Categoría: Terror

  • El habitante del ático

    Silueta de un hombre que sostiene una especie de linterna en la mano dentro de un ático muy oscuro, lleno de trastos sucios y desordenados
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Esteban se detuvo a mitad de las escaleras. El pulso le palpitaba en la garganta como un potro salvaje. Otro aullido sobre su cabeza. Esa risa macabra. Titubeó una fracción de segundos. ¿De verdad quería confrontar al habitante del ático? El potente aroma a podredumbre se le filtró por la nariz. El recuerdo de su último encontronazo le revolvió las tripas. El regusto a bilis le alcanzó las papilas; la rabia se le disparó. El estruendo fue el broche de oro que necesitó para decidirse.

    La puerta del ático chirrió al abrirse. Esteban entró. Aferró la linterna. Pese a la fuerza con la que apretó el puño El haz de luz temblaba tanto que se perdió en la densa oscuridad. El cristal de la ventana estalló. Un viento gélido entró en tromba y levantó la capa de polvo asentada desde la última vez que subió. La figura que le dio la bienvenida despertó los miedos infantiles que creyó sepultados en lo más profundo de su psique. La luz se le resbaló de la mano… titiló un par de veces y la oscuridad se impuso. La carcajada siniestra rebotó contra las paredes. Esteban quiso correr; el cuerpo no le respondió. El reproche por su cobardía ahogó su mente… Se sintió perdido. La madera bajo sus pies se hundió…


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  • Descubrimiento

    Era un monstruo. Nadie debería experimentar con la muerte y salir victorioso. ¿Cómo se había dejado embaucar?

    Miró a su alrededor; el laboratorio repleto de cuerpos mutilados le provocó una inquietud asfixiante.

    No ocultaría ese secreto; la ética se lo exigía. Recogió las pruebas; el tiempo se le echaba encima.

    —¿Tienes prisa, Sofía?

    Quiso correr. El pinchazo la paralizó. Sus párpados se cerraron; perdió la esperanza. Cuando el mundo descubriese la verdad, sería demasiado tarde.

    un laboratorio en el que se observa un científico de aspecto monstruoso que sujeta una jeringa
    Imagen libre de derechos de Dmitry Abramov en pixabay

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  • La loca de las ánimas

    El viento aulló. Las ramas secas chocaron contra el cristal de la ventana. La lechuza ululó y, como cada noche del tercer viernes de cada mes, Minerva abrió los ojos. También, como cada vez que era reclamada, la temperatura descendió; quizá por ello, posar el pie descalzo sobre el piso gélido no rompió el malentendido sonambulismo que, según algunos, la sacaba de la cama.

    —Tardas demasiado. —La exigencia le puso la piel de gallina.

    Minerva, a diferencia de otras veces, no apresuró el paso. La voz la apremió de nuevo. La batalla que la joven libraba en su interior tenía un final predestinado. Quizá, por esa razón, se resistía, aunque en el fondo era un esfuerzo inútil; ella tenía el poder, ella no la dejaría escapar; ella no era como las otras almas que reclamaban su guía para cruzar… ella reinaba del otro lado.

    —Tu destino está junto a mí, no te resistas, entrégate. —Una lágrima furtiva le rodó mejilla abajo.

    Imagen de un bosque otoñal en el que destaca un árbol marchito. en lo alto se observa parte del rostro de una mujer al que se le ve un ojo y la boca. el rostro parece difuminarse entre nubes.
    Imagen libre de derechos en Pixabay

    El viento sopló con más fuerza; consigo llevaba el aroma a tierra mojada, madera mohosa y magia antigua. El bosque se silenció como sutil bienvenida. Minerva avanzó sin mirar atrás; despedirse era un sinsentido. nadie añoraría a «la loca de las ánimas». Así la llamaban todos; así la llamarían muchos… en otros lugares…  en otros tiempos una vez que su leyenda traspasara la frontera de aquel pueblo perdido y fantasmal.

    Alcanzó el roble marchito. Su pulso disminuyó; su corazón se detuvo. Ella la esperaba con los brazos abiertos. Se fundieron cuerpo, mente y espíritu en un abrazo mortal.

    Minerva desapareció; nadie hizo preguntas. Sin embargo, la noche del tercer viernes de cada mes hay quien dice que ve su rostro entre las nubes; que oye su voz y su risa cuando el viento aúlla y las ánimas pasean reclamando a su guía.


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  • ¡Felices fiestas… Satan!

    Varias casas adosadas en una ciudad. todo se ve cubierto de nieve.
    Imagen libre de derechos de FreeImages en Pixabay

    Dejo caer mis párpados un breve instante, el que necesito para inspirar hondo e impregnarme del delicioso aroma que destila el más puro terror. Me regodeo una fracción de segundos más; sólo un poco, hasta que mis glándulas salivales se inquietan y sé que ha llegado el momento.

    Permito que mis pupilas se paseen por aquel rostro angelical. Es tan inocente que no es consciente de lo que hizo al invocarme con su lengüilla rosácea, esa que todavía se enreda entre las vocales y las consonantes. Sonrío con malevolencia. La pequeñaja me devuelve la sonrisa y sus ojillos vivaces brillan de expectación. Mis ojos se desplazan. Las alas de mi nariz se expanden y mis pupilas se dilatan mientras que las de aquel sujeto se contraen. No sabe quién soy; aun así, el instinto le advierte del peligro inminente.

    Me anticipo con facilidad a sus movimientos y con un zarpazo certero le secciono la yugular. La ficticia barba impoluta se torna rosada; el traje aterciopelado se empapa, aunque no hay demasiada diferencia entre el líquido y su tono original.

    Cojo a la pequeña justo a tiempo antes de que quede aplastada por aquel cuerpo que se desliza, sin remedio, hacia el suelo. La chiquilla parpadea y cierra sus ojillos en cuanto percibe las gotas cálidas que le salpican la frente y las mejillas. Siento su pequeño cuerpo temblar y me recreo ante el miedo que se le dibuja en el rostro; ha abierto los ojos y su boquita regordeta se abre al mismo tiempo que las lágrimas le empañan los iris. Ve al hombre desmadejado en el suelo y tras un par de segundos me mira. Me percato de su confusión y sonrío. Ella arruga el entrecejo.

    —¿Satan? —Lo señala con un dedito.

    —Se ha ido, preciosa, pero yo me quedaré en su lugar. —digo y amplío mi sonrisa.

    Ella se fija en mis dientes puntiagudos y chilla. Intenta correr y yo se lo impido. La agarro con fuerza por el brazo y la atraigo hacia mí. Mi abrazo mortal acalla su aguda voz y mientras sus delicados huesos crujen yo tarareo un villancico. Sorbo su alma y me relamo sin vergüenza ni compasión.

    Termino con mi pequeño tentempié. Vuelvo a sonreír ante la perspectiva que me aguarda. Me deshago del cuerpo de la pequeña y del hombre. Con un ademán arreglo el desaguisado del disfraz y me visto. Me ajusto bien el sombrerillo y echo sobre mí un encantamiento temporal. Cojo el saco lleno de cajas envueltas en papeles coloridos y salgo al frío intenso que me acoge con naturalidad. Echo a andar calle abajo mientras voy silbando una tonadita propia de la Nochebuena. Me detengo ante una bonita casa. Desde la puerta escucho las risas, la música y me relamo antes de tocar. La puerta se abre con rapidez. Sonrío con malevolencia, aunque de seguro no se nota gracias a la tupida barba que me cubre la cara.

    —¡Felites festas, Satan!

    El pequeñajo regordete que sale de detrás del joven que abre sonriente despierta mi apetito.

    —Jo, Jo, Jo —suelto y me sobo a la altura de la tripa.

    «No tienes idea de lo felices que me resultarán estas fiestas, enano», pienso y doy un paso en el instante en el que aquel joven se hace a un lado y me invita a pasar.


    Este relato ha sido escrito para participar en el “Va de reto diciembre 2020” propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición era escribir un relato de terror en torno a la navidad. Si te gustó, házmelo saber dejándome tu impresión en los comentarios.

  • Nefasta resurrección

    Libro fuego y un pentáculo, símbolos de un ritual ocultista
    Imagen de Darkmoon_de en pixabay

    El fantasma de la culpa acicateaba su dolorido corazón y sumía su mente en una tiniebla que lo engullía sin compasión. Los recuerdos volvían una y otra vez sin darle tregua.

    Se maldijo en voz queda mientras permanecía de pie con los ojos cerrados.

    La imagen de aquella escalera lo golpeó con tanta nitidez que le arrancó un jadeo. Sabía lo que venía a continuación: su pequeño Mario moviendo los brazos como si fuese un avión mientras caminaba de puntillas en el borde del escalón y gritaba entre risas para llamar su atención y él, maldito fuese por el resto de su existencia, seguía al pie de la escalera discutiendo por teléfono con aquel idiota de Marco que nunca se sentía satisfecho y nunca tenía tiempo para dedicarles mientras él miraba por el rabillo del ojo.

    Se estremeció ante el recuerdo del aullido que por fin había capturado toda su atención. Mario rodaba escaleras abajo sin control.

    Al igual que aquel aciago día, se quedó paralizado por la impresión y la incredulidad. Sólo el crujido del hueso al astillarse en mil trozos diminutos lo sacó de su letargo. Sintió las mismas náuseas y el mismo vacío en el estómago. Ese día los ojos sin vida de su pequeño se clavaron en sus retinas; desde entonces, aquella mirada perdida lo perseguía día y noche sin que pudiese arrancársela del corazón.

    Abrió los ojos con lentitud. Tuvo que parpadear para luchar contra el fulgor que lo había obligado a cerrarlos en cuanto hubo separado las tapas del libro.

    Dejó que su mirada vagase por aquellas páginas. Un cosquilleo se le instauró en la boca del estómago mientras el corazón comenzaba a martillarle en el pecho con tanta fuerza que podía escuchar sus latidos con total claridad. Dibujó el pentáculo y chasqueó los dedos para encender el fuego.

    Estaba prohibido; lo sabía. Pese a la sentencia que se cernía sobre su alma alzó los brazos y comenzó a pronunciar el conjuro.

    El suelo bajo sus pies comenzó a sacudirse. El viento chillaba y chocaba contra los ventanales de su estudio. Las nubes se arremolinaron arropando el fulgor de la reina nocturna que, como si hubiese anticipado lo que ocurriría, había preferido no ser testigo de aquella abominación.

    La piel se le erizó en cuanto escuchó aquella risita familiar que otrora le había regocijado el corazón. Bajó los brazos y clavó sus pupilas en aquel cuadro que había pintado días antes de la muerte de su pequeño Mario. Tragó grueso en cuanto la figura de su hijo comenzó a moverse con la clara intención de abandonar el lienzo donde lo había inmortalizado.

    Un aullido desgarrador interrumpió la risa infantil. Por el ventanal, Malcolm podía atisbar parte del risco platinado con timidez por la luz de la luna que lograba colarse entre las nubes.

    La figura de su hijo se aproximó con una sonrisa en los labios. Dejó caer el peluche que tanto había adorado y extendió sus bracitos para impulsarse fuera del cuadro.

    El pintor contuvo el aliento. «quizá aquella prohibición no era más que mera superstición. Una regla sin fundamento con el objetivo de mantener el control de quienes ostentaban el poder», pensó antes de dar un paso en dirección a la pared donde descansaba el cuadro. Marco se había negado; sin embargo, él no era capaz de resignarse a haberlo perdido para siempre. Por eso había extraído el libro de la biblioteca del clan.

    El corazón le dio un brinco y la palidez se apoderó de su cara en cuanto pudo ver cómo el rostro de su pequeño se desfiguraba con aquella mueca terrorífica. Supo entonces, que la prohibición tenía algo más que fundamento. El suelo seguía vibrando bajo sus pies. Podía autoengañarse todo lo que quisiese; las señales eran claras y la condena de su alma era, a todas luces, ineludible.

    —Te has portado mal, papi —dijo el niño mientras sus labios se curvaban en una sonrisa macabra—. Tienes que recibir un castigo.

    Malcolm se quedó paralizado mientras la figura fantasmal de su pequeño se aproximaba hacia él; temió por Marco y, aunque trató de advertirle, todos sus intentos fueron en vano. Resignado a su destino, cerró los ojos y se entregó. Lo último que quedó registrado en su corazón fue aquella risa infantil. Después de la dolorosa agonía, se vio envuelto en una sempiterna oscuridad.

    Marco temió lo peor en el instante en que percibió el desequilibrio. La puerta entre el mundo de los vivos y los muertos se había abierto y supo sin duda alguna quién había sido el responsable.

    Apenas si tuvo tiempo de coger su atame cuando vio la figura infantil aproximarse hacia él. Un dolor inenarrable le atravesó el pecho; antes de poder pronunciar las palabras que pondrían fin a aquella nefasta resurrección cayó sin vida.

    Mario se acuclilló junto al cuerpo del brujo. Se inclinó y pegó mucho su cara a la de su segundo padre. Soltó una risita traviesa y se fue dando saltitos; tenía que conseguirse a alguien más con quien jugar.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto septiembre 2020, propuesto por Jose A. Sánchez, @JascNet.


    Elementos a utilizar en el desafío

    Las tresimágenes propuestas.

  • Pesadilla en Oz. Retelling de El mago de Oz

    Mago oscuro que sostiene una bola de cristal en la mano de la cual emergen rayos
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel

    Dedicatoria

    A ti… que me lees en silencio. Gracias eternas.


    Alzó sus manos en dirección al cielo; en su mente el deseo dio paso a la obsesión. Las llamas crepitaron en una danza salvaje.


    Dorothy respira hondo para recuperar el resuello. El huracán se había detenido con la misma rapidez con la que se había formado. Mira a su alrededor y siente un vacío en el estómago. No sabe dónde está.


    Salmodió en voz queda. El idioma más antiguo del mundo brotó de sus labios y se sintió invencible. La magia comenzó a fluir a través de sus dedos hacia su bola de cristal.


    Los ojos se le llenan de lágrimas; el miedo se anida en su mente y rompe a temblar. Totó comienza a ladrar; ella se gira con rapidez. Echa a correr despavorida en cuanto ve aquel espantapájaros al que le falta parte de la cabeza lanzarse a por ella. Mientras corría se lo imagina dándole un buen mordisco en la frente.


    Experimentó un instante de éxtasis. Entrecerró los ojos; el corazón le martilleó en el pecho producto de la anticipación.


    Logra esconderse tras un matorral. El espantapájaros pasa de largo y choca contra una figura de hojalata de mirada feroz y dientes puntiagudos con un gran hueco sangrante del lado izquierdo del pecho.


    Por fin pudo verla. Invocó al viento.


    Ahoga un chillido. Los dos monstruos se enzarzan en una pelea a puños y dentelladas. Piensa en correr; el rugido de una fiera la detiene. Solloza; se siente perdida. Recuerda a sus tíos y un nudo se le forma en la garganta. Totó se esconde tras ella. La niña se queda petrificada al ver aquel inmenso león saltar sobre el hombre de hojalata que termina aplastado por su peso. Luego, como si estuviese acostumbrado, destroza al espantapájaros con sus zarpas.


    la quería a su lado a como diese lugar.


    Dorothy se sorbe los mocos. Cree que puede escapar mientras la fiera está distraída; es inútil. Una carcajada siniestra retumba en todos lados; su eco se impone a los latidos de su corazón. Se le eriza la piel. El león se vuelve y clava sus ojos dorados en ella. Totó vuelve a ladrar; la bestia aplasta al perro entre sus fauces. La chiquilla grita, aterrorizada.


    —Ven a mí, querida Dottie. —El rostro de un anciano se forma entre las nubes y capta la mirada de la niña—. Entrégate a mí y te salvaré de las fauces de la bestia.


    Aquella pequeña bruja tenía que pertenecerle.


    Mira a uno y a otro, indecisa. Se pellizca el labio inferior entre los dientes; el sabor salado de su sangre le revuelve el estómago. Piensa que no volverá a comer golosinas a escondidas ni leerá cuentos de miedo antes de dormir. Percibe el olor de su orina y se estremece al sentir el líquido cálido mojarle las piernas y los calcetines. Sin sus tíos y sin Totó está más sola que nunca. Cree que ya no tiene nada más que perder; elige y, sólo entonces, la oscuridad la engulle.


    Agradecimientos

    1. A Daniel Hermosel (@danielturambar) por sus talleres de escritura en Twitch

    Tras la edición y corrección el retelling ha cambiado de título y ahora cuenta con 498 palabras.


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