Categoría: Fantasía

  • El Hechicero Y La Señora De La Luna Oscura

    fotografía de un árbol en medio de un paisaje algo tenebroso
    fotografía libre de derechos tomada de pixabay.com

    “A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo.” Jean de La Fontaine.

    Desplegó sus amplias alas el búho, antes de posarse en la rama de aquel vetusto roble y comenzar a emitir su tan singular ulular. Su plomiza compañera giró la cabeza con tal rapidez, que, de no tratarse de un movimiento típico en dichas aves, habría parecido un verdadero desplante. Estirando sus alas al máximo, el búho retaba una y otra vez a su compañera, quien guardaba silencio ante semejante comportamiento. La hembra, impasible, giró de nuevo su cabeza y abrió los ojos. El búho replegó sus alas en un solo movimiento. Su compañera comenzó a ulular siguiendo un ritmo hipnótico mientras le observaba de tal forma, que sus ojos refulgían como dos llamas ardientes esperando devorar todo a su paso.

    En lo alto, la luna brillaba acariciando con su luz aquel tétrico paisaje, mientras a lo lejos, el tenue ulular de otros búhos daba paso a un sinfín de sonidos esa noche.

    Minutos después, la usual cacofonía se veía interrumpida de improviso, permitiendo que el silencio lo subyugase todo. El búho, presa de la inquietud intentó alzar el vuelo, pero le fue imposible.

    Nubes densas y tormentosas se arremolinaban intentando sofocar a la luna, que luchaba por permanecer altiva ante el silencio que, retador se negaba a ceder el espacio ganado.

    Aquel singular ulular volvió a escucharse y de súbito una tormenta se desató con tal furia, que hasta los robles más robustos temblaban expectantes.

    El cielo estalló tras un relámpago iridiscente, seguido de cerca de un ruido atronador que se perdía en el horizonte, reverberando hasta el fondo del acantilado, confundiéndose con el rugir del mar que también embravecido, chocaba azotando las rocas.

    La lluvia, helada y filosa caía sin cesar empapando todo a su paso. Los búhos que minutos antes permanecían a resguardo, alzaron el vuelo en dirección al oscuro castillo que descansaba en lo más alto de la ciénaga.

    Las rapaces aves planearon rodeando la torre más alta, hasta que por fin decidieron avanzar. La ventana, abierta de par en par les dio la bienvenida.

    Tras otro potente relámpago, el empapado plumaje de aquellas aves fue desvaneciéndose bajo un par de pieles algo cenicientas, al menos bajo la tenue iluminación que mantenía casi en penumbra aquella estancia.

    —te he dicho mil veces, que un búho no es la mejor elección, Patrick ¿Por qué siempre te empeñas en desafiarle de esa manera?

    Patrick achicó los ojos mientras comenzaba a secarse el grueso y ondulado cabello, frotando con fuerza los mechones que le rozaban los hombros y que, a su vez, enmarcaban su rostro aguileño de facciones poco agraciadas que le otorgaban un aspecto de hombre frío e implacable.

    —Te crees una sabelotodo, ¿no? —Sorcha frunció el cejo, arrugando de paso la nariz, al escuchar aquella voz tan poco melodiosa, mientras hacía lo propio secándose y procurando avivar el fuego que se negaba a extinguirse en la chimenea.

    —No se trata de ser más lista; solo es cuestión de sentido común. —Patrick apretó los dientes con fuerza mientras se vestía con las prendas que había dejado sobre el brazo del sofá.

    —¿Y si es cuestión de sentido común, para qué te aventuraste conmigo? —Sorcha cerró los ojos un instante, mientras elevaba una plegaria que le ayudase a expandir su paciencia una vez más y se colocaba su atuendo habitual.

    —¿Será porque la señora me asignó como tu guardiana e instructora?

    —No necesito tal cosa.

    —Pues no me lo digas a mí, que no he pedido yo el cargo.

    —No veo que te desagrade demasiado ser testigo de mis fracasos —Sorcha se abalanzó en segundos sobre el joven, gruñendo de forma visceral mientras le cogía del cuello, mostrándole aquel par de filosos colmillos.

    —comienzas a agotar mi paciencia, hechicero —Patrick permaneció inmóvil, sin perder de vista aquellos colmillos.

    En menos de lo que dura una inspiración profunda, la habitación se oscureció por completo adoptando una temperatura casi glacial.

    Sorcha soltó a Patrick, empujándole contra el sofá, mientras se hacía a un lado, esforzándose por recobrar la compostura.

    —Lo siento, mi señora —Lilith hizo un gesto con la mano, restando importancia al incidente.

    —Déjanos a solas, hija mía —Sorcha intentó contradecir la petición, pero no lo pensó dos veces, hizo una ligera reverencia y se desvaneció.

    Patric observaba con evidente repulsión a su carcelera.

    —Parece que no te encuentras a gusto, querido. ¿No te ha parecido encantadora la tormenta? —Patrick luchaba por ponerse en pie, pero una fuerza sobrenatural le mantenía hundido en el sofá.

    —Quiero salir de este encierro y volver. No puedes retenerme aquí.

    Lilith sonrió, benevolente.

    —Puedo, de hecho, es lo que haré y sería mejor que lo asumas; Sorcha no suele tener demasiada paciencia con los hombres rebeldes y tengo muchos planes para ti que no quiero retrasar —Patrick se esforzaba cada vez más para combatir a lo que sea que lo tuviese retenido de aquella manera.

    Lilith se acercó, despacio. Disfrutaba del espectáculo que le proporcionaba la reticencia del hechicero. Cuando estuvo apenas a centímetros de distancia, se inclinó un poco para rozarle el rostro con la yema de los dedos.

    —Es la hora, hechicero. Tu destino está por comenzar.

    Patrick intentó alejarse de aquella caricia y aquel rostro que un día le había subyugado al punto de hacerle perder la voluntad; con todas sus fuerzas quiso gritarle; quería arrojar todo su poder contra esa criatura, pero fue incapaz de abrir la boca o moverse.

    —Disfrutaré mucho tu conversión. Tenerte entre mis filas es la mejor decisión que he podido tomar en siglos, Patrick.

    —sueña con eso, pero no lo des por hecho, maldita bruja —Lilith rio complacida escuchando los pensamientos de Patric, mientras acariciaba aquella tentadora yugular de arriba abajo, en una caricia tan erótica que ni el poder del hechicero pudo soslayarla.

    —No luches, mi fiel guerrero. Entrégate al placer y a mi voluntad.

    —No quiero convertirme en un maldito chupasangre; no quiero servir a tu oscuridad, ni ser uno más de tus esclavos —los pensamientos de Patrick fluían desordenados, víctimas del poder de Lilith que se acercaba con sutileza al cuello del hechicero, rozando sus labios sobre aquel punto palpitante, erotizándolo, seduciéndolo, a pesar de los intentos del hombre por no sucumbir al deseo.

    —Siempre has servido a mi oscuridad, Patrick, aún sin saberlo. Aún cuando creíste que servías al señor de las tinieblas; lo cierto es que siempre me has servido a mí. —Patrick cerró los ojos al sentir el poder de la oscuridad abriéndose paso por cada centímetro de su cuerpo, mientras Lilith hundía sus filosos colmillos y comenzaba a vaciar su vitalidad.

    —No puedes tenerme —musitó el hechicero, mientras se sentía arder en las llamas del infierno.

    Lilith succionó por última vez y lamió ambos orificios con delicadeza. Satisfecha por sentir el poder de ambos vibrando y dando paso a una nueva existencia, se apartó despacio admirando su obra.

    —Puedo y te tendré. Serás el comandante de mis ejércitos —Patrick reprimió un gemido al sentir como se corría en un potente orgasmo y su cuerpo se transformaba con brutal avidez, gracias al poder de la señora de la luna oscura.

  • La leyenda de la Señora de la Luna Oscura

    Fotografía del bosque de Irlanda del Norte Dark Hedges
    Imagen tomada de Pixabay.com

    “Cuenta la leyenda, que cada treinta y dos meses en Dark Hedges, cuando llega la luna negra, La señora desciende entre los humanos para iniciar a sus elegidas. Solo aquellas de sus hijas que acepten su esencia y amen en libertad, se encargarán de perpetuar su legado por toda la eternidad.”

    Despertó sobresaltada y sudorosa. Abrió los ojos con lentitud y atisbó de lejos el pequeño reloj digital que descansaba sobre su escritorio. Gritó, incorporándose de golpe, mientras luchaba con las sábanas que, rebeldes se enredaban entre sus esbeltas piernas.

    —maldición —pensó al observar desde su ventana, los colores del atardecer dando paso a una noche cerrada.

    Había dormido más de la cuenta, apenas si le quedaban dos horas para alistarse y salir. Como pudo se puso en pie. El desorden de su habitación era más significativo que de costumbre, pero esa noche nada importaba. Llevaba demasiado tiempo intentando dar con la solución al enigma que había regido y marcado su vida desde antes de su nacimiento. Según su abuelo, ella era especial; tanto que algún día su vida cambiaría para siempre, le había dicho luego de horas y horas de pregunta tras pregunta sobre las mujeres de su familia.

    Comenzó a buscar entre aquel remolino de papeles y libros hasta que por fin lo encontró. Una sensación de premura comenzó a recorrerle desde la punta de los dedos de los pies, adentrándose cada vez más profundo en su interior.

    Acarició las suaves tapas de piel y se acercó el pequeño diario a la nariz. Le pareció reconocer el aroma, aunque luego de tantos años tendría que ser imposible.

    Abrió el diario, levantando con delicadeza la tapa frontal. Una hoja amarillenta y desgastada le dio la bienvenida. Su dedo recorría aquella caligrafía tan elaborada y con cada palabra el anhelo resurgía en su corazón, calentándola desde lo más hondo.

    “Este es mi legado, mi obsequio para ti y todas mis hijas. Buscad la verdad en vuestra oscuridad y hallareis la luz que guiará vuestro destino. Cuando llegue el novilunio acudid a mi y yo os estaré esperando como hija y descendiente de Lilith que soy. No tengáis miedo, lo que habita en vosotras forma parte del todo y como tal, si queréis ser en realidad libres, habréis de conocerlo y aceptarlo.”

    Deirdre continuó leyendo hasta que por fin dio con el párrafo que tanto la había marcado.

    “El tercer día del novilunio, buscadme, os estaré esperando en nuestro lugar sagrado. Mi sonrisa os guiará. No temáis a mis sombras, pues ellas os permitirán saber que soy yo, la señora de la luna oscura quien os espera para daros la bienvenida a mi reino, que será vuestro, en tanto y en cuanto os aceptéis tal y como sois, pues yo os he creado a mi imagen y semejanza.”

    —aceptación, cuánto me ha costado y que precio tan alto he tenido que pagar —murmuró, mientras una lágrima se escapaba furtiva, recordándole cada instante vivido desde que reconoció que era diferente.

    Inspiró profundo, se secó las lágrimas y cerró el diario. Sabía lo que tenía que hacer y en donde; así que decidida alzó la mirada y se encontró con su imagen en el espejo.

    —No hay manera de que te eches atrás ahora. Ve a por tu destino —se dijo, mientras comenzaba a alistarse.

    La noche parecía más oscura que de costumbre. El sendero que de niña recorrió tantas veces, le llevaba cada vez más lejos. De cuando en cuando volteaba al escuchar algún ruido y aunque el miedo le atenazaba con fuerza, su deseo palpitaba con más intensidad venciendo su resistencia.

    Irguió la cabeza y entonces la vio. Al oeste, moviéndose desde el horizonte, una delgada franja de luz arqueada, permitía divisar un conjunto de sombras que parecían moverse como un remolino en dirección a ella.

    Comenzó a correr a toda prisa hacia el claro del bosque. La neblina se arremolinaba entre sus pies, acariciándole los tobillos. La humedad y el roce de la hierva fresca le cosquilleaba en la piel. Trastabilló un par de veces, pero retomó el equilibrio. El viento comenzó a soplar con fuerza, la oscuridad la engullía haciendo que se fundiese con las formas del bosque. Jadeando tras la carera se detuvo en seco. Parpadeó varias veces; con los ojos llenos de lágrimas le resultaba difícil mirar. Pero sí, allí estaba, tenía que ser ella.

    —Acércate, hija mía, te esperaba.

    Deirdre se acercó con cautela. La belleza de aquella mujer la deslumbraba. Mitad mujer, mitad fuego, aquella presencia le subyugaba de una manera inenarrable.

    —Pensé que eras una leyenda —Lilith le sonrió, mostrando sus afilados colmillos y extendiéndole la mano—. He venido tantas veces, no puedo creer que por fin estés aquí.

    —Pero nada dice que las leyendas no podamos formar parte de la realidad, ¿no? —Deirdre esbozó una tenue sonrisa y se asió con fuerza de aquella mano tan suave y cálida—. Todo tiene su momento, mi pequeña guerrera; y el tuyo por fin ha llegado. ¿Lista, hija mía? —Deirdre cerró los ojos, tragó con fuerza y asintió.

    Un calor abrasador le recorrió el cuerpo. En su mente vibraban imágenes, sensaciones, emociones, pensamientos. Un mundo entero de historia se rendía a sus pies. La eternidad y la inmortalidad le daban la bienvenida y entonces supo por fin quién era y descubrió el sentido de su existencia.

    Abrió los ojos por fin y entonces la vio. Una tormenta de recuerdos y emociones la estremeció. Frente a ella, el verdadero amor de su vida se hallaba, expectante.

    De pie, entre ambas, Lilith extendió su otra mano y finalmente, las unió.

    —ahora, bebed de mí y consagrad vuestro legado. Uníos a pesar de lo que diga el hombre, pues su palabra nunca podrá estar por encima de quienes y lo que sois: Hijas de la noche, portadoras de los secretos de la oscuridad y el caos.

    Ambas asintieron y bebieron. Deirdre se sentía pletórica. Esa noche había recibido mucho más de lo que jamás imaginó.

    Lilith acarició el cabello y las mejillas de ambas mujeres; señal de que había sido suficiente, al menos por esa noche.

    —id en paz, mis pequeñas guerreras de la oscuridad. Esperad el siguiente novilunio y venid aquí. Os estaré esperando. Amaos como yo os amo y nunca olvidéis qué sois. No bajéis la cabeza, no os rindáis ante la intolerancia. Sois amor y sabiduría, poder y eternidad, desde hoy y para siempre.

    Ambas asintieron, entrelazando los dedos de sus manos en una caricia tan íntima, que los dieciocho años de ausencia desaparecieron como si nunca hubiesen existido.

    Lilith las observó complacida y finalmente se desvaneció en medio de la noche.

    —Pensé que te había perdido para siempre.

    Laila negó con la cabeza, mientras acariciaba el rostro juvenil de la única mujer que había amado en toda su existencia.

    —Vamos a casa, tengo mucho que contarte.

    —¿A la tuya? o a la mía

    —A la nuestra, cariño; a la nuestra —Deirdre sonrió al sentir aquellos labios que tanto añoró, acariciar los suyos de aquella forma tan dulce que siempre le hacía derretirse por dentro. Y así, en medio de la noche, ambas desaparecieron.

    La habitación permanecía en silencio. Luego de unos minutos, un suspiro profundo dio paso a un par de risitas divertidas.

    —No sé de qué os reís, si es que sois muy tontas —Elaine volvió a suspirar mientras dejaba vagar su mirada entre las llamas vivas de la chimenea.

    —tú eres demasiado graciosa, siempre suspirando toda pillada por las historias de mamá —Elaine hizo una mueca y se sentó cruzando las piernas, mientras sus hermanas le hacían carantoñas.

    Laila y Deirdre decidieron intervenir.

    —No comencéis de nuevo, chicas. Dejad de molestar a Elaine.

    Las gemelas se levantaron de un salto y corrieron al regazo de Laila.

    Laila les acomodó en su regazo como pudo, una sobre cada muslo.

    —Pero mami, es que ella siempre está suspirando, parece enamorada —dijeron las niñas, mientras se enroscaban algunos mechones de su madre entre los pequeños dedos.

    —bueno, así era vuestra madre más o menos a su edad —Laila vio de reojo a Deirdre, que se había sentado junto a su hija para darle apoyo moral.

    Las niñas abrieron mucho los ojos mirando a su otra madre.

    —¿es verdad, mami?

    Deirdre asintió, sonriendo.

    —Siempre he sido la más romántica de las dos, niñas.

    Las niñas miraron entonces a su hermana, quien parecía satisfecha perdida en algún lugar de su imaginación, mientras rememoraba trozos de la historia de amor entre sus madres.

    —¿Y cuándo nos vais a llevar, mami?

    —todavía sois muy pequeñajas —las gemelas achicaron los ojos mirando a su hermana, mientras arrugaban la nariz en un gesto que denotaba que comenzaría en breve otra batalla.

    Deirdre decidió intentar elevar la bandera de tregua.

    —cuando os llegue el momento vosotras también iréis, chicas. Ahora vamos a la cama, ha sido suficiente por el día de hoy.

    Deirdre se acercó a Laila, se inclinó para darle un dulce beso en los labios y tomó a cada gemela de una mano.

    —Vamos, chicas. Esta noche os cuento yo una historia.

    Las niñas se asieron de la mano de su madre y bajaron del regazo de Laila con rapidez, dando pequeños saltitos mientras subían las escaleras.

    Laila y Elaine las vieron desaparecer al girar la curva de la escalera.

    —mamá, ¿puedo ir con vosotras la próxima vez?

    Laila miró a su hija mayor, admirando lo mucho que se parecía a su amada Deirdre.

    —Vendrás cuando la señora lo quiera así. No antes, no después, cariño.

    —pero mamá, es que yo quiero verla. Ya no soy una niña, quiero iniciarme igual que vosotras.

    Laila acarició el suave cabello de su hija.

    —en la vida todo tiene un tiempo, cariño. El tuyo todavía no ha llegado aún. Pero llegará, no tengas duda de ello.

    Elaine suspiró profundo mirando el chisporrotear del fuego.

    —¿crees que le gustaré a la señora, mamá?

    —claro que sí, cariño, le gustarás mucho.

    Laila se acercó más a su hija, abrazándola con ternura.

    —Cuéntame más de la señora de la luna oscura, mamá. Di que sí, por favor.

    Laila sonrió para sus adentros y comenzó a narrarle a su hija como encontró aquel diario que le abrió las puertas a la libertad y a una nueva vida.

  • CASTIGO POR AMOR (Relato)

    Cuenta una leyenda, que hace mucho, mucho tiempo hubo una crisis entre los dioses celestiales Aztecas. Como consecuencia, un poblado mesoamericano dejó de tener descendencia y sus pobladores comenzaron a envejecer sin que nadie entendiese el motivo de aquel suceso.

     

    —Hemos enfadado a los dioses —exclamaron varios pobladores.

     

    —Tenemos que hacer sacrificios, algo para que vuelvan a vernos con buenos ojos, dejemos de envejecer y nuestras mujeres vuelvan a concebir —dijeron con el temor reflejado en sus ojos.

     

    Un trueno hizo temblar el cielo dejando a los pobladores presas del miedo.

     

    —¡Tonacatecuhtli!, ¡Tonacatecuhtli! —gritaba, furioso, Tonatiuh.

    Tonacatecuhtli se hizo presente; iba con los hombros caídos, las ojeras acentuadas y un aspecto terrorífico. Arrastraba los pies y era evidente que algo le generaba gran pesadumbre.

    —Por todos los dioses del panteón, ¿se puede saber qué es lo que te pasa? ¿y qué chingaos pasa contigo y con tu mujer? Tengo ahí abajo una población arrugándose como una pasa y sin panzonas ni chamacos por ningún lado. Haz el favor de explicarme ahora mismo —exigió Tonatiuh.

    Tonacatecuhtli suspiró profundo y comenzó a relatar lo que había estado ocurriendo entre él y su mujer.

    —Pero serás pendejo, cabrón —espetó Tonatiuh, exasperado.

    —¡Tonacacihuatl! ¡Haz el favor de venir de inmediato y no quiero excusas! —ordenó Tonatiuh.

    La diosa hizo su aparición con muchos efectos; a leguas se notaba que estaba tan furiosa como una leona enjaulada.

    —¿Qué es lo que quieres, Tonatiuh? ¿Vas a interceder por este cabrón hijo de su chingada madre? Si es que los hombres todos se alcahuetean —dijo Tonacacihuatl, indignada.

    —Cierra ese pico de urraca rezongona. Te mandé llamar para escuchar tu versión de los hechos, así que habla de una vez, que no tengo tiempo para ridiculeces, mujer —espetó el dios con impaciencia.

     

    Diosa Xochiquétzal seduciendo a una figura masculina
    Imagen tomada del códice Borg’ia

     

    Tonacacihuatl contó su versión de los hechos, animando de vez en cuando a ciertas nubes para representar lo ocurrido de manera más directa.

    —Comprendo —murmuró Tonatiuh.

    —Como verás, yo no puedo tolerar semejante traición. Esto me ha dejado devastada, casi tengo que pedir terapia y demás. ¿Cómo quieres que piense en copulaciones ni concepciones cuando mi propio marido me pone casi los cuernos con una diosa de tan baja calaña? —dijo Tonacacihuatl, llorando a moco suelto.

    —Cariño, tú misma lo has dicho… casi, no te puse los cuernos, te lo juro por lo más sagrado —intentaba explicar Tonacatecuhtli cuando truenos y relámpagos le hicieron callar de golpe.

    Dios Tláloc

    —Me mandaste llamar, Tonatiuh —dijo Tláloc, materializándose montado sobre una nube adornada con relámpagos y estrellas.

    —¿Qué sabes tú al respecto de este asunto? —preguntó Tonatiuh, con expresión sombría.

    —Que te lo intenté advertir —dijo Tláloc— pero no hiciste ni puto caso; ¿ahora qué quieres? Tengo pendiente desatar una tormenta allí abajo para acabar con la sequía y no tengo tiempo de chismorreos, así que si no te importa… —dijo, esfumándose entre truenos y relámpagos.

    Tonatiuh suspiró.

    — Itztlacoliuhqui-Ixquimilli, ¿sería tan amable de acercarse? Requerimos su presencia para un asunto delicado —llamó Tonatiuh, adoptando un tono mucho más formal.

    Itztlacoliuhqui-Ixquimilli hizo acto de presencia; miró a su alrededor y alzó una ceja.

    —¿Qué se te ofrece, Tonatiuh? —preguntó la deidad, intrigada.

    Tonatiuh, a sabiendas que el dios del castigo no era muy paciente, le puso al tanto de la situación.

    —Bien, siendo así… —asintió la deidad y con un movimiento de muñeca hizo aparecer ante todos a Xochiquétzal.

    Diosa Xochiquétzal

    Tonacatecuhtli empalideció, mientras Tonacacihuatl enrojecía de la furia e intentaba abalanzarse contra la joven deidad.

    Itztlacoliuhqui-Ixquimilli apresó a la diosa, furiosa con un manto de obsidiana. Tonacacihuatl se enfureció aún más, rezongando y gritando todo tipo de imprecaciones.

    —Cierra el pico, o la sentencia te alcanzará a ti también, ¿eh? —advirtió Itztlacoliuhqui-Ixquimilli.

    Xochiquétzal comenzó a temblar.

    —Algo no andaba bien y todo por culpa de la bruja esa, que no sabía entender una simple bromita —pensaba la joven, mientras miraba a Tonatiuh, intentando descifrar alguna cosa.

    —Xochiquétzal, serás convertida en criatura vegetal y permanecerás así allí abajo, hasta que sanes el corazón de un hombre herido por una traición; serás devorada por los pobladores y solo podrás adoptar forma humana durante la noche; ah, sí, antes de que lo olvide… sufrirás las inclemencias de cualquier ser vegetal que habite en el mundo. Esa es mi última palabra —sentenció Itztlacoliuhqui-Ixquimilli, desapareciendo justo antes de que la joven cayese de rodillas suplicando clemencia.

    —Cuaxólotl —llamó Tonatiuh—. Ni se te ocurra echarle una mano, o haré que pagues tú también, ¿has entendido?

    Cuaxólotl asintió y desapareció, no sin antes mirar a la joven con tristeza.

    —Nahual —dijo Tonatiuh—. Serás su tutor mientras cumple su castigo.

    El joven frunció el cejo en silencio. No le hacía gracia formar parte de aquel castigo, pero estando los dioses tan enojados mejor era quedarse callado.

    Tonatiuh al ver su expresión fue a replicarle, pero luego lo pensó mejor y se abstuvo. Bastante castigo era enviarle como tutor a cuidar a semejante jovencita, irreverente y díscola.

    —Por favor… no permitas que me hagan esto… por favor —suplicaba Xochiquétzal ante los pies de Tonatiuh.

    —Te lo advertí muchas veces… he sido demasiado tolerante ante tus juegos y tu desfachatez —murmuró Tonatiuh—. Has llegado demasiado lejos; y perjudicar a mi gente conlleva un alto precio.

    La joven seguía arrodillada suplicando clemencia, pero los dioses hicieron caso omiso.

    Nahual le cogió de un brazo para ayudarla a ponerse en pie.

    —Es inútil —masculló entre dientes Nahual—. Vamos, mientras más pronto comiences, más pronto estaremos de regreso.

    Xochiquétzal se limpió las lágrimas y sin abandonar del todo esa actitud soberbia que le había granjeado tantos problemas, dio media vuelta y desapareció junto a Nahual. Ambos se marcharon rumbo a la tierra, habitando la zona de Mesoamérica… Nahual convertido en las espigas protectoras de la flor de Izote y Xochiquétzal como los capullos acampanillados.

    Por su parte, Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl con ayuda de Patécatl, sanaron a los pobladores, quienes dejaron de envejecer y comenzaron a reproducirse restableciéndose el equilibrio.

    ___

    Muchas noches, muchas lunas pasaron hasta que Xochiquétzal dejó su soberbia y su orgullo de lado y se propuso cumplir con el castigo impuesto. Estaba harta de ser engullida por aquellos seres humanos que ni siquiera apreciaban su belleza, su delicada forma, su tersura y mucho menos su sabor. Estaba harta de las inclemencias enviadas adrede por Tláloc, de ser cortada para adornar las viviendas, de ser infravalorada por tantos y tantos siglos.

    También estaba un poco harta de tantas mujeres y hombres con el corazón roto en pedazos negados a sanar, envenenados por la semilla del odio y la desconfianza; ya no le parecían tan graciosos sus juegos, sus intrigas y sus bromas para con los dioses que habían decidido convivir en pareja.

    Se había cansado de las quejas de Nahual, pero por sobre todas las cosas, se había cansado de tanta soledad.

    —¿De qué me sirve poder tomar forma humana por las noches, si siempre las paso en compañía de la soledad? —pensó con tristeza Xochiquétzal, mientras paseaba bajo la luz de la luna que, en lo alto parecía iluminarla solo a ella.

    Laguna vista de noche

    Xochiquétzal suspiró, recogiendo una lágrima que resbalaba solitaria cruzando su hermoso rostro.

    —Una mujer tan hermosa no debería llorar —dijo una voz detrás de ella.

    Xochiquétzal dio un respingo y se apartó.

    El joven se acercó un poco más. Aquella mujer tan hermosa parecía una aparición; un regalo de los dioses.

    La diosa le miraba en silencio. Los ojos de aquel joven emanaban magnetismo, pero también una profunda tristeza rodeada de desconfianza.

    Xochiquétzal lo miró a los ojos; el joven desvió la mirada y se giró observando el paisaje abrirse hacia el horizonte, bañado por la luz plateada de aquella luna enorme y hechicera.
    El joven parpadeó y sacudió su cabeza varias veces. Volteó con disimulo; ahí seguía ella.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó la diosa.

    —¿Qué importancia puede tener eso ahora? ¿qué puede importarle a una mujer como tú? —replicó el joven con desdén.

    —¿Qué significa una mujer cómo yo? —preguntó Xochiquétzal.

    El joven guardó silencio y le dio la espalda. No quería seguir mirándola, no quería sentir aquella atracción tan poderosa nunca más, ni por ella, ni por ninguna otra.

    Xochiquétzal se acercó, cautelosa. Con delicadeza le puso la mano en el brazo. El joven, arisco, se apartó.

    —Márchate —ordenó el joven—. Las mujeres como tú solo piensan en satisfacer sus caprichos; solo quieren jugar con el corazón de los hombres —dijo, sin percatarse de lo dolorosas que resultaban sus palabras para Xochiquétzal.

    —Puede que tengas razón —murmuró la diosa con tristeza—. Las mujeres somos criaturas caprichosas y perversas… pero, ¿sabes? También podemos ser criaturas inteligentes, de corazón puro y buenas intenciones; también aprendemos la lección.

    El joven se giró, sorprendido por aquella declaración. La profunda tristeza que reflejaban aquellos ojos no parecía fingida.

    —¿A ti también te rompieron el corazón? ¿Por eso estás tan triste? —preguntó el joven, con curiosidad.

    Xochiquétzal negó, derramando un par de lágrimas que se cristalizaron antes de tocar el suelo.

    El joven la miraba confundido.

    —He sido yo, que por inmadurez y egoísmo, he roto muchos corazones, he sembrado la duda y la desconfianza, he perjudicado sin querer a mucha, mucha gente —declaró Xochiquétzal bajando la mirada.

    El joven asintió, reflexivo.

    —¿Te arrepientes de lo que hiciste? —preguntó el joven, sin dejar de observarla.

    Xochiquétzal asintió.

    —Mucho, muchísimo —confesó la diosa—. Por eso debo pagar el precio de vivir como vivo, de pasar noche a noche, tan solo en compañía de mi soledad.

    —Puedo venir a hacerte compañía —propuso el joven—. No llevo mucho en la región; quizá tú puedas mostrarme algunos lugares.

    Xochiquétzal lo miró, sorprendida.

    —¿Vendrías a visitarme? —preguntó, incrédula.

    El joven asintió.

    —Mira, yo quiero alejarme de mis cuates que se la pasan insistiendo en que salga con chicas, que así se me va a pasar lo que ella… bueno, el despecho —explicó—; pero a mí no me interesa. Yo solo quiero olvidar y, tú pareces tan sola y triste.

    —¿Te doy pena? —preguntó ella.

    El joven negó.

    —No, no me da pena tu situación, creo que es justo, si has sido tan mala mujer; pero sé lo que se siente la soledad —explicó—. Solo pensé que podíamos juntar tu soledad y la mía y quizá eso nos sirva, aunque sea de consuelo.

    —Puede que tengas razón, sí —murmuró la diosa.

    —Nada perdemos con intentarlo, al menos —dijo el joven, esbozando una tenue sonrisa.

    Xochiquétzal lo miró y sintió una calidez invadirle todo el cuerpo. Una suave brisa trajo el susurro de un ser que ella conocía muy bien.

    —Tengo que irme —dijo la diosa, girando para marcharse en sentido contrario.

    El joven la detuvo, cogiéndole por un brazo.

    —¿Volverás?

    —volveré, si en realidad quieres que vuelva.

    —Te esperaré aquí mañana —afirmó el joven, sin dejar de verle a los ojos.

    Xochiquétzal, se fijó en aquella mirada y se estremeció.

    —Así será —dijo, y se marchó.

    Cuaxólotl, sonrió, escondida entre los matorrales.

    —Te meterás en problemas —susurró Nahual a la diosa.

    —Que va —comentó esta, haciendo un gesto con la mano—. Se me prohibió ayudarle a ella, pero nadie dice que no pueda ayudarle a él —explicó, señalando al joven.

    Nahual se encogió de hombros.

    ___

    Noche a noche, por varias lunas, ambos se encontraron junto a la laguna. Paseaban, conversaban, se sanaban. Sin saber cómo, ambos corazones se reconciliaron con la vida y el amor.

    Una noche el joven apareció, pero había algo diferente en él. Sus ojos brillaban, se notaba que estaba emocionado. Xochiquétzal sintió su corazón rebosar de alegría. Nada le hacía más feliz que verle tan animado. Atrás habían quedado aquellos días de tanta amargura y tristeza.

    —Tengo que contarte algo —dijo, andando nervioso de un lado a otro.

    Xochiquétzal se sentó en una roca y le invitó a sentarse junto a ella.

    —Cuéntame —invitó la diosa.

    El joven inició su relato. A medida que avanzaba, Xochiquétzal sentía como su corazón se iba rompiendo en pedazos.

    —¿No te alegras por mí? —preguntó él, mirándole a los ojos.

    Xochiquétzal tragó grueso y haciendo acopio de todas sus fuerzas, asintió y esbozó una sonrisa.

    —Desde luego que sí; es maravilloso que hayas conocido a alguien así de especial —murmuró ella.

    —Me gustaría que la conocieras, le he hablado mucho de ti —sugirió el joven.

    —Quizá sea un poco difícil —comentó ella— ya ves que solo tengo tiempo libre por las noches.

    —Lo sé, pero sería muy importante para mí, sobre todo ahora que… —intentó terminar la frase, pero ella le detuvo.

    —No te preocupes —le tranquilizó—. Imagino que querrás pasar mucho más tiempo con ella y ya no podrás venir como solías hacer.

    El joven asintió; Xochiquétzal mantenía a duras penas la sonrisa. No podía flaquear y dañarle aquel momento; su felicidad era lo que más le importaba. Ya tendría tiempo de llorar y lamentarse por lo que habría deseado que fuese y no fue… lo que, de hecho, nunca sería.

    —Tengo que irme —anunció el joven.

    Xochiquétzal se puso en pie y con mucha delicadeza estampó un beso en su mejilla.

    —Promete que serás muy feliz —dijo ella.

    —Claro que sí —respondió él—. De todas maneras, no creas que me olvidaré de ti ni mucho menos, vendré cada vez que pueda; incluso trataré de que ella venga, así se conocen… te encantará, lo sé —concluyó el joven, sonriente.

    —Seguro que sí —afirmó ella, mientras le veía marchar.

    Xochiquétzal lloró amargamente hasta quedarse sin lágrimas.

    —¿Estás lista para volver? —preguntó Nahual.

    —Me quedaré —declaró ella.

    —¡Estás loca!; yo no paso aquí un momento más —exclamó Nahual con enfado.

    —Tú puedes volver si es lo que quieres —murmuró—. Yo ya no tengo razones para volver, tampoco tengo razones para seguir siendo una diosa.

    Nahual iba a replicarle, pero una mano en el hombro le detuvo. Tonatiuh se materializó ante ellos. Xochiquétzal lo miraba con un profundo pesar.

    Dios Tonatiuh

    —Te permitiré permanecer en la tierra hasta que tu corazón sane, pero luego deberás volver al panteón —dijo el dios, mirándole a los ojos.

    —Como ordenes —murmuró la diosa.

    —No podrás adoptar forma humana por las noches, serás solo una criatura vegetal —sentenció Tonatiuh.

    Xochiquétzal miró a Nahual con preocupación.

    —No te preocupes —dijo el dios—. Le haré volver y dejaré que las espigas formen parte de ti.

    La joven diosa le miró, agradecida.

     

    Flores de Izote en Maquilishuat

    Muchos siglos pasaron antes de que Xochiquétzal volviese al panteón de los dioses. Desde entonces, en toda Mesoamérica florece entre abril y mayo, aquella hermosa flor cuyas espigas miran al cielo y cuyos capullos acampanillados ornamentan el paisaje de la región y deleitan el paladar de los más diversos comensales.

     

    Si te ha llamado la atención la cosmogonía de este relato, puedes visitar un resumen del panteón azteca.

     

    Gracias por leer y no te olvides de dejarme tu comentario que, ten por seguro será bien recibido.

     

    ¡Nos leemos en la próxima historia!

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