
Dedicatoria
A todos los soñadores y creadores de historias impresionantes.
Comenzó a ascender por el acantilado. Había sobrevivido a la tempestad y el naufragio; pese a ello, aún no estaba a salvo. La escarpada pared rocosa ponía a prueba su resistencia. La daga que llevaba asida en el antebrazo rozó la roca y casi la pierde en el intento de no caer al vacío. El viento gélido arañaba su espalda y le heló hasta los huesos. El salitre le invadió las fosas nasales. Evitó mirar abajo. La humedad hacía difícil aferrarse a los salientes. El rugido del mar era estímulo suficiente para no desfallecer; flaquear en ese momento significaría terminar convertido en un amasijo sanguinolento y no le apetecía unirse a los restos del naufragio.
Exhaló el aire en cuanto pudo dejarse caer sobre la espalda. La noche se alzaba majestuosa y siniestra. Sabía que no debía, aun así, no pudo resistir la tentación de asomarse al borde de aquel acantilado. Se estremeció al ver flotar los restos del «Destino Incierto»; cerró los ojos un instante; el suficiente para dejar que su deseo de supervivencia primase y lo sacase de ahí. Al menos podría hacerle honor a la oportunidad de haber sobrevivido al naufragio que acabó con toda su tripulación. Abrió los ojos y clavó su mirada en el mar. Creyó ver restos ensangrentados sobre algún madero y se estremeció.
Se puso en pie y afianzó la funda en su antebrazo. Dio una mirada valorativa a su alrededor. El lugar pareció desierto; solo una cabaña rústica, algo desvencijada se atisbaba oculta en medio de algunos robustos árboles. Una densa niebla se movía con lentitud envolviendo sus simientes. La lluvia arreció de nuevo y no pudo controlar sus estremecimientos al recordar cómo su navío se había partido en dos.
Avanzó con cautela. El silencio reinante le crispó los nervios. Al latido desbocado de su corazón se unió el crujido de sus pasos al aproximarse hacia aquel posible refugio. Alcanzó la puerta y la empujó. Los goznes emitieron un chirrido espeluznante. Apretó los dientes y entró.
El hedor a moho y encierro fue su anfitrión. Evitó respirar demasiado hondo. Se cubrió la nariz con un jirón de la camisa que le trajo de vuelta el olor cobrizo que penetró sus fosas nasales mientras los cuerpos de los tripulantes bajo su mando eran zarandeados con fuerza para luego ser engullidos por el mar.
Un trueno restalló con fuerza; el silencio se disolvió ante la tormenta que volvía a apoderarse de la noche. Un relámpago cruzó el firmamento. En medio de su resplandor una silueta deforme se recortó contra la ventana. Intentó echar a correr; no tuvo caso; su cuerpo no respondía al deseo de su mente de ponerse a salvo; en su corazón palpitaba algo mucho más fuerte: el odio.
Fijó su mirada en aquellos ojos que brillaron en la oscuridad sedientos de sangre y venganza. Los vio acercarse despacio y la piel se le erizó. Tragó grueso al percatarse de la furtiva curva blanquecina que se dibujó mostrando el par de colmillos que alguna vez vio destrozar gargantas sin remordimientos. Aún quedaba una prueba más para el superviviente.
—Octavius —susurró y deslizó la daga que llevaba sujeta en el antebrazo hasta rozar su empuñadura con los dedos.
—Te advertí que volveríamos a vernos, Nicodemus. ¿Listo para saludar a la parca?
Aferró la empuñadura de la daga con fuerza.
—Dale tú, saludos de mi parte —espetó mientras le clavaba la daga entre las costillas.
La figura se hizo polvo. Nicodemus cerró los ojos y arrugó la nariz ante el pestilente hedor.
«Uno menos y descontando», pensó antes de dejarse caer al suelo.
Agradecimientos
- A Daniel Turambar(@danielturambar) por la convocatoria realizada por Twitter y las correcciones durante el taller vía Twitch
- Elementos a utilizar: la palabra cabaña y la palabra desierto; máximo 500 palabras
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Nota: La presente versión es el resultado de la corrección realizada por Daniel. En la actualidad el relato cuenta con 599 palabras.
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