
Frunció el entrecejo cuando subió a aquel desván cubierto por aquella capa gruesa de polvo. Dio una mirada a cada rincón y suspiró. Lograr que aquel lugar pareciese habitable le llevaría toda la vida. Estaba a punto de bajar por la escalerilla cuando sintió un siseo insistente.
—¿Quién anda ahí? —Achicó los ojos para ver si divisaba alguna silueta, pero no vio nada más que cajas apiladas y trastos viejos.
—Estoy aquí… —parpadeó varias veces pensando que no volvería a pasarse con las cervecitas durante la cena.
—Yo no veo a nadie —respondió a pesar de parecerle una soberana estupidez hacerlo.
—¿Cómo vas a verme si sigues ahí parado como un gilipollas?
el hombre se rascó la barba y luego la cabeza. si aquello era un truco de los críos, vaya que era la hostia.
—Vamos a ver —espetó— ya está bien de que os burléis, enanos. Salid de donde estéis o dejad ya…
—Qué enanos ni que enanos —la voz se escuchaba mosqueada— tú mueve ese culo de foca aquí … hasta este trío de cajas.
El hombre ya algo mosqueado también se acercó tumbando las cajas de arriba.
—Joder, hasta que te funcionó la sesera, macho —el hombre abrió los ojos como platos mirando aquel paraguas.
—¿Y tú qué? ¿Llevas un micrófono escondido de esos que salen en la televisión?
—Serás cateto —dijo la voz del paraguas— ¿Nunca has visto un objeto mágico?
—Pues la verdad… no —reconoció— ¿Se supone que tú lo eres?
—La duda ofende, macho —respondió el paraguas— a menos que tú estés tan majara que siempre hables con los paraguas.
El hombre puso mala cara y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.
—Espera… ¿a dónde vas?
—Abajo —respondió cortante— no tengo porqué aguantarme esta ridiculez.
—Pero si todavía no te he explicado lo de los deseos, tío. —El hombre se acercó con interés renovado cogiendo al paraguas.
—Cucha, con más cuidado, ¿eh? Que se me doblan las varillas.
—Será posible —masculló entre dientes— Explícate o te dejo arrumado aquí mismo.
—Vale, vale —dijo el paraguas— Mira, es muy sencillo. Si me llevas contigo puedo concederte cuatro deseos.
El hombre alzó una ceja. Observando al paraguas que yacía entre el resto de objetos de aquella caja pensó que les daría un buen susto a sus sobrinos.
—Muy bien —dijo— vamos fuera.
El hombre cogió el paraguas y abandonó el desván del nuevo almacén que acababa de comprar.
—¿No vas a pedir tu primer deseo? —preguntó el paraguas.
Tras meditarlo un poco el hombre dijo como si tal cosa.
—Deseo que mi vecino, el carnicero, deje de afilar sus cuchillos cada noche. Ese ruido es infernal.
—hecho —dijo el paraguas.
El hombre salió del almacén rumbo a su casa. Luego de cenar y darse una ducha, se puso el pijama y se tumbó en la cama. El paraguas permanecía en el taburete junto a la cómoda.
El día siguiente transcurrió sin contratiempos. El paraguas no había vuelto a hablar con él, así que pensó que sus sobrinos se habrían cansado de aquella estúpida broma. Y menos mal porque ya comenzaba a sentirse influenciado por aquel asunto; tanto, que había pasado toda la noche soñando con el puto paraguas y el vecino. Cuando llegó a casa se dio cuenta de que el vecino no estaba afilando sus cuchillos y sonrió, satisfecho.
—Parece que en realidad eres mágico. —Aquel pensamiento se le había escapado en voz alta.
—Claro que lo soy ¿qué te creías?
El hombre abrió los ojos al ver que una pálida figura iba formándose junto al paraguas.
—¡Hostia! —el hombre se puso de pie de un salto— ¿qué coño eres?
La figura puso los ojos en blanco.
—¿A ti qué te parece?
—No sé, nunca había visto una transparencia como tú antes.
—Más respeto —reclamó la figura— a ver si te crees que es muy fácil tomar forma.
—Coño, pero no te enfades.
—¿Estás listo para pedir tu segundo deseo?
El hombre se rascó la cabeza y torció los labios en un gesto por demás, curioso.
—Creo que… sí.
La figura hizo un gesto invitándole a realizar su petición.
—Deseo que la vecina de arriba deje de recoger esos gatos tan inmundos que resultan tan molestos.
—Concedido.
La figura se desvaneció y el hombre siguió con su rutina de siempre al llegar a casa. Luego de cenar, ver televisión y vestirse con el pijama, el hombre se metió en la cama. Tal como la noche anterior comenzó a tener sueños con la vecina, el paragua y los gatos. Se despertó sobresaltado con el paraguas en la mano empuñado como si fuera un arma.
Extrañado lo dejó sobre la mesita de luz y se dispuso a iniciar el día.
Al salir del edificio se dio cuenta de que ningún gato deambulaba por la planta baja y sonrió, satisfecho.
Esa noche volvió a casa cansado y de mal humor. Las cosas en la tienda no estaban yendo como esperaba, todo por su vecino y más acérrimo competidor. Entró en su casa dando un portazo y fue directo a su habitación.
—Parece que hoy andamos con muy mala leche, ¿no?
—Claro ¿cómo no? Si no fuese por ese gilipollas del Merchán, hoy las ventas estarían en alza —espetó furioso caminando de un lado a otro— vaya si desearía que se largase muy lejos y dejase de joderme la venta.
—Concedido —dijo la voz del paraguas.
Durante toda la noche al igual que las demás, tuvo sueños espantosos con el paragua y con Merchán. Al llegar la mañana se sentía agotado y con poquísimas ganas de trabajar. Estaba por tomarse el primer café del día cuando tocaron a la puerta con insistencia así que salió con rapidez antes de que se la aboyasen.
Se quedó muy sorprendido al ver a un par de agentes de policía.
—Buenos días, caballero.
—Buenos días —respondió— ¿qué puedo hacer por vosotros?
El par de policías dieron una mirada al interior del salón. El hombre se apartó para dejarles paso y los hombres entraron.
—¿Vive usted solo? —el hombre asintió rascándose la barba.
—Les ofrezco alguna cosa, ¿café? —Los hombres negaron con la cabeza.
—Estamos aquí investigando la muerte de dos de sus vecinos —El hombre alzó las cejas, sorprendido.
—No tenía idea de que hubiese muerto alguien.
—Pues así es… ¿señor?
—Suárez —respondió— me llamo francisco Suárez.
Los hombres apuntaron en una pequeña libreta.
—Bien, señor Suárez —Francisco se dejó caer en un sillón invitando a los policías a sentarse— ¿desde cuándo no ve usted al señor Sánchez?
—¿El carnicero?
—En efecto —Francisco se rascó la cabeza, pensativo.
—Si les soy honesto, no sabría decirles —confesó— ayer no escuché su afiladora, pero tampoco le di tanta importancia.
—¿Y a la señorita Martínez?
El hombre parecía confundido.
—Lo siento, pero esa no sé quién es, agente.
—La joven que vivía en el 5B, señor Suárez.
—La chavala de los gatos?
Los hombres cabecearon a la vez, asintiendo.
—Pues el jueves por la mañana la vi dándole de comer a uno de esos gatos malolientes.
—¿No escuchó usted nada raro el jueves por la noche?
—Pues la verdad es que no ¿debería?
Los hombres se miraron el uno al otro antes de hablar.
—El jueves por la noche la señorita Martínez fue asesinada brutalmente —dijo uno de los policías—. Todavía no hemos podido identificar el arma homicida.
—Y la noche anterior fue asesinado el señor Sánchez —informó el otro.
—En circunstancias… similares, a decir verdad. —ambos policías hablaron a la vez.
Francisco se quedó inmóvil. El impacto de las noticias le había dejado sin habla.
Su cabeza comenzó a ir a toda velocidad asociando ideas que, aunque absurdas, iban cobrando vida a medida que los hombres le informaban sobre ambos hechos.
Aunque surrealista, se parecían demasiado a sus sueños. Se dirigió a su habitación dando zancadas luego de que los policías se marcharan lleno de angustia por si sus sospechas fueran ciertas.
—¿Qué coño fue lo que hiciste?
—¿Perdona? —la figura que habitaba el paraguas se había materializado y ahora era mucho más tangible.
Francisco se dio cuenta de que era un hombre que aparentaba unos treinta y tantos y que vestía de negro.
—Me escuchaste bien, no voy a repetirme.
—Dirás en todo caso, ¿qué hiciste tú… —Francisco veía a aquel sujeto con los puños apretados.
—Yo no he hecho nada.
—Claro que sí —afirmó la figura— pediste tus deseos y se te concedieron.
—Eres una maldición —La figura se echó a reír.
—Y tú eres un cateto —rio— ¿qué te pensabas, que los paraguas hablan? —dijo con sorna—. Ah, no, claro, seguro creíste que podías pedir deseos y no pagar un precio, ¿no?
Francisco temblaba de la rabia. En un esfuerzo inútil cogió el dichoso paraguas e intentó romperlo con las manos, pero nada pasó. Luego de un buen rato desistió, frustrado.
—Tienes que parar -exigió— dime cómo me deshago de ti.
—Si te refieres a detener tu último deseo, es imposible —El hombre se cruzó de brazos— la única forma de que te deshagas de mi valiosa compañía es que te sacrifiques. ¿estás dispuesto?
Francisco se tambaleó ante aquella revelación. Morir no estaba dentro de sus planes a corto plazo.
El hombre soltó una carcajada siniestra.
—¿Qué eres tú? —preguntó tropezándose con el borde de la cama.
—Soy un mago oscuro, desde luego.
—Puedo dejarte tirado en la basura.
—Eso solo retrasará las cosas, pero no las detendrá —explicó—, además, puedo seguir fortaleciéndome de la fuerza vital de cualquiera que me toque.
La mente de Francisco marchaba a mil por hora. Alguna solución tendría que haber, no podía permitir que más personas inocentes muriesen por culpa de aquel maldito mago. Recordando el libro que siempre les leía a sus sobrinos se le ocurrió una idea.
—Tienes que concederme mi cuarto deseo por cojones, ¿no?
—Bueno sí, pero ¿a qué viene eso ahora? Para concederte el deseo tienes que morir, ya te lo dije.
—Responde mi pregunta, no te cuesta nada.
El mago lo vio con cierta suspicacia, pero al final accedió.
—Sí, hombre, sí. Si pides tu cuarto deseo te lo tengo que conceder.
—Muy bien —dijo Francisco-. Deseo que desaparezcas de la faz de la tierra con todo y paraguas y que nunca vuelvas a pisarla.
—¡No! ¿Hijo de la gran puta, no puedes hacerme esto!
—Ya lo he hecho.
Ante los ojos de Francisco, el paraguas y el mago oscuro desaparecieron. Esa noche tras haber dejado todo en orden, abandonó el mundo de los mortales.
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