Apretó los dientes con fuerza. El sudor le empapaba la frente, el pecho y la espalda. Gotas de sudor corrían salpicando el suelo. Parpadeó para evitar que le atacase aquel ardor furibundo cada vez que una gota de sudor le entraba en los ojos.
Ladeó la cabeza al percatarse de aquellos zapatos que se habían detenido tan cerca de su cara. Le parecía haberlos visto en algún otro lado, pero no podía recordar dónde. Bajó en una última flexión cuando se quedó a oscuras. El golpe seco de una puerta al cerrarse con estrépito se escuchó reverberar en la sala de pesas. Intentó levantar la cabeza cuando sintió un dolor recorriéndole desde los dedos hasta el centro de la espalda. Se dejó caer boca abajo contra el suelo gritando de agonía. El crujido de huesos rompiéndose tras el eco de aquellas mancuernas al rebotar contra el suelo se mezclaba con unos chillidos aterradores que provenían de lo más profundo de su garganta.
Una risita malévola empezó a escucharse cada vez con más fuerza. Por la acústica de aquel gimnasio parecía provenir de todos lados. Se giró tan rápido como el dolor le permitió moverse, al sentir varios discos de 20 kilos caer demasiado cerca de su cabeza.
El leve haz de la luz de una pantalla móvil le hizo apartar la mirada un instante. Esforzándose para adaptar sus ojos a la penumbra, parpadeó de nuevo varias veces. El dolor en ambas manos le resultaba insoportable. El aroma de su propia sangre le revolvía el estómago. Respirando profundo para controlar las arcadas, se fijó en aquel tufillo tan característico.
—¿tú? —Un par de ojillos diminutos se fijaban en su rostro, mostrando un brillo malicioso que jamás había percibido en ellos antes. Las gruesas gafas de pasta se deslizaron por aquella protuberante nariz.
—¿Qué, te sorprende que el empollón al que todos acosáis y despreciáis, al final tenga agallas? —el tono desapasionado de su perseguidor le erizó los pelos de la nuca.
—Venga, tío. No es para tanto —el dolor hacía que su voz se escuchase quebrada y suplicante—. Solo era una broma, ya sabes. El típico cachondeo.
Aquellos ojos diminutos no dejaban de observarle. Supo que estaba en problemas cuando le vio sonreír de esa forma tan macabra. Se levantó a trompicones como pudo y echó a correr. Tropezaba con bancos, máquinas y colchonetas cada vez que le sentía acercarse. Una estela sanguinolenta iba marcándole el camino a su perseguidor que, mancuerna en mano disfrutaba de la caza.
Se encontró atapado en el vestuario y se echó a llorar.
—No quieres hacerte esto, macho —su perseguidor ladeó la cabeza, observándolo con atención—. No eres un asesino.
—¿Por qué no? Porque soy un empollón, desgarbado, ¿un fracasado en la vida, un esperpento repulsivo que solo sirve para respirar y tragar la mierda de los retretes que os gusta utilizar? —A cada paso que su perseguidor daba empuñando la mancuerna, él retrocedía. Trastabilló dando varios pasos hacia atrás intentando evitar que le desfigurase el rostro con ella. Un dolor intenso y el ruido de más huesos quebrándose, le aturdió durante unos segundos. La sangre comenzó a brotar con fluidez desde su pómulo izquierdo, empapándole el cuello y revistiendo de más rojo aquella camiseta ajustada que le encantaba lucir.
Sintió la pared y se dejó caer de culo en el suelo. El choque y el rebote le hizo soltar otro alarido por el intenso dolor que comenzaba a nublarle el pensamiento.
—dime qué quieres y te juro por lo más sagrado que te lo doy —Aquellos ojos lo miraban con renovado interés.
—quiero el libro que me robasteis.
—Está ahí dentro —Hizo un leve movimiento de cabeza señalando el casillero que tenían un par de metros más atrás—, busca en la mochila; tengo la llave aquí en el colgante de cuero.
Se quedó muy quieto cuando aquellos ojos se le acercaron a tan pocos centímetros. Se encontraba tan cerca, que pudo percibir como ese aliento agrio del que tanto se habían burlado le invadía las fosas nasales. El fuerte tirón que sintió en el cuello le dejó un instante sin respiración. Jadeó ahogando un grito al escuchar aquellos pasos alejarse y detenerse.
Contuvo la respiración hasta que escuchó el sonido de la puerta del casillero al abrir y cerrarse.
Su perseguidor tomó el libro entre sus manos y lo observaba con adoración en medio de la penumbra. Acarició la tapa con la yema de los dedos; abrió el libro y aspiró con fuerza. Mientras sus dedos rozaban las hojas, iba gesticulando como si estuviese recitando de memoria cada frase. Lo cerró con sumo cuidado y lo guardó entre su camiseta y la sudadera negra que llevaba esa noche.
Se encogió intentando hacerse un ovillo. Aterrorizado, recordó cada instante de burlas y abusos, de risas y golpes, todo por quitarle aquel puto libro. Tragó grueso esperando que su perseguidor recogiese la mancuerna y terminase lo que había empezado.
—No tengo intención de acabar contigo… todavía —suspiró profundo guardando silencio—. quiero que le lleves un mensaje a tus colegas —Asintió con la cabeza.
—Lo que digas.
—dile a tus amigotes que esta historia apenas comienza.
Las luces se encendieron y el brillo le cegó varios minutos. Comenzó a temblar y llorar descontrolado, cuando vio aquella sudadera alejarse y salir por la puerta del vestuario.
El sonido de la alarma le sobresaltó haciendo que el libro que descansaba sobre su pecho cayera al suelo. Se estiró has que pudo cogerlo. Lo dejó sobre la mesita de luz y mirando la portada, suspiró. La estampa del protagonista con sus gafas de pasta, la sudadera negra con capucha y aquella mirada siniestra le había atrapado desde que había visto el libro en la estantería.
—Puta pesadilla —pensó, dirigiéndose al baño—. No leo más esa mierda terrorífica antes de dormir.
fuera, al cruzar la calle, un joven con sudadera negra y gruesas gafas de pasta miraba expectante hacia la ventana de aquella habitación.
Miró el reloj en el salpicadero y frunció el cejo. Tenía la sensación de que había pasado mucho más que esos tristes diez minutos. Desplegó una vez más aquel mapa lleno de trazos e indicaciones y bufó, agobiada. Redujo la velocidad al ver que la carretera se estrechaba.
—¿Era demasiado difícil escoger un destino convencional? —pensó, mientras seguía con un dedo la línea en aquel mapa. Cerró los ojos al escuchar aquel estruendo, sinónimo de que una tormenta poco amigable estaba ansiosa por darle la bienvenida.
Se esforzó en descifrar aquella letra diminuta y enrevesada.
—la Mesa de los Tres Reyes, Ukerdi, Budogia, Txamantxoia, girar a la izquierda dejando atrás el valle de Belagua; a doscientos metros, girar a la derecha en el camino señalado por el Haya inclinado a la izquierda —masculló mientras alzaba la mirada intentando ver más allá de la densa niebla que comenzaba a cubrir todo el suelo, elevándose con parsimonia.
Dio un respingo al sentir como el todoterreno traqueteaba ante lo deteriorado de aquel pavimento que, más que pavimento parecía suelo lunar. La lluvia hizo acto de presencia justo cuando divisaba el dichoso árbol. Recordando las instrucciones que había leído incontables veces, se adentró en el camino, atisbando por fin aquel poblado perdido en el fin del mundo.
La lluvia arreció justo cuando pasaba frente a un desvencijado cartel en cuyo texto podía leerse: “bienvenidos a Hartosya”.
Miró la pantalla del móvil y puso los ojos en blanco. En aquel pueblo olvidado por todos los dioses no había forma de comunicación. Resignada ante su situación, decidió seguir su instinto. Por suerte aquel pueblo era tan diminuto que en menos de media hora ya había alcanzado el hostal.
Bajar del todoterreno resultó una tarea titánica. El viento chocaba con tal fuerza contra el vehículo que a cada intento la puerta volvía a cerrarse del tirón. Exasperada, comenzó a pulsar con fuerza el claxon, haciendo que todas las luces del hostal y de varias viviendas cercanas se encendiesen.
Cuarenta minutos después, luego de pelearse con el viento, la lluvia, el barro, los perros y una marmota en extremo descarada, descansaba frente a un fuego reconfortante en el salón cercano al comedor. Volvió a estremecerse ante el eco de la tormenta que, azotaba el techo y los ventanales. Sosteniendo con ambas manos la taza de chocolate espeso y humeante, miraba la danza hipnótica de aquellas llamas, en busca de alguna explicación lógica que no la llevase a azotarse mentalmente una y otra vez, por haberle hecho caso a la panda de gilipollas que tenía por amigos y no haberse largado a Nueva Orleans como tenía pensado.
—Venga, nena, no puedes seguir enfurruñada todo el fin de semana, ¿no?
—Déjala, Juanjo. Ya se le pasará cuando pueda ver el paisaje y lo chachi del plan que tenemos preparado —Elaya desvió la mirada hacia David sin soltar la taza de chocolate.
—A mí no me eches esas miraditas asesinas, que obligarte yo no te obligué a venir, ¿eh?
—Obligarla, lo que se dice obligarla, no. Pero le cancelaste la reserva de hotel en NOLA, cariño —David frunció el cejo ante el comentario de Miriam.
—Joder, cielo, no me ayudes tanto. —Miriam sonrió antes de darle un beso en la punta de la nariz y sentarse junto a Elaya.
—Comienza a cerrarse el chorro —Juanjo se acercó a toda prisa junto a Sara, que se había apostado frente al ventanal del salón a montarle cacería a la tormenta.
—Joder, tenéis que ver esto, madre mía, es increíble —El entusiasmo de Juanjo hizo que Miriam y David se levantasen de un salto para mirar.
—Tienes que ver esto, Elaya, en ningún otro lugar vas a poder disfrutar de algo así —Elaya alzó la mirada. La sonrisa de Miriam era de tal satisfacción que supo que no era otra broma pesada.
Sin soltar la taza se puso en pie, acercándose despacio.
La vista la sobrecogió por un instante. La luz de la luna en creciente iluminaba el paisaje platinando la superficie de todo lo que iba tocando a su paso. El cielo, ahora despejado brillaba de tal forma, que las estrellas parecían danzar unas con otras al contraste de la noche cerrada que las abrazaba dándole cobijo. A la izquierda, se divisaba una de las tantas montañas que rodeaban aquel valle, mientras que a la derecha se abría un idílico paraje rodeado de un espeso bosque de pinos negros, abetos y hayas en cuyas copas la luz de la luna parecía regodearse y brillar con más fulgor.
Un solitario relámpago restalló sobre la montaña, iluminando por segundos un extraño saliente con forma de terraza que no parecía ser parte de aquella formación rocosa. El potente trueno no se hizo esperar. Luego del respingo característico ante semejante estruendo, Elaya desvió la mirada y se quedó presa de aquella impresionante visión. Curiosos por su reacción, todos se ubicaron con la intención de poder divisar qué había dejado aquella expresión en el rostro de su amiga.
—Joder, ¿alguno tuvo tiempo de ver algo más? —Juanjo, Miriam y Sara negaron con la cabeza.
—A mí me pareció una edificación —David miraba a Elaya con suspicacia.
—tiene usted razón, niña —aseguró una voz profunda y rasposa—. Esa es la mansión maldita de los Ludwig Von Der Pfordten.
Todos se giraron para ver a quien pertenecía aquella voz.
—Por cierto, vuestras habitaciones ya están listas—Elaya observaba al hombre con atención.
—Claro, esa es la mansión embrujada, ¿no? —El hombre guardó silencio ante la pregunta de Juanjo—. Joder, no es para tanto, ¿no? Que solo era una pregunta inofensiva —Miriam y Sara miraban a Juanjo con cierto deje de reproche.
Elaya siguió con la mirada al hombre hasta que se perdió de vista.
—No sé vosotros, pero yo estoy hecha polvo —Elaya miraba su taza de chocolate vacía, mientras seguía dándole vueltas a aquella visión—. Voy a meterme en la cama al menos hasta el medio día —murmuró, alzando de pronto la mirada al sentir aquel aroma a lavanda tan cerca.
Sus miradas se cruzaron y Elaya se quedó como suspendida en el tiempo.
—permítame su taza, niña y disculpe a mi marido, por aquí hay cosas de las que no nos gusta hablar, pues —Elaya asintió, dejándose quitar la taza por aquella mujer—. Os hemos preparado las habitaciones que dan al jardín trasero, son más cómodas y más calentitas.
—Gracias, señora… —Elaya cayó en cuenta de que no tenía idea de cómo se llamaba aquella gente ni aquel hostal.
—Llámeme Inés, niña. Por aquí no nos andamos con muchos formalismos, pues.
—su hostal es muy bonito, Inés —elogió David—. Y su comida ha estado buenísima.
Inés rio bajito, tapándose la boca con la mano libre, mientras mascullaba algo que solo Elaya parecía entender.
—Perdón, ¿qué ha dicho?
—dijo que eres un zalamero y que más de una tendría que tener cuidado, incluyendo a tu chica —Elaya miraba a David y a Miriam, que a su vez la veían con tanto desconcierto como Inés.
Elaya detestaba ser el centro de atención así que salió del salón dando largas zancadas, antes de que sus amigos empezaran con lo mismo de siempre.
Inés la siguió con la mirada, apretando la taza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—No vaya a ofenderse, Inés. Elaya es una buena chica; un poquito rara a veces, pero es inofensiva —La mujer veía a Juanjo y al resto de jóvenes con evidente preocupación.
—No la dejéis sola allí arriba —Todos siguieron la mirada de Inés, que veía con fijeza el ventanal quedándose inmóvil en la misma posición en la que había estado Elaya.
—No se preocupe de nada, Inés, claro que no la dejaremos sola —Inés asintió sosteniéndole la mirada a David, antes de girar sobre su propio eje abandonando el salón.
—¿será que sí hicimos bien en venir aquí, cariño?
—No vayas a empezar con esto de nuevo, Miriam.
—Puede que Miriam tenga razón, David; no es para que te mosquees, pero tienes que reconocer que desde que llegamos están pasando cosas muy raras —David veía a Sara con evidente fastidio.
—¿Qué mierda es esa? —Juanjo no pudo evitar estremecerse; Miriam dio un respingo y Sara corrió hacia el ventanal al escuchar aquel tañido de campanas tan singular y estridente.
—¡Joder, es como si la puta campana tuviese un amplificador que fuese aumentando el volumen! —David se tapó los oídos con ambas manos y lo mismo hicieron los demás ante aquel sonido tan insoportable.
Los cristales del ventanal se hicieron añicos de pronto y tal como el sonido había comenzado, se detuvo.
Elaya reapareció en el salón sin zapatos y con el matrimonio detrás empuñando escoba, pala y bote de basura.
—Mejor quédate donde estás, el salón está lleno de cristales y tu vas en calcetines —Juanjo se le acercó, forzándola a dar unos cuantos pasos atrás.
—¿qué coño ha sido eso? —preguntó David, acercándose a Miriam para abrazarla.
—La campana —Juanjo miraba al hombre sin dar crédito a la naturalidad con la que lo decía.
—qué, hacéis misas nocturnas? —Sara y Elaya miraban a Juanjo con algo más que reproche—. Venga, ya me callo —Juanjo hizo el gesto de cerrársela boca con una cremallera mientras observaban a Inés barrer con gran eficiencia como si estuviese acostumbrada.
—No, esa es la campana de la muerte —Todos se quedaron observando a la mujer manejando la pala y la escoba, atónitos por semejante declaración.
—Es una broma por todo esto del Halloween, los santos y los muertos, ¿no? —David dio un paso adelante acercándose a Inés—. Es parte del espectáculo que hacéis y todo eso —El hombre suspiró, mientras su mujer negaba con la cabeza sacudiendo la pala en el basurero.
—La llamamos la campana de la muerte, porque cuando tañe de esa forma, alguien muere al día siguiente —Inés miraba a Elaya a los ojos—. Nosotros no entendemos de eso que dice, joven —Inés miró a David solo un instante antes de seguir recogiendo cristales—. Aquí seguimos las tradiciones paganas y hacemos nuestro «gaztañerre eguna» porque a los muertos hay que tenerlos contentos y tratarlos con respeto, pues.
—Y siempre tañe los treinta de octubre, ¿verdad? —Inés asintió a Elaya apretando los labios.
Elaya miraba a cada uno de sus amigos sintiendo cómo se le formaba un nudo en el estómago.
—Esa campana está ahí arriba, ¿no es verdad?
—así es, niña. Es la campana de la capilla que está junto al mausoleo de la mansión.
—Calla, Inés.
—si no se lo decimos nosotros, cualquiera lo hará mañana, Manuel. ¿qué diferencia hay? La campana ya sentenció.
—¿Por qué no os gusta hablar de ese tema? —Elaya miraba a ambos con atención—. Las leyendas siempre se transmiten de generación en generación y siempre se hace con cierto orgullo.
—Pero es que esta no es una leyenda, niña —Elaya y sus amigos miraban al hombre que por fin parecía decidido a hablar—. La mansión sigue estando en pie y mientras más los mentemos, más poder le damos y por aquí ya estamos hartos de tanto estrago, de no poder vivir en paz.
—Si es que el nombrecito les viene como anillo al dedo, “Hartosya” —Juanjo rio por lo bajo.
—Serás gilipollas, macho.
—¿qué? Si es graciosísimo, Hartos … —Juanjo iba a reírse de nuevo pero las chicas le hicieron callar con aquellas miradas asesinas—. Vale, vale, lo pillo, me callo. Joder, que mala leche que lleváis.
—¿a quienes se refiere, Manuel? —El hombre vio a Elaya un instante antes de bajar la mirada, nervioso.
—A los espíritus, niña. Los espíritus que viven ahí arriba.
Ante aquellas declaraciones, los jóvenes se veían entre sí sin saber si dar crédito o no a la pareja.
—¿usted los ha visto, Manuel? —El hombre negó con la cabeza antes de hacerse cuatro veces aquella señal que Elaya reconoció al instante, un nudo cuaternario o escudo; el símbolo característico para pedir protección contra los malos espíritus.
—nadie que los haya visto ha vuelto, niña —Manuel recogió el bote de basura y la pala y se apresuró a salir del salón.
Elaya lo siguió con la mirada, pensativa.
—Y entonces, si nadie que los haya visto ha vuelto nunca, ¿cómo es que se supone que sabéis que están allí arriba? —La mujer se encogió de hombros.
—Nosotros somos gente de pueblo, joven. Si pasan cosas raras, decimos que son los malos espíritus que están furiosos. No nos buscamos explicaciones complicadas. De toda la vida se sabe que ahí arriba hay espíritus, pues —David miraba a la mujer con evidente escepticismo.
—¿Y usted qué cree, Inés? ¿cree que ahí sí hay malos espíritus? —Inés miraba a Elaya sopesando si seguir hablando o callar.
—Yo solo sé que por estas fechas siempre pasan más cosas raras, pues. Cosas que a uno le hacen entrar el miedo en el cuerpo, niña.
—Pero esa casa o lo que sea, está vacía, ¿no? —Inés asintió a Miriam, que se había sentado en el sillón cerca del fuego.
—sí, niña, tiene más de cien años que ahí no vive nadie.
—¿Nadie se ocupa de darle mantenimiento? —Inés negó con la cabeza; Juanjo la observaba, sorprendido.
—Ni los sirvientes que trabajaban para los dueños se quedaron, joven.
—¿vivía mucha gente ahí arriba, Inés? —Inés se quedó pensativa un instante antes de negar con la cabeza.
Elaya la miraba con renovado interés. Su curiosidad ante aquel misterio iba aumentando con cada pregunta.
—Ahí solo vivían los señores, sus tres hijos y el coronel con su mujer, niña.
—Y no se sabe qué pasó con esa gente, ¿por qué dejaron la mansión? —Inés negó con la cabeza.
—Esa gente era muy rara, pues. No le gustaban las visitas, vivían siempre ahí arriba. Ni los niños iban a la escuela con los demás, pues; subía la maestra, el doctor, el padre que estuviera en la iglesia.
—Es que eran de la sangre azul, mujer—David y Juanjo se apresuraron a ayudar al hombre a cargar con el nuevo ventanal.
Elaya y las chicas miraban con sorpresa al hombre, ataviado con aquel cinturón de herramientas, cargando con aquello a sabiendas que estaban en el último lugar donde pudiesen esperar servicio a domicilio. Entendiendo la estupefacción de los jóvenes Inés comenzó a explicar que dada la frecuencia con la que deben reponer los cristales, cuando van a por provisiones, traen todo lo que puedan necesitar y lo guardan en el sótano. Así no se estallan con tanta facilidad con cada suceso sobrenatural que ocurre en Hartosya.
Con el ventanal colocado en su lugar, Manuel se despidió agradeciendo la ayuda de los jóvenes.
—Descanse, Manuel, buenas noches —el hombre asintió con un movimiento de cabeza a ambos jóvenes y miró a su mujer.
Inés dijo algo en aquel dialecto tan incomprensible y esbozó una sonrisa dulce sin importarle mucho que Elaya comprendiese o que los demás se fijasen en la mirada que intercambió con su marido.
Manuel se marchó con rapidez, mientras Elaya le observaba, pensativa.
Esforzándose en imaginarse cómo sería vivir en aquel pueblo olvidado y sometido al asedio de lo que fuese que les robaba la paz, Elaya reflexionaba sobre lo increíble que podía resultar la resiliencia del ser humano para mantener vivo el amor a pesar de todo.
—No es solo por el amor, es por la vida misma—murmuró Inés, como si hubiese podido leerle el pensamiento a Elaya. Tras unos segundos de vacilación, la mujer se despidió, desapareciendo tras su marido.
Elaya apretó los labios observando a la mujer atravesando aquella puerta en la que no se había fijado antes. Dando un giro de ciento ochenta grados miró una vez más a sus amigos, preguntándose qué les depararía aquel último día de octubre en ese lugar.
Tras haber pasado todo el día entre senderismo, paseo en bicicleta de montaña y un descenso en parapente que les permitió admirar el paisaje del valle y disfrutar al final de una caminata por uno de los reservorios de especies en extinción que constituía el ecosistema pirenaico más relevante de la zona, Elaya y sus amigos decidieron regresar a Hartosya para disfrutar de la celebración que desde tempranas horas estaban preparando los habitantes del pueblo.
Sorprendidos por el cambio que había tenido el poblado entero, se apresuraron a alistarse para participar de las festividades que comenzarían una vez que el ocaso diera paso a la noche.
—nunca cambias de disfraz, Elaya. Siempre te vistes de druidesa.
—Igual que tú siempre te vistes de hada, Miriam —Sara las miraba sentada en su cama, mientras se trenzaba el cabello para ajustarse luego la máscara.
Un conjunto de golpes se escuchó tras la puerta.
—¿estáis listas? O todavía tenemos que esperaros mil horas más —Elaya abrió la puerta de un tirón y Juanjo casi cae de bruces al suelo.
—Ostras, ¿no te parece que eres demasiado grande para ir de elfo?
—Claro que no, además, entre este trol y yo —Juanjo señaló a David que todavía luchaba por ajustarse el cinturón—, te apuesto a que ganaré más dulces y comida porque soy más tierno —Elaya puso los ojos en blanco un instante, antes de negar con la cabeza.
—Bueno, moveos de una puta vez, Inés y Manuel ya han salido rumbo a la mansión —David le extendió la mano a Miriam para ayudarle a ponerse en pie.
—¿La mansión? —David asintió a Elaya—. Parece que cada año celebran un ritual para intentar alejar a los espíritus del pueblo.
Elaya frunció el cejo y salió a paso vivo de la habitación seguida por los demás.
Cuando por fin abandonaron el hostal, la visión que tuvieron ante sus ojos les dejó sin aliento. Nada quedaba de aquel pueblo austero que habían visto por la mañana al salir de paseo. Elaya parpadeó varias veces, entre desorientada e incrédula. Echó a andar por la calle, iluminada con cientos de faroles hechos tal y como los harían los antiguos celtas. Sus amigos le seguían de cerca, tan o más sorprendidos que ella. Era como estar en algún poblado medieval, a punto de darle la bienvenida a los espíritus en Samhain. Siguiendo la iluminación llegaron a la pequeña plaza, donde comenzaban los preparativos para la gran hoguera. Desde ahí al mirar hacia el este, podían verse cientos de luces parpadeantes ascendiendo y deteniéndose, ascendiendo y deteniéndose, dejando un sendero iluminado tras de cada llama.
Elaya se dispuso a subir con el resto de habitantes, pero una mano la sujetó con fuerza deteniéndola de forma abrupta. Al girarse vio a Inés, que la observaba con intensidad.
—Descubrir la verdad es tu misión; pero has de saber que riesgo certero de no volver tienes —Inés le hablaba en aquel raro dialecto—; el odio se combate con amor; y el miedo con el poder que posees. Cierra los ojos de la mente y sigue la luz que brilla en tu interior —Elaya sintió su brazo derecho arder, como si cada símbolo se estuviese grabando a fuego sobre su piel. Una voz interior, segura e impaciente le repetía que tenía que mantenerse firme y sacó fuerzas desde lo más profundo de sí misma para no retroceder.
Satisfecha, Inés asintió acercándose para colgar de su cuello un curioso medallón. Elaya lo sostuvo en su mano leyendo en voz baja la inscripción que tenía grabada en el lado anverso. Alzó la mirada y supo que Inés era un alma tan antigua como ella. Sin emitir sonido le dio las gracias usando aquel dialecto y se unió al resto de habitantes que se dirigían rumbo al escarpado cerro donde descansaba la mansión.
David, que había visto aquel raro intercambio estuvo a punto de preguntar qué estaba ocurriendo, pero la mirada de Inés, fija en Elaya le hizo retroceder e ir a por los demás. Algo le decía que no debían dejarla sola, tal como les había dicho la noche anterior aquella mujer.
La luna, inmensa y redonda brillaba en lo más alto iluminando el cerro y cada superficie de aquella señorial mansión de estilo neogótico con esa ornamentación tan recargada en la fachada, su techo a dos aguas, las tres torres redondeadas con amplias ventanas que, a pesar del tiempo y el abandono, seguía en pie ofreciendo una bienvenida imponente recordando al estilo de las clásicas mansiones «Queen Anne» que se construían en el siglo XIX y que solían albergar a las familias más aristocráticas de Europa.
El aspecto espectral que ofrecía la luna acariciando cada torre y cada ventana fue cambiando, a medida que los habitantes rodeaban la mansión con sus faros en alto generando luces y sombras que iban danzando al ritmo de la brisa helada que comenzaba a sentirse cada vez con más fuerza.
Un coro de voces iba haciéndose cada vez más audible. Las palabras se iban sucediendo una tras otra siguiendo una cadencia que le imponía un carácter casi hipnótico a aquel cántico. Espesas nubes grisáceas arroparon a la luna atenuando su fulgor, adormeciendo por instantes el titilar de las estrellas. Al ritmo de aquella melodía que se escuchaba ahora con más claridad y potencia, la noche iba tornándose más oscura y tenebrosa; el velo que separaba los dos mundos comenzaba a desvanecerse. La tierra empezó a vibrar mientras los habitantes se miraban unos a otros con el miedo asomándose en sus ojos.
El ritual seguía su curso, cuando la tierra tembló con tal fuerza que una grieta surgió desde lo más profundo, separando un trozo de meseta. El viento comenzó a azotar el cerro con despiadada furia, apagando la mayoría de los faros que todavía seguían palpitantes en las manos de sus portadores. Hombres y mujeres comenzaron a correr despavoridos camino abajo, dejando sus faros, ahora inertes, rodar sin vida por el suelo hasta caer al vacío.
Elaya se fijó en aquel niño que salía corriendo hacia el interior de la mansión y sin pensarlo dos veces, le siguió. David y los demás le seguían de cerca, abriéndose paso entre la gente que gritaba y corría intentando abandonar la meseta antes de que se desmoronase y terminasen todos en el fondo del abismo.
Elaya cerró los ojos un instante para dominar el miedo que le producía el aspecto de la mansión desde el interior. La luz de la luna se filtraba a través del techo desvencijado y roto, dando un aura tan tenebrosa que, si no supiese que la mansión estaba deshabitada desde hacía más de un siglo, la abría clasificado como la típica atracción de terror hecha ex profeso para atraer a los turistas ingenuos y ávidos de vivir emociones fuertes. Alzó la mirada intentando distinguir los agujeros, pero los altísimos techos no hacían sencilla la tarea. Acostumbrada por fin su visión a la penumbra, se adentró caminando con cuidado. Sintió un golpe seco tras de sí y dio un respingo al percatarse del cambio en el ambiente. Los gritos de fuera ya no se escuchaban y la acústica de la mansión hacía reverberar con rapidez el eco de cada paso y cada movimiento. Se mantuvo inmóvil un momento intentando percibir alguna otra cosa además del eco de los crujidos de la mansión con cada sacudida de la tierra.
Escuchó voces amortiguadas y se tensó. Giró sobre su propio eje, intentando ubicar el origen del ruido que iba aproximándose hacia ella.
El haz de cuatro pequeñas llamas iluminaron la estancia, generando sombras alargadas en las paredes. Respiró profundo y se llevó la mano al medallón que le había dado Inés.
—Joder, Elaya, pareces un puto espíritu ahí de pie sin moverte —David alzó su faro a la altura del rostro de su amiga—. Salgamos de aquí, esta mansión cruje como si fuese a caer sobre nuestras cabezas en cualquier momento.
—Tengo que ir a por el niño, iros vosotros.
—Estás loca si crees que vamos a dejarte aquí arriba sola —Sara negó con la cabeza—. Ve tú a saber expuesta a qué cosas —Elaya miró a cada uno de sus amigos y se sintió afortunada por contar con ellos.
—Si tú te quedas, nosotros nos quedamos contigo —Miriam se acercó y le tomó de la mano.
—bueno, eso —Juanjo miraba con cierta curiosidad infantil aquella estancia—. ¿Os habéis fijado que hay telarañas por todos lados? —Sara puso cara de asco al ver a Juanjo sacudiéndose las manos llenas de aquellas hebras platinadas y pegajosas.
—¿Dices que hay un niño aquí dentro? —Elaya asintió a David—. Venga, pues hay que separarnos para procurar encontrarle antes de que sufra un accidente.
El golpe de una puerta al cerrarse los hizo ponerse en movimiento.
—Juanjo, tú y Sara id por la segunda planta —ordenó David—; nosotros iremos a por esta y por el sótano.
Juanjo y Sara se pusieron en movimiento al igual que Elaya, Miriam y David.
El antiguo reloj que descansaba en la antesala a lo que debió ser el salón de recepciones y visitas resonó marcando la media noche. Elaya sabía que no tenían tiempo que perder. Un coro de risitas infantiles se escuchaba cerca de las escaleras traseras, seguidas de los pasos característicos de varios niños echándose unas carreras.
—¿No dijiste que era un solo niño?
—Vi a un solo niño.
En la segunda planta, Juanjo revisaba una de las habitaciones cuando la puerta tras de sí se cerró de golpe. Corriendo para reunirse con Sara, intentó abrir la puerta, pero la misma parecía estar atascada.
Sara por su parte, se encontraba en lo que parecía haber sido la sala de juegos infantiles. Juguetes esparcidos por todos lados daban fe de lo que tuvo que haber sido el punto de encuentro y travesuras de los niños. Una risita la sobresaltó, hasta que divisó a una preciosa niña sentada en el suelo, intentando arreglar una muñeca que tenía el brazo fuera de lugar. Sara frunció el cejo intentando recordar lo que había dicho Elaya.
La niña le sonrió y Sara respondió al gesto.
—Hemos venido a buscarte, seguro que tu mamá estará preocupada por ti —La niña seguía sonriendo mientras negaba con la cabeza y le extendía a Sara su muñeca rota.
Sara hizo el amago de coger la muñeca, pero algo en la mirada de esa niña la detuvo en seco y entonces lo recordó; habían ido a por un niño, no por una niña. En ese instante la niña se convirtió en miles de arañas negras que se aproximaban con rapidez a Sara.
Un grito rompió el silencio haciendo que todos se detuviesen al instante.
—Algo le ha pasado a Sara —David y Miriam echaron a correr tras Elaya, que subía la amplia escalera impulsándose gracias a aquel ornamentado pasamanos. Al alcanzar la segunda planta una de las puertas se abrió astillándose. Elaya retrocedió esperando que algo espantoso saliese detrás de aquel montón de madera.
Juanjo, con los puños en carne viva y las manos empapadas en su propia sangre salió a trompicones.
—me he quedado encerrado, soy un redomado gilipollas —El grito de Sara se volvió a escuchar y a Elaya se le pusieron los pelos de punta.
—Vamos, no hay tiempo —Todos corrieron en tromba hasta alcanzar la puerta al final del pasillo.
David abrió la puerta con ayuda de Juanjo. Al entrar vieron a Sara sobre un escritorio, usando un rifle de juguete para machacar a tantas arañas como le era posible, pero al hacerlo se multiplicaban y cada vez iban cercándola más y más.
Elaya vio en el espejo el reflejo de una mujer cadavérica que sonreía con malevolencia. Siguiendo su voz interior, comenzó a buscar en el suelo hasta que encontró lo que buscaba y sin pensarlo dos veces, arrojó el libro de cuentos infantiles contra el espejo haciéndolo añicos.
En ese instante un grito desgarrador se escuchó por todas partes; la tierra comenzó a temblar con fuerza; la ventana tras Sara explotó y una ráfaga de viento entró con violencia empujándola y haciéndola trastabillar. Las arañas desaparecieron sin dejar rastro y Juanjo corrió junto a David al darse cuenta de que Sara se deslizaba sin poder evitarlo rumbo al borde de aquella ventana que daba hacia el jardín posterior. Desesperados por evitar que su amiga cayese desde la segunda planta, ambos le cogieron por las muñecas. Sujetándola y tirando de ambos brazos, los jóvenes utilizaron su propio peso para contrarrestar el de Sara halando con fuerza hasta que por fin la tuvieron a salvo.
Una risa macabra les heló hasta los huesos. Elaya vio de nuevo a aquel niño que corría escaleras abajo.
Mirando a sus amigos y teniendo en cuenta el riesgo que habían corrido tomó una decisión.
—Iré a por el niño.
—querrás decir que iremos —Elaya negó con la cabeza, acercándose a David.
—Necesito que hagáis algo mientras voy a por el niño, es la única forma de acabar con esto de una vez y para siempre.
Apretando los dientes, David y sus amigos escucharon lo que Elaya quería que hiciesen.
—Si no has regresado para cuando terminemos, iremos a por ti —Elaya asintió dándole un abrazo a David.
—volveré.
David, Miriam, Juanjo y Sara le vieron salir a prisa tras aquel niño que ninguno había visto en realidad.
Elaya parpadeó varias veces para acostumbrarse de nuevo a la penumbra. Siguiendo el ritmo de aquellos pasos infantiles se detuvo al escuchar el primer grito de tantos que se escucharían aquella noche por última vez. Cogiendo con fuerza el medallón, se adentró en la oscuridad, atravesando la cocina rumbo a la alacena y a las escaleras que de seguro la conducirían hacia el sótano.
Se aferró con fuerza al pasamano de la escalera cuando la tierra volvió a sacudirse. Descendiendo con cuidado, intentó escuchar para orientarse. El repiqueteo de aquellos pequeños pies le indicó el camino. A tientas palpó la pared que tenía frente a sí hasta que encontró el pomo y lo giró, despacio. El pomo y la cerradura se aflojaron; la puerta rechinó y se abrió con lentitud.
De pie en el centro de aquel sótano, el niño miraba un punto fijo en el suelo. Siguió su mirada y se acuclilló. Frustrada por no poder distinguir nada, se puso a gatas y comenzó a rozar la madera con las manos. Sintió el desnivel y comenzó a tirar con fuerza. Levantó una a una las maderas que encontró flojas. metió una mano con cuidado mientras con la otra se sostenía a duras penas. Cuando hubo metido el brazo hasta la altura del hombro, palpó algo que parecían sacos del tipo que se utilizarían probablemente para guardar la harina o cualquier otro producto. Tragó grueso al darse cuenta que a la altura de su rostro se encontraban aquellos pequeños pies. Respiró profundo y tiró de uno de los sacos, cogiéndolo por el nudo. El saco se rasgó y casi lo pierde junto con el contenido que descansaba dentro, pero lo recuperó por los pelos.
Pensó en sacar su contenido y esparcirlo, pero al palpar el saco con ambas manos supo con exactitud lo que contenía. Respiró profundo y despacio para contener las arcadas y dejó el saco en el suelo con cuidado.
El niño se había movido de su lado y parecía esperarla en la escalera. Secándose un par de lágrimas que no pudo contener, ascendió siguiéndole la pista. El niño avanzaba con rapidez, mientras la casa seguía temblando de cuando en cuando y otro grito aterrador se volvía a escuchar en lo alto.
De pie frente a lo que parecía una puerta de doble hoja, el niño la esperaba, paciente.
Tras un ensordecedor silencio, Elaya empujó la puerta y entró. El niño desapareció justo cuando la mansión comenzaba a temblar con tanta fuerza, que parecía como si algo la estuviese intentando arrancar desde sus simientes.
Elaya, dentro de aquella majestuosa biblioteca, luchaba por mantenerse en pie. Los libros salieron despedidos de las estanterías, los cuadros se caían y las paredes se sacudían con violencia. Una estatua de mármol se tambaleó y cayó sobre el escritorio destrozando la madera que otrora había sido maciza. El niño reapareció unos segundos, portando un par de pequeños libros forrados en cuero. Elaya los cogió justo cuando el reloj daba trece campanadas. El niño desapareció. David y los demás corrían escaleras abajo llamándola. Tras ellos la mansión parecía derrumbarse como un castillo de naipes.
Aferrando aquellos pequeños libros contra su pecho, Elaya echó a correr junto a sus amigos abandonando la mansión.
Fuera la luna brillaba en lo alto y los pobladores se encontraban expectantes, observando cómo la tierra engullía todo a su paso y aquella mansión junto a todo lo que formaba parte de ella, desaparecía ante sus ojos. Asustados pero ilesos, Elaya y sus amigos se acercaron a la plaza desde donde los pobladores, junto a la inmensa hoguera, habían sido testigos de todo.
Inés la estrechó con fuerza. Elaya le entregó los libros y se sacó el Medallón por la cabeza. Inés negó con vehemencia.
—Te pertenece, niña.
Elaya asintió conmovida y agradecida por aquel obsequio.
—Es hora de nuestra «gaztañerre eguna» —Elaya suspiró al recibir aquella bolsita cargada de castañas asadas, preparadas seguro que con leche y miel como manda la tradición.
Sentados alrededor de la hoguera, Inés abrió el primer libro. Tras pasar con cuidado varias páginas lo cerró.
—¿qué pasa, mujer? —Inés miró a su marido.
—son los diarios del señor. Empezó a escribirlos en 1889.
David, Juanjo, Miriam y Sara se miraron entre sí; luego miraron a Elaya preguntándose de dónde habría sacado aquellos libros.
Manuel cogió el otro libro y se lo entregó a Elaya. Elaya vio a la pareja, confundida.
—¿queréis que os lo lea yo?
—Nadie mejor para hacerlo, niña.
Elaya se aclaró la garganta y comenzó a leer. A medida que iba avanzando en la lectura, los pobladores iban enmudeciendo. Solo el crepitar de las llamas en la hoguera acompañaban la aterciopelada voz de Elaya.
—El médico lo ha confirmado por fin. Mi amada Helga ha perdido la cordura. Esa maldita enfermedad solo nos dio unos años de tregua, pero ha regresado con más virulencia que nunca —Elaya tomó aire para continuar—. No puedo permitir que esto comience de nuevo. Lo que ha hecho es imperdonable. Si el cura supiese la verdad, nos quemarían a todos en la hoguera. Da igual que en este pueblo olvidado del mundo sigan creencias paganas; tarde o temprano perseguirán a todo el que crea en algo distinto.
Elaya pasaba las páginas con avidez mientras seguía narrando en voz alta.
—Lo ha negado cuando se lo pregunté, pero sé lo que hizo con ese pequeño niño —Elaya inspiró profundo recordando al pequeño al que había estado siguiendo—. No sé cómo cabe en ella semejante crueldad. Es como si hubiese olvidado por completo el dolor que padeció cuando a nuestro Patrick se lo llevó aquella maldita enfermedad. ¿cómo ha podido sacrificarlo con tanta sangre fría? Quiero hallar perdón en mi corazón, para ella y para mí por ser tan débil ante sus caprichos y sus excentricidades, pero no puedo… la culpa me consume cada vez que miro a Ingrid llorando por haber perdido a su pequeño; cada vez que la oigo recorrer por los alrededores, llamándole; cada vez que sé que anda preguntando si le han visto en el pueblo.
—¿cómo podría decirle que le ha tenido entre sus manos sin saber que era él? —Elaya tragó grueso intentando contener las arcadas—. ¿cómo admitir que mi mujer no solo practica la brujería y la magia negra, sino que cree en la antropofagia para alcanzar la vida eterna?
Elaya detuvo la lectura un instante. Las miradas desorbitadas y llenas de asco se clavaban en ella. Una mano en el hombro la incitó a continuar. Bajando la mirada hacia el libro que descansaba entre sus manos, comenzó a leer una vez más.
—Nuestra preciosa Amelie ha fallecido. El médico dice que por la misma enfermedad que se llevó a nuestro Patrick. He intentado que Helga lo entienda, pero no ha sido posible y Gustav ha desaparecido —Elaya carraspeó para aclararse la voz—. Ingrid me mira con recelo y reproche. Sé que lo sospecha y temo que en cualquier momento se marche y nos acuse en la iglesia. Helga se niega a decirme que ha hecho con los restos. Quiere engañarme haciéndome creer que nosotros nos hemos ocupado de todo sin poder dejar huellas que nos inculpen, pero sé que no es cierto.
Elaya hizo una pausa para beber del hidromiel que estaban repartiendo para todos. Dejando la pequeña jarra apoyada junto a ella, retomó la lectura.
—Helga ha sacrificado a Ingrid. La he visto hacerlo y no he podido evitarlo. Soy un cobarde; un maldito cobarde, presa de la locura de mi mujer y todo para nada, porque Elizabeth también ha muerto. Helga me culpa, dice que llevo en mi semilla la destrucción y la muerte. Creo que tiene razón; y por ello he decidido acabar con esta maldición. No permitiré que acabe con la vida de ningún otro inocente, ahora con la idea de resucitar a nuestros hijos —Elaya cerró los ojos un instante antes de seguir con la lectura—. La he hecho creer que celebraremos Samhain como los antiguos. Ya lo tengo todo preparado. Este será nuestro último sacrificio. Ningún otro inocente morirá a manos de Helga y de mi cobarde estupidez. 31 de octubre de 1901.
Elaya cerró el libro. Las llamas seguían crepitando y danzando vigorosas en los ojos empañados de aquellos pobladores que, por fin luego de más de un siglo podrían descansar.
—Es una historia terrorífica —murmuró Miriam—. Y pensar que, a pesar de todo, en realidad no fue su último sacrificio, pues desde el más allá esa mujer seguía cobrándose vidas.
—Porque a veces lo que parece no es lo que es, niña; y la locura no siempre es locura; muchas veces es el poder de la oscuridad que traspasa el velo y se acuna de este lado, pues —Inés miraba a Elaya con atención—. Otras veces, más de las que nos imaginamos, ese poder nos acompaña. Va con nosotros donde quiera que vayamos porque es nuestra fuerza vital, lo que nos hace ser únicos en este lado.
David miraba a Elaya, pensativo. Las palabras de aquella mujer le habían calado hondo. Tantas veces le habían hecho burla a Elaya por las cosas que decía ver, por las cosas que parecía saber de la nada. Los cuatro, él más que ninguno, la quería, pero siempre había creído que estaba mal de la cabeza. Miriam se puso en pie y se sentó a su lado. Le tomó de la mano con firmeza. David la vio y se preguntó cuántas veces no había hecho cosas similares, adelantarse a sus deseos, sus pensamientos, sus necesidades.
—Hay tanto poder en las pequeñas cosas; en esos detalles ínfimos que por cotidianidad no solemos valorar —pensó, mientras entrelazaba sus dedos con Miriam sin dejar de observar a Elaya—. Hay tanta falsa locura en lo diverso y lo desconocido; en eso que nos resulta tan ajeno y que, justo por ello solemos despreciar infravalorando su verdadero poder; lo útil que puede resultarnos cuando menos lo esperamos.
Juanjo y Sara se sentaron a cada lado de Elaya, abrazándose a ella. David los observaba sabiendo que, de allí en adelante, las cosas cambiarían entre todos ellos.
—Cambiarían, claro que lo harían; por fortuna para bien; para unirlos más convirtiéndolos en una verdadera familia —Pensó, poniéndose en pie y arrastrando a Miriam para disfrutar de aquel abrazo colectivo.
Cuando la hoguera se hubo extinguido, Inés y Manuel regresaron al hostal, seguidos por aquel quinteto de jóvenes que jamás olvidarían. A su vez, los pobladores fueron recogiendo sus ofrendas y tributos, apagando los faroles y dejando que Hartosya por fin disfrutase de su primer amanecer en paz.
La observaba, sí. La palidez de su rostro me ofrecía una satisfacción inusitada. Verla temblar de terror era un placer que disfrutaba sin premura. Echó a correr y sentí el vibrante llamado de la cacería. Le di ventaja, total, daba igual hacia donde quisiera huir, podía darle alcance en un parpadeo, fundiéndome con el poder primigenio de la noche.
Sus jadeos me incitaban a avanzar con sigilo, a la expectativa de su primer alarido; ese que comenzaba a formarse en el fondo de sus entrañas, subiendo, despacio, hasta alojarse como un nudo asfixiante en su garganta. La empujé un poco más, enviando sonidos e imágenes a esa mente tan dulce y prolija. Ver sus ojos desorbitados por el pánico me deleitaron de una forma desconocida para mí.
La luna brillaba en lo alto iluminando la oscuridad del acantilado con una hermosura espectral sobre aquellas rocas donde mi viejo amigo, el mar, me daba la bienvenida. La empujé un poco más, hasta tenerla justo donde quería. La vi detenerse en seco, dubitativa ante aquel espectáculo aterrador de observarse a sí misma sin salida, de pie al borde del acantilado. Invadí su mente sin contemplaciones, provocándola, incitándola a dar el paso definitivo hacia el vacío y saboreé su indecisión.
Ese último atisbo de valor que vislumbré entre sus atormentados pensamientos era inadmisible, así que me materialicé frente a ella, reptando con lentitud en forma de niebla, espesa, fétida y pegajosa. La vi tragar grueso, estremecida ante la sensación de mi presencia sobre su piel y sus lágrimas fueron el mejor obsequio que cualquier mortal pudiera haberme concedido antes de apoderarme de su alma.
Seguí reptando sobre su piel, ascendiendo poco a poco. El aroma de su miedo me resultaba un bálsamo y abría mi apetito insaciable. La escuché gritar como un animal herido y supe que sería un manjar como pocos. Me filtré entre las células de su piel y disfruté cada estremecimiento, cada intento de su mente por combatirme una vez fue consciente del destino que le aguardaba. Alcancé su corazón y me envolví a su alrededor, apretando con paciencia y dedicación hasta exprimir toda su fuerza vital.
Que no se rindiese fue la guinda del pastel. No hay nada más apetecible que la resistencia durante los últimos segundos de existencia. Abandoné aquella cáscara marchita y tomé forma humana. Había un indescriptible deleite en observar cómo los cuerpos humanos se consumían una vez te apoderabas de su fuerza vital y su alma.
Sonreí con regocijo al percibir el aroma dulzón de la muerte, mientras los restos de mi reciente banquete se esparcían de la mano del viento del norte. Fue tanta mi satisfacción, que no pude evitar compartir una carcajada triunfal antes de marcharme a por otra suculenta alma; es lo que tiene ser el príncipe de la noche, un cazador de almas; el amo y señor de la oscuridad.
—Señorita… —Di un respingo al sentir aquella mano huesuda sobre mi hombro.
—Lo siento, perdí la noción del tiempo.
—Es lo que tiene ser amante de la lectura, no se preocupe, pero debo pedirle que abandone la biblioteca, el horario de atención al público terminó hace horas. —Algo en la sonrisa de aquel hombre me provocó un vacío en el estómago.
Cerré el libro y se lo entregué en las manos. Quizá fue mi imaginación, pero por un instante me pareció ver un brillo maligno en aquellos ojos oscuros, sin mencionar el estremecimiento que el roce de aquellos dedos me provocó en la piel; así que asentí y sin más dilaciones abandoné la biblioteca.
Eché a andar atravesando la calle hacia la acera de enfrente. Imágenes de la reciente lectura, en la que había estado sumergida, comenzaron a invadirme sin cesar y un miedo atroz empezaba a palpitar en mi interior.
«No mires atrás», pensé, pero mi cuerpo no obedeció a mi mente.
Palidecí echando a correr y sin dar crédito a aquel instante, comprendí que había tenido entre mis manos el preludio de mi propia muerte.
Caminaba despacio, sintiendo el crujir de las hojas secas bajo sus pies. El aroma a tierra mojada le hizo evocar recuerdos de otros tiempos, cuando presa de las nuevas sensaciones, salía a correr bajo la fina lluvia para observar a las tiernas avecillas canturrear en la rama del viejo arce. Siguió andando cambiando de lugar la cesta que llevaba apoyada en la cadera, rebosante de setas listas para deleitar el paladar de pequeños y grandes.
Inspiró profundo, aquel característico olor enmohecido le robó una sonrisa imaginando la queja de Eloísa por tener que comer setas en la cena y su alegría cuando viese la cantidad de castañas que le serviría de postre.
Suspiró al divisar la humareda elevándose en lo alto. Apretó el paso para llegar a destino antes de que el ocaso diera la bienvenida a la noche.
Dio un último vistazo al paisaje antes de entrar en la cabaña; parpadeó varias veces intentando no perder ni el más mínimo detalle. La profunda nostalgia le invadió un segundo antes de dejar que aquella belleza le robase el aliento. Rosas, dorados, marrones y rojos se fundían en una paleta de colores cargada de pasión y anhelo. Una pequeña lágrima recorrió su mejilla y como si el cielo pudiese sincronizarse con su corazón, comenzó a llover a cántaros.
—Hala, levantaos y iros directito a la cama.
—Pero mamá, es temprano, déjanos un ratito más.
—Mañana iniciamos la vendimia, hay que madrugar mucho, ya lo sabéis.
—Siempre dices lo mismo, mamá. Deja que Neridia nos cuente una historia.
Neridia sonrió al ver a los niños acorralando a su madre como cada viernes.
—Neridia también tiene que madrugar mañana y mucho más que nosotros —Los niños veían a su madre, suplicantes, con ojitos de cordero degollado.
—Puedo contaros una historia, pero solo una si prometéis iros luego directito a la cama sin chistar —Los niños miraron a Neridia y luego a su madre con los ojitos brillantes por la expectativa de salirse con la suya.
—Vale —suspiró Ingrid—, pero que sea solo una historia.
Los niños se abalanzaron contra su madre llenándola de besos mojados y riendo a carcajadas.
—Venga, pequeñajos, sentaos frente al fuego mientras preparo algo calentito —Ingrid frunció el cejo un instante pero al final se rindió.
—Neridia, los consientes demasiado —Neridia negaba con la cabeza, mientras cogía un cazo y comenzaba a verter leche fresca en aquella olla tan singular.
—¿Qué sería de nuestra infancia sin estos pequeños recuerdos que atesorar? —Ingrid la observaba añadir ingredientes a la leche para ver si atinaba a descubrir qué hacía de su chocolate aquella delicia—. No se preocupe, será solo una tacita y luego de la historia a la cama.
—No sé cómo lo logras, Neridia. Si yo les diese chocolate cada noche como ellos quieren —Ingrid echó una miradita de reojo a los niños que ya se hallaban sentados frente al fuego haciéndose carantoñas—, no tendría fuerzas al día siguiente para trabajar.
Neridia se echó a reír con aquella risa tan cantarina.
—Si pudiera hacer eso, entonces no haría falta que estuviese yo por aquí.
—Llevas razón —Ingrid suspiró profundo, rindiéndose ante su incapacidad por seguir el ritmo de las manos de Neridia—. Los dejo a tu cargo, me iré a la cama o mañana no habrá Dios que me levante.
Neridia asintió mientras removía el chocolate burbujeante en la olla.
Ingrid subió las escaleras, mientras Neridia servía el chocolate humeante y espeso en cuatro tazas de diferentes colores pero del mismo tamaño.
Los niños comenzaban a armar un gran alboroto cuando Neridia se acercaba a la chimenea portando una bandeja con las tazas de chocolate y su curioso tazón del color de las uvas maduras sin asa y con aquellos grabados dorados tan peculiares.
Neridia dejó la bandeja en la pequeña mesita y se ubicó en el sillón más cercano a la chimenea.
—Será mejor que os sentéis y habléis bajito, vuestra madre ya se encuentra descansando y no queremos que se enfade, ¿verdad? —Los niños negaron con la cabeza y se sentaron alrededor del sillón.
—¿Nos vas a contar una historia de miedos y monstruos? —Eloísa le dio un codazo a su hermano Martín—. claro que no, tonto. Luego conchita no duerme porque tiene sueños feos —Martín le sacó la lengua a Eloísa.
—Es mejor que dejemos esas historias para otro día, ¿sí? —Martín asintió con la cabeza un poquito embelesado por la caricia de Neridia.
—mejor una historia de príncipes y princesas —Martín y Eloísa fruncieron el cejo a la vez haciendo que su parecido fuese aún más palpable a simple vista.
—Creo que hoy le toca escoger a —Neridia cerró los ojos moviendo el brazo derecho en un balanceo que les arrancó varias risitas— a ti —dijo finalmente tocando la frente de Sebastián, el más pequeño de todos.
Sebastián dio varias palmaditas y se echó a reír.
—¡Toria de Maya!
—Muy bien, os contaré una historia de magia, pero antes coged vuestras pociones y empezad a beber —Neridia fue dándole a cada pequeño una taza— Soplad con cuidado y sorbed despacio, mis pequeños aprendices.
Los niños obedecieron exhalando un suspiro de satisfacción al saborear aquel chocolate tan calentito y reconfortante. Tras dar un sorbo a su infusión, Neridia comenzó su historia.
Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra muy lejana apartada de los hombres, existía un reino inmaculado donde habitaban los dioses emoridios.
—¿Los Dioses emo qué? —Eloísa le dio otro codazo a Martín, mientras Conchita le hacía señas para que se callase—, jope pero si no entendí.
—chitón —conchita le dio un pellizco, haciendo que Martín casi se tirase el chocolate encima.
—Callaos ya, que no dejáis escuchar la historia —Martín se enfurruñó pero guardó silencio después de todo.
—Los dioses emoridios, que eran unos dioses encargados de vigilar por la pureza de todo lo que existía en el mundo —Neridia dio otro sorbo a su infusión.
—¿Había castillos y soldados y caballos y espadas y reyes y princesas con sus príncipes y eso ahí donde esos reyes raros? —Neridia esbozó una cálida sonrisa ante la pregunta de Conchita.
—La verdad es que no, querida. Allí solo habitaban los Dioses.
—¿Y Eran muchos dioses? —Neridia negó con la cabeza y volvió a sonreír.
—solo eran tres dioses: Psiconidio, Emonidio y Fisonidio.
—qué nombres más feos que tenían esos dioses —Neridia soltó una risita en acuerdo con Martín.
—shhhh.
Martín puso los ojos en blanco y se acomodó mejor frente al fuego. Sebastián se acercó a Neridia y le extendió los bracitos.
—Tenían nombres un poquito feos, sí —Neridia dejó su taza en la bandeja y cogió al niño levantándolo para acomodarlo en su regazo.
—Y estarían tristes allí, ¿no? —conchita se relamió los bigotes de chocolate antes de dejar su taza sobre la bandeja— Es que ellos tres solitos ahí… yo cuando estoy solita a veces me siento triste.
—Tristes no sé, pero aburridos sí que tenían que estar —Eloísa le dio un empujoncito a Martín al tiempo que le hacía señas a su hermana para que guardara silencio.
—Bueno —carraspeó con suavidad Neridia—, llevaban una vida algo solitaria, porque se supone que ellos solo debían velar por sus obligaciones, así que de vez en cuando lo que hacían para no aburrirse era desafiarse los unos a los otros.
—¿con espadas? —Neridia sonrió a Martín, negando con la cabeza.
—Se desafiaban usando la magia.
El niño abrió mucho los ojos.
—O sea que se lanzaban rayos y embrujos y maldiciones con chispas de colores, ¿es así? —El rostro de Neridia se puso serio por un momento.
—No te pongas triste, Neridia —La voz de Eloísa mostraba gran afecto y preocupación.
—claro que no, cariño —Neridia reacomodó a Sebastián en su regazo—. Termina tu chocolate.
Eloísa asintió con la cabeza, relajándose mientras disfrutaba del intenso sabor a canela mezclado con el chocolate y el azúcar.
—Bueno, si no hacían nada de eso, entonces ¿como se peleaban?
—Recuerda que estos eran dioses para cuidar todo lo puro, no se podían pelear de verdad —Neridia asintió a Eloísa.
—Se decían muchas cosas, pero no se peleaban con la magia porque además solo podían crear cosas, no destruirlas.
—¡Qué chachis! Mola un montón poder hacer de todo sin romper nada —Neridia sonrió con algo de tristeza.
—En realidad eso no fue todo el tiempo así, Martín.
—Ah ¿no? —Martín veía a Neridia con los ojos muy abiertos— ¿Qué pasó?
—Lo que pasó es que su padre, harto de escucharles pelear tanto creó a los hombres y las mujeres y les ordenó cuidar de sus mentes, sus emociones y sus cuerpos y le cedió el cuidado del mundo a Naridia. El dios padre pensó que así se acabarían las peleas, porque estarían muy ocupados haciéndose cargo de cuidar a los humanos.
—¿Y se acabaron? —Neridia reprimió una carcajada ante el coro de aquellas voces.
—Yo creo que fueron a peor, porque imagínate, andarían todos alucinados con la gente de aquí abajo.
—Eso es una gilipollez, Conchi; si son dioses, tienen superpoderes —Conchita puso los ojos en blanco al escuchar a Martín.
—Dejad de pelearos, jope; más bien vamos a ver qué más sigue de la historia —Los niños obedecieron a su hermana mayor y se tumbaron boca abajo, apoyando el mentón sobre sus manos y los codos en el suelo.
—La verdad es que Conchita lleva algo de razón. La cosa empeoró porque ahora se peleaban por ver qué hombres o mujeres tenían los mejores cuidados: La mente con los pensamientos más nobles, el corazón con los sentimientos más puros, los cuerpos más hermosos y sin cicatrices ni marcas que los afeasen.
—Uy, su papá dios se habrá puesto como una furibundia, ¿no? Así como se pone mamá cuando nos ponemos a pelearnos por poner el angelito en el árbol.
—Furia, Conchi, la furibundia no existe.
—da igual si al final me entendiste.
—Papa fadado, ti —Neridia aspiró el aroma de Sebastián y le hizo cosquillitas antes de proseguir con la historia.
—En realidad el dios padre se enfadó, pero no por eso, sino porque uno de ellos había llevado a una mortal allí a su reino para evitar que muriese.
Los niños exclamaron con sorpresa a la vez.
—Seguro se enamoró.
—Los dioses no se enamoran, Conchi.
—Callaos, enanos.
—Claro que sí se enamoran —Conchi hizo un puchero mirando a Neridia con cierta súplica en sus ojitos verdes.
—bueno, Martín, no es muy frecuente que los dioses se enamoren, pero este sí se había enamorado y no quería perder a la chica, así que la llevó consigo.
—toma ya —Martín le sacó la lengua a Conchita haciendo muecas—. Deja de poner caras tontas —Conchita le lanzó un cojín a su hermano.
—Dejad de interrumpir; vais a despertar a mamá y si me castigan voy a contar lo que ya sabéis —Los niños miraron a Eloísa primero y luego se miraron entre sí.
—Vale, vale, Isa —dijeron a la vez— Nos vamos a quedar calladitos pero tú promete que no vas a decirle nada a mamá.
Eloísa los vio ladeando la cabeza, pensativa. Los niños, asustados se reacomodaron a su alrededor, expectantes.
—De acuerdo —murmuró—, ahora dejad que Neridia termine la historia.
Los niños asintieron mirando a Neridia con la súplica reflejada en los ojitos.
—¿Qué pasó después, Neridia? —Martín levantó una mano cuando Neridia iba a comenzar de nuevo.
Eloísa y conchita pusieron los ojos en blanco, Sebastián se empezó a reír.
—¿qué ocurre, querido?
—¿Por qué se moría la gente? ¿Qué no los cuidaban bien? —Una chispa de diversión cruzó la mirada de Neridia un instante.
—Eso no importa —Martín fulminó a conchita con la mirada.
—a mí sí me importa saber —Eloísa miraba a ambos hermanos, incrédula.
—¿Vais a empezar de nuevo? —Los niños negaron con la cabeza ante el tono impaciente de Eloísa.
—Veréis, lo que ocurría es que los humanos enfermaban porque pasaban de vivir bajo mucho calor y sol, a vivir en un frío muy intenso siempre bajo la noche y la luna.
—¿No había otoño? —preguntaron los críos a la vez.
—Naridia se negaba a crear otra estación, así que en el mundo solo había vida durante los meses en que había sol y calor.
—¿todo se moría? Los parajitos y las flores y los árboles y las ardillas y los cervatillos y los conejitos y —Martín le puso una mano en la boca a Conchi para acallarla.
—Pero eso es muy cruel —Neridia asintió con la cabeza mirando a Eloísa, que se estremecía de pies a cabeza.
—¿Y entonces, qué hicieron los dioses? ¿qué pasó con la chica? —Martín dio un respingo cuando Conchi le mordió un dedo—. Ouch —murmuró—, no tenías por qué morderme, jope.
—En realidad ellos no hicieron nada, fue la chica, que viendo como se morían todos pidió audiencia con la diosa Naridia.
—¡Ajá! Y la diosa zasca, la desapareció de un rayo fulminante —Martín hizo el gesto de cerrarse la boca con cremallera al ver a sus dos hermanas cruzando los brazos y a punto de saltarle encima.
Neridia reprimió una carcajada.
—Bueno, no fue así en realidad —Martín frunció el cejo y achicó los ojos, pensativo.
—¿La churruscó?
—Martín casi grita con el pellizco que le dio conchita, pero se mordió la lengua a tiempo—. Vale, vale —masculló entre dientes aguantando el dolor.
—Naridia le dijo a la chica que si ella abandonaba el reino, crearía una nueva estación para que los seres vivos no muriesen por el cambio de temperatura y pudiesen albergar la suficiente fuerza vital para superar el frío y la noche.
—¿Y el dios que la llevó aceptó ese trato? —Neridia miraba a conchita con evidente tristeza.
—el dios no supo nada de esto hasta que fue muy tarde; así que tuvo que presenciar cómo Naridia utilizaba a la chica para crear la nueva estación.
—Pobrecito.
—¿O sea que la chica se convirtió en el otoño?
—Así es, querido. Naridia utilizó la fuerza vital de la joven. Utilizó su sangre para teñir de rojo intenso el ocaso, el color de sus ojos para dar esos ricos matices marrones a la tierra, el color de su cabello, dorado como el trigo para marcar la diferencia entre el verdor de la vitalidad y el estado de latencia que tendrían de ahora en adelante todos los seres del reino vegetal antes de que llegase el frío y la noche, el aroma de su piel para matizar el viento y la brisa, sus lágrimas para atenuar el ardiente sol y refrescar la temperatura y el rosa de sus labios como aviso divino desde el cielo a los humanos en cada amanecer y fue transformándola en el otoño.
—Es una historia bonita, pero muy triste. El papá dios tendría que haberla salvado —Neridia se puso en pie con Sebastián en los brazos, que ya dormía con evidente placidez.
—Y en cierta forma lo hizo, porque en castigo a naridia la devolvió a la vida y la convirtió en la guardiana del otoño; así, mientras transcurre esa estación le permite a ella volver durante las noches a encontrarse con su amor.
—¿De verdad? —Neridia asintió con la cabeza.
—De verdad —conchita miraba a Neridia con los ojos muy abiertos y una sonrisa en los labios—. Cada noche del otoño, ella atraviesa el arco de piedra que separa este mundo de aquel reino y cruza el puente sobre el río emoridio que le permite alcanzar la orilla del otro lado donde la espera su dios.
—Venga, es hora de iros a la cama.
Los niños se levantaron del suelo con lentitud.
Martín la observaba con atención, mientras Neridia los guiaba escaleras arriba directo a sus habitaciones.
—la chica de la historia se parece mucho a ti, Neridia.
—¿Ah sí? —Los tres niños asintieron con la cabeza—. No me había dado cuenta, querido.
Neridia terminó de subir las escaleras y caminó hacia la habitación de las niñas, abriendo la puerta con suavidad.
—buenas noches, Neridia.
—buenas noches y dulces sueños, pequeñas.
Neridia esperó a que las niñas cerraran la puerta y se dirigió a la habitación de los niños con Sebastián en brazos y Martín pisándole los talones.
Acostando a Sebastián en su cama, ayudó a Martín a acomodarse el pijama y a arroparse hasta la barbilla.
—buenas noches, Neridia.
—buenas noches, querido. Dulces sueños.
Martín cerró los ojos y fingió quedarse dormido. Neridia salió de la habitación con cuidado de no hacer ruido.
Unos minutos después, los tres niños salían de sus habitaciones para ver desde el rellano, cómo Neridia desaparecía en menos de un parpadeo dejándolos con la boca abierta y los corazones rebosantes de emoción.
“No hay duda de que la ficción hace un mejor trabajo con la verdad.» Doris Lessing.
Un rayo atravesó la oscuridad cayendo sobre el viejo roble con un ruido atronador partiéndolo en dos.
¡Puuum, Ruuuumble… craaash!
El viento comenzó a soplar con fuerza silbando su furia contra el pobre roble, haciendo que sus ramas, ya inclinadas y a la deriva, suplicasen por clemencia a las ventanas que, cerradas a cal y canto observaban impávidas como aquel vendaval se abalanzaba contra ellas.
¡joouuuuuu, joouuuuuuuh, plac plac!
Abrí los ojos cuando comencé a sentir cómo se balanceaban de un lado a otro los muebles y por tanto todo lo que en ellos había. Ponerme en pie me costó lo suyo.
Me moví con rapidez justo antes de que la lámpara cayese sobre mi cabeza.
¡plof, crash, Crick, Crick!
—grgrgrgr —gruñí, maldiciendo por lo bajo al pisar los cristales esparcidos en el suelo.
La tierra dejó de moverse por fin, así que decidí salir de mi aislamiento y verificar el estado de la edificación. Visto lo visto, debería haber una gran alaraca y ese silencio, apenas roto por murmullos entrecortados me resultaba sospechoso.
—¿qué coño se os habrá ocurrido hacer ahora? —Cerré los ojos intentando rastrear al grupo que había dejado en el salón antes de iniciar mi descanso y al no percibirles supe que esta noche habría muchos problemas y más de uno obtendría su castigo.
Salí con cuidado tras ponerme las botas, un par de pantalones y una camiseta. La luz de la luna se colaba por la ventana iluminando la mitad del espacio, creando sombras fantasmagóricas al chocar contra las estatuas ubicadas a lo largo del pasillo.
Decidí asomarme por la ventana y ver qué podía divisar en medio de la tormenta, algo no iba nada bien.
—Estará todo como la boca del infierno —pensé, imaginándome todo lo que deberíamos reconstruir y reparar una vez amainara el temporal.
—¿Temporal? —pensé, intentando recordar— No se supone que hubiese tormenta esta noche —corrí a una velocidad sobrenatural para acercarme a la ventana.
Me detuve en seco un instante, mientras veía la luz de la luna reflejándose en el suelo, al tiempo que el viento aullaba contra las ventanas, los truenos y los rayos se escuchaban estallando y la lluvia parecía caer con fuerza.
¿Pocpocpoc, pocpocpoc, pocpocpoc, pocpocpoc!
—Pero, ¿qué demonios? —mascullé al observar aquel espectáculo a través de la ventana.
Estuve tentado a abrir y gritar como poseso, pero aquello requería una intervención inmediata antes de que todo se saliese de control.
Bajé las escaleras a toda prisa y de tres en tres, mientras de las diversas habitaciones las iniciadas, los cazadores y el resto de la hermandad salían a medio vestir, con gesto adusto los hombres, con incredulidad las mujeres.
Alcanzar la puerta de salida me costó lo suyo. El salón mostraba con claridad los vestigios de lo ocurrido y eso me crispó aún más los nervios.
—No seas demasiado duro —La voz de Brannagh adoptó un tono empalagoso que solo utilizaba cuando se sabía cómplice de las travesuras y procuraba minimizar las consecuencias.
—Después arreglaré cuentas contigo —Brannagh se estremeció ante la intensidad de mi mirada y aunque intentó guardar la compostura, saboreé la satisfacción de meterle el miedo en el cuerpo.
—Cabhan, por favor, sé comprensivo.
—No estás en posición de pedir ni comprensión ni clemencia, tú menos que nadie —Brannagh bajó la cabeza fingiendo una sumisión que yo sabía no sentía.
—tienes razón, pero —La interrumpí sin darle tregua a que usase su don sobre mí—. Mejor guárdate ese truco para cuando tengas que enfrentar a la guardiana —Ver la palidez en su rostro me regocijó.
—No serías capaz de…
—¿en serio crees que no sería capaz? —Achiqué los ojos con malicia—, es evidente que no me conoces, hermana.
—Por favor, solo son críos —Di un paso hacia Brannagh y vi cómo se encogió de miedo
—Cierra la boca, Brannagh —espeté con la mano derecha lista para asestar el golpe—. Críos que estaban a tu cargo y bajo la supervisión de esa —me mordí la lengua antes de maldecirla y truncar su destino—. Ocúpate de explicarle tú al primus hunter y al resto de cazadores por qué su descanso se ha visto interrumpido —Miré a mi alrededor y fruncí el cejo—; y arregla este desastre. Vamos a ver si puedo ocuparme de Adad sin que esto pase a mayores.
Brannagh asintió con una expresión de verdadero temor en el rostro; luego de la furia de Lilith y los terroríficos castigos de la guardiana lo peor era enfrentar el cabreo de Deaglan.
Salí dando un portazo. Mirando de reojo el ventanal del salón, pude ver a Brannagh gesticulando con la cabeza gacha, mientras Deaglan, cruzado de brazos adoptaba una rigidez cada vez más evidente. Sonreí para mis adentros, aunque la sonrisa no me duró demasiado.
Me pasé la mano por el rostro y la cabeza una y otra vez observando aquel caos desarrollándose en el patio central. El pobre Aengus hacía sonar el triángulo de la atención tan rápido como sus viejos brazos le permitían, pero nadie parecía escuchar o, mejor dicho, pasaban de él de forma descarada, ya que en menos de dos parpadeos, de la tensa calma que había cuando llegué, los críos pasaron a formar dos bandos iniciales que no duraron mucho en formación y que terminó por transformarse en un todos contra todos.
—Madre de la oscuridad —alcancé a escuchar, cuando las mujeres salieron en tromba al enterarse de lo ocurrido y comprobaron de primera mano que esta vez no era un exceso de severidad por mi parte.
Los críos comenzaron a gritar mientras peleaban entre sí con puños, pezuñas, dientes y lo que encontrasen a la mano revolcándose en el lodazal que se había formado producto de la tempestad que había creado Adad, dios babilonio de la tormenta y con un muy mal carácter, a decir verdad. Desde luego, si todo hubiese quedado solo en lanzamiento de bolas de lodo el caos sería menor, pero cuando mezclas a críos con distintos poderes sin desarrollar a los pies de dos criaturas temperamentales e impredecibles, comienzan los verdaderos problemas.
—¡Aednat! ¡Dónde infiernos estás metida! ¡Sal ahora mismo! —Grité mientras utilizaba parte de mi poder para separar a los críos y alejarlos de aquel duelo antes de que alguno saliese más que lastimado.
—¡Ya verás tú, soplapollas babilónico lo que es un verdadero temporal! —Abad achicó los ojos cambiando de forma, mientras sus células parecían desintegrarse para volver a unirse en un tornado que prometía arrancarnos a todos de esta dimensión y enviarnos al sueño eterno.
Mis ojos no daban crédito a lo que veían y, consciente de que se nos iba a armar un buen follón, supe que tenía que mover el culo y la hermandad también, antes de que los críos terminasen hechos polvo y no en un sentido figurativo.
—voy a arrancarte las escamas una por una, Aednat, por Lilith que te dejaré sin escamas y luego sin piel como no aparezcas ahora mismo.
Mientras Bad, genio persa del viento y las tempestades se preparaba para enfrentar a Adad, inspiré profundo meditando cuál sería la mejor forma de detener aquel caos sin enfurecer a ninguno de los dos , o al menos no tanto como para que terminase por churruscarnos a todos los presentes con un rayo o ahogarnos en el mejor de los casos.
—Cuento hasta cinco y más vale que te presentes y me des una explicación —Exigí mientras iba sacando del juego a cada crío, procurando que las hermanas se hiciesen cargo de atender las rodillas raspadas, las manos y las alas humeantes, los rasguños y los moratones.
Un rayo cayó en medio del lodazal haciendo temblar el suelo. La tempestad arreció aunque por fortuna seguía contenida por los límites del patio central.
—Sacad a los críos de aquí y procurad que les revisen con detalle, algunas quemaduras necesitan cuidado.
¡Poooomba!
La explosión de uno de los transformadores de energía eléctrica luego de que Adad lanzara un rayo contra el genio nos ensordeció un instante.
Las iniciadas se estremecieron y comenzaron a moverse a toda velocidad. Eleonora asintió con un movimiento de cabeza, organizando a las hermanas y alejándose del caos todo lo que le fue posible.
—¿Este soplapollas babilónico va a hacer que muerdas el polvo de la quinta paila del infierno, meretriz angelical —Otro rayo se formó iluminando el centro de aquel tornado infernal que se dirigía hacia Bad levantando todo a su paso.
—Sorcha, quédate —Alcé la mirada un instante para fijarme en la lucha de ambas criaturas.
Sorcha siguió mi mirada y apretó los dientes con fuerza.
—Necesitaremos algo más que tu fuerza y la mía —Asentí sin dejar de mirar el duelo climático y la destrucción que empezaba a devastar el paisaje y que amenazaba con alcanzar a toda la hermandad.
—Lo sé.
—¿La llave, sabes quién fue? —Iba a responder cuando Aednat decidió dar la cara.
—He sido yo, Sorcha
Al ver el rostro de la guardiana comprendí por qué las iniciadas y tantos integrantes de la hermandad le temían y le odiaban en la misma medida. Sin pensármelo demasiado me interpuse entre ambas.
—Tendrás tiempo de encargarte de su corrección mas tarde —Advertí a la guardiana antes de golpear a Aednat en el rostro.
A la chica se le llenaron los ojos de lágrimas y la boca de sangre, pero supo guardar la compostura.
—Desde luego que me haré cargo, Cabhan —La chica palideció al escuchar el tono de la guardiana.
Mis ojos cambiaron de color producto de la furia, al ver cómo el genio usaba su poder para arrojarle a Adad lo que iba encontrando a su paso.
—¿Tienes idea de lo que hiciste? —Aednat tragó con fuerza, bajando la mirada.
—Lo siento, Cabhan, yo solo quería que los críos se divirtiesen, no imaginé que —Mi depredador rugió en mi interior haciendo que Aednat diese un paso atrás—. Y no se te ocurrió otra brillante idea que abrirle el portal a un genio y a un dios de la tempestad, ¿no? Si es que pedir que uses la cabeza para algo más que lucir los cuernos de tu depredador es mucho pedir.
—Conjuré a Adad cuando el genio perdió el control llevándose los críos fuera, Cabhan. Te juro que —La ira me cegaba de tal forma que volví a golpearla ahora dejando mis garras hacer sendos surcos en su rostro.
Algunas iniciadas chillaron al ver el rostro de Aednat desfigurado, pero me bastó una sola mirada para hacerles callar.
—¡Abre el portal! —Ordené al ver como las tempestades iban aumentando su ferocidad—. Y más te vale que te asegures de hacerlo bien, o te juro que no habrá más lunas oscuras para ti, Aednat.
Aednat palideció y trastabillando se ubicó en medio de aquellas criaturas. Supe cuando inició el conjuro pues sus labios se movían incesantes y la atmósfera iba cambiando cargándose de energía.
—No es suficiente, Cabhan, tenemos que unirnos y aportar nuestra fuerza vital, ambas criaturas están fuera de control.
—Necesitamos completar la formación —Sorcha asintió con los labios apretados haciendo que su rostro adoptase un gesto que había observado en muy pocas ocasiones.
Aednat seguía recitando el conjuro. El rictus de su rostro hablaba por sí solo.
Deaglan se acercó arrastrando a Brannagh del cabello.
—observa tu obra, maldita hechicera —El primus hunter empujó a Brannagh con fuerza dejándola frente a nosotros.
Aednat cayó de rodillas, esta vez abrir el portal le costaría más de lo que habría imaginado jamás.
—¡No! Ayudadla, os lo suplico —El rostro de la hechicera bañado en lágrimas reflejaba el terror que sentía en cada poro de su piel.
Hice un gesto a Deaglan y sin perder más tiempo nos ubicamos dejando a Aednat a la cabeza, con Brannagh tras ella y Deaglan custodiando la retaguardia.
—¿Lista? —Sorcha asintió ubicándose a la diestra de Brannagh, mientras yo me ubiqué en su siniestra.
En el idioma más antiguo de las civilizaciones comenzamos a recitar el conjuro que no solo abriría el portal sino que enviaría a cada criatura al lugar de donde nunca debieron salir.
Un enorme portal se creó sobre nosotros, arrastrando al genio a tal velocidad que no tuvo tiempo de finalizar su siguiente ataque.
Aednat temblaba haciendo un esfuerzo sobrenatural por no caer de bruces y romper el conjuro, mientras Adad luchaba con todas sus fuerzas para no ser absorbido por el portal.
—¡No me iré sin mi prenda! —Aednat cayó de bruces contra el fango, pero el portal permaneció activo.
Un cosquilleo en la nuca me advirtió de su presencia justo cuando se materializaba por encima del portal.
Con su altivez característica nos observó a todos con desagrado.
—vosotros no sabéis sino causar problemas, ¿verdad? —Me mordí la lengua para no replicar ante aquella afirmación.
Brannagh intentó acercarse a Aednat, pero el príncipe se lo impidió.
—Os toca decidir quien de vosotros será la prenda —todo mi cuerpo se puso en alerta ante las palabras del príncipe—. Aunque pensándolo mejor, tú… tú serás la prenda de Adad —Brannagh fue elevada en el aire mientras gritaba y se retorcía intentando zafarse de aquello que la mantenía retenida.
Los presentes ahogaron un grito al ver cómo Adad engullía a Brannagh antes de atravesar el portal.
—ahora si me permitís, seguiré en mis asuntos —el príncipe nos observó con desdén antes de esfumarse en medio de una cascada de fuego que sin más también desapareció.
La tempestad se detuvo y pude fijarme con más detalle en los daños que tendríamos que asumir antes de que la señora volviese. Mis ojos se detuvieron en el cuerpo de Aednat, que seguía inmóvil con la mirada perdida y vacía.
Eleonora se acercó a toda prisa. Vi el dolor y la tristeza reflejada en sus ojos al ver el estado de Aednat.
—Lleváosla y si llega a recuperarse, trasladadla al foso de aislamiento —Deaglan alzó una ceja ante mi decisión.
—como tú ordenes, Cabhan —Eleonora hizo señas a sus dos asistentes de enfermería, quienes se ocuparon de Aednat y su traslado.
—si no os importa, me retiraré —Asentí con un movimiento de cabeza al primus hunter, sin quitar los ojos de Aednat mientras era llevada a la cámara de restitución—. Mañana al atardecer nos ocuparemos de las restauraciones.
—De acuerdo —Deaglan desapareció ante mis ojos. Me giré para avanzar hacia los dormitorios cuando Eleonora y Sorcha me cortaron el paso.
—¿Hablabas en serio? —alcé una ceja, inquisitivo.
—¿A qué te refieres, Eleonora?
—No te hagas el idiota conmigo, Cabhan. Sabes bien que me refiero a tus órdenes.
—¿cuándo he dado yo una orden que no vaya en serio? ¿Se te olvida quién y qué soy? —Eleonora se tensó ante mi tono, apretando los dientes con fuerza.
—No cuestionamos tu rango, general. Es solo que ni siquiera es seguro que se recupere —Sorcha dio un paso adelante, buscando encontrarse con mi mirada.
—¿La guardiana mostrando debilidad? Eso sí es toda una novedad.
—Esto no es un asunto de debilidad, Cabhan. La chica ha perdido casi toda su energía vital, sin mencionar que también perdió a su hermana. No estoy segura de que salga de la cámara —Di un paso adelante para enfrentarme a Eleonora.
—No te atrevas a abogar por ella, Eleonora. ¿Sabes cuántas vidas han podido perderse hoy aquí fuera? No voy a seguir permitiendo que el legado de la hermandad corra semejantes riesgos. Tu primogénita estaba ahí —Eleonora palideció un instante y aunque retomó el control, pude fijarme como se estremecía de miedo—. Aednat ha transgredido las normas demasiadas veces; es hora de que aprenda la lección y si no es capaz de seguir las normas, entonces será desterrada… o eliminada, como vosotras prefiráis.
—Me encargaré de cumplir tus órdenes, general —Sorcha hizo la reverencia de costumbre asignada a mi rango y desapareció.
—No puedes hablar en serio, Cabhan, Aednat es sangre de tu sangre, carne de tu carne —Eleonora me observaba, incrédula.
—Tengo una responsabilidad con la hermandad, Eleonora y con la señora. Aednat ha ido muy lejos esta vez y ya no puedo dejarlo pasar. Imagina que otras llaves copien su ejemplo, que por divertirse una noche comiencen a invocar todo tipo de criaturas, dioses de otros panteones. Bastante difícil es ya la situación con Abaddon libre y a sus anchas.
—Es tu sangre.
—Y puede ser nuestra perdición si no le pongo un freno ahora, Eleonora.
—Es muy joven todavía.
—Tiene 117 años, Eleonora. Lo que ha hecho ha sido una gran irresponsabilidad por su parte y sabes bien que este tipo de fallas tiene un precio muy alto.
—Aednat no pretende destruir la hermandad, tienes que saberlo, Cabhan.
—Esto no se trata de intenciones, Eleonora —dije dando zancadas de un lado a otro frente a ella—. Aednat está a punto de alcanzar la mayoría de edad y con ello un aumento de su poder. No podemos tener a una llave que no sepa seguir las normas, que ponga en riesgo a los críos de esta manera y lo sabes.
—Has tenido que ocuparte de ella y de Brannagh desde muy joven —me detuve en seco, taladrándola con la mirada.
—Es mejor que no tomes esa vía, Eleonora. Te lo advierto. Mi paciencia es escasa y hoy he agotado mis reservas —Eleonora bajó la cabeza, avergonzada—. Entiendo que tu instinto todavía está latente porque tu cría es muy pequeña; pero no intentes manipularme. Yo he aceptado mi destino y las consecuencias de mis decisiones y mis actos; Aednat debe aprender a hacer lo mismo o no sobrevivirá aunque se recupere y Lilith no termine eliminándola o desterrándola.
—me disculpo, he trasgredido límites que no he debido traspasar, Cabhan —Ver a Eleonora abogar por Aednat de aquella forma me recordó demasiado a nuestra madre y no pude evitar que mis emociones se desbocasen.
—Márchate y ocúpate de lo que te corresponde, Eleonora.
—Como ordenes, general —el dolor de Eleonora era casi palpable, pero mi dolor junto a mi ira eran mucho más potentes.
Una vez que la vi ingresar a los dormitorios, dejé que mi depredador tomase el control y cuando hubo finalizado mi transformación, expandí mis alas y me elevé a toda velocidad dejando que mis instintos guiasen a mi bestia.
En la segunda planta, Deaglan Y Sorcha observaban a aquel enorme dragón cruzando la oscuridad.
—No pensé que fuese capaz —Sorcha seguía al dragón con la mirada.
—Yo tampoco, pero eso es lo que lo hace ser quien es y ostentar el rango que ocupa —Deaglan asintió, inspirando profundo al detectar el tono de la guardiana.
—supongo que es inútil que te ordene que te vayas a la cama, ¿verdad? —Sorcha asintió en silencio sin dejar de observar por la ventana.
—Ojalá que en algún momento se dé cuenta de que somos algo más que criaturas de la noche con el deber de proteger un legado —Sorcha evitó mirar al primus hunter, pero él no perdió detalle de las emociones que cruzaron su mirada—. Ojalá abra los ojos y no pierda todo lo que anhelas ofrecerle.
Deaglan vio como la armadura de la guardiana se resquebrajaba y admiró la fortaleza de aquella mujer para contener sus emociones.
—buenas noches, Sorcha.
—buenas noches, Deaglan.
Deaglan desapareció, mientras Sorcha luchaba para mantener sus emociones a raya; lo peor que podría pasar en estos momentos es que su secreto más preciado fuese conocido por la hermandad.
“El que quiere arañar la luna se arañará el corazón.” —Federico García Lorca.
“La ambición está más descontenta de lo que no tiene, que satisfecha de lo que tiene.” —Fénelon.
La risa de Vanora rompió el trance. Pestañando con fuerza, alcé la mirada. Mi señora me observaba, expectante.
—Nuestro destino está en tus manos, si decides aceptar esta misión.
Tragué grueso y contuve la respiración. Cerré los ojos rememorando cada instante de la visión que Lilith, señora de la luna oscura reprodujo para mí.
—entiendo que es mucho lo que te pido, pero eres la única a quien puedo confiarle este secreto.
La voz rota de mi señora me forzó a salir de aquel ensimismamiento. ¿Quién habría pensado jamás que Lilith, señora de todo mal, de la luna oscura, podría sentir debilidad o preocupación? La observé con adoración, haciendo a un lado mis dudas y mis recelos. Mi señora no me tendería una trampa, ¿verdad? Sería incapaz de arriesgar a toda la hermandad solo por ambición o venganza.
—¿Y bien? ¿Has tomado ya una decisión?
—Acepto, mi señora. Mañana tendréis en vuestras manos el diamante de Abaddon.
—Sabía que no me defraudarías, ve, hija mía y cumple tu misión. Tu recompensa será eterna.
Asentí con un movimiento de cabeza y la señal reglamentaria de fidelidad y entrega eterna a su culto y desaparecí.
Entré en mi habitación seguida por Liam.
—¿Dónde te habías metido? Llevo horas intentando dar contigo —Liam me observaba, suspicaz. Sus hermosos ojos verdes, esos que me cautivaron desde el primer día que lo vi, refulgían reflejando el fuego que palpitaba en la chimenea de mi habitación.
—No tengo tiempo ahora para esto. Mira, sea lo que sea puedes tratarlo con Sorcha, ¿de acuerdo? —Liam frunció el cejo y cruzó los brazos a la altura del pecho.
—No me vengas con esa mierda, Iona. Eso se lo dices a las iniciadas, no a mí, ¿vale?
—¿Qué coño quieres de mí, Liam? ¿Por qué siempre tienes que presionar y presionar?
Liam me abordó en dos zancadas tomándome con la delicadeza de siempre acariciándome el rostro, rompiendo mis barreras y mi fortaleza. El contacto con su piel me estremeció de pies a cabeza; el corazón me latía con fuerza y a tal velocidad, que, si no supiera que puede regenerarse, habría creído que me explotaría dentro del pecho y que por fin llegaría el fin de mi existencia.
—Te quiero a ti, así ha sido siempre y así será, aunque no lo aceptes y te niegues a compartir tu sangre conmigo, Iona.
—No puedo y lo sabes —Mi voz era apenas un susurro casi inaudible.
—No quieres, que no es lo mismo. Tu ambición de poder puede más que el amor que sentimos.
—sigues con lo mismo. ¿Cuántas veces he de decirte que no siento por ti nada más que la lealtad del único lazo que nos une? —di un par de pasos atrás rompiendo el contacto.
—No te creo, Iona. Me amas. Yo lo sé y tú lo sabes, aunque jamás lo admitas por creer que así llegarás a ser Primus Sister.
—¡Cállate! No sabes lo que dices —Ver la tristeza en aquellos vivos ojos verdes me rompía a cada instante.
—Como quieras, Iona. Si deseas seguir engañándote creyendo que serás la primus sister, adelante, no seguiré arrastrándome tras de ti —Aquellas palabras me atravesaron el corazón, haciéndome temblar, venciendo mi resistencia.
—Tengo una misión —Liam suspiró, negando con la cabeza.
—sigues con ese tema, mo grá. Tu misión no es ser la primus Sister; ese puesto ya tiene nombre, todos lo sabemos; tú eres la única que no ha querido verlo —Liam comenzó a alejarse con lentitud y aquel vacío entre ambos me debilitaba cada vez más.
—No, tengo una verdadera misión. He estado con la señora, en una hora partiré —Intenté dar dos pasos para acortar la distancia, pero Liam avanzó tan rápido que el impacto con su cuerpo me hizo retroceder.
—¿De qué hablas? ¿Qué misión es esa? ¿A dónde tienes que marcharte? —Las preguntas de Liam surgían sin cesar, chocando contra mi silencio.
—No puedo decírtelo, nadie debe saberlo —Las manos de Liam me sujetaban con tal fuerza que pensé me arrancaría los brazos desde la articulación del hombro.
—No tienes que aceptar, nada te obliga y lo sabes. Sea lo que sea que Lilith te haya pedido, no aceptes, Iona, por favor —La desesperación de Liam me golpeaba en lo más profundo, atizando mis dudas y esa manía exasperante de cuestionarlo todo, de no dar nada por sentado.
—Dime que no aceptaste, dime algo por el legado sagrado, Iona; dime que has dicho que no.
—No puede decirte eso, Liam. De hecho, no puede revelar nada, pero yo sí lo haré.
—Sorcha —La voz de Liam adoptó una gelidez que comenzaba a impregnar toda la habitación.
—Habla de una puta vez, O déjanos a solas.
Sorcha sonrió con esa malevolencia tan característica en ella; esa que provocaba el instinto más perverso de cualquier integrante de la hermandad por sacar al depredador que todos llevamos dentro.
—¿Por qué tanta prisa, Liam? Todavía tenemos unos minutos para compartir entre hermanos —Sorcha miró el reloj de arena que yacía sobre mi escritorio y su sonrisa se hizo más maléfica.
—No nos hagas perder el tiempo y habla, si es que en realidad tienes algo que decir y no solo estás evitando lo que tarde o temprano ha de ocurrir.
Sorcha soltó una carcajada mientras observaba en detalle a Liam. Viendo su actitud cualquiera diría que estaba provocándole, pero ya la conocía mejor y sabía que buscaba algo más que la excusa de llevarle al foso de aislamiento.
—Créeme, Liam. No tengo interés alguno en evitar lo que va a ocurrir. Ni tú ni yo tenemos poder sobre el destino. La diferencia es que yo tengo certezas y tú, solo tienes deseos y suposiciones —Liam apretó los dientes procurando mantener el control.
—No voy a caer en tus provocaciones, Sorcha —La mirada de la guardiana me estremeció por completo.
—Recoge tus cosas, hermana. Hemos de partir esta misma noche, Avalon te espera —Aquellas fueron palabras suficientes para poner la mente de Liam en funcionamiento. Si algo le hacía digno de estar en la hermandad era la velocidad de pensamiento y el grado de inteligencia que poseía.
Liam se interpuso entre Sorcha y yo.
—Ella no irá contigo a ninguna parte —Sorcha alzó una ceja, inquisitiva.
—Parece que olvidas que no puedes hacer nada, no tienes derechos aquí, Liam. No habéis compartido derechos de sangre, ni de piel; Iona no es tu compañera de cara a la hermandad y lo sabes.
—Ella es mi compañera. Tú sabes mejor que nadie que los machos sabemos eso antes que vosotras, Sorcha. No voy a permitir que la sacrifiquéis como habéis hecho con tantas hermanas todos estos siglos.
—¿Te niegas a aceptar la voluntad de tu señora, Liam? Piensa bien tu respuesta. Recuerda que la alta traición se castiga con la inexistencia —Sorcha me vio de una forma que me heló los huesos.
—No te tengo miedo, Sorcha. Tu y yo sabemos que la señora no va a eliminarme, tengo más valor para ella incluso que tú —Sorcha asestó el golpe con elegancia, aunque yo sabía que la depredadora que moraba en su interior estaba ansiosa por clavarle la ponzoña a Liam.
—Pero qué con la pequeña Iona… ¿Será tan valiosa para la señora como tú? —El rostro de Liam palideció un instante, recomponiéndose con tanta rapidez que no estoy segura de si Sorcha percibió aquel cambio.
—Es mi compañera —Sorcha fijó su mirada en mí y su intensidad me provocó escalofríos.
—¿Qué esperas? —me espetó la guardiana—. Hemos de partir ahora mismo.
Asentí en silencio, evitando cruzar la mirada con Liam. Moviéndome tan rápido como pude, recogí todo lo que creí me sería útil.
—Iona, por favor, no te marches… En Avalon mora Vanora, de ella sabes que no puede esperarse nada legal. Es una bruja acusada de alta traición. No es un juego ir a por ella.
—¡Cállate ya, Liam! —La voz de Sorcha reverberó en la habitación.
Liam me miraba expectante esperando una respuesta que no podía darle.
—la sacrificaréis, Sorcha. Iona tiene poder, pero no sabe cómo usarlo, es muy joven para que la lancéis contra Vanora.
Era evidente que la guardiana disfrutaba con el sufrimiento de Liam por culpa de mi silencio, así que rompí mis votos; total, él ya nada podría cambiar, estaba a segundos de enfrentar mi destino.
—No voy a enfrentar a Vanora, Liam. Solo iré por algo que le ha robado a la hermandad y que debe volver a nosotros cuanto antes. De hecho, ella no estará, ¿no es verdad, Sorcha? —El brillo en la mirada de la guardiana despertó mis alertas, pero no tuve tiempo de reaccionar y pensar.
Liam se abalanzó contra Sorcha, inmovilizándola contra el suelo, mientras ella se debatía y emprendían una lucha descarnada.
—¡corre, Iona! ¡Corre, sal de aquí!
Intenté correr, pero todo se paralizó en cuestión de segundos. Ante nosotros, Lilith materializaba su presencia.
—Liam, comienzo a preguntarme si no habré cometido un grave error en traerte con nosotros. No me gusta la desobediencia y sabes que soy severa hasta con mis hijos más queridos. No abuses de mi paciencia.
Los ojos de Liam ardían de ira contenida.
—Es verdad lo que dicen todos, vas a traerle de vuelta —Lilith sonrió, complacida.
—siempre me ha cautivado tu inteligencia y esa capacidad deductiva tan prolija que posees, querido —Sorcha se mordió el labio inferior tragándose lo que de seguro estaba pensando. Yo, en cambio me esforzaba en seguir el intercambio sin mucho éxito.
—Es mi compañera, lo sabes y aún así la envías a una carnicería ¿Por qué? Sabes que Vanora la matará, si no lo hace Abaddon primero.
No lograba comprender a qué se refería Liam. Lo que si me quedaba claro es que mi señora me había ocultado información valiosa. Como si pudiera leerme el pensamiento, Liam fijó sus ojos en mí antes de explicármelo todo.
—Te ha enviado por el diamante de Abaddon, ¿verdad? Pero no te ha dicho qué es en realidad
Guardé silencio ante lo que resultaba evidente.
—Ese diamante no es una Joya que contenga la sangre de Lilith, ese diamante es el corazón de Abaddon. El corazón del “destructor” —Los ojos de Liam me observaban sin pestañear midiendo el impacto de sus palabras.
Había leído sobre el destructor lo poco que se nos permitía sobre el tema en la biblioteca. Se supone, al menos para los humanos es así, que “el destructor” en el libro de las Revelaciones, es el ángel o estrella del abismo sin fondo que encadenó alguna vez a Satán, nuestro príncipe por mil años.
—Te envían a por su corazón. Ese diamante contiene el alma del destructor y Lilith la quiere para despertarle y ponerle a su servicio.
—en eso te equivocas, hijo mío. Yo solo quiero protegeros de lo que se avecina —Lilith me observaba intentando leer mis pensamientos y captar mis emociones. Sabía que lo hacía a menudo y por ello sin darme cuenta aprendí a crear escudos. No quería que se enterase de mis verdaderos sentimientos.
A conciencia fui proyectando lo que creí sería lo mejor; lo que mantuviese a Liam a salvo.
—creo que tienes una interpretación poco ajustada, querido. Necesitas meditar sobre ello, segura estoy de que llegarás a una conclusión más aproximada y sensata sobre mis intenciones —Lilith hizo un leve movimiento de cabeza Y Liam fue elevado en el aire, apresado con grilletes de platino que iban estrechando su diámetro en la medida en que él se debatía contra estos.
—No luches más, por favor. Te prometo que volveré. Sea como sea volveré.
—Liam cerró los ojos, abatido. Intenté acercarme, pero Sorcha se interpuso en mi camino.
—Vamos, hermana. Aún tenemos que viajar toda la noche y todo el día para llegar a destino. Hemos perdido un tiempo valioso.
Tragué grueso y asentí. Con rapidez cogí mis cosas y me dispuse a partir. Ver a Liam atado de aquella manera, esperando por ser trasladado al foso de aislamiento me encogía el corazón.
—Se que no debo, mi señora, pero, ¿cuidarás de él? Prometo que cumpliré con tu encargo, pero necesito saber que estará bien —Lilith me acarició el rostro con un toque tan sutil que por un instante creí que había sido producto de mi imaginación.
—Desde luego, hija mía. Cuidaré de tu compañero hasta que regreses con nosotros a la hermandad.
Apenas si moví los labios para mostrarle mi agradecimiento, hice la reverencia esperada y me dejé arrastrar por el poder de la guardiana desapareciendo de mi habitación hacia la nada.
Reaparecer en medio de un lugar que existe, pero no existe al mismo tiempo es una tarea titánica al menos para mí. Esa sensación de existir y no existir genera un desconcierto que lleva tiempo mitigar.
Abrí los ojos y contuve la respiración. La belleza del paisaje era cautivadora. Ninguno de los dibujos de libros; ninguna de las pinturas que se podían encontrar en el museo se comparaba al paisaje real.
Sorcha carraspeó un par de veces rompiendo el encanto del momento.
—Ten —Sorcha extendió una de sus manos hacia mí—. Te guiará en el interior.
Tomé la pequeña esfera y me quedé maravillada observándola. De un gris plomo y textura rugosa, la esfera parecía palpitar siguiendo el ritmo de mi corazón. La energía que emanaba me resultaba reconfortante; como si mi señora me envolviese en un capullo en el cuál estaría a salvo siempre.
—¿No vienes conmigo? —Sorcha negó con la cabeza.
—Rara vez las misiones se llevan a cabo en compañía. No entiendo a qué viene tu pregunta —Inspiré profundo y asentí.
—Llevas razón —Aferré la esfera con fuerza y me ajusté la funda de mi espada, procurando serenar mi mente y aclarar mis sentidos.
—Que el poder y la oscuridad estén contigo, hermana —Asentí con los ojos cerrados, percibiendo como en un segundo la presencia de la guardiana desaparecía de mi lado.
—que el poder y la oscuridad te protejan, hermana —respondí de forma automática, aunque no estaba segura de si podía escucharme.
En lo alto la luna observaba mis avances encubierta por un manto de nubes que ocultaban mi silueta. Agradecida por aquel fenómeno, avancé con sigilo hasta el portón lateral. La casa de Vanora, que más que una casa parecía una mansión, se encontraba rodeada de una densa niebla que ocultaba sus cimientes.
Me disponía a atravesar la niebla cuando una voz en mi cabeza me impidió avanzar.
—¡Detente!
Presa de la confusión, miré a un lado y a otro. No era posible, sabía con precisión que no había ningún otro hermano en aquel lugar.
—¿Liam? —pensé, mordiéndome la lengua para no pronunciar sonido alguno.
—Shhh.
Mis pensamientos fluctuaban acomodándose de forma instintiva a la nueva onda de pensamientos que entraban en mi cabeza. El dolor se hizo presente y sentí unas profundas ganas de vomitar. Me senté un instante para intentar serenarme y bloquear el dolor.
—Deja de luchar y cesará el malestar, mo grá —Obedecí, necesitaba aliviar el intenso dolor de cabeza.
—Eso es, ahora presta atención y no discutas conmigo, no hay tiempo que perder.
Me levanté y me dispuse a atravesar la niebla una vez más.
—Detente, Iona. Alza la mirada y ubica el amplio ventanal del ala oeste.
—Pero sé que Vanora guarda sus tesoros y reliquias en el sótano —Mis pensamientos se ondulaban aferrándose al nuevo patrón masculino.
—Cierra los ojos y observa —Obedecí y de inmediato se formó en mi mente una imagen diferente de lo que tenía frente a mí.
—No es posible —repetía en mi mente, incrédula ante aquella visión.
—En ese lugar todo es posible. Ahora, rodea la mansión y ubica el ala oeste, invoca tu depredador o materialízate dentro si crees que puedes hacerlo.
Me moví con rapidez ubicando el ala oeste. En efecto, un amplio ventanal se extendía a lo largo y ancho. Mi depredador no sería capaz de entrar, aunque pudiese trepar hasta allí arriba.
—¿ahora, Iona, hazlo ahora! —No entendí la urgencia de Liam, hasta que escuché aquel ruido y supe que no tenía tiempo que perder o los sibilantes se darían banquete conmigo esta noche.
—¿Ahora, no lo pienses, hazlo ahora!
En dos inspiraciones me desvanecí y a la tercera estaba dentro de aquella habitación que me pareció gigantesca.
Sujeté la esfera con fuerza mientras procuraba regularizar mi corazón y mis fluidos.
—Ten siempre presente que en ese lugar nada es lo que parece, mo grá. Ahora muévete, Vanora no tardará en llegar.
Obedeciendo no solo a Liam sino a mi propio instinto, me moví para ubicar la salida. El golpe en las rodillas no fue nada leve. Casi entré en pánico al darme cuenta de que en realidad estaba en una estancia diminuta que no sobrepasaría el metro cuadrado.
—maldición —murmuré entre dientes.
—Deja de perder el tiempo y muévete —Liam me empujaba no solo con su patrón de pensamiento, su poder fluía en mi interior alimentando mis células y recargando mi energía vital.
—No puedes —intenté pensar, pero Liam bloqueó mi flujo de pensamientos.
—Deja de perder el tiempo y sigue la ruta de la esfera —Asentí, ofuscada por esa actitud dominante tan exasperante.
Tomando la esfera, me dejé guiar. Tras lo que me pareció una eternidad, atravesé el laberinto y me hallé en una estancia en penumbras, apenas iluminada por la tenue luz de la luna que se filtraba por la pequeña ventana ubicada en lo alto del muro este.
Consciente de la presencia de Liam en mi mente, observé con detenimiento las cinco puertas.
—Solo una conduce a la bóveda, las otras cuatro son un espejismo —Las puertas parecían despertar mis sentidos, disparando mis alarmas.
—¿cuál es, Liam? ¿Cómo puedo saber cuál es? —El silencio me llenó de pánico.
—¿Liam? —Percibir su patrón de pensamiento se hacía cada vez más difícil.
—Tu sexto sentido, utiliza tu sexto sentido —De pronto me sentí sola y aquel vacío me heló el corazón. Algo le había ocurrido a Liam.
Reprimiendo mis emociones expandí mis sentidos haciendo que mi mente los conectase al mismo tiempo. Vista, oído, tacto, gusto y olfato entraron en sintonía y entonces aquel punto en mi mente se desbloqueó y pude ver con claridad la puerta que debía atravesar.
La esfera desapareció apenas ingresé en aquella bóveda. El poder que podía percibirse era embriagador. Enfoqué mi mente en ubicar el diamante hasta que por fin di con él.
Era una gema magnífica y de un tamaño impresionante. Jamás mis ojos habían visto semejante belleza.
Con el diamante entre mis manos sentí su poder y algo en mi interior despertó.
El diamante comenzó a brillar y palpitar como si despertase a la vida luego de un largo letargo.
—Libera mi alma, sangre de mi sangre; acepta tu legado.
No tuve tiempo de pensar, solo podía sentir el poder fluir desde mí hacia el diamante y de regreso. La puerta de la bóveda se cerró con fuerza.
—Vaya, vaya. Mira, si tenemos visita. ¿Quién diría que la hermandad de la luna oscura vendría a mi humilde morada? —Vanora, parada frente a mí no dejaba de observarme, mientras yo seguía inmóvil ajena a sus palabras.
—¿No os enseñan en la hermandad que robar no es de seres de bien? —Vanora se preparó para fulminarme en el acto, pero su ataque no surtió efecto alguno.
Perpleja ante lo ocurrido, Vanora comenzó a lanzar todo su poder contra mí que, absorta seguía la secuencia de ataques que se desviaban a todos lados chocando contra los muros y causando daños en toda la estructura.
En medio del caos un dolor me atravesó desde el corazón hasta la espalda, al tiempo que el diamante se agrietaba liberando el alma del destructor.
Vanora se quedó inmóvil mientras el destructor cobraba forma con lentitud y yo permanecía tumbada rogando porque mi agonía fuese breve.
El destructor se materializó por completo y por fin pude descansar de aquel dolor tan desesperante.
—Levántate, sangre de mi sangre, carne de mi carne, poder de mi poder —Obedecí la orden sin pensarlo, no tenía elección.
Los ojos de la bruja me observaban con curiosidad y recelo.
—Así que no eran leyendas, dejaste tu semilla, Abaddon —dijo Vanora intentando ocultar la sorpresa.
—No es de tu incumbencia, bruja —El destructor permanecía a mi lado, valorándome con aquellos ojos traslúcidos.
—Lo es, estáis en mi morada y una criatura que rinde culto a mi peor enemiga se ha atrevido a entrar sin ser invitada —Abaddon hizo un leve movimiento de cabeza asintiendo.
—pero tú violaste la morada de Lilith y la hermandad primero, bruja.
—Me vi obligada a ir por lo que me pertenecía, lo sabes.
—No te excuses, bruja. Tu hombre había dejado de formar parte de ti y lo sabías. Fuiste por venganza y ambición, pero olvidaste que la venganza siempre tiene un precio —Vanora negaba con la cabeza mientras sus ojos chispeaban de ira.
—Lilith lo convirtió contra su voluntad.
—Eso carece de importancia. Sabes que, si no se ha realizado el acto sagrado, Lilith puede reclamar a cualquier integrante de la hermandad o a sus compañeros aún si no pertenecen a ella.
—no es justo —Vanora seguía dispuesta a debatir, pero el destructor zanjó la discusión.
No emitiré sentencia todavía, bruja. Sin embargo, no olvides que al príncipe lo mantuve cautivo por un milenio.
—Y a ti te encerraron por dos; tampoco olvides eso —Vanora rezumaba veneno en cada palabra.
—Eres una criatura muy insolente, bruja y la insolencia también tiene su precio.
En cuestión de segundos un portal apareció arrastrándome fuera de la bóveda, mientras el destructor desplegaba sus alas y su poder.
Lo único que pude captar antes de desvanecerme fue el grito de Vanora; un grito que nunca olvidaré por lo que me reste de existencia.
Al otro lado del portal, mi señora me observaba con atención. Me hinqué tan pronto como pude y perdí el equilibrio balanceándome hacia adelante. Evitando dar con la cara en el suelo gracias a ambas manos, quedé a gatas sintiendo aquel peso muerto en la espalda. Sintiendo como la humillación me teñía las mejillas, adopté la postura correcta no sin hacer un gran esfuerzo.
—He fallado, mi señora. No he podido traerte el diamante de Abaddon.
La risa de mi señora me dejó desconcertada y sin poder evitarlo, alcé la mirada.
Lilith me observaba con regocijo.
—querida mía, has cumplido con creces; no solo has liberado al destructor, has traído su legado a la hermandad —Mi confusión se hacía cada vez más patente.
—Levántate, Iona, sangre de la sangre de Abaddon, carne de su carne y poder de su poder —Volví a obedecer, lo que comenzaba a mosquearme.
Lilith extendió una de sus manos y me así a ella con fuerza.
—bienvenida a casa, hija mía —Lilith posó delante de mi un espejo de cuerpo entero y mis ojos no daban crédito.
Frente a mí, veía la imagen de aquella criatura que tanto había esperado la hermandad y el mundo de las sombras: la portadora, la elegida para iniciar la nueva era.
Miré mi reflejo, absorta en detallarme y entonces me fijé: a cada lado de la empuñadura de mi espada dos montículos de un dorado brillante sobresalían. Obedeciendo ahora a un impulso propio cerré los ojos y sentí el tirón que de ahora en adelante formaría parte de mis sensaciones más íntimas.
Abrí los ojos y ahí estaban. Un par de alas de fuego impresionantes, reflejo de la oscuridad y el poder que habitaba en mí.
Observé a Lilith desde el espejo.
—quiero verle.
—Lo harás cuando sea el momento —Negué con la cabeza, sintiendo cómo el poder se movía en mi interior.
—el momento es ahora —Ladeé la cabeza para asegurarme de que me había hecho entender.
Frente a mí apareció la imagen de Liam siendo trasladado desde el foso. No pude evitar fruncir el cejo al ver su aspecto.
—Es hora de que algunas cosas cambien —Lilith asintió con gesto adusto.
—Lo sé, he cometido muchos errores y he permitido que mis hijos los perpetuasen —Observé a la señora de la luna oscura con cierta suspicacia que, esta vez no me encargué de esconder.
—comprendo que no confíes en mí a ciegas, pero te hablo con la verdad. No negaré cuanto ambiciono el poder; pero sin la hermandad mi existencia carece de importancia.
Asentí con suavidad ante sus palabras. Sin la hermandad la señora de la luna oscura terminaría por desaparecer pues no habría criatura que continuase su culto.
—Os dejaré a solas, hijos míos —Lilith se marchó al entrar Liam en la habitación.
—Creí que te había perdido—escuchar su voz me estremeció, como siempre.
—Prometí que volvería.
—las promesas no siempre se cumplen —La actitud de Liam me rompía el corazón.
—dudas de mí, ¿verdad?
—Iona era mi compañera. Tú te pareces a ella, pero —Lo vi retroceder cuando intenté acercarme.
—mira dentro de mí, Liam y si no ves a tu compañera me alejaré. No me iré, pues tengo una misión que llevar a cabo mucho más importante que tú, que yo y que el amor que sentimos.
Liam asintió y le dejé entrar en mi mente. Sentí su agitación, su temor, su incertidumbre y su amor.
—De verdad eres tú —Asentí extendiendo mis manos.
No puedo describir lo que significó sentir los labios de Liam devorar los míos con semejante devoción. Sentirme entre los brazos del único ser al que he amado en toda mi existencia fue sentirme en casa, en mi hogar. Por fin volvía a estar entera.
—Eres la portadora.
—Soy tu compañera.
—sí, pero podrías escoger a cualquiera, lo sabes —Asentí, entrecruzando mis dedos con los suyos.
—Pero te escojo a ti.
Liam volvió a besarme como si fuese la primera vez y supe que había hecho la elección correcta.
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