Etiqueta: Humor

  • Veintinueve días son suficientes

    Una mansión de aspecto tenebroso rodeada de niebla. Es de noche y se ve la luna llena. A un lado de la mansión se observa un fantasma y sobre el tejado el rostro del espectro, aunque en ninguno de los dos casos se distinguen ni sus facciones ni su género.
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel.com

    Un mes llevaba Anaís en su nueva casa. Veintinueve infames noches sin pegar un ojo. Razón había tenido su madre al advertirle que por ese precio de gallina flaca semejante casoplón no podía ser tan paradisíaco; algún defecto debía de esconder. ¡Menudo defecto le había encontrado a la puta mansión! Nada más y nada menos que un habitante tan molesto como un grano en el culo. Apartó la queja de su mente. A las doce menos cinco no iba a distraerse. Esta vez le daría su merecido al cabrón.

    Anduvo a tientas con mucho cuidado de no pisar las tablas que crujían. No se lo pondría fácil, no señor. Inspiró hondo. El aroma de las glicinias que dejó en la mesita de centro le sirvió de orientación. Esquivó el sofá y avanzó en zigzag para no tropezarse con la alfombra.

    Las campanadas del antiguo reloj rompieron el silencio. El pulso se le aceleró y casi da un bote con taco incluido. Por fortuna ya había alcanzado la cocina. Permaneció agazapada entre la mesa y el gabinete bajo la pila de fregar. Se mordió el labio inferior en cuanto distinguió el par de ojos que brillaban en la oscuridad. «Ni se te ocurra delatarme, Calvin. Como maúlles te quedas sin sardinillas al ajillo».

    La temperatura descendió varios centígrados. Anaís contuvo el aliento para impedir que el vaho delatase su presencia. Cogió la asidera de la puerta del gabinete y tiró con lentitud. Elevó una plegaria para que la bisagra no rechinara. Calvin arqueó el lomo y lanzó un zarpazo al vacío en el mismo instante en que la puerta se abría.

    Enseguida la cocina se convirtió en un pandemónium. Ágil como un guepardo y armada con un cucharón y una cazuela metálica, Anaís se lanzó al ataque interpretando una cacofonía ensordecedora. El gato chilló y dio un brinco. Tras varios gruñidos amenazantes salió disparado y atravesó la figura transparente que flotaba a varios centímetros del suelo. Los utensilios que permanecían sobre la encimera chocaron contra las baldosas uno tras otro, las puertas y cajones del mobiliario se abrieron y cerraron; los cubiertos quedaron desperdigados y algunos frascos de especias se volvieron añicos.

    Anaís reía como posesa a cada golpe del cucharón contra el fondo de la cazuela. A medida que lo veía encogerse indefenso, más fuerte la golpeaba. El espectro temblaba con las manos sobre las orejas incapaz de hacer otra cosa más que fluctuar mientras resistía el inusitado ataque.

    —¡¿Te gusta, gilipollas?! —gritó mientras lo atravesaba con el cucharón para luego volver a golpear la cazuela—. ¿creíste que iba a quedarme acojonada?

    —¡Deteneos ya, criatura del demonio!

    —¡Que pare, dice! Pero tú ¿quién coño te has creído?

    —Soy el duque de Ahumada y vos, jovencita, habéis invadido mi mansión.

    —Ahumada te voy a dejar esa cabeza transparente que tienes como sigas tocándome las narices. No me gasté mis ahorros para que vengas tú a…

    —¡No mintáis, insensata!

    —Mira, momia desvendada, más respeto. Yo podré ser muchas cosas, pero mentirosa… eso sí que no te lo acepto. —Anaís salió escopetada de la cocina con el fantasma detrás.

    Soltó la cazuela y el cucharón en el sofá. Entró en la biblioteca y encendió la luz; hurgó en el primer cajón del escritorio. Extrajo una carpeta que no tardó en estrellarse contra el teléfono. Después de hojear el contenido, alzó el puño. Con la indignación a flor de piel le puso las escrituras tan cerca de la nariz que el duque bizcó varias veces.

    —Al parecer —carraspeó con los ojos fijos en el suelo—, vos tenéis razón en creeros dueña y señora del techo que nos cobija. No me explico cómo es eso posible.

    —Muy fácil, capullín. —El duque arrugó el entrecejo y se cruzó de brazos—. La mansión estaba en venta y yo pagué por ella.

    Tras la explicación rodeó el escritorio y se sentó.

    —Vos necesitáis clases de protocolo. Sois demasiado irreverente, jovencita. —Anaís chasqueó la lengua.

    —Cuando las ranas críen pelos y los escarabajos, plumas.

    —No os entiendo. Lo que decís es absurdo.

    —Da igual. Lo importante es que —dijo e hizo un ademán para invitar al fantasma a sentarse frente a ella—, esta es mi casa ahora; así que, o aprendes a comportarte o sales de aquí zumbando como corcho de sidra asturiana.

    —Sigo sin comprenderos, ¿no conocéis el castellano?

    La joven entornó los párpados y suspiró.

    —Quise decir que tendrás que desaparecer de forma definitiva, o sea, serás desalojado por los siglos de los siglos. ¿ahora sí?

    —Ejem… esa opción es imposible. Una maldición me ata a este lugar —reveló y se revolvió en la silla.

    —No me extraña. Debiste ser un capullo mientras estuviste vivo.

    —¡Semejante ofensa a mi hombría merece una veintena de azotes! —Los libros salieron de la estantería arrojados en todas direcciones.

    —Mira, humareda paliducha —espetó y dio un manotazo al escritorio—. He sido demasiado paciente contigo. Si no moderas tu temperamento enfrentarás un exorcismo en cuanto amanezca.

    —¿Acaso sois bruja? —El duque la miró boquiabierto; ella esbozó una sonrisa.

    —Quizá… —mintió y se frotó las largas uñas con la camiseta del pijama.

    —No os atreveríais a despojar a un pobre espectro de su única morada —murmuró con voz trémula.

    —Si ese espectro me toca las narices, no me deja dormir y pone patas arriba mi hogar —señaló los libros esparcidos en el suelo—, desde luego que sí.

    —Muy bien —dijo el duque y los libros regresaron a la estantería—. Os podéis considerar vencedora de esta desigual pugna. Solo os pediría un humilde favor.

    —¿Qué será?

    —Debéis otorgarme una licencia para espantar a la visita. No os podéis olvidar de que soy un fantasma. Además, me resultaría indecoroso habitar vuestro hogar sin retribuiros por la amabilidad que demostráis al evitar que me convierta en un desposeído.

    —Muy bien —aceptó con los ojos chispeantes—. Pero solo a quien yo te autorice.

    —Así sea.

    Al alba, la señora Esteban, ama de llaves del antiguo propietario y reticente a darse por enterada de que Anaís la había despedido el primer día, experimentaba el susto de su vida.

    Esta historia fue escrita durante mi permanencia en la comunidad surcaletras de Adella Brac y corresponde al #Reto36. La premisa era darle a una cazuela un uso distinto al que tiene de forma convencional. Espero os guste.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

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  • MI JEFE ES… LUCIFER

    Primer plano frontal de un autobús que se aproxima con las potentes luces altas que destacan en la oscuridad. Es de noche y en los alrededores de la vía se ven varios edificios y establecimientos con las luces encendidas. Hay un hombre que casi no se distingue. parece que estuviese aguardando por abordar el autobús.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    Esteban salió del despacho de su jefe. Reprimió el deseo de dar un portazo. Imágenes de sí mismo estrangulando a su exjefe bailaban, tentadoras, frente a sus ojos. ¿Cómo se atrevía a imponerle un advenedizo como supervisor después de haber trabajado para su empresa por más de diez años? El cargo debería ser suyo, se lo había currado con creces. Se vengaría, por supuesto que sí. Ese gilipollas se arrepentiría, vendería su alma al mismísimo diablo de ser necesario con tal de lograrlo. Abandonó el edificio empresarial a zancadas con una idea fija en la cabeza. El ruido del claxon llamó su atención. Miró a la derecha. El todoterreno se aproximaba zigzagueante a toda velocidad. El miedo lo paralizó. Segundos después, el impacto del vehículo lo catapultó a varios metros en una parábola imposible.

    —Despierta, Esteban. —La insistente voz se le hizo demasiado familiar—. Venga, no tenemos toda la eternidad.

    Abrió los ojos. El olor acre que se le metió por la nariz era tan irritante que estornudó varias veces. Respirar hondo era incomodísimo; tanto, que le dio un ataque de tos y los ojos se le llenaron de lágrimas.

    —¿Dónde estoy? ¿Por qué hace tanto calor?

    —Estás en el vestíbulo, ¿dónde más? Apresúrate, no falta mucho para las doce. —Esteban parpadeó al ver a su interlocutor.

    —¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

    —¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

    —No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

    El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

    —¿Estoy… estoy muerto?

    —No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

    Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

    —¿Cómo es que estoy aquí?

    —Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

    Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

    —¿Usted es…?

    —Lucifer, ¿quién más podría ser?

    Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

    —Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

    —Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

    Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

    —¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

    —Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

    Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

    —Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

    Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

    —Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

    Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

    —¿Cuánto tiempo dura este contrato?

    —Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

    Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

    —Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

    —¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

    La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

    —Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

    Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

    Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Cincoliniera. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

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    —¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

    —¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

    —No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

    El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

    —¿Estoy… estoy muerto?

    —No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

    Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

    —¿Cómo es que estoy aquí?

    —Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

    Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

    —¿Usted es…?

    —Lucifer, ¿quién más podría ser?

    Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

    —Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

    —Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

    Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

    —¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

    —Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

    Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

    —Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

    Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

    —Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

    Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

    —¿Cuánto tiempo dura este contrato?

    —Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

    Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

    —Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

    —¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

    La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

    —Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

    Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

    Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Surcaletras. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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  • Con los humanos no se juega

    Un niño pequeño sentado en una piedra en medio del bosque con un libro mágico. Hay un buho y un conejito que lo observan sin que el niño se percate de que lo miran.
    Imagen libre de derechos tomada de Pixabay

    El niño se sentó a leer en el claro del bosque. Encontrar aquel libro mágico había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Abrió el tomo y esperó que las letras de la historia aparecieran. Luego se dejó arrastrar a su interior.

    ***

    La pequeña mano regordeta dio un tirón hasta que pudo entrar en contacto con el grueso pelaje. Perro y niño se miraron a los ojos. El inmenso lebrel irlandés sacó la lengua. El chiquillo esbozó una sonrisa traviesa. En sus ojos grises brillaba la picardía.

    —Tu madre se enfadará si descubre lo que pretendes, Sam.

    —Secreto… secreto —balbuceó el pequeño transmitiendo su deseo con claridad.

    —Ni secretos ni leches, enano. Sabes que no le gusta que uses la magia para jugar con los humanos.

    Sin romper el contacto con la piel del animal, el niño envió a su mente perruna las imágenes claras de lo que pretendía.

    —¿Ti?

    —¡No! ¿Quieres que me dejen durmiendo toda la noche fuera? Porque como Enara se entere me echa a patadas.

    El pequeñajo se abrazó al cuello del perro y lo llenó de besos mojados.

    Avalon se tumbó largo a largo y resopló tras ponerse las patas sobre el hocico.

    —Abusas de mi pobre corazón perruno, enano. —El niño soltó una risita y posó el culete en el suelo—. Venga, hazlo antes de que tu madre salga de la cama.


    Samuel agitó ambas manos y en un parpadeo se hallaban en el jardín del vecino.

    Como si estuviese en su propia cama, el niño se revolcó con el perro de tal forma que flores, hierba y frutos salieron disparados directo hacia la ventana de la cocina de su nuevo vecino.

    —Pero ¡qué diablos!

    Avalon y el pequeño Sam se quedaron muy quietos. Una cosa era ver al vecino desde la ventana en brazos de su madre y otra muy diferente enfrentarlo desde el suelo con aquel cabreo. El niño se cogió al collar del animal y puso su manito sobre el cuello de este.

    —Te lo advertí, enano.

    Borja, en dos zancadas los había alcanzado. La fiera mirada que les lanzó prometía una buena reprimenda.

    —¿Se puede saber qué hacéis en mi jardín? ¡Habéis destrozado mi rosal y mi huerto! Sois unos delincuentes y todavía no tenéis ni estatura para ello. ¿Qué clase de madre tienes tú? El gran perro apoyó sus cuartos traseros contra la tierra húmeda y el niño lo imitó. En aquel momento la broma ya no le pareció tan divertida. Samuel hizo un puchero y los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquello siempre funcionaba con su mamá. Sin embargo, con aquel gigante ni siquiera eso daba resultado. Gritos iban y venían. A Avalon se le estaba haciendo muy difícil no meterle un buen bocado a aquel tipo para que dejase de asustar al enano y si no lo hacía era porque estaba en contra de las soluciones violentas.

    —¿Se puede saber a ti qué coño te pasa? —Enara cogió a su hijo en brazos.

    —¿te parece poco? —dijo señalando los destrozos que el niño y su perro habían ocasionado.

    —Pues sí —dijo para sorpresa del hombre—. Tampoco es algo que no tenga solución como para que grites como un energúmeno a un niño pequeño. Samuel sólo tiene dos años.

    —¿Y porque tenga dos años no se le puede reprender? Pero ¿qué clase de madre eres tú?

    Al pequeño Sam aquel hombre le gustaba mucho. Quería un papá y alguien que cuidara a su mamá. Pero que le hablase así ya no le gustaba, así que sin medir las consecuencias agitó los deditos y en menos de un minuto el suelo bajo los pies del hombre se onduló. Todo ocurrió con tanta rapidez que, a Borja no le dio tiempo de abrir la boca; en un par de segundos en su lugar había un conejo de proporciones considerables. Ojiplática, Enara intervino y lanzó un hechizo para anular el de su hijo. El niño dio palmaditas mientras reía con ganas.

    El escándalo atrajo la atención de los vecinos. La bruja, preocupada por la reacción del hombre ante aquel cambio de forma tan abrupto, se le acercó con la intención de ayudarlo. Pese a su buena disposición, Borja no estaba dispuesto a recibir su ayuda.

    —Haz el favor de dejarme en paz y aleja a ese pequeño monstruo de mí.

    —¿Qué has dicho?

    —¡Que alejes a tu pequeño monstruo de mí, ¿estás sorda?

    Avalon ladró y gruñó en respuesta a aquel comentario tan desagradable. Borja le lanzó una mirada asesina.

    —Para ser tan guapo es un humano demasiado idiota —Enara clavó sus ojos ambarinos en el perro a modo de advertencia—. Vale, vale, cierro el hocico.

    La mujer cabeceó y desvió la mirada hacia su vecino.

    —Serás gilipollas —soltó la bruja antes de darse vuelta y entrar en su casa.

    Borja refunfuñó cosas ininteligibles. Con agilidad se puso de pie. Observar los destrozos de su jardín aumentó su mala leche, aunque reconoció que quizá la mujer tenía algo de razón. A fin de cuentas, el monstruito era demasiado pequeño como para hacer las cosas con mala intención. Maldijo por lo bajo. Tendría que disculparse y no le apetecía ni un poco. Pese a lo atractiva que era su vecina, también era como una planta ponzoñosa con esa lengua viperina que se gastaba. Ella no sabía quién era él; no obstante, él si sabía quién era ella y por qué estaba allí.

    Enara entró por la puerta trasera que daba a la cocina. Sentó a su hijo en la silla de comer. Preparar el desayuno la ayudaría a serenar su carácter. Avalon se sentó junto a la silla en silencio. Conocía a su dueña y cuando se cabreaba era mejor quedarse quietecito a esperar que pasase el temporal. Sin venir a cuentas la mujer estampó la cuchara con la que había estado removiendo las gachas de avena.

    —¿Cuántas veces te he dicho que no juegues con la magia, Sam? —el niño hizo un puchero.

    Enara resopló y negó con la cabeza.

    —Mami…

    —Nada de mami ni pucheros o lloriqueo. ¿Quieres que nos pase de nuevo lo de la otra vez? —el niño sonrió de oreja a oreja al recordar—. ¿Quieres que nos echen de aquí también, Sam?

    El pequeño arrugó el entrecejo. Preocupado porque su madre tuviese razón le extendió los bracitos.

    —Penona ¿ti?

    Enara lo cogió en brazos y aspiró su aroma infantil mezclado con el olor a tierra mojada, flores y fresas silvestres.

    —Tienes que portarte bien, Sam. Las personas no son juguetes, ¿lo entiendes? —El niño asintió con la cabeza—. Por mucho que te gusten los animales, no puedes ir convirtiendo a los humanos en mascotas.

    —Se lo he dicho cientos de veces, pero ¿adivina de quién heredó la tozudez?

    Ella lo sentó de nuevo en la silla para darle desayuno. Con la cuchara de nuevo en la mano señaló al perrete.

    —Será mejor que cierres el hocico, Avalon. No te hagas el inocente porque no te va. Sam hace contigo lo que le da la gana.

    —¿Qué quieres que haga si me pueden sus pucheros? Soy un perrete sensible, ya lo sabes.

    La bruja resopló.

    —Que me avises no estaría mal.

    —No hablas en serio. Sabes que no soy ningún chivato. ¿Cómo me pides que lo delate? Eso es tan feo como contarte todos los revolcones que he tenido con las deliciosas labradoras de tu amigo el vete. Un poquito de por favor.

    Enara puso los ojos en blanco y llenó su cuenco de pienso. Luego se ocupó de darle desayuno a Samuel.

    —Dramas los justos, por favor. No puedes comparar una cosa con la otra.

    —Vale, pero tú tampoco puedes negar que ha sido gracioso verlo con aquella cola gigante, aunque quizá sería más atractivo si lo convirtiese en lobo.

    —Chist… no le des ideas, por favor.

    Un par de golpes hizo que ambos diesen un respingo. al ver al vecino parado en la puerta trasera, Samuel dio un chillido y dio palmas de contento. Enara se levantó como un resorte y dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes a su vecino abrió la puerta de un tirón.

    —¿Qué quieres?

    —Mira, sé que me pasé diez pueblos con el comentario y sólo quiero disculparme por lo que dije sobre tu hijo. —El hombre alzó ambas manos y esbozó una pequeña sonrisa—. ¿Empezamos de nuevo?

    La mujer se fijó en el ramo de flores y en el bonito peluche con forma de lobo que su vecino cargaba en las manos.

    Ella cabeceó y se hizo a un lado. Borja interpretó el gesto como una invitación a pasar. En cuanto puso un pie en aquella cocina, el niño sonrió de oreja a oreja y movió las manitos.

    —¡Sam!

    Enara clavó la mirada en el techo y contó hasta diez. En su cocina, un gran lobo de pelaje castaño y ojos azules emitía sonidos guturales de evidente enfado.

    —¡Bito! —exclamó el pequeño brujo que, con rapidez desapareció para volver a aparecer junto al enorme animal. Su madre se cruzó de brazos y enarcó una ceja mientras observaba con mirada asesina a Avalon que, hacía un esfuerzo impresionante por no reír a carcajadas.

    —No, no, no… a mí no me mires así que el de la idea no he sido yo.

    —Samuel O’Neill, haz el favor de deshacer lo que hiciste o no volverás a salir de tu habitación.

    Antes de que su madre se enfadase más, el niño deshizo el hechizo. A gatas, Borja miraba al pequeñajo con ganas de morderlo.

    —Así que te gusta jugar, ¿no? —el pequeño cabeceó y curvó su boquita en una pícara sonrisa—.

    —Escucha, te lo puedo explicar. —Borja negó con la cabeza y tras alzar la palma en dirección al pequeño, lo convirtió en un cabrito montañés que, comenzó a balar con angustia.

    —Pe… pe… pero tú eres un…

    El hombre asintió en silencio. Sin perder tiempo cogió al cabrito por el cuello y se lo acercó a la cara.

    —Vamos a ver si al pequeño cabrito le gusta que jueguen así con él.

    —Cambia a mi hijo ahora mismo —exigió Enara tras darse cuenta de que sus hechizos no funcionaban.

    —No.

    El cabrito soltó una cagada pestilente que dio a parar en las botas del brujo.

    —Con dos cojones peludos, sí señor. —ambos brujos miraron al perro con cara de pocos amigos. Sam soltó otro balido lastimero.

    —No puedes dejarlo así, es demasiado pequeño.

    —¿Pequeño? Un liante. Eso es lo que es. Puedo y lo haré. Si tú que eres su madre no le da una lección, cuando alcance los cuatro y pueda pronunciar hechizos en voz alta estaremos en problemas.

    —El brujo guaperas tiene razón.

    —¡Cierra el hocico! —dijeron los brujos al mismo tiempo.

    Avalon se tumbó con las patas sobre la cabeza.

    —En todo caso, es mi problema, no el tuyo.

    —En eso te equivocas. Si os pillan yo estaré en problemas. Mi deber es vigilar que los humanos de esta zona se mantengan ignorantes respecto de nuestra naturaleza y tu pequeñajo comienza a ponerme las cosas difíciles.

    Enara alzó ambas palmas. El brujo tenía toda la razón y por más que le doliese debía hacer algo al respecto antes de que se viesen en graves problemas otra vez.

    —Sam —dijo dirigiendo la mirada hacia el cabrito que balaba sin parar—. Debes prometer que no usarás la magia de nuevo con ningún humano. ¿Lo prometes?

    El cabrito soltó un balido agudo. Los brujos se dieron por satisfechos y Borja devolvió la forma humana al pequeñajo.

    —A ver, Sam. ¿Qué no hay que hacer? —El niño miraba al hombretón con la carita muy seria.

    —Da maya e dos humanos.

    —Muy bien —dijo el brujo.

    El timbre sonó varias veces. Disculpándose con la mirada, Enara salió a toda prisa. El estruendo de unos chiquillos entrando en tromba en la cocina dejó a Borja sin palabras.

    —¡Tito! —Sam chilló.

    Los hombres se miraron. El niño agitó los deditos regordetes. En segundos, la cocina quedó convertida en una leonera y no por que estuviese hecha un desorden que también, sino por los cinco felinos que ocupaban todo el espacio disponible. El hermano de Enara rugió y sus hijos lo imitaron.

    Borja soltó al pequeño en brazos de su madre y se llevó las manos a la cabeza. Enara reprimió una risita y Avalon permaneció agazapado bajo la mesa.

    —¿Será posible? —El brujo miraba a su alrededor sin dar crédito—. Pero ¿es que acaso tu hijo no es capaz de seguir órdenes?

    —Bueno… —Enara quiso explicarse, sin embargo, Borja negó con la cabeza.

    —¡Tetes! —la bruja sujetó las manos de su hijo antes de que el desaguisado fuese peor.

    —Seguirlas, las sigue —interrumpió Avalon—. Le habéis hecho prometer que nada de magia con los humanos, pero su títo y sus primos no son humanos, son brujos. A ver si empezáis a ser más cuidadosos que no os voy a durar toda la vida.

    El brujo miró a su vecina con aquel pequeño monstruito en los brazos y exhaló un suspiro. Después de deshacer los hechizos y realizar las presentaciones correspondientes se marchó a casa; era eso o terminar convirtiendo a aquel chiquillo de nuevo en un cabrito o cualquier otro animal de corral, cosa que a la bruja de su madre no le gustaría ni un pelo. Los hermanos lo vieron cruzar el jardín. En sus rostros la preocupación formaba pequeñas arruguitas alrededor de sus bocas. Por el contrario, el pequeño Sam sonreía y daba palmas encantado mientras en su mente traviesa más ideas cobraban forma. Avalon tembló en cuanto el pequeñajo le plantó la mano en el hocico.

    —No, no, no. Conmigo no cuentes, enano. Quiero alcanzar mi mayoría de edad y como me embauques el brujo me despelleja y me convierte en abrigo de invierno. —Sam se carcajeó.

    —¡Ti! —El perrete se cubrió los ojos con las patas mientras Sam lo llenaba de besos mojados otra vez.

    —¿Qué tramáis? —Enara miró a su hijo y luego a su gran perro.

    —No quieres saberlo, créeme que no quieres saberlo.

    —Yo de ti le haría caso a Avalon, querida —cuchicheó su hermano—. Al menos así el colega no va a poder inculparte.

    —Inculparme es lo de menos… Va a querer pulverizarme —dijo Enara arrugando la nariz en una mueca.

    —Por la forma en que te mira, polvorizarte sí que puede querer.

    —¡Calla, insensato!

    Ambos se miraron y, aunque trataron de mantener la seriedad, no tardaron en estallar en carcajadas. Ante las risas de su madre y de su tito, Sam movió de nuevo los deditos y desapareció. El grito del vecino Hizo vibrar los cristales de la cocina.

    —Te advertí que no ibas a querer saber —Enara le sacó la lengua a su perrete antes de acudir en auxilio de su vecino con su hermano pisándole los talones.


    Este relato ha sido escrito para participar en el «Va de reto enero 2021» propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición era crear una historia llena de optimismo y alegría. Lo del optimismo y la alegría no sé si se cumpla, pero he tratado de crear una historia divertida, eso sí. En la que las travesuras infantiles están a la orden del día.

    Me encantaría que compartieses conmigo tus impresiones en los comentarios más abajo.

  • Complot doméstico

    El rostro de un gato que mira a un pez de colores detrás de un cristal
    Imagen libre de derechos de Alexa fotos en pixabay

    Cierro la puerta tras de mí. Dejo las llaves sobre la mesa y doy una mirada especulativa. Todo parece en orden y limpio. No me gusta mucho venir a la casa de la tía cuando no está. Pese a mi reticencia, hay algo que me arrastra… sus mascotas. Las pobres pasan esos días por su cuenta y más vale darles una vuelta antes de que sufran algún percance.

    Katrina, la gata refunfuñona de la tía sale a darme la bienvenida.

    —¿Bienvenida? En un bosque de la china… en realidad no es en ningún bosque ni en ninguna china, a menos que hiciese mención de la ninja de pacotilla que se pelea con su propio reflejo cuando se asoma del lado contrario de la pecera. Me refiero a Nagaoka, querido Lecturino. Tú no te preocupes de nada, esa es más inofensiva que los dardos verbales de la Leonarda que sólo sabe decir «che, ¿sos pelotudo?» cuando quiere quejarse de que sólo le dan pipas en lugar de anacardos.

    —Mirá, pelotuda, que yo seré parca, pero no soy sorda, ¿eh?

    —No, tú lo que eres es cateta. ¿No te das cuenta de que estoy hablando con Lecturino?

    —Ma, que diche, Leturino… Il leturino va benne con rúcula e la zanahoria a la carbonara.

    —No te molesta que te diga Lecturino, ¿verdad? Mira, tú no hagas caso al torteloni este con pelos y patas. Ese no hay día que no piense en comer o… acércate que no quiero que nos oiga. —Me inclino para acariciar a Katrina—. Sí, así. Perdona si mis bigotes te cosquillean en la oreja; si es así, te aguantas. Mejor eso que enfrentar un brote del tallarín este.

    »¿Qué te decía? Ah, sí.  Resulta que el Pietro es un exagerao de primera y cuando escucha la palabreja «lector» le suena a «reactor» y le entran los siete males porque dice que lo va a matar la radiación. De eso tiene la culpa la Nagaoka que le metió en la cabeza que Fukushima iba a llegar hasta aquí. Dame un minutillo.

    Katrina, la gata salta justo a tiempo antes de que Pietro le caiga sobre el lomo. El conejo emite unos chillidos desaforado y brincotea de un lado a otro como si tuviera un cohete en el rabo. No quiero reírme, aunque se me hace muy difícil. Sabía de las excentricidades de mi tía Paca con sus mascotas. Sin embargo, verlo en vivo y en directo es otra cosa muy distinta. El conejo se enreda con el corbatín y rueda como una pelota.

    —Mira, bigotuda trasnochada, a mí no me involucres en tus inventos. Si te sigues metiendo conmigo verás tú cómo te atravieso con mi catana.

    —Serás gilipollas, Pietro. Anda a beber agua de tu cazuelita a ver si se te pasa el arranque de ridiculez extrema. —El torteloni se mete bajo el sofá—. Tú, ninja decolorada, deja de lanzar tantas amenazas y vete a hacer puñetas con las aletas, si es que puedes.

    Me agacho para intentar coger al conejo; resulta imposible. La gata da un brinco en dirección a la pecera y menos mal logro levantarme a tiempo para cogerla antes de que la tumbe.

    La beta le saca la lengua y se gira hasta dar con el espejo del otro lado de la pequeña pecera o es la impresión que me da a mí cuando fijo los ojos en el vaivén de aquella figurilla blanca cuyas aletas parecen flotar y hacer formas curiosas dentro del agua. La gata se remueve y la dejo en el suelo antes de que me clave las zarpas.

    —Kati, querida, ¿por qué no te echas aquí conmigo? Está calentito y confortable.

    —Caniche pelotudo este, da fiaca hasta escucharlo.

    Katrina da un salto y casi alcanza de un zarpazo a la cotorra que aletea y se posa en el perchero junto a la puerta. Si no fuese porque sé que la cotorra sólo repite lo que le ha enseñado la tía, juraría que se divierte provocando a la gata.

    —Con mi Rufos no te metas, zorra desvergonzada.

    —¿Zorra? Vos necesitás unos lentes con urgencia.

    Arrugo el entrecejo y me acomodo las gafas. La cotorra me ha dejado pensativo. Aquello tiene que ser una coincidencia, ¿no?

    —Mira, Lecturino. Tú no hagas caso a esta bicha deslenguada; que eso no te distraiga de tu verdadera misión.

    El ruido repetido de algo que choca contra la puerta rompe la concentración de Katrina. El choque de platos de metal se convierte en un estruendo que obliga a Pietro a salir disparado de nuevo. Estoy a punto de salir escopetado y revisar en la cocina; luego lo pienso mejor y me abstengo porque sé lo tikismikis que es la tía con su casa.

    El balido de una cabra hace que la gata ponga los ojos en blanco o eso me parece a mí.

    —Mi dios bendito, ¿será posible que no tenga suerte ni una puta vez en mis siete vidas? No te muevas de allí, Leccturino.

    Veo a Katrina mientras se tongonea en dirección a la cocina y me pregunto si es que tendrá hambre o si será que la tía adoptó a alguna otra «criaturina desvalida», como les suele llamar.

    —¿Leturino? ¿Ya es hora de mangiari? Las mías tripas crujen.

    La cabra entra saltando al salón perseguida por Katrina que maúlla desaforada.

    —Déjate de inventos, Pietro. Tú tienes menos del veinte porciento de probabilidades de que algo te cruja. A menos que te refieras a que te crujan a ti —la cabra mira al conejo con una ceja arqueada—. Lo que sí que tiene mayor probabilidad por lo redondo que estás. Si calculamos las probabilidades de que te preparen al salmorejo… —Mati cierra los párpados y mueve los labios como si contase en silencio—. Sí, en efecto, son cuatro a uno en tu contra, desde luego.

    Me froto los ojos porque esto de ver expresiones y gestos en una cabra me pone a flipar de colores.

    —Serás capulla, Mati. Y no, no me veas así. Coño, sólo a ti se te ocurre decirle eso al ravioli este. ¿Quién se lo aguanta ahora? Porque tú te largas a tu prado ahí fuera y nos quedamos nosotros con ese marrón aquí dentro.

    —Katrina, estás más insopo que de costumbre, queridita. ¿No te funcionó la ecuación de la otra noche? Ya sabes, el tres por uno.

    La gata mira de soslayo al perro que ha vuelto a dormirse como un lirón. Si no supiese que los gatos no hablan, juraría que esta cuchichea con la cabra.

    —Serás indiscreta y cabrona. ¿Quieres que mi rufos se entere?

    —Lo de cabrona se me da de nacimiento —La cabra agacha la cabeza—. Lo de indiscreta… Hija, si del noventa por ciento del día vive en oniria, ¿qué mas te da? Sabes bien que tu gata necesita comer, si no te pones insufrible.

    Katrina le muestra las zarpas; Mati hace caso omiso y se fija en la visita, o sea, yo.

    —¡Vaya!, pero si tenemos a un lec…

    —¡Cállate! ¿Quieres provocar al tortelini?

    Del susto que se pega por el segundo zarpazo de la gata, la cabra apoya el culo de la alfombra, pensativa. De pronto, la sombra de algo que se mueve como en cámara lenta captura su atención… y la mía. Katrina suspira y se acerca hasta mis pies.

    —Haz caso omiso, te lo pido por favorcito, Lecturino. Mira que Saturnina es más vetusta que un jamón serrano enviado por correos.

    Supongo que la gata quiere algo de mimos, aunque me voy con cuidado porque sé que es demasiado temperamental.

    —¡Temperamental, dice! ¡Temperamental la madre que te parió! —Katrina me lanza un zarpazo que me deja tres líneas rojizas en el dorso de la mano.

    —No sé como la tía te soporta —murmuro.

    La sombra se vuelve nítida y me doy cuenta de que es una morrocoya. Sin venir a cuento me sorprendo contando los anillos de su caparazón y caigo en cuenta de lo vieja que es. Me digo que siendo así es lógico que parezca tuerta.

    —Paz, mis hijos… ¿cómo me los tratan las vacaciones?

    —¿De qué puñeteras vacaciones hablas, Satur?

    —Pero a ver, mis hijos.  ¿no estamos de vacaciones?

    —Aquí la única que está de vacaciones es la Paca. Recuerda, Saturnina, la señora que nos recogió. La misma que recoge el setenta y cinco por ciento de animales que se topa en el camino porque el otro veinticinco se le muere, claro.

    —Ah… ¿y tú quién eres?

    Por un momento me da la impresión de que la cabra pone a girar los ojos en un movimiento alocado. Luego lanza un balido Y Pietro salta sobre el caparazón de la pobre morrocoya que, del tirón, esconde la cabeza.

    —Si es que eres un peso muerto, Pietro.

    —¿Muerto? ¿Quién se ha muerto?

    Rufos abre los ojos, alza la cabeza sin apenas moverse y vuelve a caer fulminado.

    —Nadie, queridito, tú mejor vuelve a dormirte, anda.

    La morrocoya se asoma una vez más. La gata empuja al conejo y este vuelve a rodar.

    —¿Por qué estamos reunidos en consejo, mis hijos?

    —Hasta las trancas está la pelotuda esta.

    —¿Qué pelotuda? Ah, claro, tú te refieres al Pietro, ¿verdad? Si, parece una pelotita tan cuchi. Es de lo más chévere.

    Veo a Katrina acercársele a la cabra y me pongo en alerta.

    —¿Qué probabilidad hay de que esta viejuna se entere de algo en algún momento?

    La cabra mira a la gata y lanza un balido.

    —Diría que tiene 5 a uno… pero en contra. La pobre está utilizando un cero punto cinco por ciento de su capacidad neuronal.

    —O sea que está para la taxidermia.

    —Para eso tiene todos los boletos, sí.

    Me quedo absorto mirando a la pareja tan dispareja y no puedo evitar preguntarme de qué podrían cotillear una cabra y una gata. Ya sé que no tiene puta gracia, pero es que, si vosotros pudieseis verlas, pensaríais igual que yo… que ese par se trae algún complot.

    —Bueno, descartamos a la desmemoriada y a mi rufos. Quedamos cinco. ¿qué probabilidad tenemos de que este Lecturino se nos una?

    Por un instante tengo la sensación de que la cabra me mira con inteligencia. Me froto los ojos varias veces para espabilarme.

    —Mira, yo creo que, si a este nos lo trabajamos bien, contamos con más del setenta por ciento de probabilidad de que cumpla la misión.

    —Venga, entonces patas a la obra. Que no me aguanto un día más al Pietro ni las ganas de zamparme a cierta belicosa.

    No sé por qué, pero tengo la extraña sensación de que la gata me mira con malicia y os juro que, si no supiera que son simples mascotas, creería que han chocado las patas.


    Este relato fue escrito para participar en el va de reto de noviembre 2020 propuesto por Jose A. Sánchez.

    La condición era utilizar alguna de las mascotas (o las siete) propuestas y escribir una historia con humor. En este relato aparecen las siete con el mismo nombre propuesto a excepción del pez beta.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • Pequeños detalles logran grandes experiencias

    Un hombre en actitud pensativa sentado frente a un ordenador. A un lado tiene un cuaderno y un lápiz, una taza de café y un pastel de manzana.
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel


    Dedicatoria

    A todos los que añadís vuestro granito de arena para cambiar realidades y mejorar la experiencia eliminando barreras… Gracias totales, sois los mejores.


    «La inclusión puede ser una criatura mitológica, fantástica o convertirse en realidad;
    Todo depende de que cambies tu forma de pensar». Lehna Valduciel


    Ni me conoces ni te conozco. Da igual. La experiencia que quiero compartir contigo es mera solidaridad entre colegas. Perdona, todavía no me presento. Mi nombre es Gonzalo; soy un lector empedernido que alguna vez soñó con tener un espacio literario donde compartir mi experiencia subliminal con las historias que me han llegado al corazón.

    Lo logré, en efecto, tengo un blog literario; un rincón personal donde escribo reseñas, hago entrevistas, invito a retos literarios y escribo de vez en cuando, si la inspiración me llega de visita.

    Ahora que ya me he presentado deja que te cuente lo que me pasó la última semana. Te pido por favor que leas hasta el final antes de emitir un juicio sobre mí; sé que te pareceré un chalado, pero te juro que todo lo que aquí voy a contarte es cierto, palabrita del niño Jesús que nada de lo que leas es una exageración.

    Lo primero que tengo que reconocer es que yo era de esas personas muy incrédulas; de necesitar ver para creer, mejor dicho, experimentar en carne propia para entender que el mundo no se ciñe sólo a lo que conozco; que hay otro tipo de realidades que pueden resultarme muy ajenas y que, pese a ello, no dejan de existir. Ahora lo sé; antes ni me lo hubiese planteado.

    El caso está en que un buen día me tropecé a Fernando, un colega del curro; iba acompañado por una mujer bajita y regordeta, con pelo y cara de muñeca, con la piel blanquísima y unas gafas muy curiosas porque no eran oscuras, pero tampoco podía verse bien tras el cristal, pues el tono gris en degradé apenas dejaba vislumbrar la forma de los ojos. Me resultó una tía medio excéntrica, a decir verdad; no obstante, no dije nada por delicadeza. Bastante avergonzado me sentía ya pues choqué con ella sin darme cuenta y claro, sumido en la lectura del libro que llevaba entre las manos, no me di cuenta de lo que ella sostenía en las suyas.

    —Joder —solté exasperado—. ¿Acaso no ves por dónde caminas? —alcé la mirada y me topé con los ojos de Fernando que me veía con cara de pocos amigos.

    —La verdad es que no —respondió la mujer agachada tanteando en el suelo.

    Me quedé perplejo sin palabras. La cara se me puso roja como un tomate maduro y comencé a balbucir como si fuese tartamudo. Fernando se agachó y cogió el bastón blanco; la mujer se levantó y mi colega se lo dejó en las manos.

    —Lo siento —me disculpé con voz queda.

    —No pasa nada, hombre —comentó ella como si eso fuese su pan de cada día.

    —Te presento a Liah, Gonzalo —dijo Fernando mientras me veía con los ojos como ascuas y el mensaje velado de si la vuelves a cagar te mato.

    —Mucho gusto —le dije y le extendí la mano.

    —Tú eres el compañero de Fernando que lleva el blog literario, ¿verdad?
    Me quedé mudo de la impresión ¿cómo sabría aquella mujer sobre mi blog? En el momento no respondí. Fernando se ocupó de disiparme las dudas.

    —Sí, él es el que hizo la reseña de tu novela. —ella sonrió de oreja a oreja mientras mi cara se volvía un poema.

    ¿Novela? ¿Qué novela? Mi colega me hizo señas y cuando bajé la mirada, caí en cuenta. Estaba releyendo aquel libro que me había llamado tanto la atención. Vi a la mujer y no pude ni abrir la boca. La escritora del libro que tenía entre las manos era ciega.

    —Me gustó mucho tu reseña y te agradezco mucho la oportunidad que le diste a mi pequeñín. Me habría gustado que describieses la imagen en la entrada de tu blog. Supongo que debe ser la portada del libro, ¿no?
    —¿Describir?
    —Sí, ponerle un texto alternativo… descriptivo —se corrigió la mujer—, así si hay personas ciegas que lean la entrada se pueden enterar de qué sale en la imagen.

    Me la quedé mirando como si me estuviese hablando en japonés, mandarín o sánscrito. ¿Otros ciegos leyendo mi blog? Aquello sería una tomadura de pelo, supuse y la miré ceñudo, aunque ella no se diese cuenta de mi expresión. Como mi lengua tiene esa conexión directa con mi cerebro, hablé sin pensar.

    —Estás de broma, ¿no?
    Ella inspiró hondo. Pocas veces he visto a alguien tan expresivo. Ladeó la cabeza y su cara hablaba por sí sola. Era como si me dijese: ven acá, peque, que te explico… Me sentí como un niño pequeño al que van a develarle un gran secreto que ha tenido siempre en las narices y quien sabe por qué nunca lo había visto.

    El rostro de Fernando, en cambio, era el vivo ejemplo de lo que una mirada asesina es capaz de transmitir en poquísimos segundos. Por suerte la de él no tenía efectos sobrenaturales o yo habría terminado varios metros bajo tierra.

    —Verás, Gonzalo… —Su tono amable de maestra de cole acentuó mi incomodidad.

    —Ahora mismo no tenemos tiempo, Liah —interrumpió Fernando—. Ya le explicaré yo a Gonzalo cómo hacer lo de las imágenes.

    —Vale —le respondió y me tendió la mano—. fue un gusto conocerte, Gonzalo.

    En cuanto mi mano hizo contacto con la suya sentí un corrientazo que me recorrió todo el cuerpo y me puso la piel de gallina.

    Aparté la mano con rapidez y me la quedé mirando. Ella me sonrió y por un instante me pregunté si aquel brillo que me pareció ver tras esas gafas había sido real o sólo producto de mi imaginación.

    —Igualmente —le respondí algo cortado.

    De pronto me descubrí deseando echar el tiempo atrás o quizá tener un poder mágico que me permitiese cambiar las cosas; quizá así dejaría de pasar tantos bochornos.

    —Ten cuidado con lo que deseas. —Creí escuchar de sus labios—. Mezclar la realidad con la fantasía lleva lo suyo y quizá no estés preparado para la experiencia.

    Parpadeé varias veces y me fijé en sus labios delgados. No se habían movido o quizá sí. Fernando se despidió apenas con una seña. Los vi alejarse y desanduve mis pasos mientras lo de la fulana descripción seguía dándome vueltas en la cabeza.

    *****
    No voy a contarte la cantidad de sueños que tuve aquella noche porque de seguro me dirás que mejor consulte a algún profesional o que me tome unos días en alguna de esas residencias de descanso. Lo que sí voy a contarte es lo que me pasó en lo que pude encender el ordenador.

    —Cacharro antojadizo —mascullé mientras avanzaba la dichosa actualización del sistema—. Menudo momento para decidir actualizarte por enésima vez.

    El sonido de la carga del sistema tenía un retintín distinto o eso me pareció. Hice caso omiso; desde el día anterior había quedado algo despistado. Lo que si no pude omitir fue la cara de un fulano que me miraba con gesto ceñudo en lugar de el fondo de escritorio que solía tener por defecto.

    —¿Qué coño? —exclamé.

    El individuo apretó los labios y negó con la cabeza en un evidente gesto reprobatorio.

    —Es mejor que evites las palabrotas, muchacho —dijo y se cruzó de brazos—; irritan mis redes neuronales y luego empiezan los pantallazos.

    Me froté los ojos y comencé a toquetear la pantalla del portátil. El sujeto se echó a reír como si le estuviese haciendo cosquillas.

    —Deja quieto —me dijo y la figura se distanció hasta hacerse del tamaño de un ícono del escritorio antiguo.

    —Debo estar soñando todavía y no me he dado cuenta —murmuré mientras la figura se acercaba y emitía un sonoro chasquido.

    —Mira, no te hagas el difícil, ¿vale? Pediste un deseo y se te ha concedido.

    —¿Deseo? Joer, yo no recuerdo haber pedido ningún deseo.

    —Esa lengua —me advirtió—. claro que sí, pediste el poder de cambiar las cosas. No me digas que te afecta el tío alemán, ¿no? Porque eso sería lo último que nos faltaría. Enseñarte para que luego se te olvide todo.

    —¡Que no he pedido yo ningún deseo, macho! ¿Cómo te lo tengo que explicar?
    —Que sí lo pediste —me insistió—. El asunto es que no se te ha concedido para tus fines egoístas, sino para que transformes desde tu parcela literaria.

    Un fogonazo me hizo recordar el día anterior. Me froté la cara varias veces y me mesé el pelo con tanta fuerza que casi me arranco un mechón.

    —He perdido la chaveta del todo.

    El sujeto bufó y la pantalla del ordenador parpadeó en respuesta.

    —No seas tonto, claro que no has perdido nada, a menos que te refieras al tiempo que estamos perdiendo en lugar de iniciar tu formación.

    A pesar de sentirme dentro de una dimensión paralela y surrealista, decidí seguirle la corriente a ver hasta dónde pensaba llegar aquella alucinación; porque tenía que ser una alucinación por cojones.

    —Supongamos que te creo —le dije poco convencido—. ¿En qué vas a formarme?
    El individuo sonrió de oreja a oreja.

    —Presta atención porque voy a revelarte cómo cambiar realidades… eso sí, debes cambiar primero tú.

    Lo de tener que cambiar no me hizo demasiada gracia, así que me crucé de brazos. Y lo cierto es que me enfurruñé como un crío pequeño. Me fastidiaba tener que alterar cualquier cosa que me hiciese sentir cómodo.

    —¿Y si no acepto? No sé quién seas, pero no puedes obligarme.

    El sujeto se acercó tanto a la pantalla que sólo podía verle los ojos.

    —No puedo obligarte, es verdad, pero puedo darte la tabarra. Soy buenísimo tocándole las narices a los demás. Por cierto, mi nombre es Filadelfio.

    —Ni creas que me intimidas con eso, ¿eh? —El fulano se encogió de hombros.

    De pronto la pantalla se puso negra y el ordenador hizo un ruido que me puso los pelos de punta. Con el temor reptándome bajo la piel ante la posibilidad de quedarme sin portátil cedí sin pensarlo dos veces.

    —Venga, no tienes por qué tomarla contra el ordenador, si él no te ha hecho nada. Además, si te lo cargas menos me vas a poder formar.

    En la pantalla apareció un texto en letras blancas y no era la marca del portátil:
    «¿Desea iniciar el proceso de formación? Pulse aceptar o cancelar para continuar».

    Miré la pantalla, ceñudo. Resoplé y pulsé en aceptar.

    La imagen del sujeto volvió. Se veía de lo más satisfecho y eso me tocó la moral, la verdad.

    —Me encanta que comencemos a entendernos. ¿Ves lo fácil que resulta?
    Evité responderle, entre otras cosas, porque cuando me cabreo suelto un montón de improperios y el fulano ya me había advertido que las palabrotas lo irritan. Además, si podía controlar mi ordenador de aquella manera, no es que tuviese muchas alternativas.

    —¿Y ahora qué? —Me le quedé mirando con los labios fruncidos.

    —Abre tu navegador, vas a ver que experiencia más chachi. —Obedecí; al mal paso darle prisa—. Venga, ahora ve a tu blog y me cuentas qué ves.

    Aquella invitación me puso los pelos de punta; sin embargo, no hice ningún comentario y fui disparado a ver el blog.

    Casi me desmayo y caigo largo a largo en el suelo. Las imágenes no estaban, el texto aparecía desordenado como si las letras no estuviesen en su lugar. Había zonas ilegibles; otras a las que no podía ni llegar porque de pronto la flecha del panel táctil, el ratón, para que nos entendamos se había congelado y no quería funcionar.

    Me puse blanco como un papel; luego la cara se me encendió de la rabia y comencé a respirar como si fuese una locomotora. Di un manotazo contra el escritorio y solté mil palabrotas.

    —¿Qué… diablos… es esto? —pregunté entre dientes.

    Filadelfio apareció con el hombro apoyado contra un lateral de la pantalla mientras se miraba las uñas de la mano izquierda.

    —Eso es lo que yo llamo EBED; es decir, experimentar barreras en directo.

    —¿Barreras? ¿De qué coño me estás hablando, tío? ¿Quién tiene barreras en internet? No digas gilipolleces, por favor.

    El fulano suspiró y ladeó la cabeza. El gesto me recordó a la escritora ciega del día anterior.

    —Muchas personas como tú no saben que internet, además de la autopista de la información, puede ser un puente roto que te deje aislado.

    Lo miré con renovado interés. Ver mi blog convertido en un desastre me había puesto de los nervios; aun así, lo que el sujeto decía me puso a pensar y cuando pienso es difícil que pueda permanecer cabreado durante mucho tiempo.

    —¿A qué te refieres? —El individuo comenzó a moverse de un lado a otro.

    —Hay personas con discapacidades, personas mayores, inmigrantes, gente del otro lado del charco con velocidades de internet que harían que te trepases por las paredes.

    —Vale. Pero ¿qué puedo hacer al respecto? —El tipo se detuvo y me lanzó una mirada tan penetrante que me quedé petrificado.

    Me dio escalofríos porque parecía un maniático. No obstante, evité abrir mi boca no fuese a arremeter de nuevo contra mi ordenador.

    —Podría decirte que conquistar el mundo —dijo y se le escapó una risita—. Tranquilo —agregó y su expresión se tornó seria—. Puedes hacer cambios que ayuden a muchas personas y yo te voy a explicar cómo.

    No supe si me hablaba en serio; aun así, mientras siguiese atrapado en la alucinación no tenía nada más que hacer.

    —Venga —le repliqué y me puse de pie—, pero primero necesito recargar mi dosis diaria de cafeína.

    El sujeto hizo un ademán para despacharme con rapidez. Di un paso en dirección a la cocina y me detuve. Me pudo la curiosidad y lo vi por el rabillo del ojo. Tenía el pelo largo, con rizos desordenados que se le ponían de punta sobre la frente. Unas cejas gruesas y algo angulosas le enmarcaban aquellos ojos rasgados, de ese tono aguamarina que se ve en tantos ordenadores. Tenía una nariz achatada y descomunal, las orejas puntiagudas y una barba firme y alargada que le cubría la perilla. Avancé con rapidez antes de que me descubriese escudriñándolo y no pude evitar pensar que se parecía a un sátiro. Me preparé mi habitual jarra de café y tras volver de la cocina, me senté a esperar las instrucciones.

    *****
    —Lo primero que vamos a hacer —me dijo luego de sonarse los nudillos—, es cambiar la plantilla de tu blog.

    Lo miré ceñudo, ya que me había llevado días encontrar una que me gustase del todo.

    —No me mires así —me dijo—. Necesitamos que tu plantilla se vea bien en diferentes pantallas. Esa que tienes no se adapta.

    Lo vi sin entender una papa de lo que me decía. El tipo chasqueó los dedos. Solté un grito al ver cómo la pantalla se reducía y se agrandaba sola y el navegador mostraba un batiburrillo ininteligible que hizo que sintiese un vacío en el estómago de pensar en todo el tiempo que había perdido al configurar mi blog.

    —No seas quejica, hombre —dijo Filadelfio mientras me secaba el sudor de la frente con el antebrazo—. Es muy fácil. Vete ahí a la sección de apariencia, entra en los temas y escribe en la caja de texto ‘accesibilidad’
    —¿Qué es eso de ‘accesibilidad’? —pregunté mientras seguía las instrucciones y me fijaba en los resultados.

    —Definiciones de accesibilidad hay muchas —me dijo—. Lo importante es saber para qué sirve. —Me le quedé viendo con una ceja levantada—. Además de ser una característica de calidad, la accesibilidad es como una puerta abierta que permite que la mayor cantidad de personas accedan a tu blog y sus contenidos sin barreras. —Le di un trago a mi taza de café.

    La explicación del sujeto me había puesto a pensar. El asunto de las dichosas barreras seguía haciéndome ruido. Sin embargo, me callé y me dediqué a escoger de entre las opciones un tema que fuese de mi agrado. Para mi sorpresa encontré uno muy chulo y lo activé.

    —No fue tan difícil, ¿no? —me dijo.

    Negué con la cabeza, aunque seguir viendo el blog sin imágenes me tenía con el corazón en la boca.

    —Quita esa cara de estreñimiento, macho —me espetó— y prepárate, ahora viene la mejor parte.

    El fulano parecía demasiado contento. Se frotaba las manos y movía las orejas como si estuviese experimentando algún tipo de orgasmo. Ante semejante manifestación guardé silencio y me dediqué a esperar mientras me bebía la segunda taza de café. Desde luego, las ganas de esperar no me duraron demasiado.

    —Eh, amigo —dije para llamar su atención—. ¿será que seguimos con la inducción?
    —A ti no hay quien te entienda, ¿no? Primero que no te podía obligar, ahora parece que tienes un cohete en el culete. —Filadelfio soltó una risita chillona—. Me salió en verso sin mucho esfuerzo. —Puse los ojos en blanco y resoplé.

    —Déjate de cacofonías y dime qué sigue —le exigí —. No quiero pensar lo que pasará si el blog sigue así hecho todo un desastre por tu culpa.

    El individuo puso los ojos como dos rendijillas y se cruzó de brazos. En ese instante supe que me iba a poner al trote y todo por culpa de mi puta impaciencia.

    —Tres cosas muy importantes —me dijo con tres de sus rechonchos dedos—. La primera, añade el widget de traducción; la segunda, usa el widget para añadir HTML mejor que el de añadir texto; la tercera, evita las imágenes de fondo y escoge un color sólido que haga mucho, pero mucho contraste con el color de las letras y…
    —Dijiste que eran tres cosas.

    —Dije tres cosas muy importantes, no dije que fuesen las únicas —farfullé en voz queda y me dispuse a aplicar lo que me decía el fulano—. Deja de quejarte —me dijo—, aunque creas que no me entero, lo entiendo todo a pesar de que farfulles.

    Me puse rojo como un tomate y pese a mis ganas de soltarle una de las mías, me contuve. La verdad es que los cambios tampoco eran nada del otro mundo y el blog comenzaba a tomar forma. Eso hizo que me lo tomase con más calma. A fin de cuentas, aquella alucinación estaba siendo de lo más productiva.

    Alcé ambas palmas en son de paz.

    —Vale, vale —le dije—. Lamento ser tan impaciente, tío. ¿Podemos continuar?
    Filadelfio me miró con los ojillos entornados durante un rato que se me hizo eterno.

    —Bueno… pero como vuelvas a sacarme de mis casillas verás tú —me advirtió.

    —No tienes mucha paciencia, ¿no?
    Al fulano se le encendieron las mejillas y quise maldecir mi lengua. Antes de que fulminase el ordenador o cualquier otra cosa quise disculparme; sin embargo, el sujeto movió las manos para zanjar el tema.

    —Quita, quita… tienes razón, así que te ofrezco disculpas. Es la edad que, quieras que no, me pasa factura de vez en cuando.

    —Disculpas aceptadas —le dije y por fin se sonrió.

    Me fijé en sus dientecillos afilados y me dieron escalofríos. Como aquel tipo dejase el ordenador, se enfadase de verdad y le diese por darme un bocado, me iba a enterar. Lo mejor era mantenerlo contento, por si acaso.

    —Está bien. ¿qué era lo que ibas a decirme antes?
    —Ah, sí. Mira, chaval. Como hay personas que no ven los colores —Mi cara se fue poniendo pálida al imaginarme algo así— es mejor que no dejes todo en manos del color ni siquiera de las negritas o las cursivas, ¿sabes? Hay que darle sentido y ponerlo fácil, así que es bueno usar el HTML.

    —esas son las palabras que van encerradas entre menor que y mayor que, ¿no? —Al tipo se le iluminaron los ojos otra vez y asintió con la cabeza.

    Fruncí el ceño. Había visto algo de eso en algún sitio, pero ahora para acordarme. Además, qué coñazo andar escribiendo tanto. Como si el fulano me hubiese leído la mente me dijo:
    —Abre tu mente, muchacho. Voy a revelarte un secreto que va a ponerte las cosas muy fáciles. Tú préstame atención.

    «como si pudiera hacer otra cosa», pensé y me crucé de brazos.

    —A ver…
    —Para indicar que el texto es un título o subtítulo puedes usar el mismo símbolo de las etiquetas de la red esa donde todos van y sueltan lo que se le pasa por la cabeza sin pensar demasiado.

    —¿Twitter?
    —¡Eso! —me sobresalté por el chillido—. Coño, qué listo eres. Pues tú suma el símbolo y a más símbolos pongas, aumenta el nivel del encabezado. Si usas uno sólo será de primer nivel, si usas dos será de segundo nivel y así, sucesivamente.

    Que aquello fuese tan fácil no me convencía del todo, así que fui a probarlo por mí mismo.

    —Serás incrédulo —me espetó.

    Me sonrojé un poco; por fortuna el individuo de mi alucinación no me lo tuvo en cuenta.

    —¿Hay más trucos de esos? —pregunté porque mi curiosidad iba en aumento.

    —Claro, chaval —confirmó—. Puedes usar un asterisco para iniciar una lista sin orden y un número si la quieres ordenada; y si quieres indicar que el texto es una cita textual puedes colocar un símbolo de mayor qué al inicio.

    Probé en el modo visual de mi blog todo lo que el tipo me decía y la verdad es que todo funcionaba al dedillo.

    —No me lo tomes a mal —le dije con cierto temor—, pero ¿todo esto para qué sirve? —vi cómo torcía el gesto y corrí a explicarme mejor—. Me refiero a ¿a quién ayuda esto?
    —¿Te acuerdas de la escritora de ayer? —Asentí con la cabeza—. Pues a personas como ella que utilizan lectores de pantalla; a personas que usan navegadores de texto; a personas que necesitan cierta estructura con jerarquía para comprender los contenidos, hasta a las personas mayores les sirve. No creerías que iba a enseñarte cosas inútiles, ¿no?
    Mis cejas se alzaron en respuesta a la sorpresa. ¿qué me habría imaginado yo que tantas personas podrían verse beneficiadas con esos cambios?
    —Ella me dijo algo de describir las imágenes… ¿tú sabes de qué va eso?
    —Te ha picado la curiosidad, ¿eh? —El tipo sonrió con picardía.

    Me quedé callado, entre otras cosas porque siempre me ha costado manejar eso de quedar al descubierto. Lo cierto es que sí, ella había logrado sembrarme la espinita y este fulano me la había clavado entera. El orgullo no me permitía admitir nada, aunque creo que a él no le hacía falta ninguna confirmación. Lo había dado por sentado y la peor parte es que había dado en el clavo.

    —Bueno, ¿sabes? O no sabes. —la impaciencia me pudo para no variar.

    —Joder, macho, menos mal que tú no tienes a tu cargo el tiempo o nos tendrías a todos camino a un futuro incierto. —Torcí la boca en un gesto indefinido que reflejaba mi opinión sobre aquella perspectiva—. Mira, eso es muy fácil, aunque ya te digo, no sólo deberías ofrecer una alternativa a las imágenes, deberías hacerlo también al audio y los videos. De todas formas, antes de meternos con las imágenes, algunas cosas que has de tener en cuenta para el texto.

    —No tengo videos ni audios por el momento —dije y me crucé de brazos—. ¿qué es lo que pasa con los textos?
    —Vale, sólo te lo dije a modo informativo, coño, no te cabrees que íbamos muy bien. el asunto de los textos…
    —Ujum. —Lo miré con cara de pocos amigos.

    —Deberías poner un buen tamaño a la letra y si vas a añadir algún enlace, por lo que más quieras, no uses ‘pincha aquí’, ‘más’, y cosas que son tan ambiguas.

    —¿Qué con eso? Todo el mundo pone enlaces así. —Filadelfio me echó una mirada asesina.

    —O sea que si mañana te dicen lánzate por la ventana, tú te lanzas, ¿no?
    —Claro que no, ¿por quién me tomas? No soy ningún idiota, macho.

    —Pues eso. Que todo el mundo ponga enlaces así no significa que tú tengas que hacer lo mismo, chaval. —Pensé que tenía algo de razón en su argumento así que me quedé callado—. Mira, tú imagínate que la única forma que tienes de ir de una página a otra es una lista donde te aparece varias veces el mismo texto… ‘leer más’, por ejemplo. No ves nada del texto de la web, sólo eso.

    —Que putada —murmuré mientras me imaginaba la situación.

    —Lo vas pillando y menos mal, ya me había comenzado a preocupar.

    —Coño, no sabía nada de esto, tío. supongo que otra gente tampoco sabe.

    —Es lo más probable —admitió mientras se sobaba la barba—. Al menos tú comienzas a formar parte de quienes pueden impulsar el cambio.

    No estaba tan seguro de eso, pero no iba a decírselo por obvias razones.

    —¿Y qué con lo de las imágenes? —Se quedó en mute por una fracción de segundos. Los ojillos se le movían de un lado a otro como si tuviese un tic nervioso.

    —Perdona, se me había olvidado —me dijo y se sentó sobre uno de los íconos—. Verás… En esta plataforma donde tienes tu blog es muy fácil. cuando insertes la imagen te van a aparecer varias cajas de texto. Hay una en particular que suele estar identificada con dos palabras: texto alternativo o alt text. —Mientras el tipo hablaba yo me había puesto a cacharrear en el blog y vi que sí, en efecto, las cajas de texto existían—. Bueno, pues en esa que te digo colocas el texto que describa la imagen.

    Me mordí el labio inferior al pensar en todas las imágenes que tenía que describir y el corazón casi se me sale del pecho.

    —¿Hay que describirlas todas?
    —Si crees que aportan al contenido, sí. Si solo son dibujitos decorativos, no, eso ya es cosa tuya. Quita esa cara de susto, joder, que parece que hubieses visto un fantasma o te hubiese dicho que te vas a morir mañana.

    Aquella respuesta me había dado algo de alivio. Sin embargo, me surgió la pregunta de todos los tiempos.

    —¿Cómo coño hago eso? —Mis ojos se quedaron fijos en la pequeña cajita.

    Filadelfio se me quedó mirando y a mí los cojones se me subieron a la garganta. Estaba seguro de que ahora sí iba a cabrearse a lo grande.

    —Chico, muy fácil. tú piensa que estás al teléfono y le estás contando lo que hay en la foto a esa persona con la que hablas. No tiene más.

    Enarqué una ceja. Que todo fuese tan fácil me había sembrado una inquietud. ¿Por qué estas cosas no se sabían? Para no variar, el sujeto me dio el susto de mi vida al gritar de aquella manera por los altavoces del portátil.

    —¡Porque la sociedad es gilipollas perdía, por eso y lo que tiene que enseñar se lo pasa por el coño alante! —Comenzó a deambular de un lado a otro de la pantalla—. Si es que… nadie allí arriba quiere darme un poder porque ya te digo, si yo tuviese un poder… los ponía a asarse a fuego lento.

    Me quedé perplejo ante aquella salida de tono. El individuo se había cabreado tanto que hasta los pelos de la barba se le pusieron de punta. Con aquella guisa ni se me ocurrió preguntarle a quienes se refería.

    —¡Coño! ¿me estás leyendo la mente? o qué. —Me maldije por mi estupidez.

    Lo que me faltaba en aquel momento es que al fulano le diese por querer churruscarme a mí también.

    —Algo así. —me puse blanco como un papel y el tipo se echó a reír—. Es broma, chaval. Lo que ocurre es que todo el que pasa por mis manos se termina haciendo la misma pregunta y pone la misma cara que tú. Es un clásico.

    —Ya veo ya.

    En cierta forma, luego de meditarlo pensé que el fulano tenía razón en cabrearse así. Con cosas tan sencillas de aplicar no se justificaba que no se hiciese más difusión y que esas cosas no se enseñasen. Qué sé yo, que hubiese un apartado en la sección de ayuda de todas las plataformas que alojan blogs o páginas web no vendría nada mal. Me quedé absorto en mis cavilaciones. El visitante inesperado de mi ordenador comenzó a carraspear como poseso. Me fijé que se atusaba el pelo y la barba y me pregunté con qué me iba a salir ahora.

    —Es hora de irme —me soltó y tuve que parpadear por la impresión.

    —¿Te vas ya? ¿Esto era todo?
    El tipo me vio con una ceja levantada.

    —Claro, ¿qué esperabas? Este es el curso para principiantes.

    —Bueno… no sé, es que pensé que todo iba a ser más largo, pesado y complicado.

    Filadelfio puso los ojos en blanco.

    —No hijo, no. Como te mantuviese aquí durante otra página más, se te funden las neuronas o te peta la patata, una de dos; con esa ansiedad tuya no llegábamos muy lejos.

    —Qué considerado, tú —le dije y me incliné contra el respaldo de la silla.

    —¡Ja!
    La risotada me dio un susto tan grande que me fui hacia atrás con todo y silla. Me golpeé la cabeza con tanta fuerza que en los ojos se me formaron chiribitas y habría jurado que a mi alrededor revoloteaban seres diminutos idénticos al que se había apropiado de mi ordenador.

    No puedo precisarte cuánto tiempo estuve despatarrado en el suelo. Lo que sí puedo decirte es que desde ese día nada ha sido igual. No me he vuelto a topar con el intruso aquel y, aunque por mucho tiempo creí que había sido producto de mi imaginación, la verdad es que los cambios en el blog siguen ahí y desde entonces tengo más visitas y comentarios, San Google trata mi sitio con más cariño y he conocido a muchas personas increíbles desde que cuido más mis contenidos y la forma en que se los ofrezco a los demás. Algunos dicen que ahora soy inclusivo. Yo prefiero dejar de lado la etiqueta y pensar que ahora ofrezco contenidos con calidad que muchas personas pueden disfrutar sin importar cuál es su condición, cómo interactúan con la tecnología, la edad que tengan, la cultura a la que pertenezcan o el idioma que hablen. Y lo mejor de todo ¿sabes qué es? Que tú puedes hacer lo mismo también y sin que te visite el ser fantástico que de vez en cuando se cuela en los ordenadores para dejarte el legado de cambiar realidades y mejorar la experiencia de muchos mediante pequeños detalles.

    No me malentiendas, el sujeto puede llegar a ser simpático luego de que lo piensas con cabeza fría. Eso sí, el susto de muerte que te puedes evitar si tienes en cuenta mi experiencia no es moco de pavo.

    Dicho lo dicho, si acaso te encuentras con Filadelfio, ven a mi blog y déjame tu comentario.


    Notas de la autora

    Essta historia surgió con la idea de difundir estrategias sencillas de aplicar por quienes tengan blogs y deseen ofrecer contenidos accesibles. No hay detalles en extremo técnicos ni se han incluido aspectos avanzados. La idea es que cualquiera pueda aplicar las recomendaciones, aunque no posea demasiados conocimientos sobre herramientas tecnológicas.

    Si te ha gustado esta historia o si crees que puede resultarle útil a alguien, difúndela y pon tu granito de arena en que más personas podamos disfrutar de contenidos en internet con calidad y sin barreras. Y si quieres realizar tu propio aporte para mejorarla, deja tu comentario; prometo tenerlo en cuenta y buscar la forma de agregarlo.

    Gracias a todos por estar allí. Os abrazo muy grande y fuerte.

  • LADY RISUEÑA

    Paisaje volcánico. A la derecha una chica y un dragón bañados por la luz del sol.
    Imagen de Stefan Keller en pixabay.com


    Soy una Risueña. No es que me ría todo el tiempo, es que pertenezco a la familia Risueña. No me preguntéis por favor sobre los orígenes de dicho apellido, porque ni yo misma he podido desenredar el entuerto de nuestra historia familiar; pero esperad que ponga en orden mis ideas, porque si comienzo a contaros mi tragedia, de seguro no termino y vosotros tampoco llegaréis a entender un pimiento frito.

    Veréis, queridísimos lectores. En nuestra familia, siempre, pero siempre, siempre, tiene que existir una bruja, una guerrera y una erudita en cada generación. En la mía, como todavía no sabéis, pero yo os lo diré, no hay ninguna de las tres. ¡Ninguna! Y claro, a quien culpan nuestros ancestros, a la benjamina, o sea, quien os narra y quién, por comodidad prefiere ir descalza, que no desnuda, claro, por aquello de la timidez que me caracteriza, aunque mi querido abuelo siempre diga que soy una risueña desenfrenada, irreverente y con la peor combinación de nuestros genes.

    El asunto está en que, en vista de semejantes ausencias, se me ha encomendado a mí, salvar el honor familiar. Es una misión que, si os soy sincera, no sé cómo afrontar.

    En nuestro reino, donde no es que tengamos monarcas porque la verdad, hace mucho nos volvimos republicanos por aquello de no obedecer sino el mandato del pueblo, persiste una criatura gigante y temida por todos que, cada cierto tiempo, reclama un sacrificio con el único objetivo de que no se nos coma a todos o nos quedaríamos sin reino y claro, sin pobladores. En otro momento y en mejores circunstancias, alguna de las tres figuras que os mencioné y que en esta generación no existen, se enfrentaría a la molesta criatura y todos felices comiendo perdices.

    Como comprenderéis, visto lo visto, el encargo a recaído sobre mí, que no tengo pajolera idea de conocimientos sobre hechizos o sortilegios, que no soy capaz de atinar con una flecha ni que otro me sostenga el carcaj o me tense el arco y su cuerda, y mucho menos puedo blandir una espada, pues corro el riesgo de volverme escabeche a la primera que intente hacer una filigrana.

    ¿Habrase visto semejante despropósito?
    ¿Os dais cuenta de mi terrible tragedia? Y pensaréis que todavía me quedan las letras, No obstante… ¿qué puede lograr una pluma y un tintero contra el dragón hechicero? Y si os contase lo que me ocurre cuando soy presa de los nervios. Esos malditos traidores que me dejan expuesta y anulan por completo mi criterio.

    Pero aguardad, estimadísimos aventureros de las letras, que todavía no os he revelado la peor parte. Lo más terrible es el objetivo de esta nefasta misión: que yo, … logre en un solo intento, que el dragón hechicero mejore su sentido del humor. En pocas palabras, o logro que el dragón se ría en lugar de escupir fuego, o terminaré churruscada en la quinta paila del infierno y, a todas luces, no va a ser ni por asomo tan estilizado como el creado por el caballero Dante; sí, ese mismo a quien se le ocurrió la brillantísima idea de crear divinas comedias Y, que podéis tener por bien fundado, no va a mover un solo pelo para salvar el honor familiar de una Risueña.

    Puesto que no tengo alternativas ni mi familia tampoco, ya que todas las Risueñas han huido por la derecha, he decidido, al mal paso, darle prisa. Ataviada como corresponde a tal encomienda, me he puesto mi traje de cazadora, con sus botas y su peto a juego; me amarré la melena porque de lo contrario no vería tres en un burro ni viceversa y me armé mi petate con diferentes herramientas. Os diría que ensillé mi montura y me lancé a la cabalgata, pero a estas fechas no tenemos ni yeguas, ni caballos, ni burros ni mulas de carga. En efecto, todas las hemos tenido que sacrificar para saciar el ansia alimenticia del regente de nuestra sempiterna y querida Tranquilidad. ¿A que tiene bonito nombre nuestra república?
    Disculpad que comience a irme por las ramas y eso que, a mí, lo de trapecista jamás se me ha dado nada bien. A lo sumo logro subirme al árbol del jardín cuando quiero pernoctar bajo el manto diamantino, pues de vez en vez, me ataca el irrefrenable deseo de salir corriendo por la izquierda, a ver si el universo me depara un destino menos aciago que el de enfrentarme al dragón hechicero con mi pluma y un tintero. Ya sé que os dije que en mi generación no hay eruditas; es así, lo que ocurre es que estas son las herramientas más inofensivas que puedo utilizar sin correr el riesgo de automutilarme o quien sabe si algo más.

    Pero bueno, que me hago la cabeza un lío. Consultando la brújula de mi direccionador manual, esa que no tuve más alternativa que colgar del cuerno de mi vetusto toro castrato, el miguelino, buey que nos hace de carguero y transportador a la vez, comprobé que iba en la dirección correcta. Tiré del freno con la mano y evité por los pelos atropellar a los nueve enanos que cruzaban arreando a una señorona mamá ganso con sus gansillos y terminé bañada de rulos a pies del barro podrido que rodeaba los predios de la enorme mansión de aquel a quien había ido a visitar.

    Cuando pude, por fin, esconder mi medio de transporte —bastante vergüenza debía afrontar dada mi evidente ineptitud en estas lides bélicas como para sumarle otra más a la larga lista—, subí los escalones de la entrada y sacudí la aldaba.

    Mayor fue mi sorpresa cuando me topé con un hombretón estirado y con cara de no haber comido en unos diez días. Pregunté por el señor de la casa y tras varios gruñidos que, asumí significaban una bienvenida, me adentré y esperé de pie; eso sí, cerca de la puerta por si en un momento desesperado me tocase echar a correr.

    La situación, hasta el momento, iba viento en popa. El mayordomo no me había mordido y no fue necesario llegar en escoba, lo que, teniendo en cuenta mi imposibilidad de alardear de mis habilidades de hechicera Risueña, había sido algo más que un golpe de suerte.

    Tras esperar un tiempo, para mí, indeterminado, el mayordomo volvió con la orden expresa de que me desplazase hasta el salón. Procurando evitar convertirme en la comida de aquel buen servidor de su señor, obedecí sin oponer resistencia.

    No puedo decir que no me cogiese por sorpresa, porque en el fondo las leyendas no eran lo bastante detalladas como para hacerme una idea de lo que sería una entrevista con aquel legendario dragón.

    Me esforcé, eso sí, en ocultar mi desasosiego cuando observé que, en aquella estancia gigantesca, apenas si había una silla en la que, por fortuna, mis posaderas podían caber sin demasiados problemas.

    Puesto que no quería hacer gala de la mala educación que había sido la bandera de algunas de mis predecesoras, esperé de pie a que el Dragón hechicero hiciese acto de presencia.

    Me sujeté con toda la fuerza de la que pude disponer apenas comencé a sentir bajo mis pies el temblor acompasado que estremecía la mansión entera. Por un momento pensé que la madre naturaleza se había apiadado de mí, pero esa idea entró en fuga cuando observé al señor de aquella mansión aproximarse hacia el salón.

    Apreté las rodillas y por reflejo las posaderas, cuando aquella inmensa criatura se detuvo frente a mí. A sabiendas de que, si aflojaba, así fuese un milímetro, el dragón sería testigo de un escape inoportuno de mis esfínteres, me aferré con ambas manos al espaldar de aquella silla. El dragón olisqueó el ambiente y resopló una nubarrada sulfurosa. Era tan fétido aquel aliento que por un instante pensé en recomendarle alguna mezcla de hierbas aromatizantes que hiciesen mejor trabajo que cualquier enjuague bucal que estuviese utilizando. Desde luego, tal como habréis pensado y adivinado, fui incapaz de semejante oprobio.

    La bestia alzó una ceja cuando por fin hizo lo propio para detectar mi presencia.

    —¿Dónde está la risueña a la que me he de enfrentar?
    Aunque las rodillas me chocaban y mis pies pedían a gritos ponerse en polvorosa, di un paso al frente y realicé mi tan estudiada reverencia.

    —Estamidásimdo… quise decir, estimadísimo regente… —El dragón se sentó y parte del techo se desboronó cayéndome encima y matizando mis cabellos de un intenso color grisáceo—. Estoy a vuestra disposición.

    El dragón se cruzó de garras y me miró mostrándome toda la hilera de dientes.

    —Esto es una broma, ¿no? —Negué con la cabeza y tragué grueso.

    —Verá usted… —iba a explicar mis circunstancias, pero el aliento flamígero de mi anfitrión me persuadió, así que cerré el pico.

    —¿No había nadie más entre vosotras las Risueñas, que han enviado semejante enclenque? —La bestia me levantó sin esfuerzo y me acercó a sus fauces pestilentes.

    No me preguntéis qué ocurrió, porque todavía ni yo misma logro comprenderlo. Lo cierto es que me llené de tal indignación, que no fui capaz de permanecer con la boca cerrada.

    —Podré ser enclenque, pero al menos no apesto a pedo recién salido de un chiquero… ¿nadie os ha dicho que vuestra merced debería visitar a algún médico? Porque no a de ser normal oler a podrido de una forma tan singular.

    —Enclenque y, además, atrevida. —el dragón me dejó caer y por fortuna, llevaba puestas las bragas con doble relleno trasero; con lo que pude amortiguar el golpe y ponerme en pie gracias al rebote. Puede que penséis que estaba yo majara en ese instante, pero os juraría que aquel monstruo sonreía con todos sus dientes.

    —Y dale con la misma cantinela —espeté poniendo los brazos en jarra—. ¿Vuestra merced no se sabe otro adjetivo?
    La criatura alzó las cejas y resopló echando humo por las napias.

    —¿Insinúas que soy un ignorante?
    —Vuestra merced no es muy entendido, ¿verdad? Va a ser que necesita más luces que un ciego en un túnel, señoría.

    —¡Encima te atreves a decirme lerdo?
    —¿Me ha escuchado vuestra merced pronunciar semejante ignominia? No, ¿verdad? Yo seré cualquier cosa menos lo que vuestra merced esperaba, pero maleducada, ¡eso sí que no os lo acepto! ¡sois un atrevido de la peor calaña!
    Como si el Maligno se me hubiese llevado para poseerme, comencé a coger y a arrojar cuanto objeto se cruzaba por mi vista. Desconcertado por semejante arranque de furia por mi parte, el dragón se limitó a esquivar mi arremetida.

    —¡Cálmate, chiquilla endemoniada!
    —¡Endemoniada, dice! ¡vuestra merced es un abusivo! Años llevamos las risueñas obedeciendo vuestros caprichitos gastronómicos y ¿qué hace vuestra merced? ¡Nos ofende de esta manera tan vil y rastrera!
    —¿Caprichitos gastronómicos? ¿De qué coño hablas, criatura?
    —¡Se nos come usted todo cada generación y todavía tiene la osadía de preguntar de qué os estoy hablando!
    El dragón me observaba con los ojos desorbitadísimos mientras yo, presa de la furia, me fui a por el primer objeto filoso que pude hallar. En pocos minutos empuñaba una espada más grande que mi propio brazo. Ni me preguntéis cómo fui capaz de semejante hazaña, porque no tengo ni la menor idea. Lo único que sé, es que me lancé a por el hechicero, pero por razones obvias trastabillé y lo único que conseguí fue que la criatura se diera un mamporro en la cabeza cuando por evitar pisarse su propia cola, dio un paso atrás y se llevó el arco abovedado del salón de audiencias.

    Desde luego, no fue el único que se llevó un mamporro. Yo me llevé otro par cuando choqué de frente con la inmensa tripa de la bestia y rodé escamas abajo, como cualquier insecto haría al estrellarse contra una pared de piedra.

    Frustrada y agobiada por semejante vergüenza, me quedé despatarrada en el suelo y comencé a chillar como haría cualquier cría pequeña.

    —Por todos los infiernos, ¿ahora por qué diablos lloras? —La criatura agachó su enorme cabeza para mirarme más de cerca.

    Comencé a chillar con más fuerza. Estaba desconsolada de imaginar que aquella bestia se me comiese y así terminase la historia de las Risueñas.

    —¡Os parece poco esta vergüenza! —chillé limpiándome los mocos con la mano—. Seré la única Risueña incapaz de cumplir su misión para mantener la tregua en el reino del buen humor. ¡Soy la única que no volverá porque vuestra merced me va a tragar como si fuese una pierna de ternera!
    —¡Por las cocuizas de la Magdalena! ¡Cállate un momento que por tu causa ahora cargo un dolor de cabeza que no veas!
    —No sé que sean esas cosas que vuestra merced mienta, pero no me achaque responsabilidades ajenas! Yo no tengo la culpa de que vuestra merced sea una bestia. Y… ¡haga vuestra merced el favor de no gritarme!
    —¡Pero si eres tú la que chilla como si tuviese un trompetín en la garganta, insensata!
    —¡Intensata! ¡Se atreve a decirme intensata!
    Presa de nuevo por otro arrebato colérico, hurgué en mi petate y saqué mi pluma nueva y el tintero que le pedí prestado a la última erudita Risueña.

    —Querrás decir insensata, ¿no?
    Me puse en pie, furiosa. La bestia seguía con la cabeza a mi altura mirándome con aquel ojo viperino. Lo apunté con mi pluma.

    —¿Pretendes clavarme esa pluma en algún lado?
    Me le quedé mirando con la boca abierta y volví a cerrarla, no iba yo a darle el gusto a aquel infernal y hambriento dragón, el placer de verme venida a menos.

    —Pero ¿por quién me toma usted?
    Me dio la impresión de que el dragón se pensó un poquitín la respuesta. Porque se quedó callado un rato sin moverse.

    —Me parece que, si te lo digo, criatura, no te va a gustar ni un pelo.

    Resoplé encendiéndome de nuevo. Como veis, tengo yo un temperamento un poco inflamable y eso que no me parezco en nada a una cerilla.

    —Tenga usted la bondad de facilitarme una hoja de papel, si no le parece demasiada molestia.

    —Sírvete tú misma, niña. —Me indicó con una garra dónde tenía guardado el papel para la correspondencia.

    Alerta por si aquello fuese algún tipo de trampa mortal, caminé sin darle la espalda. La bestia parecía menos feroz de a momentos. Sin embargo, no iba yo a confiarme así nada más. Cuando por fin logré sacar una hoja, me senté en el suelo y comencé a escribir.

    —¿Qué se supone que haces?
    —¿Qué, vuestra merced es cortito de miras? ¿Acaso no es evidente que estoy escribiendo una carta?
    —Si fuese evidente, ¿te lo preguntaría acaso?
    Me encogí de hombros.

    —¿Y yo qué sé? Vuestra merced es una bestia muy rara.

    —¡Bestia! ¡Habrase visto semejante desfachatez!
    —Haga el favor de no vociferar que me rompe la conspiración y esta carta no se va a escribir sola.

    —Querrás decir concentración, niña.

    —Lo que sea… haga el favor de cerrar las fauces un ratejo.

    Me dispuse a retomar mi escritura, pero claro, aquel dragón desconsiderado no estaba por la labor de ponerme nada fácil aquel día.

    —¿Se puede saber a quién le escribes?
    —A la AHD, la asociación de heroínas y dragones. Os voy a denunciar por incumplimiento.

    —¡Por los clavos de San Eneas! ¿cuál incumplimiento? ¡Todavía no he podido ni siquiera entrevistarte!
    Alcé una ceja y me levanté de nuevo, apuntando a la bestia con mi pluma que estilaba tinta dejando un reguero por todo aquel suelo.

    —¿Va vuestra merced a contratarme?
    —¿Y si no para qué te iba a mandar venir, criatura?
    —Para comerme, ¿no?
    Por alguna razón tuve la impresión fugaz de que algo había dicho sin ser consciente, porque la expresión del dragón cambió radicalmente. De pronto me sentí como de seguro han de sentirse los solomillos cuando los tiran en el asador.

    —Lo de comerte, puede que no sea mala idea. —La bestia movió su inmensa cabeza como si estuviese asintiendo.

    Tragué grueso y me puse tan nerviosa, que comencé a tartamudear y a lanzar disparates como una locomotora. Sintiéndome desgraciada por aquel destino cruel, me dejé caer en el suelo otra vez.

    El dragón se agarró la cabeza con las garras; desesperado por tanta cháchara insensata, comenzó a rugir llamando a una tal Griselda.

    —¿Me mandó llamar?
    —No… pego alaridos pronunciando tu nombre porque es una bonita cantinela —exclamó con los ojos entreabiertos—. Haz el favor de llevarte a la Risueña. Le das su uniforme y le indicas cuáles son sus obligaciones. Y asegúrate de que firme el contrato, no quiero aquí al sindicato armando jaleo.

    La mujer dio una mirada al salón. Me fijé en su gesto reprobatorio, pero poco me importó. Total, si aquel dragón se me iba a comer, no iba a ponérselo yo tan fácil.

    —Te encargas también de que venga el servicio de remodelaciones y que los gastos se los carguen al salario de la Risueña.

    Me puse de pie como un resorte. La mujer se sobresaltó pues no se esperaba semejante reacción por mi parte.

    —¿Cómo que salario? ¿Lo del contrato va en serio?
    —Si lo prefieres, puedo contratarte sin paga —propuso el dragón.

    Me llené de suspicacia y achiqué los ojos. Todavía embebida en aquella misteriosa ira que me libraba de toda prudencia y sensatez, hice gestos con el índice a la bestia para que se acercase. El dragón se movió con cautela, imagino que temiendo porque volviese yo a estallar en un arranque de fiereza extrema y terminase por cargarme las reliquias que todavía quedaban intactas en el salón.

    —Aclaradme vuestra merced, ¿dónde está la trampa? ¿qué clase de charada es esta?
    —¿Siempre eres tan desconfiada? —Mi respuesta fue cruzarme de brazos.

    El hechicero, ante mi testarudez hizo señas a la tal Griselda y esta se marchó en un dos por tres. Estando a solas, la bestia me mostró su verdadera identidad. Mis ojos no daban crédito ante aquella apariencia gallarda y tan varonil. Previendo otro estallido por mi parte, se movió con rapidez y me cogió por las muñecas. Luché para tratar de zafarme, pero me tenía bien sujeta. Tras darme la vuelta me apresó entre sus brazos. Su respiración me hacía cosquillas en la oreja.

    —¿Qué clase de burla es esta?
    —Por mi parte no hay burla —respondió el hechicero—. No soy yo quien os ha mentido, pequeña Risueña.

    Le di un pisotón a mi captor y aproveché de zafarme cuando aflojó el agarre. Me volví y alcé los puños como tantas veces había practicado en el jardín de mi casa.

    —Sois un… —me abalancé contra él y le di un puñetazo.

    —Parece que enclenque y todo, sabéis dar la pelea, mi lady Risueña —se limpió el hilo de sangre del labio partido, tras lo cual volvió a cogerme por las muñecas.

    —Os habéis estado burlando de todos… vuestra merced.

    —Mira, pequeña —dijo comenzando a perder la paciencia—. Entre tu familia y la mía, siempre han existido negocios en común. Yo no tengo la culpa de que a vosotras no se os diga la verdad desde un principio.

    Abrí tanto los ojos, que sentí que se me quedarían tiesos del impacto. Interpretando mi reacción se lanzó a darme su explicación.

    —Se ve que, a ti, más que a las anteriores, te han mentido con descaro y no sé por qué motivo.

    En ese momento las fuerzas me abandonaron y se apoderó de mí una gran desilusión. Había estado haciendo el ridículo durante toda mi etapa preparatoria. Ni me tomé la molestia en preguntar si las leyendas y los mitos eran ciertos, era más que evidente que todo aquello era un simple montaje. Esforzándome por recomponerme y no ceder ante la vergüenza, me dispuse a asumir las consecuencias.

    —¿Vuestra merced qué piensa hacer conmigo?
    —Contratarte como niñera.

    Abrí la boca, incrédula. Aquel hechicero contrataba a mi familia como niñeras. Como si hubiese podido leerme el pensamiento, tiró de mí para mostrarme a qué se estaba refiriendo.

    —En mi vida no todo es falsedad. Mi esposa sí falleció al dar a luz a nuestros hijos… —El hechicero señaló con un dedo a través de la ventana—. El parto se complicó porque eran trillizos y eso es muy inusual entre nuestra especie.

    Al asomarme por la ventana pude observar a tres pequeños dragones lanzándose fuego los unos a los otros. También fui capaz de identificar a la prima Helga, quien corría en dirección contraria con el pelo convertido en una antorcha anaranjada.

    —Como ves, tu prima está por romper nuestro contrato.

    —¿Y vuestra merced piensa que voy a poder hacer lo que mis predecesoras no han podido? No sé si es que vuestra merced no se ha fijado, pero yo no soy ni bruja, ni guerrera, ni erudita.

    —Mis hijos son adolescentes —señaló cruzando los brazos a la altura del pecho—. Si has podido conmigo, creo que puedes con ellos tres.

    Lo miré poco convencida, pero habiendo llegado hasta allí, no tenía mucho que perder y por el contrario sí mucho que ganar. Si sabía jugar bien mis cartas, podía darle la vuelta a la tortilla.

    —Acepto, pero con una condición.

    Me volvió a parecer que el hechicero sonreía, pero preferí no hacerme muchas ideas al respecto.

    —Pida, mi lady Risueña.

    Expuse mi plan al hechicero con todo el detalle de que fui capaz. La familia risueña necesitaba una cucharada de su propia medicina. supe que mi nombre pasaría a ser una gran leyenda cuando vi aquella sonrisa traviesa dibujarse en su rostro.

    —Esta sociedad va a ser de lo más interesante, mi lady.

    —Me alegro de que así os lo parezca, señoría.

    Decidida a dar comienzo a la leyenda, salí a por los tres diablillos. Mientras más pronto conocieran a su nueva niñera, más pronto sabrían las Risueñas lo que era reír de verdad, verdad.

    El final seguro os lo podréis imaginar, ¿no?


    Este relato ha sido escrito para participar en el ‘Va de Reto’ abril 2020, propuesto por Jose A. Sánchez (@JascNet).

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Un audio donde puede escucharse a una mujer reírse hasta las lágrimas