Una tarde, la pequeña bruja jugaba en los alrededores de su cabaña con su nuevo amigo mágico. Su tita Jessica le había advertido que no se adentrara en el bosque ni se alejara demasiado. Sin embargo, atraída por una nube de mariposas se alejó tras ellas. De pronto, se halló perdida. Anocheció sin que se diese cuenta. Un hombre muy alto y con los ojos más raros que Fiona hubiese visto alguna vez, se le acercó muy sonriente. La pequeña bruja ignoró los filosos colmillos que destellaron en la oscuridad.
—¿Estás perdida, pequeña? —Ella asintió con la cabeza—. Si quieres te llevo hasta tu casa, sé orientarme bien por el bosque.
Fiona recordó la segunda advertencia de su tita; esa que le impedía llevar a nadie hasta la cabaña. La niña estaba tan asustada que la ignoró y tendió la manita. El hombre se la cogió. Ella se sorprendió de que la tuviese tan fría. Se sentía igual que jugar con la nieve.
—¿Vives sola? —Fiona negó con la cabeza.
—Vivo con mi tita, Bubu, mi gato y Zazu, nuestro perro.
—¿Y a dónde ibas? Está oscuro para que andes sola en el bosque.
—Sólo paseaba y me distraje con las mariposas. A mi tita no le gusta que ande sola por ahí.
—¿Cómo se llama tu tita? —La pequeña titubeó unos segundos.
—Jessica. Yo me llamo Fiona. —Los ojos del hombre destellaron.
—¿Me invitarías a tu casa, pequeña? —Ella lo meditó; luego cabeceó una vez.
A cierta distancia luces titilantes brillaban en la oscuridad. La pequeña soltó la mano del desconocido y echó a correr, alegre de haber regresado.
—Ahí está nuestra cabaña. —Fiona se volvió, pero el hombre había desaparecido.
***
La pequeña entró en tromba. Bubu salió a su encuentro.
—¿Dónde te habías metido? —Fiona guardó silencio—. No te habrás alejado de aquí, ¿verdad? —La niña acercó el índice y el pulgar sin llegar a tocárselos.
Una voz varonil interrumpió la conversación.
—No la regañes, es apenas una niña.
La mujer empujó a la pequeña a sus espaldas. El vampiro curvó los labios.
—¡Lárgate!
—¿No me invitas a cenar?
La pequeña bruja movió la nariz. La puerta de madera se abrió de golpe. Bubu saltó sobre el vampiro. Una criatura fornida, hecha de troncos, ramas y flores, entró y se abalanzó contra el invitado no deseado. El perro ladró y fue a por su pierna. El hombre gritó. La criatura arbórea le clavó sus ramas una y otra vez, hasta que logró atravesarle el corazón.
Jessica cogió la escoba para deshacerse de las cenizas mientras Fiona devolvía a su amigo Florentín al jardín trasero.
—Recuérdame no volver a prohibirte jugar con la magia, cariño.
Fiona asintió muy sonriente. Con los deditos cruzados en la espalda tomó nota mental de crear más amigos como Florentín, sólo por si acaso. Después de todo, ahora su tita, seguro, la dejaría jugar con su imaginación y la magia sin imponerle castigos. Además, siempre vendría bien tener buenos amigos que ayudaran a limpiar la cabaña.
También puedes disfrutar de la versión en audio ambientada si reproduces la pista que encontrarás más abajo en el reproductor incrustado. Luego, si te apetece, coméntame qué te ha parecido. Estaré encantada de leerte.
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Esta historia fue escrita para el taller «Escritorzuelos» que impartió Daniel Hermosel Murcia, @danielturambar.
Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
Imagen libre de derechos de Stephan Keller en Pixabay
Érase una vez, una joven musa que anhelaba vivir emociones intensas. A sus diecisiete años estaba aburrida de permanecer aislada en Áthas, el mundo onírico donde había renacido. Eyla, así la habían llamado sus padres, no alcanzaba a comprender la razón por la cual, a diferencia de las demás musas de su edad, se le prohibía visitar el mundo mortal.
Un día, después de haber cumplido con sus obligaciones, se escabulló con la intención de descubrir el secreto que, estaba segura, le ocultaban. Sin que sus compañeras o la «caomhnóir» (guardiana de las musas en Áthas) se diesen cuenta, se coló por la ventana de la biblioteca. Avanzó sigilosa entre las estanterías y se ocultó entre las sombras. Aprovechó el cambio de centinelas y entró en la cámara ancestral. Menos mal había sido lo bastante precavida como para sustraer la llave que guardaba Thyana, la «caomhnóir», en sus aposentos.
Eyla escudriñó decenas de manuscritos hasta que por fin encontró el que relataba la historia de Áthas antes de la gran catástrofe. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras leía los acontecimientos que narraban la muerte de sus progenitores a manos de Óstrago (el príncipe dragón), la misteriosa desaparición de su hermano y la sentencia que pendía sobre su cabeza al ser portadora de la única llave que podría volver a unir ambos mundos en un solo universo.
La última carta de su padre había sido definitiva: Eyla jamás podría abandonar Áthas ni conocer la verdad sobre sus orígenes. De lo contrario, Óstrago no cesaría hasta obtener la llave que le permitiese regresar y apoderarse del mundo de los sueños. La joven musa leyó hasta que los ojos se le enrojecieron. El corazón le dio un vuelco al encontrar el diario de su madre. Leer cada página la llenó de tristeza y, al mismo tiempo, sembró en su corazón el deseo de acabar, de una vez y para siempre, con la sentencia que la mantenía prisionera y alejada del único familiar que aún le quedaba con vida. si sus padres pudieron desterrar a ese despiadado dragón, ella podría poner a buen resguardo la llave y recuperar a su hermano. Sólo tenía que desplazarse hasta el mundo mortal y encontrar el medallón que le permitiría extraer la llave de su cuerpo.
Dos días le tomó lograr su cometido. Saltarse los preparativos de la celebración de su decimoctavo cumpleaños para trasladarse hasta el lago de las ilusiones rotas le costó una buena reprimenda, aunque al final se salió con la suya. La princesa del castillo de las pesadillas la recibió con una sonrisa. Había acudido a ella porque era la única capaz de ayudarla a atravesar la barrera hacia el mundo mortal sin ser descubierta.
—¿Me ayudarás?
—Desde luego que sí, querida. Confía en mí. Mi hechizo encubrirá tu verdadera esencia; sólo recuerda que tendrás apenas dos días para ir y volver.
—Es muy poco tiempo, Niriab. ¿cómo voy a encontrar el medallón y a mi hermano si nunca he estado en el mundo mortal?
—Esto te servirá de guía. —La princesa le entregó un mapa—. Sigue sus instrucciones y llegarás hasta el medallón. —Niriab apoyó su mano sobre la de Eyla; fue una caricia extraña.
La joven musa dio un respingo. La mano derecha le ardió como si se hubiese quemado.
—¿Qué es esto? —Una pequeña estrella rojiza de seis puntas se le había tatuado en el dorso.
—La marca que te permitirá encontrar a tu hermano. No te preocupes de nada.
Eyla experimentó un hormigueo desagradable en el estómago. En segundos, la barrera que separaba ambos mundos la atraía hacia sí. El eco de la risa lejana de Niriab sembró el miedo en ella. El corazón le dio un salto a lo desconocido. ¿La habría engañado? Si lo hizo, no tardaría en descubrirlo.
La joven musa abrió los ojos. Dio un vistazo a su alrededor y se incorporó de golpe.
—Por fin despiertas, preciosa. —Eyla fijó la mirada en su interlocutor. Un rostro atractivo le sonreía.
—¿Quién eres?
—Un amigo que te ayudará a encontrar lo que viniste a buscar.
—¿De verdad?
—Por supuesto. Dame el mapa y nos pondremos en marcha de inmediato.
Eyla titubeó un instante. Al final le entregó el mapa. Sus ojos se pasearon por el curioso tatuaje que el joven tenía en el brazo izquierdo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con las mejillas encendidas.
—Algunos me llaman Trag. Ahora vamos —le tendió la mano izquierda—. Ya has perdido medio día.
—¿Cómo sabes cuánto tiempo tengo?
—Niriab y yo somos buenos amigos. Ella me informó y me pidió que te ayudara.
—¿Sabes dónde está mi hermano? —Los ojos de Trag brillaron.
—Pensé que buscabas un objeto.
—Lo busco —confirmó Eyla—. Pero mi hermano está aquí y tengo que encontrarlo.
—Entonces no perdamos más tiempo, preciosa.
Seguir las pistas del mapa enfrentó a los jóvenes a una prueba durísima: atravesar el bosque de las almas perdidas. La musa estuvo a punto de rendirse en varias oportunidades. Se jactaba por considerarse aventurera y en Áthas muchas de sus compañeras solían apodarla «Peleonera». Sin embargo, mientras luchaba contra esas almas errantes, se percató de que en el fondo no era tan valiente como ella siempre había creído. Se sentía un fiasco por el miedo que casi la deja paralizada en pleno bosque. De no ser por la obcecación de su acompañante que la espoleaba a no rendirse, lo habría hecho al final y, entonces, toda oportunidad se habría perdido.
—Tengo que agradecerte —dijo ella mientras caminaba al lado de su compañero.
—¿Por?
—No dejaste que me rindiera —respondió algo cabizbaja.
—Nada que agradecer, preciosa. Si te rendías, yo habría salido perdiendo también. —ella lo contempló con extrañeza.
—¿Cómo sabías de qué forma acabar con esas cosas?
—Lo debo haber leído en alguna parte —respondió y aceleró el paso—. Mira, ahí está el final del bosque.
La joven musa dirigió la mirada hacia el lugar que Trag le señalaba. Acalló la vocecilla que le susurraba advertencias en su contra. Ese no era el mejor momento para dar rienda suelta a su mente fantasiosa. Si hubiera querido hacerle daño, con dejarla a merced de esos espectros habría tenido suficiente. En cambio, la había ayudado. «Sí, te dijo cómo vencerlos, pero no movió ni un dedo. ¿Eso no te parece raro?» Imaginó una mordaza y se recreó mientras las imágenes de cómo silenciaba a su yo suspicaz se sucedían una tras otra. Estaba tan absorta que no se fijó en que su acompañante la había dejado atrás. En cuanto se halló sola, caminó a prisa hasta alcanzar los predios del bosque.
Del otro lado, una cabaña algo desvencijada resistía los embates del clima. Según el mapa, habían llegado por fin. El problema era que Eyla sólo disponía de doce horas para encontrar a su hermano.
La joven musa se quedó boquiabierta. Frente a sí, un joven, algo mayor que ella, los recibía espada en mano. en su pecho brillaba un medallón con el símbolo de Áthas.
—Hasta que logro dar contigo —dijo Trag.
—Apártate de la chica.
Eyla se reprochó por no haber escuchado a su conciencia. Ahora estaba metida en un buen problema.
—Es innegable vuestro parentesco, ¿no te parece? —Trag cogió a Eyla del cuello.
El joven clavó los ojos en ella. La joven musa reconoció al instante esos ojos tan parecidos a los suyos.
—Déjala ir, Óstrago. Ya me tienes a mí y al medallón —dijo y lo cogió entre dos dedos para mostrárselo.
—Me temo, amigo mío, que eso no es suficiente para mí. Mientras sigáis vivos, existirá la posibilidad de que conspiréis contra mí y eso, no voy a permitirlo.
La joven musa aprovechó la distracción que le ofrecía el diálogo. Le dio un pisotón a su captor, seguido de un fuerte cabezazo que le rompió la nariz. Trag rugió. Su cuerpo tembló, convulso. Las facciones del rostro se le deformaron. Todos sus huesos crujieron y se estiraron.
—¡Dame tu espada! —El joven comprendió al vuelo lo que la musa pretendía y se la arrojó.
Eyla rodó sobre sí; alcanzó la empuñadura de la espada y saltó. La espada atravesó la garganta del dragón en mitad del proceso de transformación. La bestia lanzó un rugido ahogado, el último de su existencia, y cayó al suelo sin vida.
Agitada, con el latido del corazón palpitándole en la garganta arrancó la espada de la bestia y respiró muy hondo para recobrar el resuello.
—¿Cómo supiste qué hacer?
Eyla se irguió despacio. El mundo le daba vueltas y no quería desmayarse delante de su hermano. Volvió a inspirar hondo hasta que por fin fue capaz de hablar:
—Leí el diario de nuestra madre.
Él la estrechó entre sus brazos. Ella se dejó hacer. En ese momento necesitaba la seguridad que su hermano le ofrecía.
—¿Regresarás a Áthas? —preguntó el joven y se apartó para poder observar su rostro.
—Regresaremos —respondió ella—. Niriab debe ser desenmascarada y necesito tu ayuda.
El joven experimentó un orgullo enorme; tan grande que lo arropó por completo. Una calidez inusitada le llegó hasta lo más profundo del corazón. Su hermana era digna hija de sus padres.
—Cuenta con ello.
El regreso de Eyla y su hermano se celebró por todo lo alto, después de someter a la princesa Niriab a un juicio, en el que se le encontró culpable de alta traición y se le despojó de todos sus poderes. La princesa fue encarcelada hasta el fin de su existencia y, finalmente, ambos mundos se vincularon de nuevo. Eyla fue recompensada con el nombramiento de «ambasakóir» (encargada de asuntos oníricos y mortales) y su hermano fue nombrado príncipe del castillo de las pesadillas. Desde entonces, a la joven musa se le conoce en ambos mundos como «Eyla, la musa guerrera».
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Confieso que escribir cuentos me resulta complejo. Siempre tengo esa sensación de que se me resisten. Esta historia la escribí con la intención inicial de poner en práctica las funciones del tito Propp; luego caí en cuenta de que era muy extenso para el propósito de ser beteado en directo y desistí. Lo retomé porque la protagonista me gustó mucho y por eso os lo he querido traer. Espero os haya gustado tanto como a mí escribirlo.
Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
En el corazón del bosque Obsidium, el clan de los gorm enfrenta el peor de los desastres: la magia que protege al bosque se desvanece. El equilibrio en el que han vivido por eones amenaza con romperse durante la comhleá; fecha en la que los mundos se fusionan y las dimensiones se comunican. Una fecha en la que nadie debería abandonar el refugio que brinda la muralla del Gormsum o corre el riesgo de ser atrapado por los demonios que saquean el bosque.
Nessa, hija única del jefe del clan ha desaparecido. Los gorm creen que ha sido raptada; sin embargo, la realidad dista mucho de lo que todos se imaginan. Fard acaba de cumplir la edad que lo convierte en adulto. Tras la ceremonia de transición enfrentará su primera misión como proveedor. Lo que el joven no imagina es que además de proveer a su gente y enfrentar a los temibles demonios del bosque Obsidium, se verá envuelto en un enredo para el cuál, en el fondo, no ha sido preparado.
Dos jóvenes descubrirán que han vivido una mentira: los demonios no son tales y las leyendas ocultan verdades incómodas. Verdades que más temprano que tarde saldrán a flote para derribar el castillo de naipes sobre el que se han construido dos realidades antagonistas. Ambas realidades deberán enfrentar una amenaza común: dos mundos están a punto de desaparecer y la razón es desconocida. A medida que Nessa y Fard desentrañan el misterio que mantiene a Bunoscyann como una ciudad flotante desligada del mundo real y del bosque Obsidium comprenden que la única solución posible pasa por unir a ambos mundos. El problema es que ninguno de los dos está seguro de poder lograrlo.
Secretos, intriga, magia, aventura y romance se conjugarán en una historia donde la confianza y la fe han de fortalecerse o de lo contrario la magia desaparecerá, los habitantes morirán y la ciudad astral jamás volverá a ser real.
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Imagen libre de derechos de Wilgard Krause en Pixabay
Sinopsis:
Un abominable asesinato ocurre en Selentud, sede del concilio de hechiceros eclípsades y ubicada en Ástragus, conocida como «La ciudad insomne». Uno de los jóvenes brujos más prometedores muere en extrañas circunstancias mientras investigaba otro crimen como parte de la última asignación para alcanzar el título de hechicero domínactem.
Greta y Merina son destinadas a resolver el caso; es el correctivo que el concilio de hechiceros eclípsades les asigna por saltarse las normas una vez más. Ninguna de las dos se soporta. Desde adolescentes han rivalizado y se han tratado como enemigas. No obstante, deberán resolver sus diferencias o de lo contrario pondrán en peligro sus vidas y la de todo aquel que pernocte en Ástragus.
Lo que las chicas y los miembros del concilio desconocen es que la ciudad insomne oculta un secreto que no debe salir a la luz o las consecuencias podrían ser terribles y los habitantes lo saben; por ello, a medida que la investigación avanza las amenazas que enfrentan son cada vez más peligrosas.
Dos crímenes; dos jóvenes que descubrirán algo más que secretos mientras luchan por mantenerse con vida y evitan que el misterio las atrape; y una ciudad antigua que despierta de noche, constituyen los pilares de una historia inquietante donde sospechar es lo único que quien se sumerja en ella no podrá evitar.
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Kaencalot, el receptáculo que guarda los secretos de la magia más poderosa conocida en nagelot ha desaparecido de ahidris, el templo sagrado. El octágelot, su guardián ha sido asesinado y todo apunta a un único responsable: Sixtrius, el primogénito de Aletris, reina desterrada de Nagelot y exiliada en el enclave conocido como Dubdáleon.
Kayla, una simple escudera en el Eddágelot será la única criatura capaz de ocupar el lugar del octágelot, pues su verdadera naturaleza y el poder que late en su interior, aunque oculto, es la llave que permitirá desvelar los secretos sagrados del Kaencalot.
Sixtrius está dispuesto a todo con tal de demostrar su inocencia; Kayla está dispuesta a recuperar el legado que su abuelo protegió hasta el último día de su existencia. Unidos por algo más que un objetivo común, ambos deberán enfrentar a sus enemigos antes de que la oscuridad logre hacerse con los secretos que la luz del Kaencalot esconde.
Dos enclaves enfrentados; la ambición por poseer la magia más antigua y poderosa guiarán las vidas de dos jóvenes destinados a luchar, aunque secretamente lo que menos desean es enfrentarse.
El origen
Y Dyamminlot creó el arriba y el abajo, la luz y la oscuridad.
Y quiso otorgar vida. Creó a las criaturas a partir del poder primigenio de la luz a su imagen y semejanza.
Y les concedió dones sublimes; dones poderosos para crear un lugar en el que vivir, crecer, reproducirse y morir.
Y les obsequió el albedrío para que moldeasen sus vidas y el poder de la destrucción porque no hay arriba sin abajo, luz sin oscuridad, bondad sin maldad; para que así fuesen libres de escoger la senda que transitarían hasta el fin de su existencia.
Y vivió entre ellos, les enseñó, los amó…
Y cuando estuvieron listos, volvió al lugar primigenio desde donde, observadora, se regocija con sus triunfos y llora con sus tristezas…
Y no los abandonó, aunque no permanezca junto a ellos; su promesa se cumplirá cada trescientos años cuando volverá a obsequiarles una parte de sí para que nunca olviden de donde provienen…
***
La diosa descendió ante el llamado. La curiosidad por conocer lo que habían logrado sus primogénitos se impuso a la obligación de mantenerse al margen.
Sonrió, fascinada. Aquel hermoso lugar era digno de sus hijos y, por tanto, de ella.
Deambuló con paso firme mientras sus iris de múltiples colores registraban cada detalle y el resto de sus sentidos se empapaban con los aromas, sabores y sonidos de aquel paradisíaco lugar.
—Madre, bienvenida. —Macho y hembra se inclinaron en una respetuosa reverencia.
—Esperamos que os sintáis complacida y… venerada —dijo Avalaid.
—Lo estoy, sin duda, hija mía.
Los ojos de la joven refulgieron. La satisfacción inundó su pecho y sus coloridas alas se extendieron producto del inmenso gozo.
—Contrólate, mujer. ¿qué pensará madre de tus arrebatos? —Dyamminlot curvó los labios en una cálida sonrisa.
—Pensaré que es feliz y eso me llenará de alegría, hijo mío.
Markryus se estremeció ante el contacto de la diosa. La ternura del gesto le erizó la piel y las plumas. Sus ojos se perdieron en aquellos iris mágicos que igualaban al color de sus alas.
—Madre —interrumpió Avalaid—. Además de invitaros a conocer Nagelot —sus palabras acompañaban un ademán elocuente—, hay otro motivo muy importante que debéis conocer.
La vida que palpitaba en el interior de Avalaid reveló su existencia antes de que su madre abriese la boca. La joven se llevó la mano hasta el vientre; los ojos se le llenaron de lágrimas, conmovida al percibir, por primera vez, los vestigios de la vida que había engendrado con tanto amor.
Markryus tomó de la mano a su pareja. La diosa ensanchó su sonrisa; de sus iris manaba una luz que envolvió a la joven de pies a cabeza. Era una luz tan blanca como sus alas y las hebras luminiscentes que se extendían, etéreas, fascinantes, creando un halo mágico cautivador que manifestaba, sin lugar a dudas, su carácter divino.
—Me habéis obsequiado con mucho más de lo que yo esperaba, hijos míos. Ahora yo os obsequiaré con el primer regalo para vuestro primogénito.
La pareja permaneció en silencio. La imagen de la diosa cobró mucha más luminosidad.
—Vuestra presencia es el regalo más sublime que podéis darnos, madre. No necesitamos nada más. —La humildad de Markryus regocijó a Dyamminlot.
—Puede que ahora os parezca innecesario —dijo la diosa mientras entre sus manos un objeto cobraba forma—. Sin embargo, llegado el momento comprenderéis la vital importancia de lo que hoy os entrego.
La pareja guardó silencio. Ser testigos de la creación de manos de su diosa no merecía más que admiración y respeto. Flotando frente a sus ojos un cristal luminoso del cual fluían luces de colores esperaba a ser reconocido.
—Es maravilloso, madre —reconoció Avalaid.
Dyamminlot asintió con suavidad antes de tomar las manos de sus hijos y colocarlas a cada lado del cristal. La pareja entreabrió los labios. La calidez que recorrió sus cuerpos y se albergó en sus corazones le llenó los ojos de lágrimas. El conocimiento se abrió paso y anidó en lo más profundo de ambas psiquis.
—Dadle nombre y resguardadlo como a vuestra propia vida. Tenéis en vuestras manos el poder primigenio. De él proviene la magia que os brindará felicidad o desgracia. Haced uso de él como tengáis a bien. Seguid los dictados de vuestra conciencia y escuchad siempre la voz de vuestras almas.
Ambos aceptaron la responsabilidad. Con la aceptación la magia primigenia los rodeó dotándolos de una luminiscencia que antes no poseían.
—El Kaencalot será protegido, madre —afirmó Markryus—. Construiremos su templo y nos encargaremos de cuidar de vuestro obsequio.
—Nuestro primogénito será su primer octágelot —dijo Avalaid—. Le enseñaremos a velar por sus secretos… no os defraudaremos.
—Así sea, hijos de mi sangre y de mi corazón.
Dyamminlot se marchó. La pareja cumplió su promesa. Ahidris, el templo sagrado, fue construido. Tras cumplir veintiún años el primer octágelot ocupó su lugar y Nagelot disfrutó de paz y prosperidad por más de mil quinientos años, hasta que la traición de un corazón insatisfecho lo cambió todo.
Como añadidura contar que las escenas que conforman las pinceladas de esta historia (la primera de Nagelot) sólo esperan ser escritas. Gracias a todos por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
Imagen libre de derechos de Gerd Altrann en Pixabay
El hombre permanece de pie frente al cristal del nido. Su rostro es el vivo reflejo del agotamiento. Las sombras oscuras bajo sus ojos y las arrugas que le rodean los labios se habían convertido en parte de sus facciones durante las últimas doce horas.
—No pierdas la esperanza. —El susurro llega hasta él junto al sutil aroma a lavanda.
Presa de la inquietud se vuelve con rapidez. Está solo.
Arruga el entrecejo. Un recuerdo lucha por aflorar desde lo más profundo de su memoria. Cierra los ojos. En su mente se impone el gesto dolorido de Amanda. Si la hubiese escuchado en lugar de reñirla como un energúmeno, en ese momento no estarían allí y habrían podido celebrar el día de reyes como ella quería.
—La culpa sólo sirve para quebrar. La culpa no resarce, no construye, no es más que un lastre. —De nuevo aquel susurro y aquel aroma.
Gira sobre sus talones. Un niño pequeño está de pie junto al cristal del nido. Los ojos se le llenan de lágrimas sin que pueda contenerlas. Ver a ese niño remueve en su corazón el miedo a perder lo que más ama en la vida. Sin ser consciente sus labios se mueven con voluntad propia para elevar una plegaria silenciosa. Las figurillas de los tres reyes en el pesebre que Amanda suele colocar todos los años se cuelan en su mente. No es creyente; aun así, se sorprende pidiendo el deseo más importante de toda su vida.
El pequeño se vuelve; en su carita redonda se dibuja una sonrisa. El hombre se traga las lágrimas. No quiere que lo vea llorar porque, como decía su padre: «los hombres no lloran».
El niño le hace señas para que se acerque. Como si tuviesen vida propia, los pies lo llevan junto al cristal.
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando. —El pequeño entorna los párpados y ladea la cabeza; luego, como si estuviese escuchando a algún interlocutor invisible, asiente.
—Llorar no es malo, ¿lo sabías? —El hombre niega con la cabeza.
—¿Hablas con tu amiguito imaginario? —el chiquillo suelta una sonora carcajada.
—Claro que no —dice risueño—. Ella no es imaginaria —asegura con total convencimiento—. Ella quiere que sepas que falta poco.
—¿Poco? —el pequeño cabecea y desvía los ojos hacia el cristal—. ¿Poco para qué? ¿Quién se supone que quiere eso?
—Para que recuerdes lo que importa.
—¡Lo que importa?
El niño vuelve a cabecear sin quitar los ojos del cristal.
—Ella dice que se te ha olvidado lo que importa… por eso estás aquí. Necesitas recordar.
El hombre aprieta los labios con fuerza. La desesperación de la espera lo está volviendo loco; tanto como para sostener una conversación con un pequeñajo que sólo suelta frases absurdas. Mete las manos en los bolsillos del vaquero y da media vuelta. Tomará un café, aunque sea ese brebaje espantoso que sale de la máquina al final del pasillo.
—La vida es para vivirla, no para ver cómo pasa delante de ti mientras te distraes… eso es parte de lo importante. —El aroma a lavanda se intensifica a su alrededor.
Aquellas palabras lo obligan a desandar sus pasos.
—¿Qué dijiste? —El niño no se mueve—. Te hice una pregunta.
El hombre se acuclilla para quedar al mismo nivel. El pequeño le hace una seña para que guarde silencio.
—Ya casi —dice en un cuchicheo cómplice—. Abre tu mente y tu corazón, y entenderás.
Las palabras del pequeño son como un golpe dado directo en el estómago. El aire se le escapa y la opresión que le impide respirar se transforma en una aprisionadora que amenaza con destruir la poca serenidad que le queda, aunque ese no sea su objetivo. De la impresión pierde el equilibrio y cae de culo. El niño reprime una risita. El recuerdo que se había asomado con timidez minutos antes, ahora pasa frente a sus ojos como si fuese una película. Esas palabras… son las mismas palabras que le había dicho su hermana antes de morir. El nudo que se le forma en la garganta obstruye su propio lamento. Las lágrimas se liberan y le muerden las mejillas; el corazón le duele con la misma intensidad que aquel día en que su melliza dio la vida por salvar la suya.
El chiquillo posa su pequeña mano y le enjuga las lágrimas.
—¿Lo ves? Llorar no es malo porque así se alivia el cucharón.
—¿El cucharón? —El pequeño cabecea y con el índice le señala el lado izquierdo del pecho.
—No hay nada de malo por mostrar lo que hay dentro del cucharón —dice el niño antes de desviar la mirada.
El hombre se fija en sus ojos azules. El reflejo que distingue en ellos lo paraliza. Gira la cabeza hacia la derecha con brusquedad. Estira el cuello con la intención de mirar hacia el interior del nido. El corazón le palpita con tanta fuerza que cree que es capaz de escuchar sus propios latidos. Parpadea varias veces. Allí no hay nadie, sólo las cunitas con los bebés que esperan ser atendidos.
—¿Señor Martínez, se encuentra bien? —La voz masculina lo sobresalta.
Esteban se vuelve y alza la mirada. Inclinado frente a él, el obstetra de su mujer lo observa con el entrecejo fruncido.
—¿Amanda?
El médico le extiende una mano. Esteban se ase a ella y se levanta.
—Los mellizos se encuentran fuera de peligro. En breve la enfermera los traerá. Deberán permanecer en las incubadoras hasta que sus pulmones maduren del todo, pero son un par de guerreros. No se preocupe, todo irá bien.
—¿Puedo ver a mí mujer? —El rostro del médico cambia de expresión.
Esteban teme lo peor. Un estremecimiento le recorre la columna y el vello del cuerpo se le pone como escarpias. Al percatarse del miedo que reflejan las pupilas de aquel hombre, el médico habla antes de que fuese necesario ingresarlo producto de algún síncope.
—Amanda es una mujer fuerte. Ha luchado por aferrarse a esta vida como una leona. Sin embargo, deberá permanecer en cuidados intermedios mientras se recupera y estabilizamos su tensión arterial. —A esteban todo aquello le suena a chino—. No se preocupe, cuando menos lo espere la tendrá de vuelta en casa. Lo que sí es importante para su mujer en este momento es sentirse protegida y, sobre todo, querida.
El hombre asiente en silencio, aunque la preocupación sigue apretándole el corazón como si fuese una tenaza. El mensaje subyacente le llega alto y claro, no es tan idiota como parece. El obstetra carraspea. Su mirada se dirige al cristal del nido. Esteban se vuelve. Una mujer de mediana edad vestida con un pijama sanitario de ositos y globos empuja las incubadoras. El corazón del hombre le da un salto dentro del pecho. Observar aquellas dos figuras tan diminutas pone su mundo de cabeza. Una ternura desconocida se apodera de todo su ser. Nunca antes había experimentado nada parecido.
—Lo dejaré solo para que disfrute de la vista, papá. —Esteban sale de su ensimismamiento.
—Gracias, doctor… muchísimas gracias. —El obstetra le estrecha la mano y le devuelve la sonrisa.
—Sólo hice mi trabajo.
Esteban cabecea sin dejar de sonreír. De pronto recuerda al pequeño que lo había estado acompañando.
—¿Doctor? —El médico se vuelve un instante.
—¿Sí?
—¿Vio usted a un niño pequeño como de este tamaño? —El hombre se pone la mano a la altura de las caderas—. Era un rubito de ojos muy azules.
—La verdad es que no —dice y da un vistazo alrededor—. Al salir de quirófano sólo lo vi a usted. ¿Algún problema con ese pequeño? —Esteban no sabe qué responder—. Puedo hablar con la vigilancia del hospital.
—No se preocupe —miente—, quizá se fue con algún familiar y yo no me di cuenta.
El médico asiente con un cabeceo.
—Descanse —sugiere el obstetra—. Necesitará todas sus energías para ocuparse de los mellizos y su mujer.
—Así lo haré. —El médico se despide con un ademán y echa a andar por el pasillo.
—Las pequeñas vidas siempre son como una llama de esperanza, ¿no crees? —La voz profunda de un hombre de mediana edad lo obliga a volverse—. Tanta vida por delante; tantas oportunidades, tantas experiencias por vivir, recuerdos que atesorar… amores, desamores, risas, lágrimas. Todo un mundo nuevo por descubrir. —Esteban asiente en silencio y se aproxima al cristal—. Es una pena que a medida que crecemos se nos olvide lo importante.
Esteban casi se ahoga al escucharlo. Por el rabillo del ojo se fija en el hombre. El contraste entre su piel oscura, los ojos azules y la sonrisa blanquísima le provoca un cosquilleo intenso en el estómago. De inmediato cambia el peso de un pie al otro. No está seguro de lo que debe decir. Al final deja que su corazón hable por él.
—Por fortuna siempre estamos a tiempo de recordar. Basta con abrir la mente y el corazón —dice en voz baja y las manos terminan dentro de los bolsillos del vaquero.
—Es muy cierto, muchacho… muy cierto. Espero que recuerdes tus palabras en todo momento —dice el hombre mientras señala con la cabeza hacia sus hijos—. Es una buena enseñanza que transmitir a las pequeñas almas que vienen ávidas de aprender.
Esteban sigue la mirada de aquel desconocido. Sus pupilas quedan atrapadas. La imagen de sus pequeñines se le graba en el corazón con una huella indeleble. En ese instante se percata de que ya no hay cabida para otra cosa que no sea el amor por ellos y por Amanda; el deseo de dar un giro a su vida y empezar a vivirla con una perspectiva distinta a la que siempre había tenido cobra fuerza. La vida es demasiado corta como para seguir desperdiciando momentos y oportunidades.
—No sé si lo recuerde siempre; sólo sé que pondré todo mi empeño para enseñarles lo importante. —El hombre sonríe. Esteban no le devuelve la sonrisa—. No quiero que necesiten estar al borde del abismo para que recuerden lo que en realidad importa en la vida. Deseo que vivan la vida y no se distraigan como lo hice yo todo este tiempo. Quiero que aprecien los detalles; que valoren las sonrisas, las caricias, las palabras dichas desde el corazón… que no prejuzguen ni ajusticien a nadie por pensar distinto; que no rechacen lo que desconocen antes de dar una oportunidad; que no antepongan la trivialidad al afecto, lo material a los sentimientos. Quiero que no sientan vergüenza si lloran, si fallan, si no satisfacen las expectativas de otros, empezando por las mías. Quiero que sean felices, pero no sólo de la boca para afuera. De verdad quiero que se sientan felices y que sonrían desde el corazón.
—No dudes de que lo harás, muchacho. Sólo has de escuchar tu corazón que sabe… —Esteban inspira hondo y no se sorprende al ver que aquel hombre ya no está a su lado.
Devuelve la mirada hacia el cristal. Distingue tres figuras que lo observan en silencio. La piel se le pone de gallina y el pulso se le acelera. Tres bocas se curvan en una cálida sonrisa. En ese instante la fijación de su hermana por los ángeles surge de improviso. El recuerdo lo sobrecoge. No se esfuerza en volverse; no tiene sentido. El pequeñajo le guiña un ojo. La joven articula un te quiero antes de llevarse la mano al corazón. Con la palma hacia arriba le sopla un beso. Esteban lo recoge al vuelo. Su hermana le había enseñado aquella seña cuando tenían siete años. Sin pensar, responde con el mismo gesto. Inspira hondo de nuevo para tragarse el nudo de emociones que tiene en la garganta. Articula un te quiero y los ojos se le llenan de lágrimas. Sus labios se mueven con voluntad propia; un sentido gracias surge y le resulta imposible impedir que las lágrimas le empapen las mejillas. Segundos después, sonríe al comprobar que ella siempre tuvo la razón al afirmar que los verdaderos ángeles no tienen alas.
Este relato ha sido escrito con motivo del día de reyes. Aunque lo más frecuente en estas fechas es pedir y recibir obsequios materiales, he querido irme por otro lado y rescatar eso tan intangible que a veces albergamos en lo más profundo del corazón: deseos que van más allá de lo que nos atrevemos a expresar en palabras.
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