Categoría: Humor

  • Veintinueve días son suficientes

    Una mansión de aspecto tenebroso rodeada de niebla. Es de noche y se ve la luna llena. A un lado de la mansión se observa un fantasma y sobre el tejado el rostro del espectro, aunque en ninguno de los dos casos se distinguen ni sus facciones ni su género.
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel.com

    Un mes llevaba Anaís en su nueva casa. Veintinueve infames noches sin pegar un ojo. Razón había tenido su madre al advertirle que por ese precio de gallina flaca semejante casoplón no podía ser tan paradisíaco; algún defecto debía de esconder. ¡Menudo defecto le había encontrado a la puta mansión! Nada más y nada menos que un habitante tan molesto como un grano en el culo. Apartó la queja de su mente. A las doce menos cinco no iba a distraerse. Esta vez le daría su merecido al cabrón.

    Anduvo a tientas con mucho cuidado de no pisar las tablas que crujían. No se lo pondría fácil, no señor. Inspiró hondo. El aroma de las glicinias que dejó en la mesita de centro le sirvió de orientación. Esquivó el sofá y avanzó en zigzag para no tropezarse con la alfombra.

    Las campanadas del antiguo reloj rompieron el silencio. El pulso se le aceleró y casi da un bote con taco incluido. Por fortuna ya había alcanzado la cocina. Permaneció agazapada entre la mesa y el gabinete bajo la pila de fregar. Se mordió el labio inferior en cuanto distinguió el par de ojos que brillaban en la oscuridad. «Ni se te ocurra delatarme, Calvin. Como maúlles te quedas sin sardinillas al ajillo».

    La temperatura descendió varios centígrados. Anaís contuvo el aliento para impedir que el vaho delatase su presencia. Cogió la asidera de la puerta del gabinete y tiró con lentitud. Elevó una plegaria para que la bisagra no rechinara. Calvin arqueó el lomo y lanzó un zarpazo al vacío en el mismo instante en que la puerta se abría.

    Enseguida la cocina se convirtió en un pandemónium. Ágil como un guepardo y armada con un cucharón y una cazuela metálica, Anaís se lanzó al ataque interpretando una cacofonía ensordecedora. El gato chilló y dio un brinco. Tras varios gruñidos amenazantes salió disparado y atravesó la figura transparente que flotaba a varios centímetros del suelo. Los utensilios que permanecían sobre la encimera chocaron contra las baldosas uno tras otro, las puertas y cajones del mobiliario se abrieron y cerraron; los cubiertos quedaron desperdigados y algunos frascos de especias se volvieron añicos.

    Anaís reía como posesa a cada golpe del cucharón contra el fondo de la cazuela. A medida que lo veía encogerse indefenso, más fuerte la golpeaba. El espectro temblaba con las manos sobre las orejas incapaz de hacer otra cosa más que fluctuar mientras resistía el inusitado ataque.

    —¡¿Te gusta, gilipollas?! —gritó mientras lo atravesaba con el cucharón para luego volver a golpear la cazuela—. ¿creíste que iba a quedarme acojonada?

    —¡Deteneos ya, criatura del demonio!

    —¡Que pare, dice! Pero tú ¿quién coño te has creído?

    —Soy el duque de Ahumada y vos, jovencita, habéis invadido mi mansión.

    —Ahumada te voy a dejar esa cabeza transparente que tienes como sigas tocándome las narices. No me gasté mis ahorros para que vengas tú a…

    —¡No mintáis, insensata!

    —Mira, momia desvendada, más respeto. Yo podré ser muchas cosas, pero mentirosa… eso sí que no te lo acepto. —Anaís salió escopetada de la cocina con el fantasma detrás.

    Soltó la cazuela y el cucharón en el sofá. Entró en la biblioteca y encendió la luz; hurgó en el primer cajón del escritorio. Extrajo una carpeta que no tardó en estrellarse contra el teléfono. Después de hojear el contenido, alzó el puño. Con la indignación a flor de piel le puso las escrituras tan cerca de la nariz que el duque bizcó varias veces.

    —Al parecer —carraspeó con los ojos fijos en el suelo—, vos tenéis razón en creeros dueña y señora del techo que nos cobija. No me explico cómo es eso posible.

    —Muy fácil, capullín. —El duque arrugó el entrecejo y se cruzó de brazos—. La mansión estaba en venta y yo pagué por ella.

    Tras la explicación rodeó el escritorio y se sentó.

    —Vos necesitáis clases de protocolo. Sois demasiado irreverente, jovencita. —Anaís chasqueó la lengua.

    —Cuando las ranas críen pelos y los escarabajos, plumas.

    —No os entiendo. Lo que decís es absurdo.

    —Da igual. Lo importante es que —dijo e hizo un ademán para invitar al fantasma a sentarse frente a ella—, esta es mi casa ahora; así que, o aprendes a comportarte o sales de aquí zumbando como corcho de sidra asturiana.

    —Sigo sin comprenderos, ¿no conocéis el castellano?

    La joven entornó los párpados y suspiró.

    —Quise decir que tendrás que desaparecer de forma definitiva, o sea, serás desalojado por los siglos de los siglos. ¿ahora sí?

    —Ejem… esa opción es imposible. Una maldición me ata a este lugar —reveló y se revolvió en la silla.

    —No me extraña. Debiste ser un capullo mientras estuviste vivo.

    —¡Semejante ofensa a mi hombría merece una veintena de azotes! —Los libros salieron de la estantería arrojados en todas direcciones.

    —Mira, humareda paliducha —espetó y dio un manotazo al escritorio—. He sido demasiado paciente contigo. Si no moderas tu temperamento enfrentarás un exorcismo en cuanto amanezca.

    —¿Acaso sois bruja? —El duque la miró boquiabierto; ella esbozó una sonrisa.

    —Quizá… —mintió y se frotó las largas uñas con la camiseta del pijama.

    —No os atreveríais a despojar a un pobre espectro de su única morada —murmuró con voz trémula.

    —Si ese espectro me toca las narices, no me deja dormir y pone patas arriba mi hogar —señaló los libros esparcidos en el suelo—, desde luego que sí.

    —Muy bien —dijo el duque y los libros regresaron a la estantería—. Os podéis considerar vencedora de esta desigual pugna. Solo os pediría un humilde favor.

    —¿Qué será?

    —Debéis otorgarme una licencia para espantar a la visita. No os podéis olvidar de que soy un fantasma. Además, me resultaría indecoroso habitar vuestro hogar sin retribuiros por la amabilidad que demostráis al evitar que me convierta en un desposeído.

    —Muy bien —aceptó con los ojos chispeantes—. Pero solo a quien yo te autorice.

    —Así sea.

    Al alba, la señora Esteban, ama de llaves del antiguo propietario y reticente a darse por enterada de que Anaís la había despedido el primer día, experimentaba el susto de su vida.

    Esta historia fue escrita durante mi permanencia en la comunidad surcaletras de Adella Brac y corresponde al #Reto36. La premisa era darle a una cazuela un uso distinto al que tiene de forma convencional. Espero os guste.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

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  • MI JEFE ES… LUCIFER

    Primer plano frontal de un autobús que se aproxima con las potentes luces altas que destacan en la oscuridad. Es de noche y en los alrededores de la vía se ven varios edificios y establecimientos con las luces encendidas. Hay un hombre que casi no se distingue. parece que estuviese aguardando por abordar el autobús.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    Esteban salió del despacho de su jefe. Reprimió el deseo de dar un portazo. Imágenes de sí mismo estrangulando a su exjefe bailaban, tentadoras, frente a sus ojos. ¿Cómo se atrevía a imponerle un advenedizo como supervisor después de haber trabajado para su empresa por más de diez años? El cargo debería ser suyo, se lo había currado con creces. Se vengaría, por supuesto que sí. Ese gilipollas se arrepentiría, vendería su alma al mismísimo diablo de ser necesario con tal de lograrlo. Abandonó el edificio empresarial a zancadas con una idea fija en la cabeza. El ruido del claxon llamó su atención. Miró a la derecha. El todoterreno se aproximaba zigzagueante a toda velocidad. El miedo lo paralizó. Segundos después, el impacto del vehículo lo catapultó a varios metros en una parábola imposible.

    —Despierta, Esteban. —La insistente voz se le hizo demasiado familiar—. Venga, no tenemos toda la eternidad.

    Abrió los ojos. El olor acre que se le metió por la nariz era tan irritante que estornudó varias veces. Respirar hondo era incomodísimo; tanto, que le dio un ataque de tos y los ojos se le llenaron de lágrimas.

    —¿Dónde estoy? ¿Por qué hace tanto calor?

    —Estás en el vestíbulo, ¿dónde más? Apresúrate, no falta mucho para las doce. —Esteban parpadeó al ver a su interlocutor.

    —¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

    —¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

    —No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

    El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

    —¿Estoy… estoy muerto?

    —No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

    Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

    —¿Cómo es que estoy aquí?

    —Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

    Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

    —¿Usted es…?

    —Lucifer, ¿quién más podría ser?

    Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

    —Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

    —Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

    Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

    —¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

    —Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

    Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

    —Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

    Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

    —Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

    Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

    —¿Cuánto tiempo dura este contrato?

    —Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

    Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

    —Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

    —¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

    La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

    —Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

    Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

    Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Cincoliniera. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

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    —¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

    —No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

    El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

    —¿Estoy… estoy muerto?

    —No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

    Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

    —¿Cómo es que estoy aquí?

    —Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

    Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

    —¿Usted es…?

    —Lucifer, ¿quién más podría ser?

    Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

    —Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

    —Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

    Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

    —¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

    —Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

    Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

    —Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

    Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

    —Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

    Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

    —¿Cuánto tiempo dura este contrato?

    —Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

    Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

    —Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

    —¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

    La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

    —Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

    Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

    Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Surcaletras. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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  • La treceava constelación

    Una mujer mirando las constelaciones en el cielo nocturno en un paisaje natural
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Dedicatoria

    A ti, que crees en tus sueños y luchas por alcanzarlos…


    El reloj de arena dejó caer su último grano. Ansiosa por emprender la aventura se puso la capa y se ajustó la capucha. Abrió la puerta de su habitación con tanto cuidado que se sorprendió de sí misma; nunca se había movido de forma tan silenciosa como en aquel instante. Cerró la puerta tras de sí y echó a andar en dirección a la biblioteca.

    Había sido muy cautelosa cuando robó la llave de la sala prohibida. La sancionarían si llegaban a descubrir que había sido ella quien la había robado; claro, para eso tendrían que pillarla primero y Enya no estaba dispuesta a ponérselos tan fácil.

    Miró a un lado y a otro; no vio a nadie. Inspiró hondo y se coló en la biblioteca. La luz de la gran Jealach se filtraba por una de las ventanas. Se estremeció de pronto al divisar el movimiento de las sombras contra el suelo y las paredes. Se recriminó lo tonta que era por haberse asustado tanto; aquello a esas horas era algo más que natural.

    Avanzó con el corazón en la garganta, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Se detuvo en cuanto vio la gran puerta de la sala prohibida. Las manos le sudaban y le temblaban por igual. Por un momento se preguntó si no sería mejor volverse; hasta ese instante nadie la había descubierto y podría librarse de una buena reprimenda o algo más si se arrepentía.

    Una vocecita chillona y endiablada la acusó de cobarde. ¿Cómo iba a perderse aquella oportunidad de descubrir el gran misterio? Enya cerró los ojos un instante. La tentación de saciar su curiosidad la acicateaba cada vez con más fuerza y resultaba mucho más embriagante que el miedo a ser castigada.

    Abrió los ojos y clavó su mirada en aquella vetusta cerradura. Sin detenerse más sacó la llave, la introdujo y giró el picaporte.

    Los goznes chirriaron con tanta intensidad que se quedó paralizada mientras se esforzaba por escuchar algo más que su desbocado corazón. Exhaló el aire despacio al darse cuenta de que el silencio seguía imperturbable. Decidida a seguir adelante con su aventura entró en la sala.

    Alzó una ceja algo incrédula y no pudo evitar la punzada de decepción que sintió al darse cuenta de que lo que tenía frente a sí no era nada parecido a lo que se había imaginado. Ahí no había grandes estanterías ni la sala era tan enorme como había creído.

    Dio una mirada algo especulativa a su alrededor y soltó un suspiro. Dejó que sus ojos vagasen de nuevo sobre el antiguo escritorio, el sillón de piel algo desvencijada, la chimenea con marco, la lamparita y el grueso cortinaje que, de seguro, protegía la estancia de miradas indiscretas. Sus ojos se fijaron en la alfombra desgastada y en aquellas paredes de piedra oscura como la obsidiana. Se acercó un poco al escritorio. Sus cejas se juntaron al fruncir el ceño cuando su mirada se posó en aquel libro grande y grueso. Parpadeó tantas veces que los ojos se le humedecieron. Cuando entró no lo había visto allí o quizá sí; no podía recordarlo. Embelesada por la extraña fascinación que el viejo volumen causaba en ella, no se percató de que la puerta se había cerrado a sus espaldas.

    Avanzó otro poco. Frunció la boca y arrugó su respingada nariz; un olor a encerrado le provocó ganas de estornudar. Hizo tropecientas muecas y movimientos hasta que el escozor cesó lo bastante como para que pudiese respirar sin riesgo de hacer un gran escándalo con sus característicos estornudos.

    La joven ninfa extendió el brazo; dentro de sí un hormigueo desconocido y difícil de reprimir le provocó el inusitado deseo de rozar las gruesas tapas del libro. En cuanto sus dedos hicieron contacto con la aterciopelada piel, la lamparita del escritorio se encendió y el libro se abrió como por arte de magia. La jovencita dio un respingo y se llevó la mano a la boca para ahogar un gritito. Con el movimiento la capucha cayó hacia atrás y dejó al descubierto la gruesa melena indómita color caramelo que la distinguía de entre sus compañeros. Se reprochó por ser tan impresionable; no debería extrañarse tanto de que esas cosas ocurrieran en el mundo que habitaba. Había estado leyendo demasiado sobre Domhan y los duine. Ahí nada era como en Aislingí y no debía olvidarlo.

    Tragó grueso en cuanto el libro detuvo el avanzar de sus páginas. Sin pensarlo demasiado se inclinó para poder leer mejor. Los ojos se le abrieron tanto que creyó que se le podrían salir de las órbitas. Ahí estaban… las palabras que Maoinie había estado recitando durante el receso de la clase de historia de la magia. Esa era la leyenda que explicaba el secreto de la treceava constelación. Cautivada y embelesada por los trazos elegantes y delicados de aquella letra cogió el libro entre sus manos. El sillón se apartó del escritorio como si la invitase a ocuparlo; Enya no lo pensó dos veces.

    El mullido asiento se hundió bajo su peso y la piel crujió mientras lograba sentarse para ponerse cómoda. Una vez alcanzó la mejor posición comenzó a leer en voz queda.

    «Creados Domhan y Aislingí y los habitantes de cada mundo decidimos reunir nuestros dones en un objeto sagrado que ayudase a proteger al mundo onírico del cual dependían las almas de los duine. El crosier sería nuestro legado; el obsequio que como dioses del Aislingí dejaríamos para que ambos mundos pudiesen existir sin depender de nuestra intervención permanente. Si tan sólo hubiésemos sospechado lo que iba a ocurrir…»

    Enya tragó grueso y se lamió un dedo para humedecerlo y poder pasar la página. El corazón le latió con más fuerza al leer y asimilar lo que los dioses de las emociones habían creado. Todo lo que una vez consideró un mito en realidad existía: el báculo sagrado había sido real. ¿Sería cierto todo lo demás? Dejó que sus ojos se pasearan sobre aquella pulcra caligrafía. La necesidad de develar el misterio la espoleaba a leer sin parpadear.

    «Me he reunido con Téigh, Brón, Éaradh, Iontas, Grá y Aoibhneas; ellos están tan consternados como yo y aunque se niegan a intervenir, he sido firme en mi posición. Como diosa del equilibrio no puedo dejar de hacer algo ante el desastre que se ha desatado tras el robo del báculo sagrado. Anord se negó a admitir su responsabilidad; pese a su insistencia, sabemos que Uaillmhian, su primogénito, fue quien robó el báculo. Es él quien está sembrando el terror entre los duine; es él quien provoca sus pesadillas y roba sus almas mientras se encuentran indefensos. Tal bajeza no la podemos permitir y por más que mis hermanos se opongan, no me quedaré con los brazos cruzados para ver cómo nuestra creación queda destruida por la ambición».

    La joven ninfa frunció la boca; sus rosados labios formaron una delgada línea. En su corazón despertó una sensación de incomodidad y rechazo. ¿Cómo podían los dioses pretender desentenderse luego de que todo estuviese de cabeza por su culpa? Como habitantes del mundo onírico se les inculcaba desde muy pequeños un alto sentido de la responsabilidad ante sus actos. De muchos de ellos dependía la estabilidad emocional de los duine. Sabía que era una falta de respeto cuestionar a los dioses; aun así, le resultaba muy difícil no hacerlo. Aquella negativa a intervenir le parecía un total acto de cobardía. Al darse cuenta de que estaba dejándose llevar por sus emociones hizo un alto y respiró profundo. No era propio de ella juzgar sin tener toda la información, así que decidió seguir adelante con la lectura. Quizá las cosas no terminaban tan mal después de todo. Que ambos mundos siguiesen existiendo era buena prueba de ello. Se humedeció el dedo una vez más y enfocó sus ojos en la siguiente página.

    «No sé si habré tomado la mejor decisión. Me pesa muchísimo tener que encargarle a una de mis hijas más jóvenes la tarea de detener a Uaillmhian. Nuestra situación es desesperada y aunque no sea ético, debemos recurrir a todo lo que tengamos a mano. Ella sabe a lo que se expone; ha sido su fe, su lealtad y su valentía la que me ha empujado a pedirle que se encargue de esta misión. Él está loco por ella; su obsesión puede ser nuestra única salvación».

    Enya apretó los dientes con tanta fuerza que sintió una punzada en la mandíbula. Sin poder evitarlo cerró el puño y golpeó el libro como si así pudiese darle a la diosa en todo el rostro. ¿cómo podía Iarmhéid utilizar a una de sus hijas? ¿Acaso no eran ellos los dioses? ¿No podían ellos hacerse cargo? Estaba furiosa y de no ser por el amor que profesaba por los libros, habría arrancado aquella página sin sentir ni una pizca de remordimiento. Bufó indignada y a punto estuvo de cerrar el libro y lanzarlo contra el suelo de no ser por su insaciable curiosidad. Ya que había llegado hasta allí, lo justo era saber cómo había terminado todo aquello.

    «Áilleacht logró atraerlo tal como esperaba. Lo citó en el lugar indicado y eso lo condujo hasta nosotros. Él no llegó a sospechar que le tendimos una trampa…».

    La joven ninfa se quedó inmóvil mientras sus pensamientos no dejaban de darle vuelta en la cabeza. Nunca se imaginó que los dioses fuesen criaturas tan taimadas y traicioneras. Se mordió el labio inferior preocupada por su falta de sensatez; podrían desterrarla si se supiese lo que había llegado a pensar sobre los dioses. Cerró los ojos y negó con la cabeza; necesitaba despejar su mente de prejuicios tan insanos. Bajó la mirada y siguió adelante con la lectura.

    «La lucha fue terrible. A pesar de que hemos logrado detenerlo, la pérdida de mi hija más querida me pesará siempre en el corazón. Quizá por ello no me ha temblado el pulso. Está mal, muy mal que reconozca que me he dejado llevar por la venganza y lo he convertido en una nathair; el vivo ejemplo de lo que un ser como él es: una serpiente rastrera. No me ha importado condenarlo por toda la eternidad a formar parte del báculo. Lo mejor que podemos hacer es que ninguno de los dos esté al alcance de otro espíritu perverso sediento de poder y ambición. Por eso he cumplido el deseo de mi pequeña Áilleacht que, en sus últimos segundos de existencia pidió que del mal se crease algo digno de apreciar. De no ser así lo habría condenado a vivir entre las sombras. No fue fácil; pese a mis deseos y los de mis hermanos, lo hemos transformado en parte del firmamento. Al menos así cada vez que Grian lo roce con su refulgente brillo, el alma de mi pequeña brillará».

    Una lágrima rodó por el níveo rostro de Enya. Se la enjugó con un dedo y tragó grueso. El nudo de emociones que tenía en la garganta le hacía difícil respirar. Cerró el libro y se levantó. Tras dejarlo sobre el escritorio se aproximó al cortinaje. Era pesado y olía a viejo. Lo levantó sin importarle llenarse la mano de polvo. Alzó la mirada hacia el cielo tachonado de estrellas. Jealach brillaba en lo alto y su platinado fulgor le sirvió de referencia. Desvió la cabeza y entrecerró los ojos. Tras algunos segundos de vacilación pudo divisarla. Entre el escorpión y el arquero, la figura del crosier y la Nathair enroscada en su extensión podía verse con claridad. Mientras observaba la treceava constelación recordó la cantidad de veces que se había preguntado de dónde habría surgido. Lo que se les enseñaba desde pequeños es que había sido una invención de los duine; sin embargo, a ella esa explicación le solía parecer vaga e insuficiente. Por mucha imaginación que tuviesen, ella creía que hacía falta algo más para explicar las maravillas que conformaban ambos mundos y no podía decirse que los duine fueran muy propensos a creer en la magia. Tampoco podía decirse, aunque se les enseñase lo contrario, que los dioses eran ajenos a las emociones y las debilidades como cualquier otra criatura. Siendo así ¿Quién era ella para juzgarlos? Si pretendía que los dioses fuesen justos, ella debía serlo también.

    —Llevas razón, en realidad son muy pocos los duine que creen en la magia. Sin embargo, sus almas son tan valiosas como la de cualquiera de nosotros. Sólo por ello merece la pena el sacrificio de salvaguardar su existencia. Respecto de los dioses… es mucho más difícil de lo que se os inculca. El poder trae consigo responsabilidad y también la posibilidad de cometer errores porque en ocasiones nos ciega y opaca nuestra capacidad de impartir justicia. —Enya se volvió con brusquedad al escuchar aquella voz grave y acompasada—. No debes temer, hija mía. He permitido que llegases hasta aquí porque creo que es tiempo de que se sepan algunos secretos.

    La joven ninfa dejó caer el cortinaje. La boca se le secó y las manos le comenzaron a sudar. No todos los días se tenía la oportunidad de ver a una diosa cara a cara.

    —Siento mucho haber leído vuestras memorias —dijo Enya mientras permanecía inmóvil con la mirada clavada en la alfombra.

    Iarmhéid hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

    —No debes preocuparte por ello —respondió y esbozó una sonrisa—. Si no hubiese querido que lo hicieras, no habrías podido llegar hasta aquí sin ser descubierta. —Enya alzó la mirada; sus ojos azul verdoso se clavaron en la diosa.

    —Puedo haceros una pregunta? —La diosa asintió con la cabeza—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo?

    El rostro de la diosa se ensombreció.

    —Porque la historia amenaza con repetirse y necesito que me ayudes… que nos ayudes.

    —El báculo sagrado es inalcanzable y Uaillmhian ha quedado apresado con él. —La diosa desvió la mirada y en su rostro se dibujó algo que a Enya le pareció vergüenza.

    —El crosier no fue el único objeto sagrado que crearon mis hermanos. —La joven ninfa disimuló la sorpresa ante la revelación.

    —¿Por qué no convertís a ese otro objeto como hicisteis con el báculo?

    Las mejillas de la diosa se tiñeron de un rubor parecido al tono del ocaso y Enya estuvo segura de que la diosa estaba avergonzada.

    —Tenemos un pequeño problema —dijo en voz queda—. El objeto se ha perdido y no sabemos quién pudo haberlo extraído de la bóveda donde guardamos todos esos obsequios.

    La joven ninfa se mordió la lengua. A punto estuvo de revelar que para ella esos dichosos objetos lo menos que representaban era un obsequio. No obstante, no era estúpida y sabía que una cosa era pensar y otra muy diferente cuestionar de viva voz a una diosa; lo segundo no era algo que pudiese hacerse sin tener consecuencias. La exasperó sobremanera que la diosa utilizase semejante eufemismo; por lo que podía entender, el objeto había sido robado, no se había extraviado solo. Inspiró muy hondo para aplacar su irritación antes de hablar.

    —Entiendo que me habéis elegido para esta misión, ¿no?

    —Puedes negarte si no te sientes capaz… —replicó la diosa.

    Enya advirtió la provocación. La diosa la conocía y sabía que su peor debilidad era el orgullo. No obstante, no entraría en ese juego.

    —Si pudiera hacerlo no me habríais traído hasta aquí. —Iarmhéid puso gesto adusto—. Lamento si no os gusta mi respuesta —dijo la joven al ver la reacción de la diosa.

    —Lo que no me gusta es tener que hacer esto por segunda vez… créeme, si pudiera no lo haría.

    Enya exhaló un suspiro y decidió aproximarse a Iarmhéid. Luego de lo que había leído sabía que le decía la verdad. Dar el primer paso en su dirección le había costado; en su interior el miedo y el sentido del deber se debatían en una lucha encarnada. Al final ganó el deber. Era una ninfa onírica y como tal debía luchar contra cualquier cosa que amenazara al Aislingí. También debía proteger las almas de los duine y ella era fiel a sus principios. La diosa lo sabía, por eso la había convocado y ella no se negaría a servirle.

    —Os serviré y cumpliré con mi deber —dijo tras inclinar la cabeza en una respetuosa reverencia.

    —No esperaba menos de ti querida mía. —La diosa posó ambas manos sobre la cabeza de la ninfa—. Tu misión será difícil y arriesgada. Has de viajar a Domhan, y encontrar al duine que ha robado la gema sagrada de la verdad; el equilibrio entre Éadrom y Scáthanna depende de que recuperes la gema.

    Enya no tuvo tiempo de reaccionar. En una fracción de segundos se sintió arrastrada en una espiral vertiginosa que la arrancó del mundo onírico y la expulsó luego a un mundo que sólo conocía a través de los libros que tanto había leído.

    Desorientada y angustiada por verse atrapada en el mundo real elevó una plegaria a los dioses para que Iarmhéid no se hubiese equivocado al elegirla y para que en breve pudiese recuperar sus poderes antes de verse metida en serios problemas. Estaba segura de que la diosa no exageraba al decir que el equilibrio entre la luz y las sombras de su mundo peligraba si aquel objeto seguía en las manos equivocadas; también estaba segura, aunque eso no se lo hubiese dicho, de que la estabilidad emocional de todas las almas que habitaban el mundo real estaba expuesta a un grave peligro.

    Un crujido a sus espaldas la puso en tensión. La vibración de una energía oscura y poderosa le advirtió que su aventura acababa de comenzar y que no tendría demasiado tiempo que perder si acaso pretendía hallar la gema sagrada y salvar a ambos mundos de la amenaza inminente que podría destruirlos para siempre.


    Glosario

    Áilleacht: Ninfa onírica. Puede sanar el alma de los habitantes del mundo real a través de los sueños.
    Aislingí: mundo de los sueños.
    Anord: dios del caos.
    Aoibhneas: diosa de la alegría.
    Brón: dios de la tristeza.
    Crosier: el báculo mágico que otorga poder a quien lo posea para controlar el mundo de los sueños.
    Domhan: mundo real.
    Duine: habitantes del mundo real.
    Éadrom : luz.
    Éaradh: dios del asco la repulsión y el rechazo.
    Enya: Ninfa onírica. Escogida por la diosa para emprender la búsqueda de otro objeto sagrado.
    Iarmhéid: diosa del equilibrio.
    Iontas: diosa de la sorpresa.
    Jealach: astro nocturno parecido a la luna.
    Grá: diosa del amor.
    Grian: astro diurno parecido al sol.
    Nathair: reptil similar a una serpiente.
    Scáthanna: sombras.
    Téigh: Dios de la ira.
    Uaillmhian: Mago oscuro del caos; provoca pesadillas y roba el alma a través de los sueños.

  • LADY RISUEÑA

    Paisaje volcánico. A la derecha una chica y un dragón bañados por la luz del sol.
    Imagen de Stefan Keller en pixabay.com


    Soy una Risueña. No es que me ría todo el tiempo, es que pertenezco a la familia Risueña. No me preguntéis por favor sobre los orígenes de dicho apellido, porque ni yo misma he podido desenredar el entuerto de nuestra historia familiar; pero esperad que ponga en orden mis ideas, porque si comienzo a contaros mi tragedia, de seguro no termino y vosotros tampoco llegaréis a entender un pimiento frito.

    Veréis, queridísimos lectores. En nuestra familia, siempre, pero siempre, siempre, tiene que existir una bruja, una guerrera y una erudita en cada generación. En la mía, como todavía no sabéis, pero yo os lo diré, no hay ninguna de las tres. ¡Ninguna! Y claro, a quien culpan nuestros ancestros, a la benjamina, o sea, quien os narra y quién, por comodidad prefiere ir descalza, que no desnuda, claro, por aquello de la timidez que me caracteriza, aunque mi querido abuelo siempre diga que soy una risueña desenfrenada, irreverente y con la peor combinación de nuestros genes.

    El asunto está en que, en vista de semejantes ausencias, se me ha encomendado a mí, salvar el honor familiar. Es una misión que, si os soy sincera, no sé cómo afrontar.

    En nuestro reino, donde no es que tengamos monarcas porque la verdad, hace mucho nos volvimos republicanos por aquello de no obedecer sino el mandato del pueblo, persiste una criatura gigante y temida por todos que, cada cierto tiempo, reclama un sacrificio con el único objetivo de que no se nos coma a todos o nos quedaríamos sin reino y claro, sin pobladores. En otro momento y en mejores circunstancias, alguna de las tres figuras que os mencioné y que en esta generación no existen, se enfrentaría a la molesta criatura y todos felices comiendo perdices.

    Como comprenderéis, visto lo visto, el encargo a recaído sobre mí, que no tengo pajolera idea de conocimientos sobre hechizos o sortilegios, que no soy capaz de atinar con una flecha ni que otro me sostenga el carcaj o me tense el arco y su cuerda, y mucho menos puedo blandir una espada, pues corro el riesgo de volverme escabeche a la primera que intente hacer una filigrana.

    ¿Habrase visto semejante despropósito?
    ¿Os dais cuenta de mi terrible tragedia? Y pensaréis que todavía me quedan las letras, No obstante… ¿qué puede lograr una pluma y un tintero contra el dragón hechicero? Y si os contase lo que me ocurre cuando soy presa de los nervios. Esos malditos traidores que me dejan expuesta y anulan por completo mi criterio.

    Pero aguardad, estimadísimos aventureros de las letras, que todavía no os he revelado la peor parte. Lo más terrible es el objetivo de esta nefasta misión: que yo, … logre en un solo intento, que el dragón hechicero mejore su sentido del humor. En pocas palabras, o logro que el dragón se ría en lugar de escupir fuego, o terminaré churruscada en la quinta paila del infierno y, a todas luces, no va a ser ni por asomo tan estilizado como el creado por el caballero Dante; sí, ese mismo a quien se le ocurrió la brillantísima idea de crear divinas comedias Y, que podéis tener por bien fundado, no va a mover un solo pelo para salvar el honor familiar de una Risueña.

    Puesto que no tengo alternativas ni mi familia tampoco, ya que todas las Risueñas han huido por la derecha, he decidido, al mal paso, darle prisa. Ataviada como corresponde a tal encomienda, me he puesto mi traje de cazadora, con sus botas y su peto a juego; me amarré la melena porque de lo contrario no vería tres en un burro ni viceversa y me armé mi petate con diferentes herramientas. Os diría que ensillé mi montura y me lancé a la cabalgata, pero a estas fechas no tenemos ni yeguas, ni caballos, ni burros ni mulas de carga. En efecto, todas las hemos tenido que sacrificar para saciar el ansia alimenticia del regente de nuestra sempiterna y querida Tranquilidad. ¿A que tiene bonito nombre nuestra república?
    Disculpad que comience a irme por las ramas y eso que, a mí, lo de trapecista jamás se me ha dado nada bien. A lo sumo logro subirme al árbol del jardín cuando quiero pernoctar bajo el manto diamantino, pues de vez en vez, me ataca el irrefrenable deseo de salir corriendo por la izquierda, a ver si el universo me depara un destino menos aciago que el de enfrentarme al dragón hechicero con mi pluma y un tintero. Ya sé que os dije que en mi generación no hay eruditas; es así, lo que ocurre es que estas son las herramientas más inofensivas que puedo utilizar sin correr el riesgo de automutilarme o quien sabe si algo más.

    Pero bueno, que me hago la cabeza un lío. Consultando la brújula de mi direccionador manual, esa que no tuve más alternativa que colgar del cuerno de mi vetusto toro castrato, el miguelino, buey que nos hace de carguero y transportador a la vez, comprobé que iba en la dirección correcta. Tiré del freno con la mano y evité por los pelos atropellar a los nueve enanos que cruzaban arreando a una señorona mamá ganso con sus gansillos y terminé bañada de rulos a pies del barro podrido que rodeaba los predios de la enorme mansión de aquel a quien había ido a visitar.

    Cuando pude, por fin, esconder mi medio de transporte —bastante vergüenza debía afrontar dada mi evidente ineptitud en estas lides bélicas como para sumarle otra más a la larga lista—, subí los escalones de la entrada y sacudí la aldaba.

    Mayor fue mi sorpresa cuando me topé con un hombretón estirado y con cara de no haber comido en unos diez días. Pregunté por el señor de la casa y tras varios gruñidos que, asumí significaban una bienvenida, me adentré y esperé de pie; eso sí, cerca de la puerta por si en un momento desesperado me tocase echar a correr.

    La situación, hasta el momento, iba viento en popa. El mayordomo no me había mordido y no fue necesario llegar en escoba, lo que, teniendo en cuenta mi imposibilidad de alardear de mis habilidades de hechicera Risueña, había sido algo más que un golpe de suerte.

    Tras esperar un tiempo, para mí, indeterminado, el mayordomo volvió con la orden expresa de que me desplazase hasta el salón. Procurando evitar convertirme en la comida de aquel buen servidor de su señor, obedecí sin oponer resistencia.

    No puedo decir que no me cogiese por sorpresa, porque en el fondo las leyendas no eran lo bastante detalladas como para hacerme una idea de lo que sería una entrevista con aquel legendario dragón.

    Me esforcé, eso sí, en ocultar mi desasosiego cuando observé que, en aquella estancia gigantesca, apenas si había una silla en la que, por fortuna, mis posaderas podían caber sin demasiados problemas.

    Puesto que no quería hacer gala de la mala educación que había sido la bandera de algunas de mis predecesoras, esperé de pie a que el Dragón hechicero hiciese acto de presencia.

    Me sujeté con toda la fuerza de la que pude disponer apenas comencé a sentir bajo mis pies el temblor acompasado que estremecía la mansión entera. Por un momento pensé que la madre naturaleza se había apiadado de mí, pero esa idea entró en fuga cuando observé al señor de aquella mansión aproximarse hacia el salón.

    Apreté las rodillas y por reflejo las posaderas, cuando aquella inmensa criatura se detuvo frente a mí. A sabiendas de que, si aflojaba, así fuese un milímetro, el dragón sería testigo de un escape inoportuno de mis esfínteres, me aferré con ambas manos al espaldar de aquella silla. El dragón olisqueó el ambiente y resopló una nubarrada sulfurosa. Era tan fétido aquel aliento que por un instante pensé en recomendarle alguna mezcla de hierbas aromatizantes que hiciesen mejor trabajo que cualquier enjuague bucal que estuviese utilizando. Desde luego, tal como habréis pensado y adivinado, fui incapaz de semejante oprobio.

    La bestia alzó una ceja cuando por fin hizo lo propio para detectar mi presencia.

    —¿Dónde está la risueña a la que me he de enfrentar?
    Aunque las rodillas me chocaban y mis pies pedían a gritos ponerse en polvorosa, di un paso al frente y realicé mi tan estudiada reverencia.

    —Estamidásimdo… quise decir, estimadísimo regente… —El dragón se sentó y parte del techo se desboronó cayéndome encima y matizando mis cabellos de un intenso color grisáceo—. Estoy a vuestra disposición.

    El dragón se cruzó de garras y me miró mostrándome toda la hilera de dientes.

    —Esto es una broma, ¿no? —Negué con la cabeza y tragué grueso.

    —Verá usted… —iba a explicar mis circunstancias, pero el aliento flamígero de mi anfitrión me persuadió, así que cerré el pico.

    —¿No había nadie más entre vosotras las Risueñas, que han enviado semejante enclenque? —La bestia me levantó sin esfuerzo y me acercó a sus fauces pestilentes.

    No me preguntéis qué ocurrió, porque todavía ni yo misma logro comprenderlo. Lo cierto es que me llené de tal indignación, que no fui capaz de permanecer con la boca cerrada.

    —Podré ser enclenque, pero al menos no apesto a pedo recién salido de un chiquero… ¿nadie os ha dicho que vuestra merced debería visitar a algún médico? Porque no a de ser normal oler a podrido de una forma tan singular.

    —Enclenque y, además, atrevida. —el dragón me dejó caer y por fortuna, llevaba puestas las bragas con doble relleno trasero; con lo que pude amortiguar el golpe y ponerme en pie gracias al rebote. Puede que penséis que estaba yo majara en ese instante, pero os juraría que aquel monstruo sonreía con todos sus dientes.

    —Y dale con la misma cantinela —espeté poniendo los brazos en jarra—. ¿Vuestra merced no se sabe otro adjetivo?
    La criatura alzó las cejas y resopló echando humo por las napias.

    —¿Insinúas que soy un ignorante?
    —Vuestra merced no es muy entendido, ¿verdad? Va a ser que necesita más luces que un ciego en un túnel, señoría.

    —¡Encima te atreves a decirme lerdo?
    —¿Me ha escuchado vuestra merced pronunciar semejante ignominia? No, ¿verdad? Yo seré cualquier cosa menos lo que vuestra merced esperaba, pero maleducada, ¡eso sí que no os lo acepto! ¡sois un atrevido de la peor calaña!
    Como si el Maligno se me hubiese llevado para poseerme, comencé a coger y a arrojar cuanto objeto se cruzaba por mi vista. Desconcertado por semejante arranque de furia por mi parte, el dragón se limitó a esquivar mi arremetida.

    —¡Cálmate, chiquilla endemoniada!
    —¡Endemoniada, dice! ¡vuestra merced es un abusivo! Años llevamos las risueñas obedeciendo vuestros caprichitos gastronómicos y ¿qué hace vuestra merced? ¡Nos ofende de esta manera tan vil y rastrera!
    —¿Caprichitos gastronómicos? ¿De qué coño hablas, criatura?
    —¡Se nos come usted todo cada generación y todavía tiene la osadía de preguntar de qué os estoy hablando!
    El dragón me observaba con los ojos desorbitadísimos mientras yo, presa de la furia, me fui a por el primer objeto filoso que pude hallar. En pocos minutos empuñaba una espada más grande que mi propio brazo. Ni me preguntéis cómo fui capaz de semejante hazaña, porque no tengo ni la menor idea. Lo único que sé, es que me lancé a por el hechicero, pero por razones obvias trastabillé y lo único que conseguí fue que la criatura se diera un mamporro en la cabeza cuando por evitar pisarse su propia cola, dio un paso atrás y se llevó el arco abovedado del salón de audiencias.

    Desde luego, no fue el único que se llevó un mamporro. Yo me llevé otro par cuando choqué de frente con la inmensa tripa de la bestia y rodé escamas abajo, como cualquier insecto haría al estrellarse contra una pared de piedra.

    Frustrada y agobiada por semejante vergüenza, me quedé despatarrada en el suelo y comencé a chillar como haría cualquier cría pequeña.

    —Por todos los infiernos, ¿ahora por qué diablos lloras? —La criatura agachó su enorme cabeza para mirarme más de cerca.

    Comencé a chillar con más fuerza. Estaba desconsolada de imaginar que aquella bestia se me comiese y así terminase la historia de las Risueñas.

    —¡Os parece poco esta vergüenza! —chillé limpiándome los mocos con la mano—. Seré la única Risueña incapaz de cumplir su misión para mantener la tregua en el reino del buen humor. ¡Soy la única que no volverá porque vuestra merced me va a tragar como si fuese una pierna de ternera!
    —¡Por las cocuizas de la Magdalena! ¡Cállate un momento que por tu causa ahora cargo un dolor de cabeza que no veas!
    —No sé que sean esas cosas que vuestra merced mienta, pero no me achaque responsabilidades ajenas! Yo no tengo la culpa de que vuestra merced sea una bestia. Y… ¡haga vuestra merced el favor de no gritarme!
    —¡Pero si eres tú la que chilla como si tuviese un trompetín en la garganta, insensata!
    —¡Intensata! ¡Se atreve a decirme intensata!
    Presa de nuevo por otro arrebato colérico, hurgué en mi petate y saqué mi pluma nueva y el tintero que le pedí prestado a la última erudita Risueña.

    —Querrás decir insensata, ¿no?
    Me puse en pie, furiosa. La bestia seguía con la cabeza a mi altura mirándome con aquel ojo viperino. Lo apunté con mi pluma.

    —¿Pretendes clavarme esa pluma en algún lado?
    Me le quedé mirando con la boca abierta y volví a cerrarla, no iba yo a darle el gusto a aquel infernal y hambriento dragón, el placer de verme venida a menos.

    —Pero ¿por quién me toma usted?
    Me dio la impresión de que el dragón se pensó un poquitín la respuesta. Porque se quedó callado un rato sin moverse.

    —Me parece que, si te lo digo, criatura, no te va a gustar ni un pelo.

    Resoplé encendiéndome de nuevo. Como veis, tengo yo un temperamento un poco inflamable y eso que no me parezco en nada a una cerilla.

    —Tenga usted la bondad de facilitarme una hoja de papel, si no le parece demasiada molestia.

    —Sírvete tú misma, niña. —Me indicó con una garra dónde tenía guardado el papel para la correspondencia.

    Alerta por si aquello fuese algún tipo de trampa mortal, caminé sin darle la espalda. La bestia parecía menos feroz de a momentos. Sin embargo, no iba yo a confiarme así nada más. Cuando por fin logré sacar una hoja, me senté en el suelo y comencé a escribir.

    —¿Qué se supone que haces?
    —¿Qué, vuestra merced es cortito de miras? ¿Acaso no es evidente que estoy escribiendo una carta?
    —Si fuese evidente, ¿te lo preguntaría acaso?
    Me encogí de hombros.

    —¿Y yo qué sé? Vuestra merced es una bestia muy rara.

    —¡Bestia! ¡Habrase visto semejante desfachatez!
    —Haga el favor de no vociferar que me rompe la conspiración y esta carta no se va a escribir sola.

    —Querrás decir concentración, niña.

    —Lo que sea… haga el favor de cerrar las fauces un ratejo.

    Me dispuse a retomar mi escritura, pero claro, aquel dragón desconsiderado no estaba por la labor de ponerme nada fácil aquel día.

    —¿Se puede saber a quién le escribes?
    —A la AHD, la asociación de heroínas y dragones. Os voy a denunciar por incumplimiento.

    —¡Por los clavos de San Eneas! ¿cuál incumplimiento? ¡Todavía no he podido ni siquiera entrevistarte!
    Alcé una ceja y me levanté de nuevo, apuntando a la bestia con mi pluma que estilaba tinta dejando un reguero por todo aquel suelo.

    —¿Va vuestra merced a contratarme?
    —¿Y si no para qué te iba a mandar venir, criatura?
    —Para comerme, ¿no?
    Por alguna razón tuve la impresión fugaz de que algo había dicho sin ser consciente, porque la expresión del dragón cambió radicalmente. De pronto me sentí como de seguro han de sentirse los solomillos cuando los tiran en el asador.

    —Lo de comerte, puede que no sea mala idea. —La bestia movió su inmensa cabeza como si estuviese asintiendo.

    Tragué grueso y me puse tan nerviosa, que comencé a tartamudear y a lanzar disparates como una locomotora. Sintiéndome desgraciada por aquel destino cruel, me dejé caer en el suelo otra vez.

    El dragón se agarró la cabeza con las garras; desesperado por tanta cháchara insensata, comenzó a rugir llamando a una tal Griselda.

    —¿Me mandó llamar?
    —No… pego alaridos pronunciando tu nombre porque es una bonita cantinela —exclamó con los ojos entreabiertos—. Haz el favor de llevarte a la Risueña. Le das su uniforme y le indicas cuáles son sus obligaciones. Y asegúrate de que firme el contrato, no quiero aquí al sindicato armando jaleo.

    La mujer dio una mirada al salón. Me fijé en su gesto reprobatorio, pero poco me importó. Total, si aquel dragón se me iba a comer, no iba a ponérselo yo tan fácil.

    —Te encargas también de que venga el servicio de remodelaciones y que los gastos se los carguen al salario de la Risueña.

    Me puse de pie como un resorte. La mujer se sobresaltó pues no se esperaba semejante reacción por mi parte.

    —¿Cómo que salario? ¿Lo del contrato va en serio?
    —Si lo prefieres, puedo contratarte sin paga —propuso el dragón.

    Me llené de suspicacia y achiqué los ojos. Todavía embebida en aquella misteriosa ira que me libraba de toda prudencia y sensatez, hice gestos con el índice a la bestia para que se acercase. El dragón se movió con cautela, imagino que temiendo porque volviese yo a estallar en un arranque de fiereza extrema y terminase por cargarme las reliquias que todavía quedaban intactas en el salón.

    —Aclaradme vuestra merced, ¿dónde está la trampa? ¿qué clase de charada es esta?
    —¿Siempre eres tan desconfiada? —Mi respuesta fue cruzarme de brazos.

    El hechicero, ante mi testarudez hizo señas a la tal Griselda y esta se marchó en un dos por tres. Estando a solas, la bestia me mostró su verdadera identidad. Mis ojos no daban crédito ante aquella apariencia gallarda y tan varonil. Previendo otro estallido por mi parte, se movió con rapidez y me cogió por las muñecas. Luché para tratar de zafarme, pero me tenía bien sujeta. Tras darme la vuelta me apresó entre sus brazos. Su respiración me hacía cosquillas en la oreja.

    —¿Qué clase de burla es esta?
    —Por mi parte no hay burla —respondió el hechicero—. No soy yo quien os ha mentido, pequeña Risueña.

    Le di un pisotón a mi captor y aproveché de zafarme cuando aflojó el agarre. Me volví y alcé los puños como tantas veces había practicado en el jardín de mi casa.

    —Sois un… —me abalancé contra él y le di un puñetazo.

    —Parece que enclenque y todo, sabéis dar la pelea, mi lady Risueña —se limpió el hilo de sangre del labio partido, tras lo cual volvió a cogerme por las muñecas.

    —Os habéis estado burlando de todos… vuestra merced.

    —Mira, pequeña —dijo comenzando a perder la paciencia—. Entre tu familia y la mía, siempre han existido negocios en común. Yo no tengo la culpa de que a vosotras no se os diga la verdad desde un principio.

    Abrí tanto los ojos, que sentí que se me quedarían tiesos del impacto. Interpretando mi reacción se lanzó a darme su explicación.

    —Se ve que, a ti, más que a las anteriores, te han mentido con descaro y no sé por qué motivo.

    En ese momento las fuerzas me abandonaron y se apoderó de mí una gran desilusión. Había estado haciendo el ridículo durante toda mi etapa preparatoria. Ni me tomé la molestia en preguntar si las leyendas y los mitos eran ciertos, era más que evidente que todo aquello era un simple montaje. Esforzándome por recomponerme y no ceder ante la vergüenza, me dispuse a asumir las consecuencias.

    —¿Vuestra merced qué piensa hacer conmigo?
    —Contratarte como niñera.

    Abrí la boca, incrédula. Aquel hechicero contrataba a mi familia como niñeras. Como si hubiese podido leerme el pensamiento, tiró de mí para mostrarme a qué se estaba refiriendo.

    —En mi vida no todo es falsedad. Mi esposa sí falleció al dar a luz a nuestros hijos… —El hechicero señaló con un dedo a través de la ventana—. El parto se complicó porque eran trillizos y eso es muy inusual entre nuestra especie.

    Al asomarme por la ventana pude observar a tres pequeños dragones lanzándose fuego los unos a los otros. También fui capaz de identificar a la prima Helga, quien corría en dirección contraria con el pelo convertido en una antorcha anaranjada.

    —Como ves, tu prima está por romper nuestro contrato.

    —¿Y vuestra merced piensa que voy a poder hacer lo que mis predecesoras no han podido? No sé si es que vuestra merced no se ha fijado, pero yo no soy ni bruja, ni guerrera, ni erudita.

    —Mis hijos son adolescentes —señaló cruzando los brazos a la altura del pecho—. Si has podido conmigo, creo que puedes con ellos tres.

    Lo miré poco convencida, pero habiendo llegado hasta allí, no tenía mucho que perder y por el contrario sí mucho que ganar. Si sabía jugar bien mis cartas, podía darle la vuelta a la tortilla.

    —Acepto, pero con una condición.

    Me volvió a parecer que el hechicero sonreía, pero preferí no hacerme muchas ideas al respecto.

    —Pida, mi lady Risueña.

    Expuse mi plan al hechicero con todo el detalle de que fui capaz. La familia risueña necesitaba una cucharada de su propia medicina. supe que mi nombre pasaría a ser una gran leyenda cuando vi aquella sonrisa traviesa dibujarse en su rostro.

    —Esta sociedad va a ser de lo más interesante, mi lady.

    —Me alegro de que así os lo parezca, señoría.

    Decidida a dar comienzo a la leyenda, salí a por los tres diablillos. Mientras más pronto conocieran a su nueva niñera, más pronto sabrían las Risueñas lo que era reír de verdad, verdad.

    El final seguro os lo podréis imaginar, ¿no?


    Este relato ha sido escrito para participar en el ‘Va de Reto’ abril 2020, propuesto por Jose A. Sánchez (@JascNet).

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Un audio donde puede escucharse a una mujer reírse hasta las lágrimas
  • CUIDADO CON LO QUE DESEAS

    Periódico antiguo. la imagen del periódico se ve de color sepia.
    Imagen de Christopher Bluma en pixabay.com


    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. Lunes.

    Los niños salieron corriendo cuando el tío Manuel se despistó por estar mirando las dos buenas razones de su vecina. Concentrado en atisbar un poquitín más de aquel tentador escote, el hombre no se fijó que los niños habían desaparecido.


    Julieta se agachó, llenándose de barro hasta las rodillas. Daniel, entre tanto, montaba guardia por si alguno de los señores que trabajaban en el hoyo volvían.

    —¡Lo tengo! —gritó la niña, que echó a correr dejando a su primo atrás.

    Jadeante y agobiado por el susto, Daniel se le acercó y le arrancó el objeto de la mano. Frotándolo contra sus pantalones cortos, le fue quitando el barro seco. Julieta se inclinó para verlo mejor.

    —Cucha, Dani —dijo en un susurro—. Eso va en el cogote, ¿no?

    El niño puso los ojos en blanco.

    —¿Y yo que sé, Juli?

    —¿Será de una bruja?

    —Jope —se quejó—, ¿por qué haces tantas preguntas?

    —¿No te da curiosidad saber de quién era?

    El niño se lo pensó un momento y luego negó con la cabeza.

    —Lo que tenemos que hacer —dijo bajando mucho la voz—, es ver si se lo podemos vender a algún tiristas de esos que vienen al pueblo. Así sacamos pasta y compramos dulces donde la Dolores.

    —Es turistas, Dani… tu… ris…tas… —el chaval le sacó la lengua y la niña imitó el gesto. Luego se encogió de hombros poco convencida, pero prefería seguirle la corriente a su primo.

    —Venga, va —soltó y le arrancó el objeto de la mano antes de echar a correr calle abajo.

    Persiguiéndose un rato, los niños llegaron hasta la plaza. Justo en el banco se toparon con uno de los sobrinos del cura. El tipo era un ladronzuelo y todos lo sabían. Por eso siempre le huían. El joven se les quedó mirando un rato y luego alzó una ceja. Erguido en toda su estatura, se acercó a Julieta. La niña escondía el objeto con las manos en la espalda.

    —¿qué tienes ahí?

    —Nada.

    —Será mejor que me des eso que escondes, si no quieres que te acuse con la policía.

    —La policía no iba a creerte de nada —chilló el niño.

    El joven lo empujó.

    —Qué sabrás tú, mocoso.

    —¡No lo empujes! —el joven se cernió sobre la niña y le arrancó el objeto. Daniel intentó quitárselo, pero el joven lo empujó con más fuerza y el niño cayó en el suelo. Sonriendo con malicia, el joven se burló de los niños. Estos armaron tal escándalo, que el sargento Suárez se acercó a ver qué ocurría.

    —¿Qué es lo que pasa aquí?

    —Nada, los niños… siempre armando un follón por todo.

    El policía que ya conocía las mañas del sobrino del cura, se le acercó.

    —¿Qué es eso que llevas en la mano, chaval?

    —Un regalo —respondió intentando guardárselo en un bolsillo, pero por más que intentaba meterlo, no podía. El sargento, sospechando que había gato encerrado, le quitó el objeto.

    —¿De dónde sacaste esto? —El joven miró a los niños, pero estos no dijeron nada.

    El policía se fijó en el objeto. Era un medallón ensartado en una cadena de eslabones muy elaborados. A leguas se notaba que era un trabajo artesanal antiguo. Con lentitud dio la vuelta al medallón y casi se le cae de la mano cuando vio lo que había del otro lado:

    En alto relieve se veía con claridad grabado el símbolo del caos: un trisquel cuyos espirales estaban interrumpidos por las líneas de un pentagrama invertido.

    —¡Me cago en mis muertos! —El sargento hizo unas señas rarísimas varias veces. Con cuidado cogió aquella cosa por la cadena y la metió en una bolsa de las de evidencia que le habían sobrado de la última vez que había asistido a una escena de un crimen: el robo del cabrito de don Sebastián; y de eso ya habían pasado cinco años. De todas formas, eso no vencía, o eso creía.

    —¿qué va a hacer con eso? —preguntó el chaval, mirando con decepción lo que, había creído, sería una buena entrada de pasta fácil.

    —Voy a confiscar esta evidencia —dijo sellando la bolsa.

    —¡Oiga, pero si aquí no ha habido crimen!

    —¿Vas a cuestionar mi autoridad y mi conocimiento policial? Aquí ¿quién es el poli?, tú o yo.

    El joven se puso pálido. Varias de las vecinas y otros curiosos se habían ido acercando hasta la plaza.

    —Tranquilo… si yo solo preguntaba, pues.

    —Da gracias a que no te llevo detenido porque ya se acabó mi turno —amenazó—, porque si no, te dejaba durmiendo esta noche en el calabozo.

    —pero sargento Suárez…

    —Sargento Suárez un cuerno de chocolate —espetó el hombre haciendo señas como si fuese un policía de tránsito—. Haced el favor de desalojar la escena del crimen. Hala, calabaza, calabaza, cada quien para su casa.

    Los niños salieron disparados antes de que les fuese a caer una gorda mientras algunas señoras lo miraban con curiosidad.

    —¿Oye, Pedrete y de dónde te has sacao esa frase?

    —¡De dónde va a ser! —gritó la mujer de Pascual desde su ventana—. De la telenovela esa importada que siempre mira.

    —Anda a ocuparte de pascual, Mina y deja de ser tan maruja, mujer —espetó el sargento con los mofletes encendidos como un par de tomates.

    Guardándose la bolsa en el bolsillo interno de la cazadora, el sargento desanduvo sus pasos hasta que llegó a la comisaría de la policía local de Candeleda.

    El comisario que, estaba a punto de cerrar su oficina, se le quedó mirando como si Pedro fuese un aparecido.

    —¿Qué haces tú otra vez aquí? ¿No te ibas a ver el fútbol? —el sargento asintió con gesto adusto.

    —Ha pasado algo, jefe.

    El comisario, ante la actitud de su sargento, se devolvió y abrió la puerta de su despacho. Encendió la luz y rodeó su escritorio. Luego se sentó e hizo señas al sargento para que hiciese lo mismo.

    —Pasa, hombre, pasa y dime ¿qué ha ocurrido? ¿es muy grave?

    —Gravísimo.

    —Joder —exclamó—, dime de una vez, ¿ha habido algún muerto? —El sargento negó con la cabeza.

    —Mire —dijo sacándose la bolsa de evidencias de dentro de la cazadora—. Esto es terrible de verdad, jefe.

    El comisario lo veía inquieto con aquella bolsa en las manos.

    —Siéntate, Pedro —ordenó el comisario—. Deja la bolsa en mi escritorio y haz tu reporte.

    El sargento asintió. Le sudaba la frente y estaba pálido. Dejó la bolsa y fue como si se quitase cien años de encima de un tirón. Sentado y más relajado, empezó a narrar los hechos. Cuando por fin terminó, el comisario estaba con la cara de un color difícil de descifrar. Pedro se incorporó de golpe y se le acercó.

    —¿Comisario?

    El hombre no respondía. Luego de asimilar la noticia y pensar que seguro el sargento le estaba jugando una mala pasada, aunque no fuese el día de los santos inocentes, se relajó. De forma descuidada sacó el medallón de la bolsa. El sargento iba a detenerlo, pero el comisario lo frenó en seco. Mirando el medallón con detalle, alzó una ceja, inquisitivo.

    —Vamos a ver, Pedro —dijo haciéndole señas de que volviese a sentarse frente a él. ¿Y por esta chorrada es que tú andas así? Pero qué pasa, hombre, ¿eres gilipollas? Esto es una baratija que habrá robado el sobrino de Esteban por ahí a algún turista.

    —No jefe, usted no entiende. Ese medallón, ese símbolo…

    —si, sí… ya me dijiste lo del caos y toda esa tontería. —El comisario miró al sargento a los ojos—. Mira, yo te voy a demostrar que esto no es sino pura superstición tuya, que esto no hace nada de nada.

    El sargento abrió los ojos como platos cuando vio al comisario frotar el medallón.

    —En este lugar perdido… olvidado por esos dioses tuyos, bien vendría un poco de movimiento para matar el aburrimiento.

    Pedro se desmayó del tiro. El comisario, pendiente de ayudar al sargento, soltó el medallón y este chocó contra el suelo. Luego rodó como si fuese una moneda y quedó fuera del alcance de la vista de cualquier ojo indiscreto.

    El comisario le dio unos cachetones al sargento hasta que por fin volvió en sí.

    —Venga, Pedro, vete a tu casa y deja las supersticiones para las brujas y las marujas del pueblo.

    El sargento miró a su alrededor, pero no vio el medallón. De un salto se puso de pie y salió como alma que lleva el diablo. El comisario se encogió de hombros, apagó la luz y cerró la puerta de su despacho.

    A partir de allí, cosas insólitas e inesperadas comenzaron a ocurrir en el pueblo.


    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. martes.

    El comisario estaba a punto de salir de su casa con rumbo a la comisaría, cuando sonó el teléfono. Su mujer, acostumbrada a salir escopetada atendió en un periquete.

    —Chema, te llama la señora de López. —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —¿Diga? —Su rostro cambió de forma drástica tras escuchar algunos minutos.

    —¿Me puede repetir eso, por favor? —Siguiendo sus órdenes, Maricarmen puso el altavoz.

    —Quiero poner una denuncia contra la funeraria… me han cremado a mi Rubén, me dieron una cajita con las cenizas, ¿te lo puedes creer? ¿Y ahora qué hago con todo lo del funeral y el sepelio? Esos granujas me ofrecieron disculpas y han pasado de mí, que porque ellos no son responsables de que el encargado no mirase el registro. ¿a mí qué? Yo pagué un pastizal porque lo acomodasen como él quería y me lo han churruscao como si fuera una parrillada. Quiero que me tomes la denuncia, ¿me escuchaste?

    La mujer del comisario no daba crédito.

    —Señora López, yo la entiendo y lamento su pérdida, pero eso no constituye un crimen que amerite una denuncia en la policía.

    —¿Y entonces, ¿dónde tengo que interponer la denuncia?

    —Por qué no intenta hablar con Antonio, quizá con el periódico tenga mejores resultados.

    —Vale, pero que sepas que, si no me devuelven mi dinero, voy a hablar con el alcalde, eso no va a quedarse así.

    —De acuerdo, señora López. Ahora, si no le importa, tengo que colgar porque me esperan en la comisaría.

    —Vale, vale. Me saludas a la Mari, que es una monada de chiquilla.

    —Gracias, yo se lo diré.

    El hombre colgó y le extendió el teléfono a su mujer. Esta iba a decir algo, pero chema la interrumpió.

    —No me digas nada, cariño —pidió—. Me voy al curro antes de que otra cosa absurda pase.

    —Vale, cielo —dijo dándole un beso en los labios. —El comisario se lo devolvió, abrió la puerta y salió de su casa.


    >
    Una calle antes de llegar al ayuntamiento, el comisario se topó con un escándalo de proporciones épicas. Una grúa estaba estacionada cerca del bordillo y en la acera, una mujer enfurecida le gritaba a Pernalete, el nuevo agente que habían trasladado hace una semana desde Lugo. El joven parecía consternado. Una cantidad no despreciable de personas permanecían alrededor escuchando el escándalo. Chema se acercó con cautela.

    —¡Si es que es un gilipollas! ¡Cateto! ¡subnormal!

    —Perdone, señorita —interrumpió el comisario—. ¿qué ocurre aquí?

    —Y usted ¿quién coño es, otro cateto de este pueblucho?

    Pernalete abrió los ojos como platos.

    —¡señorita! No puede usted faltar así a la autoridad —espetó el joven agente.

    —¡Que no puedo, dice! ¡Qué no puedo! —La joven estaba iracunda y manoteaba en la cara del comisario como si fuese a cuadricularle el rostro—. Si es que sois de lo que no hay.

    —Señorita, si se calma usted y me explica —invitó el comisario.

    —¿Quiere que le explique? Pues yo le voy a explicar que este subnormal que usted ve aquí. —La mujer señalaba con el dedo a Pernalete—. Me ha puesto una multa por exceso de velocidad… ¿Exceso de velocidad!

    El comisario miraba al agente de soslayo. El muchacho estaba más blanco que la harina de doña Loli.

    —¿Iba usted a más de 120 kilómetros por hora?

    La mujer chilló indignada.

    —¡Como voy a ir a nada, si mi coche va subido en la puta grúa! ¡La maldita grúa! —espetó roja de la ira—. Este zopenco me ha multado a mí, porque según él, la grúa tiene matrícula andorrana y pues eso, no se le puede notificar la multa. ¿Será posible?

    El comisario quería matar a Pernalete.

    —Le ofrezco disculpas, señorita —dijo el comisario—. No se preocupe usted por la multa, ya el agente y yo nos encargaremos de resolver eso con el servicio de tráfico. —La mujer se relajó un poco.

    —¿Usted es? —preguntó la mujer.

    —Soy el comisario, señorita —dijo suspirando—. Este agente está recién llegado a la región.

    —Pues menuda adquisición —masculló con desdén.

    El joven agente permaneció en silencio.

    —Pernalete —dijo sin mirarlo.

    —Diga, comisario.

    —Vaya a la comisaría y espéreme allí.

    —Sí, señor. —El joven policía se dio la vuelta y salió disparado.

    —Respecto de su multa…

    —Mire, con que se ocupe y pueda yo irme de este lugar ahora mismo, me basta.

    —Faltaba más, señorita —agregó el comisario.

    La mujer miró al chofer de la grúa con una cara que hasta el señor Pascual se acojonó. Luego ayudada por el comisario, subió a su coche. La grúa arrancó.

    Chema alzó los ojos al cielo un instante y luego retomó la compostura.

    —Venga, se acabó el cotilleo. Ocupaos de vuestros asuntos. —Pascual miró a chema reprimiendo una risita y se marchó de vuelta a la panadería.

    El comisario cruzó la calle y giró en la esquina a la izquierda. Ver la puerta de la comisaría le dio cierta sensación de normalidad. Aquel día estaba siendo una locura y apenas eran las diez de la mañana.

    Al entrar, fina, la mujer del doctor y la todo en uno de la comisaría desde hacía veinte años le hizo una seña. Sorprendido por aquel gesto, se acercó.

    —Hola, Fina. ¿Pasa alguna cosa? Te veo un poco… ofuscada.

    La mujer carraspeó.

    —Verá, comisario —dijo mirando a los lados—. Es que … —El teléfono volvió a sonar.

    La mujer atendió y puso los ojos en blanco. El comisario alzó una ceja y se cruzó de brazos, expectante.

    —Señorita… —pronunció la mujer marcando las sílabas—. Esta es la décima vez que se lo explico.

    El comisario alzó las cejas ante el tono de la mujer.

    —No, señorita… —Fina apoyó el codo en el escritorio y dejó su frente caer sobre su mano.

    Al comisario le extrañó aquella reacción. La mujer de León, siempre había sido tan empática y solidaria. Picado por la curiosidad, decidió recostarse contra el escritorio. Fina alzó la cara. Era evidente que estaba hasta los ovarios de quien quiera que estuviese del otro lado. El comisario le hizo señas para que activase el altavoz. La mujer suspiró y pulsó el botón.

    —Mire señora —dijo la voz femenina—. Ya le expliqué que cuando me escapé estaba yo muy desmejorada. Desde el 19 de agosto a la fecha tengo mejor semblante, no podéis dejar que la gente me vea con esas fachas, es inhumano.

    El comisario no daba crédito. Pensando que la mujer del otro lado del teléfono estaba como una regadera, intervino.

    —Le habla el comisario Sánchez de Candeleda. Sepa usted que jugar con el tiempo de la autoridad es una falta de respeto.

    —¡Qué bueno que por fin lo encuentro, comisario! —dijo la voz femenina con entusiasmo—. Mire, llevo horas explicándole a la señora del teléfono, que necesito que cambiéis la foto de mi cartel de «Se busca». Es muy poco favorecedora. Tengo otra muy reciente en la que luzco mucho mejor…

    —Mire, jovencita —interrumpió el comisario—. ¿Qué se ha creído usted que somos?

    —Oiga, pero no se moleste, comisario —respondió la joven—. Si eso no lleva nada de tiempo, os puedo enviar una muestra por fax en un periquete.

    Fina respiró profundo negando con la cabeza.

    —¿Señorita, toma usted algún tratamiento psiquiátrico?

    —La verdad es que no —admitió la joven—, pero ¿qué pasa? ¿Eso tiene algo que ver con que me fugase de la comisaría de Ávila? Que sepa usted que no tomo drogas ni bebo alcohol, yo soy una chavala muy sana.

    El comisario perdió la paciencia.

    —Mire, señorita. Estamos grabando esta conversación y aplicando métodos informáticos para establecer su localización —mintió—. Como vuelva usted a llamar con ese asunto, la policía de Ávila le tocará la puerta. ¿Lo ha entendido?

    La llamada se cortó de improviso.

    —Oiga jefe, es usted el puto amo —dijo Pernalete.

    El policía había estado escuchando como el resto de la comisaría.

    —Pernalete, hazte un favor y pírate a por la bollería —ordenó—. Y todos vosotros, poneos a trabajar.

    La voz del comisario fue lo bastante elocuente. El agente salió escopetado y el resto de funcionarios buscó en qué ocuparse. Chema se dirigió a su despacho, abrió la puerta y cerró con un portazo. No se había sentado en su silla, cuando llegó un fax. Con un dolor de cabeza que comenzaba a resultarle molesto, se acercó al aparato y cogió la hoja. En la misma podía verse la foto de una chica bastante joven con un texto que decía:

    «Podéis usar esta foto, por favor y gracias»

    Furioso, estrujó la hoja hasta que la volvió una pelota y la tiró en la papelera.

    Iba a sentarse luego de poner la cafetera, pero Suárez abrió la puerta.

    —Comisario —dijo jadeante—. Tenemos un posible allanamiento de morada. El hombre puso los ojos en blanco.

    —¿Qué puta mierda está pasando hoy?

    El sargento pensó en recordarle lo que había dicho y hecho el día anterior, pero se contuvo. Con aquella furia que le brotaba por los ojos, prefirió guardar silencio.

    Chema sacó su arma de reglamento del cajón de su escritorio y se ajustó la sobaquera.

    —Venga, vamos a ocuparnos de este asunto a ver si podemos desayunar en paz.

    El sargento lo vio salir dando grandes zancadas y lo siguió hasta la puerta de la comisaría.

    —¿Quién hizo la llamada?

    —Según Fina fueron los Martínez, porque su vecina les llamó para decirles que había oído ruidos raros en su piso y como los pisos son contiguos…

    —Me cago en todos mis muertos y las vecinas cotilla —masculló el comisario.

    Suárez sabía que con el comisario así de calentito, era mejor economizar palabras. Pensando que sería mejor encontrar aquel medallón maldito cuanto antes, el sargento le siguió los pasos a su compañero de cerca, solo por si alguna otra cosa pudiera ocurrirles durante el camino.

    Entraron en el edificio. Desde la planta baja se escuchaban los gritos, las voces y unos ladridos furiosos. Ambos policías sacaron sus armas y cogieron hacia las escaleras. Subiendo con rapidez alcanzaron el segundo piso. La vecina permanecía con la puerta entreabierta, esperando a que llegasen. Cuando los vio, salió al rellano.

    —Señora, por favor vuelva a su casa —ordenó el comisario.

    La mujer asintió y entró, haciendo señas para que la siguiesen al interior de su vivienda. Los policías se miraron un momento. Un alboroto se escuchó dentro del piso contiguo. Cristales se rompían y golpes secos se escuchaban tras los ladridos de un perro que parecía furioso.

    Pasaron al salón. La mujer los estaba esperando.

    —A ver, señora —dijo el comisario—. Si quiere agregar algo, puede hacerlo luego. Ahora tenemos que ocuparnos del intruso.

    —Es que es justo eso, comisario. Yo sé quien está dentro del piso de los Martínez.

    Chema alzó una ceja mirando a Suárez y luego a la mujer. El sargento lo miró y negó con la cabeza.

    —Bien, la escuchamos.

    —Es el novio de la Conchi —respondió la mujer—. Es un buen chaval, pero le gusta probar cosas… ya usted sabe —dijo bajando la voz.

    —No, señora… la verdad es que no sé —dijo el comisario con irritación—. Haga usted el favor de hablar sin rodeos.

    La mujer se sorprendió por el tono tan áspero del policía. Suárez la observaba pidiéndole comprensión con la mirada.

    —La señora se refiere a que es posible que el nota, esté drogui, comisario.

    —Muy bien —murmuró—. Vamos a ver si logramos que se le pase el colocón.

    El comisario salió con el arma en la mano, se acercó a la puerta y tocó con fuerza.

    —¡Es la policía! —exclamó—. Abra la puerta ahora mismo.

    La puerta se abrió y un perro diminuto salió disparado. Tras él, un tipo cuarentón salía dando tumbos. El comisario lo cogió con fuerza por la pechera y lo empujó contra la pared.

    —¡Eh! ¿Qué coño haces, tío? ¿No ves que se quema?

    El comisario respiró profundo. Su paciencia y la cuota máxima de tolerancia a los reventados de la cabeza estaba peligrosamente cerca del límite.

    —A ver, según tú, ¿qué es lo que se quema?

    El hombre intentaba mirarlo, pero sus ojos se veían vidriosos y con las pupilas dilatadas. En efecto aquel nota, estaba volando quién sabe dónde y con quien.

    —¡Joder! ¿Es que acaso estás ciego y no ves el incendio?, macho —El hombre se removía inquieto—. ¡Que nos vamos a quemar con el puto perro!

    —Ya los bomberos vienen para aquí, no te preocupes —mintió mientras le ponía las esposas.

    —¿en serio?

    —Sí, hijo, sí.

    El hombre se relajó y se dejó hacer. Suárez cogió al perro y se lo dio a la vecina. Luego se encargó de gestionar el traslado a la comisaría. Con el supuesto allanador en la parte trasera de la patrulla, Suárez conducía en silencio.

    —¿Y monolito? —Los policías se miraron sin comprender.

    —¿Qué coño es eso? —preguntó el comisario.

    —¡El perro, tío, ¿el perro!

    —Lo tiene ahora mismo la vecina de al lado, no te preocupes por eso —aseguró Suárez.

    El detenido se recostó contra el asiento. El comisario no le perdía de vista.

    —¿Qué crees que se metió? —preguntó el comisario.

    —Tiene toda la pinta de ser algo tipo LSD.

    —Vaya día de mierda —espetó el comisario—. Me estoy muriendo de hambre.

    —Somos dos.

    —Dejemos al fulano este en una celda, ya se le pasará esa trona. Vamos a comer algo.

    Suárez asintió. Mucho después de haber dejado al «flipao incendiario», como lo bautizaron los demás funcionarios de la comisaría, en el calabozo, Se fueron al bar de Paco. Al menos podrían tomarse una buena comida.


    El bar de Paco estaba a tope. Medio pueblo se había juntado a celebrar el sesenta aniversario de bodas de los Giménez. Cervezas, vino, cubatas y demás bebidas espirituosas acompañaban el menú que, todo había que decirlo, tenía una pintaza fenomenal. A Suárez le rugieron las tripas y al comisario otro tanto más. Se habían sentado ya a una mesa algo apartada, cuando sonó el móvil del comisario. Miró la pantalla y se sorprendió al ver que era su mujer. Desbloqueó el móvil y atendió.

    —Dime, cariño.

    Pepi, la camarera dejaba dos botellines de agua mineral con gas. Paco sabía que al comisario no le gustaba beber nada de alcohol cuando estaba de servicio.

    Suarez se llevó el vaso a la boca y ahí se quedó, tieso como una estatua cuando se fijó en la cara del comisario. La camarera ya se había ido a servir otra mesa, así que Pedro preguntó con confianza.

    —¿Qué ocurre, comisario?

    El hombre levantó un dedo para que Suárez le diese un momento. El sargento dejó el vaso sobre la mesa, atento. Ver al comisario respirando como una locomotora no le daba buena espina.

    —Repite todo eso más despacio, Maricarmen.

    Suárez vio al comisario mirando todo a su alrededor como si por algún motivo lo que veía fuese desconocido.

    —Vale, enseguida vamos para allá.

    El sargento puso cara de: «esto no me puede estar pasando a mí justo ahora», pero el comisario pasó de aquella expresión de cordero degollao.

    —Levanta ese culo de ahí, nos vamos.

    —Pero comisario…

    —Tenemos un reporte de disputa doméstica. —Resignado, el sargento se puso de pie.

    Paco, viendo que los policías se marchaban, se acercó con sigilo.

    —Venga, no os podéis marchar sin haber comido… está ya todo a punto.

    —Es una emergencia, Paco —dijo el comisario—. Tú mantén todo calentito, enseguida volvemos. —Paco vio al comisario con escepticismo—. Apúntate la comida en mi cuenta, ya luego te pago todo.

    El hombre asintió, preocupado. El comisario solía ser un tipo carismático y afable, pero aquel día llevaba el ánimo más sombrío que un cadáver bajo tierra.

    Con un gesto de disculpa en la mirada, el sargento vio a don Paco y salió tras el comisario.

    Apretando el paso, le dio alcance en la esquina.

    Chema lo vio de soslayo, pero no redujo la velocidad.

    —Que sepas, Suárez, que me cago en todos tus dioses paganos.

    El sargento se crispó y en su mente comenzó a rezar a todos los celtíberos que recordó en aquel instante, solo por si acaso. Lo peor que podía pasarles ese día es que alguno se cabrease con él o el comisario. Ya bastante tenían con haber lanzado aquel deseo al propio caos.

    Suárez se sorprendió cuando vio hacia dónde se dirigían. El comisario entró sin decirle nada al portero y pulsó el botón del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, entró tras el comisario. Se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la planta donde vivía el mismísimo Chema Sánchez. El sargento alzó las cejas al escuchar aquel alboroto.

    Cristales rotos, gritos, golpes contra las paredes. Chillidos desesperados y maldiciones, se escuchaban tras la puerta del 7-C.

    Los vecinos se asomaron entreabriendo la puerta. Maricarmen, la mujer del comisario se asomó. Al verlo ahí en el rellano, se relajó y conociendo a su marido, cerró la puerta.

    Chema golpeó la puerta de los vecinos con fuerza.

    —Isabela, Enrique, abrid la puerta, soy chema.

    Los chillidos aumentaron de intensidad. Cansado y con poca paciencia para más pollos absurdos, le quitó el seguro a su pistola, apuntó a la cerradura y disparó. El disparo sonó tan fuerte, que la mujer del comisario abrió la puerta y salió despavorida; como pudo, frenó en seco al verlo con cara de pocos amigos, parado frente a la puerta de sus vecinos.

    Conociendo el temperamento de su marido, la mujer regresó a su vivienda sin decir una palabra y cerró la puerta.

    —Prepárate para entrar, Suárez.

    El sargento asintió, tragó grueso y le quitó el seguro a su pistola. El comisario levantó la pierna derecha y dio una patada a la puerta. Un sartén salió volando y lo esquivaron por los pelos.

    —¡Policía! —gritó el comisario.

    Gritos y golpes se escucharon en la cocina. Ambos policías se dirigieron allí a toda prisa.

    Suárez frenó en seco y chocó contra la espalda del comisario que estaba temblando de la ira.

    —¡Morirás, hija de puta!¡guarra! ¡Verás lo que le pasa a las que se meten conmigo, asquerosa!

    El sargento no daba crédito a lo que estaba viendo. Bajó el arma luego de ponerle el seguro. Ahí, frente a sus narices, Un tío de metro noventa y tantos y más de ciento veinte kilos, vestido apenas con un albornoz del hombre araña y con unas pantuflas acolchadas con una cabeza de dragón en cada puntera, sostenía un bote de insecticida como si fuese un arma mortal contra algún enemigo imaginario.

    —Enrique… —dijo el comisario bajando su pistola.

    El hombre se giró con brusquedad con el bote en alto y pulsó el dispensador. Suárez se agachó, pero el comisario no reaccionó con suficiente agilidad y el insecticida le cayó por todas partes. El gigante se quedó tan perplejo, que soltó el bote y salió corriendo a asistirlo.

    —¡Por la virgen de chilla, chema!

    El sargento se interpuso un instante para intentar calmar al hombre que, con los ojos desorbitados, le rociaba agua al comisario con su regadera de plantas. El comisario, desorientado e intoxicado casi se cae al suelo, de no ser por el sargento que lo cogió y logró que se sentara en un pequeño banco que había en la cocina.

    —Deje que me ocupe yo del comisario, caballero. Haga el favor de llamar al doctor león, él sabrá qué hay que hacer.

    Angustiado, el hombre cogió el teléfono de la cocina y comenzó a marcar.

    Mareado y tosiendo, el comisario se fijó en la araña que se aproximaba hacia ellos. Sin poder articular algo que fuera coherente, el policía intentaba señalarle al sargento la presencia de la araña, pero este estaba tan preocupado por su salud, que terminó pisándola.

    El sonido dejó a los tres hombres, paralizados. Tras colgar el teléfono, el hombretón se fijó en la bota del sargento y sonrió con alivio y satisfacción.

    —¡Espero que te hayas ido al infierno de las arañas rastreras, asquerosa!

    El comisario puso los ojos en blanco y recostó la cabeza contra la pared.

    —El doctor león ya viene para acá, no hay de qué preocuparse —dijo enrique.

    Suárez lo vio intentando servirse un vaso de agua en un tazón de café, ya que no había quedado un solo vaso de cristal en los gabinetes. Sabiendo que el comisario estaba fuera de combate de forma temporal, el sargento decidió tomarle la declaración al hombre que, como si no hubiera ocurrido nada en aquel piso, se sentó a charlar alegremente, contando su batalla campal y heroica contra la intrusa que habitaba en su vivienda desde la noche anterior.

    —Verá usted, señor sargento… —Enrique gesticulaba para explicarse mejor—. Mi mujer no tolera a los insectos y yo, no podía permitir que esa rastrera asquerosa volviese a joderme otro polvo, usted me entiende, ¿verdad?

    Suárez dio gracias a los dioses de que el comisario estaba fuera de combate o, de seguro, se llevaba a su vecino directito al calabozo y no solo iba a joderle un polvo al pobre hombre.

    El médico llegó y siguiendo el eco de las voces, entró en la cocina. Con la discreción que lo caracterizaba se ocupó del comisario sin hacer preguntas. Luego de aclarar el malentendido, entre los tres lo llevaron a su casa.

    —Por fortuna solo ha sido una reacción alérgica. Era de esos insecticidas que no son tóxicos para las personas. Se pondrá bien —explicó el doctor.

    Maricarmen asintió, más relajada. Tan atenta como siempre, acompañó a los hombres hasta la puerta.

    —¿Suárez? —preguntó el comisario.

    —¿Sí? Aquí estoy, dígame, jefe.

    —Encuentra como sea la mierda esa que le quitaste al sobrino del cura y deshazte de ella. —El sargento se quedó mudo de la impresión— ¿Me escuchaste?

    —Claro, jefe, delo por hecho.

    —Bien, ahora lárgate y dile a fina… —El comisario se quedó en blanco—, nada, no le digas nada que León es su marido y ya le contará cuando se vean en su casa. Quedas a cargo hasta pasado mañana. Y no quiero excusas, deshazte de la mierda que te dije.

    —Sí, señor.

    El sargento salió de casa del comisario, decidido a cumplir con sus órdenes. Era eso, o que en algún momento terminasen en quien sabe dónde gracias a aquel puto caos.


    Esa misma noche, el sargento se encontraba junto a Fina de León, en el despacho del comisario. Ataviado con guantes de goma, mascarilla y gafas protectoras, Suárez daba indicaciones a la mujer del médico para que, ayudada con su escoba, encontrasen el objeto maldito que había puesto al pueblo de cabeza.

    —Joder, ¿cómo coño llegó eso hasta ahí abajo? —La mujer se inclinó para arrastrar el medallón con los pelos de la escoba.

    —El caos tiene sus mañas —respondió el sargento.

    Fina puso los ojos en blanco y se arrodilló con la intención de coger el medallón.

    —¡Alto ahí! —Fina dio un respingo y se golpeó la cabeza con el tope del escritorio.

    —Me cago en todos tus ancestros, Pedro —chilló fina—. Menudo susto que me acabas de pegar, cabrón.

    —No toques esa cosa, mujer. Está maldita.

    —Venga ya, macho. Si solo es una cadena con un medallón —resopló exasperada—. Por las chanclas de la Magdalena, para ya.

    El sargento hacía aspavientos para alejarla del medallón.

    —¡Quita! —exclamó Pedro, golpeándole la mano y cogiendo el objeto con dos dedos como si fuese radioactivo.

    —¿Ahora qué?

    El sargento metió el medallón en una bolsa de evidencias y la selló. Con cuidado ayudó a la mujer a levantarse y entre ambos, ordenaron el despacho del comisario.

    —Ahora, tal como me lo ordenó el jefe, voy a deshacerme de esta mierda.

    La mujer se encogió de hombros y salió del despacho.

    Suárez iba a salir tal cual, pero se lo pensó mejor. Dejó todos sus implementos de seguridad en su casillero y luego volvió a por el objeto. Cogiéndolo como si fuese el portador de un virus letal, salió de la comisaría. Tras meditar qué hacer con aquella cosa, el sargento tomó rumbo hacia la herrería de jacinto. Después de hablar con el hombre un buen rato, le pidió que fundiese aquella joya. Sorprendido, el herrero accedió y fundió el medallón con todo y cadena.

    Suárez salió de la herrería silbando con las manos en la cazadora.


    En su casa, el comisario compartía con su mujer los sucesos del día. No solía llevarse el trabajo a casa, pero aquel martes había sido demasiado inusual como para no hacerlo.

    —Entonces, según Suárez todo esto es culpa del medallón, ¿no? —Chema asintió.

    Su mujer permaneció callada un rato, pensativa.

    —¿No vas a decirme nada?

    Maricarmen lo miró un instante antes de ponerse de pie.

    —Lo único que puedo decirte, cariño, es que la próxima vez, tengas más cuidado con lo que deseas.

    El comisario se la quedó mirando, incrédulo.

    —¿Eso y más nada? —Su mujer asintió.

    —Duérmete ya, Chema. A ver si por seguir comiéndote la cabeza con ese tema, terminas por atar al caos a este pueblo.

    Acojonado por la posibilidad de enfrentar otro día igual de caótico, el comisario desterró todo de su mente y se durmió.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto marzo 2020, propuesto por Jose A. Sánchez.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Una de las noticias propuestas
    2. De las seis, solo he dejado una por fuera