Categoría: Fantasía

  • El secreto de Ceannródaí

    Hermosa chica feérica rubia con una larguísima trenza y un vestido que camina en un bosque.
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Me asomé al vetusto espejo. Busqué adecuar mi apariencia a lo que mejor se ajustase al encargo que me habían encomendado esta vez. Un simple toque me bastó para que mi cabellera creciese sedosa y lustrosa; mi cuerpo adoptase la sinuosidad suficiente para resultar apetecible y mi rostro larguirucho y poco agraciado se transformase en el de una criatura irresistible; una a la que nadie se negaría a mirar. Satisfecha con el resultado abandoné mis aposentos tras dar una última mirada; sabía siempre cuándo tenía que abandonar mi refugio; nunca, cuándo volvería a él.

    Te preguntarás quien soy o quizá, solo sea un tonto deseo por mi parte que, acostumbrada a ser invisible para este mundo, desearía por primera vez que alguien tuviese un poco de genuina curiosidad por saber quién soy.

    Confío en que habrás deducido que soy una cambiaformas. Es lo más evidente, desde luego. Ya has visto cómo he modificado mi aspecto.

    Nací durante el siglo primero de Síceapaite. Una tierra apartada del resto de mundos feéricos y, por supuesto, del mundo mortal que tú conoces. Una tierra donde no brilla el sol ni crece la vegetación como la que, de seguro, conoces; una tierra donde el firmamento es plomizo y la noche ofrece una sempiterna oscuridad carente de brillo. Una tierra yerma a donde se desterraron a todas las criaturas demasiado diferentes y sí, demasiado poderosas para convivir con los demás. Claro que, el destierro no ha evitado que reyes, reinas, incluso dioses, nos recluten como herramientas útiles para sus fines más oscuros.

    Nosotros los dúnbhásaithe, poseemos la magia de los brujos oscuros, la cualidad de cambiar nuestro aspecto como un druida, el dominio de los elementos como los feéricos y el don de la sugestión como cualquier hada. Somos únicos e indeseables.

    No conocemos la moral y nuestro único principio transversal es la supervivencia propia y de nuestra especie. Somos poderosos; pese a ello, como nada en el universo es lo bastante perfecto, nuestro poder es limitado y una vez se agota, somos vulnerables como cualquier criatura mortal. La inmortalidad entre nosotros ha sido negada y justo esa es nuestra mayor debilidad.

    Somos explotados de forma indiscriminada por lo que nuestra esperanza de vida suele ser demasiado corta. Por eso, anhelamos la inmortalidad, la libertad y el amor. Este último, es un sueño inalcanzable porque nuestra raza carece de emociones. Esa es otra de nuestras debilidades, aunque algunos se engañen creyendo que es una de nuestras mejores y más valiosas fortalezas.

    Imagino que ahora habrás comenzado a entender por qué se nos ha desterrado, se nos teme y se nos utiliza.

    Por si no salgo viva de esta, me presento: soy Ceannródaí; dúnbhásaithe mercenaria de la reina Uaillmhianach y en menos de unas cuantas horas, la asesina del rey de Iontach.

    ******
    El bosque parece silencioso. En lo alto la luna brilla exuberante opacando el tenue titilar de los diamantes que la acompañan rubricando el manto aterciopelado de esa portentosa oscuridad que tanto me ha fascinado siempre. Sí, soy asidua a la noche, lo tenebroso, lo desconocido. Cruzar la frontera entre ambas tierras no fue difícil; lo he hecho demasiadas veces; tantas, que ya reconozco las trampas a cierta distancia.

    Me muevo con agilidad fingiendo una despreocupación que estoy muy lejos de experimentar. Mis sentidos están alertas; mi mente permanece concentrada en ubicar a mi objetivo.

    Detengo mi andar en cuanto escucho acercarse la comitiva a galope. Descubro al instante la traición; no me coge por sorpresa, ya la esperaba, siempre es igual.

    Sé que ya me ha visto. Puedo percibir su lujuria elevarse ante la imagen que ofrezco y que, sé, explota su lívido. Me desea y decide tal como era de esperarse. Desoyendo a sus escoltas, cambia el rumbo. Se dirigen ahora hacia mí.

    Reinicio la caminata y me finjo distraída. Todo ocurre con una velocidad de vértigo. Los caballos relinchan y piafan ante mi presencia. El rey grita; sus soldados intentan obedecer. Extiendo mi poder y me hago con la voluntad de las bestias que, bajo mi control se encabritan y los jinetes caen sin poder evitarlo.

    Ambos soldados se ponen en pie y desenfundan sus espadas, aunque saben que será inútil en cuanto adopto mi verdadera apariencia.

    El primero se abalanza espada en mano y lanza un mandoble que no llega a rozarme pues lo he hecho trastabillar forzando que la tierra bajo sus pies se mueva.

    Arrojo mi daga certera y le atravieso la garganta. El soldado cae desangrándose. Su compañero viene a por mí. Me mira con repulsión y desprecio. Me grita cientos de insultos mientras lanza mandobles una y otra vez. Me ha rozado con su espada tres veces; no obstante, me muevo demasiado rápido como para que llegue a notarlo.

    Invoco al viento y el hombre suelta un grito feroz que muere en cuanto provoco que este lo arroje contra los árboles. Una rama lo atraviesa desde la espalda y asoma por su vientre. Me mira con incredulidad hasta que sus ojos se apagan y la vida se escapa a un plano distinto.

    Mis heridas sangran; eso tampoco me resulta desconocido. Me aproximo al rey luego de haberle arrancado mi daga al soldado muerto. Su alteza permanece tumbado de espaldas en el suelo. Su rostro muestra un rictus de dolor y una palidez enfermiza. Se ha roto la espalda al caer de la montura y es incapaz de moverse. Me pide ayuda; se esfuerza en ofrecer y tentar una compasión que no existe en los seres como yo.

    Me acuclillo con la daga en la mano. Termino por cercenarle la garganta. Sus ojos me miran confundidos.

    Me yergo al escuchar los cascos aproximarse con cierta lentitud. El rey ve a su mujer y un brillo de comprensión aparece en su mirada justo antes de que la misma se torne vidriosa. Articula un por qué, lo he podido ver con claridad. Ella sonríe de lado, satisfecha al verlo exhalar su último aliento.

    Los soldados que la acompañan desmontan. Mantengo firme la daga.

    Alza la barbilla y me mira con altivez. Su arrogancia terminará por acabar con ella, solo que todavía no lo sabe.

    —Detenedla —ordena.

    Clavo mis ojos en ella, no quiero perderme su expresión.

    Se lleva las manos a la garganta. Su sangre real empapa sus sedosos guantes. Me mira incrédula y aunque intenta pedir ayuda, tiene la boca llena de sangre y termina desplomándose de la montura.

    Los soldados luchan para zafarse de las enredaderas que los sujetan hasta las rodillas. Me acerco a la reina; todavía respira, aunque le queda muy poco para hacerle compañía a su rey.

    —Lo peor que puede hacerse con un dúnbhásaithe, es subestimarlo y creer que se le puede traicionar con facilidad.

    Arranqué mi daga de su garganta. La sangre comenzó a fluir muchísimo más rápido. La reina me miró consternada. Desvió sus ojos al ver la figura que acababa de materializarse junto a nosotras y supo que había sido traicionada por alguien más.

    —Hiciste un buen trabajo —me dijo guardando las distancias.

    —Ya sabes dónde enviar el pago.

    —No tienes que irte tan pronto.

    Miré al druida oscuro y hurgué de forma sutil en su mente. Con el poder que tenía reservado, me desvanecí no sin antes dejarle un mensaje alto y claro a través de la conexión que había logrado establecer sin que se diese cuenta.

    —Más vale que pagues tu deuda, o el próximo en acompañar a los reyes serás tú, Saudach.

    —Maldita zorra —masculló mientras se esforzaba por dar con mi paradero.

    —Por eso sigo viva.

    ******
    Me desplomé en cuanto pisé mi refugio. Vaciada de poder y herida como estaba no tuve otro remedio que aguardar a que esta vez pudiese sobrevivir. ¿cuánto tardaría mi recuperación? Ni yo misma podía determinarlo. Todo dependía de la rapidez con la que mi cuerpo quisiera ponerse en funcionamiento otra vez.

    ******
    Una mano delicada y de tacto gélido comenzó a ocuparse de mis heridas. Exhalé un suspiro y abrí los ojos.

    Kosanta se ocupaba de mí, como siempre. Desvió su mirada en cuanto se cruzó con la mía. Él evitaba demostrarme sus emociones y yo valoraba su esfuerzo moderando mi acritud.

    —¿Cuántos días?
    Clavó sus ojos dorados en mí.

    —Casi una semana. —Asentí con la cabeza y volví a cerrar los ojos.

    —¿Llegaron todos los ceadanna?
    —Todos, menos uno.

    Sentí su movimiento y lo cogí por la muñeca. Pensé que se zafaría de mi contacto; no lo hizo. Lo escuché inspirar muy hondo antes de hablarme.

    —No aguantarás mucho más.

    —Lo sé —respondí y lo liberé de mi agarre—. Aguantaré todo lo que pueda.

    —Podrías retirarte —dijo— alguien más puede sustituirte si lo entrenas.

    —Sabes bien que no es tan sencillo. Allí fuera hay muchos más como yo.

    —No como tú, Ceannródaí. —Su mano me acarició el rostro—. Hay mercenarios, asesinos; ninguno de ellos sacrifica su existencia para obtener esos salvoconductos.

    —Cada quien se busca la vida como puede —apostillé—. Sobrevivir es su única meta.

    —No la tuya… Si tan solo explicases.

    —No lo entenderían, lo sabes.

    Suspiró. Abrí los ojos. Su semblante era el de siempre que teníamos aquella discusión.

    —Yo solo sé que es injusto que te sacrifiques y que nadie lo valore —dijo con la voz trémula-. Que todos te repudien porque no saben en realidad lo que obtienes a cambio.

    —Te he dicho mil veces que no debes sufrir por algo que yo no sufro, Kosanta. Esto no es un asunto de reconocimiento; eso es algo que no necesito ni espero.

    »Hago lo que hago porque es justo que mi raza tenga la oportunidad de ser libres como el resto de criaturas sobrenaturales. Que puedan decidir otro destino.

    —Lo sé. —Sus ojos dorados me vieron con anhelo.

    Guardamos silencio, también como siempre que llegábamos al mismo punto. Hacía un esfuerzo por comprenderme; yo lo sabía. Desde su mentalidad y sus necesidades humanas, la vida tenía distintas perspectivas. A su lado he aprendido mucho, entre otras cosas, el valor de la justicia. Lo que no he podido aprender es a sentir; a amar en esa medida en que él se entrega a mí; a mi cuidado, a mi lucha. No se lo he pedido, lo hace porque según él, alguien tiene que cuidar de mí. alguien tiene que enseñarme a amar. Le he explicado cientos de veces que no experimentamos las emociones humanas; pese a ello, sigue aquí, conmigo.

    No puedo negar que quizá sí que somos una pareja perfecta. No creemos en las mismas cosas de la misma manera; aun así, seguimos adelante. No sentimos ni afrontamos las pérdidas con la misma fortaleza; sin embargo, sabemos que contamos el uno con el otro. Es la única criatura en la que he llegado a confiar.

    Miento y me disculpo por ello. También he confiado en ti al contarte sobre mí y sobre él. No obstante, yo de ti iría con cuidado porque si alguien más llega a saber de su existencia y algo le pasa, sé a quien he de cobrarle la deuda. Y no lo dudes un instante, sabré donde ir a por ti.


    Este relato ha sido escrito para participar en el desafío imagena junio 2020, propuesto por Jessica Galera Andreu.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. La foto incluida en la entrada
    2. que la protagonista fuese una malvada
  • La escoba sagrada

    Estatuilla de una anciana bruja con su escoba
    Imagen de Igor Shubin tomada de pixabay.com

    Dedicatoria

    A todos esos corazones que todavía no han descubierto la magia que habita en ellos.


    Conocer a Eva había sido un gran acontecimiento en la vida de Madeleine, pero conocer su casa, era todavía mucho mejor. En la escuela no había nadie y lo sabía porque se había dedicado a investigar durante toda una semana, quienes de todos ellos habían puesto alguno de sus pies en la casa O’Donnell. Ni uno solo de sus compis del colegio sabía lo que se ocultaba tras aquella entrada de mansión de terror. Eso ya era suficiente para que Madeleine se sintiese afortunada y agradecida con la vida. ella, la niña regordeta de quien todos se burlaban, sería la única en pisar aquella casa y develar todos esos secretos que, de seguro, escondería la casa de Eva.

    Sonó el timbre. El griterío de sus compañeros la mantuvo aturdida por varios minutos; tantos, que no había escuchado la pregunta de su amiga. Porque a esas alturas ya podía decir que Eva O’Donnell era su amiga.

    —¿Madeleine? ¿Qué te pasa, estás atontada? —La chiquilla pestañeó y se quedó mirando a Eva como si fuese la primera vez que la veía.

    Eva le hizo carantoñas y aspavientos hasta que la niña asintió con las mejillas sonrojadas.

    —Vamos, mi abuela nos espera —invitó la niña.

    Madeleine se echó una mirada de autoevaluación. Se sacudió la falda del uniforme y se estiró la camisa. Luego, echó a andar tras Eva que, sin mirar atrás, había salido disparada.

    * * * *
    A Madeleine casi se le salen los ojos de las órbitas cuando bajó del coche. Tras las verjas de aquella mansión había todo un universo de criaturas que, quizá, pensó antes de pisar el primer escalón, cogerían vida durante la noche y se pasearían por los alrededores espantando a todo el que se les cruzase en el camino.

    La abuela de Eva miraba a la niña con una sonrisa. A Madeleine le parecía de todo, menos que fuese una bruja como la de los cuentos. La niña alzó la mirada ante aquella entrada con las puertas macizas de doble hoja y una cabeza de gárgola con un gigante aro de metal. Las puertas parecían pesar toneladas, pero la amable mujer las abrió sin mucho esfuerzo y la invitó a pasar.

    La niña no dejaba de ver el par de estatuas que custodiaban los escalones; tampoco era capaz de hacerse la vista gorda ante la pequeña alfombrilla de color burdeos que descansaba en el último escalón, con aquel mensaje que parecía estar escrito en un idioma muy raro. La niña se quedó parada en el segundo escalón, con la mirada clavada en la alfombrilla. La abuela de Eva, la observaba, divertida.

    —No pasa nada si la pisas, todos en la casa lo hacemos —dijo la mujer extendiéndole la mano a la niña.

    Madeleine se cogió de la señora y la calidez de su mano la reconfortó. Se sorprendió al sentir que los zapatos se le hundían, pero que las letras permanecían en su sitio. Eva soltó una risita y se detuvo un instante.

    Madeleine alzó las cejas y sus ojos adoptaron una expresión, mezcla de incredulidad y maravilla, cuando vio a su amiga con aquella curiosa escoba en la mano.

    Parecía tener todos los años del mundo. El mango estaba descolorido, el pelambre se veía desordenado y envejecido, como si la escoba hubiera sido usada por siglos y siglos para barrer.

    Eva sostuvo la singular escoba y pronunciando una especie de refrán comenzó a barrer desde donde estaba parada hacia afuera. Cuando terminó, la niña le guiñó un ojo y entregó la escoba a su abuela, quien, siguió con exactitud aquella especie de ritual.

    «¿Será que sí son brujos?», pensó Madeleine, mordiéndose el carrillo del lado derecho. «¿Le dejarían a ella también?» La chiquilla miraba la escoba como si esperase que esta le saltase haciendo chispas o algo parecido. De pronto recordó aquella escena de la peli de Disney donde Merlín embrujaba toda la cocina y casi se le escapa una risita.

    —Si quieres intentarlo, adelante —animó la abuela de Eva acercándole la escoba como si le hubiese leído el pensamiento.

    —¿Puedo? —La mujer asintió con una sonrisa.

    La niña cogió la escoba, pero se quedó un tanto decepcionada, pues la vetusta limpiadora era un objeto inanimado más. Ni le hablaba ni parecía estar dotada de ningún poder mágico.

    —La magia no está en los objetos, cariño —dijo la abuela de Eva interrumpiendo sus pensamientos—. La magia habita en nosotros.

    —¿Yo tengo magia?
    —Claro que sí —aseguró la mujer—. Ella habita en ti, igual que en los habitantes de esta casa.

    La niña abrió tantísimo los ojos, que las cejas se le alzaron y en la frente se le formaron algunos plieguecillos. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza que, además de conocer la casa de Eva, también conocería a su familia.

    Presa de la curiosidad intentó pasar a toda prisa, pero algo la detuvo. Del susto casi se le cae la escoba al suelo. Un coro de risitas llamó su atención, pero por más que estiró el cuello, no logró divisar nada.

    —Has de barrer de ti todo lo que te empañe la visión, querida —explicó la abuela de Eva.

    Madeleine se quedó pensativa un instante.

    —¿Eso cómo se hace? ¿Cómo sé lo que me empaña la vista? Que yo sepa, no necesito gafas para ver.

    La abuela de Eva sonrió.

    —No es complicado —aseguró mientras le explicaba cómo sujetar la escoba—. Solo necesitas imaginar que te deshaces de todas esas ideas que te ponen triste, esas que te hacen dudar de ti, de lo maravillosa que eres.

    —¿Soy maravillosa?
    —Desde luego que sí, cariño —Volvió a asegurar la mujer—. Por eso Eva te ha invitado a casa.

    Madeleine sintió un calorcillo recorrerle desde los deditos de los pies hasta su pecho. Mirando a la mujer con los ojos llenos de expectativas, cogió la escoba con ambas manos.

    —¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

    —Repite conmigo —ordenó la mujer.

    La chiquilla asintió.

    —Barro la duda y la oscuridad; —La chiquilla hizo el primer movimiento repitiendo despacio cada palabra—. Barro los miedos y la envidia… —Madeleine se sintió más liviana y puso más ímpetu en aquel curioso ritual—. Barro toda idea que me reste seguridad, porque así dejaré fuera de casa todo lo que pueda fastidiar la armonía de este hogar.

    La chiquilla hizo el último movimiento y la abuela de Eva sonrió.

    —Bienvenida a casa, pequeña.

    Madeleine dio un paso al interior. Esa vez no encontró resistencia. La puerta se cerró tras ellas con tanto sigilo que la niña no dudó que la magia estuviese de por medio. Dio otro paso avanzando en aquel salón decorado como si fuese el salón de un palacio. Se detuvo un instante con la escoba en las manos cuando vio a los habitantes de aquella mansión. No sabía por qué, pero se había imaginado otra cosa, nunca pensó que la estuviera esperando tanta gente. Un aplauso cálido de bienvenida hizo que la niña se ruborizase de nuevo. Sorprendida ante el recibimiento de tantas personas de diferentes edades, la niña se quedó con la boca abierta. Eva se le acercó, sonriente.

    —Cuelga la escoba, Made —dijo señalando el lugar donde era evidente que aquella desvencijada escoba debía permanecer. La chiquilla se quedó un poco perpleja. Haciendo memoria no se fijó que Eva entrase para volver a salir. ¿cómo había podido cogerla?
    Como si le hubiese estado leyendo la mente, la abuela de Eva comenzó a explicar:
    —La escoba sagrada viene a nosotros cuando nos percibe de pie en la puerta, Madeleine.

    —¿La escoba sagrada? —La niña bajó la mirada y se sintió avergonzada por haber pensado que era una escoba vieja.

    Eva soltó una carcajada cantarina.

    —Es una escoba viejísima, Made —dijo la niña— Pertenecía a la tatarabuela de mi abuela, ¿te imaginas? —Madeleine negó con la cabeza.

    —Es una escoba que ha pasado de generación en generación, cariño —explicó la abuela—. Ahora permanece con nosotros, es parte de este hogar.

    —Pero yo no vivo aquí —murmuró la pequeña mientras se mecía de un lado a otro.

    —No vives aquí, pero puedes formar parte de nuestra familia si quieres. —dijo la voz de un joven que a la niña le pareció el más guapo que hubiese visto en toda su vida.

    —Es verdad —dijo titubeante Eva—. di por sentado que querías, pero si no quieres…
    —Claro que quiero —respondió Madeleine, mirando la escoba con tanta emoción que pensó que se pondría a llorar ahí mismo como si fuera una cría pequeña.

    —Entonces solo has de colgar la escoba —dijo un señor con el pelo gris y los ojos de un azul tan oscuro, que casi parecían negros.

    Tras morderse el labio inferior, se fijó en lo alto que estaba el gancho donde colgaba la escoba.

    —Pídeselo —sugirió una jovencita que se parecía mucho a Eva.

    La niña buscó la mirada de la abuela de Eva y esta le sonrió, asintiendo.

    —Escobita, ¿puedes colgarte en tu sitio?
    Nada pasó.

    —Así no, Made —corrigió Eva tocándose la frente con un dedo para luego tocarse el pecho donde está el corazón—. Intenta lo mismo, pero sin hablar con la boca.

    —Entonces ¿con qué le hablo a la escoba?
    —Con el corazón —respondió la jovencita que se parecía a Eva.

    —Vale.

    La niña adoptó una expresión seria. Estaba concentrándose, pero nada sucedía.

    —Deja que el deseo se forme en tu corazón —indicó la abuela—, luego deja que fluya fuera de ti.

    Madeleine siguió la indicación. La escoba flotó desde sus manos hasta dejarse caer en el gancho donde colgaba y que estaba ubicado tras una de las hojas de la maciza puerta de la entrada. Los vítores del resto de habitantes no se hicieron esperar. La niña volvió a sonrojarse, pero se sentía contenta. Por primera vez en todo lo que recordaba de su corta vida, se sentía parte de algo. Eso la llenaba de alegría.

    —Muy bien —felicitó la abuela acariciándole la cabeza—. Ahora es tiempo de tomar una merienda, luego podréis explicar a Madeleine cómo son las cosas en esta casa.

    Eva tomó de la mano a su nueva compañera de conjuros y echó a correr atravesando el amplio salón.


  • DE GUERRERA A ERUDITA

    Dos mujeres con un arco gigante a punto de disparar una flecha

    Deambulaba en el bosque con su carcaj y su arco. Lo cazaría, nada se lo impediría.

    La sumisión de su pueblo ante él, la llenaba de ira y repulsión.

    Se sorprendió al encontrarlo en aquel claro del bosque. Esperaba que fuese mucho más difícil. Sin pensarlo, cogió una flecha y disparó.

    Su corazón rebosaba de alegría, había sido un tiro perfecto.

    Se entristeció al encontrar su flecha clavada en la tierra.

    —Mientras habite en vuestras mentes, seguiré dominando vuestros corazones —le susurró el miedo.

    Decidida a ser libre, inició su propia revolución. Sus nuevas armas: palabras e imaginación.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Escribir jugando de marzo, propuesto por Lidia Castro. El microrrelato cuenta con noventa y ocho palabras sin el título.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Imagen tras la carta: El espíritu de un león en el claro de un bosque
    2. Imagen tras el dado: Carcaj y flecha
    3. Una de las seis emociones: miedo, asco, ira, alegría, sorpresa y tristeza

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  • LA PIEDRA SAGRADA DEL TIEMPO

    A la izquierda se observa un reloj con agujas indicadoras de las horas. La aguja principal del reloj brilla mucho y marca las 12. El reloj está en espiral Lo que hace que la imagen del reloj se repita sucesivamente. A la derecha se ve una escultura femenina antigua mirando hacia la izquierda y hay una estela de humo desde abajo que rodea a la escultura y al reloj.
    Imagen libre de derechos de Kellepics en pixabay.com


    Chasqueó los dedos y se envolvió en glamur. Inició el ascenso cuando el sol ya se había ocultado en el horizonte. No quedaban humanos, podía percibirlo. Se giró un instante para disfrutar de la vista de la bahía. De noche, «Clew» siempre tenía ese atractivo aterrador que tanto le gustaba.

    Entró a la capilla. Le fastidiaba tener que atravesarla, pero no tenía otra salida. Creyeron que no podría encontrarla y, aunque no negaría que le costó lo suyo, la verdad, es que ni lo sagrado de «Croagh Patrick» lo detendría.

    Deshizo el glamour que mantenía oculta la entrada a la gruta. Sonrió al ver al custodio, espada en mano.

    —No eres bienvenido aquí, Raoch. —El demonio soltó una carcajada siniestra.

    —Eso da igual, aquí estoy —dijo abriendo los brazos y exponiendo el pecho—. Veamos qué es lo que te enseñaron tus hermanos, hechicero.

    El custodio se abalanzó contra el demonio. Lucharon por mucho rato, pero Raoch llevaba ventaja y él lo sabía. Aprovechando el desgaste de energía del hechicero, lo despojó de la espada y con un movimiento certero, le atravesó el corazón.

    —Fuiste un enemigo de altura, hechicero —dijo el demonio tras retirar la espada. El hechicero cayó de bruces con sus ojos abiertos y su rostro desfigurado por la sorpresa.

    El demonio avanzó. Al fondo de la gruta, la «Septémpori», la piedra sagrada que sostenía el equilibrio del tiempo, descansaba en su nicho. Cálida y palpitante, la piedra brillaba cambiando periódicamente de tonalidad pasando por cada uno de los espectros de onda que conforman la luz.

    Raoch se detuvo. Grabado en la roca podía leerse un refrán que era tan antiguo como la misma invención del tiempo:


    «Quien tiene tiempo de robarse el tiempo ajeno,
    Luego no tendrá tiempo para disfrutar del propio tiempo;
    Pues el tiempo desperdiciado nunca regresa.»

    El demonio comenzó a acumular energía. Necesitaba separar la piedra de su nicho para poder llevarla consigo. Había consumido gran parte de su poder cuando, por fin, pudo cogerla. Como si le hubiesen inyectado una carga de energía vital, Raoch comenzó a reír, eufórico. Y tras guardarla, desapareció.

    En la dimensión de los mortales, empezó a crecer una ola de pánico entre los elementales y otras criaturas sobrenaturales que observaban cómo el tiempo se ralentizaba hasta detenerse por completo, dejando a los seres humanos paralizados e indefensos.


    En el Parque de Saint Stephen’s Green, varios elementales de la tierra estuvieron intentando poner a resguardo a los seres humanos que quedaron atrapados en el lugar. La oréade de la zona se mantuvo impartiendo distintas órdenes, hasta que una vibración antinatural, comenzó a formar un torbellino que provocó una ruptura en la dimensión mortal. Una compuerta interdimensional se formó a tanta velocidad, que a los elementales no les dio tiempo de bloquearla. Frente a todos, Raoch se materializó, dejándolos con la boca abierta. Un silfo reconoció al demonio y se lanzó al ataque, pero este lo despedazó utilizando el poder de la piedra sagrada en su contra. Otros elementales se unieron para enfrentar entre todos al demonio, pero este los fue eliminando uno tras otro.

    una verdadera carnicería, desató el infierno en la dimensión mortal, a ojos de las dríades del bosque, quienes observaron, impotentes aquella ola de muerte y destrucción.

    Sin una gota de piedad, Raoch comenzó a absorber las almas de los humanos que quedaron paralizados en el parque. Dejando su huella, los fue marcando en la medida en que los fue vaciando. Algunas criaturas sobrenaturales intentaron proteger a los mortales que todavía no habían sido atacados por el demonio, pero este se había convertido en una criatura muy poderosa. La mayoría de las dríades huyeron, aterrorizadas, al ver cómo el demonio iba agrupando los cuerpos inertes para formar una pira funeraria. Solo Kristel tuvo el valor de quedarse para ser testigo e informar de lo que había ocurrido a la Hermandad Temporae, cónclave de los Hechiceros Témpora, custodios del tiempo.

    —¡Enviad un mensaje a vuestro concilio! —exclamó el demonio—. Informadles que Raoch será, de ahora en adelante, el señor del tiempo y, muy pronto, también de todas las dimensiones. Quien no se pliegue a mi mandato, quien ose desafiarme, será exterminado.

    La oréade se mordió la lengua. Ahora más que nunca, conservar la fuerza vital era indispensable, si querían derrocar a aquel demonio tirano. Complacido por el miedo que vio reflejado en sus súbditos, Raoch dejó una ristra de cadáveres tras de sí, ardiendo en varias piras funerarias y desapareció. Cuando se hubo asegurado de que el demonio había dejado el plano mortal, Kristel, con las manos temblorosas, abandonó su roble. Tan pronto como pudo reunir la suficiente magia, envió el mensaje con carácter de urgencia a los Hechiceros Témpora.

    —Ocúpate de avisar al Aquelarre Dimensi. La hermandad de las brujas dimensionae, Kristel. Ellas tienen que estar advertidas de lo que está pasando —sugirió la oréade—, Diles que resguarden la «Dimensitrenae». La piedra sagrada de las dimensiones no puede caer en manos de Raoch, o estaremos todos perdidos.

    sin pensárselo demasiado, la dríade envió el segundo mensaje. Solo esperaba que no fuese demasiado tarde.


    En Driontell, una de las siete dimensiones donde se alza, majestuoso, el Bosque Giorneae y donde descansan los siete relojes sagrados del tiempo, el sol permanecía suspendido al borde del horizonte.

    Irstez, guardiana de los relojes sagrados, seguía esperando que el sol se ocultase mientras leía el comunicado emitido por el gran hermano Cronus, líder de los hechiceros témpora. El texto era conciso y muy claro: «algunos de los integrantes de la hermandad habían desaparecido de forma misteriosa y se desconocía su paradero». La noticia era terrible. Si la hermandad llegase a desaparecer, el universo entraría en un desequilibrio muy peligroso. Cerró los ojos elevando una plegaria al mismísimo universo. No había destruido el comunicado de los hechiceros, cuando un cuervo se posó en la ventana para hacer la segunda entrega del treón. La guardiana frunció el ceño y se apresuró a revisar el mensaje. Abrió mucho los ojos cuando se dio cuenta de que era un comunicado emitido por la jefa del Aquelarre Dimensionae, en el cual informaba a todos, sobre la desaparición de algunas de sus brujas en extrañas circunstancias y que al igual que otros hechiceros, su paradero era desconocido.

    «Algo no anda bien», pensó la oréade. Tan rápido como pudo se recogió la melena, luchando para que sus indómitos rizos dorados le obedeciesen. Se ajustó el lazo del delantal y se recogió la falda para poder echar a correr y no perder tiempo. El sol seguía sin ocultarse y ella se temía lo peor. Con cuidado de no perder el rumbo, se dirigió al lugar sagrado donde permanecían los 7 relojes. Con el corazón en la garganta, se dispuso a mirar cada reloj y ahogó un grito, al darse cuenta de que todos los relojes sagrados se habían detenido a las seis en punto. Cada reloj giraba a su propio ritmo, lo que, junto a la «Septémpori» y a la «Dimensitrenae», mantenían el equilibrio temporodimensional en todo el universo. Si los siete relojes se detenían por demasiado tiempo, el caos se instauraría, quizá, de forma definitiva. Tenía que informar de inmediato, algo tendrían que hacer para restaurar el equilibrio. Como propulsada por un resorte, la guardiana salió disparada de vuelta a su cabaña para emitir un comunicado de alerta máxima.


    En vista de lo que estaba ocurriendo, las distintas razas de criaturas mágicas convocaron un concilio de emergencia para valorar la situación y tomar decisiones que no debían postergarse. Tras el comunicado del cónclave de los sobrenaturales, Atrinfinitum, sede de la hermandad de los hechiceros témpora, bullía, producto del nerviosismo. Miles de criaturas se habían desplazado hasta allí. No era una dimensión a la que se viajase por placer, a ningún ser le gustaba molestar a los custodios del tiempo; pero aquella era una situación de emergencia dimensional o universal, según se quisiera ver.

    Cronus golpeó el piso con su Trancasordio tres veces. El eco del rebote del cayado mágico se fue replicando por todo el foro. Los asistentes hicieron silencio. Frente a cada raza, sus líderes permanecían, expectantes.

    —Os hemos convocado, pues necesitamos de toda la magia disponible para poder enfrentar a Raoch. El demonio que robó la «Septémpori» y ha estado asesinando de forma despiadada tanto a humanos como a elementales y otras criaturas sobrenaturales —anunció el hechicero.

    Un murmullo se fue replicando entre los presentes. El gran hermano hizo señas para que le escuchasen.

    —Todos somos conscientes del peligro que corremos si no reestablecemos la piedra sagrada —dijo mirando a su hermandad—. Si permitimos que el demonio se haga con la «Dimensitrenae», cientos de miles de inocentes morirán —agregó, golpeando de nuevo el suelo con su trancasordio, mirando al resto de los asistentes.

    —Eso es imposible —dijo una voz aguda y disonante.

    —En este momento no podemos confiarnos, Elyam, tú mejor que nadie deberías saberlo. —El líder de los gnomos hizo un gesto de reconocimiento ante su precipitación.

    —Hemos trasladado la «Dimensitrenae» —anunció Urflaya—. Sin embargo, necesitaremos de toda la magia femenina disponible para poder mantener sus salvaguardas al máximo.

    —Gracias por informarnos. —Urflaya hizo un leve gesto con la cabeza—. Sabemos que estáis haciendo todo lo que está en vuestras manos para protegerla. —Cronus miró al resto de elementales.

    —¿Qué podemos hacer nosotros, gran hermano? —gritó una sílfide—. Somos menos poderosos que el demonio.

    Muchas cabezas se movieron a la vez, asintiendo con nerviosismo. El hechicero alzó una mano solicitando le dejasen hablar.

    —Lo primero que necesitamos, es designar a los encargados de cazar al demonio y recuperar la piedra sagrada. —respondió el gran hermano—. Somos mayoría, tenemos que luchar unidos. Él es uno solo, nosotros somos miles.

    Las criaturas alzaron su voz en apoyo a la propuesta.

    —Lo segundo, es que debemos organizar varios equipos. Hemos de proteger la «Dimensitrenae» y el bosque sagrado. El Aquelarre Dimensionae no puede hacerlo solo —añadió alzando la mano izquierda para acallar aquella revolución de voces una vez más.

    —¡Nos enviarás a una muerte segura, Cronus! El demonio cuenta con el poder de la «Septémpori».

    El hechicero ya esperaba que los miembros más antiguos elevasen una voz de protesta.

    —Si nos rendimos, nos matará de igual forma —declaró—. Es mejor morir luchando, Vladimir.

    El líder de los vampiros guardó silencio un instante. Luego de sopesar la situación alzó su voz, clara y seductora.

    —Si el resto de sobrenaturales se une a la lucha, los hijos de la sangre lo haremos también.

    La mayoría de los presentes estalló en vítores.

    —¿Y bien, quienes de vosotros os ofrecéis para cazar al demonio?

    El gran hermano barrió con la mirada a los asistentes, deteniéndose unos segundos para clavar sus ojos en el rostro de cada líder presente. Muchos se miraron con evidente desasosiego. Incapaces de ponerse en pie, bajaron la mirada. Las voces comenzaron a diluirse con rapidez, hasta que solo quedó un silencio perturbador.

    Un joven que no tendría más de veintidós años, se puso de pie y se acercó al escenario. Cronus alzó las cejas, sorprendido, al ver al joven druida. Tras el druida, una chica de rebeldes rizos cobrizos y dorados se acercó. La jovencita se movía con gracilidad. Era una bruja dimensionae bastante joven, como para disponer de una fuerza vital palpitante, pero a su vez, lo bastante adulta como para tener su «Castrulia Obsidiae». La bruja sonrió y se detuvo justo al lado derecho del druida. Muchos de los presentes ahogaron una exclamación cuando vieron al tercer voluntario. Cronus golpeó el suelo con su trancasordio para silenciar los comentarios. Los híbridos siempre generaban esas reacciones. El hechicero todavía no había conocido una raza que no discriminase a sus integrantes por ser diferentes o peculiares. Era muy consciente de que A las mayorías no les solían gustar las diferencias. El híbrido hizo un leve movimiento de cabeza en agradecimiento y se colocó al otro lado del druida.

    —¿Alguien más se ofrece?

    El silencio provocaba, en los presentes, reacciones emocionales de lo más variopintas. Cronus inspiró profundo. Sabía que su gente estaba aterrorizada, aunque había esperado más proactividad y disposición.

    —Bien, os dejaré en compañía del hermano Centurius. Él os ayudará y guiará para crear los equipos de defensa y os dará vuestros itinerarios.

    El gran hermano hizo una seña a los jóvenes y se dirigió hacia la salida lateral. Los voluntarios lo siguieron en silencio. Una vez salieron por la puerta, llegaron a un ancho pasillo. El piso brillaba con tanta intensidad que el trío achicó los ojos para protegerse del resplandor. Los zapatos chillaban a cada paso, excepto los del híbrido. La bruja alzó una ceja, inquisitiva. El híbrido no se dio por aludido. El techo ondulaba, sinuoso, gracias a los movimientos lumínicos de aquella dimensión. El druida desvió la mirada y se concentró en otra cosa. Las ondulaciones del tiempo podían ser peligrosamente hipnóticas. El hechicero se detuvo frente a una gran puerta de doble hoja, de madera maciza, labrada con intrincados símbolos. Las puertas se deslizaron ante un gesto de su mano.

    —Pasad, por favor.

    Los jóvenes entraron uno tras otro, detrás del hechicero. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas.

    Cronus rodeó su escritorio y se sentó. Su trancasordio quedó apoyado contra el borde del mueble.

    —Sentaos, si sois tan amables —invitó—. Quiero agradeceros este sacrificio. La joven bruja frunció el ceño un instante, pero permaneció en silencio.

    —No se trata de un sacrificio —dijo el druida—. Es nuestra responsabilidad.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó el gran hermano.

    —Kalyech Duncan.

    —Es bueno que valores de esta forma la responsabilidad que, como seres sobrenaturales tenemos para con el universo. Sin embargo, ya ves que muchos no lo ven de la misma manera.

    El druida se encogió de hombros.

    —Por allí en ese invento de los humanos, en el que cientos de millones de personas escriben, y de paso se engañan unas a otras, leí que «el miedo es libre y constitucional». —La joven bruja puso los ojos en blanco.

    —Las redes sociales, macho —masculló la joven—. No me digas que eres de esos que viven en la prehistoria sobrenatural.

    —Venga ya, cerilla con patas, No me digas que tú eres de esas que no se despega de la pantalla del chisme ese para hablar y cotillear; ese que usan todos para filtrar su vida privada. ¿Sabrás usar tu libro de las sombras, ¿no?

    Cronus y el druida se miraron, desconcertados ante aquella retahíla de puyas gratuitas.

    —Haced el favor de cerrar el pico, el gran hermano no puede estar perdiendo el tiempo con vuestras gilipolleces —ordenó el druida—. Y la verdad, nosotros tampoco, si es que queremos detener al demonio.

    La bruja alzó una ceja y estuvo a punto de lanzarle una buena parrafada, pero Cronus la detuvo.

    —Tú, hija de las dimensiones, ¿cómo te llamas?

    La joven clavó sus grandes ojos verdes en el hechicero.

    —Soy Sartriana MacGregor.

    —Muy bien. —Asintió con la cabeza—. ¿Y tú?

    El gran hermano clavó sus ojos en el híbrido.

    —Jioan.

    Sabiendo que el elemental no daría más información personal, el hechicero decidió no perder más tiempo.

    —Raoch es un demonio superior —dijo acercándoles una fotografía—. Tiene unos ochocientos años de antigüedad; es muy habilidoso en combates cuerpo a cuerpo y un gran espadachín.

    La chica ladeó la cabeza al observar la foto. Frunció el ceño, extrañada. Se había imaginado a una criatura muy diferente; quizá menos… atractiva. Como si le estuviese leyendo la mente, el híbrido dijo en voz casi inaudible:

    —Los más atractivos suelen ser los más peligrosos, recuérdalo, brujita.

    Sartriana se mordió la lengua para no soltarle una de las suyas. Aquel no era momento para gilipolleces, el druida tenía razón. Advirtiendo el esfuerzo de la chica para no replicarle, el híbrido sonrió para sus adentros.

    —¿Alguna debilidad conocida? —preguntó el druida.

    —Necesita altas cantidades de emociones, humanas o de cualquier criatura para mantener los niveles de su fuerza vital.

    El druida miró al feérico con una ceja levantada. Luego fijó sus ojos en el gran hermano buscando la confirmación. Este asintió con la cabeza.

    —Raoch fue uno de nosotros antes de pasarse al servicio de las Fuerzas Oscuras y convertirse en demonio. Por eso, igual que nosotros, usar sus poderes le supone un alto precio.

    —¿También le roba Transords como a vosotros? —preguntó la bruja.

    —No, al convertirse en demonio su edad quedó suspendida. Él no envejece como lo hacemos los hechiceros, solo se debilita y pierde fuerza vital.

    El druida permanecía en silencio, pensativo.

    La puerta del despacho se abrió de golpe. Un hechicero entró corriendo y gesticulando, con los ojos casi desorbitados por el miedo.

    Los tres voluntarios se pusieron en pie con rapidez.

    —¿Qué ocurre, hermano?

    —Han visto a Raoch de nuevo en Dublín.

    El gran hermano vio a cada uno de los voluntarios.

    —Id a por él, no podemos permitir que siga asesinando a inocentes.

    El druida hizo un movimiento con las manos y una compuerta interdimensional se creó frente a él. Jioan fue quien cruzó primero. Después cruzó la bruja y por último lo hizo Kalyech. El portal desapareció. Cronus cogió su Trancasordio y abandonó el despacho junto al otro hechicero. Todavía les quedaba mucho por hacer.


    En pleno Dublín, los voluntarios echaron a correr en dirección contraria a la riada de elementales que corrían por sus vidas, huyendo del demonio. Localizaron el foco del ataque en el Temple Bar. Situado entre Dame Street y el río Liffey, con sus calles estrechas y adoquinadas, era el sitio perfecto para encontrar una gran cantidad de seres humanos y criaturas que hacían vida en el centro cultural y social por excelencia de la ciudad.

    Caminando con Kalyech a la cabeza, el trío se lanzó a por el demonio cuando lo vieron salir de uno de los pubs más famosos del barrio.

    Raoch vio al trío de jóvenes con curiosidad.

    —¿Qué me ha enviado la hermandad? —dijo sonriendo—. ¿Tan mal van las cosas que envían como carne de cañón a sus niñatos sobrenaturales?

    Sartriana conjuró un potente glamour. Moviéndose con gran rapidez atacó al demonio por la espalda con su daga ceremonial. Raoch aulló de furia y lanzó una onda expansiva que la arrojó unos metros luego de elevarla en el aire. La chica cayó golpeándose la cabeza. Kalyech y Jioan se miraron de soslayo. El druida pidió apoyo al elemental de la tierra y cambió a su forma felina. La tierra se estremeció bajo el demonio, pero este se elevó unos centímetros y permaneció levitando frente al híbrido y a la gran pantera que, tras observar su posición, se abalanzó con una velocidad extraordinaria.

    El felino clavó sus garras con fiereza, lacerando el pecho de Raoch. Sangre oscura y putrefacta manó de sus heridas. El demonio contratacó con fuego. La pantera rodó rugiendo de dolor con una herida considerable en el lomo que abarcaba hasta el costado izquierdo. Raoch iba a rematar al animal, pero el híbrido se transformó en una Salamandra justo para interceptar el fuego con fuego. Una pared de llamas incandescentes ardió, atravesando la calle. Jioan volvió a su forma humana y llevó la mano hacia atrás. Con agilidad desenvainó una espada forjada con triple aleación. El demonio Lanzó otro ataque que el híbrido pudo esquivar por los pelos. Agazapado, esperó el momento justo y se lanzó al ataque. El demonio había sacado su propia espada infernal y detenía los intentos de Jioan por burlar su defensa.

    —Eres bueno, chaval —reconoció el demonio—. Pero yo soy mucho mejor.

    Raoch rozó el antebrazo del híbrido. El dolor le recorrió hasta el hombro. El joven dio una media vuelta; aprovechando el impulso, bajó en diagonal la espada y logró cruzar el costado del demonio con un tajo profundo. Furioso, pero consciente de la cantidad de energía que había consumido, Raoch emprendió la retirada. Jioan envainó la espada y salió escopetado a auxiliar a sus compañeros caídos.

    Extrayendo un polvo brillante y tornasolado de una pequeña bolsita de cuero que llevaba atada al cinturón, Jioan convocó a un zarramo. Con extraordinaria rapidez, la criatura se materializó en medio de la calle.

    —Jola, jíbrido, jijo del fuego y el aire. ¿Qué necesitas?

    El zarramo ojeó a su alrededor y frunció la pequeña y casi inexistente nariz al ver la sangre y oler el aroma de la putrefacción y la muerte. Jioan señaló a sus compañeros. El zarramo se deslizó casi sin rozar el suelo. Con cuidado dio vuelta a la bruja y alzó las cejas.

    —Bonita, jija de las dimensiones.

    —Ajá —respondió Jioan entrecerrando los ojos—. Te traje para que la sanes, no para que intentes follártela.

    La criatura frunció el ceño y negó con la cabeza, en un claro gesto de reprobación.

    —Eres un necio —espetó el zarramo—. La bruja no va a fijarse en un jíbrido, ya lo sabes.

    —Ese no es tu asunto —replicó con aspereza—. Sánala y punto.

    El elemental se encogió de hombros y comenzó el ritual. Jioan lo observaba con las manos en los bolsillos del vaquero.

    —Despertará dentro de poco —dijo el sanador mirando la herida que tenía en el brazo—. Yo curaré tu jerida, aunque no me lo jayas pedido.

    Jioan desvió la mirada mientras el zarramo se ocupaba del corte.

    —Ajora está mejor. —El elemental se le quedó mirando con sus grandes ojos naranja. El feérico clavó su mirada en la destrucción que tenía ante sí. No quería admitirlo, pero estaba preocupado. Aquel demonio era un hueso duro de roer.

    —Los elementales jijos de Gaia, se ocuparán de eso —dijo la criatura.

    —Bien, ahora, ¿puedes hacer algo por el druida? —Jioan lo señaló alzando la barbilla en su dirección. El sanador se deslizó hasta donde estaba la pantera.

    —Jerida no es mortal, pero como prefieras.

    —Hazlo, tío, no le des tantas vueltas, joder.

    —Esa lengua, jíbrido —reprochó—. Jabla a tu zarramo con más respeto.

    El sanador se cruzó de brazos alzando una ceja. Jioan farfulló algo en una lengua muerta y puso los ojos en blanco.

    —Vale, vale… —Alzó ambas manos con las palmas al frente—. ¿Puedes sanar a mi compañero, por favor? Es imperativo que se recupere para detener al demonio.

    El sanador asintió, complacido y se dio media vuelta. Brillando como una antorcha se acercó a la pantera e inició el ritual de sanación. Cuando terminó, el zarramo se transformó en diminutos cristales color esmeralda, que se esparcieron con la suave brisa que había comenzado a soplar.

    —Serás cabrón —farfulló Jioan ante la desaparición del elemental.

    Dándose por vencido al ver que no regresaba, se acuclilló junto al druida. Kalyech retomó su forma humana y se puso en pie con su ayuda. Sartriana parpadeó y abrió los ojos, justo cuando sus dos colegas se le acercaban. Con la mirada vibrante y enfurecida, se puso de pie.

    —¿Qué coño fue lo que pasó?

    —¿Quieres la versión detallada? O prefieres la resumida. —La bruja resopló y a punto estuvo de enzarzarse en una discusión con el híbrido, cuando un estallido hizo que la tierra se moviera bajo sus pies.

    —No hay tiempo ahora para dar explicaciones —espetó el druida y salió corriendo con sus compañeros pisándole los talones.


    El panorama en Grafton Street era desolador. Sartriana tragó grueso al ver aquel montón de cuerpos desmadejados y la sangre formando un riachuelo en la calzada. Se obligó a respirar por la boca y avanzó tras sus compañeros. El ruido al pisar los cristales esparcidos le erizó la piel y le puso los pelos de punta.

    Al pasar frente al Trinity Collegue, lo divisaron. El demonio sostenía un cuerpo del que se estaba alimentando. Jioan torció la boca en un gesto de evidente repugnancia. Raoch alzó la mirada y soltó el cadáver.

    —Parece que sois como un grano en el culo, ¿no? —dijo el demonio—. ¿Qué? ¿No tenéis con quien iros por ahí de marcha? —Señaló la hilera de bares destruidos con la explosión antes de soltar una carcajada espeluznante.

    —Eres un… —dijo la bruja con desprecio.

    —¿Un demonio? ¿Un cabrón hijo de puta? —Raoch sonrió mostrando todos los dientes—. Para servirte, bonita.

    La bruja empuñó su daga y la lanzó con todas sus fuerzas. La «Castrulia Obsideae se» clavó en el pecho del demonio, rozándole el corazón. Raoch se tambaleó, sorprendido. Cogió la castrulia por la empuñadura y se la arrancó. Siseó de rabia al quemarse la mano con la daga sagrada. Furioso, la dejó caer al suelo y lanzó una bola de fuego enorme contra la bruja. Esta se agachó y rodó justo a tiempo. Jioan, ahora en su forma de salamandra comenzó a arrojarle fuego al demonio. El druida se unió al ataque cuando creó un escudo de energía que hizo rebotar el poder de Raoch.

    —¡Sois condenadamente buenos, pero yo tengo mucho más poder!

    Sartriana rodó sobre su cuerpo y recogió su daga. Luego de envainarla conjuró un hechizo cuando advirtió que el demonio sostenía la «Septémpori».

    —Por el poder del viento del norte —dijo alzando los brazos—. Por la magia dimensi y el espíritu de la madre tierra. —Raoch alzó la piedra sagrada—. ¡Por el poder del fuego y la fuerza del agua, que el universo absorba la maldad y la transforme en arma! —Jioan se interpuso ante la bruja y a su vez, el druida se antepuso a la salamandra recibiendo el ataque de la piedra sagrada. La espada que conjuró la bruja se lanzó contra el demonio, pero este se difuminó convirtiéndose en un torbellino de magia fétida y oscura. Jioan volvió a su forma humana. Con rapidez desenvainó su espada y cogió a la bruja por la camiseta para colocarla tras de sí.
    El torbellino putrefacto se elevó en dirección al castillo de Dublín.

    —¡Maldita sea! —exclamó Jioan.

    La bruja permanecía en shock, observando lo que había quedado del druida y, cómo un cuervo, que luego se convirtió en Morrigan, se llevaba sus restos. Advirtiendo su reacción, el joven elemental la sacudió con fuerza.

    —No te derrumbes ahora, ¿me escuchas? —La jovencita lo veía con los ojos vidriosos—. Vamos, reacciona de una puta vez. No eres una cría.

    Sartriana contuvo las lágrimas y se apartó con brusquedad.

    —Eres una mierda de tío, un insensible.

    —Y tú una cabeza de cerilla que no va a durar ni un treón con vida.

    —Para tu información, lagartija incendiaria, ahora mismo da igual los treones, los draones o los transords… ¡El tiempo se ha detenido y no avanza, cateto!

    —¡Y si sigues portándote como una cría estúpida, será así para toda la eternidad! —el feérico echó a andar a zancada viva. La joven le siguió, rabiosa.

    —¿A dónde crees que vas? —Jioan señaló hacia el castillo.

    —Se ha ido allí. Apuesto lo que quieras a que la piedra que busca está en el castillo.

    La bruja guardó silencio. No podía develar el paradero de la «Dimensitrenae». El feérico puso los ojos en blanco y retomó la caminata. La jovencita lo alcanzó, aunque tuvo que correr para equiparar sus pasos. Jioan la miró de reojo. La chica caminaba con determinación.

    —La próxima vez di algo. Si te quedas callada otorgas y es lo mismo a que si te fueses de la lengua.

    Sartriana no dijo nada, pero él sabía que estaba furiosa. Llegaron al castillo. Los rastros de destrucción marcaban el camino.

    —¡Va directo a la capilla real! —La bruja echó a correr.

    Jioan maldijo por lo bajo y salió tras ella.

    Atravesaron un pasillo y llegaron al corazón del castillo. Sartriana, presa de la angustia salió disparada. Abrió el portón que daba a un patio por el cuál se podía llegar a la capilla recortando camino.

    Un quejido hizo que la bruja se volviese con la daga en la mano. Doblado sobre sí, el feérico se retorcía con evidentes signos de dolor. Sartriana se le acercó y estuvo a punto de tocarle.

    —No me toques —chilló Jioan.

    La jovencita se detuvo. El híbrido calló en el suelo de espaldas. La bruja ahogó un grito. En sus narices, Jioan se transformaba en sílfide. No había visto nada semejante. Sabía lo que decían los rumores, las malas lenguas. Siempre creyó que eran exageraciones, que en el fondo los híbridos no existían; que solo eran una invención de la imaginación prolija de alguna criatura que pretendía ser más especial que los demás. Se mantuvo allí, de pie, mientras la transformación finalizaba. Observó a la sílfide. Si como hombre era guapísimo, como mujer era una verdadera belleza. Se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. solo a ella se le ocurría ponerse a valorar lo bueno que podía estar su compañero de lucha, cuando tenían que detener al hijo de puta de Raoch.

    Jioan parpadeó y abrió los ojos con lentitud. Ella la miraba sin saber qué decir.

    —¿Vas a quedarte ahí parada como tonta?

    —Joer, Jioan, ni siendo chica puedes dejar de ser borde.

    La sílfide se encogió de hombros. Con esfuerzo, se puso de pie.

    —¿Estás bien?

    —Sí —respondió—. Suele verse peor de lo que es en realidad.

    Una gran explosión rompió el silencio. el suelo se estremeció bajo sus pies.

    —Pues menos mal, porque no nos queda mucho tiempo. —Ambas miraron hacia la columna de humo que se alzaba desde la capilla.

    —Me cago en todos los relojes sagrados —masculló Jioan y salió corriendo con la espada en la mano.


    La capilla ardía. El humo hacía difícil divisar el interior. A pesar del intenso calor, ambas entraron. El demonio se afanaba por destrozar la barrera que protegía el nicho sagrado.

    —¡Eh, tú, besugo podrido! —Raoch se volvió un instante ante el grito femenino.

    —Vaya, si tenemos aquí a las heroínas del concilio. —El demonio sonrió con malicia—. ¿Sabéis cuál de las dos quiere morir primero?

    —No te ufanes tanto, Raoch —advirtió Jioan—. Siempre podemos tener una carta bajo la manga.

    El demonio se echó a reír con ganas.

    —¿En serio, híbrida? —dijo alzando la piedra sagrada—. Necesitas otra demostración, ¿verdad? Parece que ver a vuestro coleguita hecho trizas no fue lo bastante esclarecedor.

    La sílfide lo apuntó con la espada. Tras unos segundos, el demonio frunció el ceño. Jioan esbozó una sonrisa de satisfacción.

    —Estamos en terreno sagrado —explicó la joven—. Aquí no puedes usarla para dañar a nadie.

    Raoch gritó enfurecido. De la nada, sacó una espada y se abalanzó contra la chica.

    La joven bruja comenzó a salmodiar en voz baja. La sílfide, espada en mano, sintió cómo su fuerza vital aumentaba de forma exponencial.

    Ambas espadas chocaron una y otra vez. Raoch comenzaba a perder rapidez y agilidad. La sílfide convocó el poder del viento. La capilla empezó a bajar de temperatura de forma progresiva.

    —Danos la «Septémpori».

    —Primero tendréis que acabar conmigo —espetó el demonio lanzando un mandoble—. Y os juro que eso no pasará.

    Jioan giró con rapidez y asestó un tajo en el costado del demonio. Sartriana seguía invocando el poder del aquelarre. Sorprendido por la agilidad de la joven guerrera, el demonio hizo un movimiento distractorio, pero la chica se anticipó y golpeó la muñeca de Raoch, cortándole la mano con la que sostenía la espada. El demonio soltó un alarido siniestro y la joven avanzó sin compasión. Sosteniendo la espada con ambas manos, dio un medio giro y le cortó la cabeza.

    Un hedor repugnante se esparció por la capilla. Antes de que la bruja terminase su conjuro, Jioan atravesó el corazón del demonio y este se convirtió en cenizas.

    Respirando con esfuerzo, la sílfide cerró los ojos. Sartriana se acercó con cautela y recogió la piedra sagrada. Jioan bajó la espada.

    —Parece que tu mala leche no es tan terrible después de todo —dijo la bruja mirando los restos de Raoch.

    —Ya ves —respondió envainando su espada tras haberla limpiado de la sangre del demonio-. Para algo tiene que servir tanto temperamento.

    —Podrías darme las gracias, ¿no?

    —Podría, pero haré algo mejor…

    Sartriana se cogió a los hombros de Jioan con fuerza, cuando esta se le acercó y le estampó un beso en la boca.

    Una vez superada la primera impresión, la jovencita dio un paso atrás.
    —Bien —murmuró relamiéndose los labios con disimulo—. Creo que es hora de devolver la piedra. —Jioan asintió con la cabeza.

    Ante aquella respuesta tan inesperada, la joven sílfide sintió un mazazo en el estómago. Eso le pasaba por darle rienda suelta a sus debilidades. Y no lo negaría, la joven bruja era una debilidad. Sartriana, observándola con disimulo, reía para sus adentros. Jioan atisbó un brillo en aquellos ojos verdes y se lanzó de nuevo.

    —Cuando vuelva a ser como antes, ¿aceptarías salir por ahí? —La elemental del viento se mordió el labio inferior y sin poder evitarlo, se sonrojó.

    La bruja se fijó en lo hermosa que era su compañera, así, con las mejillas sonrojadas.

    —¿Quieres decir cuando seas chico otra vez? —Jioan asintió.

    —Claro, tonta ¿a qué iba a referirme si no? —La bruja se encogió de hombros.

    —Qué se yo… podrías tener una filia mientras eres salamandra —dijo reprimiendo una risita.

    —Serás capulla.

    Sartriana rio bajito.

    —Podríamos ir por ahí luego de entregar esto… —La bruja le dejó la piedra sagrada en la mano.

    La sílfide se le quedó mirando con la sorpresa dibujada en el rostro.

    —No te importa que… —Ella negó con la cabeza y esbozó una sonrisa cálida.

    —Mientras me beses otra vez, todo lo demás me da un poco igual.

    Jioan volvió a besarla. La joven bruja suspiró, estremecida.

    —Cuando eres chico ¿besas igual de bien?

    —Te tocará averiguarlo por ti misma. —Jioan sonrió con picardía.

    Tomadas de la mano, las chicas salieron de la capilla.

    Epílogo

    Irstez observaba los relojes sagrados avanzar, mientras el sol descendía, por fin, escondiéndose en el horizonte. Respiró profundo y volvió a su cabaña.

    Treones después, en Atrinfinitum, Cronus permanecía concentrado y con una expresión de incredulidad en el rostro.

    —¿Estás seguro de tu decisión?

    —Lo estoy.

    —Bien —dijo el gran hermano, consternado—. Imagino que querrás marcharte a la dimensión mortal. —Jioan asintió—. Ve entonces, La hermandad te da su bendición.

    El feérico se marchó sin mirar atrás. «Hice lo que tenía que hacer», pensó, mientras transitaba por las dimensiones. No le interesaba convertirse en hechicero, mucho menos ser custodio del tiempo. Prefería invertir este en vivir la vida al máximo; sobre todo ahora que ella estaba a su lado.

    Abandonó el portal y giró a la derecha en dirección a Temple Bar. No sabía por qué se sorprendía tanto al ver a los humanos como si nada hubiese ocurrido. En realidad, así era para ellos. Una vibración inesperada lo puso en alerta. Alzó una ceja cuando vio al zarramo materializarse en sus narices.

    —No te he Convocado, ¿qué haces aquí?

    El sanador imitó su gesto.

    —No vine por ti, jíbrido. Los sanadores podemos tener vida también. —Jioan se fijó en la joven druidesa que esperaba unos metros más allá, sonriente.

    —Vale —dijo, aunque el zarramo ya le había dado la espalda.

    Sonrió al percibir su aroma. Sus brazos lo rodearon desde atrás y pudo sentir sus pechos firmes, rozándole la espalda.

    —¿Siempre tiene la piel tan verde? O solo es porque hoy se va de marcha a ligar con aquella hija de Morrigan.

    Jioan se volteó para besarla.

    —¿A ti qué te importa?

    La chica soltó una risita.

    —Luego dices que la cerilla con patas soy yo.

    —Tú sigue buscándome las cosquillas, verás lo que te espera.

    —Uy, qué miedo —se burló.

    Picado por el comentario, la alzó en peso, materializó una compuerta y se la llevó. Sartriana sintió bajo su cuerpo la superficie cómoda de un colchón.

    —Pero ¿y nuestra cita?

    —La tendremos, pero después… —dijo y la besó comiéndole la boca con una ansiedad inusitada.

    Sartriana sintió que se le doblaban los deditos de los pies y luego de rodearle la cintura con las piernas, se juró a sí misma, que comenzaría a provocarlo más a menudo.


    Este relato ha sido escrito para participar en el reto Lubra de marzo ‘Tiemppo’, propuesto por Jessica Galera .

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Días, meses, años… en tu relato el tiempo se mide de un modo diferente.
    2. Inventa un refrán sobre el tiempo
    3. El reloj negro me dejó tres condiciones más, pero no revelaré ninguna hasta fin de mes, como manda la consigna. A ver si lográis descubrirlas vosotros solos
  • EL ZAFIRO DEL DESTINO

    fotografía en la que se observa un castillo irlandés en Kimbane
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Si es que soy imbécil. Con tantos años en esta profesión tendría que haber adivinado que nada iba a ser tan sencillo como me lo habían pintado. No sé cuándo aprenderé a prestar atención a la voz de mi intuición que rara vez se equivoca.

    Era la una menos veinte. Me apresuré a desbloquear la puerta de la caja fuerte y contuve la respiración cuando por fin escuché el tan ansiado clic del mecanismo.

    Levanté la pequeña linterna. El tenue haz fue iluminando el interior de aquella caja empotrada. Maldije por lo bajo al darme cuenta de que allí dentro había de todo menos lo que estaba buscando. Revisé los documentos y vi aquella factura que no olvidaré en lo que me queda de existencia.

    Fotografié la factura y la fotografía que permanecía adjunta.

    Con el sigilo que me otorgaban los años de experiencia abandoné el despacho y salí al corredor. Anduve casi de puntillas hasta alcanzar la escalera de servicio por la cuál descendí en tromba directo a mi habitación.


    Tras asegurar el pestillo dejé mi riñonera sobre la cama y me quité los guantes, la ropa y las zapatillas. Me tumbé en la cama tan tenso como cuerda de guitarra y comencé a hurgar en mi memoria.

    Recordé con facilidad el día en que Armand me convocó. A pesar de nuestras diferencias, yo siempre procuré mantener los negocios separados de la familia y el placer. Tendría que haber sabido que mi querido primo estaba muy lejos de haber aprendido la filosofía familiar y que de alguna forma me cobraría lo que pasó hace cinco años.

    Siendo honesto no todo es culpa suya. He debido confiar menos e investigar más. De esa forma Armand no habría podido embaucarme en este proyecto que de seguro iba a traerme más de un dolor de cabeza. Una cosa era robar gemas que podían posicionarse con facilidad en el mercado negro, otra robar una pieza como aquella. Tendría que haber comprendido, luego de poner patas arriba aquel castillo y no encontrar nada, que algo no andaba bien.

    Cerré los ojos obligándome a respirar profundo y a poner la mente en blanco. Tendría que elaborar otro plan sobre la marcha, ya que seguir siendo el manitas del castillo de Zima no me iba a abrir las puertas al gran baile de máscaras que se llevaría a cabo dentro de dos días, aunque sí que me haría mucho más fácil algunas otras tareas que ya iban materializándose en mi mente. Sonreí mientras, en silencio, otro plan con revancha incluida iba tomando forma. Durante un buen rato consideré las ventajas y las desventajas y cuando estuve satisfecho, me entregué al mundo de los sueños.


    Me levanté más temprano que de costumbre. El castillo permanecía todavía en brazos de las hadas del sueño así que fue sencillo ocuparme de algunos detalles en el despacho y la primera planta.

    Entré en la cocina silbando como siempre. Sophie permanecía de pie frente a los fogones preparando el desayuno. Un estruendo de cristales junto a algunas voces rompió la armonía matutina. Wilfred, el mayordomo entró a toda velocidad. Su expresión de alivio al verme no se me escapó, pero evité mostrar cualquier reacción que pudiese delatarme.

    —Menos mal ya está usted en pie —dijo procurando mantener la compostura—, Ha habido un pequeño inconveniente con el ventanal del despacho. La señora requiere sus servicios de inmediato.

    Asentí con la cabeza y eché a andar tras Wilfred quien ya se había movido y me esperaba en la puerta.

    —El muchacho todavía no ha desayunado, Wilfred —la cocinera se giró para ver al mayordomo con desaprobación.

    —Luego tendrá tiempo de eso, Sophie —respondió saliendo a toda prisa.

    Le guiñé un ojo a la cocinera y me dio tiempo de pillar aquella sonrisa maternal que tanto me gustaba de ella antes de seguir al mayordomo que caminaba como si tuviera un cohete en el culo.


    Al entrar en el despacho nos recibió la tragedia personificada. La señora O’Donnell miraba el ventanal hecho añicos como si le hubiesen dado un golpe en el hígado.

    —¡Esto es una tragedia, Bryan! —repetía deambulando de un lado a otro aferrando con fuerza las perlas que descansaban en su esbelto cuello.

    —No es para tanto, querida.

    —Pero ¿cómo me dices eso? —preguntó horrorizada— ¿Acaso no te das cuenta de que aún no termino de hacer las invitaciones del baile, la lista y todo lo demás? —el señor O’Donnell desvió su mirada hacia nosotros y puso los ojos en blanco—. Esto es un desastre… una tragedia.

    —No se preocupe, señora —interrumpí—, si me permite me ocuparé de dejarle su despacho como nuevo antes de la comida.

    La mujer se detuvo en seco mirándome con interés.

    —¿Puede ocuparse de eso, Jean?

    —Es Liam, señora —corrigió Wilfred.

    La mujer hizo un gesto restando importancia a su desliz memorístico.

    —Si, señora —respondí—, solo necesito que desalojéis el despacho y ya me ocupo yo de todo lo demás.

    —¿Lo ves, querida?

    A la mujer se le pasaron todos los males como por arte de magia.

    —Empiece enseguida, Jonás —ordenó—, necesito el despacho operativo antes de la comida.

    El señor O’Donnell volvió a poner los ojos en blanco, mientras arrastraba a su mujer fuera del despacho en una caravana protocolar presidida por Wilfred.

    Cuando me aseguré de que se encontraban en el comedor cerré la puerta y me dispuse a ocuparme de aquel desastre.


    Saqué unos guantes del bolsillo trasero de mis vaqueros y encendí el ordenador. Luego de varios minutos hallé el fichero que buscaba, añadí el nombre, guardé y cerré el fichero. Me conecté vía bluetooth y copié el fichero en mi móvil y antes de apagar el ordenador borré cualquier huella sospechosa.

    Con rapidez pillé una de las invitaciones en blanco y la rellené usando la pluma que encontré junto al lote. Me fijé en alguna de las que ya estaban escritas desde el día anterior y me esforcé en imitar la letra lo mejor que pude. Soplé con delicadeza antes de doblar la tarjeta de invitación y con mucho cuidado la introduje por la abertura de mi camisa. Cogí el teléfono y fui pulsando las teclas con rapidez.

    Colgué una vez hecho el pedido del ventanal y los materiales; salí del despacho y me quité los guantes metiéndolos con rapidez en el bolsillo trasero donde solía siempre llevar un par. Desde el salón señorial se escuchaban las voces de los señores y algunos de sus invitados que ya se alojaban en el castillo. Seguí mi camino. Entré en la cocina de nuevo y Sophie me esperaba con un desayuno suculento. Le hice señas de que me esperase un segundo y me dirigí a la zona de alojamiento de la servidumbre. Entré en mi habitación y cerré la puerta con sigilo. Cogí la invitación con cuidado y la escondí. Luego pillé mi cinturón de herramientas, me lo abroché en las caderas y volví a la cocina. Sophie me señaló la silla y luego el plato. Su gesto era lo bastante elocuente como para obedecer sin siquiera intentar llevarle la contraria. Me senté y me dispuse a desayunar.


    Tal como le había ofrecido a la señora O’Donnell, su ventanal estuvo listo antes de que se sirviese la comida. En pago a mi excelente servicio, me daban el día siguiente libre. Sonreí como cualquier hijo de vecino habría hecho al saber que tendría un fin de semana largo a su entera disposición.

    Pasé toda la tarde ocupándome de arreglos menores y de lo que más me interesaba, la instalación eléctrica. Al castillo Seguían llegando invitados. Prestando atención a dos de las chicas de servicio me enteré de que este primer grupo formaba parte de la familia en mayor o menor medida. La una cotilleaba con la otra sobre los disfraces tan extravagantes que algunos llevarían y eso me dio una idea. Tomé nota de todo lo que iba escuchando y supe cuál sería el primer lugar que visitaría al día siguiente.


    El amanecer apenas se vislumbraba en el horizonte. Me aseguré de no dejar nada en aquella habitación y abandoné el castillo antes de que Sophie o Wilfred dejasen sus respectivas camas. Tenía mucho por hacer todavía si pretendía asistir esa noche al gran baile de máscaras.

    Dublín me daba los buenos días con ese ir y venir de sus habitantes que tanto me gustaba. Aparqué la furgoneta frente a mi destino y salí cerrando de un portazo. Sonreí al fijarme en la vitrina y su exhibición. Las campanillas anunciaron mi llegada.

    —Buenos días…

    La tendera abrió los ojos como platos al reconocerme y rodeó el mostrador con tanta prisa que casi me derrumba al abrazarme.

    —Ingrato, hijo de puta —sonreí ante aquella sarta de insultos.

    —Yo también te quiero, hermanita.

    —¿Qué haces aquí? —preguntó soltándome y examinando mi semblante.

    —Necesito un favor… pequeñito —dije acercando el índice y el pulgar.

    —Tus favores nunca son pequeñitos —dijo achicando los ojos— ¿qué te traes entre manos, Liam?

    Puse cara de cordero degollado ante aquella sugerencia y Sinéad soltó una carcajada. Aunque no era mi intención involucrarla no me pareció correcto no informarle lo que había ocurrido con Armand, así que la puse al día. Luego de soltar todos los improperios que se le ocurrieron y alguno más que yo no conocía se fue a la trastienda. Cuando volvió traía todo lo que le había pedido y algo más. Me quedé perplejo al ver aquel objeto, ya que se suponía era un mito fundado en el conocimiento transmitido de generación en generación. Cogí el medallón en la palma de la mano. Era macizo y lo bastante pesado como para valer una pequeña fortuna. Observé en detalle aquel grabado intrincado. Dos serpientes entrelazadas formando un círculo al morder una la cola de la otra. en el interior del círculo un sistema de raíces arbóreas entretejidas. El nudo del destino junto a la protección del guerrero. Iba a protestar, pero Sinéad acalló mi protesta colgando aquel medallón de mi cuello.

    —Que la bendición de Lubra te acompañe y te guíe.

    —Que la bendición de Lubra te proteja —respondí.

    Mi hermana me abrazó con fuerza y no fui capaz de resistirme a devolverle el abrazo con el mismo ímpetu.

    —Ve y patéale el culo a ese primo nuestro —sonreí y le di un beso en la frente.

    —Lo patearé tan duro que escucharás sus chillidos, hermanita.

    Asintió y luego adoptó su expresión habitual hosca y reservada. Supe que era hora de irme, así que recogí todo aquel atuendo y me marché.

    Hice una pequeña parada en un suburbio de la ciudad. Dejé la fotografía de aquel collar, acordé un precio y una hora, y seguí mi camino. Todavía había detalles por afinar para que todo saliera a pedir de boca.


    Observé mi reflejo en el espejo. Teñirme el cabello de aquel tono ónix y usar aquel maquillaje broncíneo me daban un aspecto bastante diferente. Nada de pecas ni pelo rojizo por ninguna parte. Me colgué de nuevo el medallón y comencé a vestirme. Me aseguré que bajo el peto de la armadura todo lo que necesitaba estuviese bien sujeto.

    El destello sobre la cama me hizo parpadear un instante. La verdad es que era increíble el talento que algunas personas podían tener. Terminé de recoger todo, me ajusté la capa y salí rumbo al castillo.


    Alquilar aquella limusina era el mejor negocio que había podido hacer. Aunque el chofer me veía como si fuese un chalado recién salido del psiquiátrico, la paga fue lo bastante atractiva como para hacer que mantuviese la boca cerrada.

    Presentamos la invitación en el primer punto de control. Respiré profundo cuando la limusina comenzó a moverse al interior del castillo.

    Bajé del vehículo no sin antes encomendarme a Lubra, diosa del destino, y recordarle al chofer sus instrucciones. Con un sutil movimiento de cabeza me confirmó haber entendido, así que seguí con paso altivo y arrogante hacia la edificación.


    Como quien se siente deslumbrado por el paisaje que observa, me desvié de la entrada principal donde un par de seguratas franqueaban el portón revisando a cada invitado de forma minuciosa. Anduve deambulando por los jardines hasta que divisé la salida posterior que daba directo hacia el área destinada a la servidumbre. La cocina era un hervidero de personas, gritos, aromas y un calor sofocante. Sabía que no tardaría en ser detectado y contaba con ello. Aquel disfraz era lo bastante extravagante como para arrancarle las risitas a más de una, aunque no fue lo único que arrancó al final, ya que alguna mano se fue deslizando por partes de mi anatomía que prefiero no mencionar.

    Tal como imaginé que ocurriría fui despedido con sutil elegancia por la servidumbre luego de fingirme desconcertado y extraviado. Por un instante creí que Sophie me había descubierto, pero al final no fue sino mi prolija imaginación.


    Conducido hacia la entrada y luego un poco más allá, la chica que me servía de amable guía me dejó a mi suerte. Aprovechando mi soledad me escabullí en dirección al salón principal. Necesitaba ubicar el lugar donde se verificaba la lista que de seguro estaría por allí muy cerca. Me moví con rapidez para ocultarme entre las sombras y que Wilfred no pudiera verme. Alguna cosa había obrado en mi favor, «Lubra, de seguro», pensé cuando vi cómo se alejaba del pequeño mostrador al cual me acerqué para, por fin, cambiar la lista de invitados.

    Menos mal era de manos ágiles y pude hacerlo antes de que el mayordomo reapareciera y me pillase infraganti merodeando en las afueras del gran salón, donde la música y las voces comenzaban a cobrar vigor.

    —Disculpe, sir —dijo cortándome el paso— Debo verificar su nombre en la lista. Si me da unos minutos.

    Asentí solo con la cabeza. Mientras menos escuchase mi voz, mucho mejor.

    —Perdone, me dijo que su nombre era…

    —Armand Gautier.

    Observé el dedo de Wilfred moverse con parsimonia por aquellas páginas y sentí ganas de darle un puntapié, pero me contuve.

    —Aquí está —dijo golpeando la hoja con el índice y ofreciendo su típica sonrisa oficial— sígame por aquí, por favor y bienvenido.

    Asentí con la cabeza una vez más y caminé algunos pasos por detrás. El ruido me golpeó un instante cuando las hojas de la puerta se deslizaron frente a mí.

    Di un paso al frente y sentí cuando las puertas se cerraron. Oteé a mi alrededor en un vistazo de reconocimiento hasta que por fin ubiqué a mi objetivo.

    La señora O’Donnell permanecía junto a su flamante marido. Ambos llevaban trajes victorianos con sendos antifaces que les cubrían un tercio del rostro.

    El zafiro del destino descansaba deslumbrante en aquel esbelto cuello y sonreí.


    La música comenzó a sonar y varias parejas se dirigieron al centro del salón. Tal como habían estado cotilleando las chicas el día anterior, los disfraces eran la mar de variopintos. Como no podía ser de otra forma, varias miradas se clavaron en mí. No todos los días veías a una buena imitación de un dios celta. Me acerqué despacio y tras hacer una reverencia solicité permiso para bailar con la anfitriona. El señor O’Donnell nos hizo una seña gentil con la mano y extendí el brazo con galantería hacia la mujer. Pude percibir su nerviosismo cuando apoyó su mano enguantada sobre mi palma.

    Aunque mi máscara impedía distinguir mis verdaderos rasgos, a mí me permitía observar sin disimulo. La mujer me comía con los ojos desde el casco hasta mis doradas sandalias.

    —Permítame adivinar… —dijo coqueta— representa usted a Manannan, ¿verdad?

    Asentí con la cabeza, mientras ella ofrecía una risita algo chillona. La estreché entre mis brazos y pude ver cómo se le aceleraba el pulso. Comenzamos a girar de forma vigorosa. Aunque no hablaba, tan solo me limitaba a asentir o negar con la cabeza, a través de mis manos el mensaje que transmitía era muy diferente. La señora O’Donnell se estremecía con la respiración algo agitada; es lo que tiene practicar mucho con las manos.

    Aprovechando un impulso que la hizo chocar contra mi peto, logré activar el mando que provocó una falla eléctrica general. El salón principal y parte de la mansión quedaron en penumbras. La mujer gimió nerviosa. Voces y quejidos se iban alzando en la oscuridad, mientras se escuchaban pasos y voces fuera del salón.

    —Relájese —susurré con un marcado acento francés— todo estará perfectamente —deslicé mi mano derecha hacia su nuca mientras con el dorso de la otra le rozaba los pechos.

    —¿Usted cree? —jadeó estremecida.

    —Desde luego —volví a susurrar muy cerca de su oreja.

    La señora ahogó un gemido cuando volví a rozarle los pechos.

    —Creo… creo que se me ha aflojado el collar.

    —No se preocupe, deje que me encargue de ajustárselo.

    La estreché con más fuerza mientras deslizaba mi mano una vez más hasta su nuca.

    Las luces se encendieron en el gran salón y suspiros de alivio se fueron escuchando cada vez con más intensidad.

    —Por favor, disculpad las molestias —exclamó el señor O’Donnell indicando a la orquesta que retomase la música.

    Hice una reverencia a mi acompañante y me escabullí. La señora O’Donnell regresó junto a su marido, sofocada, con las mejillas arreboladas y demasiado ocupada en disimular su turbación como para volver su atención a aquel atrevidísimo dios celta.

    La música y el baile continuaron sin que los presentes notasen mi ausencia. Una vez fuera mientras esperaba la limusina, sonreí, satisfecho sintiendo en el interior de mi peto aquella fabulosa joya.


    Una semana más tarde, en un cibercafé me encargaba de enviar información valiosa a la familia O’Donnell y a la policía. Pagué mi tarifa y me marché silbando.

    Armand aprendería una valiosa lección después de todo esto.


    Al día siguiente salí a caminar un rato hasta que sin darme cuenta llegué a la pequeña tienda de antigüedades de Sinéad. Como siempre las campanillas anunciaron mi llegada.

    —Pareces contento —dijo— se entiende que ha ido todo bien, ¿no?

    Asentí con las manos en los bolsillos.

    —Venga, comamos y así me pones al día de todo —ordenó— y no omitas ningún detalle, aunque sea escabroso.

    La seguí al interior de la trastienda. Mientras la observaba cocinar y servir le fui contando cómo había hecho para colarme en el gran baile de máscaras, seducir a la anfitriona y robarme la joya. Sinéad escuchaba atenta asintiendo o riendo de vez en cuando. Luego de sentarse activó el mando del pequeño televisor que descansaba sobre la encimera.

    Alzó las cejas, sorprendida, al ver la imagen de Armand en una toma que no le favorecía demasiado, mientras era sacado por la policía de su flamante joyería, esposado y custodiado por dos agentes.

    Su rostro magullado daba cuenta de que aquel arresto no había ocurrido de forma pacífica.

    Sinéad se giró mirándome con los ojos muy abiertos.

    —¿Cómo hiciste para implicarlo?

    —Me colé en su despacho y dejé el zafiro en su caja fuerte.

    —Joder, menudo bribón estás hecho.

    Me encogí de hombros.

    —Que conste que no empecé yo —me justifiqué— al menos no con intención.

    Mi hermana hizo un gesto con la mano descartando la posibilidad de culparme de haberme tomado la venganza en mi mano de aquella manera. Ella al igual que yo seríamos incapaz de joder a la familia por muchos errores que alguno cometiese. Éramos conscientes de nuestra humanidad y, por tanto, nuestra falibilidad. Otra cosa muy distinta era perdonar la traición ex profeso.

    La observé en silencio mientras comíamos sin perder de vista el arresto de nuestro primo y supe que creía con fervor, tanto como yo, que se lo tenía bien merecido.


    Este relato ha sido escrito para participar en el reto de Lubra febrero 20, propuesto por Jessica Galera.

    elementos a utilizar en el desafío según Lubra:

    1. Frase inicial: «Si es que soy imbécil»
    2. Indicación: «el personaje es pillado merodeando fuera del salón principal»
    3. Frase final: «Se lo tenía bien merecido»
  • EL MAGO OSCURO Y EL PARAGUA DE LOS DESEOS

    Hombre caminando bajo el cielo nublado protegiéndose con un paraguas durante el otoño
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Frunció el entrecejo cuando subió a aquel desván cubierto por aquella capa gruesa de polvo. Dio una mirada a cada rincón y suspiró. Lograr que aquel lugar pareciese habitable le llevaría toda la vida. Estaba a punto de bajar por la escalerilla cuando sintió un siseo insistente.

    —¿Quién anda ahí? —Achicó los ojos para ver si divisaba alguna silueta, pero no vio nada más que cajas apiladas y trastos viejos.

    —Estoy aquí… —parpadeó varias veces pensando que no volvería a pasarse con las cervecitas durante la cena.

    —Yo no veo a nadie —respondió a pesar de parecerle una soberana estupidez hacerlo.

    —¿Cómo vas a verme si sigues ahí parado como un gilipollas?

    el hombre se rascó la barba y luego la cabeza. si aquello era un truco de los críos, vaya que era la hostia.

    —Vamos a ver —espetó— ya está bien de que os burléis, enanos. Salid de donde estéis o dejad ya…

    —Qué enanos ni que enanos —la voz se escuchaba mosqueada— tú mueve ese culo de foca aquí … hasta este trío de cajas.

    El hombre ya algo mosqueado también se acercó tumbando las cajas de arriba.

    —Joder, hasta que te funcionó la sesera, macho —el hombre abrió los ojos como platos mirando aquel paraguas.

    —¿Y tú qué? ¿Llevas un micrófono escondido de esos que salen en la televisión?

    —Serás cateto —dijo la voz del paraguas— ¿Nunca has visto un objeto mágico?

    —Pues la verdad… no —reconoció— ¿Se supone que tú lo eres?

    —La duda ofende, macho —respondió el paraguas— a menos que tú estés tan majara que siempre hables con los paraguas.

    El hombre puso mala cara y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.

    —Espera… ¿a dónde vas?

    —Abajo —respondió cortante— no tengo porqué aguantarme esta ridiculez.

    —Pero si todavía no te he explicado lo de los deseos, tío. —El hombre se acercó con interés renovado cogiendo al paraguas.

    —Cucha, con más cuidado, ¿eh? Que se me doblan las varillas.

    —Será posible —masculló entre dientes— Explícate o te dejo arrumado aquí mismo.

    —Vale, vale —dijo el paraguas— Mira, es muy sencillo. Si me llevas contigo puedo concederte cuatro deseos.

    El hombre alzó una ceja. Observando al paraguas que yacía entre el resto de objetos de aquella caja pensó que les daría un buen susto a sus sobrinos.

    —Muy bien —dijo— vamos fuera.

    El hombre cogió el paraguas y abandonó el desván del nuevo almacén que acababa de comprar.

    —¿No vas a pedir tu primer deseo? —preguntó el paraguas.

    Tras meditarlo un poco el hombre dijo como si tal cosa.

    —Deseo que mi vecino, el carnicero, deje de afilar sus cuchillos cada noche. Ese ruido es infernal.

    —hecho —dijo el paraguas.

    El hombre salió del almacén rumbo a su casa. Luego de cenar y darse una ducha, se puso el pijama y se tumbó en la cama. El paraguas permanecía en el taburete junto a la cómoda.


    El día siguiente transcurrió sin contratiempos. El paraguas no había vuelto a hablar con él, así que pensó que sus sobrinos se habrían cansado de aquella estúpida broma. Y menos mal porque ya comenzaba a sentirse influenciado por aquel asunto; tanto, que había pasado toda la noche soñando con el puto paraguas y el vecino. Cuando llegó a casa se dio cuenta de que el vecino no estaba afilando sus cuchillos y sonrió, satisfecho.

    —Parece que en realidad eres mágico. —Aquel pensamiento se le había escapado en voz alta.

    —Claro que lo soy ¿qué te creías?

    El hombre abrió los ojos al ver que una pálida figura iba formándose junto al paraguas.

    —¡Hostia! —el hombre se puso de pie de un salto— ¿qué coño eres?

    La figura puso los ojos en blanco.

    —¿A ti qué te parece?

    —No sé, nunca había visto una transparencia como tú antes.

    —Más respeto —reclamó la figura— a ver si te crees que es muy fácil tomar forma.

    —Coño, pero no te enfades.

    —¿Estás listo para pedir tu segundo deseo?

    El hombre se rascó la cabeza y torció los labios en un gesto por demás, curioso.

    —Creo que… sí.

    La figura hizo un gesto invitándole a realizar su petición.

    —Deseo que la vecina de arriba deje de recoger esos gatos tan inmundos que resultan tan molestos.

    —Concedido.

    La figura se desvaneció y el hombre siguió con su rutina de siempre al llegar a casa. Luego de cenar, ver televisión y vestirse con el pijama, el hombre se metió en la cama. Tal como la noche anterior comenzó a tener sueños con la vecina, el paragua y los gatos. Se despertó sobresaltado con el paraguas en la mano empuñado como si fuera un arma.

    Extrañado lo dejó sobre la mesita de luz y se dispuso a iniciar el día.
    Al salir del edificio se dio cuenta de que ningún gato deambulaba por la planta baja y sonrió, satisfecho.


    Esa noche volvió a casa cansado y de mal humor. Las cosas en la tienda no estaban yendo como esperaba, todo por su vecino y más acérrimo competidor. Entró en su casa dando un portazo y fue directo a su habitación.

    —Parece que hoy andamos con muy mala leche, ¿no?

    —Claro ¿cómo no? Si no fuese por ese gilipollas del Merchán, hoy las ventas estarían en alza —espetó furioso caminando de un lado a otro— vaya si desearía que se largase muy lejos y dejase de joderme la venta.


    —Concedido —dijo la voz del paraguas.


    Durante toda la noche al igual que las demás, tuvo sueños espantosos con el paragua y con Merchán. Al llegar la mañana se sentía agotado y con poquísimas ganas de trabajar. Estaba por tomarse el primer café del día cuando tocaron a la puerta con insistencia así que salió con rapidez antes de que se la aboyasen.

    Se quedó muy sorprendido al ver a un par de agentes de policía.

    —Buenos días, caballero.

    —Buenos días —respondió— ¿qué puedo hacer por vosotros?

    El par de policías dieron una mirada al interior del salón. El hombre se apartó para dejarles paso y los hombres entraron.

    —¿Vive usted solo? —el hombre asintió rascándose la barba.

    —Les ofrezco alguna cosa, ¿café? —Los hombres negaron con la cabeza.

    —Estamos aquí investigando la muerte de dos de sus vecinos —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —No tenía idea de que hubiese muerto alguien.

    —Pues así es… ¿señor?

    —Suárez —respondió— me llamo francisco Suárez.

    Los hombres apuntaron en una pequeña libreta.

    —Bien, señor Suárez —Francisco se dejó caer en un sillón invitando a los policías a sentarse— ¿desde cuándo no ve usted al señor Sánchez?

    —¿El carnicero?

    —En efecto —Francisco se rascó la cabeza, pensativo.

    —Si les soy honesto, no sabría decirles —confesó— ayer no escuché su afiladora, pero tampoco le di tanta importancia.

    —¿Y a la señorita Martínez?

    El hombre parecía confundido.

    —Lo siento, pero esa no sé quién es, agente.

    —La joven que vivía en el 5B, señor Suárez.

    —La chavala de los gatos?

    Los hombres cabecearon a la vez, asintiendo.

    —Pues el jueves por la mañana la vi dándole de comer a uno de esos gatos malolientes.

    —¿No escuchó usted nada raro el jueves por la noche?

    —Pues la verdad es que no ¿debería?

    Los hombres se miraron el uno al otro antes de hablar.

    —El jueves por la noche la señorita Martínez fue asesinada brutalmente —dijo uno de los policías—. Todavía no hemos podido identificar el arma homicida.

    —Y la noche anterior fue asesinado el señor Sánchez —informó el otro.

    —En circunstancias… similares, a decir verdad. —ambos policías hablaron a la vez.

    Francisco se quedó inmóvil. El impacto de las noticias le había dejado sin habla.
    Su cabeza comenzó a ir a toda velocidad asociando ideas que, aunque absurdas, iban cobrando vida a medida que los hombres le informaban sobre ambos hechos.

    Aunque surrealista, se parecían demasiado a sus sueños. Se dirigió a su habitación dando zancadas luego de que los policías se marcharan lleno de angustia por si sus sospechas fueran ciertas.

    —¿Qué coño fue lo que hiciste?

    —¿Perdona? —la figura que habitaba el paraguas se había materializado y ahora era mucho más tangible.

    Francisco se dio cuenta de que era un hombre que aparentaba unos treinta y tantos y que vestía de negro.

    —Me escuchaste bien, no voy a repetirme.

    —Dirás en todo caso, ¿qué hiciste tú… —Francisco veía a aquel sujeto con los puños apretados.

    —Yo no he hecho nada.

    —Claro que sí —afirmó la figura— pediste tus deseos y se te concedieron.

    —Eres una maldición —La figura se echó a reír.

    —Y tú eres un cateto —rio— ¿qué te pensabas, que los paraguas hablan? —dijo con sorna—. Ah, no, claro, seguro creíste que podías pedir deseos y no pagar un precio, ¿no?

    Francisco temblaba de la rabia. En un esfuerzo inútil cogió el dichoso paraguas e intentó romperlo con las manos, pero nada pasó. Luego de un buen rato desistió, frustrado.

    —Tienes que parar -exigió— dime cómo me deshago de ti.

    —Si te refieres a detener tu último deseo, es imposible —El hombre se cruzó de brazos— la única forma de que te deshagas de mi valiosa compañía es que te sacrifiques. ¿estás dispuesto?

    Francisco se tambaleó ante aquella revelación. Morir no estaba dentro de sus planes a corto plazo.

    El hombre soltó una carcajada siniestra.

    —¿Qué eres tú? —preguntó tropezándose con el borde de la cama.

    —Soy un mago oscuro, desde luego.

    —Puedo dejarte tirado en la basura.

    —Eso solo retrasará las cosas, pero no las detendrá —explicó—, además, puedo seguir fortaleciéndome de la fuerza vital de cualquiera que me toque.

    La mente de Francisco marchaba a mil por hora. Alguna solución tendría que haber, no podía permitir que más personas inocentes muriesen por culpa de aquel maldito mago. Recordando el libro que siempre les leía a sus sobrinos se le ocurrió una idea.

    —Tienes que concederme mi cuarto deseo por cojones, ¿no?

    —Bueno sí, pero ¿a qué viene eso ahora? Para concederte el deseo tienes que morir, ya te lo dije.

    —Responde mi pregunta, no te cuesta nada.

    El mago lo vio con cierta suspicacia, pero al final accedió.

    —Sí, hombre, sí. Si pides tu cuarto deseo te lo tengo que conceder.

    —Muy bien —dijo Francisco-. Deseo que desaparezcas de la faz de la tierra con todo y paraguas y que nunca vuelvas a pisarla.

    —¡No! ¿Hijo de la gran puta, no puedes hacerme esto!

    —Ya lo he hecho.

    Ante los ojos de Francisco, el paraguas y el mago oscuro desaparecieron. Esa noche tras haber dejado todo en orden, abandonó el mundo de los mortales.