La escoba sagrada

Tiempo de lectura estimado: 9 minutos
Estatuilla de una anciana bruja con su escoba
Imagen de Igor Shubin tomada de pixabay.com

Dedicatoria

A todos esos corazones que todavía no han descubierto la magia que habita en ellos.


Conocer a Eva había sido un gran acontecimiento en la vida de Madeleine, pero conocer su casa, era todavía mucho mejor. En la escuela no había nadie y lo sabía porque se había dedicado a investigar durante toda una semana, quienes de todos ellos habían puesto alguno de sus pies en la casa O’Donnell. Ni uno solo de sus compis del colegio sabía lo que se ocultaba tras aquella entrada de mansión de terror. Eso ya era suficiente para que Madeleine se sintiese afortunada y agradecida con la vida. ella, la niña regordeta de quien todos se burlaban, sería la única en pisar aquella casa y develar todos esos secretos que, de seguro, escondería la casa de Eva.

Sonó el timbre. El griterío de sus compañeros la mantuvo aturdida por varios minutos; tantos, que no había escuchado la pregunta de su amiga. Porque a esas alturas ya podía decir que Eva O’Donnell era su amiga.

—¿Madeleine? ¿Qué te pasa, estás atontada? —La chiquilla pestañeó y se quedó mirando a Eva como si fuese la primera vez que la veía.

Eva le hizo carantoñas y aspavientos hasta que la niña asintió con las mejillas sonrojadas.

—Vamos, mi abuela nos espera —invitó la niña.

Madeleine se echó una mirada de autoevaluación. Se sacudió la falda del uniforme y se estiró la camisa. Luego, echó a andar tras Eva que, sin mirar atrás, había salido disparada.

* * * *
A Madeleine casi se le salen los ojos de las órbitas cuando bajó del coche. Tras las verjas de aquella mansión había todo un universo de criaturas que, quizá, pensó antes de pisar el primer escalón, cogerían vida durante la noche y se pasearían por los alrededores espantando a todo el que se les cruzase en el camino.

La abuela de Eva miraba a la niña con una sonrisa. A Madeleine le parecía de todo, menos que fuese una bruja como la de los cuentos. La niña alzó la mirada ante aquella entrada con las puertas macizas de doble hoja y una cabeza de gárgola con un gigante aro de metal. Las puertas parecían pesar toneladas, pero la amable mujer las abrió sin mucho esfuerzo y la invitó a pasar.

La niña no dejaba de ver el par de estatuas que custodiaban los escalones; tampoco era capaz de hacerse la vista gorda ante la pequeña alfombrilla de color burdeos que descansaba en el último escalón, con aquel mensaje que parecía estar escrito en un idioma muy raro. La niña se quedó parada en el segundo escalón, con la mirada clavada en la alfombrilla. La abuela de Eva, la observaba, divertida.

—No pasa nada si la pisas, todos en la casa lo hacemos —dijo la mujer extendiéndole la mano a la niña.

Madeleine se cogió de la señora y la calidez de su mano la reconfortó. Se sorprendió al sentir que los zapatos se le hundían, pero que las letras permanecían en su sitio. Eva soltó una risita y se detuvo un instante.

Madeleine alzó las cejas y sus ojos adoptaron una expresión, mezcla de incredulidad y maravilla, cuando vio a su amiga con aquella curiosa escoba en la mano.

Parecía tener todos los años del mundo. El mango estaba descolorido, el pelambre se veía desordenado y envejecido, como si la escoba hubiera sido usada por siglos y siglos para barrer.

Eva sostuvo la singular escoba y pronunciando una especie de refrán comenzó a barrer desde donde estaba parada hacia afuera. Cuando terminó, la niña le guiñó un ojo y entregó la escoba a su abuela, quien, siguió con exactitud aquella especie de ritual.

«¿Será que sí son brujos?», pensó Madeleine, mordiéndose el carrillo del lado derecho. «¿Le dejarían a ella también?» La chiquilla miraba la escoba como si esperase que esta le saltase haciendo chispas o algo parecido. De pronto recordó aquella escena de la peli de Disney donde Merlín embrujaba toda la cocina y casi se le escapa una risita.

—Si quieres intentarlo, adelante —animó la abuela de Eva acercándole la escoba como si le hubiese leído el pensamiento.

—¿Puedo? —La mujer asintió con una sonrisa.

La niña cogió la escoba, pero se quedó un tanto decepcionada, pues la vetusta limpiadora era un objeto inanimado más. Ni le hablaba ni parecía estar dotada de ningún poder mágico.

—La magia no está en los objetos, cariño —dijo la abuela de Eva interrumpiendo sus pensamientos—. La magia habita en nosotros.

—¿Yo tengo magia?
—Claro que sí —aseguró la mujer—. Ella habita en ti, igual que en los habitantes de esta casa.

La niña abrió tantísimo los ojos, que las cejas se le alzaron y en la frente se le formaron algunos plieguecillos. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza que, además de conocer la casa de Eva, también conocería a su familia.

Presa de la curiosidad intentó pasar a toda prisa, pero algo la detuvo. Del susto casi se le cae la escoba al suelo. Un coro de risitas llamó su atención, pero por más que estiró el cuello, no logró divisar nada.

—Has de barrer de ti todo lo que te empañe la visión, querida —explicó la abuela de Eva.

Madeleine se quedó pensativa un instante.

—¿Eso cómo se hace? ¿Cómo sé lo que me empaña la vista? Que yo sepa, no necesito gafas para ver.

La abuela de Eva sonrió.

—No es complicado —aseguró mientras le explicaba cómo sujetar la escoba—. Solo necesitas imaginar que te deshaces de todas esas ideas que te ponen triste, esas que te hacen dudar de ti, de lo maravillosa que eres.

—¿Soy maravillosa?
—Desde luego que sí, cariño —Volvió a asegurar la mujer—. Por eso Eva te ha invitado a casa.

Madeleine sintió un calorcillo recorrerle desde los deditos de los pies hasta su pecho. Mirando a la mujer con los ojos llenos de expectativas, cogió la escoba con ambas manos.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

—Repite conmigo —ordenó la mujer.

La chiquilla asintió.

—Barro la duda y la oscuridad; —La chiquilla hizo el primer movimiento repitiendo despacio cada palabra—. Barro los miedos y la envidia… —Madeleine se sintió más liviana y puso más ímpetu en aquel curioso ritual—. Barro toda idea que me reste seguridad, porque así dejaré fuera de casa todo lo que pueda fastidiar la armonía de este hogar.

La chiquilla hizo el último movimiento y la abuela de Eva sonrió.

—Bienvenida a casa, pequeña.

Madeleine dio un paso al interior. Esa vez no encontró resistencia. La puerta se cerró tras ellas con tanto sigilo que la niña no dudó que la magia estuviese de por medio. Dio otro paso avanzando en aquel salón decorado como si fuese el salón de un palacio. Se detuvo un instante con la escoba en las manos cuando vio a los habitantes de aquella mansión. No sabía por qué, pero se había imaginado otra cosa, nunca pensó que la estuviera esperando tanta gente. Un aplauso cálido de bienvenida hizo que la niña se ruborizase de nuevo. Sorprendida ante el recibimiento de tantas personas de diferentes edades, la niña se quedó con la boca abierta. Eva se le acercó, sonriente.

—Cuelga la escoba, Made —dijo señalando el lugar donde era evidente que aquella desvencijada escoba debía permanecer. La chiquilla se quedó un poco perpleja. Haciendo memoria no se fijó que Eva entrase para volver a salir. ¿cómo había podido cogerla?
Como si le hubiese estado leyendo la mente, la abuela de Eva comenzó a explicar:
—La escoba sagrada viene a nosotros cuando nos percibe de pie en la puerta, Madeleine.

—¿La escoba sagrada? —La niña bajó la mirada y se sintió avergonzada por haber pensado que era una escoba vieja.

Eva soltó una carcajada cantarina.

—Es una escoba viejísima, Made —dijo la niña— Pertenecía a la tatarabuela de mi abuela, ¿te imaginas? —Madeleine negó con la cabeza.

—Es una escoba que ha pasado de generación en generación, cariño —explicó la abuela—. Ahora permanece con nosotros, es parte de este hogar.

—Pero yo no vivo aquí —murmuró la pequeña mientras se mecía de un lado a otro.

—No vives aquí, pero puedes formar parte de nuestra familia si quieres. —dijo la voz de un joven que a la niña le pareció el más guapo que hubiese visto en toda su vida.

—Es verdad —dijo titubeante Eva—. di por sentado que querías, pero si no quieres…
—Claro que quiero —respondió Madeleine, mirando la escoba con tanta emoción que pensó que se pondría a llorar ahí mismo como si fuera una cría pequeña.

—Entonces solo has de colgar la escoba —dijo un señor con el pelo gris y los ojos de un azul tan oscuro, que casi parecían negros.

Tras morderse el labio inferior, se fijó en lo alto que estaba el gancho donde colgaba la escoba.

—Pídeselo —sugirió una jovencita que se parecía mucho a Eva.

La niña buscó la mirada de la abuela de Eva y esta le sonrió, asintiendo.

—Escobita, ¿puedes colgarte en tu sitio?
Nada pasó.

—Así no, Made —corrigió Eva tocándose la frente con un dedo para luego tocarse el pecho donde está el corazón—. Intenta lo mismo, pero sin hablar con la boca.

—Entonces ¿con qué le hablo a la escoba?
—Con el corazón —respondió la jovencita que se parecía a Eva.

—Vale.

La niña adoptó una expresión seria. Estaba concentrándose, pero nada sucedía.

—Deja que el deseo se forme en tu corazón —indicó la abuela—, luego deja que fluya fuera de ti.

Madeleine siguió la indicación. La escoba flotó desde sus manos hasta dejarse caer en el gancho donde colgaba y que estaba ubicado tras una de las hojas de la maciza puerta de la entrada. Los vítores del resto de habitantes no se hicieron esperar. La niña volvió a sonrojarse, pero se sentía contenta. Por primera vez en todo lo que recordaba de su corta vida, se sentía parte de algo. Eso la llenaba de alegría.

—Muy bien —felicitó la abuela acariciándole la cabeza—. Ahora es tiempo de tomar una merienda, luego podréis explicar a Madeleine cómo son las cosas en esta casa.

Eva tomó de la mano a su nueva compañera de conjuros y echó a correr atravesando el amplio salón.


Comentarios

2 respuestas a «La escoba sagrada»

  1. Avatar de La Kami Con K
    La Kami Con K

    Me quedé con ganas de más!

    1. Avatar de Lehna Valduciel

      ¡Hola, guapísima! Me alegra si te gustó. Gracias por pasearte por aquí y dejarme tus impresiones. Un abrazo.

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