Etiqueta: Fantasía

  • Sean y el dragón

    Dragón volando sobre una torre
    Imagen libre de derechos tomada de Pixabay

    Escuchó la voz infantil que reclamaba su presencia. Abandonó la torre que había tomado como refugio.

    El pequeño Sean tragó grueso; el miedo hizo que el corazón le saltase dentro del pecho. El dragón plegó sus alas y lo miró con curiosidad; se fijó en su espada y sonrió.

    —¿Quieres batirte en duelo conmigo? —Sean negó con la cabeza.

    —Quiero tu ayuda, Lyuch. Si nos unimos, podremos derrotar al demonio.

    Miró a los ojos del niño; vio valor y determinación.

    —¡Machaquemos al demonio! —rugió en respuesta.

    Sean subió a su lomo. Ambos alzaron el vuelo.

    El libro mágico se cerró.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Escribir Jugando Julio 2020, propuesto por Lidia Castro Navas.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    • La imagen de la carta y el objeto del dado: torre
    • Que aparezca el nombre del humano y del dragón que aparecen en la imagen

    El relato cuenta con 100 palabras.


    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • La macabra danza de la muerte

    Castillo en ruinas sobre la cima de una montaña. alrededor vuelan murciélagos y en las nubes se vislumbra un rostro feminino
    Imagen libre de derechos


    Dedicatoria

    A ti, que me lees en silencio…


    No sé cuánto tiempo tendré que permanecer aquí a la intemperie esperando a que decidas dar la cara. No importa en realidad. Estoy lista para enviarte con tu creador al infierno de los seres sin alma. Sé que te crees invencible. Te tengo malas noticias, Jason, porque no hay potestad en este mundo que te libre de convertirte en polvo cuando te alcance mi daga.

    Creíste que escondiéndote entre estas ruinas me harías renunciar a darte caza. Eres demasiado arrogante. No me conoces en absoluto. No me asusta la niebla ni el rugir del viento. No me ahuyenta el hedor de los muertos ni sus huesos asomándose entre las piedras; no me marcharé hasta que cumpla mi propósito.

    Te haré pagar por cada vida que has arrebatado. Ya no me interesa la justicia: quiero venganza. Por eso tu muerte será lenta y dolorosa. Y la disfrutaré sin un ápice de remordimiento porque los seres como tú no merecen compasión. Tú sólo mereces danzar entre las llamas del infierno.

    Te crees más inteligente, lo sé. Pese a ello, te demostraré que subestimarme será tu peor equivocación.

    No te subestimo, no lo hagas tú. Crees que no he notado tu presencia. Cuando te percates de la realidad será demasiado tarde para ti. A pesar de tus años como cazadora, todavía no comprendes a mi especie. Esa será tu perdición.

    Avanza; un poco más, allí… Sí, percibo el aroma de tu miedo; es tan excitante. Tus pensamientos sólo estimulan mi deseo.

    No he conocido a ninguna otra cazadora como tú y eso es una motivación adicional que me impulsa a cazarte. Me complace ver la agilidad de tu cuerpo; la concentración de tu mirada y el delicioso fluir de tu sangre por cada una de las venas que irrigan tu cuello, esbelto y delicado. Un manjar apetitoso; tanto, que se me hace agua la boca al imaginar el tibio sabor que tendrás cuando te clave los colmillos; cuando el feroz latido de tu corazón se apague mientras me sacio.
    Porque lo haré, querida Stephanie. No importa cuanto te esfuerces ni cuánto ocultes tu miedo tras esa coraza de valor. Nada me impedirá poseerte. Conocerás entre mis brazos la macabra danza de la muerte.


    Agradecimientos

    1. A Daniel Turambar por su taller de escritura en Twitch

    Nota: este texto constaba de 350 palabras. Tras las correcciones ha pasado a constar de 370. El requisito principal era utilizar narrador en segunda persona.

  • El superviviente

    Cabaña rústica abandonada
    Imagen libre de derechos tomada de Pixabay


    Dedicatoria

    A todos los soñadores y creadores de historias impresionantes.


    Comenzó a ascender por el acantilado. Había sobrevivido a la tempestad y el naufragio; pese a ello, aún no estaba a salvo. La escarpada pared rocosa ponía a prueba su resistencia. La daga que llevaba asida en el antebrazo rozó la roca y casi la pierde en el intento de no caer al vacío. El viento gélido arañaba su espalda y le heló hasta los huesos. El salitre le invadió las fosas nasales. Evitó mirar abajo. La humedad hacía difícil aferrarse a los salientes. El rugido del mar era estímulo suficiente para no desfallecer; flaquear en ese momento significaría terminar convertido en un amasijo sanguinolento y no le apetecía unirse a los restos del naufragio.

    Exhaló el aire en cuanto pudo dejarse caer sobre la espalda. La noche se alzaba majestuosa y siniestra. Sabía que no debía, aun así, no pudo resistir la tentación de asomarse al borde de aquel acantilado. Se estremeció al ver flotar los restos del «Destino Incierto»; cerró los ojos un instante; el suficiente para dejar que su deseo de supervivencia primase y lo sacase de ahí. Al menos podría hacerle honor a la oportunidad de haber sobrevivido al naufragio que acabó con toda su tripulación. Abrió los ojos y clavó su mirada en el mar. Creyó ver restos ensangrentados sobre algún madero y se estremeció.

    Se puso en pie y afianzó la funda en su antebrazo. Dio una mirada valorativa a su alrededor. El lugar pareció desierto; solo una cabaña rústica, algo desvencijada se atisbaba oculta en medio de algunos robustos árboles. Una densa niebla se movía con lentitud envolviendo sus simientes. La lluvia arreció de nuevo y no pudo controlar sus estremecimientos al recordar cómo su navío se había partido en dos.

    Avanzó con cautela. El silencio reinante le crispó los nervios. Al latido desbocado de su corazón se unió el crujido de sus pasos al aproximarse hacia aquel posible refugio. Alcanzó la puerta y la empujó. Los goznes emitieron un chirrido espeluznante. Apretó los dientes y entró.

    El hedor a moho y encierro fue su anfitrión. Evitó respirar demasiado hondo. Se cubrió la nariz con un jirón de la camisa que le trajo de vuelta el olor cobrizo que penetró sus fosas nasales mientras los cuerpos de los tripulantes bajo su mando eran zarandeados con fuerza para luego ser engullidos por el mar.

    Un trueno restalló con fuerza; el silencio se disolvió ante la tormenta que volvía a apoderarse de la noche. Un relámpago cruzó el firmamento. En medio de su resplandor una silueta deforme se recortó contra la ventana. Intentó echar a correr; no tuvo caso; su cuerpo no respondía al deseo de su mente de ponerse a salvo; en su corazón palpitaba algo mucho más fuerte: el odio.

    Fijó su mirada en aquellos ojos que brillaron en la oscuridad sedientos de sangre y venganza. Los vio acercarse despacio y la piel se le erizó. Tragó grueso al percatarse de la furtiva curva blanquecina que se dibujó mostrando el par de colmillos que alguna vez vio destrozar gargantas sin remordimientos. Aún quedaba una prueba más para el superviviente.

    —Octavius —susurró y deslizó la daga que llevaba sujeta en el antebrazo hasta rozar su empuñadura con los dedos.

    —Te advertí que volveríamos a vernos, Nicodemus. ¿Listo para saludar a la parca?
    Aferró la empuñadura de la daga con fuerza.

    —Dale tú, saludos de mi parte —espetó mientras le clavaba la daga entre las costillas.

    La figura se hizo polvo. Nicodemus cerró los ojos y arrugó la nariz ante el pestilente hedor.

    «Uno menos y descontando», pensó antes de dejarse caer al suelo.


    Agradecimientos

    1. A Daniel Turambar(@danielturambar) por la convocatoria realizada por Twitter y las correcciones durante el taller vía Twitch
    2. Elementos a utilizar: la palabra cabaña y la palabra desierto; máximo 500 palabras
    3. </ol

      Nota: La presente versión es el resultado de la corrección realizada por Daniel. En la actualidad el relato cuenta con 599 palabras.

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  • Uaigneac: el refugio del hechicero

    Mansión antigua y tenebrosa flotando sobre isla rocosa en el mar durante una  noche muy oscura con algunas gaviotas al vuelo
    Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay


    Extendió las manos con las palmas en dirección a la chimenea. En segundos, un fuego crepitaba, vigoroso. Posó sus singulares ojos color amatista sobre las llamas que danzaban ajenas al torbellino que se formaba en su interior. Un trueno retumbó rompiendo el silencio; desvió su mirada hacia el amplio ventanal desde donde podía vislumbrar las olas elevarse con fiereza para luego chocar contra la barrera invisible que mantenía su hogar a salvo de la inclemencia del clima y las miradas indiscretas de navegantes atrevidos que se lanzaban a la aventura de conquistar el mar de Oighearshruth.

    Inspiró muy hondo mientras las nubes se apoderaban del platinado fulgor de la luna. Se volvió en cuanto escuchó los pasos y sintió su presencia.

    —¿Seguro no quieres venir? Marcus y Bradach vendrán conmigo. —Negó con la cabeza mientras lo veía fruncir el ceño.

    —Sabes que prefiero permanecer a buen resguardo. Id vosotros y divertíos. —Su primo suspiró hondo.

    —Como quieras, cariño. En todo caso, por si volvemos y ya te has metido en tu guarida, feliz cumpleaños.

    Esbozó una sonrisa y sus ojos brillaron apenas un instante.

    —Gracias, Giralt.

    Advirtió la duda en los ojos de su primo. Le habría gustado aproximarse y dar rienda suelta a sus afectos; volver a sentir el abrazo cálido de un ser querido. No pudo y agradecía a todos los dioses la infinita comprensión que Giralt le obsequiaba a pesar de sí mismo. Lo vio marcharse y dejó vagar sus ojos en aquella estancia iluminada solo por el fuego que había encendido. Se acercó al ventanal y apartó el cortinaje. La lluvia comenzó a caer con fuerza. las gotas chocaban contra el cristal repiqueteando en una sinfonía melancólica. Se distrajo un instante hasta que el eco de su voz le robó el aliento, como le ocurría cada aniversario.

    Se volvió con lentitud. Estaba allí en medio del salón parada frente al fuego. Su larga y dorada melena refulgía robándole protagonismo al fuego. Las hebras de oro estaban trenzadas como de costumbre, en un intrincado recogido que las retorcía con minuciosa delicadeza. Sus ojos verdes lo contemplaban con adoración; sin embargo, solo se aproximó en cuanto hubo extendido sus brazos hacia él.

    —Lo siento, lo siento tanto —dijo con voz queda mientras se estrechaban en un abrazo lleno de añoranza y afecto.

    Ella reculó un paso y acunó su rostro con ambas manos. Sus ojos se llenaron de lágrimas que dejó correr en libertad, apenas se vio reflejado en su mirada maternal, esa que lo ha acompañado año tras año junto a cada latir de su corazón.

    —Mi pequeño que ya no es tan pequeño —le dijo recogiendo sus lágrimas con dulzura—. Te culpas cuando no debes hacerlo y mi corazón sufre por no saber cómo brindarte el sosiego que tu espíritu necesita.

    Apoyó sus ásperas palmas en esas manos que lo acogían con tanto amor.

    —Si no fuese por mí y lo que soy, estarías todavía conmigo, madre. ¿cómo quieres que sea feliz si por conservar mi inútil existencia te perdí?
    —No debes hablar así, Nicholas —le reprochó fijando sus ojos en él—. di mi vida por ti, porque, aunque no eres de mi sangre, eres el hijo de mi corazón.

    »Si hubieses muerto aquella noche, yo habría muerto contigo. Puedo no estar en cuerpo, cariño mío, aun así, mi alma, mi espíritu está aquí y siempre estará aquí, cuidando de ti.

    » Uaigneac es mi legado para ti. Ella soy yo; ambas somos tu hogar; tu protección; tu refugio.

    —Lo sé, mamá —dijo con un hilo de voz tras apoyar su frente en la de ella—. Solo es que te echo demasiado de menos y, aunque sienta tu fuerza vital y tu espíritu en cada pared de esta mansión, nada se compara a tenerte junto a mí.

    Ella le dio un beso en cada mejilla.

    —Es hora de que vuelvas a vivir, cariño mío. —Se tensó ante aquella petición—. Te has erradicado del mundo; te has alejado de todo y de todos de forma absoluta y eso no es bueno para ningún espíritu.

    —No puedo, madre —dijo y la sujetó por las muñecas—. No me pidas que exponga a nadie más.

    Caomhnóir lo miró con tristeza.

    —No tiene por qué ser así. Uaigneac se moviliza por una razón: que no pierdas el contacto; gracias a eso tienes a Giralt; podrías encontrar el amor igual que él lo hizo.

    Le dio la espalda, molesto.

    —No insistas, por favor.

    Otro trueno retumbó en lo alto como reflejo de las emociones que se movían inquietas en su corazón. El miedo se retorcía arañando cada rincón de su mente. Era un habitante del que no había podido librarse desde que cumplió veintiún años.

    No pudo evitar trasladarse a través de sus recuerdos. Un siglo había transcurrido y para él seguía siendo como si fuese el día anterior.

    Estaba rebosante de alegría; por fin Ilandria había aceptado salir con él. sobre sus labios; en su lengua; su memoria guardaba con fidelidad el sabor de sus besos, la suavidad de sus labios y mucho más profundo, la traición de aquel abrazo que lo había marcado para siempre.

    No lo vio venir; sin embargo, su madre había estado atenta. Se atravesó en el momento preciso en el que aquel hechizo fulminante viajaba en dirección a su pecho. Nada lo había preparado para resistir el dolor de perder a la única persona que lo había amado y protegido con su propia vida.

    Se arrepentía en parte; presa del dolor dejó que este tomara el control y arrasó con aquella bruja maldita; también con un tercio de los habitantes de Rondearmad.

    Todavía podía saborear lo amargo de sus lágrimas al descubrir su verdadera naturaleza; la sal que llevaba consigo la brisa de la bahía. Con su madre en brazos se adentró en el mar y siguiendo sus instrucciones dio vida a aquella isla rocosa donde descansaría su nuevo hogar. Porque sí, ella tenía razón, aunque muchos creyeran que Uaigneac era una mansión sostenida bajo el influjo de una maldición, lo cierto es que era su hogar; el único lugar del mundo donde podía permanecer a salvo de quienes lo querían muerto y donde podía refugiarse de sí mismo para no tomar ninguna otra vida bajo el deseo de la venganza o la falsa ilusión que proveía el autoengaño en la obtención de justicia.

    La tierna caricia en su espalda lo trajo de vuelta al presente. Se volvió para verla; ella sostenía un talismán; lo reconoció al instante. Creyó haberlo perdido aquel aciago día.

    Caomhnóir se aproximó y se lo pasó por la cabeza. La joya que pendía del pentágono de oro refulgía palpitante. La observó y apretó su puño alrededor. El calor que emitía la gema sosegó su corazón.

    —Legado de tu estirpe; tu sangre y la de los tuyos encierra un enorme poder —dijo y le acarició el rostro—. Ha llegado el tiempo de que vuelva a ti y lo que ha permanecido dormido, despierte.

    »Vienen tiempos difíciles, cariño mío y has de estar preparado. El diamante de sangre te protegerá aún si yo desaparezco de este plano de forma definitiva.

    —Madre, por favor. —Ella negó con la cabeza y lo hizo callar posando un dedo en sus labios.

    —Escucha lo que he venido a decirte. Luego has de decidir —lo tomó de la mano y se acercaron al fuego—; eso sí, no olvides, no siempre podemos dejar en manos de la razón lo que ha de decidir el corazón.

    Se dejaron caer sobre la mullida alfombra. Con los dedos entrelazados y las piernas cruzadas unieron sus espíritus. Vio parte del pasado, del presente y del futuro próximo. Sus oídos fueron testigos de lo vaticinado por el oráculo de Glare y no pudo evitar que un escalofrío le recorriese la columna vertebral.

    «Cuando la tormenta se alce y el mar ruja imponente,
    el poder oculto se hará evidente.

    Misterio y oscuridad, sangre y muerte volverán, si la elegida no pone a su vida final.

    La magia se unirá si en la trama del destino cae; un oculto secreto guarda la clave.

    Nada volverá a ser igual si el legado cambia amor por lealtad;
    recordad hijos de Glare: vuestra sangre será derramada sin sentido,
    si la ofensa de los Rúndiamhaires dejáis en el olvido».

    Permaneció sumido en aquella visión hasta que se topó con esos ojos; verdes, profundos, cargados de secretos. Sintió las voces de su estirpe clamando justicia; vio las mismas muertes que aquellos ojos tuvieron que ver cuando la inocencia todavía poseía buena parte de su alma. Sintió su tristeza y su dolor; la amargura y la huella del odio tatuado a la fuerza en un noble corazón.

    La visión llegó a su fin. Abrió los ojos y supo, sin duda, que su corazón ya había decidido.


    Este relato ha sido escrito para participar en el desafío Imagena, propuesto por Jessica Galera Andreu. Decir que es muy probable que este fragmento se convierta en parte de una novela. Seguiremos informando. si os ha gustado, podeis leer la sinopsis tentativa de esta historia y contarme qué os parece.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    • La fotografía que aparece en el reto Sin-Opsis
    • La imagen de seis personajes que pueden formar parte de la historia
  • La escoba sagrada

    Estatuilla de una anciana bruja con su escoba
    Imagen de Igor Shubin tomada de pixabay.com


    Dedicatoria

    A todos esos corazones que todavía no han descubierto la magia que habita en ellos.


    Conocer a Eva había sido un gran acontecimiento en la vida de Madeleine, pero conocer su casa, era todavía mucho mejor. En la escuela no había nadie y lo sabía porque se había dedicado a investigar durante toda una semana, quienes de todos ellos habían puesto alguno de sus pies en la casa O’Donnell. Ni uno solo de sus compis del colegio sabía lo que se ocultaba tras aquella entrada de mansión de terror. Eso ya era suficiente para que Madeleine se sintiese afortunada y agradecida con la vida. ella, la niña regordeta de quien todos se burlaban, sería la única en pisar aquella casa y develar todos esos secretos que, de seguro, escondería la casa de Eva.

    Sonó el timbre. El griterío de sus compañeros la mantuvo aturdida por varios minutos; tantos, que no había escuchado la pregunta de su amiga. Porque a esas alturas ya podía decir que Eva O’Donnell era su amiga.

    —¿Madeleine? ¿Qué te pasa, estás atontada? —La chiquilla pestañeó y se quedó mirando a Eva como si fuese la primera vez que la veía.

    Eva le hizo carantoñas y aspavientos hasta que la niña asintió con las mejillas sonrojadas.

    —Vamos, mi abuela nos espera —invitó la niña.

    Madeleine se echó una mirada de autoevaluación. Se sacudió la falda del uniforme y se estiró la camisa. Luego, echó a andar tras Eva que, sin mirar atrás, había salido disparada.

    * * * *
    A Madeleine casi se le salen los ojos de las órbitas cuando bajó del coche. Tras las verjas de aquella mansión había todo un universo de criaturas que, quizá, pensó antes de pisar el primer escalón, cogerían vida durante la noche y se pasearían por los alrededores espantando a todo el que se les cruzase en el camino.

    La abuela de Eva miraba a la niña con una sonrisa. A Madeleine le parecía de todo, menos que fuese una bruja como la de los cuentos. La niña alzó la mirada ante aquella entrada con las puertas macizas de doble hoja y una cabeza de gárgola con un gigante aro de metal. Las puertas parecían pesar toneladas, pero la amable mujer las abrió sin mucho esfuerzo y la invitó a pasar.

    La niña no dejaba de ver el par de estatuas que custodiaban los escalones; tampoco era capaz de hacerse la vista gorda ante la pequeña alfombrilla de color burdeos que descansaba en el último escalón, con aquel mensaje que parecía estar escrito en un idioma muy raro. La niña se quedó parada en el segundo escalón, con la mirada clavada en la alfombrilla. La abuela de Eva, la observaba, divertida.

    —No pasa nada si la pisas, todos en la casa lo hacemos —dijo la mujer extendiéndole la mano a la niña.

    Madeleine se cogió de la señora y la calidez de su mano la reconfortó. Se sorprendió al sentir que los zapatos se le hundían, pero que las letras permanecían en su sitio. Eva soltó una risita y se detuvo un instante.

    Madeleine alzó las cejas y sus ojos adoptaron una expresión, mezcla de incredulidad y maravilla, cuando vio a su amiga con aquella curiosa escoba en la mano.

    Parecía tener todos los años del mundo. El mango estaba descolorido, el pelambre se veía desordenado y envejecido, como si la escoba hubiera sido usada por siglos y siglos para barrer.

    Eva sostuvo la singular escoba y pronunciando una especie de refrán comenzó a barrer desde donde estaba parada hacia afuera. Cuando terminó, la niña le guiñó un ojo y entregó la escoba a su abuela, quien, siguió con exactitud aquella especie de ritual.

    «¿Será que sí son brujos?», pensó Madeleine, mordiéndose el carrillo del lado derecho. «¿Le dejarían a ella también?» La chiquilla miraba la escoba como si esperase que esta le saltase haciendo chispas o algo parecido. De pronto recordó aquella escena de la peli de Disney donde Merlín embrujaba toda la cocina y casi se le escapa una risita.

    —Si quieres intentarlo, adelante —animó la abuela de Eva acercándole la escoba como si le hubiese leído el pensamiento.

    —¿Puedo? —La mujer asintió con una sonrisa.

    La niña cogió la escoba, pero se quedó un tanto decepcionada, pues la vetusta limpiadora era un objeto inanimado más. Ni le hablaba ni parecía estar dotada de ningún poder mágico.

    —La magia no está en los objetos, cariño —dijo la abuela de Eva interrumpiendo sus pensamientos—. La magia habita en nosotros.

    —¿Yo tengo magia?
    —Claro que sí —aseguró la mujer—. Ella habita en ti, igual que en los habitantes de esta casa.

    La niña abrió tantísimo los ojos, que las cejas se le alzaron y en la frente se le formaron algunos plieguecillos. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza que, además de conocer la casa de Eva, también conocería a su familia.

    Presa de la curiosidad intentó pasar a toda prisa, pero algo la detuvo. Del susto casi se le cae la escoba al suelo. Un coro de risitas llamó su atención, pero por más que estiró el cuello, no logró divisar nada.

    —Has de barrer de ti todo lo que te empañe la visión, querida —explicó la abuela de Eva.

    Madeleine se quedó pensativa un instante.

    —¿Eso cómo se hace? ¿Cómo sé lo que me empaña la vista? Que yo sepa, no necesito gafas para ver.

    La abuela de Eva sonrió.

    —No es complicado —aseguró mientras le explicaba cómo sujetar la escoba—. Solo necesitas imaginar que te deshaces de todas esas ideas que te ponen triste, esas que te hacen dudar de ti, de lo maravillosa que eres.

    —¿Soy maravillosa?
    —Desde luego que sí, cariño —Volvió a asegurar la mujer—. Por eso Eva te ha invitado a casa.

    Madeleine sintió un calorcillo recorrerle desde los deditos de los pies hasta su pecho. Mirando a la mujer con los ojos llenos de expectativas, cogió la escoba con ambas manos.

    —¿Qué tengo que hacer? —preguntó.

    —Repite conmigo —ordenó la mujer.

    La chiquilla asintió.

    —Barro la duda y la oscuridad; —La chiquilla hizo el primer movimiento repitiendo despacio cada palabra—. Barro los miedos y la envidia… —Madeleine se sintió más liviana y puso más ímpetu en aquel curioso ritual—. Barro toda idea que me reste seguridad, porque así dejaré fuera de casa todo lo que pueda fastidiar la armonía de este hogar.

    La chiquilla hizo el último movimiento y la abuela de Eva sonrió.

    —Bienvenida a casa, pequeña.

    Madeleine dio un paso al interior. Esa vez no encontró resistencia. La puerta se cerró tras ellas con tanto sigilo que la niña no dudó que la magia estuviese de por medio. Dio otro paso avanzando en aquel salón decorado como si fuese el salón de un palacio. Se detuvo un instante con la escoba en las manos cuando vio a los habitantes de aquella mansión. No sabía por qué, pero se había imaginado otra cosa, nunca pensó que la estuviera esperando tanta gente. Un aplauso cálido de bienvenida hizo que la niña se ruborizase de nuevo. Sorprendida ante el recibimiento de tantas personas de diferentes edades, la niña se quedó con la boca abierta. Eva se le acercó, sonriente.

    —Cuelga la escoba, Made —dijo señalando el lugar donde era evidente que aquella desvencijada escoba debía permanecer. La chiquilla se quedó un poco perpleja. Haciendo memoria no se fijó que Eva entrase para volver a salir. ¿cómo había podido cogerla?
    Como si le hubiese estado leyendo la mente, la abuela de Eva comenzó a explicar:
    —La escoba sagrada viene a nosotros cuando nos percibe de pie en la puerta, Madeleine.

    —¿La escoba sagrada? —La niña bajó la mirada y se sintió avergonzada por haber pensado que era una escoba vieja.

    Eva soltó una carcajada cantarina.

    —Es una escoba viejísima, Made —dijo la niña— Pertenecía a la tatarabuela de mi abuela, ¿te imaginas? —Madeleine negó con la cabeza.

    —Es una escoba que ha pasado de generación en generación, cariño —explicó la abuela—. Ahora permanece con nosotros, es parte de este hogar.

    —Pero yo no vivo aquí —murmuró la pequeña mientras se mecía de un lado a otro.

    —No vives aquí, pero puedes formar parte de nuestra familia si quieres. —dijo la voz de un joven que a la niña le pareció el más guapo que hubiese visto en toda su vida.

    —Es verdad —dijo titubeante Eva—. di por sentado que querías, pero si no quieres…
    —Claro que quiero —respondió Madeleine, mirando la escoba con tanta emoción que pensó que se pondría a llorar ahí mismo como si fuera una cría pequeña.

    —Entonces solo has de colgar la escoba —dijo un señor con el pelo gris y los ojos de un azul tan oscuro, que casi parecían negros.

    Tras morderse el labio inferior, se fijó en lo alto que estaba el gancho donde colgaba la escoba.

    —Pídeselo —sugirió una jovencita que se parecía mucho a Eva.

    La niña buscó la mirada de la abuela de Eva y esta le sonrió, asintiendo.

    —Escobita, ¿puedes colgarte en tu sitio?
    Nada pasó.

    —Así no, Made —corrigió Eva tocándose la frente con un dedo para luego tocarse el pecho donde está el corazón—. Intenta lo mismo, pero sin hablar con la boca.

    —Entonces ¿con qué le hablo a la escoba?
    —Con el corazón —respondió la jovencita que se parecía a Eva.

    —Vale.

    La niña adoptó una expresión seria. Estaba concentrándose, pero nada sucedía.

    —Deja que el deseo se forme en tu corazón —indicó la abuela—, luego deja que fluya fuera de ti.

    Madeleine siguió la indicación. La escoba flotó desde sus manos hasta dejarse caer en el gancho donde colgaba y que estaba ubicado tras una de las hojas de la maciza puerta de la entrada. Los vítores del resto de habitantes no se hicieron esperar. La niña volvió a sonrojarse, pero se sentía contenta. Por primera vez en todo lo que recordaba de su corta vida, se sentía parte de algo. Eso la llenaba de alegría.

    —Muy bien —felicitó la abuela acariciándole la cabeza—. Ahora es tiempo de tomar una merienda, luego podréis explicar a Madeleine cómo son las cosas en esta casa.

    Eva tomó de la mano a su nueva compañera de conjuros y echó a correr atravesando el amplio salón.


  • LADY RISUEÑA

    Paisaje volcánico. A la derecha una chica y un dragón bañados por la luz del sol.
    Imagen de Stefan Keller en pixabay.com


    Soy una Risueña. No es que me ría todo el tiempo, es que pertenezco a la familia Risueña. No me preguntéis por favor sobre los orígenes de dicho apellido, porque ni yo misma he podido desenredar el entuerto de nuestra historia familiar; pero esperad que ponga en orden mis ideas, porque si comienzo a contaros mi tragedia, de seguro no termino y vosotros tampoco llegaréis a entender un pimiento frito.

    Veréis, queridísimos lectores. En nuestra familia, siempre, pero siempre, siempre, tiene que existir una bruja, una guerrera y una erudita en cada generación. En la mía, como todavía no sabéis, pero yo os lo diré, no hay ninguna de las tres. ¡Ninguna! Y claro, a quien culpan nuestros ancestros, a la benjamina, o sea, quien os narra y quién, por comodidad prefiere ir descalza, que no desnuda, claro, por aquello de la timidez que me caracteriza, aunque mi querido abuelo siempre diga que soy una risueña desenfrenada, irreverente y con la peor combinación de nuestros genes.

    El asunto está en que, en vista de semejantes ausencias, se me ha encomendado a mí, salvar el honor familiar. Es una misión que, si os soy sincera, no sé cómo afrontar.

    En nuestro reino, donde no es que tengamos monarcas porque la verdad, hace mucho nos volvimos republicanos por aquello de no obedecer sino el mandato del pueblo, persiste una criatura gigante y temida por todos que, cada cierto tiempo, reclama un sacrificio con el único objetivo de que no se nos coma a todos o nos quedaríamos sin reino y claro, sin pobladores. En otro momento y en mejores circunstancias, alguna de las tres figuras que os mencioné y que en esta generación no existen, se enfrentaría a la molesta criatura y todos felices comiendo perdices.

    Como comprenderéis, visto lo visto, el encargo a recaído sobre mí, que no tengo pajolera idea de conocimientos sobre hechizos o sortilegios, que no soy capaz de atinar con una flecha ni que otro me sostenga el carcaj o me tense el arco y su cuerda, y mucho menos puedo blandir una espada, pues corro el riesgo de volverme escabeche a la primera que intente hacer una filigrana.

    ¿Habrase visto semejante despropósito?
    ¿Os dais cuenta de mi terrible tragedia? Y pensaréis que todavía me quedan las letras, No obstante… ¿qué puede lograr una pluma y un tintero contra el dragón hechicero? Y si os contase lo que me ocurre cuando soy presa de los nervios. Esos malditos traidores que me dejan expuesta y anulan por completo mi criterio.

    Pero aguardad, estimadísimos aventureros de las letras, que todavía no os he revelado la peor parte. Lo más terrible es el objetivo de esta nefasta misión: que yo, … logre en un solo intento, que el dragón hechicero mejore su sentido del humor. En pocas palabras, o logro que el dragón se ría en lugar de escupir fuego, o terminaré churruscada en la quinta paila del infierno y, a todas luces, no va a ser ni por asomo tan estilizado como el creado por el caballero Dante; sí, ese mismo a quien se le ocurrió la brillantísima idea de crear divinas comedias Y, que podéis tener por bien fundado, no va a mover un solo pelo para salvar el honor familiar de una Risueña.

    Puesto que no tengo alternativas ni mi familia tampoco, ya que todas las Risueñas han huido por la derecha, he decidido, al mal paso, darle prisa. Ataviada como corresponde a tal encomienda, me he puesto mi traje de cazadora, con sus botas y su peto a juego; me amarré la melena porque de lo contrario no vería tres en un burro ni viceversa y me armé mi petate con diferentes herramientas. Os diría que ensillé mi montura y me lancé a la cabalgata, pero a estas fechas no tenemos ni yeguas, ni caballos, ni burros ni mulas de carga. En efecto, todas las hemos tenido que sacrificar para saciar el ansia alimenticia del regente de nuestra sempiterna y querida Tranquilidad. ¿A que tiene bonito nombre nuestra república?
    Disculpad que comience a irme por las ramas y eso que, a mí, lo de trapecista jamás se me ha dado nada bien. A lo sumo logro subirme al árbol del jardín cuando quiero pernoctar bajo el manto diamantino, pues de vez en vez, me ataca el irrefrenable deseo de salir corriendo por la izquierda, a ver si el universo me depara un destino menos aciago que el de enfrentarme al dragón hechicero con mi pluma y un tintero. Ya sé que os dije que en mi generación no hay eruditas; es así, lo que ocurre es que estas son las herramientas más inofensivas que puedo utilizar sin correr el riesgo de automutilarme o quien sabe si algo más.

    Pero bueno, que me hago la cabeza un lío. Consultando la brújula de mi direccionador manual, esa que no tuve más alternativa que colgar del cuerno de mi vetusto toro castrato, el miguelino, buey que nos hace de carguero y transportador a la vez, comprobé que iba en la dirección correcta. Tiré del freno con la mano y evité por los pelos atropellar a los nueve enanos que cruzaban arreando a una señorona mamá ganso con sus gansillos y terminé bañada de rulos a pies del barro podrido que rodeaba los predios de la enorme mansión de aquel a quien había ido a visitar.

    Cuando pude, por fin, esconder mi medio de transporte —bastante vergüenza debía afrontar dada mi evidente ineptitud en estas lides bélicas como para sumarle otra más a la larga lista—, subí los escalones de la entrada y sacudí la aldaba.

    Mayor fue mi sorpresa cuando me topé con un hombretón estirado y con cara de no haber comido en unos diez días. Pregunté por el señor de la casa y tras varios gruñidos que, asumí significaban una bienvenida, me adentré y esperé de pie; eso sí, cerca de la puerta por si en un momento desesperado me tocase echar a correr.

    La situación, hasta el momento, iba viento en popa. El mayordomo no me había mordido y no fue necesario llegar en escoba, lo que, teniendo en cuenta mi imposibilidad de alardear de mis habilidades de hechicera Risueña, había sido algo más que un golpe de suerte.

    Tras esperar un tiempo, para mí, indeterminado, el mayordomo volvió con la orden expresa de que me desplazase hasta el salón. Procurando evitar convertirme en la comida de aquel buen servidor de su señor, obedecí sin oponer resistencia.

    No puedo decir que no me cogiese por sorpresa, porque en el fondo las leyendas no eran lo bastante detalladas como para hacerme una idea de lo que sería una entrevista con aquel legendario dragón.

    Me esforcé, eso sí, en ocultar mi desasosiego cuando observé que, en aquella estancia gigantesca, apenas si había una silla en la que, por fortuna, mis posaderas podían caber sin demasiados problemas.

    Puesto que no quería hacer gala de la mala educación que había sido la bandera de algunas de mis predecesoras, esperé de pie a que el Dragón hechicero hiciese acto de presencia.

    Me sujeté con toda la fuerza de la que pude disponer apenas comencé a sentir bajo mis pies el temblor acompasado que estremecía la mansión entera. Por un momento pensé que la madre naturaleza se había apiadado de mí, pero esa idea entró en fuga cuando observé al señor de aquella mansión aproximarse hacia el salón.

    Apreté las rodillas y por reflejo las posaderas, cuando aquella inmensa criatura se detuvo frente a mí. A sabiendas de que, si aflojaba, así fuese un milímetro, el dragón sería testigo de un escape inoportuno de mis esfínteres, me aferré con ambas manos al espaldar de aquella silla. El dragón olisqueó el ambiente y resopló una nubarrada sulfurosa. Era tan fétido aquel aliento que por un instante pensé en recomendarle alguna mezcla de hierbas aromatizantes que hiciesen mejor trabajo que cualquier enjuague bucal que estuviese utilizando. Desde luego, tal como habréis pensado y adivinado, fui incapaz de semejante oprobio.

    La bestia alzó una ceja cuando por fin hizo lo propio para detectar mi presencia.

    —¿Dónde está la risueña a la que me he de enfrentar?
    Aunque las rodillas me chocaban y mis pies pedían a gritos ponerse en polvorosa, di un paso al frente y realicé mi tan estudiada reverencia.

    —Estamidásimdo… quise decir, estimadísimo regente… —El dragón se sentó y parte del techo se desboronó cayéndome encima y matizando mis cabellos de un intenso color grisáceo—. Estoy a vuestra disposición.

    El dragón se cruzó de garras y me miró mostrándome toda la hilera de dientes.

    —Esto es una broma, ¿no? —Negué con la cabeza y tragué grueso.

    —Verá usted… —iba a explicar mis circunstancias, pero el aliento flamígero de mi anfitrión me persuadió, así que cerré el pico.

    —¿No había nadie más entre vosotras las Risueñas, que han enviado semejante enclenque? —La bestia me levantó sin esfuerzo y me acercó a sus fauces pestilentes.

    No me preguntéis qué ocurrió, porque todavía ni yo misma logro comprenderlo. Lo cierto es que me llené de tal indignación, que no fui capaz de permanecer con la boca cerrada.

    —Podré ser enclenque, pero al menos no apesto a pedo recién salido de un chiquero… ¿nadie os ha dicho que vuestra merced debería visitar a algún médico? Porque no a de ser normal oler a podrido de una forma tan singular.

    —Enclenque y, además, atrevida. —el dragón me dejó caer y por fortuna, llevaba puestas las bragas con doble relleno trasero; con lo que pude amortiguar el golpe y ponerme en pie gracias al rebote. Puede que penséis que estaba yo majara en ese instante, pero os juraría que aquel monstruo sonreía con todos sus dientes.

    —Y dale con la misma cantinela —espeté poniendo los brazos en jarra—. ¿Vuestra merced no se sabe otro adjetivo?
    La criatura alzó las cejas y resopló echando humo por las napias.

    —¿Insinúas que soy un ignorante?
    —Vuestra merced no es muy entendido, ¿verdad? Va a ser que necesita más luces que un ciego en un túnel, señoría.

    —¡Encima te atreves a decirme lerdo?
    —¿Me ha escuchado vuestra merced pronunciar semejante ignominia? No, ¿verdad? Yo seré cualquier cosa menos lo que vuestra merced esperaba, pero maleducada, ¡eso sí que no os lo acepto! ¡sois un atrevido de la peor calaña!
    Como si el Maligno se me hubiese llevado para poseerme, comencé a coger y a arrojar cuanto objeto se cruzaba por mi vista. Desconcertado por semejante arranque de furia por mi parte, el dragón se limitó a esquivar mi arremetida.

    —¡Cálmate, chiquilla endemoniada!
    —¡Endemoniada, dice! ¡vuestra merced es un abusivo! Años llevamos las risueñas obedeciendo vuestros caprichitos gastronómicos y ¿qué hace vuestra merced? ¡Nos ofende de esta manera tan vil y rastrera!
    —¿Caprichitos gastronómicos? ¿De qué coño hablas, criatura?
    —¡Se nos come usted todo cada generación y todavía tiene la osadía de preguntar de qué os estoy hablando!
    El dragón me observaba con los ojos desorbitadísimos mientras yo, presa de la furia, me fui a por el primer objeto filoso que pude hallar. En pocos minutos empuñaba una espada más grande que mi propio brazo. Ni me preguntéis cómo fui capaz de semejante hazaña, porque no tengo ni la menor idea. Lo único que sé, es que me lancé a por el hechicero, pero por razones obvias trastabillé y lo único que conseguí fue que la criatura se diera un mamporro en la cabeza cuando por evitar pisarse su propia cola, dio un paso atrás y se llevó el arco abovedado del salón de audiencias.

    Desde luego, no fue el único que se llevó un mamporro. Yo me llevé otro par cuando choqué de frente con la inmensa tripa de la bestia y rodé escamas abajo, como cualquier insecto haría al estrellarse contra una pared de piedra.

    Frustrada y agobiada por semejante vergüenza, me quedé despatarrada en el suelo y comencé a chillar como haría cualquier cría pequeña.

    —Por todos los infiernos, ¿ahora por qué diablos lloras? —La criatura agachó su enorme cabeza para mirarme más de cerca.

    Comencé a chillar con más fuerza. Estaba desconsolada de imaginar que aquella bestia se me comiese y así terminase la historia de las Risueñas.

    —¡Os parece poco esta vergüenza! —chillé limpiándome los mocos con la mano—. Seré la única Risueña incapaz de cumplir su misión para mantener la tregua en el reino del buen humor. ¡Soy la única que no volverá porque vuestra merced me va a tragar como si fuese una pierna de ternera!
    —¡Por las cocuizas de la Magdalena! ¡Cállate un momento que por tu causa ahora cargo un dolor de cabeza que no veas!
    —No sé que sean esas cosas que vuestra merced mienta, pero no me achaque responsabilidades ajenas! Yo no tengo la culpa de que vuestra merced sea una bestia. Y… ¡haga vuestra merced el favor de no gritarme!
    —¡Pero si eres tú la que chilla como si tuviese un trompetín en la garganta, insensata!
    —¡Intensata! ¡Se atreve a decirme intensata!
    Presa de nuevo por otro arrebato colérico, hurgué en mi petate y saqué mi pluma nueva y el tintero que le pedí prestado a la última erudita Risueña.

    —Querrás decir insensata, ¿no?
    Me puse en pie, furiosa. La bestia seguía con la cabeza a mi altura mirándome con aquel ojo viperino. Lo apunté con mi pluma.

    —¿Pretendes clavarme esa pluma en algún lado?
    Me le quedé mirando con la boca abierta y volví a cerrarla, no iba yo a darle el gusto a aquel infernal y hambriento dragón, el placer de verme venida a menos.

    —Pero ¿por quién me toma usted?
    Me dio la impresión de que el dragón se pensó un poquitín la respuesta. Porque se quedó callado un rato sin moverse.

    —Me parece que, si te lo digo, criatura, no te va a gustar ni un pelo.

    Resoplé encendiéndome de nuevo. Como veis, tengo yo un temperamento un poco inflamable y eso que no me parezco en nada a una cerilla.

    —Tenga usted la bondad de facilitarme una hoja de papel, si no le parece demasiada molestia.

    —Sírvete tú misma, niña. —Me indicó con una garra dónde tenía guardado el papel para la correspondencia.

    Alerta por si aquello fuese algún tipo de trampa mortal, caminé sin darle la espalda. La bestia parecía menos feroz de a momentos. Sin embargo, no iba yo a confiarme así nada más. Cuando por fin logré sacar una hoja, me senté en el suelo y comencé a escribir.

    —¿Qué se supone que haces?
    —¿Qué, vuestra merced es cortito de miras? ¿Acaso no es evidente que estoy escribiendo una carta?
    —Si fuese evidente, ¿te lo preguntaría acaso?
    Me encogí de hombros.

    —¿Y yo qué sé? Vuestra merced es una bestia muy rara.

    —¡Bestia! ¡Habrase visto semejante desfachatez!
    —Haga el favor de no vociferar que me rompe la conspiración y esta carta no se va a escribir sola.

    —Querrás decir concentración, niña.

    —Lo que sea… haga el favor de cerrar las fauces un ratejo.

    Me dispuse a retomar mi escritura, pero claro, aquel dragón desconsiderado no estaba por la labor de ponerme nada fácil aquel día.

    —¿Se puede saber a quién le escribes?
    —A la AHD, la asociación de heroínas y dragones. Os voy a denunciar por incumplimiento.

    —¡Por los clavos de San Eneas! ¿cuál incumplimiento? ¡Todavía no he podido ni siquiera entrevistarte!
    Alcé una ceja y me levanté de nuevo, apuntando a la bestia con mi pluma que estilaba tinta dejando un reguero por todo aquel suelo.

    —¿Va vuestra merced a contratarme?
    —¿Y si no para qué te iba a mandar venir, criatura?
    —Para comerme, ¿no?
    Por alguna razón tuve la impresión fugaz de que algo había dicho sin ser consciente, porque la expresión del dragón cambió radicalmente. De pronto me sentí como de seguro han de sentirse los solomillos cuando los tiran en el asador.

    —Lo de comerte, puede que no sea mala idea. —La bestia movió su inmensa cabeza como si estuviese asintiendo.

    Tragué grueso y me puse tan nerviosa, que comencé a tartamudear y a lanzar disparates como una locomotora. Sintiéndome desgraciada por aquel destino cruel, me dejé caer en el suelo otra vez.

    El dragón se agarró la cabeza con las garras; desesperado por tanta cháchara insensata, comenzó a rugir llamando a una tal Griselda.

    —¿Me mandó llamar?
    —No… pego alaridos pronunciando tu nombre porque es una bonita cantinela —exclamó con los ojos entreabiertos—. Haz el favor de llevarte a la Risueña. Le das su uniforme y le indicas cuáles son sus obligaciones. Y asegúrate de que firme el contrato, no quiero aquí al sindicato armando jaleo.

    La mujer dio una mirada al salón. Me fijé en su gesto reprobatorio, pero poco me importó. Total, si aquel dragón se me iba a comer, no iba a ponérselo yo tan fácil.

    —Te encargas también de que venga el servicio de remodelaciones y que los gastos se los carguen al salario de la Risueña.

    Me puse de pie como un resorte. La mujer se sobresaltó pues no se esperaba semejante reacción por mi parte.

    —¿Cómo que salario? ¿Lo del contrato va en serio?
    —Si lo prefieres, puedo contratarte sin paga —propuso el dragón.

    Me llené de suspicacia y achiqué los ojos. Todavía embebida en aquella misteriosa ira que me libraba de toda prudencia y sensatez, hice gestos con el índice a la bestia para que se acercase. El dragón se movió con cautela, imagino que temiendo porque volviese yo a estallar en un arranque de fiereza extrema y terminase por cargarme las reliquias que todavía quedaban intactas en el salón.

    —Aclaradme vuestra merced, ¿dónde está la trampa? ¿qué clase de charada es esta?
    —¿Siempre eres tan desconfiada? —Mi respuesta fue cruzarme de brazos.

    El hechicero, ante mi testarudez hizo señas a la tal Griselda y esta se marchó en un dos por tres. Estando a solas, la bestia me mostró su verdadera identidad. Mis ojos no daban crédito ante aquella apariencia gallarda y tan varonil. Previendo otro estallido por mi parte, se movió con rapidez y me cogió por las muñecas. Luché para tratar de zafarme, pero me tenía bien sujeta. Tras darme la vuelta me apresó entre sus brazos. Su respiración me hacía cosquillas en la oreja.

    —¿Qué clase de burla es esta?
    —Por mi parte no hay burla —respondió el hechicero—. No soy yo quien os ha mentido, pequeña Risueña.

    Le di un pisotón a mi captor y aproveché de zafarme cuando aflojó el agarre. Me volví y alcé los puños como tantas veces había practicado en el jardín de mi casa.

    —Sois un… —me abalancé contra él y le di un puñetazo.

    —Parece que enclenque y todo, sabéis dar la pelea, mi lady Risueña —se limpió el hilo de sangre del labio partido, tras lo cual volvió a cogerme por las muñecas.

    —Os habéis estado burlando de todos… vuestra merced.

    —Mira, pequeña —dijo comenzando a perder la paciencia—. Entre tu familia y la mía, siempre han existido negocios en común. Yo no tengo la culpa de que a vosotras no se os diga la verdad desde un principio.

    Abrí tanto los ojos, que sentí que se me quedarían tiesos del impacto. Interpretando mi reacción se lanzó a darme su explicación.

    —Se ve que, a ti, más que a las anteriores, te han mentido con descaro y no sé por qué motivo.

    En ese momento las fuerzas me abandonaron y se apoderó de mí una gran desilusión. Había estado haciendo el ridículo durante toda mi etapa preparatoria. Ni me tomé la molestia en preguntar si las leyendas y los mitos eran ciertos, era más que evidente que todo aquello era un simple montaje. Esforzándome por recomponerme y no ceder ante la vergüenza, me dispuse a asumir las consecuencias.

    —¿Vuestra merced qué piensa hacer conmigo?
    —Contratarte como niñera.

    Abrí la boca, incrédula. Aquel hechicero contrataba a mi familia como niñeras. Como si hubiese podido leerme el pensamiento, tiró de mí para mostrarme a qué se estaba refiriendo.

    —En mi vida no todo es falsedad. Mi esposa sí falleció al dar a luz a nuestros hijos… —El hechicero señaló con un dedo a través de la ventana—. El parto se complicó porque eran trillizos y eso es muy inusual entre nuestra especie.

    Al asomarme por la ventana pude observar a tres pequeños dragones lanzándose fuego los unos a los otros. También fui capaz de identificar a la prima Helga, quien corría en dirección contraria con el pelo convertido en una antorcha anaranjada.

    —Como ves, tu prima está por romper nuestro contrato.

    —¿Y vuestra merced piensa que voy a poder hacer lo que mis predecesoras no han podido? No sé si es que vuestra merced no se ha fijado, pero yo no soy ni bruja, ni guerrera, ni erudita.

    —Mis hijos son adolescentes —señaló cruzando los brazos a la altura del pecho—. Si has podido conmigo, creo que puedes con ellos tres.

    Lo miré poco convencida, pero habiendo llegado hasta allí, no tenía mucho que perder y por el contrario sí mucho que ganar. Si sabía jugar bien mis cartas, podía darle la vuelta a la tortilla.

    —Acepto, pero con una condición.

    Me volvió a parecer que el hechicero sonreía, pero preferí no hacerme muchas ideas al respecto.

    —Pida, mi lady Risueña.

    Expuse mi plan al hechicero con todo el detalle de que fui capaz. La familia risueña necesitaba una cucharada de su propia medicina. supe que mi nombre pasaría a ser una gran leyenda cuando vi aquella sonrisa traviesa dibujarse en su rostro.

    —Esta sociedad va a ser de lo más interesante, mi lady.

    —Me alegro de que así os lo parezca, señoría.

    Decidida a dar comienzo a la leyenda, salí a por los tres diablillos. Mientras más pronto conocieran a su nueva niñera, más pronto sabrían las Risueñas lo que era reír de verdad, verdad.

    El final seguro os lo podréis imaginar, ¿no?


    Este relato ha sido escrito para participar en el ‘Va de Reto’ abril 2020, propuesto por Jose A. Sánchez (@JascNet).

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Un audio donde puede escucharse a una mujer reírse hasta las lágrimas