Etiqueta: Halloween

  • Sacrificio en Samhain

    Una casa antigua embrujada de atmósfera escalofriante

    Liam se incorporó de golpe sudoroso y agitado. Los brazos le dolían y la cabeza le palpitaba con una intensidad desesperante. Evitó abrir los ojos; eso solo le intensificaría la migraña. Se levantó como pudo, justo a tiempo de entrar en tromba en el baño, agacharse y asirse al inodoro como si su vida dependiese de vaciar el estómago.

    Por fortuna apenas comenzaba a despuntar el alba; lo supo cuando se atrevió a abrir los ojos y su cabeza no estalló en mil pedazos. Inspiró despacio y abrió el pequeño gabinete; sacó la medicación, tomó las dos píldoras cogiendo agua del grifo y se metió en la ducha.

    Mientras esperaba que la migraña se fuese de paseo, recordó ese maldito sueño. Frunció el entrecejo al darse cuenta que llevaba una semana soñando lo mismo sin que hubiese ningún cambio; era siempre la misma escena con el mismo resultado.

    —Más vale que esta noche no me jodas —masculló recordando su migraña—. Quiero celebrar Halloween como las personas normales y no en un puto hospital.

    ***

    Ashley y Kate caminaban por South Rampart Street, indecisas. Compartieron una mirada cómplice y extendieron la mano derecha a la cuenta de tres para decidir en cuál tienda debían entrar.

    —¡Piedra! —exclamaron al mismo tiempo.

    Ambas rieron.  Ashley señaló una en cuya vitrina se veían diversos objetos asociados a la brujería, el vudú y demás artículos para los iniciados en el ocultismo. Kate arrugó la nariz; sin embargo, se dejó arrastrar al interior. En el mostrador un hombre alto, corpulento y con un atuendo gótico les ofreció una sonrisa que a la chica le erizó los pelos de la nuca.

    —¿En qué os puedo servir?

    «En abrirnos las puertas para salir de aquí cagando leches», pensó Kate mientras el hombre la observaba sin parpadear.

    —Vamos a dar una fiesta para celebrar Halloween y queremos que el ambiente sea siniestro —explicó Ashley con voz empalagosa.

    Utilizaba ese mismo tono de voz cuando quería ligarse a algún tío.

    —Habéis venido al sitio perfecto.

    Ashley sonrió de oreja a oreja; en cambio su amiga seguía sintiendo una necesidad acuciante de salir corriendo y alejarse de aquel tío tanto como le fuese posible.

    —¿Buscáis algo en especial?

    —La verdad es que sí… —La joven miraba las estanterías, indecisa—. Quiero recrear la celebración de Samhain como los antiguos Celtas.

    Los ojos del hombre reflejaron un brillo chispeante y malicioso.

    Kate deambulaba sin detenerse. La impaciencia por salir de allí aumentaba a un ritmo acuciante mientras Ashley y el vendedor no paraban de coger artículos. Veinte minutos después, extendió la mano en la que sostenía la tarjeta de crédito y la identificación.

    El hombre se ocupó de registrar la compra. Tras la campanilla característica de las cajas registradoras antiguas, apareció sobre el mostrador una invitación a la fiesta de esa noche. El vendedor alzó una ceja, divertido; Kate, por el contrario, veía la escena con la boca fruncida en un gesto que no disimulaba su desaprobación.

    —Gracias por tu compra.

    —Te esperamos esta noche, ¿irás? —preguntó Ashley con las pupilas como dos ascuas.

    Kate cogió las bolsas y le dio un tirón a su amiga para sacarla de la tienda. La atmósfera tan espeluznante se le hacía insoportable. Pese a su insistencia, Ashley se tomaba su tiempo en recoger la tarjeta y la identificación.

    —No me lo perdería por nada, Ashley. —El hombre se giró para coger algo de una de las estanterías.

    Kate balanceó su peso de un pie a otro. Quería salir de ahí de una puta vez para frotarse los brazos; espantarse el frío que la recorrió de los pies a la cabeza y le erizó toda la piel era casi una necesidad.

    —Vamos, Ashley —dijo en voz casi inaudible—, falta mucho por hacer para lo de esta noche. —Dio un paso hacia ella y la cogió por la muñeca.

    «La tarjeta y la identificación eran las mías, no las suyas», pensó y un nudo de temor se le formó en la boca del estómago.

    —Espera, Ashley. —El hombre le extendió la mano para ofrecerle un recipiente de metal muy raro, labrado y de aspecto muy antiguo—. Para que lo coloquéis en el altar.

    «¿Cómo sabe este tío que pensábamos simular un altar esta noche?», se preguntó Kate mordiéndose el labio sin perder de vista el objeto.

    La mirada de ambos se cruzó por un instante. Los ojos de aquel hombre cambiaron de color; pasaron de verdes a un naranja con aros rojizos. Ella dio un traspié por la rapidez con la que intentó aumentar la distancia entre ambos.

    —Gracias, quedará perfecto …

    Ashley guardó el objeto en una de sus bolsas y sonrió, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.

    —Cuidado, hay caídas que pueden ser peligrosas.

    El hombre miraba a Kate sin parpadear.

    Ashley se giró para ver a su amiga. Kate notó el fastidio reflejado en la forma en que arrugaba la nariz y prefirió guardar silencio. Ashley puso los ojos en blanco y le dio la espalda; el magnetismo del hombre robó su atención por completo.

    —No te preocupes, Kate siempre ha sido así de patosa para todo.

    El vendedor sonrió mientras ella seguía en silencio, aferrando cada bolsa con la mirada clavada en el suelo.

    —Id con cuidado y que los espíritus os acompañen.

    Ashley sonrió y se despidió con un ademán. Kate se apresuró a abrir la puerta. Antes de salir, levantó la mirada con la intención de volver a ver aquellos ojos; no obstante, la tienda estaba vacía.

    ***


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  • Vilarsad: La maldición del circo de la bruma

    Un hombre con cabeza de calabaza de Halloween de ojos y boca llameantes sentado en una silla. Detrás se ve una pared con varias manos pintadas. en la pared un cuadro ladeado muestra un paisaje campestre.
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel

    Prólogo

    Vilarsad, 1723.

    Se asomó por el ventanuco de la pequeña habitación que ocupaba. En realidad, era el ático de la casa; pese a su reticencia, cuando cumplió los quince su padre lo acondicionó para que ella pudiese tener su propia habitación. Desde allí podía observar el cielo y el manto de estrellas; imaginar formas con las nubes y tratar de adivinar qué figuras se podían ver en los manchones de la luna. Miriam tenía una imaginación demasiado prolija y una curiosidad desbordante. Por eso vivía metida en problemas y era más el tiempo que pasaba castigada que el que disfrutaba fuera de su habitación con sus hermanos y el resto de chavales del pueblo. Nunca le importó demasiado, hasta que le negaron asistir al circo que recién había llegado y se había instalado en el descampado que había tras las plantaciones de calabazas. El circo ya llevaba casi tres semanas y ella todavía no había podido asistir.

    El deseo por descubrir qué tenía que ofrecer aquel circo se vio acentuado luego de escuchar aquella rara conversación entre sus padres.

    —No debiste autorizar que se instalasen allí, Mario.

    —¿Qué querías que hiciera? Sabes bien que Julian y Soraya nos habrían delatado. Es mejor eso que dejar solos a Miriam y los gemelos.

    —Como sigan así nos descubrirán igual, ¿es que no lo entiendes? Ellos terminarán por llevársela, Mario. No podemos permitirlo.

    Miriam los observaba desde la baranda de la segunda planta agazapada entre las sombras.

    —Me han jurado que se marcharán después de Samhain, cariño.

    La jovencita vio a su madre aferrada a la camisa que su padre siempre usaba los domingos.

    —¿Les crees?

    El padre guardó silencio. Los gemelos comenzaron a gritar. El estruendo podía escucharse en la primera planta. Miriam salió disparada hacia el ático. Esperaría a que el sol terminase de esconderse para emprender la aventura de su vida: descubriría el misterio que se ocultaba entre los integrantes del «Circo de la Bruma».

    ***

    Salió descalza con los zapatos en la mano. Pasó frente a la habitación de sus padres. La respiración suave y acompasada le sirvió de señal; se habían dormido. Bajó las escaleras con mucho cuidado de evitar los escalones que crujían; ya en la planta principal se dirigió a la cocina. Por fortuna era menuda y pudo escaparse por la portezuela de Calígula, el gato que su padre le había regalado hace dos navidades. Le costó salir; ahora, cumplidos los quince había desarrollado curvas que antes no tenía.

    La brisa soplaba traviesa trayendo consigo el aroma a tierra, humedad y algo más que no supo descifrar. Atisbó a lo lejos una columna de humo que se alzaba hasta fundirse con las nubes plomizas que envolvían la luna opacando su fulgor.

    Avanzó con tiento entre las plantas de calabazas. A medida que se acercaba al descampado el ruido habitual de las criaturas nocturnas se atenuaba y el coro de voces masculinas y femeninas se hacía más notorio. Dio un respingo gracias a un conejo que saltó sin que lo hubiese advertido. Se tapó la boca para ahogar la risita que estaba a punto de escapársele. No quería advertir de su presencia a los miembros de aquella singular agrupación. Se detuvo en el linde de la plantación. Desde suposición apenas alcanzaba a ver las carretas y parte de la  lona de la inmensa carpa dónde, de seguro, se realizaban las funciones más importantes.

    Caminó con cuidado rodeando todo el descampado. Todo aquel montaje era fascinante. Ahogó un grito y clavó los talones en el suelo al encontrarse de frente con un gran cartel que anunciaba a víctor el hechicero oscuro. Se reprochó ser tan tonta por asustarse con un simple cartel, aunque en el fondo tenía que reconocer que aquel hombre tenía una mirada insidiosa y una sonrisa siniestra.

    Miriam se adentró aupada por el coro de voces que se hacía cada vez más nítido e hipnótico. Se detuvo al ver al grupo de personas alrededor de la hoguera. Al fondo, un hombre vestido con una túnica oscura permanecía con los brazos alzados en dirección a la luna.

    —Aquí en este día y a esta hora invocamos tu poder;
    escucha nuestra plegaria, madre de la oscuridad, señora de las tinieblas.
    Sangre te ofrecemos; ábrenos la puerta de tu reino;
    en este Samhain muerte por vida te hemos de entregar,
    para que en la tierra la oscuridad pueda reinar.
    Hágase nuestra voluntad.

    Las llamas de la hoguera se elevaron en una columna dorada que obligó a la jovencita a recular de la impresión. Las voces subieron de volumen; los cuerpos se balanceaban al ritmo de la salmodia y los tambores que sonaban en un sonsonete frenético.

    El hombre se volvió. Miriam se quedó muda de la impresión al ver aquellos ojos rojos dirigirse hacia ella. Las voces se acallaron al igual que la percusión. Los presentes se volvieron a mirarla. Pudo reconocer a algunos habitantes del pueblo. El hombre descendió del podio. En su mano izquierda algo destelló con demasiada rapidez.

    —Bienvenida, querida Miriam. Esperábamos por ti.

    Los presentes articulaban su nombre en voz baja formando una cacofonía gutural que le puso la piel de gallina. Sin pensarlo echó a correr.

    El viento aulló y las nubes se arremolinaron de nuevo en torno a la reina de la noche. La oscuridad se volvió insondable. A Miriam el corazón le martillaba en el pecho y el miedo se le enraizaba en las entrañas. Tropezó y cayó de rodillas. El ruido de unas alas la hicieron volverse. La jovencita palideció al ver al hombre lanzarse desde el aire cuchillo en mano hacia su posición. Las enormes alas rojas como la sangre se desplegaron en toda su magnificencia. Miriam gritó y se cubrió el rostro con el antebrazo. Un dolor agudo e insoportable le robó el aliento. La última gota de vida abandonó su cuerpo acompañada de una risa siniestra.

    ***

    El payaso recorría las callejas del pueblo repartiendo los volantes para la nueva función del fabuloso Circo de la Bruma. A todo pulmón anunciaba su nueva atracción.

    —¡Hoy no os podéis perder la grandiosa presentación de la niña lobo! ¡La única en su especie, la feroz niña licántropa! ¡Esta noche disfrutaréis de una presentación inolvidable! Acercaos, señoras y señores, a la gran función del único e inigualable «Circo de la Bruma».


    SinOpsis

    Eva Maneiro es una estudiante de antropología brillante y de mente abierta que centra su trabajo de fin de grado en el estudio de la influencia que tuvo el circo en la conducta de las sociedades antiguas. En pleno siglo XXII la diversión se ha centralizado en el uso de la tecnología en ambientes de realidad virtual. Todo se basa en hologramas y redes neuronales.

    Aunque el doctor Víctor Ruiz, su tutor, no está de acuerdo, Eva decide investigar sobre la leyenda de un pequeño pueblo casi apartado de la civilización en el que funcionó por muchísimo tiempo un afamado circo llamado «el Circo de la Bruma».

    Obsesionada por descubrir qué ocurrió con aquella atracción, Eva decide viajar al pasado y consultar de las fuentes directas lo que ocurrió la noche del 31 de octubre de 1823 cuando se llevó a cabo la última función.

    Lo que Eva no sabe es que sus antepasados están íntimamente relacionados con el final de aquel entretenimiento y el destino de los habitantes de Vilarsad.

    Un viaje en el tiempo; un pasado oculto, la magia más oscura que jamás se haya conocido y un fallo en los cálculos harán que Eva viva en carne propia el terror de la peor noche de Samhain.

    ¿Podrá Eva salir indemne de su investigación? O quedará atrapada en una época a la cual no pertenece y en la que cualquier desliz puede conducirla a la muerte.


    Este relato fue escrito para participar en el desafío literario de octubre propuesto por Jessica Galera Andreu.

    Puede que de aquí surja alguna novela, quién sabe.

  • EL ÚLTIMO SACRIFICIO

    Fotografía de una mansión de estilo victoriano  bastante señorial en la que se ve también una torre.
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    Miró el reloj en el salpicadero y frunció el cejo. Tenía la sensación de que había pasado mucho más que esos tristes diez minutos. Desplegó una vez más aquel mapa lleno de trazos e indicaciones y bufó, agobiada. Redujo la velocidad al ver que la carretera se estrechaba.

    —¿Era demasiado difícil escoger un destino convencional? —pensó, mientras seguía con un dedo la línea en aquel mapa. Cerró los ojos al escuchar aquel estruendo, sinónimo de que una tormenta poco amigable estaba ansiosa por darle la bienvenida.

    Se esforzó en descifrar aquella letra diminuta y enrevesada.

    —la Mesa de los Tres Reyes, Ukerdi, Budogia, Txamantxoia, girar a la izquierda dejando atrás el valle de Belagua; a doscientos metros, girar a la derecha en el camino señalado por el Haya inclinado a la izquierda —masculló mientras alzaba la mirada intentando ver más allá de la densa niebla que comenzaba a cubrir todo el suelo, elevándose con parsimonia.

    Dio un respingo al sentir como el todoterreno traqueteaba ante lo deteriorado de aquel pavimento que, más que pavimento parecía suelo lunar. La lluvia hizo acto de presencia justo cuando divisaba el dichoso árbol. Recordando las instrucciones que había leído incontables veces, se adentró en el camino, atisbando por fin aquel poblado perdido en el fin del mundo.

    La lluvia arreció justo cuando pasaba frente a un desvencijado cartel en cuyo texto podía leerse: “bienvenidos a Hartosya”.

    Miró la pantalla del móvil y puso los ojos en blanco. En aquel pueblo olvidado por todos los dioses no había forma de comunicación. Resignada ante su situación, decidió seguir su instinto. Por suerte aquel pueblo era tan diminuto que en menos de media hora ya había alcanzado el hostal.

    Bajar del todoterreno resultó una tarea titánica. El viento chocaba con tal fuerza contra el vehículo que a cada intento la puerta volvía a cerrarse del tirón. Exasperada, comenzó a pulsar con fuerza el claxon, haciendo que todas las luces del hostal y de varias viviendas cercanas se encendiesen.

    Cuarenta minutos después, luego de pelearse con el viento, la lluvia, el barro, los perros y una marmota en extremo descarada, descansaba frente a un fuego reconfortante en el salón cercano al comedor. Volvió a estremecerse ante el eco de la tormenta que, azotaba el techo y los ventanales. Sosteniendo con ambas manos la taza de chocolate espeso y humeante, miraba la danza hipnótica de aquellas llamas, en busca de alguna explicación lógica que no la llevase a azotarse mentalmente una y otra vez, por haberle hecho caso a la panda de gilipollas que tenía por amigos y no haberse largado a Nueva Orleans como tenía pensado.

    —Venga, nena, no puedes seguir enfurruñada todo el fin de semana, ¿no?

    —Déjala, Juanjo. Ya se le pasará cuando pueda ver el paisaje y lo chachi del plan que tenemos preparado —Elaya desvió la mirada hacia David sin soltar la taza de chocolate.

    —A mí no me eches esas miraditas asesinas, que obligarte yo no te obligué a venir, ¿eh?

    —Obligarla, lo que se dice obligarla, no. Pero le cancelaste la reserva de hotel en NOLA, cariño —David frunció el cejo ante el comentario de Miriam.

    —Joder, cielo, no me ayudes tanto. —Miriam sonrió antes de darle un beso en la punta de la nariz y sentarse junto a Elaya.

    —Comienza a cerrarse el chorro —Juanjo se acercó a toda prisa junto a Sara, que se había apostado frente al ventanal del salón a montarle cacería a la tormenta.

    —Joder, tenéis que ver esto, madre mía, es increíble —El entusiasmo de Juanjo hizo que Miriam y David se levantasen de un salto para mirar.

    —Tienes que ver esto, Elaya, en ningún otro lugar vas a poder disfrutar de algo así —Elaya alzó la mirada. La sonrisa de Miriam era de tal satisfacción que supo que no era otra broma pesada.

    Sin soltar la taza se puso en pie, acercándose despacio.

    La vista la sobrecogió por un instante. La luz de la luna en creciente iluminaba el paisaje platinando la superficie de todo lo que iba tocando a su paso. El cielo, ahora despejado brillaba de tal forma, que las estrellas parecían danzar unas con otras al contraste de la noche cerrada que las abrazaba dándole cobijo. A la izquierda, se divisaba una de las tantas montañas que rodeaban aquel valle, mientras que a la derecha se abría un idílico paraje rodeado de un espeso bosque de pinos negros, abetos y hayas en cuyas copas la luz de la luna parecía regodearse y brillar con más fulgor.

    Un solitario relámpago restalló sobre la montaña, iluminando por segundos un extraño saliente con forma de terraza que no parecía ser parte de aquella formación rocosa. El potente trueno no se hizo esperar. Luego del respingo característico ante semejante estruendo, Elaya desvió la mirada y se quedó presa de aquella impresionante visión. Curiosos por su reacción, todos se ubicaron con la intención de poder divisar qué había dejado aquella expresión en el rostro de su amiga.

    —Joder, ¿alguno tuvo tiempo de ver algo más? —Juanjo, Miriam y Sara negaron con la cabeza.

    —A mí me pareció una edificación —David miraba a Elaya con suspicacia.

    —tiene usted razón, niña —aseguró una voz profunda y rasposa—. Esa es la mansión maldita de los Ludwig Von Der Pfordten.

    Todos se giraron para ver a quien pertenecía aquella voz.

    —Por cierto, vuestras habitaciones ya están listas—Elaya observaba al hombre con atención.

    —Claro, esa es la mansión embrujada, ¿no? —El hombre guardó silencio ante la pregunta de Juanjo—. Joder, no es para tanto, ¿no? Que solo era una pregunta inofensiva —Miriam y Sara miraban a Juanjo con cierto deje de reproche.

    Elaya siguió con la mirada al hombre hasta que se perdió de vista.

    —No sé vosotros, pero yo estoy hecha polvo —Elaya miraba su taza de chocolate vacía, mientras seguía dándole vueltas a aquella visión—. Voy a meterme en la cama al menos hasta el medio día —murmuró, alzando de pronto la mirada al sentir aquel aroma a lavanda tan cerca.

    Sus miradas se cruzaron y Elaya se quedó como suspendida en el tiempo.

    —permítame su taza, niña y disculpe a mi marido, por aquí hay cosas de las que no nos gusta hablar, pues —Elaya asintió, dejándose quitar la taza por aquella mujer—. Os hemos preparado las habitaciones que dan al jardín trasero, son más cómodas y más calentitas.

    —Gracias, señora… —Elaya cayó en cuenta de que no tenía idea de cómo se llamaba aquella gente ni aquel hostal.

    —Llámeme Inés, niña. Por aquí no nos andamos con muchos formalismos, pues.

    —su hostal es muy bonito, Inés —elogió David—. Y su comida ha estado buenísima.

    Inés rio bajito, tapándose la boca con la mano libre, mientras mascullaba algo que solo Elaya parecía entender.

    —Perdón, ¿qué ha dicho?

    —dijo que eres un zalamero y que más de una tendría que tener cuidado, incluyendo a tu chica —Elaya miraba a David y a Miriam, que a su vez la veían con tanto desconcierto como Inés.

    Elaya detestaba ser el centro de atención así que salió del salón dando largas zancadas, antes de que sus amigos empezaran con lo mismo de siempre.

    Inés la siguió con la mirada, apretando la taza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

    —No vaya a ofenderse, Inés. Elaya es una buena chica; un poquito rara a veces, pero es inofensiva —La mujer veía a Juanjo y al resto de jóvenes con evidente preocupación.

    —No la dejéis sola allí arriba —Todos siguieron la mirada de Inés, que veía con fijeza el ventanal quedándose inmóvil en la misma posición en la que había estado Elaya.

    —No se preocupe de nada, Inés, claro que no la dejaremos sola —Inés asintió sosteniéndole la mirada a David, antes de girar sobre su propio eje abandonando el salón.

    —¿será que sí hicimos bien en venir aquí, cariño?

    —No vayas a empezar con esto de nuevo, Miriam.

    —Puede que Miriam tenga razón, David; no es para que te mosquees, pero tienes que reconocer que desde que llegamos están pasando cosas muy raras —David veía a Sara con evidente fastidio.

    —¿Qué mierda es esa? —Juanjo no pudo evitar estremecerse; Miriam dio un respingo y Sara corrió hacia el ventanal al escuchar aquel tañido de campanas tan singular y estridente.

    —¡Joder, es como si la puta campana tuviese un amplificador que fuese aumentando el volumen! —David se tapó los oídos con ambas manos y lo mismo hicieron los demás ante aquel sonido tan insoportable.

    Los cristales del ventanal se hicieron añicos de pronto y tal como el sonido había comenzado, se detuvo.

    Elaya reapareció en el salón sin zapatos y con el matrimonio detrás empuñando escoba, pala y bote de basura.

    —Mejor quédate donde estás, el salón está lleno de cristales y tu vas en calcetines —Juanjo se le acercó, forzándola a dar unos cuantos pasos atrás.

    —¿qué coño ha sido eso? —preguntó David, acercándose a Miriam para abrazarla.

    —La campana —Juanjo miraba al hombre sin dar crédito a la naturalidad con la que lo decía.

    —qué, hacéis misas nocturnas? —Sara y Elaya miraban a Juanjo con algo más que reproche—. Venga, ya me callo —Juanjo hizo el gesto de cerrársela boca con una cremallera mientras observaban a Inés barrer con gran eficiencia como si estuviese acostumbrada.

    —No, esa es la campana de la muerte —Todos se quedaron observando a la mujer manejando la pala y la escoba, atónitos por semejante declaración.

    —Es una broma por todo esto del Halloween, los santos y los muertos, ¿no? —David dio un paso adelante acercándose a Inés—. Es parte del espectáculo que hacéis y todo eso —El hombre suspiró, mientras su mujer negaba con la cabeza sacudiendo la pala en el basurero.

    —La llamamos la campana de la muerte, porque cuando tañe de esa forma, alguien muere al día siguiente —Inés miraba a Elaya a los ojos—. Nosotros no entendemos de eso que dice, joven —Inés miró a David solo un instante antes de seguir recogiendo cristales—. Aquí seguimos las tradiciones paganas y hacemos nuestro «gaztañerre eguna» porque a los muertos hay que tenerlos contentos y tratarlos con respeto, pues.

    —Y siempre tañe los treinta de octubre, ¿verdad? —Inés asintió a Elaya apretando los labios.

    Elaya miraba a cada uno de sus amigos sintiendo cómo se le formaba un nudo en el estómago.

    —Esa campana está ahí arriba, ¿no es verdad?

    —así es, niña. Es la campana de la capilla que está junto al mausoleo de la mansión.

    —Calla, Inés.

    —si no se lo decimos nosotros, cualquiera lo hará mañana, Manuel. ¿qué diferencia hay? La campana ya sentenció.

    —¿Por qué no os gusta hablar de ese tema? —Elaya miraba a ambos con atención—. Las leyendas siempre se transmiten de generación en generación y siempre se hace con cierto orgullo.

    —Pero es que esta no es una leyenda, niña —Elaya y sus amigos miraban al hombre que por fin parecía decidido a hablar—. La mansión sigue estando en pie y mientras más los mentemos, más poder le damos y por aquí ya estamos hartos de tanto estrago, de no poder vivir en paz.

    —Si es que el nombrecito les viene como anillo al dedo, “Hartosya” —Juanjo rio por lo bajo.

    —Serás gilipollas, macho.

    —¿qué? Si es graciosísimo, Hartos … —Juanjo iba a reírse de nuevo pero las chicas le hicieron callar con aquellas miradas asesinas—. Vale, vale, lo pillo, me callo. Joder, que mala leche que lleváis.

    —¿a quienes se refiere, Manuel? —El hombre vio a Elaya un instante antes de bajar la mirada, nervioso.

    —A los espíritus, niña. Los espíritus que viven ahí arriba.

    Ante aquellas declaraciones, los jóvenes se veían entre sí sin saber si dar crédito o no a la pareja.

    —¿usted los ha visto, Manuel? —El hombre negó con la cabeza antes de hacerse cuatro veces aquella señal que Elaya reconoció al instante, un nudo cuaternario o escudo; el símbolo característico para pedir protección contra los malos espíritus.

    —nadie que los haya visto ha vuelto, niña —Manuel recogió el bote de basura y la pala y se apresuró a salir del salón.

    Elaya lo siguió con la mirada, pensativa.

    —Y entonces, si nadie que los haya visto ha vuelto nunca, ¿cómo es que se supone que sabéis que están allí arriba? —La mujer se encogió de hombros.

    —Nosotros somos gente de pueblo, joven. Si pasan cosas raras, decimos que son los malos espíritus que están furiosos. No nos buscamos explicaciones complicadas. De toda la vida se sabe que ahí arriba hay espíritus, pues —David miraba a la mujer con evidente escepticismo.

    —¿Y usted qué cree, Inés? ¿cree que ahí sí hay malos espíritus? —Inés miraba a Elaya sopesando si seguir hablando o callar.

    —Yo solo sé que por estas fechas siempre pasan más cosas raras, pues. Cosas que a uno le hacen entrar el miedo en el cuerpo, niña.

    —Pero esa casa o lo que sea, está vacía, ¿no? —Inés asintió a Miriam, que se había sentado en el sillón cerca del fuego.

    —sí, niña, tiene más de cien años que ahí no vive nadie.

    —¿Nadie se ocupa de darle mantenimiento? —Inés negó con la cabeza; Juanjo la observaba, sorprendido.

    —Ni los sirvientes que trabajaban para los dueños se quedaron, joven.

    —¿vivía mucha gente ahí arriba, Inés? —Inés se quedó pensativa un instante antes de negar con la cabeza.

    Elaya la miraba con renovado interés. Su curiosidad ante aquel misterio iba aumentando con cada pregunta.

    —Ahí solo vivían los señores, sus tres hijos y el coronel con su mujer, niña.

    —Y no se sabe qué pasó con esa gente, ¿por qué dejaron la mansión? —Inés negó con la cabeza.

    —Esa gente era muy rara, pues. No le gustaban las visitas, vivían siempre ahí arriba. Ni los niños iban a la escuela con los demás, pues; subía la maestra, el doctor, el padre que estuviera en la iglesia.

    —Es que eran de la sangre azul, mujer—David y Juanjo se apresuraron a ayudar al hombre a cargar con el nuevo ventanal.

    Elaya y las chicas miraban con sorpresa al hombre, ataviado con aquel cinturón de herramientas, cargando con aquello a sabiendas que estaban en el último lugar donde pudiesen esperar servicio a domicilio. Entendiendo la estupefacción de los jóvenes Inés comenzó a explicar que dada la frecuencia con la que deben reponer los cristales, cuando van a por provisiones, traen todo lo que puedan necesitar y lo guardan en el sótano. Así no se estallan con tanta facilidad con cada suceso sobrenatural que ocurre en Hartosya.

    Con el ventanal colocado en su lugar, Manuel se despidió agradeciendo la ayuda de los jóvenes.

    —Descanse, Manuel, buenas noches —el hombre asintió con un movimiento de cabeza a ambos jóvenes y miró a su mujer.

    Inés dijo algo en aquel dialecto tan incomprensible y esbozó una sonrisa dulce sin importarle mucho que Elaya comprendiese o que los demás se fijasen en la mirada que intercambió con su marido.

    Manuel se marchó con rapidez, mientras Elaya le observaba, pensativa.

    Esforzándose en imaginarse cómo sería vivir en aquel pueblo olvidado y sometido al asedio de lo que fuese que les robaba la paz, Elaya reflexionaba sobre lo increíble que podía resultar la resiliencia del ser humano para mantener vivo el amor a pesar de todo.

    —No es solo por el amor, es por la vida misma—murmuró Inés, como si hubiese podido leerle el pensamiento a Elaya. Tras unos segundos de vacilación, la mujer se despidió, desapareciendo tras su marido.

    Elaya apretó los labios observando a la mujer atravesando aquella puerta en la que no se había fijado antes. Dando un giro de ciento ochenta grados miró una vez más a sus amigos, preguntándose qué les depararía aquel último día de octubre en ese lugar.


    Tras haber pasado todo el día entre senderismo, paseo en bicicleta de montaña y un descenso en parapente que les permitió admirar el paisaje del valle y disfrutar al final de una caminata por uno de los reservorios de especies en extinción que constituía el ecosistema pirenaico más relevante de la zona, Elaya y sus amigos decidieron regresar a Hartosya para disfrutar de la celebración que desde tempranas horas estaban preparando los habitantes del pueblo.

    Sorprendidos por el cambio que había tenido el poblado entero, se apresuraron a alistarse para participar de las festividades que comenzarían una vez que el ocaso diera paso a la noche.

    —nunca cambias de disfraz, Elaya. Siempre te vistes de druidesa.

    —Igual que tú siempre te vistes de hada, Miriam —Sara las miraba sentada en su cama, mientras se trenzaba el cabello para ajustarse luego la máscara.

    Un conjunto de golpes se escuchó tras la puerta.

    —¿estáis listas? O todavía tenemos que esperaros mil horas más —Elaya abrió la puerta de un tirón y Juanjo casi cae de bruces al suelo.

    —Ostras, ¿no te parece que eres demasiado grande para ir de elfo?

    —Claro que no, además, entre este trol y yo —Juanjo señaló a David que todavía luchaba por ajustarse el cinturón—, te apuesto a que ganaré más dulces y comida porque soy más tierno —Elaya puso los ojos en blanco un instante, antes de negar con la cabeza.

    —Bueno, moveos de una puta vez, Inés y Manuel ya han salido rumbo a la mansión —David le extendió la mano a Miriam para ayudarle a ponerse en pie.

    —¿La mansión? —David asintió a Elaya—. Parece que cada año celebran un ritual para intentar alejar a los espíritus del pueblo.

    Elaya frunció el cejo y salió a paso vivo de la habitación seguida por los demás.

    Cuando por fin abandonaron el hostal, la visión que tuvieron ante sus ojos les dejó sin aliento. Nada quedaba de aquel pueblo austero que habían visto por la mañana al salir de paseo. Elaya parpadeó varias veces, entre desorientada e incrédula. Echó a andar por la calle, iluminada con cientos de faroles hechos tal y como los harían los antiguos celtas. Sus amigos le seguían de cerca, tan o más sorprendidos que ella. Era como estar en algún poblado medieval, a punto de darle la bienvenida a los espíritus en Samhain. Siguiendo la iluminación llegaron a la pequeña plaza, donde comenzaban los preparativos para la gran hoguera. Desde ahí al mirar hacia el este, podían verse cientos de luces parpadeantes ascendiendo y deteniéndose, ascendiendo y deteniéndose, dejando un sendero iluminado tras de cada llama.

    Elaya se dispuso a subir con el resto de habitantes, pero una mano la sujetó con fuerza deteniéndola de forma abrupta. Al girarse vio a Inés, que la observaba con intensidad.

    —Descubrir la verdad es tu misión; pero has de saber que riesgo certero de no volver tienes —Inés le hablaba en aquel raro dialecto—; el odio se combate con amor; y el miedo con el poder que posees. Cierra los ojos de la mente y sigue la luz que brilla en tu interior —Elaya sintió su brazo derecho arder, como si cada símbolo se estuviese grabando a fuego sobre su piel. Una voz interior, segura e impaciente le repetía que tenía que mantenerse firme y sacó fuerzas desde lo más profundo de sí misma para no retroceder.

    Satisfecha, Inés asintió acercándose para colgar de su cuello un curioso medallón. Elaya lo sostuvo en su mano leyendo en voz baja la inscripción que tenía grabada en el lado anverso. Alzó la mirada y supo que Inés era un alma tan antigua como ella. Sin emitir sonido le dio las gracias usando aquel dialecto y se unió al resto de habitantes que se dirigían rumbo al escarpado cerro donde descansaba la mansión.

    David, que había visto aquel raro intercambio estuvo a punto de preguntar qué estaba ocurriendo, pero la mirada de Inés, fija en Elaya le hizo retroceder e ir a por los demás. Algo le decía que no debían dejarla sola, tal como les había dicho la noche anterior aquella mujer.


    La luna, inmensa y redonda brillaba en lo más alto iluminando el cerro y cada superficie de aquella señorial mansión de estilo neogótico con esa ornamentación tan recargada en la fachada, su techo a dos aguas, las tres torres redondeadas con amplias ventanas que, a pesar del tiempo y el abandono, seguía en pie ofreciendo una bienvenida imponente recordando al estilo de las clásicas mansiones «Queen Anne» que se construían en el siglo XIX y que solían albergar a las familias más aristocráticas de Europa.

    El aspecto espectral que ofrecía la luna acariciando cada torre y cada ventana fue cambiando, a medida que los habitantes rodeaban la mansión con sus faros en alto generando luces y sombras que iban danzando al ritmo de la brisa helada que comenzaba a sentirse cada vez con más fuerza.

    Un coro de voces iba haciéndose cada vez más audible. Las palabras se iban sucediendo una tras otra siguiendo una cadencia que le imponía un carácter casi hipnótico a aquel cántico. Espesas nubes grisáceas arroparon a la luna atenuando su fulgor, adormeciendo por instantes el titilar de las estrellas. Al ritmo de aquella melodía que se escuchaba ahora con más claridad y potencia, la noche iba tornándose más oscura y tenebrosa; el velo que separaba los dos mundos comenzaba a desvanecerse. La tierra empezó a vibrar mientras los habitantes se miraban unos a otros con el miedo asomándose en sus ojos.

    El ritual seguía su curso, cuando la tierra tembló con tal fuerza que una grieta surgió desde lo más profundo, separando un trozo de meseta. El viento comenzó a azotar el cerro con despiadada furia, apagando la mayoría de los faros que todavía seguían palpitantes en las manos de sus portadores. Hombres y mujeres comenzaron a correr despavoridos camino abajo, dejando sus faros, ahora inertes, rodar sin vida por el suelo hasta caer al vacío.

    Elaya se fijó en aquel niño que salía corriendo hacia el interior de la mansión y sin pensarlo dos veces, le siguió. David y los demás le seguían de cerca, abriéndose paso entre la gente que gritaba y corría intentando abandonar la meseta antes de que se desmoronase y terminasen todos en el fondo del abismo.


    Elaya cerró los ojos un instante para dominar el miedo que le producía el aspecto de la mansión desde el interior. La luz de la luna se filtraba a través del techo desvencijado y roto, dando un aura tan tenebrosa que, si no supiese que la mansión estaba deshabitada desde hacía más de un siglo, la abría clasificado como la típica atracción de terror hecha ex profeso para atraer a los turistas ingenuos y ávidos de vivir emociones fuertes. Alzó la mirada intentando distinguir los agujeros, pero los altísimos techos no hacían sencilla la tarea. Acostumbrada por fin su visión a la penumbra, se adentró caminando con cuidado. Sintió un golpe seco tras de sí y dio un respingo al percatarse del cambio en el ambiente. Los gritos de fuera ya no se escuchaban y la acústica de la mansión hacía reverberar con rapidez el eco de cada paso y cada movimiento. Se mantuvo inmóvil un momento intentando percibir alguna otra cosa además del eco de los crujidos de la mansión con cada sacudida de la tierra.

    Escuchó voces amortiguadas y se tensó. Giró sobre su propio eje, intentando ubicar el origen del ruido que iba aproximándose hacia ella.

    El haz de cuatro pequeñas llamas iluminaron la estancia, generando sombras alargadas en las paredes. Respiró profundo y se llevó la mano al medallón que le había dado Inés.

    —Joder, Elaya, pareces un puto espíritu ahí de pie sin moverte —David alzó su faro a la altura del rostro de su amiga—. Salgamos de aquí, esta mansión cruje como si fuese a caer sobre nuestras cabezas en cualquier momento.

    —Tengo que ir a por el niño, iros vosotros.

    —Estás loca si crees que vamos a dejarte aquí arriba sola —Sara negó con la cabeza—. Ve tú a saber expuesta a qué cosas —Elaya miró a cada uno de sus amigos y se sintió afortunada por contar con ellos.

    —Si tú te quedas, nosotros nos quedamos contigo —Miriam se acercó y le tomó de la mano.

    —bueno, eso —Juanjo miraba con cierta curiosidad infantil aquella estancia—. ¿Os habéis fijado que hay telarañas por todos lados? —Sara puso cara de asco al ver a Juanjo sacudiéndose las manos llenas de aquellas hebras platinadas y pegajosas.

    —¿Dices que hay un niño aquí dentro? —Elaya asintió a David—. Venga, pues hay que separarnos para procurar encontrarle antes de que sufra un accidente.

    El golpe de una puerta al cerrarse los hizo ponerse en movimiento.

    —Juanjo, tú y Sara id por la segunda planta —ordenó David—; nosotros iremos a por esta y por el sótano.

    Juanjo y Sara se pusieron en movimiento al igual que Elaya, Miriam y David.

    El antiguo reloj que descansaba en la antesala a lo que debió ser el salón de recepciones y visitas resonó marcando la media noche. Elaya sabía que no tenían tiempo que perder. Un coro de risitas infantiles se escuchaba cerca de las escaleras traseras, seguidas de los pasos característicos de varios niños echándose unas carreras.

    —¿No dijiste que era un solo niño?

    —Vi a un solo niño.

    En la segunda planta, Juanjo revisaba una de las habitaciones cuando la puerta tras de sí se cerró de golpe. Corriendo para reunirse con Sara, intentó abrir la puerta, pero la misma parecía estar atascada.

    Sara por su parte, se encontraba en lo que parecía haber sido la sala de juegos infantiles. Juguetes esparcidos por todos lados daban fe de lo que tuvo que haber sido el punto de encuentro y travesuras de los niños. Una risita la sobresaltó, hasta que divisó a una preciosa niña sentada en el suelo, intentando arreglar una muñeca que tenía el brazo fuera de lugar. Sara frunció el cejo intentando recordar lo que había dicho Elaya.

    La niña le sonrió y Sara respondió al gesto.

    —Hemos venido a buscarte, seguro que tu mamá estará preocupada por ti —La niña seguía sonriendo mientras negaba con la cabeza y le extendía a Sara su muñeca rota.

    Sara hizo el amago de coger la muñeca, pero algo en la mirada de esa niña la detuvo en seco y entonces lo recordó; habían ido a por un niño, no por una niña. En ese instante la niña se convirtió en miles de arañas negras que se aproximaban con rapidez a Sara.

    Un grito rompió el silencio haciendo que todos se detuviesen al instante.

    —Algo le ha pasado a Sara —David y Miriam echaron a correr tras Elaya, que subía la amplia escalera impulsándose gracias a aquel ornamentado pasamanos. Al alcanzar la segunda planta una de las puertas se abrió astillándose. Elaya retrocedió esperando que algo espantoso saliese detrás de aquel montón de madera.

    Juanjo, con los puños en carne viva y las manos empapadas en su propia sangre salió a trompicones.

    —me he quedado encerrado, soy un redomado gilipollas —El grito de Sara se volvió a escuchar y a Elaya se le pusieron los pelos de punta.

    —Vamos, no hay tiempo —Todos corrieron en tromba hasta alcanzar la puerta al final del pasillo.

    David abrió la puerta con ayuda de Juanjo. Al entrar vieron a Sara sobre un escritorio, usando un rifle de juguete para machacar a tantas arañas como le era posible, pero al hacerlo se multiplicaban y cada vez iban cercándola más y más.

    Elaya vio en el espejo el reflejo de una mujer cadavérica que sonreía con malevolencia. Siguiendo su voz interior, comenzó a buscar en el suelo hasta que encontró lo que buscaba y sin pensarlo dos veces, arrojó el libro de cuentos infantiles contra el espejo haciéndolo añicos.

    En ese instante un grito desgarrador se escuchó por todas partes; la tierra comenzó a temblar con fuerza; la ventana tras Sara explotó y una ráfaga de viento entró con violencia empujándola y haciéndola trastabillar. Las arañas desaparecieron sin dejar rastro y Juanjo corrió junto a David al darse cuenta de que Sara se deslizaba sin poder evitarlo rumbo al borde de aquella ventana que daba hacia el jardín posterior. Desesperados por evitar que su amiga cayese desde la segunda planta, ambos le cogieron por las muñecas. Sujetándola y tirando de ambos brazos, los jóvenes utilizaron su propio peso para contrarrestar el de Sara halando con fuerza hasta que por fin la tuvieron a salvo.

    Una risa macabra les heló hasta los huesos. Elaya vio de nuevo a aquel niño que corría escaleras abajo.

    Mirando a sus amigos y teniendo en cuenta el riesgo que habían corrido tomó una decisión.

    —Iré a por el niño.

    —querrás decir que iremos —Elaya negó con la cabeza, acercándose a David.

    —Necesito que hagáis algo mientras voy a por el niño, es la única forma de acabar con esto de una vez y para siempre.

    Apretando los dientes, David y sus amigos escucharon lo que Elaya quería que hiciesen.

    —Si no has regresado para cuando terminemos, iremos a por ti —Elaya asintió dándole un abrazo a David.

    —volveré.

    David, Miriam, Juanjo y Sara le vieron salir a prisa tras aquel niño que ninguno había visto en realidad.


    Elaya parpadeó varias veces para acostumbrarse de nuevo a la penumbra. Siguiendo el ritmo de aquellos pasos infantiles se detuvo al escuchar el primer grito de tantos que se escucharían aquella noche por última vez. Cogiendo con fuerza el medallón, se adentró en la oscuridad, atravesando la cocina rumbo a la alacena y a las escaleras que de seguro la conducirían hacia el sótano.

    Se aferró con fuerza al pasamano de la escalera cuando la tierra volvió a sacudirse. Descendiendo con cuidado, intentó escuchar para orientarse. El repiqueteo de aquellos pequeños pies le indicó el camino. A tientas palpó la pared que tenía frente a sí hasta que encontró el pomo y lo giró, despacio. El pomo y la cerradura se aflojaron; la puerta rechinó y se abrió con lentitud.

    De pie en el centro de aquel sótano, el niño miraba un punto fijo en el suelo. Siguió su mirada y se acuclilló. Frustrada por no poder distinguir nada, se puso a gatas y comenzó a rozar la madera con las manos. Sintió el desnivel y comenzó a tirar con fuerza. Levantó una a una las maderas que encontró flojas. metió una mano con cuidado mientras con la otra se sostenía a duras penas. Cuando hubo metido el brazo hasta la altura del hombro, palpó algo que parecían sacos del tipo que se utilizarían probablemente para guardar la harina o cualquier otro producto. Tragó grueso al darse cuenta que a la altura de su rostro se encontraban aquellos pequeños pies. Respiró profundo y tiró de uno de los sacos, cogiéndolo por el nudo. El saco se rasgó y casi lo pierde junto con el contenido que descansaba dentro, pero lo recuperó por los pelos.

    Pensó en sacar su contenido y esparcirlo, pero al palpar el saco con ambas manos supo con exactitud lo que contenía. Respiró profundo y despacio para contener las arcadas y dejó el saco en el suelo con cuidado.

    El niño se había movido de su lado y parecía esperarla en la escalera. Secándose un par de lágrimas que no pudo contener, ascendió siguiéndole la pista. El niño avanzaba con rapidez, mientras la casa seguía temblando de cuando en cuando y otro grito aterrador se volvía a escuchar en lo alto.

    De pie frente a lo que parecía una puerta de doble hoja, el niño la esperaba, paciente.

    Tras un ensordecedor silencio, Elaya empujó la puerta y entró. El niño desapareció justo cuando la mansión comenzaba a temblar con tanta fuerza, que parecía como si algo la estuviese intentando arrancar desde sus simientes.

    Elaya, dentro de aquella majestuosa biblioteca, luchaba por mantenerse en pie. Los libros salieron despedidos de las estanterías, los cuadros se caían y las paredes se sacudían con violencia. Una estatua de mármol se tambaleó y cayó sobre el escritorio destrozando la madera que otrora había sido maciza. El niño reapareció unos segundos, portando un par de pequeños libros forrados en cuero. Elaya los cogió justo cuando el reloj daba trece campanadas. El niño desapareció. David y los demás corrían escaleras abajo llamándola. Tras ellos la mansión parecía derrumbarse como un castillo de naipes.

    Aferrando aquellos pequeños libros contra su pecho, Elaya echó a correr junto a sus amigos abandonando la mansión.


    Fuera la luna brillaba en lo alto y los pobladores se encontraban expectantes, observando cómo la tierra engullía todo a su paso y aquella mansión junto a todo lo que formaba parte de ella, desaparecía ante sus ojos. Asustados pero ilesos, Elaya y sus amigos se acercaron a la plaza desde donde los pobladores, junto a la inmensa hoguera, habían sido testigos de todo.

    Inés la estrechó con fuerza. Elaya le entregó los libros y se sacó el Medallón por la cabeza. Inés negó con vehemencia.

    —Te pertenece, niña.
    Elaya asintió conmovida y agradecida por aquel obsequio.

    —Es hora de nuestra «gaztañerre eguna» —Elaya suspiró al recibir aquella bolsita cargada de castañas asadas, preparadas seguro que con leche y miel como manda la tradición.

    Sentados alrededor de la hoguera, Inés abrió el primer libro. Tras pasar con cuidado varias páginas lo cerró.

    —¿qué pasa, mujer? —Inés miró a su marido.

    —son los diarios del señor. Empezó a escribirlos en 1889.

    David, Juanjo, Miriam y Sara se miraron entre sí; luego miraron a Elaya preguntándose de dónde habría sacado aquellos libros.

    Manuel cogió el otro libro y se lo entregó a Elaya. Elaya vio a la pareja, confundida.

    —¿queréis que os lo lea yo?

    —Nadie mejor para hacerlo, niña.

    Elaya se aclaró la garganta y comenzó a leer. A medida que iba avanzando en la lectura, los pobladores iban enmudeciendo. Solo el crepitar de las llamas en la hoguera acompañaban la aterciopelada voz de Elaya.

    —El médico lo ha confirmado por fin. Mi amada Helga ha perdido la cordura. Esa maldita enfermedad solo nos dio unos años de tregua, pero ha regresado con más virulencia que nunca —Elaya tomó aire para continuar—. No puedo permitir que esto comience de nuevo. Lo que ha hecho es imperdonable. Si el cura supiese la verdad, nos quemarían a todos en la hoguera. Da igual que en este pueblo olvidado del mundo sigan creencias paganas; tarde o temprano perseguirán a todo el que crea en algo distinto.

    Elaya pasaba las páginas con avidez mientras seguía narrando en voz alta.

    —Lo ha negado cuando se lo pregunté, pero sé lo que hizo con ese pequeño niño —Elaya inspiró profundo recordando al pequeño al que había estado siguiendo—. No sé cómo cabe en ella semejante crueldad. Es como si hubiese olvidado por completo el dolor que padeció cuando a nuestro Patrick se lo llevó aquella maldita enfermedad. ¿cómo ha podido sacrificarlo con tanta sangre fría? Quiero hallar perdón en mi corazón, para ella y para mí por ser tan débil ante sus caprichos y sus excentricidades, pero no puedo… la culpa me consume cada vez que miro a Ingrid llorando por haber perdido a su pequeño; cada vez que la oigo recorrer por los alrededores, llamándole; cada vez que sé que anda preguntando si le han visto en el pueblo.

    —¿cómo podría decirle que le ha tenido entre sus manos sin saber que era él? —Elaya tragó grueso intentando contener las arcadas—. ¿cómo admitir que mi mujer no solo practica la brujería y la magia negra, sino que cree en la antropofagia para alcanzar la vida eterna?

    Elaya detuvo la lectura un instante. Las miradas desorbitadas y llenas de asco se clavaban en ella. Una mano en el hombro la incitó a continuar. Bajando la mirada hacia el libro que descansaba entre sus manos, comenzó a leer una vez más.

    —Nuestra preciosa Amelie ha fallecido. El médico dice que por la misma enfermedad que se llevó a nuestro Patrick. He intentado que Helga lo entienda, pero no ha sido posible y Gustav ha desaparecido —Elaya carraspeó para aclararse la voz—. Ingrid me mira con recelo y reproche. Sé que lo sospecha y temo que en cualquier momento se marche y nos acuse en la iglesia. Helga se niega a decirme que ha hecho con los restos. Quiere engañarme haciéndome creer que nosotros nos hemos ocupado de todo sin poder dejar huellas que nos inculpen, pero sé que no es cierto.

    Elaya hizo una pausa para beber del hidromiel que estaban repartiendo para todos. Dejando la pequeña jarra apoyada junto a ella, retomó la lectura.

    —Helga ha sacrificado a Ingrid. La he visto hacerlo y no he podido evitarlo. Soy un cobarde; un maldito cobarde, presa de la locura de mi mujer y todo para nada, porque Elizabeth también ha muerto. Helga me culpa, dice que llevo en mi semilla la destrucción y la muerte. Creo que tiene razón; y por ello he decidido acabar con esta maldición. No permitiré que acabe con la vida de ningún otro inocente, ahora con la idea de resucitar a nuestros hijos —Elaya cerró los ojos un instante antes de seguir con la lectura—. La he hecho creer que celebraremos Samhain como los antiguos. Ya lo tengo todo preparado. Este será nuestro último sacrificio. Ningún otro inocente morirá a manos de Helga y de mi cobarde estupidez. 31 de octubre de 1901.

    Elaya cerró el libro. Las llamas seguían crepitando y danzando vigorosas en los ojos empañados de aquellos pobladores que, por fin luego de más de un siglo podrían descansar.

    —Es una historia terrorífica —murmuró Miriam—. Y pensar que, a pesar de todo, en realidad no fue su último sacrificio, pues desde el más allá esa mujer seguía cobrándose vidas.

    —Porque a veces lo que parece no es lo que es, niña; y la locura no siempre es locura; muchas veces es el poder de la oscuridad que traspasa el velo y se acuna de este lado, pues —Inés miraba a Elaya con atención—. Otras veces, más de las que nos imaginamos, ese poder nos acompaña. Va con nosotros donde quiera que vayamos porque es nuestra fuerza vital, lo que nos hace ser únicos en este lado.

    David miraba a Elaya, pensativo. Las palabras de aquella mujer le habían calado hondo. Tantas veces le habían hecho burla a Elaya por las cosas que decía ver, por las cosas que parecía saber de la nada. Los cuatro, él más que ninguno, la quería, pero siempre había creído que estaba mal de la cabeza. Miriam se puso en pie y se sentó a su lado. Le tomó de la mano con firmeza. David la vio y se preguntó cuántas veces no había hecho cosas similares, adelantarse a sus deseos, sus pensamientos, sus necesidades.

    —Hay tanto poder en las pequeñas cosas; en esos detalles ínfimos que por cotidianidad no solemos valorar —pensó, mientras entrelazaba sus dedos con Miriam sin dejar de observar a Elaya—. Hay tanta falsa locura en lo diverso y lo desconocido; en eso que nos resulta tan ajeno y que, justo por ello solemos despreciar infravalorando su verdadero poder; lo útil que puede resultarnos cuando menos lo esperamos.

    Juanjo y Sara se sentaron a cada lado de Elaya, abrazándose a ella. David los observaba sabiendo que, de allí en adelante, las cosas cambiarían entre todos ellos.

    —Cambiarían, claro que lo harían; por fortuna para bien; para unirlos más convirtiéndolos en una verdadera familia —Pensó, poniéndose en pie y arrastrando a Miriam para disfrutar de aquel abrazo colectivo.

    Cuando la hoguera se hubo extinguido, Inés y Manuel regresaron al hostal, seguidos por aquel quinteto de jóvenes que jamás olvidarían. A su vez, los pobladores fueron recogiendo sus ofrendas y tributos, apagando los faroles y dejando que Hartosya por fin disfrutase de su primer amanecer en paz.