas creer, tengo las ideas claras y mis pensamientos son consistentes y racionales. Los saolenses no somos unos impulsivos descerebrados.

    —Hice una observación, no había ningún trasfondo en particular —miento

    —No merece la pena discutir. ¿Por qué no nos hacemos el momento más grato y sellamos la transacción?? Dime qué tipo de anam buscas. Si no existe me encargaré de elaborarte uno que te calce a la perfección —propone y da un paso hacia mí.

    El tono seductor que emplea me intriga. No obstante, me aproximo a ella con cautela. La criatura que la acompaña no me quita los ojos de encima. Ese par de rubíes, capaz de mirar sin apenas parpadear, son tan llamativos; su expresividad es notable. Por fortuna, solo necesito un poco más de cercanía y unos segundos para lograr mi cometido. Dudo que pueda reaccionar en mi contra si acaso nota mis pretensiones.

    —Me interesan los anams más antiguos. Esos que pertenecieron a nuestros ancestros síceros —ella cabecea y chasquea los dedos.

    La pequeña bestia sobre su hombro, extiende las alas a tal velocidad que me deja perplejo. A esta distancia distingo las púas que le recubren más de un tercio de la cola. Reculo un paso y disimulo lo mejor que puedo, aunque la seriedad que adopta el rostro de la mercadera me advierte que, quizá, no logré mi propósito.

    —Kof es totalmente inofensivo. —Ella acerca la palma para acariciar al animal.

    La criatura le lame los dedos y tras aletear, presa del éxtasis, asciende a gran velocidad.

    «Puede que tu mascota lo sea, pero yo no lo soy». Reprimo el pensamiento y me enfoco. El tiempo es clave y perderlo en socializaciones absurdas es un sinsentido.

    —Toda una experiencia negociar con tanta presteza —digo y le extiendo la mano.

    Ella cabecea de nuevo en un asentimiento y corresponde a mi gesto. Aprovecho esos valiosos segundos y en lo que nuestros dedos se rozan detengo el tiempo.

    🌩

    Me cercioro de que la criatura también permanezca atrapada en la cápsula dimensional. Exhalo el aire en cuanto la distingo a bastante altura, suspendida y rígida. Salgo disparado de la estancia y abro el segmento dimensional que me llevará directo al lugar de descanso de Mineas. Los trazos del mapa que me mostró Freidom en nuestro último encuentro emergen de lo profundo de mi memoria. Reajusto el destino y cruzo.

    Enciendo una pequeña llama para avanzar con más agilidad. Atravieso el umbral de la siguiente puerta y doy un vistazo alrededor. Hay cirios custodiando las cenizas del antiguo mercader. Apago mi iluminación improvisada y camino hacia el altar. Enseguida hallo lo que busco y lo cojo. El cruthaig es mucho más liviano de lo que esperaba. También más cálido. Las piedras preciosas refulgen con timidez en cuanto las rozo. Altero la materia que lo conforma y disimulo su aspecto. Satisfecho de la apariencia que ofrece me paso la cadena por la cabeza y me lo cuelgo del cuello. Desando el camino tan rápido como puedo.

    A medida que avanzo noto cómo lo que me rodea titila. Aprieto el paso a zancada viva. Retomo mi posición una fracción de segundos antes de que el tiempo se reanude.

    La saolense parpadea ceñuda. Le estrecho la mano con firmeza para acaparar su atención. La confusión se le dibuja en el rostro y no sé si habrá notado el cambio en mi respiración.

    —Eh, bueno… —Ella rompe el contacto—. En dos días te será entregado, ¿te parece bien?

    —Me parece perfecto —aseguro a media voz.

    Ella fija sus ojos en mí. El escrutinio al que me somete me parece invasivo y no comprendo del todo a qué viene. ¿Habrá notado el quiebre temporal?

    —Eso pensé —dice y recula un paso—. Es evidente que llevas mucho sin un anam. Percibo en ti los efectos de la nébula.

    —Sigo siendo un sícero —digo cortante; más de lo que resulta conveniente.

    —Puede ser, pero hiedes a bástero.

    La observación me toma desprevenido. ¿Acaso es capaz de percibir la esencia bástera? Eso explica por qué Mineas la acogió como pupila.

    —Será por el último enfrentamiento que tuve la misma noche que Mineas… —Ella levanta una mano y me interrumpe.

    —No requiero de tus explicaciones. Ahora, si no te importa, debo atender otros asuntos.

    Cabeceo con discreción y doy marcha atrás.

    —volveré en dos días.

    —Más te vale, no me gusta que me hagan perder el tiempo, mucho menos energía vital.

    La forma en que me responde me aclara por qué la llaman cabrona, incluso algunos de su misma raza.

    Eyled conmt trineig caust tregab —murmuro en dualsay, la lengua ancestral.

    —Soy todavía mucho más cabrona. No me preocupa lo que piensen.

    Que entendiese una lengua considerada casi muerta me deja sin palabras. ¿Cuántos secretos tiene guardados bajo la manga?

    🌩

    Khayanna

    Kof no deja de revolotear de un lado a otro. Percibe mejor que yo el caos en que se ha transformado Dualse tras la última oleada de conversiones. Nadie consigue una explicación para que en día y medio casi un veintenar de síceros y saolenses se hayan convertido en básteros. Rechina los dientes en cuanto ve a Mokay atravesar el arco de entrada. La tensión que le arruga la frente y las comisuras de los ojos al mirarme, me advierte que trae pésimas noticias.

    —Vengo del Clodrium. —Su tono se agrava un par de octavas—. Los consejeros han emitido una orden en vuestra contra.

    —¿Qué dices? —Kof se posa en mi hombro—. ¿Qué coño tengo yo que ver en todo esto?

    El rostro de Mokay se ensombrece.

    —Un saolence os ha acusado de estafa. Alega que le habéis vendido un cristal cualquiera en lugar de un verdadero anam. Asegura que el mercado está lleno de falsificaciones.

    —Eso es absurdo, yo jamás haría algo semejante. ¿De dónde se ha sacado esa idiotez?

    —Eso no es todo —me interrumpe—. Han capturado a un par de básteros y… —El silencio de Mokay me crispa.

    —Habla de una maldita vez, odio las pausas dramáticas.

    —Llevaban anams —dice y desvía la mirada; eco de pasos se oyen desde el pasillo—. Tienen el mismo diseño que los nuestros.

    La noticia me cae como una tormenta en pleno invierno. La sensación de que la desgracia se cierne sobre mí me anuda la garganta y el estómago. Una idea perturbadora se abre paso entre la maraña de mis pensamientos y niego con la cabeza. Kof se eleva y marca cierta distancia que le agradezco. La imagen de la última visita que tuve murallas adentro surge de pronto desde algún rincón de mi memoria; expando mi don y me estremezco en cuanto percibo su esencia sícera, envuelta en ese tufillo que reconocí y al que no le di mayor importancia. Maldigo mi arrogancia y hecho a correr; Mokay me sigue muy de cerca. «Jamás negocies murallas adentro. El lugar de los anam y las ventas es el mercado. Solo quien se gane tu confianza tiene derecho a pisar tu morada. Recuerda que en Dualse reina la traición. No te fíes demasiado de tus habilidades porque terminarás cometiendo un error que te costará sangre sudor y lágrimas»

    El pulso se me dispara en el instante en que fijo los ojos en el sactrum vacío. El consejo de mi mentor me aplasta como una pared de roca. Kof silba y pliega las alas. Desciende y se adelanta. Estoy tan perpleja que me quedo sin palabras. Es como si por un segundo me encontrase en un limbo. Mokay también me adelanta y hurga a la par de mi pequeño compañero. En cuanto se vuelve y niega con la cabeza, grito de ira. La furia me ciega. La sensación de haber sido traicionada se convierte en millares de agujas que se me clavan en todo el cuerpo. Un dolor punzante me atraviesa el corazón y se irradia por mis extremidades. Caigo de rodillas y apoyo las palmas en el suelo. Un crujido que proviene de mi propio cuerpo me estremece. El olor ferruginoso de la sangre me invade la nariz y me provoca arcadas.

    Clavo los ojos en el suelo. Alrededor de mis palmas se forma un pequeño redondel rojizo. Mokay se me acerca daga en mano. Abro la boca, pero no soy capaz de emitir ni un solo sonido. Mi mente se prepara para el dolor que voy a experimentar en cuanto me atraviese con la hoja o me corte la garganta, lo que se le ocurra primero. Lo siento inclinarse sobre mí y mi corazón se niega a rendirse sin presentar pelea. Me preparo para usar las últimas fuerzas que me quedan. Puede que muera en breve, pero me lo llevaré conmigo al infierno.

    El ruido de tela al rasgarse se mezcla con la voz de Mokay.

    —Dejad de luchar y la agonía terminará más rápido.

    Me obligo a levantar la cabeza. La expresión de asombro que distingo en las facciones del saolense solo puede obedecer a un hecho concreto: estoy evolucionando. Con esa idea en la cabeza, me esfuerzo en poner en orden mis pensamientos. Las palabras de mi mentor resuenan como un mantra en mi psique que me aportan el punto de equilibrio que requiero: «el mayor obsequio de nuestra raza es trascender. No solo porque ganamos fuerza, habilidades y unas preciosas alas; es una etapa donde se nos abren las puertas a la plenitud. Solo cuando lo experimentes comprenderás que todo el dolor es un precio justo para lo que obtendrás a cambio».

    Cierro los ojos y me entrego. Oigo un alarido que me estremece las entrañas. Es tan desgarrador que no reconozco mi propia voz. El dolor es insoportable y me arrastra, irremediablemente, hacia la inconsciencia.

    🌩

    Tlayon

    La penumbra con la que Freidom me recibe se me antoja un intento de manipulación incomprensible. Entiendo que use ese tipo de estratagemas con los saolenses, a fin de cuentas, a ellos los mueve la emotividad. pero con nosotros me parece absurdo. Me tomo unos segundos antes de hablar. Una cosa es que quiera obtener la información, otra que le siga el juego.

    —¿Y bien? ¿Qué te trae de nuevo por aquí? —La premura con la que me aborda me lleva a pensar que no soy bien recibido.

    —Tenemos un trato, ¿Lo olvidaste? El cruthaig de Mineas a cambio de la información que me permita identificar el anam de mi ancestro.

    El bástero me mira con desdeñosa superioridad.

    —¿Acaso ya no te di lo que buscabas?

    —Me dijiste que necesitabas corroborar que fuese el cruthaig de Mineas y que luego me darías la información. Me consta que has podido comprobarlo de sobra.

    —¿Estás seguro de lo que afirmas?

    —Absolutamente. Las conversiones que se han dado las últimas veinticuatro horas son obra tuya. No quieras verme la cara de idiota.

    —Vaya, pero si el sícero es capaz de sacar las pezuñas. ¿Te has dado cuenta que las emociones se manifiestan en ti con cierto estilo? La malevolencia despierta lo mejor de ti, ¿no lo sabías? —Inspira hondo y se regodea—. Hiedes a deliciosa oscuridad. Me encanta ese tufillo que brota de tu piel.

    La actitud de Freidom me saca de mis casillas; tanto, que no dudo en envolver en llamas el sillón que suele utilizar a modo de trono. Desde luego, la afrenta no pasa por debajo de la mesa y en un parpadeo, me encuentro rodeado de vasallos. Los soldados de la muerte me sujetan con firmeza mientras su líder se desquita. El primer golpe me roba el aire; el segundo me rompe dos costillas y el tercero me deja aovillado en el suelo.

    —Sacadlo de aquí —ordena antes de inclinarse sobre mí—. Nuestro trato ha finalizado. Esperaré a que te conviertas y terminaremos de saldar esta pequeña diferencia.

    —Maldito traidor —musito; el bástero vuelve a golpearme.

    Apenas oigo el crujido de los huesos de mi cara; el dolor es insoportable y la oscuridad no me da tregua, me absorbe en un torbellino con pasaje directo a mi limbo particular.

    🌩

    Khayanna

    Los lametazos de Kof me despiertan. El vago recuerdo de lo ocurrido me dispara las pulsaciones. Me incorporo y el peso que percibo en la espalda ralentiza mis movimientos. Un carraspeo capta mi atención. me fijo en la figura que permanece de pie junto a Mokay y un hormigueo desagradable se me aloja en el estómago.

    —Como representante del consejo en pleno, estoy aquí para informaros que seréis sometida a juicio público en la plaza Ancestral.

    —Yo no he cometido ningún delito —aseguro y tiro de la sábana para cubrirme el pecho desnudo.

    —Hay testigos que afirman…

    —¡Esos testigos mienten! —me levanto tambaleante, aunque logro mantener el equilibrio a duras penas—. El cruthaig de mi mentor ha sido robado.

    —Esa es una acusación muy grave que no puede hacerse sin pruebas.

    Chillo producto de la frustración.

    —¿Qué más pruebas se necesitan si el sactrum está vacío? ¡¡A la mierda vuestras pruebas!!

    Me topo con la mirada de advertencia de Mokay.

    —Las leyes son claras —dice y me da la espalda—. No lleguéis tarde, eso no ayudaría a vuestra mallugada reputación.

    El sícero abandona la habitación justo a tiempo antes de que el jarrón de mi mesita de noche se estrelle contra su dura cabeza.

    🌩

    Tlayon

    Avanzo despacio y, como puedo, me abro paso entre la multitud. La plaza ancestral está repleta de gente. Desde mi posición distingo a Khayanna. La sigo con la mirada sin poder quitársela de encima. Las alas que emergen de su espalda causan un efecto similar en la mayoría de los presentes. No solo porque son unos apéndices de colores vívidos, sino por lo que significa que, después de casi un siglo, la extinta trascendencia de los saolenses reanudara su curso.

    Me aproximo a la corte improvisada y justo alcanzo a escuchar al representante del consejo:

    —Las acusaciones en vuestra contra son muy graves y ameritan una sentencia ejemplificante. Por esa razón hemos decidido que la condena sea la destitución de vuestro cargo como dhíole antes de que se os someta a la muerte eterna.

    —¡No! —grito y me aproximo a zancadas—. No podéis someter a una inocente a la muerte eterna.

    —No estáis autorizado a intervenir en este juicio, ¡detenedlo!

    —Hasta que por fin hacéis algo bien —espeta Khayanna y me lanza una mirada asesina—. Este es el culpable de todo lo que está ocurriendo, él fue quien se robó el cruthaig de Mineas.

    —Puedo explicártelo —le digo mientras busco entablar contacto visual—. Freidom prometió que…

    —¡Silencio! —exige el representante del consejo—. Hablad ahora —me ordena—. Y procurad decir la verdad o correréis la misma suerte de vuestra cómplice.

    —¿Cuántas veces os tengo que repetir lo mismo? No tengo nada que ver con las conversiones. ¿Es que no lo habéis escuchado? —dice; los iris le refulgen como dos ascuas—. Soy inocente, el ladrón y cómplice lo tenéis allí. —Me señala con el dedo.

    —Ella tiene razón, en parte —confieso y me explayo a explicar lo ocurrido.

    La corte en pleno, además de un buen porcentaje de saolenses y síceros escuchan mi declaración. Los abucheos no tardan en elevarse desde la gradería saolense; entre tanto, mis gentiles me miran con desdén.

    —¡Llevadlos a la cámara de aislamiento! —ordena el representante—. Debemos deliberar ante esta nueva información.

    La guardia dualsense nos saca a rastras de la plaza. Mantengo la boca cerrada; ya bastantes improperios suelta Khayanna y, la verdad, agradezco que nos alejen de la exposición a la nébula. La gelidez me mantiene aterido y el hedor sulfuroso hace que todo me dé vueltas. Bajo la mirada hacia mi torso y acuso la ausencia del anam que, en su momento tuve que negociar para poder sobrevivir y no terminar a la intemperie. Maldito Mineas y maldito yo por haber creído en su lengua embaucadora. «Trabaja para mí, Trae contigo a cada sícero que requiera de un anam y habrás pagado el precio para recuperar el de tu ancestro; palabra de dhíole». El recuerdo me provoca un regusto amargo que se suma a la hostilidad con la que Khayanna me mira y pierdo la calma.

    🌩

    El chirrido de los goznes de la puerta termina de crisparme los nervios y la actitud de Khayanna tampoco ayuda.

    —Estarás contento, ¿no? No sé cómo puedes considerarte sícero y haber creído en Freidom. ¿No se supone que sois racionales hasta la médula?

    —¿Y quién coño te dijo que la racionalidad te exime de equivocarte? Pero claro, qué sabrás tú, la dhíole perfecta, la que no comete ni un solo fallo, Pero apenas a días de haber sucedido a su mentor, le abre las puertas a un desconocido.

    —Imbécil.

    —Niñata estúpida.

    La patada me alcanza en el pecho y me deja sin aire. Pierdo el equilibrio y caigo de culo.

    —Ahora verás qué tan niñata y qué tan estúpida soy.

    La amenaza despierta una emoción que reconozco, pero que suele permanecer atada con correas firmes. Las ganas de darle una buena zurra me impulsan y me levanto preparado para recibir el ataque. Advierto el movimiento al fijarme en los pies de la arpía furiosa que se eleva un par de centímetros, dispuesta a golpearme en el rostro. La esquivo y aprovecho para rodearla. Ella se mueve con demasiada lentitud y la cojo por una de sus alas. la sedosa sensación me perturba el tiempo suficiente como para que se me escape. Un puñado de alas se me quedan adheridas a los dedos.

    —Hijo de puta —masculla y me lanza un golpe directo a la mandíbula.

    Hago una finta para evitar que el rodillazo que sigue me dé entre las piernas. La empujo con fuerza y choca contra la pared. La mueca que se le dibuja en el rostro me revela lo sensibles que son sus alas. Se lanza contra mí y otro puño me impacta en la nariz. La sangre brota enseguida y bufo, exasperado. No mido mi reacción y le asesto un puñetazo que la hace trastabillar hasta que cae de culo al suelo.

    —Mira, no quiero pelearme contigo —digo y me apoyo contra la pared contraria para limpiarme la sangre—. Ambos estamos metidos en un lío muy gordo.

    —¿No me digas? Tremendo descubrimiento —Cruza los brazos en una postura defensiva.

    —El sarcasmo no nos va a sacar de aquí, así que ahórratelo.

    Khayanna echa la cabeza hacia atrás y nuestras miradas se cruzan.

    —¿Qué propones?

    —Que vayamos a por el cruthaig.

    —¿Hablas en serio? —Asiento con la cabeza y le expongo mi plan.

    🌩

    Khayanna

    Avanzo con las alas bien plegadas a mi espalda. Prefiero caminar incómoda que arriesgarme a un tropiezo inoportuno o a convertirme en una diana fácil de atinar. Por fortuna el tono de mis plumas se confunde en gran parte con el tono purpúreo de la nébula y eso me ayuda a disimular el brillo platinado de las plumas centrales cuando la luz de las siamesas incide sobre mis alas en determinados ángulos. Levanto la mirada. El fulgor me advierte que se aproxima la medianoche. Las lunas están a punto de alongarse y formar el ínfinix. Tlayon me hace señas para que no me atrase tanto. Sé que lleva razón, es solo que mantener la posición de mis alas implica más esfuerzo del que imaginaba y la energía se me agota.

    Noto que él no está mucho mejor que yo. Además de los golpes que le propiné y algún otro que todavía le queda sin sanar del todo, los efectos de la nébula se hacen cada vez más evidentes en él. Hasta yo percibo el olor dulzón que proviene de su piel y que se mezcla con el propio de la nébula. Ese maldito calor pegajoso que se torna soporífero es insidioso, casi asfixiante. Contengo la respiración y le señalo que haga lo mismo.

    Avanzamos uno al lado del otro. Cerca de nuestro destino oigo un silbido. Tlayon se yergue y ralentiza la marcha. Observo el movimiento de sus ojos. Nunca imaginé que lo vería presa de la inquietud. Un chillido agudo me invita a adelantarme. Él me coge del brazo con firmeza.

    —Aguarda un instante —me pide en voz baja.

    —Solo es Kof, deja la paranoia.

    —Si es así, él debería venir a tu encuentro. Es un roecie, no deberías ser tan condescendiente con esa criatura.

    —Qué sabrás tú. Camina, anda, el ínfinix está a punto de iniciar.

    Tlayon resopla. Luce sofocado y no es para menos. La nébula se torna más densa a medida que nos aproximamos al límite entre Dualse y el inframundo.

    Kof sobrevuela a medio metro de nuestras cabezas. Sus ojos brillan bajo el efecto de las siamesas. Emito un silbido para ayudarlo a localizarnos. Un par de minutos más tarde se posa sobre mi hombro derecho.

    —¿Lista? —Me limito a asentir con la cabeza.

    Me extiende la mano izquierda y me aferro. En un parpadeo, los vestigios de niebla frente a nosotros se disipan. El muro de roca maciza nos da la bienvenida. Cuando estoy a punto de abrir la boca para preguntar qué se supone que hacemos de pie frente a un muro gigantesco, Tlayon abre una brecha dimensional. Al Otro Lado se visualiza el arco basteriano custodiado por un séquito de soldados de la muerte.

    —Si nos ven nos destrozarán.

    En cuanto pronuncio esas palabras, mi mente experimenta una epifanía y es entonces que comprendo por qué el consejo aceptó nuestra proposición sin apenas reticencia: esperan que terminemos muertos, serán hijos de puta.

    —No nos verán, deja eso de mi cuenta. —Guardo silencio pese a que me preocupa que consuma tanta energía vital.

    —De acuerdo, pero si nos cogen, voy a perseguirte incluso en el inframundo. Y yo siempre cumplo mi palabra.

    Tlayon esboza una sonrisa, hace un gesto y todo a nuestro alrededor gira a gran velocidad. La bilis se me acumula en la garganta. La desagradable sensación de contorsión me provoca náuseas. Pese a que solo transcurren unos segundos, la intensidad me deja exhausta.

    Me tambaleo justo al apoyar los pies sobre la tierra. El impacto hace que me crujan los tobillos. El dolor surge violento y desaparece de igual forma. Suspiro, aliviada y Mi acompañante hace otro tanto.

    —Venga, por aquí. —Tira de mí y echamos a correr.

    Kof silba a modo de advertencia justo a tiempo de que caigamos en un foso. Extiendo mis alas todo lo que puedo y tiro de Tlayon. La inercia nos empuja contra una de las paredes. Una capa de arenilla nos cae encima. El chillido de Kof nos vuelve a alertar. Esta vez el sícero crea una cortina de fuego e impide que los perros del infierno nos alcancen.

    —¿Estás seguro de a dónde debemos ir?

    —No del todo, pero me hago una idea.

    —Espero que no te equivoques.

    —Yo también.

    Tlayon abre otra brecha dimensional que nos succiona hacia abajo. Planeo como puedo mientras que él se crea un colchón de aire que amortigua su caída. Más arriba, Kof desciende haciendo una espiral que le permite verificar que no surja ninguna criatura de entre las sombras.

    —Por ahí. —Sigo con la mirada la dirección que me señala.

    Mi anam palpita. Quiere decir que el cruthaig está cerca. Asiento con la cabeza y procuro seguirle el ritmo a Tlayon, pese a que sus zancadas casi duplican las mías.

    El corazón me martilla en la garganta y contra las costillas. Mi anam destella. Aguzo la vista y ahí está el cruthaig. Me apresuro a cogerlo.

    —Espera. Puede haber alguna trampa.

    —¿Y qué más da? Mejor salir de esto antes de que resulte demasiado tarde.

    —Estás loca. Si algo te pasa perderemos la oportunidad. Pídele a tu mascota que lo coja por ti.

    —Kof no es una mascota —replico mosqueada.

    —Lo que sea, pídeselo.

    En realidad, no hizo falta. Kof se lanzó en picado y recogió el cruthaig. En cuanto lo levantó, cientos de flechas atravesaron la estancia. Por fortuna, Tlayon es mucho más corpulento que yo y me arrastró hasta el suelo. Una saeta le rozó una de las alas a Kof y el roecie dejó caer la reliquia.

    En cuanto levanto el cruthaig, el suelo se sacude. El hedor a bástero se intensifica. La mirada de Tlayon se ensombrece. Caigo en cuenta de que el poder del inframundo debe estar acelerando su conversión.

    Adyum cuaig et soleiyum. —Apoyo la palma izquierda sobre el pecho del sícero y le rasgo la camiseta.

    El poder del cruthaig se abre paso. Sé que acelerar el proceso puede ser peligroso, pero no tenemos otra alternativa.

    Tlayon se tambalea y recula un paso. Lo sigo para no romper el contacto. En cuanto percibo la forma del anam sobre su piel, extraigo parte de mis emociones y las inserto tan rápido como puedo. Un silbido largo, seguido de dos cortos, me advierte que el peligro es inminente.

    El sícero echa la cabeza atrás. Pone los ojos en blanco y su cuerpo se sacude, preso del torrente emocional que se abre paso sin obstáculos.

    —Venga, levántate. Tienes que sacarnos de aquí.

    Él niega con la cabeza. alza la mirada y veo en sus ojos el miedo que lo paraliza. Tendría que haberlo previsto. Incorporar las emociones lleva mucho más tiempo y esfuerzo en su raza. Ahora padece un acojonamiento involuntario del que mejor lo saco o nos veremos en problemas. Es la putada de la naturaleza sícera, tan fría y racional.

    —No soy capaz.

    —Por supuesto que sí. Me lo debes. Vamos, levanta ese culo y no me seas gallina. Lo que tienes que hacer es respirar. ¿Acaso vas a permitir que Freidom se salga con la suya?

    Niega con la cabeza y respira profundo varias veces. El alivio que me invade en cuanto atisbo esa chispa de temperamento en su mirada es inenarrable. Ni hablar de la sensación al verlo ponerse de pie.

    —Llevas razón. Al menos tenemos que intentarlo.

    «En realidad intentarlo no es suficiente». Me guardo el pensamiento. Ahora mismo lo que menos necesitamos es que le flaquee la voluntad.

    —Hay cientos de anams aquí dentro. —me señala los cristales.

    —Son todos falsos —le digo mientras cojo algunos y los estrello contra el suelo de piedra—. Destruye todos los que puedas.

    En cuanto cierro la boca, , un estruendo sacude el lugar. Kof chilla. Ante el peligro que se nos viene encima, no me queda otra alternativa que utilizarlo. Le invito a que clave sus colmillos en mi muñeca. El pequeño animal bebe hasta saciarse. Una vez que adopta sus nuevas dimensiones, un trío de básteros lo ataca sin compasión, otro tanto se lanza a por mí y lo mismo le ocurre a Tlayon.

    La lucha es cruenta y me temo que como sigamos así, no tardaremos mucho en sucumbir. Kof lanza un latigazo con la cola y cientos de púas salen disparadas. La mayoría atina en el blanco. No obstante, otra tanda así de criaturas del inframundo y no sé si yo o cualquiera de mis compañeros de lucha, seremos capaces de salir con vida.

    🌩

    Tlayon

    Invoco a dos elementos al mismo tiempo y creo un torbellino flamígero que incinera a cuanto bástero se topa en su trayectoria. A lo lejos distingo a Freidom. Nuestras miradas se cruzan un instante. La sonrisa perversa que me ofrece me provoca un vacío en el estómago. Sigo la dirección de su mirada y advierto sus intenciones. Con la energía que me queda redirijo el torbellino en su dirección y grito con todas mis fuerzas:

    —¡Elévate! ¡Ahora!

    Khayanna se vuelve hacia mí y alza la mirada. Una enorme estalactita se desprende. Maldigo por lo bajo y deshago el torbellino. Freidom se carcajea y huye. Uso lo que me resta de energía para invocar un vendaval que la empuje fuera de la nefasta trayectoria. Por fortuna el roecie enrosca su cola en la roca y desvía el inmenso cono. El estruendo sacude las catacumbas. La onda vibratoria se expande y el resto de estalactitas crujen, agrietándose en una reacción en cadena. La criatura silba y se eleva. Khayanna realiza un despegue vertical y el corazón me da un vuelco al ver cómo esquiva por centímetros otro cono. Doy un vistazo alrededor y se me revuelve el estómago. Decenas de básteros yacen aplastados por las rocas. El hedor se intensifica y las antorchas atenúan su fulgor. Abro una brecha dimensional, es hora de salir de aquí antes de que me atrape el mismo destino.

    Del otro lado de la brecha me espera una sorpresa desagradable que no imaginé encontrar. El consejo en pleno con toda la guardia dualsense. En cierta forma me alivia confirmar que Khayanna y su criatura siguen con vida. Doy un paso con la intención de reunirme con ella y un par de guardias me cortan el avance mientras otro par me retiene. A un gesto de uno de los representantes del consejo hacen lo mismo con Khayanna. No así con su mascota que, de improviso cambia de dimensiones y se escabulle en medio de la nébula que ya muestra matices rojizos; anuncio de que un nuevo día está por comenzar.

    —¿Habéis recuperado el cruthaig?

    Khayanna lo muestra sin entregarlo.

    —También destruimos los anams falsos —agrego.

    El representante niega con la cabeza.

    —Destruisteis aquellos que estaban en proceso de maduración. No obstante, hay cientos circulando en toda Dualse.

    —No nos correspondía rastrearlos, acordamos recuperar el cruthaig —recuerda la dhíole.

    —En efecto. Por ello se os retira la condena a la muerte eterna, al menos, de manera temporal.

    —¿Qué significa eso? Cumplimos nuestra parte del acuerdo —replico e intento dar un paso, pero me lo impiden.

    —Muy fácil —dice Khayanna—. Ahora nos exigirán algo más para perdonarnos la vida, los muy cabrones.

    —Mide tu lengua, si todavía pretendes continuar como dhíole —amenaza el representante.

    —¿Acaso miento?

    La expresión del rostro de nuestro interlocutor es mucho más que elocuente. Me obligo a mantener la calma antes de abrir la boca.

    —Previo a que planteéis vuestras exigencias, quiero dejar en claro que, si logramos cumplir nuestra parte del acuerdo, no intentaréis ningún otro ardid. Quedaremos libres de vuestras intenciones ocultas.

    —El consejo no…

    —Dejaos de formulismos estúpidos y decidnos qué mierda queréis a cambio de que olvidéis lo de la muerte eterna.

    —Que capturéis a Freidom y nos ayudéis a destruir cada anam falso y su portador.

    —Cabronazos. Pretendéis que nos convirtamos en vuestros exterminadores —reprocha Khayanna con las mejillas arreboladas—. Sois de lo que no hay.

    —Alguien tiene que ocuparse.

    —Pues menuda manera de delegar vuestras responsabilidades —espeto; el representante ordena que me suelten con un ademán.

    Intercambio una mirada con Khayanna. Está furiosa y no es para menos. Eliminar los anams es una tarea razonable. Eliminar a sus portadores va mucho más allá. Estamos hablando de dualenses que no han cometido ninguna falta, simplemente son víctimas de un ser despreciable que no se detiene a la hora de explotar la vulnerabilidad de los demás para su propio beneficio.

    —Si necesitáis tiempo para pensároslo…

    Ambos negamos con la cabeza.

    —Lo que queremos es proponeros otra solución. Un pequeño cambio. —El representante me mira con cierto interés; Khayanna se cruza de brazos y levanta una ceja.

    —El consejo está dispuesto a escucharos.

    —Capturaremos a los portadores y los Juzgaréis. No se justifica eliminarlos si son inocentes. Tened en cuenta que mientras más portadores recuperemos, será más probable superar en número a los básteros.

    Khayanna hace un movimiento leve de cabeza. En el fondo agradezco que no se oponga a mi propuesta.

    —Es un trato razonable. Se os proporcionarán recursos —dice en voz alta—. Preparaos, saldréis en cuanto la nébula trasmute su color.

    —De acuerdo —respondemos al unísono sin pretenderlo.

    Desvío la mirada en la misma dirección que lo hace Khayanna. El sol se asoma con más prontitud que de costumbre. Enseguida las temperaturas descienden y el aroma dulzón da paso a una podredumbre intoxicante. La guardia dualsense se retira en formación marcial; proteger a los miembros del consejo es prioridad. Khayanna clava la mirada en las espaldas de aquellos hombres y mujeres.

    Cog enaem , trug sadent.

    La maldición que acaba de lanzar en dualse ancestral me pone los pelos de la nuca como escarpias.

    —Las palabras tienen poder, ¿acaso no lo sabes?

    Los ojos le brillan con malicia.

    —Claro que sí, solo nos cubro las espaldas. Habrás notado que no son de fiar, ¿no? —Inclino la cabeza en un leve asentimiento.

    —De todas formas, menuda manera de protegernos —mascullo y echo a andar.

    Khayanna me da alcance. De pronto emite un silbido y un aleteo que ya me resulta familiar, suena sobre nuestras cabezas. La mascota de mi compañera de viaje chilla y me revolotea tan cerca que me despeina.

    —Mantén a tu bicho bajo control.

    —Kof solo te está demostrando buena voluntad, no seas tan arisco. Comienzas a gustarle…

    —Y tú, ¿cuándo me mostrarás buena voluntad?

    —Cuando te ganes ese derecho.

    El sol termina de elevarse y matiza el firmamento de una mezcla de naranja y borgoña. La sulfurosa fetidez se intensifica y el frío me cala hondo. Khayanna se vuelve un instante. El contacto visual entre nosotros forma un vínculo inesperado. Su mirada brilla y no sé si son ideas mías, pero noto cierta picardía en sus ojos. Su mascota emite un chillido,  el mensaje que nos transmite es claro. Un suspiro se me escapa, la hora de partir a una aventura desconocida llega, inexorable.


    Este relato fue escrito como participación en el reto #surcaletras, iniciativa de Adella Brac, @adellabrac y, a su vez, para participar en el primer #vadereto de 2022 de José A. Sánchez, @JascNet. En el primer reto, el disparador era escribir una historia sobre un personaje que vendiese emociones y en el segundo, que la acción se desarrollase en un lugar sumido en la niebla. Espero disfrutéis de esta historia.

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  • INCURSIÓN NOCTURNA

    A ti,
    que, aunque pudiste robarme el corazón,
    Me obsequiaste con tu maravillosa honestidad


    Un paisaje urbano londinense durante la noche. Se ven las luces de la ciudad y un edificio de oficinas.
    Imagen libre de derechos tomada de Pixabay

    Tenía un plazo de dos semanas para cumplir su cometido. En un día, se había ganado la confianza de un tercio de los empleados. En una semana, más de la mitad de la oficina confiaba en ella.

    Luego de analizar a profundidad la dinámica de cada uno de ellos y los niveles de seguridad, incluyendo al personal rotativo, pensó que sería pan comido. Lo único que le faltaba era ojear el despacho de la presidencia. Sabía que eso sería lo más complicado y, sin embargo, no le preocupaba lo más mínimo.

    «Si se pone muy difícil, con seducirlo me bastará», pensó para sí mientras maquinaba el plan que le llevaría a concretar su encargo.

    A pesar de ser tan talentosa, algo no andaba bien. Había cambiado de táctica varias veces durante los últimos cinco días y no lograba por ningún motivo colarse en aquella oficina. Siempre surgía una excusa, una reunión imprevista, algún evento que tiraba abajo toda su planificación.

    Le quedaban apenas veinticuatro horas. Tendría que filtrarse de noche y eso no le hacía mucha gracia. No era complicado, pero implicaba siempre muchos más riesgos. Tomó nota mental de no volver a aceptar trabajos a última hora de parte de aquel vampiro atorrante.

    «Si contase con un poco más de tiempo, habría podido aplicar la estrategia más antigua del mundo. Ningún tío, por muy poderoso que fuese, se resistiría a la posibilidad de echar un polvo con una tía buena como yo», pensaba, mientras abría las oficinas con la llave maestra que había robado unos días atrás. Lo estaba meditando mucho para su gusto.  En todo caso, ya se lo disfrutaría otra. Por alguna extraña razón, cada intento de acercarse a él había terminado en un fracaso rotundo. Ahora seducirlo ya no era factible y le parecía una verdadera lástima; era bastante atractivo. Ese metro ochenta le otorgaba una apariencia imponente.

    —Esas manos fuertes y ese rostro siempre tan apacible, mejor dicho, inexpresivo —se corrigió en voz baja mientras caminaba con prudencia hacia su destino.

    Entró con tanta facilidad, que le pareció un juego de niños. No entendía por qué se tejían tantas historias en torno a aquel hombre. Algunos le temían, otros solo lo respetaban. Las mujeres se derretían por él o, quizá, por su dinero. Para ella solo era un hombre más; atractivo y con poder, sin duda. Ahora bien, eso no tenía nada que ver con el don místico que le querían atribuir. En su trayectoria se había topado con todo tipo de criaturas oscuras y él no aparentaba ser una de ellas.

    Sumida en sus pensamientos y tratando de ubicar la caja fuerte, pasó por alto la presencia de alguien más en la oficina. Vino a darse cuenta cuando la puerta se cerró haciendo un suave clic.

    —Maldita sea —masculló.

    Durante un par de segundos sopesó la posibilidad de salir por la ventana.

    —No creo que sea una buena idea saltar desde esta altura. A menos que seas capaz de volar sin escoba y a mí me pareces una simple mortal. Habilidosa, desde luego, pero humana, a fin de cuentas —dijo la voz con tono socarrón.

    «¡Mierda! ¿Pero cómo puede ser?». Se preguntó. Estaba segura de que no había nadie allí; a él lo había visto marcharse en su limusina.

    —Kof kof… —Tosió todo lo bajito que pudo.

    «Bonito momento para ahogarte con tu propia saliva», se reprochó e inspiró hondo.

    —Eres mucho más atrevida de lo que imaginaba. —La intrusa advirtió la severidad de su tono.

    Le pareció que había cambiado de posición; sin embargo, ella no oyó ningún ruido.

     «¡Por lo menos pesa noventa kilos!», calculó en silencio mientras que, en la oscuridad, trataba de ubicar la puerta moviéndose con todo el sigilo que le permitían los nervios.

    —¿A dónde crees que vas? —susurró a sus espaldas.

    Dio un respingo. La dolorosa presión de aquella mano tan varonil le impidió alcanzar el pomo. Los dedos de él se entrelazaron con los de ella y la doblegaron con firmeza. La arrolladora presencia le aceleró el pulso. Su piel emanaba un calor difícil de describir. No era abrasador, tampoco sutil. El aroma masculino la envolvió.

    Un inusitado estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. La cercanía entre ambos cuerpos la obligó a tragar saliva. Entendió por qué algunos le temían. Su voz tenía una cadencia hipnotizante. Intentó zafarse, pero fue inútil. Quería salir de ahí y, a la vez, no quería. Se reprendió por permitir que la tentación le nublase el raciocinio.

    —Hueles tan delicioso, tan apetecible —volvió a susurrarle muy cerca del oído.

    Le rozó la nuca con la nariz e inspiró profundo. Aquello había sido toda una declaración de intenciones. Ella procuraba resistirse, aunque la fuerza de voluntad le flaqueaba por momentos. El tono del sujeto rezumaba lascivia. ¿Acaso estaba loco? No intentas seducir a quien pretende robarte. No si tienes las tuercas bien puestas en la cabeza o, ¿sí?

    «Deja de plantearte lo que pasa por su cabeza y piensa cómo vas a librarte de esta», se reprendió de nuevo. El calor del cuerpo masculino le traspasaba la ropa. »¿De verdad quieres largarte sin darle una probadita?» La tentación le cosquilleaba en el estómago. Un hormigueo ascendía, vertiginoso, desde los dedos de los pies. La piel se le erizó y un rubor intenso le calentó las mejillas. Agradeció estar de espaldas a él.

    El ritmo acelerado de su respiración la puso nerviosa. Él afianzó el agarre con la mano izquierda limitando sus movimientos mientras que, con la derecha, descendía haciendo dibujos con la yema de los dedos.

    Delineó el cuello femenino y las clavículas. Bajó por sus pechos, jugando libremente con su forma, sopesando lo natural de su caída. Continuó dibujando círculos cada vez más pequeños, hasta alcanzar sus pezones. Primero uno, luego el otro.

     —¿Nadie te ha enseñado que no se toca sin permiso? —dijo con la voz entrecortada.

    Él percibió la tensión en el cuerpo femenino, los pezones erguidos y tan sensibles a su tacto que no pudo evitar sentir una punzada de deseo entre las piernas. Aun así, se apartó. Ella exhaló el aire y se volvió con rapidez. Él permanecía entre las sombras, tenso como un arco a punto de soltar una saeta.

    —Márchate —exigió en voz baja—. Espero que la próxima vez que intentes colarte en mi oficina seas más cuidadosa.

    —¿Hablas en serio? ¿Me dejarás ir así?

    —Yo no obligo a nadie a follar conmigo.

    —Ni falta que te hace —masculló ella y se maldijo por tener la lengua tan suelta—. Me refiero a que si me dejarás ir sin llamar a la policía —se corrigió enseguida.

    Él ladeó la cabeza como si sopesara la posibilidad de hacerlo.

    —¿Ahora es cuando intentas seducirme para que no lo haga?

    —Gilipollas —farfulló. —él soltó una risotada.

    —¿Acaso me equivoqué? —dijo y se aproximó a ella en dos zancadas—. Me parece que no. Por cierto, cuando te enfadas eres muy atractiva. Esa voz tuya me pone mucho. —Olisqueó como si fuese un sabueso—. Ni hablar de ese aroma —dijo casi en un ronroneo.

    Ella lo mantuvo a raya apoyándole la palma sobre el pecho.

    —No tan rápido, guapetón.

    —Vale —dijo y alzó ambas palmas hacia ella—. ¿tienes una condición, supongo. —Ella asintió con la cabeza, aunque luego se sintió algo estúpida por hacerlo—. Te escucho.

    —Si accedo a… ya me entiendes, contigo esta noche, no llamarás a la policía.

    —Follar —dijo acentuando las sílabas—. ¿Tienes reparo con la palabra?

    La interpelación la puso de mal genio.

    —¿Y qué si la tengo? Soy ladrona. Mi trabajo es robar, no acostarme con los objetivos.

    —¿Y entonces por qué vas a acceder a follar conmigo? —ella se ruborizó—. ¿Acaso me tienes lástima? Porque si es así, puedes irte tranquila, no necesitas negociar por tu libertad.

    Ella se le aproximó. Volvía a estar tenso.

    —No es lástima —dijo en voz baja—. La verdad es que… bueno, que me da morbo. ¿Contento? No es primera vez que la idea de seducirte se me pasa por la cabeza.

    —Me gusta la franqueza.

    —¿Y ahora qué? —La llamó con el índice.

    —Ahora vamos a terminar lo que empezamos.

    —¿Aquí? No hablas en serio. —Asintió con un movimiento leve de cabeza.

    La cogió por la cintura y se pegó más a ella. La hizo girar sobre sus talones hasta dejarla de espaldas. Le rozó el lóbulo de una de las orejas con el mentón. El cálido aliento le revolvió varios mechones con un soplo suave. Se estremeció de forma involuntaria.

    —Excitada me gustas más —susurró y la rodeó con los brazos.

    —¿Y si me resisto? —murmuró ella.

    —No pensé que te gustaran los juegos de ese estilo. ¿estás segura?

    —Quiero probar —confesó con las mejillas encendidas.

    —De acuerdo, juguemos.

    Ella echó la cabeza hacia atrás.

    —¿No piensas que estoy loca?

    —Un poco sí. Solo a una desquiciada se le ocurriría emplearse en una empresa como esta y luego robar al dueño.

    —Hablo en serio —dijo jadeante mientras él le acariciaba los pechos por encima de la blusa.

    —Si te refieres a tener sexo con un desconocido. No soy tan desconocido, en realidad. Puedo despedirte ahora mismo si te da reparos follar con tu jefe. En todo caso, eres libre de estar con quien quieras. ¿quién soy yo para juzgarte?

    Ella exhaló un suspiro. Pese a que la situación era el colmo de la extravagancia, había tomado una decisión. Si luego se equivocaba ya vería cómo asumir las consecuencias. Entró en su papel e intentó zafarse; no lo consiguió. Obtuvo una respuesta inesperada. Dio un leve respingo ante la sensación que le producía aquel dedo travieso deslizándose con habilidad entre sus piernas.  Contuvo un gemido y lo sujetó por la muñeca. Percibió de nuevo el mentón enredarse en su cabello.

    —Suéltame —logró decir entre jadeos.

    —No —respondió y acentuó los movimientos de aquel dedo experto.

    El mundo giraba y giraba dando mil vueltas. Cerró los ojos. El calor líquido entre sus piernas la sorprendió. él le susurraba sus intenciones. Imágenes decadentes se dibujaban en su psique. Batalló contra el estímulo de esa voz tan sugerente.

    —Déjame ir — dijo y ahogó un jadeo.

    —No —contestó y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

    Le acarició los pechos, los pezones erguidos. Caricias que se acoplaban a los movimientos de aquel dedo perverso. Arqueó la espalda. El anhelo que se arremolinaba en su interior estuvo a punto de sacarla del juego.

    —No te abandones todavía, preciosa —le susurró.

    Intentaba resistirse, pero él no le daba tregua. Le rozó el cuello con la lengua, ahí donde le latía el pulso con más fuerza.

    —Juegas con ventaja —dijo con voz trémula.

    —Imagina cómo será cuando te quite la ropa —le dijo a media voz y la atrajo hacia sí—. Lo notas, ¿verdad?  Va a ser exquisito sentirte —susurró sin soltarla.

    Balanceó las caderas hacia adelante en un vaivén instintivo. Los dedos hábiles pellizcaban impacientes.  Ambas manos, la de ella y la de él, entrelazadas, seguían un ritmo enloquecedor. Dejó de pensar; no daba crédito, pero aquel hombre la llevaba al borde del precipicio. Segundos después alcanzó el clímax

    Las piernas le temblaban. Se había zafado de aquel abrazo; no obstante, él la cogió por la muñeca. Bajó la mirada un instante;  ahí estaba, con la cremallera abajo, sujetándose con firmeza. Se humedeció los labios. La imagen de sí misma hincada frente a él para saborearlo irrumpió en su mente.

    —Aún no —ordenó como si hubiese adivinado sus pensamientos.

    —Me marcho —dijo para probarlo.

    —No serás tan cruel para dejarme en este estado. Mírame —Ella se lo comió con los ojos.

    La atrajo hacia sí. Sus cuerpos chocaron un instante. Guio la mano femenina hasta que lo asió con firmeza y la indujo a masturbarlo. Le mostró cómo le gustaba y se sintió poderosa. Nada le resultaba más estimulante que verlo entregado al placer, con la respiración acelerada y con la petición dibujada en el rostro.

    Echó la cabeza hacia atrás y adelantó la pelvis. Un gemido trémulo precedió al líquido tibio y espeso que le corría entre los dedos y descendía despacio hacia su muñeca. Un par de gotas se estrellaron contra el suelo. Lo creyó distraído en medio del orgasmo y se movió con lentitud. La tenue luz que se filtraba por el ventanal le otorgó un matiz sobrenatural a la figura masculina. Ahogó un gemido. ¿Dónde se había metido? Dio un vistazo alrededor. ¿Acaso había alucinado? La sensación pegajosa entre sus dedos rompió la incertidumbre. Lo escuchó detrás de sí.

    —Aún no acabamos —dijo con voz burlona.

    Giró con rapidez y entornó los párpados. Lo vio frente     a la puerta, bloqueándole la salida.

    —¿Cómo diablos…? —masculló sin terminar la frase.

    Dio un paso a la derecha y él le impidió el avance. Se movió a la izquierda y se lo volvió a impedir.

    —¿Pensabas marcharte sin que te folle, preciosa? —preguntó y se quitó la camisa por la cabeza.

    Aún en penumbras, distinguió la imponente silueta. Sin embargo, lo que más la sorprendió, fue verlo erguido, como si unos minutos antes no hubiese pasado nada.

    —Hum…

    «Este tío no es humano, al final van a tener razón los que creen que tiene un poder místico». La idea la mantuvo boquiabierta unos segundos. Miró de soslayo por si pudiese alcanzar la puerta.

    —¿Algún problema?

    —No me lo tomes a mal, de verdad. Estás como un tren, pero…

    Se movió tan rápido que no alcanzó a ver nada. Una fracción de segundos después, estaba adherido a su cuerpo estrechándola en un abrazo apasionado mientras le comía la boca con avidez. Con la lengua hurgaba y la exploraba con habilidad. La besó y acarició con tanto arrojo que su mente hizo corto circuito durante unos segundos.

    —¿Qué eres? No eres un vampiro, tampoco hueles como un demonio —preguntó entre jadeos.

    —¿Acaso importa? Estoy a tu entera disposición —dijo y extendió los brazos.

    De alguna forma que no comprendía del todo, se había deshecho de la ropa de ambos. Ella paseó la mirada y suspiró.

    —Supongo que a estas alturas no importa demasiado. —Él sonrió.

    La levantó como si fuese una pluma. De un manotazo barrió los objetos del escritorio y   La dejó sobre la fría superficie. Reprimió un gemido. La piel se le puso de gallina. No habían transcurrido ni tres minutos y ya la tenía tumbada sobre aquella madera pulida.

    —¿Seguimos jugando a la resistencia? O te apetece algo más.

    Le respondió revolviéndose como si intentase escapar.

    —Muy bien, preciosa, sigamos jugando —dijo a media voz y la tomó de las caderas.

    La atrajo hacia sí y le separó las piernas con su propio cuerpo.

    —Suéltame —exigió fingiéndose desesperada, aunque su voz reflejaba algo muy distinto.

    —No —contestó y se deslizó en su interior con un solo movimiento.

    Metida en su papel reprimió el gemido que casi se le escapa. Se mordió el labio inferior para contener los jadeos. En un intento por continuar con la fantasía, fingió rebelarse. Le clavó las uñas en los brazos. Él levantó una ceja. El brillo que le iluminó la mirada vacía la hizo tragar saliva. ¿Se le habría pasado la mano? Sin mediar palabra, Hizo un ademán. Ataduras invisibles le rodearon las muñecas. Con otro gesto , las manos le quedaron por encima de la cabeza.

    Ella gimoteó, él respondió con una sonrisa perversa. El íntimo abrazo lo incitaba a moverse. Cada contracción involuntaria amenazaba con romper su autocontrol. La sensación de sentirse colmada por él le resultaba embriagadora. La asió con firmeza por las caderas   y adelantó la pelvis, una, dos, tres veces,  en un ritmo cadencioso que pretendía desatar su rendición.

    Iniciaron un duelo de voluntades. Ella se negaba a rendirse; él mantenía el asedio sobre su cuerpo. las sensaciones estaban a punto de romper su resistencia. «¡Muévete, por lo que más quieras, hazlo!».  Las palabras brotaban sin control dentro de su cabeza, una y otra vez.

    —Ríndete, preciosa. Pídeme eso que tanto deseas —le ordenaba mientras seguía empujando con parsimonia.

    La frotó con el pulgar. Círculos cada vez más pequeños la rozaban, una y otra vez, ahí, donde el placer parecía inagotable. Jadeó, gimoteó. Presa de las sensaciones, se retorcía, negaba con la cabeza. Movimientos casi espasmódicos le alborotaron la melena. La sujeción invisible desapareció. Se aferró los pechos y arqueó la espalda para no levantar las caderas e ir a su encuentro.

    Él aguardaba con deleite. Le fascinaba presenciar cómo se debatía contra su voluntad, cómo luchaba contra sus deseos más primitivos. A punto de perder la batalla, con el grito queriendo escapar desde su garganta,  Se contuvo mordiéndose un índice. Ahogó la súplica. La sensación de vacío le robó el aliento un instante. La frustración se mezcló con el anhelo en cuanto se deslizó fuera, rompiendo la íntima unión,  tan cerca de que alcanzase el clímax.

    —Veamos cuánto más puedes resistirte, preciosa —El cálido aliento sobre su pelvis le erizó la piel.

    Hurgó con dedos traviesos hasta que, por fin, halló lo que buscaba.  Presionó desde dentro mientras la acariciaba con la lengua desde fuera en un ritmo constante que amenazaba con llevarla a la rendición absoluta.

    —Maldito tramposo —dijo en un hilo de voz.

    —No imaginas cuánto —murmuró sobre sus labios resbaladizos—. Entrégate,  anda… Sé que lo deseas, pídemelo. —La suave letanía la tentaba.

    Ella cerró los ojos, arqueó la espalda y hundió los dedos entre los mechones gruesos, empapados de sudor. A punto de que el placer aplastara su voluntad, él volvió a detenerse. Le besó las ingles y ascendió despacio dejando un rastro de humedad sobre cada centímetro de piel.

    —Eres un…

    Él sonrió con malicia.

    —No te resistas más. Pídeme que te folle. —murmuró y le lamió los labios.

     Ambos sexos se rozaban con intimidad. La necesidad de sentirlo en su interior se volvía imperiosa. Él sabía que doblegarla no sería fácil, pero si algo había aprendido tras siglos de práctica, era tentar la psique de una mujer. Hizo el amago de penetrarla y ella contuvo la respiración, tensa como la cuerda de una guitarra a punto de romperse.

    —Dilo, nena; vamos, pídelo —La instigó con roces delicados alrededor del clítoris.

    —Fóllame —susurró tras un gemido ahogado.

    Exhaló de golpe el aire que llevaba contenido y le hacía arder los pulmones.

    —¿Perdona? No entendí qué dijiste. —continuó tentándola.

    —¿Me rindo! Fóllame, hazlo ya. —Cerró los ojos y obedeció gustoso.

    Ambos cuerpos se encontraron. Danzaron con desenfreno siguiendo la melodía que interpretaba el deseo primitivo que les palpitaba bajo la piel. Ella le rodeó las caderas con las piernas y le clavó las uñas en la espalda. El íntimo abrazo los catapultó al punto donde ya no habría retorno. Las pieles se rozaron, los gemidos se fundieron; saltar al abismo era el siguiente paso. Ella no se contuvo. Él no se esforzó por contenerla; en el fondo deseaba con locura dejarse llevar, disfrutar de perderse en aquel clímax y, una vez en la cima, volverse a encontrar con ella.

    Exhaustos sobre la alfombra, disfrutaban del letargo tras el orgasmo compartido. Ella jugaba con el vello de su torso, descendía con lentitud hasta rozarle el pubis y volvía a ascender.

    —¿Me darás alguna explicación si te la pido? —preguntó presa de la curiosidad.

    —¿Sobre qué?

    —¿Qué eres, por ejemplo? ¿Cómo puedes hacer lo que haces?

    —¿Hay alguien que no sepa follar?

    Se sentó a horcajadas como una amazona. Él le apoyó las manos en la cintura.

    —Hablo en serio —dijo y clavó la mirada en sus ojos, vacíos de expresión y de una negrura insondable.

    —No necesitas respuestas, ya has visto qué soy —replicó con naturalidad—. Confórmate con saber que no necesito ver para sentirte ni para reconocer a una ladrona consumada, por muy lista que sea.

    —Todos creen que eres un ciego muy adinerado; que ves más allá de lo evidente; que tienes dones místicos. Un ángel divino, dicen cuando te ven pasar.

    —Y lo soy. Que tenga el alma oscura es otro asunto que no le concierne a nadie. Además, cada quien cree lo que quiere.

    —¿Y tú qué crees? —Se inclinó sobre él para besarlo.

    —Que, si sigues provocándome así, voy a follarte otra vez.

    —No puedo contigo, ¿lo sabías? —Él le mordisqueó el labio inferior.

    —Eres una bruja consumada, claro que puedes conmigo. Y te lo voy a demostrar…

    La sensación de una caricia íntima la estremeció. Aquel par de dedos invisibles sabían cómo tentarla.

    —Glotón —murmuró sobre sus labios.

    —Bésame de una puñetera vez. —Ella rompió a reír.

    En un parpadeo, él se cernió sobre ella para devorarle la boca como si no hubiese un mañana.


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  • ÓPIDE: EL REY MALDITO

    Un castillo a lo lejos. en el cielo se ve una tormenta feroz.
    Imagen libre de derechos de Darkmoon Art en Pixabay

    Alyoh aguardaba en el pasillo con la mirada fija en la puerta de sus aposentos y el estómago encogido. El llanto furioso de una criatura antecedió a la tormenta más feroz que hubiese golpeado los predios de Cléssofo desde que enlazó su vida a la de Káyostha.

    La expresión del rostro de la comadrona al abandonar la estancia le duplicó las pulsaciones. ¿Se habría cumplido su peor pesadilla?

    —Habla de una vez, mujer —exigió.

    —Es un mestizo, majestad.

    —¿Tiene la marca?

    —La tiene: una media luna entre la unión del cuello y la espalda.

    Alyoh corrió sin mirar atrás. Abandonó el castillo pese a las advertencias de la guardia real. Un trueno restalló con furia. El rayo que precedió al rugido del cielo cubrió los alrededores de un manto espectral. El suelo bajo sus pies se estremeció. Miró al cielo. Las amargas lágrimas se mezclaron con los goterones que chocaban contra sus mejillas. Cayó de rodillas y hundió los dedos en el fango.

    —¡¿Por qué?! —gritó sin obtener respuesta.

    La tormenta recrudeció sus embates. Empapado y con el barro hasta las rodillas se aproximó a la fuente. Titubeó un instante antes de asomarse. El reflejo distorsionado se desdibujó del todo. La imagen de una dama de cabellos cenicientos y ojos de hielo surgió de entre las aguas.

    —Te lo advertí y no quisiste escucharme. Ahora deberás asumir las consecuencias. Tu sangre se alzará sedienta de venganza. Tu pueblo será borrado de la faz de Cléssofo y los feéricos conoceréis el dolor de la esclavitud. Tu muerte será el principio del fin y solo un sacrificio romperá la maldición.

    —Haré lo que deba; ni vos ni ningún dios regiréis mi destino. Podéis iros al infierno con vuestras profecías —declaró.

    —Así sea.

    Desanduvo sus pasos con un firme propósito en mente: impedir que la profecía siguiese su curso.

    Alyoh tuvo que esperar dos lustros para materializar su propósito. Pese a haber ofrecido jugosas recompensas, ningún sicario quería mancharse las manos con la sangre del mestizo maldito.

    —Cumplid al pie de la letra mis instrucciones —ordenó—. Después de que vos me traigáis su cabeza, recibiréis lo acordado.

    —Nunca he fallado un encargo, majestad —dijo la voz femenina mientras jugaba con una daga—. Antes de que finalice el festival, vuestro pequeño… problema, habrá quedado resuelto.

    —Eso espero.

    El festival del equinoccio de otoño llegaba a su fin. La nana del heredero sujetaba la mano del niño con firmeza. Un grupo de juglares desfilaba tras la caravana de artesanos, seguidos de cerca por el grupo de cetreros cuyas rapaces volaban lo bastante cerca como para robarle el aliento a más de un poblador. El graznido de un halcón desencadenó los acontecimientos. En segundos un destello cegó a la mujer y una daga se le clavaba en la garganta. La sangre salpicó al joven mestizo. Un grito femenino advirtió a la guardia real. Un par de artesanos cogieron al niño antes de que la sicaria pudiera arrastrarlo consigo. En medio del caos el heredero desapareció sin dejar rastros.

    Ópide regresaba tras el fin de su jornada. A sus veinte años se había convertido en un maestro artesano. El dominio en las artes del fuego le habían granjeado igual número de admiradores y enemigos. Hasta el momento, el joven había obviado los ataques y provocaciones; sin embargo, aquella tarde daba otro giro inesperado a su destino.

    La columna de humo que se elevaba a lo lejos encendió sus temores. El olor acre le encogió el estómago. Corrió como nunca; como si de ello dependiese seguir con vida. No obstante, ni la prisa ni las oraciones tuvieron el resultado que anhelaba su corazón. La vivienda que lo había cobijado durante los últimos diez años desaparecía envuelta en un fuego enardecido.

    Una carcajada siniestra atrajo su atención. El destello del metal de aquella espada reavivó su memoria. Recuerdos de una tarde sangrienta danzaron en sus pupilas. El olor ferruginoso le revolvió el estómago. Un hormigueo se le asentó en la boca del estómago. La flama de la ira encendió su corazón y, con él, despertó un poder ancestral que había permanecido aletargado.

    —Vos y vuestros cómplices pagaréis si no dejáis a estas personas en libertad —amenazó con el puño en alto.

    —Mirad cómo tiemblo —replicó el feérico y clavó la espada en el pecho del hombre que permanecía de rodillas.

    Sus secuaces rieron. Otro de ellos arrojó la daga que sostenía en la derecha. La mujer que había cuidado de Ópide como una madre cayó de espaldas. La hoja le había atravesado la garganta.

    —¿Qué rayos…? —murmuró otro de los asaltantes al distinguir la lengua de fuego que se abalanzaba sobre ellos.

    —Os lo advertí.

    —Es cierto lo que dicen de vos. Sois un mestizo maldito. La muerte os persigue.

    En un abrazo voraz las llamas consumieron a los feéricos. Una nube de cenizas flotó en su lugar. El viento sopló. El aullido lastimero se impuso al crepitar del fuego. Ópide se marchó sin mirar atrás. La sed de venganza invadió cada rincón de su alma.

    Los rumores no tardaron en llegar a su destino. La muerte avanzaba, inexorable, en busca de saldar la deuda de sangre adquirida. Tres días después de que Káyostha lo abandonó, Alyoh recibió una amenaza directa: junto a la cabeza de aquella sicaria que había contratado diez años atrás, llegó una docena de carretas cargadas con cántaros repletos de cenizas. De boca de uno de los juglares más reconocidos, un mensaje anunciaba la inamovible sentencia.

    —Con la parca pretendisteis jugar
    y al destino quisisteis desafiar;
    ahora, preparaos para la muerte afrontar,
    pues de ella nada ni nadie os podrá librar.

    —¡Fuera de mi vista! —exigió Alyoh.

    Un estruendo sacudió los alrededores del castillo. Gritos desgarradores seguidos de pasos y choque de espadas se oían por doquier. Alyoh abandonó el salón real escoltado por sus guardias más leales. En las proximidades del establo, un ataque directo les impidió la huida. Sendas lenguaradas de fuego abrasaron a la guardia en un abrir y cerrar de ojos.

    —Ni siquiera tenéis valor para morir con dignidad —espetó Ópide.

    —La arrogancia no es buena consejera —admitió derrotado—. Cumplid, pues, vuestro destino y el mío.

    —Haré algo mucho mejor que eso —señaló con un dedo a los pobladores que huían despavoridos—. Exterminaré a toda vuestra sangre. Después de que sepáis lo que se siente perder lo que más se valora en la vida, moriréis.

    Alyoh contempló horrorizado cómo su primogénito dirigía una ola de fuego contra todos los feéricos que aún no habían podido escapar. Los gritos se mezclaron con el llanto en una sinfonía siniestra. El olor a carne quemada se fundió con la fetidez del miedo y el metal de la sangre derramada.

    Asqueado por el espectáculo, el rey quiso acabar con su vida. Ópide le arrebató la posibilidad con un chasquido de dedos. La magia abandonó el cuerpo de Alyoh y se unió a la nube de poder que se arremolinaba sobre el castillo. Pese a los intentos del joven mestizo por apoderarse de aquella magia ancestral, la nube se rehusó a acceder a la posesión. Tras semejante atrevimiento, el poder marcó a Ópide en el pecho, cerca del corazón. Luego se perdió en el infinito.

    La sed de venganza que albergaba Ópide se transformó en ansias de poder. La necesidad le resultaba tan acuciante que no hubo rincón alguno de Cléssofo que no hubiese recibido, al menos, una visita por su parte. Tan ávido estaba que no le importó trasgredir las fronteras para adentrarse en Háleida, un pequeño reino cuyos habitantes pertenecían a las hadas oscuras. Las mismas que llevaban tres lustros, esclavizadas por Síphobe; una criatura mitad reptil, mitad águila, con tres cabezas cornudas, una cola larga provista de púas venenosas y cuatro garras de pezuñas, encorvadas como tenazas, capaces de destrozar a cualquier criatura con solo aferrarla.

    —Si mi reino queréis visitar,
    un enigma deberéis descifrar;
    pero tened cuidado cuando respondáis,
    pues si os equivocáis,
    de convertiros en mi cena nada os podrá librar.

    —Lanzad vuestro desafío —exigió Ópide.

    —Una noche el rey sílfide a una taberna acudió
    solo una copa de vino pidió.
    El tabernero, sin conocerle, su daga empuñó.
    El rey sílfide muchas gracias le dio.
    ¿Qué fue lo que ocurrió?

    El joven mestizo se sentó a meditar en la posible respuesta. Recordó entonces uno de los cuentos que su madre adoptiva le contaba antes de ir a dormir. Seguro de que tenía la solución retó a la bestia.

    —Si os brindo la solución deberéis recompensarme.

    —¿No os basta con que os perdone la vida?

    Ópide negó con la cabeza.

    —Vuestro poder es lo que quiero.

    —Sois ambicioso en extremo —dijo la criatura—. Puesto que hasta ahora nadie a podido acertar, nada tengo que perder; así pues, aceptaré.

    El joven sonrió de oreja a oreja y tras realizar una reverencia, respondió:

    —El tabernero al rey sílfide el hipo curó con el susto que le dio.

    El rugido de Síphobe atravesó el reino de extremo a extremo. La criatura sacudió la cola con intención de apresar al joven mestizo. Ágil como una liebre, saltó. La cola se estrelló con una fila de árboles. En un abrir y cerrar de ojos, Ópide había cogido un par de trozos de madera y los convirtió en antorchas gigantes.

    La bestia inclinó sus cabezas y abrió las fauces. El joven aprovechó para arrojar las antorchas. Cuando el fuego comenzó a expandirse, Síphobe extendió sus alas. Antes de que pudiese emprender el vuelo, Ópide lanzó un par de lenguaradas ardientes que le abrasaron las plumas. Minutos más tarde, absorbía el poder de la criatura.

    Asesinar a la bestia que había mantenido esclavizado a los habitantes de Háleida le abrió las puertas del reino. Los haleidenses, como muestra de su infinito agradecimiento, le concedieron la mano de su reina. El mismo día del enlace, una de las hadas reconoció la marca que el joven mestizo llevaba en el pecho: era la misma que identificaba al asesino de Cléssofo. Pese a todos los intentos por advertir a su reina, el enlace se realizó. Negada a desistir, la pequeña hada oscura aprovechó la única oportunidad que le quedaba y se infiltró en los aposentos reales.

    —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Káyostha—. Mi esposo llegará en cualquier momento.

    —Tengo que advertiros antes de que sea demasiado tarde, majestad. Luego me marcharé. Os doy mi palabra.

    —Hablad ahora —exigió la reina.

    A medida que Káyostha escuchaba, su rostro adoptaba un matiz ceniciento.

    —Sé que vos sabréis qué hacer, majestad —dijo y le extendió una mano con la palma hacia arriba.

    El pequeño frasco reflejaba las llamas de las velas que iluminaban la habitación. Un par de pasos interrumpió el intercambio. Káyostha cogió el frasco y se lo guardó entre los pechos. Con un ademán obligó a la mensajera a marcharse cuanto antes.

    Ópide dio un vistazo a la habitación. Luego miró a su esposa de arriba abajo. Pese a llevarle varios años, seguía lozana y hermosa como una jovencita.

    —¿Cumpliréis con vuestro deber de esposa? —preguntó mientras se quitaba la ropa.

    Káyostha bajó la mirada con las mejillas encendidas.

    —Si es vuestro deseo yacer conmigo esta noche…

    Ópide se le acercó. La reina se fijó en la marca en forma de calavera que destacaba contra su piel tostada por el sol. Él la estrechó entre sus brazos. Enseguida advirtió su tensión y se alejó con desdén.

    —Sentís repulsión por mis orígenes. —Ópide se recogió la melena con una tira de cuero. Los ojos de Káyostha se posaron sobre la marca en media luna que sobresalía entre la unión del cuello y la espalda. Trastabilló luego de aquella revelación. No cabía la menor duda de quién era ese joven. Había llegado la hora de cumplir su destino. Ella no se libraría de pagar un precio por haber desafiado a los dioses. Como pudo se recompuso y caminó hasta la mesa que habían preparado para la noche de bodas. Sirvió el vino en las copas.

    —No es vuestro origen lo que me preocupa —mintió mientras seguía de espaldas a su marido.

    —Entonces, ¿qué es? —preguntó y se cruzó de brazos—. Puedo ser más joven; no por ello soy estúpido. Vuestra tensión ante mi contacto es evidente.

    La reina se llevó la mano al escote. Con extraordinaria rapidez retiró el tapón y vertió el líquido en las copas. Luego se desabrochó el vestido. Giró sobre su eje con lentitud. Él no la perdía de vista.

    —Vuestra fama no es una carta de presentación desdeñable —dijo en voz baja y le extendió una copa.

    Ópide la cogió. Entornó los párpados y olisqueó. Káyostha no perdía de vista la boca de su marido. El joven se llevó la copa a los labios y segundos antes de dar un sorbo cambió de opinión. La reina reprimió un gemido. Ópide dejó la copa sobre la mesita de noche e hizo lo propio con la de Káyostha.

    —Brindaremos después, si os parece bien. Ahora quiero demostraros que mi fama de sanguinario no abarca nuestro dormitorio ni nuestra cama —murmuró mientras la arrastraba con él.

    «Es hora de que pague mi deuda». El pensamiento se desvaneció justo antes de que el joven le abriese las piernas.

    —Brindemos ahora —propuso la reina—. Estaréis sediento por el esfuerzo.

    Él sonrió y extendió la mano. Káyostha, sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, le aproximó la copa.

    —Brinda conmigo —pidió él con la copa cerca de los labios.

    —Por la libertad —dijo ella y dio un trago largo.

    —Por la libertad y por tu amor —dijo él y bebió con avidez.

    Los efectos del veneno tardaron apenas segundos en manifestarse. El dolor por la traición recibida dio paso a la incredulidad.

    —¿Qué habéis hecho? —masculló a duras penas.

    —Poner fin a nuestra maldición, hijo mío —musitó y le acarició el rostro.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas. El gesto arrastró, desde lo más profundo de su memoria, recuerdos de su niñez; dulces momentos sepultados por tanta pérdida y sufrimiento. La verdad lo golpeó con fuerza en el instante en el que exhalaba su último aliento.

    En cuanto despuntó el alba, cuernos fúnebres rompieron la quietud en el castillo. La noticia de la muerte de la reina Káyostha y su esposo recorrió toda Háleida y traspasó sus fronteras hasta alcanzar cada poblado de Cléssofo, donde celebraron la muerte del rey maldito.

    Este es el cuarto relato del reto #Surcaletras propuesto por Adella Brac para el mes de septiembre. La premisa era trabajar sobre la base del arco de Edipo.

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