En segundos, los diamantes celestiales desaparecieron engullidos por la voraz capa de nubes. Un relámpago cruzó el firmamento. El destello iluminó la hoja. El rugido del trueno enmudeció el grito; el chapoteo de aquellos pies descalzos contra el fango resbaladizo se desvaneció.
El goteo carmesí se confundió con el repicar de las lágrimas celestiales. El eco de los pasos, lejanos, se fundió entre la melodía salvaje del viento que aullaba lastimero. «Uno menos en la lista», pensó antes de limpiar la hoja de su daga y envainarla.
Levantó la mirada. Sus labios se curvaron. La tormenta había cumplido su cometido una vez más.
Esta microficción surgió en la comunidad Surcaletras y corresponde al reto 54. La premisa era escribir una historia que ocurriese durante una noche tormentosa.
A continuación puedes disfrutar del microrrelato narrado y ambientado en un simulacro de corto audiovisual. ¡Espero te guste!
Tormenta cómplice – Video
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Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
¿Alguna vez imaginaste una historia en la que una sentencia de muerte se convierte en una oportunidad? No es tan absurdo como parece. Aguarda y prepárate; cuando conozcas a Fred Tamray, mi protegido, lo entenderás.
¿Piqué tu curiosidad? No te enfades, esa era la idea. ¡Joder! No te separes de mí, antes de contarte sobre Fred voy a tener que hacer una pausa pequeñita. Por cierto, me llamo Saenza. No te asustes si ves que todo se acerca a prisa; estoy acostumbrada a lanzarme en picado y planear.
—¿Con quién diablos hablas, Saenza?
—Ahora no, Fred. Luego te lo explico.
—Ese par de ahí abajo… Bueno, ya ni tanto.
—Calla, chiquillo que espantas a nuestro visitante.
Verás, Fred tiene una conexión especial conmigo. No te preocupes, a ti no puede verte ni escucharte. ¡Madre mía del amor hermoso! Menudo momento para enfrentamientos. No entiendes nada, lo siento, va todo tan rápido que no he podido ponerte al día.
Mira, el guaperas es Reeve Koltan, el último mago del linaje y regente de Claionte. El otro es Ramtay Malvioq; un demonio que, como en toda historia de magia, ambiciona el poder y gobernar nuestra terra.
—No deberías revelar esas cosas, Saenza, menos a alguien que no conoces.
—Chist, déjame escuchar; además nuestro visitante también quiere enterarse. No me seas cobardica.
¡Buen ataque ese! Bien por el mago.
—¿Es que no piensas rendirte nunca? El origen jamás va a quedar en manos de un demonio, acéptalo de una puñetera vez.
—Eres tan egoísta como todo tu linaje. Mañana morirás y contigo, Claionte entero. ¿Acaso no te importan las vidas que segarás por tu tozudez?
—Como si tú fueses a permitirles vivir. ¿Crees que no sé lo que te propones?
Llevas razón, ese ataque casi le alcanza el corazón al mago.
—Morirás de todas formas. ¿Qué más te da entregarme el legado si me apropiaré de él?
—El origen no puede robarse. —Ese puño en alto está listo para atacar—. Ha de cederse; de lo contrario aniquilaría al portador.
—¡Mientes! —Demonio cabrón; se ha elevado dispuesto a arrojar la bola de poder que tiene entre las manos.
Ah no, eso sí que no. Convocar a la magia prohibida es una afrenta imperdonable. No permitiré que ese pelafustán gane con trampa. ¡Agárrate! ¡Ahí voy!
—¡Cuidado, Saenza!
—No grites, Fred, no estoy sorda.
¡Toma ya! Puaj, que asco la sangre demoníaca. Ni se te ocurra probarla, ¿eh? Venga, aférrate bien. Necesito que me ayudes. Cierto, no estás aquí, pero igual puedes proporcionarme energía para quintuplicar mi tamaño y remontar el vuelo. Mira que Reeve pesa lo suyo. Eso, así, imagíname gigante. Ahora ya puedo llevármelo con Fred.
—¿Conmigo? ¿Vas a traértelo aquí? Coño, si me descubre soy hombre muerto.
—Claro que no. Prepáralo todo, va a necesitar unos cuantos remiendos.
¿Sigues allí? Ah vale, creí que te habías perdido durante el vuelo. Mola nuestra cabaña, ¿no crees? Es pequeña pero acogedora. Ese que ves ahí sobre el guaperas es mi protegido. Parece un simple naguerot, aunque en realidad es un mestizo. Coño, ya se ha cabreado. Odia que le diga así; aquí entre tú y yo (acércate más para que no nos oiga): tener sangre demoníaca como legado es un verdadero coñazo. Razón aparte, estos jóvenes de hoy no son nada tolerantes.
—¿Por qué no cierras ese pico de una vez? ¿Qué quieres? Si el regente se entera de qué soy me mandará a la guillotina.
—Joder, no te enfades. Solo ponía al día a nuestro visitante. Además, Reeve sigue tumbado a pierna suelta, ¿cómo va a enterarse de que eres un mestizo y no un simple mortal?
¡Qué lengua de sapo la mía!, ¿cuándo aprenderé a no hablar de más? Verás tú cómo se me echa encima ahora.
—¿Hablas con un halcón? Porque no veo a nadie más aquí. —Qué sueño más ligero tiene este regente.
Qué pálido se ha puesto Fred; con qué lentitud se mueve.
—Majestad…
—Levántate y responde a mi pregunta. —Coño, esos ojos violetas van a atravesar las defensas de mi muchacho.
—Así es, señor. Desde crío he hablado con Saenza.
—¿Y con otras criaturas?
—No lo he intentado jamás. —Sí, también me di cuenta. Reeve lo observa con curiosidad.
—¿Vives solo?
Iba todo demasiado bien. Verás tú cómo ahora se enfurruña. Y con razón, no se le puede negar. Los Koltan la vienen cagando desde hace mucho tiempo.
—Vuestro linaje ha sentenciado a los míos por eones, majestad. De mi familia solo quedo yo.
—Un error que he intentado corregir. Durante mi mandato no se ha vuelto a cazar a ningún mestizo.
Punto para el regente, la verdad. Esperemos a ver qué dice ahora.
—¿Me libraréis del ostracismo?
—Con una condición.
Comienzo a arrepentirme de haber ayudado a este capullín. ¿No te provoca darle un sopapo? Sí, a mí también.
—¿Con quién coño habla tu puñetero halcón? ¿Albergas demonios en este lugar? —Reeve ya se puso a la defensiva, verás tú.
Culpa mía, en realidad, por olvidar que como mago tiene la capacidad de detectar todos los vínculos mágicos. También el nuestro, por lo que veo, aunque no por eso voy a permitirle ofensas.
—Más respeto. Podrás ostentar el cargo de regente de Claionte, pero no toleraré que dudes de mi decencia y la de mi protegido, aunque su sangre no sea tan pura como la tuya. Aquí no hay demonios. Solo la presencia de alguien que nos visita desde otro plano.
—¿Ese visitante nos ve?
—Sería más preciso decir que nos lee, majestad; solo es un mero espectador. —No te preocupes, a ti no puede tocarte ni un pelo.
—¡Perfecto! —Vaya, mira cómo le brillan los ojos—. Es lo que necesitaba. Con testigos nadie podrá refutar mi decisión. Ahora, debo hacerte una pregunta…
—Fred, majestad, ese es mi nombre.
—¿Aceptarías convertirte en receptáculo del origen?
—Estaría muerto en segundos. Todo Claionte sabe que solo los Koltan podéis…
—Los mestizos también sois aptos, por eso se os ha cazado durante tanto tiempo. Escúchame… —Menuda revelación; ahora le ha cogido de ambas manos—. La profecía se cumple mañana. Debo morir para que Claionte viva y tú eres mi mejor… nuestra única oportunidad.
—No sé, majestad. Solo soy un simple cetrero.
—No te hagas de rogar. Tienes una oportunidad valiosa. —Ya sabía yo que ese gesto con las manos traía trampa; verlas entrelazadas con las de Reeve ya le disparó el pulso.
—Ella tiene razón. Acepta el legado que estoy dispuesto a concederte y gobernarás Claionte.
—Necesito pensarlo, majestad.
—No tardes demasiado. —Al menos pide y no exige—. Solo tengo hasta el amanecer.
Como el cabezota de Fred se niegue, nos iremos todos a la porra. Sí, en cierta forma tú también porque si desaparecemos no podrás volver. Ya sé, es una putada en letras mayúsculas. Diecinueve años; tantas primaveras cuidando de él y ahora… gracias, que imagines que me acaricias el plumaje consuela muchísimo. Claro, ayudaría más si Fred accede a convertirse en el nuevo regente.
—Venga, Saenza, deja ya el dramatismo. Voy a aceptar. ¿Contenta? Solo espero sobrevivir y no terminar convertido en un cadáver seco y arrugado.
—Ya sabía yo que eras un joven muy inteligente. Te he educado bien. —Me hace gracia esa forma de Fred de poner los ojos en blanco.
¿No te parece que los dos son guapísimos? Harían una pareja encantadora.
—¡Saenza! Cierra el pico.
—Déjala, no me molestan sus especulaciones… —sí, también me fijé en que sus ojos sonríen con picardía—. A fin de cuentas, no miente. Eres un joven muy atractivo.
Fred es tan mono cuando se sonroja, ¿no crees? Ajá, al final si todo sale bien puede que haya romance. Llevas razón, mejor cierro el pico.
—Acepto vuestro legado, majestad. —Me choca cuando baja la mirada—. ¿Qué debo hacer?
—Ven. —¿Has visto cómo entrelazó sus dedos con los de Fred?—. Vamos afuera.
Alzaré el vuelo. Es mejor estar atentos por si surgen complicaciones. ¿Te parece que soy pesimista? Lo que pasa es que como vives en otro plano no te imaginas la de improvistos que llegan a ocurrir en un simple parpadeo. No te preocupes, desde aquí arriba puedo vigilarlos sin problemas. Además, es mejor que tengan cierta privacidad.
—Esa rapaz tuya es de armas tomar.
—Es picoflojo, sin embargo…
—No tienes que defenderla, no me molesta, todo lo contrario. Agradezco que interviniese en mi favor. Gracias a ella y a ti, claro, sigo vivo. ¿Estás listo? —Fred suele inspirar hondo antes de asentir, no te preocupes.
Llevan un rato en ello, sí. Yo no noto nada diferente. ¿Tú desde allí has atisbado algo? Eso pensé. Voy a planear más bajo, así podremos oírlos mejor.
—Quizá yo no sea el indicado, majestad.
—Chist, lo que tienes es que abrirte a mí, a mi magia, quiero decir. —No sé por qué Reeve apoya las palmas sobre el pecho de Fred. Qué calor más asfixiante envuelve al chiquillo.
Tengo la sensación de que algo no marcha bien. Me posaré en la rama de ese árbol de allí. Agárrate fuerte.
—¿Está seguro de que es posible lo que pretende, majestad? —Pobrete, cómo tose; apoyado a gatas sobre el césped parece un animalillo—. Quizá deba buscar a otro.
—Lamento haberte herido. Hago lo correcto, estoy seguro. Lo que necesito es que confíes más en ti y en mí.
Sí, a mí también me preocupa. El amanecer no tardará en llegar. No sé, quizá metí la garra hasta el fondo por insistir.
—Túmbate a mi lado y cierra los ojos. —Fred siempre ha sido obediente—. Ahora, imagina que hay un sendero que llega hasta tu corazón. Al final hay una verja. Ábrela e invítame a pasar.
Reeve debe tener una buena razón para introducir la mano entre la apertura de la camisa y apoyar así la palma sobre el pecho desnudo. Quizá el fuerte latido del corazón juvenil le infunda confianza en su decisión.
El alba despunta. Creo que algo ha ocurrido. ¿No lo sientes? Sí, la vista de ambos juntos es tan tierna.
—¿Majestad? —Menos mal que abrieron los ojos.
—Serás un justo gobernante para Claionte. —Ya le sacó los colores—. ¿Me concederías dos deseos?
—Por supuesto. Lo que quiera.
—Tutéame y bésame. Quiero morir y entregarte mi último aliento.
—Majestad…
—Por favor… —¿Has visto cómo se lanzó a comerle los morros?
—¡Cuidado, Fred!
¿Cómo que por qué los interrumpo? ¿Quieres que la historia acabe sin final feliz? Reeve ya quedó laxo entre los brazos del nuevo regente.
—Tienes algo que me pertenece. —Ramtay no le quita los ojos de encima al cuerpo del último Koltan, será capullo—. Entrégamelo y te perdonaré la vida.
—Mientes. —Fred no es tonto, no te preocupes.
—Da igual, ¿no crees? En todo caso, la verdad es que no estás preparado para gobernar Claionte; ni siquiera sabes qué hacer con el origen. La magia te consumirá.
Espero que no se olvide de lo que le dijo Reeve. Si pierde la confianza será nuestro fin.
—Puede que no sepa qué hacer. Para tu desgracia, aprendo rápido. Así pues, no seré yo quien acabe contigo. Será la magia que tanto ambicionas. —Qué listo mi chiquillo; permitió que el poder que lo habita cogiese las riendas.
¡Toma! Eso te pasa por gilipollas. ¿Te has fijado?, ha sido un ataque fantástico. ¡Mierda! Eso ha tenido que dolerle. Pobre de mi chico. ¿Te vienes conmigo? Voy a enseñarle a ese charlatán demoníaco lo que significa meterse con el polluelo de Saenza.
Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay
Lo he dicho antes y lo certifico: la sangre de demonio sabe asquerosa; ni hablar de cómo huele. Oye, esa es una brillante idea. Se lo diré.
—Fred, chiquillo, dice nuestro visitante que lances un ataque directo al corazón. Yo distraeré a la bestia esperpéntica.
—¡Maldito avechucho! ¡Sal de mi camino!
—Dale saludos al regente del infierno.
Ese movimiento de brazos extendidos hacia adelante hace que parezca todo un guerrero, ¿no crees? ¡Joder! Huelen mucho peor cuando arden a fuego intenso. Qué asco. No te preocupes, ya te digo que apestan. ¿Qué? ¿Qué dices? ¡Mierda! Llevas razón. El poder del demonio amenaza con arrasarlo todo.
—¿Y ahora qué? No tengo idea de qué hacer, Saenza.
Es verdad, ¿por qué no se me había ocurrido eso antes?
—Nuestro visitante cree que si absorbes el poder del demonio podrías detener la hecatombe de nuestra terra.
—Eso suena muy bien. ¿Cómo rayos lo hago? ¿Se os olvida que soy un simple cetrero?
—¿Olvidas que llevas sangre de demonio en tus venas? ¡Atráelo! La sangre llama a la sangre.
—Lo intentaré.
¿Has visto eso? ¡Parece una pértiga ahí de pie con las piernas separadas y los brazos estirados en dirección al sol! ¡Está atrayendo todo el poder! ¿Qué dices? No sé, se lo puedo comentar, aunque eso va contra las reglas universales. Llevas razón, Reeve ya se saltó una al darle el poder a Fred. Quizá funcione.
—¿Ahora qué pretendéis? —Pobrete, se ha quedado sin resuello.
—Verás, nuestro visitante cree que podrías intentar resucitar a Reeve.
—¿Os creéis que soy un dios? —Supongo que llevas razón; caer en el césped de esa forma debe doler.
—No pierdes nada si lo intentas.
—No sé cómo hacerlo. —Tumbado junto a Reeve parece tan indefenso, ¿verdad?
—¿Y si pruebas la técnica de todos los príncipes de cuentos de hadas?
—Lees demasiada fantasía, Saenza.
—Venga, inténtalo. Dale un beso.
—De acuerdo. —Sí, el pobre se avergüenza muchísimo.
No debería revelarte sus intimidades, pero ya que estás ahí, te lo cuento: posar los labios de nuevo sobre la boca de Reeve está despertando en él, cientos de sensaciones nuevas. El recuerdo del beso anterior le provocó un cosquilleo en el estómago y un aleteo en el corazón. Ha cedido, una vez más, el control a la magia que lo habita. El poder fluye de uno a otro en una comunión perfecta. Espero que no siga conteniendo así la respiración. ¡Uf! Por fin abrió los ojos.
—¿Has muerto conmigo? ¿Todo se ha perdido? —sí, Fred es una monada cuando sonríe.
Menos mal que negó con la cabeza o al pobre de Reeve le habría dado un soponcio. Chist, vamos a ver qué hacen ahora.
—Bienvenido de vuelta, majestad. —¡Ostras! Sonrisa y beso de final de cuento.
Vaya pillín está hecho Reeve. Como siga así terminarán… Mejor les dejamos intimidad para que sigan a lo suyo. Ahora que Claionte ya no corre peligro, el resto del mundo y otros planos pueden esperar.
¿Se te ha hecho corta la estancia esta vez? No te preocupes, historias habrá muchas más. Nos volveremos a encontrar cada vez que te apetezca leer.
Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un en Paypal. Así Me estarías apoyando a seguir escribiendo.
Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
Aloia se volvió con rapidez. El corazón le galopaba en el pecho y los ojos se le anegaron como siempre. Contuvo las lágrimas a duras penas y salió del local con tanta premura que casi le pisa la cola a la gata himalaya de Eines que, desde que su madrastra la había dejado en Seadur, no se le despegaba ni a sol ni a sombra. Echó a andar sin rumbo fijo mientras se reprochaba, frustrada, por comportarse como una cría. Tenía diecisiete años; «edad suficiente para comportarse como una señorita y no como una desadaptada». Las palabras de su madrastra afloraron como tantas otras veces. Apartó el recuerdo y exhaló un hondo suspiro. A Eines le llegarían con otro cuento sobre lo arisca que era su nieta y ella, como siempre, alegaría que solo necesitaba tiempo para adaptarse. Una mentirijilla que, en el fondo, no se alejaba mucho de la realidad. Vivir en la ciudad no tenía nada que ver con la vida en esa aldea diminuta.
El ronroneo de Baia rompió sus cavilaciones. El destello del cristal de la tienda-librería atrajo su atención. La gata dio un salto y se coló entre los pies de un turista que salía con las manos ocupadas. La joven maldijo a la bola de pelos y entró tras ella antes de que la pequeña rompiese algún objeto. Después de tanto esfuerzo para evitar que Eines se avergonzara de ella, sería una idiota si permitía que la gata hiciera de las suyas.
El tintineo a sus espaldas le disparó el pulso. La puerta se había cerrado con rapidez. El olor a libros viejos le cosquilleó en la nariz. Dio un vistazo. Enseguida vio a la bola de pelos saltar sobre un banco, rozar una estatuilla de cristal y volar directo al mostrador. Las manos se le convirtieron en dos témpanos y el corazón casi le da un vuelco. Adelantó un paso antes de que la figura se estampara contra el suelo, pero Baia la distrajo al postrarse a sus anchas sobre la superficie repleta de objetos. La carcajada potente que retumbó contra las paredes la acicateó y se abalanzó sobre el adorno. Lo cogió en el aire. Un par de aplausos se impusieron al ronroneo de la gata que reclamaba atención.
—Digna descendiente de tu abuela —señaló una voz áspera.
Aloia colocó el objeto en su lugar y se volvió con lentitud. Fijó la mirada en un punto indefinido mientras se tomaba el tiempo de descifrar las primeras palabras que había oído. Resignada, como otras veces, inspiró hondo antes de hablar.
—Mi abuela está bien. —La gata maulló; el hombre la miró con extrañeza.
La joven desvió la mirada; otro paso la acercó al mostrador. Un objeto brillante la embelesó.
—El camafeo de Reua es un objeto impresionante, ¿no crees? —Ella apenas asintió.
El hombretón la siguió con la mirada. La joven, atraída por el magnetismo de la gema, la extrajo del exhibidor.
—¿Es usted? —preguntó con desparpajo.
Baia volvió a maullar. Aloia no le hizo el menor caso. El hombre sonrió. Los ojos ambarinos refulgieron.
—Hay quien dice que mi padre se parece al dios —dijo otra voz varonil.
Aloia se sobresaltó y casi suelta la gema.
—Que mala costumbre tienes de asustar a los clientes, Artai —reprochó el hombre—. Soy Brigo, jovencita. Eines debe haberte hablado de mí en algún momento.
Aloia se sonrojó. ¿Se lo habría mencionado su abuela? Que le costase memorizar algunas palabras era una puñetera maldición.
—Cla-cla-claro —mintió y bajó la mirada.
—¿Por qué no le cuentas sobre Reua y el camafeo mientras voy a por el paquete de Eines? Estoy seguro de que le gustará la historia —propuso el hombretón a su hijo.
El joven se encogió de hombros. Aloia notó cierto desdén en su mirada. Sin embargo, se mordió la lengua. Pese a las creencias de su madrastra, no era tonta. Si el hombre la asoció con su abuela era porque la conocía bien. Así pues, no iba a darles motivos para quejarse con Eines. Al menos no si podía evitarlo.
—Es verdad lo que dicen de ti —espetó el joven—. Eres una carencias, ¿eh?
La joven enrojeció con intensidad y aferró el camafeo con fuerza. La rabia le aceleró la respiración. Se recordó la intención de no avergonzar a su abuela y contuvo las ganas de lanzarle la gema por la cabeza.
—No te entiendo —masculló.
—Ya veo —dijo Artai con los ojos fijos sobre la gema—. Ese objeto cuesta un pastizal. Es una reliquia. Yo de ti lo dejaba de vuelta en su puesto. A menos que quieras recibir el castigo del dios, claro. Porque dudo mucho que a ti te recompense.
Aloia se percató del nerviosismo de Artai.
—No te creo. —El joven se encogió de hombros.
—Tú misma. La leyenda dice que a Reua no le gustan las niñatas que no siguen las normas. —Aloia bufó.
Baia se incorporó. Maulló y dio un salto. La puerta de la tienda se abrió. Un grupo nutrido de turistas entró alborozado.
La joven frotó el camafeo. La idea de darle una buena lección al capullo engreído coqueteó con ella. Dudó una fracción de segundos. ¿Se enfadaría Eines si se enteraba de su travesura? Quizá sí, en todo caso, tenía una buena razón y ella la entendería. Aprovechó la distracción del muchacho y se guardó la gema en el bolsillo del vaquero. Salió a toda prisa con la gata pisándole los talones.
—¡Espera! —Aloia frenó y casi tropieza con Baia.
La joven se volvió con lentitud. Las mejillas le palidecieron. ¿La habría descubierto el hombretón?
—Yo… —Las palabras se le atragantaron.
—Se te olvidó el paquete. —Le tendió un bulto envuelto en papel—. Dile que el encargo vale por dos botellas de su última cosecha.
La joven lo cogió sin abrir la boca ni levantar la mirada del suelo.
—Dos botellas —repitió en voz baja.
Brigo la observaba con curiosidad.
—¿Qué dijiste? —preguntó, aunque había entendido sin problemas—. ¿Va todo bien?
—Sí, señor —murmuró con voz trémula.
—Espero los disfrutes —dijo y se volvió en dirección a la tienda.
Aloia no daba crédito. Por un instante creyó que el hombre la había pillado y que la denunciaría por ladrona. Echó a andar rumbo a casa de su abuela con la gata refunfuñando cada dos o tres pasos.
Brigo se había detenido con la puerta entreabierta. Dio un vistazo en su dirección un instante antes de que la chica se perdiera al girar en la esquina. Sus ojos dorados brillaron y esbozó una tenue sonrisa.
Eines aguardaba sentada en el sillón donde acostumbraba leer. Aloia había entrado con sigilo. No obstante, la bola de pelos delató su presencia con un fuerte ronroneo.
—Tardaste más de lo previsto. ¿Tuviste algún problema?
Aloia negó con la cabeza. Los ojos de Eines se posaron sobre el paquete que aferraba contra el pecho y sonrió de oreja a oreja.
—Me distraje sin querer.
—¿Pasaste por la panadería? —La joven guardó silencio—. No importa, luego hablo con Jonás. Veo que Baia te llevó con Brigo. —La mujer se levantó y extendió los brazos.
La joven dejó el paquete en manos de su abuela. Eines destrozó el envoltorio. El rostro de Aloia se ensombreció.
—Sabes que los odio —dijo cortante.
Eines ignoró el comentario y le extendió los libros.
—Son una maravilla, ¿no crees?
La joven cogió los tomos. La cubierta de uno captó su atención. El rostro de la chica que le devolvía la mirada sobre el fondo azulado y ese barco lejano le hablaba de viajes y aventuras.
—Dioses de Antara —murmuró Aloia con lentitud.
La chica tragó saliva. La lengua se le había enredado como tantas otras veces. «Maldita dislexia». El pensamiento se esfumó como un suspiro.
—Es un libro fascinante —dijo la mujer con entusiasmo.
—¿Por qué me haces esto? Sabes que no puedo leer. Creí que tú sí me entendías, que me creías.
Aturdida por la reacción de su nieta, la mujer se le acercó. Aloia reculó un paso y salió corriendo hacia su habitación. La gata maulló.
—Ve con ella, querida. No es bueno que esté sola. —Baia, obediente, corrió tras la chica.
Aloia dejó caer los libros sobre la mesita de noche y se tumbó en la cama. Baia arañó la puerta con tanto ímpetu que tuvo que levantarse y abrir. La gata entró y de un salto se subió a la cama. La joven se dejó caer. Seguía enfurruñada. Le encantaba Eines. Ella no se burlaba ni la acusaba de perezosa. La había escuchado o, al menos, eso había creído. ¿Por qué le salía con esto ahora? ¿Pretendía obligarla a leer igual que su madrastra? Baia maulló. Los ojos felinos se paseaban sobre la portada del libro. Aloia lo cogió y aspiró el aroma. Estuvo tentada de abrirlo. La certeza de que no entendería ni la mitad de las palabras refrenó el impulso. Un calor repentino la obligó a meter la mano en el bolsillo del vaquero. La gema que había sacado de la tienda refulgía. La culpa le despertó una sensación desagradable en el estómago.
—Si pudiera ser alguien distinto —dijo en voz muy baja mientras frotaba la gema con el pulgar.
La gata dio un zarpazo. El libro se abrió como por arte de magia. Una espiral de vívidos colores surgió del camafeo. Un viento gélido sopló con fuerza. Baia saltó al regazo de la chica y en segundos ambas desaparecieron.
Un ronroneo junto a su oreja la sobresaltó.
—Despierta, niña —dijo una voz femenina arrastrando las eres.
Aloia se incorporó. El olor a salitre y humedad le revolvió el estómago. Dio un vistazo. Lo que la rodeaba semejaba mucho la bodega de un barco. El vaivén le provocó un leve mareo.
—¿Dónde estoy?
—Estamos, querida —corrigió la voz—. Nos trajiste al libro.
Aloia se fijó en Baia y creyó que había perdido la cabeza igual que Eines. Los gatos no hablaban. Bajó la mirada hacia el papel que sujetaba. Abrió la boca y los ojos casi se le desorbitan. Leyó la frase con fluidez. ¿Quién sería Aidun? La portezuela de la bodega se abrió. La chica se guardó el papel en la manga de la blusa. Los ojos azules que la miraban con fiereza eran los mismos del joven que la trató con desdén. ¿Por qué estaría soñando con Artai?
La voz de la gata irrumpió en sus pensamientos:
—Ningún sueño, niña. Nos has traído al libro y estaremos aquí durante 24 horas, así que prepárate para la aventura que nos espera.
Las veinticuatro horas se le hicieron demasiado breves. De vuelta en la habitación, Aloia miró el libro abierto sobre el colchón junto a la gema. Fijó la vista en el primer párrafo. Tal como esperaba, descifrar las palabras le costaba horrores. Miró el grabado en el camafeo. ¿Podría quedarse con el objeto? Un par de golpes sonaron contra la puerta. Eines entró sin esperar respuesta. Tras ella, Brigo permanecía de pie con los brazos cruzados. Ambos adultos se fijaron en el objeto. El hombre se adelantó.
—Parece que tenías razón —reconoció Eines—. Así que te has ganado dos botellas más.
La joven los miraba sin comprender.
—¿Qué tal la aventura? Aposté con tu abuela a que aceptarías convertirte en libroaventurera. Nadie puede leer un libro y no enamorarse de la posibilidad que implica poder viajar entre líneas.
—Lamento haberme robado su reliquia —dijo con las mejillas encendidas.
Eines se sentó a su lado y le dio una palmadita en el muslo.
—Acepto tus disculpas si me cuentas la verdad. ¿Disfrutaste del pequeño viaje? O de verdad odias los libros.
La chica negó con la cabeza.
—Odio no poder leer como los demás. Es frustrante que se burlen todo el tiempo o que piensen que soy perezosa.
Baia maulló y se frotó contra los pies de su dueña.
—Es una excelente idea —dijo Eines como si hubiese entendido lo que significaba la serie de maullidos.
—Esa gata tuya es una joya, Eines, deberías dejármela unos días —propuso Brigo.
La gata volvió a maullar, aireada. Aloia no daba crédito. ¿Se habrían vuelto locos los dos? Quizá había algún virus en el ambiente y por eso alucinaban. Aunque, visto lo visto, ella entraba en ese grupo también.
—Sigo aquí, por si se os había olvidado. —Su abuela se echó a reír.
—No nos hemos olvidado de ti, cariño.
—Tienes que enseñarla a hablar con los gatos, va a resultarle muy útil si acepta.
—¿Aceptar el qué? —La joven los miraba con las cejas muy juntas.
—Baia ha propuesto que te dejemos la gema para que puedas viajar al interior de las historias —respondió el hombre.
—Y que te busquemos los libros en digital para que puedas escucharlos. Así podrías disfrutarlos. Cuando mejore tu animadversión podremos comenzar a practicar la lectura.
Aloia se estremeció de anticipación. ¿Podría tener la posibilidad de recrearse con los libros? Los labios se le curvaron en una amplia sonrisa.
—Acepto —dijo y cogió el libro abierto—. ¿Podemos empezar con este? Quiero saber qué pasa con Aidun, Antara y el libro de los vínculos.
—Por supuesto que sí, cariño. Además, la segunda parte es todavía mejor.
—Y nada como vivir la historia desde cualquiera de los demás personajes.
—¿Eso se puede? —preguntó entusiasmada.
Ambos cabecearon a modo de asentimiento. Los ojos de Aloia chispearon de emoción. No podía esperar para regresar al libro. La idea de poder disfrutar de tantas historias hizo que el corazón le aleteara dentro del pecho. En su mente ya imaginaba cómo serían sus próximas veinticuatro horas.
Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un en Paypal. Así Me estarías apoyando a seguir escribiendo.
Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
Un mes llevaba Anaís en su nueva casa. Veintinueve infames noches sin pegar un ojo. Razón había tenido su madre al advertirle que por ese precio de gallina flaca semejante casoplón no podía ser tan paradisíaco; algún defecto debía de esconder. ¡Menudo defecto le había encontrado a la puta mansión! Nada más y nada menos que un habitante tan molesto como un grano en el culo. Apartó la queja de su mente. A las doce menos cinco no iba a distraerse. Esta vez le daría su merecido al cabrón.
Anduvo a tientas con mucho cuidado de no pisar las tablas que crujían. No se lo pondría fácil, no señor. Inspiró hondo. El aroma de las glicinias que dejó en la mesita de centro le sirvió de orientación. Esquivó el sofá y avanzó en zigzag para no tropezarse con la alfombra.
Las campanadas del antiguo reloj rompieron el silencio. El pulso se le aceleró y casi da un bote con taco incluido. Por fortuna ya había alcanzado la cocina. Permaneció agazapada entre la mesa y el gabinete bajo la pila de fregar. Se mordió el labio inferior en cuanto distinguió el par de ojos que brillaban en la oscuridad. «Ni se te ocurra delatarme, Calvin. Como maúlles te quedas sin sardinillas al ajillo».
La temperatura descendió varios centígrados. Anaís contuvo el aliento para impedir que el vaho delatase su presencia. Cogió la asidera de la puerta del gabinete y tiró con lentitud. Elevó una plegaria para que la bisagra no rechinara. Calvin arqueó el lomo y lanzó un zarpazo al vacío en el mismo instante en que la puerta se abría.
Enseguida la cocina se convirtió en un pandemónium. Ágil como un guepardo y armada con un cucharón y una cazuela metálica, Anaís se lanzó al ataque interpretando una cacofonía ensordecedora. El gato chilló y dio un brinco. Tras varios gruñidos amenazantes salió disparado y atravesó la figura transparente que flotaba a varios centímetros del suelo. Los utensilios que permanecían sobre la encimera chocaron contra las baldosas uno tras otro, las puertas y cajones del mobiliario se abrieron y cerraron; los cubiertos quedaron desperdigados y algunos frascos de especias se volvieron añicos.
Anaís reía como posesa a cada golpe del cucharón contra el fondo de la cazuela. A medida que lo veía encogerse indefenso, más fuerte la golpeaba. El espectro temblaba con las manos sobre las orejas incapaz de hacer otra cosa más que fluctuar mientras resistía el inusitado ataque.
—¡¿Te gusta, gilipollas?! —gritó mientras lo atravesaba con el cucharón para luego volver a golpear la cazuela—. ¿creíste que iba a quedarme acojonada?
—¡Deteneos ya, criatura del demonio!
—¡Que pare, dice! Pero tú ¿quién coño te has creído?
—Soy el duque de Ahumada y vos, jovencita, habéis invadido mi mansión.
—Ahumada te voy a dejar esa cabeza transparente que tienes como sigas tocándome las narices. No me gasté mis ahorros para que vengas tú a…
—¡No mintáis, insensata!
—Mira, momia desvendada, más respeto. Yo podré ser muchas cosas, pero mentirosa… eso sí que no te lo acepto. —Anaís salió escopetada de la cocina con el fantasma detrás.
Soltó la cazuela y el cucharón en el sofá. Entró en la biblioteca y encendió la luz; hurgó en el primer cajón del escritorio. Extrajo una carpeta que no tardó en estrellarse contra el teléfono. Después de hojear el contenido, alzó el puño. Con la indignación a flor de piel le puso las escrituras tan cerca de la nariz que el duque bizcó varias veces.
—Al parecer —carraspeó con los ojos fijos en el suelo—, vos tenéis razón en creeros dueña y señora del techo que nos cobija. No me explico cómo es eso posible.
—Muy fácil, capullín. —El duque arrugó el entrecejo y se cruzó de brazos—. La mansión estaba en venta y yo pagué por ella.
Tras la explicación rodeó el escritorio y se sentó.
—Vos necesitáis clases de protocolo. Sois demasiado irreverente, jovencita. —Anaís chasqueó la lengua.
—Cuando las ranas críen pelos y los escarabajos, plumas.
—No os entiendo. Lo que decís es absurdo.
—Da igual. Lo importante es que —dijo e hizo un ademán para invitar al fantasma a sentarse frente a ella—, esta es mi casa ahora; así que, o aprendes a comportarte o sales de aquí zumbando como corcho de sidra asturiana.
—Sigo sin comprenderos, ¿no conocéis el castellano?
La joven entornó los párpados y suspiró.
—Quise decir que tendrás que desaparecer de forma definitiva, o sea, serás desalojado por los siglos de los siglos. ¿ahora sí?
—Ejem… esa opción es imposible. Una maldición me ata a este lugar —reveló y se revolvió en la silla.
—No me extraña. Debiste ser un capullo mientras estuviste vivo.
—¡Semejante ofensa a mi hombría merece una veintena de azotes! —Los libros salieron de la estantería arrojados en todas direcciones.
—Mira, humareda paliducha —espetó y dio un manotazo al escritorio—. He sido demasiado paciente contigo. Si no moderas tu temperamento enfrentarás un exorcismo en cuanto amanezca.
—¿Acaso sois bruja? —El duque la miró boquiabierto; ella esbozó una sonrisa.
—Quizá… —mintió y se frotó las largas uñas con la camiseta del pijama.
—No os atreveríais a despojar a un pobre espectro de su única morada —murmuró con voz trémula.
—Si ese espectro me toca las narices, no me deja dormir y pone patas arriba mi hogar —señaló los libros esparcidos en el suelo—, desde luego que sí.
—Muy bien —dijo el duque y los libros regresaron a la estantería—. Os podéis considerar vencedora de esta desigual pugna. Solo os pediría un humilde favor.
—¿Qué será?
—Debéis otorgarme una licencia para espantar a la visita. No os podéis olvidar de que soy un fantasma. Además, me resultaría indecoroso habitar vuestro hogar sin retribuiros por la amabilidad que demostráis al evitar que me convierta en un desposeído.
—Muy bien —aceptó con los ojos chispeantes—. Pero solo a quien yo te autorice.
—Así sea.
Al alba, la señora Esteban, ama de llaves del antiguo propietario y reticente a darse por enterada de que Anaís la había despedido el primer día, experimentaba el susto de su vida.
Esta historia fue escrita durante mi permanencia en la comunidad surcaletras de Adella Brac y corresponde al #Reto36. La premisa era darle a una cazuela un uso distinto al que tiene de forma convencional. Espero os guste.
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Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
Camila, arco en mano, sacó una flecha del carcaj con la diestra. El plumado escarlata al final del astil le cosquilleó sobre la piel. Sin perder de vista a su objetivo tensó la cuerda. Apuntó en dirección a la nuez de Adán que ascendía y descendía a cada trago que daba su dueño. La suave brisa estival jugueteó con sus mechones. El aroma a madreselva avivó recuerdos sepultados que solo sirvieron para aumentar la rabia que se le enroscaba alrededor del corazón.
La estridente risotada masculina acrecentó en ella la sed de venganza. Parpadeó varias veces para aclararse la vista y tragó saliva. No era momento de llorar; era tiempo de cobrar la afrenta. La dulce voz de su gemela le erizó la piel. El inusitado susurro le rozó la oreja. Si no hubiese confirmado con sus propios ojos que estaba a varios metros bajo tierra, habría jurado que al volverse la vería allí, como si nada hubiese ocurrido.
—No lo hagas, Cami, te matarán. El sacrificio no merece la pena.
La joven arquera ignoró la advertencia y tensó un poco más la cuerda. Imágenes del cuerpo desmadejado de su querida Eleonor destellaron frente a sus pupilas. El graznido del halcón cruzó el firmamento. La sensación de la madera pinchándole la parte interna de los muslos la devolvió al presente. La hora decisiva había llegado.
Camila disparó. La saeta se incrustó en la gruesa garganta. Segundos después, otra flecha se clavaba bajo la axila izquierda y una tercera atravesaba el muslo derecho. Gritos masculinos se impusieron al íntimo cantar del bosque. El ruido de pasos se escuchaba cada vez más cerca. Aguardó paciente a que dieran con su posición. No era una cobarde; asumiría su responsabilidad y su condena.
Aguzó el oído. Los pasos se alejaban. ¿Habría intervenido León pese a su advertencia? Qué ingenua fue al creer que le obedecería. Él jamás la dejaría a su suerte. El ficticio ulular de una lechuza imposible de avistar disipó sus dudas. El característico roce del metal contra el cuero captó toda su atención. La brisa sopló con más fuerza; el olor a sudor, cerveza y madera ahumada le cosquilleó en la nariz y la impulsó a descender.
—Márchate ahora que he logrado enviarlos en sentido contrario. —Camila miró ceñuda a su interlocutor.
—No soy ninguna cobarde, León. Asumiré las consecuencias.
El guerrero dio un paso para acortar la distancia entre ambos. Ella reculó hasta que la áspera madera del gran tronco le arañó la espalda.
—Tú lo que debes asumir es el trono y para ello debes permanecer con vida —dijo y las pupilas se le contrajeron acentuando el cerúleo tono de sus iris—. Se lo debes a tu pueblo.
León le acunó el óvalo del rostro con la siniestra. Camila se estremeció ante la áspera caricia de quien, hasta hace seis meses fuese su guardián real.
—No soportaré perderte a ti también y es lo que ocurrirá cuando descubran que preferiste otorgar tu lealtad a una rebelde, en lugar de brindársela a los usurpadores.
—Lo harás porque tu deber está por encima de cualquier cosa, incluso de lo que sientes. —León posó los labios en la boca femenina.
Camila se aferró a sus brazos. El desenfrenado encuentro de lenguas y alientos revivió el anhelo adormecido por tanto tiempo de ausencia. Él se apartó antes de que la pasión jugase en su contra. El repentino vacío le encogió el corazón a la joven.
—Es hora de que sigas tu camino. —La inminente despedida obligó a Camila a contener la respiración.
—Vivirás en mi corazón; serás el alimento de mi alma y la espada de mi justicia —declaró con voz trémula—. Tu nombre será recordado y tu linaje honrado mientras me quede aliento. Te perteneceré ahora y siempre. —Camila se llevó el puño derecho al corazón.
—Vivirás en mi corazón; serás el regocijo de mi espíritu, la única dueña de mi amor y la reina de mi vida —murmuró e imitó el gesto—. Servirte ha sido siempre un honor y amarte un privilegio. Vuela libre y regresa más fuerte que nunca.
Camila y León se despidieron como los guerreros que eran. Antebrazo contra antebrazo consumaron el ritual. El sacrificio había sido ofrecido. Cumplidos los formalismos y, a sabiendas de que dar marcha atrás era imposible, como los amantes que nunca dejarían de ser, se abrazaron cariñosamente por última vez.
Esta historia fue escrita durante mi participación en la comunidad Surcaletras de Adella Brac. la premisa era finalizar con la frase : «se abrazaron cariñosamente por última vez». Espero la disfrutéis.
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