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  • LA PIEDRA SAGRADA DEL TIEMPO

    A la izquierda se observa un reloj con agujas indicadoras de las horas. La aguja principal del reloj brilla mucho y marca las 12. El reloj está en espiral Lo que hace que la imagen del reloj se repita sucesivamente. A la derecha se ve una escultura femenina antigua mirando hacia la izquierda y hay una estela de humo desde abajo que rodea a la escultura y al reloj.
    Imagen libre de derechos de Kellepics en pixabay.com

    Chasqueó los dedos y se envolvió en glamur. Inició el ascenso cuando el sol ya se había ocultado en el horizonte. No quedaban humanos, podía percibirlo. Se giró un instante para disfrutar de la vista de la bahía. De noche, «Clew» siempre tenía ese atractivo aterrador que tanto le gustaba.

    Entró a la capilla. Le fastidiaba tener que atravesarla, pero no tenía otra salida. Creyeron que no podría encontrarla y, aunque no negaría que le costó lo suyo, la verdad, es que ni lo sagrado de «Croagh Patrick» lo detendría.

    Deshizo el glamour que mantenía oculta la entrada a la gruta. Sonrió al ver al custodio, espada en mano.

    —No eres bienvenido aquí, Raoch. —El demonio soltó una carcajada siniestra.

    —Eso da igual, aquí estoy —dijo abriendo los brazos y exponiendo el pecho—. Veamos qué es lo que te enseñaron tus hermanos, hechicero.

    El custodio se abalanzó contra el demonio. Lucharon por mucho rato, pero Raoch llevaba ventaja y él lo sabía. Aprovechando el desgaste de energía del hechicero, lo despojó de la espada y con un movimiento certero, le atravesó el corazón.

    —Fuiste un enemigo de altura, hechicero —dijo el demonio tras retirar la espada. El hechicero cayó de bruces con sus ojos abiertos y su rostro desfigurado por la sorpresa.

    El demonio avanzó. Al fondo de la gruta, la «Septémpori», la piedra sagrada que sostenía el equilibrio del tiempo, descansaba en su nicho. Cálida y palpitante, la piedra brillaba cambiando periódicamente de tonalidad pasando por cada uno de los espectros de onda que conforman la luz.

    Raoch se detuvo. Grabado en la roca podía leerse un refrán que era tan antiguo como la misma invención del tiempo:


    «Quien tiene tiempo de robarse el tiempo ajeno,
    Luego no tendrá tiempo para disfrutar del propio tiempo;
    Pues el tiempo desperdiciado nunca regresa.»

    El demonio comenzó a acumular energía. Necesitaba separar la piedra de su nicho para poder llevarla consigo. Había consumido gran parte de su poder cuando, por fin, pudo cogerla. Como si le hubiesen inyectado una carga de energía vital, Raoch comenzó a reír, eufórico. Y tras guardarla, desapareció.

    En la dimensión de los mortales, empezó a crecer una ola de pánico entre los elementales y otras criaturas sobrenaturales que observaban cómo el tiempo se ralentizaba hasta detenerse por completo, dejando a los seres humanos paralizados e indefensos.


    En el Parque de Saint Stephen’s Green, varios elementales de la tierra estuvieron intentando poner a resguardo a los seres humanos que quedaron atrapados en el lugar. La oréade de la zona se mantuvo impartiendo distintas órdenes, hasta que una vibración antinatural, comenzó a formar un torbellino que provocó una ruptura en la dimensión mortal. Una compuerta interdimensional se formó a tanta velocidad, que a los elementales no les dio tiempo de bloquearla. Frente a todos, Raoch se materializó, dejándolos con la boca abierta. Un silfo reconoció al demonio y se lanzó al ataque, pero este lo despedazó utilizando el poder de la piedra sagrada en su contra. Otros elementales se unieron para enfrentar entre todos al demonio, pero este los fue eliminando uno tras otro.

    una verdadera carnicería, desató el infierno en la dimensión mortal, a ojos de las dríades del bosque, quienes observaron, impotentes aquella ola de muerte y destrucción.

    Sin una gota de piedad, Raoch comenzó a absorber las almas de los humanos que quedaron paralizados en el parque. Dejando su huella, los fue marcando en la medida en que los fue vaciando. Algunas criaturas sobrenaturales intentaron proteger a los mortales que todavía no habían sido atacados por el demonio, pero este se había convertido en una criatura muy poderosa. La mayoría de las dríades huyeron, aterrorizadas, al ver cómo el demonio iba agrupando los cuerpos inertes para formar una pira funeraria. Solo Kristel tuvo el valor de quedarse para ser testigo e informar de lo que había ocurrido a la Hermandad Temporae, cónclave de los Hechiceros Témpora, custodios del tiempo.

    —¡Enviad un mensaje a vuestro concilio! —exclamó el demonio—. Informadles que Raoch será, de ahora en adelante, el señor del tiempo y, muy pronto, también de todas las dimensiones. Quien no se pliegue a mi mandato, quien ose desafiarme, será exterminado.

    La oréade se mordió la lengua. Ahora más que nunca, conservar la fuerza vital era indispensable, si querían derrocar a aquel demonio tirano. Complacido por el miedo que vio reflejado en sus súbditos, Raoch dejó una ristra de cadáveres tras de sí, ardiendo en varias piras funerarias y desapareció. Cuando se hubo asegurado de que el demonio había dejado el plano mortal, Kristel, con las manos temblorosas, abandonó su roble. Tan pronto como pudo reunir la suficiente magia, envió el mensaje con carácter de urgencia a los Hechiceros Témpora.

    —Ocúpate de avisar al Aquelarre Dimensi. La hermandad de las brujas dimensionae, Kristel. Ellas tienen que estar advertidas de lo que está pasando —sugirió la oréade—, Diles que resguarden la «Dimensitrenae». La piedra sagrada de las dimensiones no puede caer en manos de Raoch, o estaremos todos perdidos.

    sin pensárselo demasiado, la dríade envió el segundo mensaje. Solo esperaba que no fuese demasiado tarde.


    En Driontell, una de las siete dimensiones donde se alza, majestuoso, el Bosque Giorneae y donde descansan los siete relojes sagrados del tiempo, el sol permanecía suspendido al borde del horizonte.

    Irstez, guardiana de los relojes sagrados, seguía esperando que el sol se ocultase mientras leía el comunicado emitido por el gran hermano Cronus, líder de los hechiceros témpora. El texto era conciso y muy claro: «algunos de los integrantes de la hermandad habían desaparecido de forma misteriosa y se desconocía su paradero». La noticia era terrible. Si la hermandad llegase a desaparecer, el universo entraría en un desequilibrio muy peligroso. Cerró los ojos elevando una plegaria al mismísimo universo. No había destruido el comunicado de los hechiceros, cuando un cuervo se posó en la ventana para hacer la segunda entrega del treón. La guardiana frunció el ceño y se apresuró a revisar el mensaje. Abrió mucho los ojos cuando se dio cuenta de que era un comunicado emitido por la jefa del Aquelarre Dimensionae, en el cual informaba a todos, sobre la desaparición de algunas de sus brujas en extrañas circunstancias y que al igual que otros hechiceros, su paradero era desconocido.

    «Algo no anda bien», pensó la oréade. Tan rápido como pudo se recogió la melena, luchando para que sus indómitos rizos dorados le obedeciesen. Se ajustó el lazo del delantal y se recogió la falda para poder echar a correr y no perder tiempo. El sol seguía sin ocultarse y ella se temía lo peor. Con cuidado de no perder el rumbo, se dirigió al lugar sagrado donde permanecían los 7 relojes. Con el corazón en la garganta, se dispuso a mirar cada reloj y ahogó un grito, al darse cuenta de que todos los relojes sagrados se habían detenido a las seis en punto. Cada reloj giraba a su propio ritmo, lo que, junto a la «Septémpori» y a la «Dimensitrenae», mantenían el equilibrio temporodimensional en todo el universo. Si los siete relojes se detenían por demasiado tiempo, el caos se instauraría, quizá, de forma definitiva. Tenía que informar de inmediato, algo tendrían que hacer para restaurar el equilibrio. Como propulsada por un resorte, la guardiana salió disparada de vuelta a su cabaña para emitir un comunicado de alerta máxima.


    En vista de lo que estaba ocurriendo, las distintas razas de criaturas mágicas convocaron un concilio de emergencia para valorar la situación y tomar decisiones que no debían postergarse. Tras el comunicado del cónclave de los sobrenaturales, Atrinfinitum, sede de la hermandad de los hechiceros témpora, bullía, producto del nerviosismo. Miles de criaturas se habían desplazado hasta allí. No era una dimensión a la que se viajase por placer, a ningún ser le gustaba molestar a los custodios del tiempo; pero aquella era una situación de emergencia dimensional o universal, según se quisiera ver.

    Cronus golpeó el piso con su Trancasordio tres veces. El eco del rebote del cayado mágico se fue replicando por todo el foro. Los asistentes hicieron silencio. Frente a cada raza, sus líderes permanecían, expectantes.

    —Os hemos convocado, pues necesitamos de toda la magia disponible para poder enfrentar a Raoch. El demonio que robó la «Septémpori» y ha estado asesinando de forma despiadada tanto a humanos como a elementales y otras criaturas sobrenaturales —anunció el hechicero.

    Un murmullo se fue replicando entre los presentes. El gran hermano hizo señas para que le escuchasen.

    —Todos somos conscientes del peligro que corremos si no reestablecemos la piedra sagrada —dijo mirando a su hermandad—. Si permitimos que el demonio se haga con la «Dimensitrenae», cientos de miles de inocentes morirán —agregó, golpeando de nuevo el suelo con su trancasordio, mirando al resto de los asistentes.

    —Eso es imposible —dijo una voz aguda y disonante.

    —En este momento no podemos confiarnos, Elyam, tú mejor que nadie deberías saberlo. —El líder de los gnomos hizo un gesto de reconocimiento ante su precipitación.

    —Hemos trasladado la «Dimensitrenae» —anunció Urflaya—. Sin embargo, necesitaremos de toda la magia femenina disponible para poder mantener sus salvaguardas al máximo.

    —Gracias por informarnos. —Urflaya hizo un leve gesto con la cabeza—. Sabemos que estáis haciendo todo lo que está en vuestras manos para protegerla. —Cronus miró al resto de elementales.

    —¿Qué podemos hacer nosotros, gran hermano? —gritó una sílfide—. Somos menos poderosos que el demonio.

    Muchas cabezas se movieron a la vez, asintiendo con nerviosismo. El hechicero alzó una mano solicitando le dejasen hablar.

    —Lo primero que necesitamos, es designar a los encargados de cazar al demonio y recuperar la piedra sagrada. —respondió el gran hermano—. Somos mayoría, tenemos que luchar unidos. Él es uno solo, nosotros somos miles.

    Las criaturas alzaron su voz en apoyo a la propuesta.

    —Lo segundo, es que debemos organizar varios equipos. Hemos de proteger la «Dimensitrenae» y el bosque sagrado. El Aquelarre Dimensionae no puede hacerlo solo —añadió alzando la mano izquierda para acallar aquella revolución de voces una vez más.

    —¡Nos enviarás a una muerte segura, Cronus! El demonio cuenta con el poder de la «Septémpori».

    El hechicero ya esperaba que los miembros más antiguos elevasen una voz de protesta.

    —Si nos rendimos, nos matará de igual forma —declaró—. Es mejor morir luchando, Vladimir.

    El líder de los vampiros guardó silencio un instante. Luego de sopesar la situación alzó su voz, clara y seductora.

    —Si el resto de sobrenaturales se une a la lucha, los hijos de la sangre lo haremos también.

    La mayoría de los presentes estalló en vítores.

    —¿Y bien, quienes de vosotros os ofrecéis para cazar al demonio?

    El gran hermano barrió con la mirada a los asistentes, deteniéndose unos segundos para clavar sus ojos en el rostro de cada líder presente. Muchos se miraron con evidente desasosiego. Incapaces de ponerse en pie, bajaron la mirada. Las voces comenzaron a diluirse con rapidez, hasta que solo quedó un silencio perturbador.

    Un joven que no tendría más de veintidós años, se puso de pie y se acercó al escenario. Cronus alzó las cejas, sorprendido, al ver al joven druida. Tras el druida, una chica de rebeldes rizos cobrizos y dorados se acercó. La jovencita se movía con gracilidad. Era una bruja dimensionae bastante joven, como para disponer de una fuerza vital palpitante, pero a su vez, lo bastante adulta como para tener su «Castrulia Obsidiae». La bruja sonrió y se detuvo justo al lado derecho del druida. Muchos de los presentes ahogaron una exclamación cuando vieron al tercer voluntario. Cronus golpeó el suelo con su trancasordio para silenciar los comentarios. Los híbridos siempre generaban esas reacciones. El hechicero todavía no había conocido una raza que no discriminase a sus integrantes por ser diferentes o peculiares. Era muy consciente de que A las mayorías no les solían gustar las diferencias. El híbrido hizo un leve movimiento de cabeza en agradecimiento y se colocó al otro lado del druida.

    —¿Alguien más se ofrece?

    El silencio provocaba, en los presentes, reacciones emocionales de lo más variopintas. Cronus inspiró profundo. Sabía que su gente estaba aterrorizada, aunque había esperado más proactividad y disposición.

    —Bien, os dejaré en compañía del hermano Centurius. Él os ayudará y guiará para crear los equipos de defensa y os dará vuestros itinerarios.

    El gran hermano hizo una seña a los jóvenes y se dirigió hacia la salida lateral. Los voluntarios lo siguieron en silencio. Una vez salieron por la puerta, llegaron a un ancho pasillo. El piso brillaba con tanta intensidad que el trío achicó los ojos para protegerse del resplandor. Los zapatos chillaban a cada paso, excepto los del híbrido. La bruja alzó una ceja, inquisitiva. El híbrido no se dio por aludido. El techo ondulaba, sinuoso, gracias a los movimientos lumínicos de aquella dimensión. El druida desvió la mirada y se concentró en otra cosa. Las ondulaciones del tiempo podían ser peligrosamente hipnóticas. El hechicero se detuvo frente a una gran puerta de doble hoja, de madera maciza, labrada con intrincados símbolos. Las puertas se deslizaron ante un gesto de su mano.

    —Pasad, por favor.

    Los jóvenes entraron uno tras otro, detrás del hechicero. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas.

    Cronus rodeó su escritorio y se sentó. Su trancasordio quedó apoyado contra el borde del mueble.

    —Sentaos, si sois tan amables —invitó—. Quiero agradeceros este sacrificio. La joven bruja frunció el ceño un instante, pero permaneció en silencio.

    —No se trata de un sacrificio —dijo el druida—. Es nuestra responsabilidad.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó el gran hermano.

    —Kalyech Duncan.

    —Es bueno que valores de esta forma la responsabilidad que, como seres sobrenaturales tenemos para con el universo. Sin embargo, ya ves que muchos no lo ven de la misma manera.

    El druida se encogió de hombros.

    —Por allí en ese invento de los humanos, en el que cientos de millones de personas escriben, y de paso se engañan unas a otras, leí que «el miedo es libre y constitucional». —La joven bruja puso los ojos en blanco.

    —Las redes sociales, macho —masculló la joven—. No me digas que eres de esos que viven en la prehistoria sobrenatural.

    —Venga ya, cerilla con patas, No me digas que tú eres de esas que no se despega de la pantalla del chisme ese para hablar y cotillear; ese que usan todos para filtrar su vida privada. ¿Sabrás usar tu libro de las sombras, ¿no?

    Cronus y el druida se miraron, desconcertados ante aquella retahíla de puyas gratuitas.

    —Haced el favor de cerrar el pico, el gran hermano no puede estar perdiendo el tiempo con vuestras gilipolleces —ordenó el druida—. Y la verdad, nosotros tampoco, si es que queremos detener al demonio.

    La bruja alzó una ceja y estuvo a punto de lanzarle una buena parrafada, pero Cronus la detuvo.

    —Tú, hija de las dimensiones, ¿cómo te llamas?

    La joven clavó sus grandes ojos verdes en el hechicero.

    —Soy Sartriana MacGregor.

    —Muy bien. —Asintió con la cabeza—. ¿Y tú?

    El gran hermano clavó sus ojos en el híbrido.

    —Jioan.

    Sabiendo que el elemental no daría más información personal, el hechicero decidió no perder más tiempo.

    —Raoch es un demonio superior —dijo acercándoles una fotografía—. Tiene unos ochocientos años de antigüedad; es muy habilidoso en combates cuerpo a cuerpo y un gran espadachín.

    La chica ladeó la cabeza al observar la foto. Frunció el ceño, extrañada. Se había imaginado a una criatura muy diferente; quizá menos… atractiva. Como si le estuviese leyendo la mente, el híbrido dijo en voz casi inaudible:

    —Los más atractivos suelen ser los más peligrosos, recuérdalo, brujita.

    Sartriana se mordió la lengua para no soltarle una de las suyas. Aquel no era momento para gilipolleces, el druida tenía razón. Advirtiendo el esfuerzo de la chica para no replicarle, el híbrido sonrió para sus adentros.

    —¿Alguna debilidad conocida? —preguntó el druida.

    —Necesita altas cantidades de emociones, humanas o de cualquier criatura para mantener los niveles de su fuerza vital.

    El druida miró al feérico con una ceja levantada. Luego fijó sus ojos en el gran hermano buscando la confirmación. Este asintió con la cabeza.

    —Raoch fue uno de nosotros antes de pasarse al servicio de las Fuerzas Oscuras y convertirse en demonio. Por eso, igual que nosotros, usar sus poderes le supone un alto precio.

    —¿También le roba Transords como a vosotros? —preguntó la bruja.

    —No, al convertirse en demonio su edad quedó suspendida. Él no envejece como lo hacemos los hechiceros, solo se debilita y pierde fuerza vital.

    El druida permanecía en silencio, pensativo.

    La puerta del despacho se abrió de golpe. Un hechicero entró corriendo y gesticulando, con los ojos casi desorbitados por el miedo.

    Los tres voluntarios se pusieron en pie con rapidez.

    —¿Qué ocurre, hermano?

    —Han visto a Raoch de nuevo en Dublín.

    El gran hermano vio a cada uno de los voluntarios.

    —Id a por él, no podemos permitir que siga asesinando a inocentes.

    El druida hizo un movimiento con las manos y una compuerta interdimensional se creó frente a él. Jioan fue quien cruzó primero. Después cruzó la bruja y por último lo hizo Kalyech. El portal desapareció. Cronus cogió su Trancasordio y abandonó el despacho junto al otro hechicero. Todavía les quedaba mucho por hacer.


    En pleno Dublín, los voluntarios echaron a correr en dirección contraria a la riada de elementales que corrían por sus vidas, huyendo del demonio. Localizaron el foco del ataque en el Temple Bar. Situado entre Dame Street y el río Liffey, con sus calles estrechas y adoquinadas, era el sitio perfecto para encontrar una gran cantidad de seres humanos y criaturas que hacían vida en el centro cultural y social por excelencia de la ciudad.

    Caminando con Kalyech a la cabeza, el trío se lanzó a por el demonio cuando lo vieron salir de uno de los pubs más famosos del barrio.

    Raoch vio al trío de jóvenes con curiosidad.

    —¿Qué me ha enviado la hermandad? —dijo sonriendo—. ¿Tan mal van las cosas que envían como carne de cañón a sus niñatos sobrenaturales?

    Sartriana conjuró un potente glamour. Moviéndose con gran rapidez atacó al demonio por la espalda con su daga ceremonial. Raoch aulló de furia y lanzó una onda expansiva que la arrojó unos metros luego de elevarla en el aire. La chica cayó golpeándose la cabeza. Kalyech y Jioan se miraron de soslayo. El druida pidió apoyo al elemental de la tierra y cambió a su forma felina. La tierra se estremeció bajo el demonio, pero este se elevó unos centímetros y permaneció levitando frente al híbrido y a la gran pantera que, tras observar su posición, se abalanzó con una velocidad extraordinaria.

    El felino clavó sus garras con fiereza, lacerando el pecho de Raoch. Sangre oscura y putrefacta manó de sus heridas. El demonio contratacó con fuego. La pantera rodó rugiendo de dolor con una herida considerable en el lomo que abarcaba hasta el costado izquierdo. Raoch iba a rematar al animal, pero el híbrido se transformó en una Salamandra justo para interceptar el fuego con fuego. Una pared de llamas incandescentes ardió, atravesando la calle. Jioan volvió a su forma humana y llevó la mano hacia atrás. Con agilidad desenvainó una espada forjada con triple aleación. El demonio Lanzó otro ataque que el híbrido pudo esquivar por los pelos. Agazapado, esperó el momento justo y se lanzó al ataque. El demonio había sacado su propia espada infernal y detenía los intentos de Jioan por burlar su defensa.

    —Eres bueno, chaval —reconoció el demonio—. Pero yo soy mucho mejor.

    Raoch rozó el antebrazo del híbrido. El dolor le recorrió hasta el hombro. El joven dio una media vuelta; aprovechando el impulso, bajó en diagonal la espada y logró cruzar el costado del demonio con un tajo profundo. Furioso, pero consciente de la cantidad de energía que había consumido, Raoch emprendió la retirada. Jioan envainó la espada y salió escopetado a auxiliar a sus compañeros caídos.

    Extrayendo un polvo brillante y tornasolado de una pequeña bolsita de cuero que llevaba atada al cinturón, Jioan convocó a un zarramo. Con extraordinaria rapidez, la criatura se materializó en medio de la calle.

    —Jola, jíbrido, jijo del fuego y el aire. ¿Qué necesitas?

    El zarramo ojeó a su alrededor y frunció la pequeña y casi inexistente nariz al ver la sangre y oler el aroma de la putrefacción y la muerte. Jioan señaló a sus compañeros. El zarramo se deslizó casi sin rozar el suelo. Con cuidado dio vuelta a la bruja y alzó las cejas.

    —Bonita, jija de las dimensiones.

    —Ajá —respondió Jioan entrecerrando los ojos—. Te traje para que la sanes, no para que intentes follártela.

    La criatura frunció el ceño y negó con la cabeza, en un claro gesto de reprobación.

    —Eres un necio —espetó el zarramo—. La bruja no va a fijarse en un jíbrido, ya lo sabes.

    —Ese no es tu asunto —replicó con aspereza—. Sánala y punto.

    El elemental se encogió de hombros y comenzó el ritual. Jioan lo observaba con las manos en los bolsillos del vaquero.

    —Despertará dentro de poco —dijo el sanador mirando la herida que tenía en el brazo—. Yo curaré tu jerida, aunque no me lo jayas pedido.

    Jioan desvió la mirada mientras el zarramo se ocupaba del corte.

    —Ajora está mejor. —El elemental se le quedó mirando con sus grandes ojos naranja. El feérico clavó su mirada en la destrucción que tenía ante sí. No quería admitirlo, pero estaba preocupado. Aquel demonio era un hueso duro de roer.

    —Los elementales jijos de Gaia, se ocuparán de eso —dijo la criatura.

    —Bien, ahora, ¿puedes hacer algo por el druida? —Jioan lo señaló alzando la barbilla en su dirección. El sanador se deslizó hasta donde estaba la pantera.

    —Jerida no es mortal, pero como prefieras.

    —Hazlo, tío, no le des tantas vueltas, joder.

    —Esa lengua, jíbrido —reprochó—. Jabla a tu zarramo con más respeto.

    El sanador se cruzó de brazos alzando una ceja. Jioan farfulló algo en una lengua muerta y puso los ojos en blanco.

    —Vale, vale… —Alzó ambas manos con las palmas al frente—. ¿Puedes sanar a mi compañero, por favor? Es imperativo que se recupere para detener al demonio.

    El sanador asintió, complacido y se dio media vuelta. Brillando como una antorcha se acercó a la pantera e inició el ritual de sanación. Cuando terminó, el zarramo se transformó en diminutos cristales color esmeralda, que se esparcieron con la suave brisa que había comenzado a soplar.

    —Serás cabrón —farfulló Jioan ante la desaparición del elemental.

    Dándose por vencido al ver que no regresaba, se acuclilló junto al druida. Kalyech retomó su forma humana y se puso en pie con su ayuda. Sartriana parpadeó y abrió los ojos, justo cuando sus dos colegas se le acercaban. Con la mirada vibrante y enfurecida, se puso de pie.

    —¿Qué coño fue lo que pasó?

    —¿Quieres la versión detallada? O prefieres la resumida. —La bruja resopló y a punto estuvo de enzarzarse en una discusión con el híbrido, cuando un estallido hizo que la tierra se moviera bajo sus pies.

    —No hay tiempo ahora para dar explicaciones —espetó el druida y salió corriendo con sus compañeros pisándole los talones.


    El panorama en Grafton Street era desolador. Sartriana tragó grueso al ver aquel montón de cuerpos desmadejados y la sangre formando un riachuelo en la calzada. Se obligó a respirar por la boca y avanzó tras sus compañeros. El ruido al pisar los cristales esparcidos le erizó la piel y le puso los pelos de punta.

    Al pasar frente al Trinity Collegue, lo divisaron. El demonio sostenía un cuerpo del que se estaba alimentando. Jioan torció la boca en un gesto de evidente repugnancia. Raoch alzó la mirada y soltó el cadáver.

    —Parece que sois como un grano en el culo, ¿no? —dijo el demonio—. ¿Qué? ¿No tenéis con quien iros por ahí de marcha? —Señaló la hilera de bares destruidos con la explosión antes de soltar una carcajada espeluznante.

    —Eres un… —dijo la bruja con desprecio.

    —¿Un demonio? ¿Un cabrón hijo de puta? —Raoch sonrió mostrando todos los dientes—. Para servirte, bonita.

    La bruja empuñó su daga y la lanzó con todas sus fuerzas. La «Castrulia Obsideae se» clavó en el pecho del demonio, rozándole el corazón. Raoch se tambaleó, sorprendido. Cogió la castrulia por la empuñadura y se la arrancó. Siseó de rabia al quemarse la mano con la daga sagrada. Furioso, la dejó caer al suelo y lanzó una bola de fuego enorme contra la bruja. Esta se agachó y rodó justo a tiempo. Jioan, ahora en su forma de salamandra comenzó a arrojarle fuego al demonio. El druida se unió al ataque cuando creó un escudo de energía que hizo rebotar el poder de Raoch.

    —¡Sois condenadamente buenos, pero yo tengo mucho más poder!

    Sartriana rodó sobre su cuerpo y recogió su daga. Luego de envainarla conjuró un hechizo cuando advirtió que el demonio sostenía la «Septémpori».

    —Por el poder del viento del norte —dijo alzando los brazos—. Por la magia dimensi y el espíritu de la madre tierra. —Raoch alzó la piedra sagrada—. ¡Por el poder del fuego y la fuerza del agua, que el universo absorba la maldad y la transforme en arma! —Jioan se interpuso ante la bruja y a su vez, el druida se antepuso a la salamandra recibiendo el ataque de la piedra sagrada. La espada que conjuró la bruja se lanzó contra el demonio, pero este se difuminó convirtiéndose en un torbellino de magia fétida y oscura. Jioan volvió a su forma humana. Con rapidez desenvainó su espada y cogió a la bruja por la camiseta para colocarla tras de sí.
    El torbellino putrefacto se elevó en dirección al castillo de Dublín.

    —¡Maldita sea! —exclamó Jioan.

    La bruja permanecía en shock, observando lo que había quedado del druida y, cómo un cuervo, que luego se convirtió en Morrigan, se llevaba sus restos. Advirtiendo su reacción, el joven elemental la sacudió con fuerza.

    —No te derrumbes ahora, ¿me escuchas? —La jovencita lo veía con los ojos vidriosos—. Vamos, reacciona de una puta vez. No eres una cría.

    Sartriana contuvo las lágrimas y se apartó con brusquedad.

    —Eres una mierda de tío, un insensible.

    —Y tú una cabeza de cerilla que no va a durar ni un treón con vida.

    —Para tu información, lagartija incendiaria, ahora mismo da igual los treones, los draones o los transords… ¡El tiempo se ha detenido y no avanza, cateto!

    —¡Y si sigues portándote como una cría estúpida, será así para toda la eternidad! —el feérico echó a andar a zancada viva. La joven le siguió, rabiosa.

    —¿A dónde crees que vas? —Jioan señaló hacia el castillo.

    —Se ha ido allí. Apuesto lo que quieras a que la piedra que busca está en el castillo.

    La bruja guardó silencio. No podía develar el paradero de la «Dimensitrenae». El feérico puso los ojos en blanco y retomó la caminata. La jovencita lo alcanzó, aunque tuvo que correr para equiparar sus pasos. Jioan la miró de reojo. La chica caminaba con determinación.

    —La próxima vez di algo. Si te quedas callada otorgas y es lo mismo a que si te fueses de la lengua.

    Sartriana no dijo nada, pero él sabía que estaba furiosa. Llegaron al castillo. Los rastros de destrucción marcaban el camino.

    —¡Va directo a la capilla real! —La bruja echó a correr.

    Jioan maldijo por lo bajo y salió tras ella.

    Atravesaron un pasillo y llegaron al corazón del castillo. Sartriana, presa de la angustia salió disparada. Abrió el portón que daba a un patio por el cuál se podía llegar a la capilla recortando camino.

    Un quejido hizo que la bruja se volviese con la daga en la mano. Doblado sobre sí, el feérico se retorcía con evidentes signos de dolor. Sartriana se le acercó y estuvo a punto de tocarle.

    —No me toques —chilló Jioan.

    La jovencita se detuvo. El híbrido calló en el suelo de espaldas. La bruja ahogó un grito. En sus narices, Jioan se transformaba en sílfide. No había visto nada semejante. Sabía lo que decían los rumores, las malas lenguas. Siempre creyó que eran exageraciones, que en el fondo los híbridos no existían; que solo eran una invención de la imaginación prolija de alguna criatura que pretendía ser más especial que los demás. Se mantuvo allí, de pie, mientras la transformación finalizaba. Observó a la sílfide. Si como hombre era guapísimo, como mujer era una verdadera belleza. Se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. solo a ella se le ocurría ponerse a valorar lo bueno que podía estar su compañero de lucha, cuando tenían que detener al hijo de puta de Raoch.

    Jioan parpadeó y abrió los ojos con lentitud. Ella la miraba sin saber qué decir.

    —¿Vas a quedarte ahí parada como tonta?

    —Joer, Jioan, ni siendo chica puedes dejar de ser borde.

    La sílfide se encogió de hombros. Con esfuerzo, se puso de pie.

    —¿Estás bien?

    —Sí —respondió—. Suele verse peor de lo que es en realidad.

    Una gran explosión rompió el silencio. el suelo se estremeció bajo sus pies.

    —Pues menos mal, porque no nos queda mucho tiempo. —Ambas miraron hacia la columna de humo que se alzaba desde la capilla.

    —Me cago en todos los relojes sagrados —masculló Jioan y salió corriendo con la espada en la mano.


    La capilla ardía. El humo hacía difícil divisar el interior. A pesar del intenso calor, ambas entraron. El demonio se afanaba por destrozar la barrera que protegía el nicho sagrado.

    —¡Eh, tú, besugo podrido! —Raoch se volvió un instante ante el grito femenino.

    —Vaya, si tenemos aquí a las heroínas del concilio. —El demonio sonrió con malicia—. ¿Sabéis cuál de las dos quiere morir primero?

    —No te ufanes tanto, Raoch —advirtió Jioan—. Siempre podemos tener una carta bajo la manga.

    El demonio se echó a reír con ganas.

    —¿En serio, híbrida? —dijo alzando la piedra sagrada—. Necesitas otra demostración, ¿verdad? Parece que ver a vuestro coleguita hecho trizas no fue lo bastante esclarecedor.

    La sílfide lo apuntó con la espada. Tras unos segundos, el demonio frunció el ceño. Jioan esbozó una sonrisa de satisfacción.

    —Estamos en terreno sagrado —explicó la joven—. Aquí no puedes usarla para dañar a nadie.

    Raoch gritó enfurecido. De la nada, sacó una espada y se abalanzó contra la chica.

    La joven bruja comenzó a salmodiar en voz baja. La sílfide, espada en mano, sintió cómo su fuerza vital aumentaba de forma exponencial.

    Ambas espadas chocaron una y otra vez. Raoch comenzaba a perder rapidez y agilidad. La sílfide convocó el poder del viento. La capilla empezó a bajar de temperatura de forma progresiva.

    —Danos la «Septémpori».

    —Primero tendréis que acabar conmigo —espetó el demonio lanzando un mandoble—. Y os juro que eso no pasará.

    Jioan giró con rapidez y asestó un tajo en el costado del demonio. Sartriana seguía invocando el poder del aquelarre. Sorprendido por la agilidad de la joven guerrera, el demonio hizo un movimiento distractorio, pero la chica se anticipó y golpeó la muñeca de Raoch, cortándole la mano con la que sostenía la espada. El demonio soltó un alarido siniestro y la joven avanzó sin compasión. Sosteniendo la espada con ambas manos, dio un medio giro y le cortó la cabeza.

    Un hedor repugnante se esparció por la capilla. Antes de que la bruja terminase su conjuro, Jioan atravesó el corazón del demonio y este se convirtió en cenizas.

    Respirando con esfuerzo, la sílfide cerró los ojos. Sartriana se acercó con cautela y recogió la piedra sagrada. Jioan bajó la espada.

    —Parece que tu mala leche no es tan terrible después de todo —dijo la bruja mirando los restos de Raoch.

    —Ya ves —respondió envainando su espada tras haberla limpiado de la sangre del demonio-. Para algo tiene que servir tanto temperamento.

    —Podrías darme las gracias, ¿no?

    —Podría, pero haré algo mejor…

    Sartriana se cogió a los hombros de Jioan con fuerza, cuando esta se le acercó y le estampó un beso en la boca.

    Una vez superada la primera impresión, la jovencita dio un paso atrás.
    —Bien —murmuró relamiéndose los labios con disimulo—. Creo que es hora de devolver la piedra. —Jioan asintió con la cabeza.

    Ante aquella respuesta tan inesperada, la joven sílfide sintió un mazazo en el estómago. Eso le pasaba por darle rienda suelta a sus debilidades. Y no lo negaría, la joven bruja era una debilidad. Sartriana, observándola con disimulo, reía para sus adentros. Jioan atisbó un brillo en aquellos ojos verdes y se lanzó de nuevo.

    —Cuando vuelva a ser como antes, ¿aceptarías salir por ahí? —La elemental del viento se mordió el labio inferior y sin poder evitarlo, se sonrojó.

    La bruja se fijó en lo hermosa que era su compañera, así, con las mejillas sonrojadas.

    —¿Quieres decir cuando seas chico otra vez? —Jioan asintió.

    —Claro, tonta ¿a qué iba a referirme si no? —La bruja se encogió de hombros.

    —Qué se yo… podrías tener una filia mientras eres salamandra —dijo reprimiendo una risita.

    —Serás capulla.

    Sartriana rio bajito.

    —Podríamos ir por ahí luego de entregar esto… —La bruja le dejó la piedra sagrada en la mano.

    La sílfide se le quedó mirando con la sorpresa dibujada en el rostro.

    —No te importa que… —Ella negó con la cabeza y esbozó una sonrisa cálida.

    —Mientras me beses otra vez, todo lo demás me da un poco igual.

    Jioan volvió a besarla. La joven bruja suspiró, estremecida.

    —Cuando eres chico ¿besas igual de bien?

    —Te tocará averiguarlo por ti misma. —Jioan sonrió con picardía.

    Tomadas de la mano, las chicas salieron de la capilla.

    Epílogo

    Irstez observaba los relojes sagrados avanzar, mientras el sol descendía, por fin, escondiéndose en el horizonte. Respiró profundo y volvió a su cabaña.

    Treones después, en Atrinfinitum, Cronus permanecía concentrado y con una expresión de incredulidad en el rostro.

    —¿Estás seguro de tu decisión?

    —Lo estoy.

    —Bien —dijo el gran hermano, consternado—. Imagino que querrás marcharte a la dimensión mortal. —Jioan asintió—. Ve entonces, La hermandad te da su bendición.

    El feérico se marchó sin mirar atrás. «Hice lo que tenía que hacer», pensó, mientras transitaba por las dimensiones. No le interesaba convertirse en hechicero, mucho menos ser custodio del tiempo. Prefería invertir este en vivir la vida al máximo; sobre todo ahora que ella estaba a su lado.

    Abandonó el portal y giró a la derecha en dirección a Temple Bar. No sabía por qué se sorprendía tanto al ver a los humanos como si nada hubiese ocurrido. En realidad, así era para ellos. Una vibración inesperada lo puso en alerta. Alzó una ceja cuando vio al zarramo materializarse en sus narices.

    —No te he Convocado, ¿qué haces aquí?

    El sanador imitó su gesto.

    —No vine por ti, jíbrido. Los sanadores podemos tener vida también. —Jioan se fijó en la joven druidesa que esperaba unos metros más allá, sonriente.

    —Vale —dijo, aunque el zarramo ya le había dado la espalda.

    Sonrió al percibir su aroma. Sus brazos lo rodearon desde atrás y pudo sentir sus pechos firmes, rozándole la espalda.

    —¿Siempre tiene la piel tan verde? O solo es porque hoy se va de marcha a ligar con aquella hija de Morrigan.

    Jioan se volteó para besarla.

    —¿A ti qué te importa?

    La chica soltó una risita.

    —Luego dices que la cerilla con patas soy yo.

    —Tú sigue buscándome las cosquillas, verás lo que te espera.

    —Uy, qué miedo —se burló.

    Picado por el comentario, la alzó en peso, materializó una compuerta y se la llevó. Sartriana sintió bajo su cuerpo la superficie cómoda de un colchón.

    —Pero ¿y nuestra cita?

    —La tendremos, pero después… —dijo y la besó comiéndole la boca con una ansiedad inusitada.

    Sartriana sintió que se le doblaban los deditos de los pies y luego de rodearle la cintura con las piernas, se juró a sí misma, que comenzaría a provocarlo más a menudo.


    Este relato ha sido escrito para participar en el reto Lubra de marzo ‘Tiemppo’, propuesto por Jessica Galera .

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Días, meses, años… en tu relato el tiempo se mide de un modo diferente.
    2. Inventa un refrán sobre el tiempo
    3. El reloj negro me dejó tres condiciones más, pero no revelaré ninguna hasta fin de mes, como manda la consigna. A ver si lográis descubrirlas vosotros solos
  • EL CLUB DE MAGIA

    Ilustración de una bruja adorable volando con un gatito entre las manos con nubes alrededor y la luna brillante
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Sostuvo la cerilla con una mano, maravillada. El fuego era como su magia, brillante, cálida y atemporal.

    En 1827 se convirtió en bruja. Casi 200 años después, todavía hacía magia; el poder habitaba en su corazón.

    Miró el reloj y dejó la tetera en la mesita; las chicas del club de magia llegarían enseguida.

    Cogió su sombrero y añadió la etiqueta con el nombre de la nueva aprendiz.

    Abrió la puerta, sonriente. Las brujas entraron rodeándola.

    La chica vio su nombre en aquella rama y gritó, eufórica.

    —Enciéndela —Invitó Margot.

    Elisa cerró los ojos. La cerilla se encendió.


    Este relato ha sido escrito para participar en el escribir jugando de febrero, propuesto por Lidia Castro. Cuenta con 98 palabras sin el título.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Imagen del dado en el que hay una mano

    2. Imagen tras una carta donde se ve una mujer mayor con un sombrero en la cabeza que tiene etiquetas en sus ramas y una tetera en la mesita que se ve al lado
    3. Una foto de una cerilla con su fecha de invención: 1827
  • EL PRECIO DE LA RESURRECCIÓN

    Bruja vampiresa vestida al estilo gótico con los labios rojos y un colmillo que se asoma entre los labios.
    Imagen de Rondell Melling tomada de pixabay.com

    Dedicatoria

    A vosotros que siempre estáis allí animándome a seguir.

    Abrí los ojos despacio. La profunda y aterradora oscuridad me dio la bienvenida a mi cautiverio. Un aroma putrefacto me golpeó con fuerza las fosas nasales provocándome arcadas que se sucedieron una y otra vez hasta que mi cerebro registró que mi estómago estaba vacío y tan solo un poco de bilis se animó a satisfacer aquel doloroso reflejo.

    Intenté ponerme en pie. El suelo terroso y húmedo me estremeció y por un momento me pareció percibir el ruido de alguna criatura arrastrándose a mi alrededor. Sentí los diminutos guijarros clavarse en mis rodillas cuando por fin pude ponerme a gatas, no sin el suficiente esfuerzo como para quedarme sin aliento.

    Una carcajada estentórea me dejó aturdido. Arrastrándome como pude me desplacé hacia un rincón. Las ásperas paredes vibraban devolviendo el eco de aquella carcajada siniestra. Mi mente se negaba a colaborar hasta que mi voluntad se impuso y entonces recordé.

    —Muy bien —la carcajada se interrumpió de golpe— Ya era hora de que reaccionaras, cariño.

    —¿dónde estoy?

    —Donde estás no tiene la mínima importancia —dijo— Lo importante es por qué, no te parece, ¿Misael?

    —Déjate de juegos —exigí— más vale que me liberes…

    —Y si no te libero, ¿qué? ¿Vas a invocar a todos los demonios del infierno? O quizá a tus guerreros de sangre —rio malévola— ¿Olvidas que he absorbido casi toda tu fuente vital? Ahora soy yo quien tiene el poder.

    —¿Qué coño quieres, Miriah?

    —Me decepcionas —el suelo comenzó a vibrar con fuerza— pero no importa, puedo refrescarte la memoria.

    Parpadeé varias veces forzando a mis ojos a adaptarse a la oscuridad. Tragué grueso cuando pude vislumbrar unos dedos esqueléticos que comenzaban a emerger con rapidez hacia la superficie. Los recuerdos fueron invadiendo mi mente uno tras otro. Cerré los ojos con fuerza. Era imposible.

    —Nada es imposible y lo sabes.

    —No tienes idea de lo que pretendes, Miriah —advertí— Ni siquiera absorbiendo mi poder podrías ocupar mi lugar… mucho menos convertirte en la reina.

    —¡Mientes! —el grito retumbó con tanta fuerza que las paredes se agrietaron y sentí un líquido humedeciendo mis oídos. Los sonidos me llegaban atenuados como lejanos murmullos.

    —Puedes matarme si quieres —susurré— pero jamás te develaré el secreto.

    —Haré algo mejor que eso, Misael —el tono de su voz me advirtió que era capaz de todo— serás testigo del final de tu estirpe.

    El esqueleto terminó de emerger. De pie frente a mí con sus cuencas vacías emitió un chillido antes de convertirse en polvo.

    un torbellino invadió el pequeño espacio tirando de mí hacia arriba, hacia la nada sacándome de las catacumbas.

    Sentí cómo cada partícula de mi cuerpo se desintegraba con rapidez y volvía a juntarse adhiriéndose a las fibras teñidas de aquel legendario receptáculo que narraba la historia de los guerreros de la noche. Intenté usar mi poder para materializarme en la estancia, pero todo fue inútil. Miriah me había condenado a habitar el tapiz. Las imágenes iban agregándose en tiempo real. Observé horrorizado cómo Miriah iba asesinando a cada uno de mis hermanos, mis compañeros de lucha. Los guerreros de la noche dejarían de existir y solo aquel tapiz daría cuenta de lo ocurrido. Tenía que hacer lo que fuese para impedirlo.

    —¡Detente! —La vampiresa desvió su mirada hacia mí sonriendo con los labios manchados de la sangre de quien fuese mi guerrero más leal.

    —Parece que te lo has pensado mejor, ¿no? —soltó el cuerpo desmadejado.

    —Te develaré el secreto de la resurrección —dije usando mi canal telepático.

    —Así me gusta, cariño —sonrió satisfecha—. Verás que reinar junto a mí no es tan malo después de todo.

    Otro tirón de energía me extrajo de forma dolorosa del tapiz y di de bruces a los pies de la bruja.

    —¿A qué esperas?

    —Necesito que me devuelvas mi poder —dije jadeante— o al menos que me permitas beber de ti.

    Desconfiada achicó los ojos mientras hurgaba en mi mente tras segundas intenciones. Cuando se hubo cerciorado de que no mentía dio un paso hacia mí.

    Soltó una carcajada siniestra y me expuso la garganta. La sed impactó en mis entrañas y un ardor me quemó con fuerza desde la boca del estómago. Me abalancé sobre ella sin pensarlo y clavé los filosos colmillos en aquella vena palpitante.

    Intentó zafarse al darse cuenta de mis verdaderas intenciones, pero mi agarre era mucho más fuerte cada vez. Bebí hasta saciarme y un poco más.

    Pálida y sudorosa me observaba con los ojos desorbitados.

    —Ahora aprenderás la resurrección de primera mano, querida —dije con la voz ronca— pero no digas que no te lo advertí.

    Intentó echar a correr, pero mi poder había regresado junto al que había robado del resto de mis guerreros así que la paralicé en medio de aquella estancia bañada en sangre.

    —¡Levantaos hijos de la noche; guerreros y guardianes del legado de la sangre! —Alcé los brazos invocando el poder primigenio de la oscuridad— ¡Volved a este plano y cumplid con vuestro mandato!

    Los cuerpos marchitos de mis compañeros de armas fueron retomando forma y sustancia.

    —¡alzaos y reclamad nuestro derecho de sangre! ¡Recuperad el poder y la vida que os fue arrebatado!

    Los doce guerreros que yacían inertes cobraron vida. sedientos y furiosos se abalanzaron contra Miriah.

    Me dejé caer en el trono mientras observaba la carnicería y en mi interior el intercambio entre mi alma y el poder de las tinieblas sucedía sin que pudiese evitarlo.


    Rodilla en tierra los guerreros me mostraban su lealtad y rendían culto a su rey.

    —A ti debemos nuestra existencia, alteza —dijo Noel sin alzar la mirada— seguiremos tu mandato.

    —Cazad a toda la estirpe de esa bruja maldita —ordené— No las hagáis arder, bebed su sangre hasta que se marchiten.

    Noel me observó, sorprendido.

    —Pero… su alteza…

    —Lo que ha ocurrido esta noche no puede volver a suceder —expliqué— Tenéis que apoderaros de sus almas y todo su poder. Si las quemáis, pueden reencarnar o poseer a cualquier otra criatura con alma —fijé mi mirada donde solo polvo permanecía inerte—. Querrán venganza luego de esto.

    —¿Estáis seguro de ello, mi señor?

    —Lo estoy —confirmé—. Son fuertes y capaces de desalojar el alma de cualquier criatura haciendo que vaguen perdidas en la eternidad.

    —Se hará entonces como ordenes, alteza.

    Tras ponerse en pie, los guerreros abandonaron la estancia. Observé el tapiz viendo los cambios que iban añadiéndose con rapidez.

    El poder de la maldad palpitaba anhelante en mi interior instigándome a cobrar aquella afrenta de sangre contra todo el mundo feérico. Mantenerlo a raya sería mi lucha de ahora en adelante. todo hechizo potente tiene un precio y resucitar a la casta de los guerreros de la noche no sería la excepción. De no ser por Miriah y su maldita ambición de poder nada de esto habría ocurrido. Tendría que haber advertido sus intenciones cuando la traje al castillo la primera vez. Había cometido demasiados errores cegado por la lujuria. No debí convertirla y lo hice. Tampoco debí tomarla como consorte y también lo hice. Era mi responsabilidad y la asumiría costase lo que costase. Pero no sometería a criaturas inocentes a la ley de sangre. Ya bastante tendría este mundo con tener que sobrevivir a la guerra que empezaría desde esta noche y que quien sabe cuando llegaría a su fin.

    Me deslicé sin rozar el suelo hasta alcanzar el tapiz. En él la muerte de Miriah aparecía reflejada con exactitud. Suspiré profundo y me giré para atisbar por el gran ventanal. Sentí el llamado de la oscuridad y de la sangre y desaparecí en busca de alguna garganta que pudiese mitigar mi despiadada e insaciable sed.


    Agradecimientos

    Este relato surgió gracias a una convocatoria en la que no pude participar. He decidido ir publicando tanto los relatos que no llegue a enviar, como aquellos que no resulten seleccionados. Es una forma de ir observando mi propia evolución al escribir, además de que resulta muy edificante poder publicar y saber que alguien en algún rinconcito del mundo te leerá.
    Gracias a todos por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • EL PODER DE UN ALMA NOBLE

    Ventana a través de la cual se observa el interior de una estancia decorada de navidad
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com

    Porque nada es más poderoso que el amor.


    «El señor Elliot se ha quedado embobado mirando ese hermoso juguete de porcelana en el que una bailarina gira al son de una hipnótica melodía hasta que, finalmente, hace una reverencia y la cajita se cierra. El viejo se ajusta sus gafas redondas y esboza una sonrisilla desde sus finos labios antes de entrar en aquella vieja tienda de juguetes para llevarse a casa el objeto de su embelesamiento. Después, se sube las solapas de su raído abrigo marrón y regresa a la calle. Llama su atención un coro de niños entonando un bonito villancico al lado de aquel enorme árbol cuyas luces parpadean en el centro de la plaza, dotando al pueblo de una amalgama multicolor que por momentos lo ciegan.

    El señor Elliot camina despacio a través de las calles mojadas, donde los copos que empiezan a caer se funden, y no tarda en llegar a la humilde casa en la que lleva viviendo más de cincuenta años. Desde la ventana, atisba ya esas orejillas que lo esperan impaciente. Su fiel Labo, un viejo labrador que lleva con él diez inviernos y al que el frío acobarda. Aquella tarde ha preferido dejarlo en casa y el animal lo recibe con el entusiasta movimiento de su cola mientras él se deshace en carantoñas.

    Labo regresa al sofá, donde se aovilla, mientras el señor Elliot se quita los guantes y se frota las manos, tratando de entrar en calor. Después, azuza el fuego de la chimenea y camina hasta la bolsa para sacar el bonito juguete, que coloca sobre la repisa, sonriendo. Su arbolillo trata de emular con osadía y orgullo al que engalana la plaza y aunque sencillo, para él es el más hermoso del mundo, pues fue el que su difunta esposa, Emily, escogió.

    Se asoma a la ventana y se deleita en esa vida sencilla que discurre al otro lado del cristal. La noche de Navidad se acerca y él la pasará solo, como es habitual. A pesar de todo, pocas cosas son capaces de borrarle la sonrisa porque el señor Elliot ha hecho de los recuerdos un sostén para los días tristes y no una carga que lo debiliten.

    La nevada arrecia y el señor Elliot acude a la campanilla de su horno, avisándole de que el asado está listo. Se sirve en un plato y le pone su ración a Labo, que ha cambiado su lugar en el sofá por la alfombra que queda frente a la lumbre. El viejo se sienta en su mecedora y mira al perrillo con ojos brillantes.

    —Feliz Navidad, Labo.

    Un golpe despierta al señor Elliot, que se ha quedado endormiscado en su chimenea, con el plato sobre su regazo. Labo lo mira, con el cuello erguido y expresión inquieta. El hombre se levanta con dificultad, convencido de que han llamado a la puerta y cuando abre…»

    Labo se adelanta y comienza a ladrar y gruñir con fiereza. El señor Elliot le coge con fuerza por el collar. La mujer que se haya tambaleante en la puerta se lleva una mano al pecho y se desploma. El hombre apenas si tiene tiempo de sujetarla para que no caiga de bruces al suelo. El perro la olisquea gruñendo, intranquilo.

    —quieto, quieto, que solo es una dama, labo.

    Desde fuera, dos figuras se ocultaban entre el par de enormes abetos.

    —Tendrías que haberme hecho caso.

    —Da igual, cuando salga el sol estará acabada.

    Ambas figuras se desvanecieron entre las sombras.

    Labo seguía gruñendo a aquella mujer cuyo cuerpo desprendía un extraño aroma y cuya piel parecía hielo seco de tanto frío que expelía. Preocupado por el estado de aquella mujer, el señor Elliot pensaba cómo socorrerla. Se inclinó para retirarle el cabello del rostro. Dio un respingo al sentir como la piel de la mujer quemaba de lo helada que estaba. Se acomodó las gafas para verla mejor, no parecía azul; tampoco morada; se irguió con esfuerzo mirando hacia la chimenea. Tenía que calentarla antes de que fuese a morir de hipotermia.

    —Venga, Labo. Hagamos nuestra buena obra de Navidad.

    El perro tensó las orejas, alerta. Ayudando a su amo, no sin hacer un gran esfuerzo, entre ambos lograron acercar el cuerpo de aquella mujer hacia el calor de la chimenea.

    Ecluise abrió los ojos. El dolor que sentía en todo el cuerpo la consumía. Miró con los ojos desorbitados aquella estancia. No tenía idea de dónde se encontraba, pero sabía que sería su última morada.

    —¿te encuentras mejor? —aquella voz seguida de esos ladridos restallaban en su cabeza.

    Ecluise se esforzó en enfocar y se topó con aquellos ojos amables y preocupados, resguardados tras aquellas gafas redondas.

    —Mátame, por favor —el señor Elliot abrió los ojos como platos.

    —Tranquila, no vas a morir; llamaré al doctor Rutherford, te pondrás bien.

    —escucha, no me queda mucho tiempo —Labo seguía ladrando, nervioso—. Cuando amanezca, solo seré un montón de cenizas secas.

    Elliot le tomó la mano con fuerza. Ecluise se sorprendió de la fuerza vital de aquel anciano. Su tacto era tan firme, tan cálido. Sintió ganas de llorar.

    —dime, ¿qué puedo hacer por ti? ¿quieres que llame a tu familia? —Ecluise cerró los ojos al pensar en su familia. Había sido tan arrogante y soberbia al creer que tenía el poder suficiente para enfrentar a cualquier criatura ella sola.

    —No puedes, no son de este plano —Elliot se compadeció de aquella mujer. Parecía tan desdichada.

    —dime entonces, ¿cómo puedo aliviar tu dolor?

    —Mátame, ten piedad y acaba con mi existencia —el perro había dejado de ladrar pero permanecía tenso e inquieto, yendo de un lado a otro olisqueando una y otra vez, como si percibiese algún peligro inminente.

    —No puedo hacer lo que me pides —Ecluise apretó los dientes arqueándose por el dolor. En su rostro se había dibujado un rictus de agonía que al señor Elliot le partió el corazón.

    —Tiene que haber alguna forma de ayudarte —Lágrimas mojaban el rostro de Ecluise, que comenzaba a tomar un tono grisáceo y macilento.

    —Cómo puedes aguantarlo —El hombre no entendía a qué se refería.

    —No te entiendo, ¿aguantar el qué?

    —el frío… me quema. —Elliot estaba tan preocupado por ella que había olvidado por completo la sensación de quemazón. De hecho, ya no la percibía.

    —No lo sé, solo pensaba en la manera de aliviarte —Ecluise comprendió entonces, que su familia siempre había tenido razón. La magia no valía de nada si no había sentimientos de por medio. Aquel hombre estaba lleno de amor y compasión y era eso lo que mantenía el conjuro a raya.

    Labo se tensó, apoyando los cuartos traseros en el suelo en actitud protectora. El señor Elliot intentó cogerle por el collar con la mano libre, pero un destello de luz cortó en seco sus intenciones.

    Elliot no daba crédito a lo que veía. En medio de su pequeño salón, un hombre enorme y con cara de pocos amigos acababa de aparecer de la nada.

    Ladeando la cabeza, el hombre parecía valorar la situación, mientras el señor Elliot pensaba que no volvería a zamparse un plato tan rebosante de asado por la noche. No le importaba quedarse dormido frente al fuego, pero esos sueños eran demasiado extravagantes para su edad.

    El hombre se acercó, hincándose de rodillas para tomar entre sus brazos a aquella mujer. Elliot desvió la mirada cuando el hombre la besó en los labios y estuvo a punto de dejarles a solas, pero la mujer le apretó con fuerza la mano. Así que se mantuvo sentado como pudo, sosteniendo la mano de aquella desconocida.

    —No dejaré que te marches —Aquel hombre tenía una voz grave y con un acento que nada tenía que ver con los que había escuchado Elliot alguna vez.

    —el conjuro es poderoso, no quiero convertirme en un engendro —Elliot tragó grueso. No quería escuchar pero era imposible no hacerlo.

    —Aún sigues aquí —La mujer desvió la mirada hacia su salvador.

    El hombre se fijó en el anciano y en su mano sosteniendo la de Ecluise y su gesto se dulcificó.

    Enfocando sus ojos en Ecluise y concentrando su poder, se conectó con ella usando la telepatía. Elliot se dio cuenta que entre la pareja había un vínculo muy fuerte. Parecía que pudiesen hablarse sin palabras. Eso le trajo recuerdos de su Emily y de lo mucho que disfrutaban de las tardes juntos, paseando en silencio.

    —No puedes hacerlo, Altair. Es un alma noble.

    —No quiero perderte, Ecluise, estaré muerto sin ti —Ecluise ahogó un lamento—. Es solo un alma humana —dolorida, desvió su mirada hacia el señor Elliot que parecía perdido en su ensoñación.

    —Es un alma noble, No la destruyas por mí.

    Altair se hallaba desesperado. Sabía que Ecluise tenía razón, las almas nobles eran vitales para mantener el equilibrio. Pero su amor por ella la cegaba y no había tiempo que perder.

    Decidido a no perderla, dejó el orgullo de lado y por primera vez en su existencia, pidió ayuda, rogando al universo porque su súplica fuese atendida.

    —Ayúdanos, por favor —Elliot se fijó en aquel hombre que parecía tan desesperado como él cuando perdió a su Emily.

    —Te escucho.

    Altair explicó lo que ocurría y cómo Elliot podía ayudarles. Tras sopesar los pro y los contra, el anciano tomó una decisión. No sin antes pedir en voz alta lo que anhelaba su corazón.

    —¿será doloroso? —Elliot pensaba en la agonía de aquella mujer y se estremeció.

    —te doy mi palabra de que no. Solo será como cuando te vas a dormir —Ecluise no podía creer que aquel anciano estuviese dispuesto a sacrificarse.

    —Estoy listo.

    Altair y Ecluise se miraron un instante. Jamás olvidarían a aquella alma noble que les había obsequiado una segunda oportunidad.

    Elliot no supo qué ocurrió. Durante aquel tiempo en que permaneció tendido al lado de la mujer, solo pensaba en su Emily y en la hermosa vida que habían vivido juntos. Con lentitud fue cerrando los ojos hasta que exhaló su último aliento. Labo le lamía el rostro mientras gimoteaba, confundido.

    —¿Cumplirás tu promesa? —Altair asintió, solemne.

    —Es lo mínimo que puedo hacer luego del obsequio que nos ha dado —Ecluise entrelazó sus dedos con los de Altair.


    El cuerpo del señor Elliot fue enterrado junto al de su amada esposa. Desde las alturas, el anciano frunció el entrecejo un instante. Emily se le acercó, abrazándolo con esa ternura tan cálida que a él siempre le había fascinado.

    —Un beso por tus pensamientos —El señor Elliot relajó el entrecejo.

    —mejor que sean dos, cariño.

    —Vale, entonces serán dos —Elliot sonrió un instante y luego volvió a fruncir el entrecejo.

    —¿qué ocurre, querido?

    —que no tengo nada para ti esta Navidad. Con tantas cosas, olvidé la bailarina sobre la repisa.

    Emily soltó una risita cantarina. Elliot olvidó lo que le había estado preocupando.

    —tontín, pero si mi regalo de Navidad eres tú, cariño —Labo agitaba la cola con entusiasmo, mientras Emily y Elliot echaban a andar adentrándose en aquel paisaje invernal.

    Ecluise observaba la escena, enternecida, mientras Altair le abrazaba desde atrás.

    —Ha sido un generoso detalle por tu parte traer al compañero de Elliot —Altair le daba un beso en la coronilla, estrechándola con fuerza entre sus brazos.

    —Nada se compara a la generosidad de esa alma —Ecluise se apartó, girándose para verle la cara.

    —¿Podrás perdonarme?

    —Ya lo he hecho.

    Altair la atrajo hacia sí, inclinándose para besarla como si en ello se le fuese la existencia. Ecluise se aferró a su cuello y dejó que el amor que había albergado en su corazón por tanto tiempo, fluyese libre y sin ataduras. Por primera vez se dio el permiso de sentir lo que el poder del amor podía lograr. Mientras sus almas se fundían en aquel beso, Ecluise supo que entre ambos se había forjado un vínculo que los uniría por toda la eternidad.

    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Imagena’ desafío literario de diciembre propuesto por Jessica Galera en su Fantépica.

  • El Abarrote Mágico

    Fotografía de una preciosa bruja gótica
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Como toda bruja que se precie de serlo, cada semana visito el abarrote de Merlín, ese, que está en la esquina de Apariciones con tierra de Nadie. Toda bruja y hechicero lo conoce, porque se especializa en los ingredientes más selectos y difíciles de hallar, además de que tiene la singularidad de funcionar las 24 horas.

    Por supuesto, las brujas de verdad no vamos allí de día, el horario diurno solo es para aquellos mortales carentes de magia, que lo que buscan es alimentar sus estómagos.

    Si los tontos mortales supieran que mucho de lo que ellos llaman gourmet, nosotros lo usamos para ¡hechizos de limpieza!

    ¿Dónde me quedé? Ah, sí. Como os iba diciendo, todas las semanas voy al abarrote de Merlín, a abastecerme apropiadamente. Ayer, cuál fue mi sorpresa, mientras me paseaba por el túnel de los retinianos, me conseguí a ¡Ravena!; y no es por andar de lengua viperina, pero la pobre nunca consiguió retomar su belleza inicial después de intentar acabar con Blanca Nieves. Arrugas le sobraban a raudales. Claro está que, por diplomacia brujeril, omití deliberadamente hacérselo saber. Y menos mal tuve la astucia suficiente de hacerle señas a Maléfica, que venía de la catacumba de los dragones, antes de que metiese la pata hasta el fondo; porque veréis,Maléfica es demasiado transparente, y todo, absolutamente todo se le nota ¡y todo se le sale!

    Afortunadamente, Ravena tiene presbicia y miopía, así que ni cuenta se dio del tic nervioso de Maléfica intentando aguantarse para no soltarle una buena parrafada de ingredientes para pócimas rejuvenecedoras. Debo acotar que no todo lo hice yo sola, el guapo de Mandrake me echó un cable al hacer que todos los calderos comenzaran a desfilar al son de la macarena —Merlín le enseñó ese truco hace añales—; desliz que también aprovecharon Flora, Fauna y primavera para colarse sin que Maléfica se diese cuenta.

    Tristemente la noche no fue perfecta; el que no debe ser nombrado, sí, ese mismo, se apareció del brazo de Bellatrix y casi nos arruina la tertulia lanzando Avadas Kedabras por doquier; es que ese también anda bien cegato, gracias a Harry Potter.

    Hablando de Potter, se apareció de lo más campante con Ron, Hermione y Gini, su mujer; menos mal que para ese momento, Voldemort ya había agotado la paciencia de unos cuantos Hechiceros y magos, y lo sacaron a empujones, luego de haber alborotado a todas las ranas rinocerontes del camino de los batracios. De no haber sido así, ¿os imagináis cómo habría quedado el abarrote de Merlín?

    No, no, mejor ni pensar en eso, que ya tuvimos bastante aquel día en que la Bruja Mala del Oeste se puso a perseguir a la Bruja Buena del Sur por todo el laberinto herbáceo. ¡Nos tuvieron casi un mes sin provisiones! Ni lavanda, ni jazmín, ni hierbabuena, ni albahaca, ni eléboro, Ni cáñamo, ni sándalo, ni eucalipto.

    ¡Mejor no lo recuerdo, que me termino perdiendo en el tiempo! Es que, veréis, distraerse en el abarrote de Merlín es sumamente fácil y termina una siempre o en otra dimensión, o en otra época; y la masa no está para bollos, ni la magia para que una la desperdicie en semejantes gilipolleces.

    Pero como os iba diciendo, menos mal que no se encontraron Potter y el que vosotros sabéis, o nos habrían tenido perdiendo toda la noche esquivando rayos verdes, varitas y librándonos de transformaciones a medias. Claro, que la aparición de Jadis, casi casi, ocasiona que las hadas se quedasen congeladas más allá de la primavera y nos quedásemos sin polvo de hadas hasta que a ella se le ocurriese, pero por suerte solo entró por unas cuantas sanguijuelas y con la misma se marchó, dejando todo helado como una nevera.

    Suerte que yo iba con una lista pequeñita —apenas buscaba escamas de dragón de fuego, pezuñas de unicornio, polvo de hadas, hiervas varias, velas de colores, uñas y pelos de un gato negro, un calderito de cobre y una escoba nueva de cedro—; y Hendricks, el druida, muy amablemente me colaboró, mientras yo estaba atrapada entre Ravena, Mandrake y Maléfica, a quien de pronto se le ocurrió explicarnos una nueva forma de convertir príncipes en sapos, para lo cual pretendía usar a Gandalf, a quien, por supuesto no le hizo nada de gracia el intento; de hecho, se puso tan furioso que le lanzó un hechizo para convertirla en lagartija y por un pelo de unicornio, no convirtió a Elías, el gnomo —asistente de Merlín— en un dragón de Comodo.

    Qué nochecita, ¡qué nochecita! Hacía mucho no me divertía tanto yendo de compras y es que nunca imaginé que sería tan divertido ver correr a Maléfica, varita y tacones en mano, con un Gandalf furioso detrás, intentando todo hechizo transformador, mientras ella de cuando en cuando se defendía hechizando calderos, escobas y báculos. En realidad yo creo que esos dos se traen algo, pero Delfos, el oráculo no ha querido confirmarlo.

    ¡Y eso que llevamos siglos preguntándoselo!

    Confieso que esta vez aproveché el alboroto para desaparecer —no sin antes pagar por mi pequeño surtido de ingredientes mágicos—; no me apetecía exponerme al asedio de Fistandantilus que, como sabéis, tiene esa obsesión por querer robarle la vida a los demás, y, no, gracias, me gusta mucho mi vida siendo bruja; así que sin pensarlo mucho, tomé mi alforja mágica y, ¡zas! me esfumé. Menos mal he aprendido a desaparecer en un pestañeo, porque por poco no lo cuento, el fastidioso de Randall Flagg me seguía los pasos, el muy necio; es que ¿sabéis? hay magos y hechiceros que no aceptan un «no», por respuesta.

    En fin, otro día os contaré mi historia con Randall, que ahora mismo ya no me queda tiempo; Mandrake casi llega y prefiero no hacerle esperar; ¡hoy tocan hechizos de amor danzando desnudos bajo la luna llena!

  • LA LEYENDA DE LA GUARDIANA DEL OTOÑO

    Fotografía de un viñedo durante un atardecer otoñal
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Caminaba despacio, sintiendo el crujir de las hojas secas bajo sus pies. El aroma a tierra mojada le hizo evocar recuerdos de otros tiempos, cuando presa de las nuevas sensaciones, salía a correr bajo la fina lluvia para observar a las tiernas avecillas canturrear en la rama del viejo arce. Siguió andando cambiando de lugar la cesta que llevaba apoyada en la cadera, rebosante de setas listas para deleitar el paladar de pequeños y grandes.

    Inspiró profundo, aquel característico olor enmohecido le robó una sonrisa imaginando la queja de Eloísa por tener que comer setas en la cena y su alegría cuando viese la cantidad de castañas que le serviría de postre.

    Suspiró al divisar la humareda elevándose en lo alto. Apretó el paso para llegar a destino antes de que el ocaso diera la bienvenida a la noche.

    Dio un último vistazo al paisaje antes de entrar en la cabaña; parpadeó varias veces intentando no perder ni el más mínimo detalle. La profunda nostalgia le invadió un segundo antes de dejar que aquella belleza le robase el aliento. Rosas, dorados, marrones y rojos se fundían en una paleta de colores cargada de pasión y anhelo. Una pequeña lágrima recorrió su mejilla y como si el cielo pudiese sincronizarse con su corazón, comenzó a llover a cántaros.


    —Hala, levantaos y iros directito a la cama.

    —Pero mamá, es temprano, déjanos un ratito más.

    —Mañana iniciamos la vendimia, hay que madrugar mucho, ya lo sabéis.

    —Siempre dices lo mismo, mamá. Deja que Neridia nos cuente una historia.

    Neridia sonrió al ver a los niños acorralando a su madre como cada viernes.

    —Neridia también tiene que madrugar mañana y mucho más que nosotros —Los niños veían a su madre, suplicantes, con ojitos de cordero degollado.

    —Puedo contaros una historia, pero solo una si prometéis iros luego directito a la cama sin chistar —Los niños miraron a Neridia y luego a su madre con los ojitos brillantes por la expectativa de salirse con la suya.

    —Vale —suspiró Ingrid—, pero que sea solo una historia.

    Los niños se abalanzaron contra su madre llenándola de besos mojados y riendo a carcajadas.

    —Venga, pequeñajos, sentaos frente al fuego mientras preparo algo calentito —Ingrid frunció el cejo un instante pero al final se rindió.

    —Neridia, los consientes demasiado —Neridia negaba con la cabeza, mientras cogía un cazo y comenzaba a verter leche fresca en aquella olla tan singular.

    —¿Qué sería de nuestra infancia sin estos pequeños recuerdos que atesorar? —Ingrid la observaba añadir ingredientes a la leche para ver si atinaba a descubrir qué hacía de su chocolate aquella delicia—. No se preocupe, será solo una tacita y luego de la historia a la cama.

    —No sé cómo lo logras, Neridia. Si yo les diese chocolate cada noche como ellos quieren —Ingrid echó una miradita de reojo a los niños que ya se hallaban sentados frente al fuego haciéndose carantoñas—, no tendría fuerzas al día siguiente para trabajar.

    Neridia se echó a reír con aquella risa tan cantarina.

    —Si pudiera hacer eso, entonces no haría falta que estuviese yo por aquí.

    —Llevas razón —Ingrid suspiró profundo, rindiéndose ante su incapacidad por seguir el ritmo de las manos de Neridia—. Los dejo a tu cargo, me iré a la cama o mañana no habrá Dios que me levante.

    Neridia asintió mientras removía el chocolate burbujeante en la olla.

    Ingrid subió las escaleras, mientras Neridia servía el chocolate humeante y espeso en cuatro tazas de diferentes colores pero del mismo tamaño.

    Los niños comenzaban a armar un gran alboroto cuando Neridia se acercaba a la chimenea portando una bandeja con las tazas de chocolate y su curioso tazón del color de las uvas maduras sin asa y con aquellos grabados dorados tan peculiares.

    Neridia dejó la bandeja en la pequeña mesita y se ubicó en el sillón más cercano a la chimenea.

    —Será mejor que os sentéis y habléis bajito, vuestra madre ya se encuentra descansando y no queremos que se enfade, ¿verdad? —Los niños negaron con la cabeza y se sentaron alrededor del sillón.

    —¿Nos vas a contar una historia de miedos y monstruos? —Eloísa le dio un codazo a su hermano Martín—. claro que no, tonto. Luego conchita no duerme porque tiene sueños feos —Martín le sacó la lengua a Eloísa.

    —Es mejor que dejemos esas historias para otro día, ¿sí? —Martín asintió con la cabeza un poquito embelesado por la caricia de Neridia.

    —mejor una historia de príncipes y princesas —Martín y Eloísa fruncieron el cejo a la vez haciendo que su parecido fuese aún más palpable a simple vista.

    —Creo que hoy le toca escoger a —Neridia cerró los ojos moviendo el brazo derecho en un balanceo que les arrancó varias risitas— a ti —dijo finalmente tocando la frente de Sebastián, el más pequeño de todos.

    Sebastián dio varias palmaditas y se echó a reír.

    —¡Toria de Maya!

    —Muy bien, os contaré una historia de magia, pero antes coged vuestras pociones y empezad a beber —Neridia fue dándole a cada pequeño una taza— Soplad con cuidado y sorbed despacio, mis pequeños aprendices.

    Los niños obedecieron exhalando un suspiro de satisfacción al saborear aquel chocolate tan calentito y reconfortante. Tras dar un sorbo a su infusión, Neridia comenzó su historia.

    Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra muy lejana apartada de los hombres, existía un reino inmaculado donde habitaban los dioses emoridios.

    —¿Los Dioses emo qué? —Eloísa le dio otro codazo a Martín, mientras Conchita le hacía señas para que se callase—, jope pero si no entendí.

    —chitón —conchita le dio un pellizco, haciendo que Martín casi se tirase el chocolate encima.

    —Callaos ya, que no dejáis escuchar la historia —Martín se enfurruñó pero guardó silencio después de todo.

    —Los dioses emoridios, que eran unos dioses encargados de vigilar por la pureza de todo lo que existía en el mundo —Neridia dio otro sorbo a su infusión.

    —¿Había castillos y soldados y caballos y espadas y reyes y princesas con sus príncipes y eso ahí donde esos reyes raros? —Neridia esbozó una cálida sonrisa ante la pregunta de Conchita.

    —La verdad es que no, querida. Allí solo habitaban los Dioses.

    —¿Y Eran muchos dioses? —Neridia negó con la cabeza y volvió a sonreír.

    —solo eran tres dioses: Psiconidio, Emonidio y Fisonidio.

    —qué nombres más feos que tenían esos dioses —Neridia soltó una risita en acuerdo con Martín.

    —shhhh.

    Martín puso los ojos en blanco y se acomodó mejor frente al fuego. Sebastián se acercó a Neridia y le extendió los bracitos.

    —Tenían nombres un poquito feos, sí —Neridia dejó su taza en la bandeja y cogió al niño levantándolo para acomodarlo en su regazo.

    —Y estarían tristes allí, ¿no? —conchita se relamió los bigotes de chocolate antes de dejar su taza sobre la bandeja— Es que ellos tres solitos ahí… yo cuando estoy solita a veces me siento triste.

    —Tristes no sé, pero aburridos sí que tenían que estar —Eloísa le dio un empujoncito a Martín al tiempo que le hacía señas a su hermana para que guardara silencio.

    —Bueno —carraspeó con suavidad Neridia—, llevaban una vida algo solitaria, porque se supone que ellos solo debían velar por sus obligaciones, así que de vez en cuando lo que hacían para no aburrirse era desafiarse los unos a los otros.

    —¿con espadas? —Neridia sonrió a Martín, negando con la cabeza.

    —Se desafiaban usando la magia.

    El niño abrió mucho los ojos.

    —O sea que se lanzaban rayos y embrujos y maldiciones con chispas de colores, ¿es así? —El rostro de Neridia se puso serio por un momento.

    —No te pongas triste, Neridia —La voz de Eloísa mostraba gran afecto y preocupación.

    —claro que no, cariño —Neridia reacomodó a Sebastián en su regazo—. Termina tu chocolate.

    Eloísa asintió con la cabeza, relajándose mientras disfrutaba del intenso sabor a canela mezclado con el chocolate y el azúcar.

    —Bueno, si no hacían nada de eso, entonces ¿como se peleaban?

    —Recuerda que estos eran dioses para cuidar todo lo puro, no se podían pelear de verdad —Neridia asintió a Eloísa.

    —Se decían muchas cosas, pero no se peleaban con la magia porque además solo podían crear cosas, no destruirlas.

    —¡Qué chachis! Mola un montón poder hacer de todo sin romper nada —Neridia sonrió con algo de tristeza.

    —En realidad eso no fue todo el tiempo así, Martín.

    —Ah ¿no? —Martín veía a Neridia con los ojos muy abiertos— ¿Qué pasó?

    —Lo que pasó es que su padre, harto de escucharles pelear tanto creó a los hombres y las mujeres y les ordenó cuidar de sus mentes, sus emociones y sus cuerpos y le cedió el cuidado del mundo a Naridia. El dios padre pensó que así se acabarían las peleas, porque estarían muy ocupados haciéndose cargo de cuidar a los humanos.

    —¿Y se acabaron? —Neridia reprimió una carcajada ante el coro de aquellas voces.

    —Yo creo que fueron a peor, porque imagínate, andarían todos alucinados con la gente de aquí abajo.

    —Eso es una gilipollez, Conchi; si son dioses, tienen superpoderes —Conchita puso los ojos en blanco al escuchar a Martín.

    —Dejad de pelearos, jope; más bien vamos a ver qué más sigue de la historia —Los niños obedecieron a su hermana mayor y se tumbaron boca abajo, apoyando el mentón sobre sus manos y los codos en el suelo.

    —La verdad es que Conchita lleva algo de razón. La cosa empeoró porque ahora se peleaban por ver qué hombres o mujeres tenían los mejores cuidados: La mente con los pensamientos más nobles, el corazón con los sentimientos más puros, los cuerpos más hermosos y sin cicatrices ni marcas que los afeasen.

    —Uy, su papá dios se habrá puesto como una furibundia, ¿no? Así como se pone mamá cuando nos ponemos a pelearnos por poner el angelito en el árbol.

    —Furia, Conchi, la furibundia no existe.

    —da igual si al final me entendiste.

    —Papa fadado, ti —Neridia aspiró el aroma de Sebastián y le hizo cosquillitas antes de proseguir con la historia.

    —En realidad el dios padre se enfadó, pero no por eso, sino porque uno de ellos había llevado a una mortal allí a su reino para evitar que muriese.

    Los niños exclamaron con sorpresa a la vez.

    —Seguro se enamoró.

    —Los dioses no se enamoran, Conchi.

    —Callaos, enanos.

    —Claro que sí se enamoran —Conchi hizo un puchero mirando a Neridia con cierta súplica en sus ojitos verdes.

    —bueno, Martín, no es muy frecuente que los dioses se enamoren, pero este sí se había enamorado y no quería perder a la chica, así que la llevó consigo.

    —toma ya —Martín le sacó la lengua a Conchita haciendo muecas—. Deja de poner caras tontas —Conchita le lanzó un cojín a su hermano.

    —Dejad de interrumpir; vais a despertar a mamá y si me castigan voy a contar lo que ya sabéis —Los niños miraron a Eloísa primero y luego se miraron entre sí.

    —Vale, vale, Isa —dijeron a la vez— Nos vamos a quedar calladitos pero tú promete que no vas a decirle nada a mamá.

    Eloísa los vio ladeando la cabeza, pensativa. Los niños, asustados se reacomodaron a su alrededor, expectantes.

    —De acuerdo —murmuró—, ahora dejad que Neridia termine la historia.

    Los niños asintieron mirando a Neridia con la súplica reflejada en los ojitos.

    —¿Qué pasó después, Neridia? —Martín levantó una mano cuando Neridia iba a comenzar de nuevo.

    Eloísa y conchita pusieron los ojos en blanco, Sebastián se empezó a reír.

    —¿qué ocurre, querido?

    —¿Por qué se moría la gente? ¿Qué no los cuidaban bien? —Una chispa de diversión cruzó la mirada de Neridia un instante.

    —Eso no importa —Martín fulminó a conchita con la mirada.

    —a mí sí me importa saber —Eloísa miraba a ambos hermanos, incrédula.

    —¿Vais a empezar de nuevo? —Los niños negaron con la cabeza ante el tono impaciente de Eloísa.

    —Veréis, lo que ocurría es que los humanos enfermaban porque pasaban de vivir bajo mucho calor y sol, a vivir en un frío muy intenso siempre bajo la noche y la luna.

    —¿No había otoño? —preguntaron los críos a la vez.

    —Naridia se negaba a crear otra estación, así que en el mundo solo había vida durante los meses en que había sol y calor.

    —¿todo se moría? Los parajitos y las flores y los árboles y las ardillas y los cervatillos y los conejitos y —Martín le puso una mano en la boca a Conchi para acallarla.

    —Pero eso es muy cruel —Neridia asintió con la cabeza mirando a Eloísa, que se estremecía de pies a cabeza.

    —¿Y entonces, qué hicieron los dioses? ¿qué pasó con la chica? —Martín dio un respingo cuando Conchi le mordió un dedo—. Ouch —murmuró—, no tenías por qué morderme, jope.

    —En realidad ellos no hicieron nada, fue la chica, que viendo como se morían todos pidió audiencia con la diosa Naridia.

    —¡Ajá! Y la diosa zasca, la desapareció de un rayo fulminante —Martín hizo el gesto de cerrarse la boca con cremallera al ver a sus dos hermanas cruzando los brazos y a punto de saltarle encima.

    Neridia reprimió una carcajada.

    —Bueno, no fue así en realidad —Martín frunció el cejo y achicó los ojos, pensativo.

    —¿La churruscó?
    —Martín casi grita con el pellizco que le dio conchita, pero se mordió la lengua a tiempo—. Vale, vale —masculló entre dientes aguantando el dolor.

    —Naridia le dijo a la chica que si ella abandonaba el reino, crearía una nueva estación para que los seres vivos no muriesen por el cambio de temperatura y pudiesen albergar la suficiente fuerza vital para superar el frío y la noche.

    —¿Y el dios que la llevó aceptó ese trato? —Neridia miraba a conchita con evidente tristeza.

    —el dios no supo nada de esto hasta que fue muy tarde; así que tuvo que presenciar cómo Naridia utilizaba a la chica para crear la nueva estación.

    —Pobrecito.

    —¿O sea que la chica se convirtió en el otoño?

    —Así es, querido. Naridia utilizó la fuerza vital de la joven. Utilizó su sangre para teñir de rojo intenso el ocaso, el color de sus ojos para dar esos ricos matices marrones a la tierra, el color de su cabello, dorado como el trigo para marcar la diferencia entre el verdor de la vitalidad y el estado de latencia que tendrían de ahora en adelante todos los seres del reino vegetal antes de que llegase el frío y la noche, el aroma de su piel para matizar el viento y la brisa, sus lágrimas para atenuar el ardiente sol y refrescar la temperatura y el rosa de sus labios como aviso divino desde el cielo a los humanos en cada amanecer y fue transformándola en el otoño.

    —Es una historia bonita, pero muy triste. El papá dios tendría que haberla salvado —Neridia se puso en pie con Sebastián en los brazos, que ya dormía con evidente placidez.

    —Y en cierta forma lo hizo, porque en castigo a naridia la devolvió a la vida y la convirtió en la guardiana del otoño; así, mientras transcurre esa estación le permite a ella volver durante las noches a encontrarse con su amor.

    —¿De verdad? —Neridia asintió con la cabeza.

    —De verdad —conchita miraba a Neridia con los ojos muy abiertos y una sonrisa en los labios—. Cada noche del otoño, ella atraviesa el arco de piedra que separa este mundo de aquel reino y cruza el puente sobre el río emoridio que le permite alcanzar la orilla del otro lado donde la espera su dios.

    —Venga, es hora de iros a la cama.

    Los niños se levantaron del suelo con lentitud.

    Martín la observaba con atención, mientras Neridia los guiaba escaleras arriba directo a sus habitaciones.

    —la chica de la historia se parece mucho a ti, Neridia.

    —¿Ah sí? —Los tres niños asintieron con la cabeza—. No me había dado cuenta, querido.

    Neridia terminó de subir las escaleras y caminó hacia la habitación de las niñas, abriendo la puerta con suavidad.

    —buenas noches, Neridia.

    —buenas noches y dulces sueños, pequeñas.

    Neridia esperó a que las niñas cerraran la puerta y se dirigió a la habitación de los niños con Sebastián en brazos y Martín pisándole los talones.

    Acostando a Sebastián en su cama, ayudó a Martín a acomodarse el pijama y a arroparse hasta la barbilla.

    —buenas noches, Neridia.

    —buenas noches, querido. Dulces sueños.

    Martín cerró los ojos y fingió quedarse dormido. Neridia salió de la habitación con cuidado de no hacer ruido.

    Unos minutos después, los tres niños salían de sus habitaciones para ver desde el rellano, cómo Neridia desaparecía en menos de un parpadeo dejándolos con la boca abierta y los corazones rebosantes de emoción.