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  • CUIDADO CON LO QUE DESEAS

    Periódico antiguo. la imagen del periódico se ve de color sepia.
    Imagen de Christopher Bluma en pixabay.com

    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. Lunes.

    Los niños salieron corriendo cuando el tío Manuel se despistó por estar mirando las dos buenas razones de su vecina. Concentrado en atisbar un poquitín más de aquel tentador escote, el hombre no se fijó que los niños habían desaparecido.


    Julieta se agachó, llenándose de barro hasta las rodillas. Daniel, entre tanto, montaba guardia por si alguno de los señores que trabajaban en el hoyo volvían.

    —¡Lo tengo! —gritó la niña, que echó a correr dejando a su primo atrás.

    Jadeante y agobiado por el susto, Daniel se le acercó y le arrancó el objeto de la mano. Frotándolo contra sus pantalones cortos, le fue quitando el barro seco. Julieta se inclinó para verlo mejor.

    —Cucha, Dani —dijo en un susurro—. Eso va en el cogote, ¿no?

    El niño puso los ojos en blanco.

    —¿Y yo que sé, Juli?

    —¿Será de una bruja?

    —Jope —se quejó—, ¿por qué haces tantas preguntas?

    —¿No te da curiosidad saber de quién era?

    El niño se lo pensó un momento y luego negó con la cabeza.

    —Lo que tenemos que hacer —dijo bajando mucho la voz—, es ver si se lo podemos vender a algún tiristas de esos que vienen al pueblo. Así sacamos pasta y compramos dulces donde la Dolores.

    —Es turistas, Dani… tu… ris…tas… —el chaval le sacó la lengua y la niña imitó el gesto. Luego se encogió de hombros poco convencida, pero prefería seguirle la corriente a su primo.

    —Venga, va —soltó y le arrancó el objeto de la mano antes de echar a correr calle abajo.

    Persiguiéndose un rato, los niños llegaron hasta la plaza. Justo en el banco se toparon con uno de los sobrinos del cura. El tipo era un ladronzuelo y todos lo sabían. Por eso siempre le huían. El joven se les quedó mirando un rato y luego alzó una ceja. Erguido en toda su estatura, se acercó a Julieta. La niña escondía el objeto con las manos en la espalda.

    —¿qué tienes ahí?

    —Nada.

    —Será mejor que me des eso que escondes, si no quieres que te acuse con la policía.

    —La policía no iba a creerte de nada —chilló el niño.

    El joven lo empujó.

    —Qué sabrás tú, mocoso.

    —¡No lo empujes! —el joven se cernió sobre la niña y le arrancó el objeto. Daniel intentó quitárselo, pero el joven lo empujó con más fuerza y el niño cayó en el suelo. Sonriendo con malicia, el joven se burló de los niños. Estos armaron tal escándalo, que el sargento Suárez se acercó a ver qué ocurría.

    —¿Qué es lo que pasa aquí?

    —Nada, los niños… siempre armando un follón por todo.

    El policía que ya conocía las mañas del sobrino del cura, se le acercó.

    —¿Qué es eso que llevas en la mano, chaval?

    —Un regalo —respondió intentando guardárselo en un bolsillo, pero por más que intentaba meterlo, no podía. El sargento, sospechando que había gato encerrado, le quitó el objeto.

    —¿De dónde sacaste esto? —El joven miró a los niños, pero estos no dijeron nada.

    El policía se fijó en el objeto. Era un medallón ensartado en una cadena de eslabones muy elaborados. A leguas se notaba que era un trabajo artesanal antiguo. Con lentitud dio la vuelta al medallón y casi se le cae de la mano cuando vio lo que había del otro lado:

    En alto relieve se veía con claridad grabado el símbolo del caos: un trisquel cuyos espirales estaban interrumpidos por las líneas de un pentagrama invertido.

    —¡Me cago en mis muertos! —El sargento hizo unas señas rarísimas varias veces. Con cuidado cogió aquella cosa por la cadena y la metió en una bolsa de las de evidencia que le habían sobrado de la última vez que había asistido a una escena de un crimen: el robo del cabrito de don Sebastián; y de eso ya habían pasado cinco años. De todas formas, eso no vencía, o eso creía.

    —¿qué va a hacer con eso? —preguntó el chaval, mirando con decepción lo que, había creído, sería una buena entrada de pasta fácil.

    —Voy a confiscar esta evidencia —dijo sellando la bolsa.

    —¡Oiga, pero si aquí no ha habido crimen!

    —¿Vas a cuestionar mi autoridad y mi conocimiento policial? Aquí ¿quién es el poli?, tú o yo.

    El joven se puso pálido. Varias de las vecinas y otros curiosos se habían ido acercando hasta la plaza.

    —Tranquilo… si yo solo preguntaba, pues.

    —Da gracias a que no te llevo detenido porque ya se acabó mi turno —amenazó—, porque si no, te dejaba durmiendo esta noche en el calabozo.

    —pero sargento Suárez…

    —Sargento Suárez un cuerno de chocolate —espetó el hombre haciendo señas como si fuese un policía de tránsito—. Haced el favor de desalojar la escena del crimen. Hala, calabaza, calabaza, cada quien para su casa.

    Los niños salieron disparados antes de que les fuese a caer una gorda mientras algunas señoras lo miraban con curiosidad.

    —¿Oye, Pedrete y de dónde te has sacao esa frase?

    —¡De dónde va a ser! —gritó la mujer de Pascual desde su ventana—. De la telenovela esa importada que siempre mira.

    —Anda a ocuparte de pascual, Mina y deja de ser tan maruja, mujer —espetó el sargento con los mofletes encendidos como un par de tomates.

    Guardándose la bolsa en el bolsillo interno de la cazadora, el sargento desanduvo sus pasos hasta que llegó a la comisaría de la policía local de Candeleda.

    El comisario que, estaba a punto de cerrar su oficina, se le quedó mirando como si Pedro fuese un aparecido.

    —¿Qué haces tú otra vez aquí? ¿No te ibas a ver el fútbol? —el sargento asintió con gesto adusto.

    —Ha pasado algo, jefe.

    El comisario, ante la actitud de su sargento, se devolvió y abrió la puerta de su despacho. Encendió la luz y rodeó su escritorio. Luego se sentó e hizo señas al sargento para que hiciese lo mismo.

    —Pasa, hombre, pasa y dime ¿qué ha ocurrido? ¿es muy grave?

    —Gravísimo.

    —Joder —exclamó—, dime de una vez, ¿ha habido algún muerto? —El sargento negó con la cabeza.

    —Mire —dijo sacándose la bolsa de evidencias de dentro de la cazadora—. Esto es terrible de verdad, jefe.

    El comisario lo veía inquieto con aquella bolsa en las manos.

    —Siéntate, Pedro —ordenó el comisario—. Deja la bolsa en mi escritorio y haz tu reporte.

    El sargento asintió. Le sudaba la frente y estaba pálido. Dejó la bolsa y fue como si se quitase cien años de encima de un tirón. Sentado y más relajado, empezó a narrar los hechos. Cuando por fin terminó, el comisario estaba con la cara de un color difícil de descifrar. Pedro se incorporó de golpe y se le acercó.

    —¿Comisario?

    El hombre no respondía. Luego de asimilar la noticia y pensar que seguro el sargento le estaba jugando una mala pasada, aunque no fuese el día de los santos inocentes, se relajó. De forma descuidada sacó el medallón de la bolsa. El sargento iba a detenerlo, pero el comisario lo frenó en seco. Mirando el medallón con detalle, alzó una ceja, inquisitivo.

    —Vamos a ver, Pedro —dijo haciéndole señas de que volviese a sentarse frente a él. ¿Y por esta chorrada es que tú andas así? Pero qué pasa, hombre, ¿eres gilipollas? Esto es una baratija que habrá robado el sobrino de Esteban por ahí a algún turista.

    —No jefe, usted no entiende. Ese medallón, ese símbolo…

    —si, sí… ya me dijiste lo del caos y toda esa tontería. —El comisario miró al sargento a los ojos—. Mira, yo te voy a demostrar que esto no es sino pura superstición tuya, que esto no hace nada de nada.

    El sargento abrió los ojos como platos cuando vio al comisario frotar el medallón.

    —En este lugar perdido… olvidado por esos dioses tuyos, bien vendría un poco de movimiento para matar el aburrimiento.

    Pedro se desmayó del tiro. El comisario, pendiente de ayudar al sargento, soltó el medallón y este chocó contra el suelo. Luego rodó como si fuese una moneda y quedó fuera del alcance de la vista de cualquier ojo indiscreto.

    El comisario le dio unos cachetones al sargento hasta que por fin volvió en sí.

    —Venga, Pedro, vete a tu casa y deja las supersticiones para las brujas y las marujas del pueblo.

    El sargento miró a su alrededor, pero no vio el medallón. De un salto se puso de pie y salió como alma que lleva el diablo. El comisario se encogió de hombros, apagó la luz y cerró la puerta de su despacho.

    A partir de allí, cosas insólitas e inesperadas comenzaron a ocurrir en el pueblo.


    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. martes.

    El comisario estaba a punto de salir de su casa con rumbo a la comisaría, cuando sonó el teléfono. Su mujer, acostumbrada a salir escopetada atendió en un periquete.

    —Chema, te llama la señora de López. —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —¿Diga? —Su rostro cambió de forma drástica tras escuchar algunos minutos.

    —¿Me puede repetir eso, por favor? —Siguiendo sus órdenes, Maricarmen puso el altavoz.

    —Quiero poner una denuncia contra la funeraria… me han cremado a mi Rubén, me dieron una cajita con las cenizas, ¿te lo puedes creer? ¿Y ahora qué hago con todo lo del funeral y el sepelio? Esos granujas me ofrecieron disculpas y han pasado de mí, que porque ellos no son responsables de que el encargado no mirase el registro. ¿a mí qué? Yo pagué un pastizal porque lo acomodasen como él quería y me lo han churruscao como si fuera una parrillada. Quiero que me tomes la denuncia, ¿me escuchaste?

    La mujer del comisario no daba crédito.

    —Señora López, yo la entiendo y lamento su pérdida, pero eso no constituye un crimen que amerite una denuncia en la policía.

    —¿Y entonces, ¿dónde tengo que interponer la denuncia?

    —Por qué no intenta hablar con Antonio, quizá con el periódico tenga mejores resultados.

    —Vale, pero que sepas que, si no me devuelven mi dinero, voy a hablar con el alcalde, eso no va a quedarse así.

    —De acuerdo, señora López. Ahora, si no le importa, tengo que colgar porque me esperan en la comisaría.

    —Vale, vale. Me saludas a la Mari, que es una monada de chiquilla.

    —Gracias, yo se lo diré.

    El hombre colgó y le extendió el teléfono a su mujer. Esta iba a decir algo, pero chema la interrumpió.

    —No me digas nada, cariño —pidió—. Me voy al curro antes de que otra cosa absurda pase.

    —Vale, cielo —dijo dándole un beso en los labios. —El comisario se lo devolvió, abrió la puerta y salió de su casa.


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    Una calle antes de llegar al ayuntamiento, el comisario se topó con un escándalo de proporciones épicas. Una grúa estaba estacionada cerca del bordillo y en la acera, una mujer enfurecida le gritaba a Pernalete, el nuevo agente que habían trasladado hace una semana desde Lugo. El joven parecía consternado. Una cantidad no despreciable de personas permanecían alrededor escuchando el escándalo. Chema se acercó con cautela.

    —¡Si es que es un gilipollas! ¡Cateto! ¡subnormal!

    —Perdone, señorita —interrumpió el comisario—. ¿qué ocurre aquí?

    —Y usted ¿quién coño es, otro cateto de este pueblucho?

    Pernalete abrió los ojos como platos.

    —¡señorita! No puede usted faltar así a la autoridad —espetó el joven agente.

    —¡Que no puedo, dice! ¡Qué no puedo! —La joven estaba iracunda y manoteaba en la cara del comisario como si fuese a cuadricularle el rostro—. Si es que sois de lo que no hay.

    —Señorita, si se calma usted y me explica —invitó el comisario.

    —¿Quiere que le explique? Pues yo le voy a explicar que este subnormal que usted ve aquí. —La mujer señalaba con el dedo a Pernalete—. Me ha puesto una multa por exceso de velocidad… ¿Exceso de velocidad!

    El comisario miraba al agente de soslayo. El muchacho estaba más blanco que la harina de doña Loli.

    —¿Iba usted a más de 120 kilómetros por hora?

    La mujer chilló indignada.

    —¡Como voy a ir a nada, si mi coche va subido en la puta grúa! ¡La maldita grúa! —espetó roja de la ira—. Este zopenco me ha multado a mí, porque según él, la grúa tiene matrícula andorrana y pues eso, no se le puede notificar la multa. ¿Será posible?

    El comisario quería matar a Pernalete.

    —Le ofrezco disculpas, señorita —dijo el comisario—. No se preocupe usted por la multa, ya el agente y yo nos encargaremos de resolver eso con el servicio de tráfico. —La mujer se relajó un poco.

    —¿Usted es? —preguntó la mujer.

    —Soy el comisario, señorita —dijo suspirando—. Este agente está recién llegado a la región.

    —Pues menuda adquisición —masculló con desdén.

    El joven agente permaneció en silencio.

    —Pernalete —dijo sin mirarlo.

    —Diga, comisario.

    —Vaya a la comisaría y espéreme allí.

    —Sí, señor. —El joven policía se dio la vuelta y salió disparado.

    —Respecto de su multa…

    —Mire, con que se ocupe y pueda yo irme de este lugar ahora mismo, me basta.

    —Faltaba más, señorita —agregó el comisario.

    La mujer miró al chofer de la grúa con una cara que hasta el señor Pascual se acojonó. Luego ayudada por el comisario, subió a su coche. La grúa arrancó.

    Chema alzó los ojos al cielo un instante y luego retomó la compostura.

    —Venga, se acabó el cotilleo. Ocupaos de vuestros asuntos. —Pascual miró a chema reprimiendo una risita y se marchó de vuelta a la panadería.

    El comisario cruzó la calle y giró en la esquina a la izquierda. Ver la puerta de la comisaría le dio cierta sensación de normalidad. Aquel día estaba siendo una locura y apenas eran las diez de la mañana.

    Al entrar, fina, la mujer del doctor y la todo en uno de la comisaría desde hacía veinte años le hizo una seña. Sorprendido por aquel gesto, se acercó.

    —Hola, Fina. ¿Pasa alguna cosa? Te veo un poco… ofuscada.

    La mujer carraspeó.

    —Verá, comisario —dijo mirando a los lados—. Es que … —El teléfono volvió a sonar.

    La mujer atendió y puso los ojos en blanco. El comisario alzó una ceja y se cruzó de brazos, expectante.

    —Señorita… —pronunció la mujer marcando las sílabas—. Esta es la décima vez que se lo explico.

    El comisario alzó las cejas ante el tono de la mujer.

    —No, señorita… —Fina apoyó el codo en el escritorio y dejó su frente caer sobre su mano.

    Al comisario le extrañó aquella reacción. La mujer de León, siempre había sido tan empática y solidaria. Picado por la curiosidad, decidió recostarse contra el escritorio. Fina alzó la cara. Era evidente que estaba hasta los ovarios de quien quiera que estuviese del otro lado. El comisario le hizo señas para que activase el altavoz. La mujer suspiró y pulsó el botón.

    —Mire señora —dijo la voz femenina—. Ya le expliqué que cuando me escapé estaba yo muy desmejorada. Desde el 19 de agosto a la fecha tengo mejor semblante, no podéis dejar que la gente me vea con esas fachas, es inhumano.

    El comisario no daba crédito. Pensando que la mujer del otro lado del teléfono estaba como una regadera, intervino.

    —Le habla el comisario Sánchez de Candeleda. Sepa usted que jugar con el tiempo de la autoridad es una falta de respeto.

    —¡Qué bueno que por fin lo encuentro, comisario! —dijo la voz femenina con entusiasmo—. Mire, llevo horas explicándole a la señora del teléfono, que necesito que cambiéis la foto de mi cartel de «Se busca». Es muy poco favorecedora. Tengo otra muy reciente en la que luzco mucho mejor…

    —Mire, jovencita —interrumpió el comisario—. ¿Qué se ha creído usted que somos?

    —Oiga, pero no se moleste, comisario —respondió la joven—. Si eso no lleva nada de tiempo, os puedo enviar una muestra por fax en un periquete.

    Fina respiró profundo negando con la cabeza.

    —¿Señorita, toma usted algún tratamiento psiquiátrico?

    —La verdad es que no —admitió la joven—, pero ¿qué pasa? ¿Eso tiene algo que ver con que me fugase de la comisaría de Ávila? Que sepa usted que no tomo drogas ni bebo alcohol, yo soy una chavala muy sana.

    El comisario perdió la paciencia.

    —Mire, señorita. Estamos grabando esta conversación y aplicando métodos informáticos para establecer su localización —mintió—. Como vuelva usted a llamar con ese asunto, la policía de Ávila le tocará la puerta. ¿Lo ha entendido?

    La llamada se cortó de improviso.

    —Oiga jefe, es usted el puto amo —dijo Pernalete.

    El policía había estado escuchando como el resto de la comisaría.

    —Pernalete, hazte un favor y pírate a por la bollería —ordenó—. Y todos vosotros, poneos a trabajar.

    La voz del comisario fue lo bastante elocuente. El agente salió escopetado y el resto de funcionarios buscó en qué ocuparse. Chema se dirigió a su despacho, abrió la puerta y cerró con un portazo. No se había sentado en su silla, cuando llegó un fax. Con un dolor de cabeza que comenzaba a resultarle molesto, se acercó al aparato y cogió la hoja. En la misma podía verse la foto de una chica bastante joven con un texto que decía:

    «Podéis usar esta foto, por favor y gracias»

    Furioso, estrujó la hoja hasta que la volvió una pelota y la tiró en la papelera.

    Iba a sentarse luego de poner la cafetera, pero Suárez abrió la puerta.

    —Comisario —dijo jadeante—. Tenemos un posible allanamiento de morada. El hombre puso los ojos en blanco.

    —¿Qué puta mierda está pasando hoy?

    El sargento pensó en recordarle lo que había dicho y hecho el día anterior, pero se contuvo. Con aquella furia que le brotaba por los ojos, prefirió guardar silencio.

    Chema sacó su arma de reglamento del cajón de su escritorio y se ajustó la sobaquera.

    —Venga, vamos a ocuparnos de este asunto a ver si podemos desayunar en paz.

    El sargento lo vio salir dando grandes zancadas y lo siguió hasta la puerta de la comisaría.

    —¿Quién hizo la llamada?

    —Según Fina fueron los Martínez, porque su vecina les llamó para decirles que había oído ruidos raros en su piso y como los pisos son contiguos…

    —Me cago en todos mis muertos y las vecinas cotilla —masculló el comisario.

    Suárez sabía que con el comisario así de calentito, era mejor economizar palabras. Pensando que sería mejor encontrar aquel medallón maldito cuanto antes, el sargento le siguió los pasos a su compañero de cerca, solo por si alguna otra cosa pudiera ocurrirles durante el camino.

    Entraron en el edificio. Desde la planta baja se escuchaban los gritos, las voces y unos ladridos furiosos. Ambos policías sacaron sus armas y cogieron hacia las escaleras. Subiendo con rapidez alcanzaron el segundo piso. La vecina permanecía con la puerta entreabierta, esperando a que llegasen. Cuando los vio, salió al rellano.

    —Señora, por favor vuelva a su casa —ordenó el comisario.

    La mujer asintió y entró, haciendo señas para que la siguiesen al interior de su vivienda. Los policías se miraron un momento. Un alboroto se escuchó dentro del piso contiguo. Cristales se rompían y golpes secos se escuchaban tras los ladridos de un perro que parecía furioso.

    Pasaron al salón. La mujer los estaba esperando.

    —A ver, señora —dijo el comisario—. Si quiere agregar algo, puede hacerlo luego. Ahora tenemos que ocuparnos del intruso.

    —Es que es justo eso, comisario. Yo sé quien está dentro del piso de los Martínez.

    Chema alzó una ceja mirando a Suárez y luego a la mujer. El sargento lo miró y negó con la cabeza.

    —Bien, la escuchamos.

    —Es el novio de la Conchi —respondió la mujer—. Es un buen chaval, pero le gusta probar cosas… ya usted sabe —dijo bajando la voz.

    —No, señora… la verdad es que no sé —dijo el comisario con irritación—. Haga usted el favor de hablar sin rodeos.

    La mujer se sorprendió por el tono tan áspero del policía. Suárez la observaba pidiéndole comprensión con la mirada.

    —La señora se refiere a que es posible que el nota, esté drogui, comisario.

    —Muy bien —murmuró—. Vamos a ver si logramos que se le pase el colocón.

    El comisario salió con el arma en la mano, se acercó a la puerta y tocó con fuerza.

    —¡Es la policía! —exclamó—. Abra la puerta ahora mismo.

    La puerta se abrió y un perro diminuto salió disparado. Tras él, un tipo cuarentón salía dando tumbos. El comisario lo cogió con fuerza por la pechera y lo empujó contra la pared.

    —¡Eh! ¿Qué coño haces, tío? ¿No ves que se quema?

    El comisario respiró profundo. Su paciencia y la cuota máxima de tolerancia a los reventados de la cabeza estaba peligrosamente cerca del límite.

    —A ver, según tú, ¿qué es lo que se quema?

    El hombre intentaba mirarlo, pero sus ojos se veían vidriosos y con las pupilas dilatadas. En efecto aquel nota, estaba volando quién sabe dónde y con quien.

    —¡Joder! ¿Es que acaso estás ciego y no ves el incendio?, macho —El hombre se removía inquieto—. ¡Que nos vamos a quemar con el puto perro!

    —Ya los bomberos vienen para aquí, no te preocupes —mintió mientras le ponía las esposas.

    —¿en serio?

    —Sí, hijo, sí.

    El hombre se relajó y se dejó hacer. Suárez cogió al perro y se lo dio a la vecina. Luego se encargó de gestionar el traslado a la comisaría. Con el supuesto allanador en la parte trasera de la patrulla, Suárez conducía en silencio.

    —¿Y monolito? —Los policías se miraron sin comprender.

    —¿Qué coño es eso? —preguntó el comisario.

    —¡El perro, tío, ¿el perro!

    —Lo tiene ahora mismo la vecina de al lado, no te preocupes por eso —aseguró Suárez.

    El detenido se recostó contra el asiento. El comisario no le perdía de vista.

    —¿Qué crees que se metió? —preguntó el comisario.

    —Tiene toda la pinta de ser algo tipo LSD.

    —Vaya día de mierda —espetó el comisario—. Me estoy muriendo de hambre.

    —Somos dos.

    —Dejemos al fulano este en una celda, ya se le pasará esa trona. Vamos a comer algo.

    Suárez asintió. Mucho después de haber dejado al «flipao incendiario», como lo bautizaron los demás funcionarios de la comisaría, en el calabozo, Se fueron al bar de Paco. Al menos podrían tomarse una buena comida.


    El bar de Paco estaba a tope. Medio pueblo se había juntado a celebrar el sesenta aniversario de bodas de los Giménez. Cervezas, vino, cubatas y demás bebidas espirituosas acompañaban el menú que, todo había que decirlo, tenía una pintaza fenomenal. A Suárez le rugieron las tripas y al comisario otro tanto más. Se habían sentado ya a una mesa algo apartada, cuando sonó el móvil del comisario. Miró la pantalla y se sorprendió al ver que era su mujer. Desbloqueó el móvil y atendió.

    —Dime, cariño.

    Pepi, la camarera dejaba dos botellines de agua mineral con gas. Paco sabía que al comisario no le gustaba beber nada de alcohol cuando estaba de servicio.

    Suarez se llevó el vaso a la boca y ahí se quedó, tieso como una estatua cuando se fijó en la cara del comisario. La camarera ya se había ido a servir otra mesa, así que Pedro preguntó con confianza.

    —¿Qué ocurre, comisario?

    El hombre levantó un dedo para que Suárez le diese un momento. El sargento dejó el vaso sobre la mesa, atento. Ver al comisario respirando como una locomotora no le daba buena espina.

    —Repite todo eso más despacio, Maricarmen.

    Suárez vio al comisario mirando todo a su alrededor como si por algún motivo lo que veía fuese desconocido.

    —Vale, enseguida vamos para allá.

    El sargento puso cara de: «esto no me puede estar pasando a mí justo ahora», pero el comisario pasó de aquella expresión de cordero degollao.

    —Levanta ese culo de ahí, nos vamos.

    —Pero comisario…

    —Tenemos un reporte de disputa doméstica. —Resignado, el sargento se puso de pie.

    Paco, viendo que los policías se marchaban, se acercó con sigilo.

    —Venga, no os podéis marchar sin haber comido… está ya todo a punto.

    —Es una emergencia, Paco —dijo el comisario—. Tú mantén todo calentito, enseguida volvemos. —Paco vio al comisario con escepticismo—. Apúntate la comida en mi cuenta, ya luego te pago todo.

    El hombre asintió, preocupado. El comisario solía ser un tipo carismático y afable, pero aquel día llevaba el ánimo más sombrío que un cadáver bajo tierra.

    Con un gesto de disculpa en la mirada, el sargento vio a don Paco y salió tras el comisario.

    Apretando el paso, le dio alcance en la esquina.

    Chema lo vio de soslayo, pero no redujo la velocidad.

    —Que sepas, Suárez, que me cago en todos tus dioses paganos.

    El sargento se crispó y en su mente comenzó a rezar a todos los celtíberos que recordó en aquel instante, solo por si acaso. Lo peor que podía pasarles ese día es que alguno se cabrease con él o el comisario. Ya bastante tenían con haber lanzado aquel deseo al propio caos.

    Suárez se sorprendió cuando vio hacia dónde se dirigían. El comisario entró sin decirle nada al portero y pulsó el botón del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, entró tras el comisario. Se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la planta donde vivía el mismísimo Chema Sánchez. El sargento alzó las cejas al escuchar aquel alboroto.

    Cristales rotos, gritos, golpes contra las paredes. Chillidos desesperados y maldiciones, se escuchaban tras la puerta del 7-C.

    Los vecinos se asomaron entreabriendo la puerta. Maricarmen, la mujer del comisario se asomó. Al verlo ahí en el rellano, se relajó y conociendo a su marido, cerró la puerta.

    Chema golpeó la puerta de los vecinos con fuerza.

    —Isabela, Enrique, abrid la puerta, soy chema.

    Los chillidos aumentaron de intensidad. Cansado y con poca paciencia para más pollos absurdos, le quitó el seguro a su pistola, apuntó a la cerradura y disparó. El disparo sonó tan fuerte, que la mujer del comisario abrió la puerta y salió despavorida; como pudo, frenó en seco al verlo con cara de pocos amigos, parado frente a la puerta de sus vecinos.

    Conociendo el temperamento de su marido, la mujer regresó a su vivienda sin decir una palabra y cerró la puerta.

    —Prepárate para entrar, Suárez.

    El sargento asintió, tragó grueso y le quitó el seguro a su pistola. El comisario levantó la pierna derecha y dio una patada a la puerta. Un sartén salió volando y lo esquivaron por los pelos.

    —¡Policía! —gritó el comisario.

    Gritos y golpes se escucharon en la cocina. Ambos policías se dirigieron allí a toda prisa.

    Suárez frenó en seco y chocó contra la espalda del comisario que estaba temblando de la ira.

    —¡Morirás, hija de puta!¡guarra! ¡Verás lo que le pasa a las que se meten conmigo, asquerosa!

    El sargento no daba crédito a lo que estaba viendo. Bajó el arma luego de ponerle el seguro. Ahí, frente a sus narices, Un tío de metro noventa y tantos y más de ciento veinte kilos, vestido apenas con un albornoz del hombre araña y con unas pantuflas acolchadas con una cabeza de dragón en cada puntera, sostenía un bote de insecticida como si fuese un arma mortal contra algún enemigo imaginario.

    —Enrique… —dijo el comisario bajando su pistola.

    El hombre se giró con brusquedad con el bote en alto y pulsó el dispensador. Suárez se agachó, pero el comisario no reaccionó con suficiente agilidad y el insecticida le cayó por todas partes. El gigante se quedó tan perplejo, que soltó el bote y salió corriendo a asistirlo.

    —¡Por la virgen de chilla, chema!

    El sargento se interpuso un instante para intentar calmar al hombre que, con los ojos desorbitados, le rociaba agua al comisario con su regadera de plantas. El comisario, desorientado e intoxicado casi se cae al suelo, de no ser por el sargento que lo cogió y logró que se sentara en un pequeño banco que había en la cocina.

    —Deje que me ocupe yo del comisario, caballero. Haga el favor de llamar al doctor león, él sabrá qué hay que hacer.

    Angustiado, el hombre cogió el teléfono de la cocina y comenzó a marcar.

    Mareado y tosiendo, el comisario se fijó en la araña que se aproximaba hacia ellos. Sin poder articular algo que fuera coherente, el policía intentaba señalarle al sargento la presencia de la araña, pero este estaba tan preocupado por su salud, que terminó pisándola.

    El sonido dejó a los tres hombres, paralizados. Tras colgar el teléfono, el hombretón se fijó en la bota del sargento y sonrió con alivio y satisfacción.

    —¡Espero que te hayas ido al infierno de las arañas rastreras, asquerosa!

    El comisario puso los ojos en blanco y recostó la cabeza contra la pared.

    —El doctor león ya viene para acá, no hay de qué preocuparse —dijo enrique.

    Suárez lo vio intentando servirse un vaso de agua en un tazón de café, ya que no había quedado un solo vaso de cristal en los gabinetes. Sabiendo que el comisario estaba fuera de combate de forma temporal, el sargento decidió tomarle la declaración al hombre que, como si no hubiera ocurrido nada en aquel piso, se sentó a charlar alegremente, contando su batalla campal y heroica contra la intrusa que habitaba en su vivienda desde la noche anterior.

    —Verá usted, señor sargento… —Enrique gesticulaba para explicarse mejor—. Mi mujer no tolera a los insectos y yo, no podía permitir que esa rastrera asquerosa volviese a joderme otro polvo, usted me entiende, ¿verdad?

    Suárez dio gracias a los dioses de que el comisario estaba fuera de combate o, de seguro, se llevaba a su vecino directito al calabozo y no solo iba a joderle un polvo al pobre hombre.

    El médico llegó y siguiendo el eco de las voces, entró en la cocina. Con la discreción que lo caracterizaba se ocupó del comisario sin hacer preguntas. Luego de aclarar el malentendido, entre los tres lo llevaron a su casa.

    —Por fortuna solo ha sido una reacción alérgica. Era de esos insecticidas que no son tóxicos para las personas. Se pondrá bien —explicó el doctor.

    Maricarmen asintió, más relajada. Tan atenta como siempre, acompañó a los hombres hasta la puerta.

    —¿Suárez? —preguntó el comisario.

    —¿Sí? Aquí estoy, dígame, jefe.

    —Encuentra como sea la mierda esa que le quitaste al sobrino del cura y deshazte de ella. —El sargento se quedó mudo de la impresión— ¿Me escuchaste?

    —Claro, jefe, delo por hecho.

    —Bien, ahora lárgate y dile a fina… —El comisario se quedó en blanco—, nada, no le digas nada que León es su marido y ya le contará cuando se vean en su casa. Quedas a cargo hasta pasado mañana. Y no quiero excusas, deshazte de la mierda que te dije.

    —Sí, señor.

    El sargento salió de casa del comisario, decidido a cumplir con sus órdenes. Era eso, o que en algún momento terminasen en quien sabe dónde gracias a aquel puto caos.


    Esa misma noche, el sargento se encontraba junto a Fina de León, en el despacho del comisario. Ataviado con guantes de goma, mascarilla y gafas protectoras, Suárez daba indicaciones a la mujer del médico para que, ayudada con su escoba, encontrasen el objeto maldito que había puesto al pueblo de cabeza.

    —Joder, ¿cómo coño llegó eso hasta ahí abajo? —La mujer se inclinó para arrastrar el medallón con los pelos de la escoba.

    —El caos tiene sus mañas —respondió el sargento.

    Fina puso los ojos en blanco y se arrodilló con la intención de coger el medallón.

    —¡Alto ahí! —Fina dio un respingo y se golpeó la cabeza con el tope del escritorio.

    —Me cago en todos tus ancestros, Pedro —chilló fina—. Menudo susto que me acabas de pegar, cabrón.

    —No toques esa cosa, mujer. Está maldita.

    —Venga ya, macho. Si solo es una cadena con un medallón —resopló exasperada—. Por las chanclas de la Magdalena, para ya.

    El sargento hacía aspavientos para alejarla del medallón.

    —¡Quita! —exclamó Pedro, golpeándole la mano y cogiendo el objeto con dos dedos como si fuese radioactivo.

    —¿Ahora qué?

    El sargento metió el medallón en una bolsa de evidencias y la selló. Con cuidado ayudó a la mujer a levantarse y entre ambos, ordenaron el despacho del comisario.

    —Ahora, tal como me lo ordenó el jefe, voy a deshacerme de esta mierda.

    La mujer se encogió de hombros y salió del despacho.

    Suárez iba a salir tal cual, pero se lo pensó mejor. Dejó todos sus implementos de seguridad en su casillero y luego volvió a por el objeto. Cogiéndolo como si fuese el portador de un virus letal, salió de la comisaría. Tras meditar qué hacer con aquella cosa, el sargento tomó rumbo hacia la herrería de jacinto. Después de hablar con el hombre un buen rato, le pidió que fundiese aquella joya. Sorprendido, el herrero accedió y fundió el medallón con todo y cadena.

    Suárez salió de la herrería silbando con las manos en la cazadora.


    En su casa, el comisario compartía con su mujer los sucesos del día. No solía llevarse el trabajo a casa, pero aquel martes había sido demasiado inusual como para no hacerlo.

    —Entonces, según Suárez todo esto es culpa del medallón, ¿no? —Chema asintió.

    Su mujer permaneció callada un rato, pensativa.

    —¿No vas a decirme nada?

    Maricarmen lo miró un instante antes de ponerse de pie.

    —Lo único que puedo decirte, cariño, es que la próxima vez, tengas más cuidado con lo que deseas.

    El comisario se la quedó mirando, incrédulo.

    —¿Eso y más nada? —Su mujer asintió.

    —Duérmete ya, Chema. A ver si por seguir comiéndote la cabeza con ese tema, terminas por atar al caos a este pueblo.

    Acojonado por la posibilidad de enfrentar otro día igual de caótico, el comisario desterró todo de su mente y se durmió.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto marzo 2020, propuesto por Jose A. Sánchez.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Una de las noticias propuestas
    2. De las seis, solo he dejado una por fuera
  • EL MAGO OSCURO Y EL PARAGUA DE LOS DESEOS

    Hombre caminando bajo el cielo nublado protegiéndose con un paraguas durante el otoño
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Frunció el entrecejo cuando subió a aquel desván cubierto por aquella capa gruesa de polvo. Dio una mirada a cada rincón y suspiró. Lograr que aquel lugar pareciese habitable le llevaría toda la vida. Estaba a punto de bajar por la escalerilla cuando sintió un siseo insistente.

    —¿Quién anda ahí? —Achicó los ojos para ver si divisaba alguna silueta, pero no vio nada más que cajas apiladas y trastos viejos.

    —Estoy aquí… —parpadeó varias veces pensando que no volvería a pasarse con las cervecitas durante la cena.

    —Yo no veo a nadie —respondió a pesar de parecerle una soberana estupidez hacerlo.

    —¿Cómo vas a verme si sigues ahí parado como un gilipollas?

    el hombre se rascó la barba y luego la cabeza. si aquello era un truco de los críos, vaya que era la hostia.

    —Vamos a ver —espetó— ya está bien de que os burléis, enanos. Salid de donde estéis o dejad ya…

    —Qué enanos ni que enanos —la voz se escuchaba mosqueada— tú mueve ese culo de foca aquí … hasta este trío de cajas.

    El hombre ya algo mosqueado también se acercó tumbando las cajas de arriba.

    —Joder, hasta que te funcionó la sesera, macho —el hombre abrió los ojos como platos mirando aquel paraguas.

    —¿Y tú qué? ¿Llevas un micrófono escondido de esos que salen en la televisión?

    —Serás cateto —dijo la voz del paraguas— ¿Nunca has visto un objeto mágico?

    —Pues la verdad… no —reconoció— ¿Se supone que tú lo eres?

    —La duda ofende, macho —respondió el paraguas— a menos que tú estés tan majara que siempre hables con los paraguas.

    El hombre puso mala cara y se dio la vuelta dispuesto a marcharse.

    —Espera… ¿a dónde vas?

    —Abajo —respondió cortante— no tengo porqué aguantarme esta ridiculez.

    —Pero si todavía no te he explicado lo de los deseos, tío. —El hombre se acercó con interés renovado cogiendo al paraguas.

    —Cucha, con más cuidado, ¿eh? Que se me doblan las varillas.

    —Será posible —masculló entre dientes— Explícate o te dejo arrumado aquí mismo.

    —Vale, vale —dijo el paraguas— Mira, es muy sencillo. Si me llevas contigo puedo concederte cuatro deseos.

    El hombre alzó una ceja. Observando al paraguas que yacía entre el resto de objetos de aquella caja pensó que les daría un buen susto a sus sobrinos.

    —Muy bien —dijo— vamos fuera.

    El hombre cogió el paraguas y abandonó el desván del nuevo almacén que acababa de comprar.

    —¿No vas a pedir tu primer deseo? —preguntó el paraguas.

    Tras meditarlo un poco el hombre dijo como si tal cosa.

    —Deseo que mi vecino, el carnicero, deje de afilar sus cuchillos cada noche. Ese ruido es infernal.

    —hecho —dijo el paraguas.

    El hombre salió del almacén rumbo a su casa. Luego de cenar y darse una ducha, se puso el pijama y se tumbó en la cama. El paraguas permanecía en el taburete junto a la cómoda.


    El día siguiente transcurrió sin contratiempos. El paraguas no había vuelto a hablar con él, así que pensó que sus sobrinos se habrían cansado de aquella estúpida broma. Y menos mal porque ya comenzaba a sentirse influenciado por aquel asunto; tanto, que había pasado toda la noche soñando con el puto paraguas y el vecino. Cuando llegó a casa se dio cuenta de que el vecino no estaba afilando sus cuchillos y sonrió, satisfecho.

    —Parece que en realidad eres mágico. —Aquel pensamiento se le había escapado en voz alta.

    —Claro que lo soy ¿qué te creías?

    El hombre abrió los ojos al ver que una pálida figura iba formándose junto al paraguas.

    —¡Hostia! —el hombre se puso de pie de un salto— ¿qué coño eres?

    La figura puso los ojos en blanco.

    —¿A ti qué te parece?

    —No sé, nunca había visto una transparencia como tú antes.

    —Más respeto —reclamó la figura— a ver si te crees que es muy fácil tomar forma.

    —Coño, pero no te enfades.

    —¿Estás listo para pedir tu segundo deseo?

    El hombre se rascó la cabeza y torció los labios en un gesto por demás, curioso.

    —Creo que… sí.

    La figura hizo un gesto invitándole a realizar su petición.

    —Deseo que la vecina de arriba deje de recoger esos gatos tan inmundos que resultan tan molestos.

    —Concedido.

    La figura se desvaneció y el hombre siguió con su rutina de siempre al llegar a casa. Luego de cenar, ver televisión y vestirse con el pijama, el hombre se metió en la cama. Tal como la noche anterior comenzó a tener sueños con la vecina, el paragua y los gatos. Se despertó sobresaltado con el paraguas en la mano empuñado como si fuera un arma.

    Extrañado lo dejó sobre la mesita de luz y se dispuso a iniciar el día.
    Al salir del edificio se dio cuenta de que ningún gato deambulaba por la planta baja y sonrió, satisfecho.


    Esa noche volvió a casa cansado y de mal humor. Las cosas en la tienda no estaban yendo como esperaba, todo por su vecino y más acérrimo competidor. Entró en su casa dando un portazo y fue directo a su habitación.

    —Parece que hoy andamos con muy mala leche, ¿no?

    —Claro ¿cómo no? Si no fuese por ese gilipollas del Merchán, hoy las ventas estarían en alza —espetó furioso caminando de un lado a otro— vaya si desearía que se largase muy lejos y dejase de joderme la venta.


    —Concedido —dijo la voz del paraguas.


    Durante toda la noche al igual que las demás, tuvo sueños espantosos con el paragua y con Merchán. Al llegar la mañana se sentía agotado y con poquísimas ganas de trabajar. Estaba por tomarse el primer café del día cuando tocaron a la puerta con insistencia así que salió con rapidez antes de que se la aboyasen.

    Se quedó muy sorprendido al ver a un par de agentes de policía.

    —Buenos días, caballero.

    —Buenos días —respondió— ¿qué puedo hacer por vosotros?

    El par de policías dieron una mirada al interior del salón. El hombre se apartó para dejarles paso y los hombres entraron.

    —¿Vive usted solo? —el hombre asintió rascándose la barba.

    —Les ofrezco alguna cosa, ¿café? —Los hombres negaron con la cabeza.

    —Estamos aquí investigando la muerte de dos de sus vecinos —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —No tenía idea de que hubiese muerto alguien.

    —Pues así es… ¿señor?

    —Suárez —respondió— me llamo francisco Suárez.

    Los hombres apuntaron en una pequeña libreta.

    —Bien, señor Suárez —Francisco se dejó caer en un sillón invitando a los policías a sentarse— ¿desde cuándo no ve usted al señor Sánchez?

    —¿El carnicero?

    —En efecto —Francisco se rascó la cabeza, pensativo.

    —Si les soy honesto, no sabría decirles —confesó— ayer no escuché su afiladora, pero tampoco le di tanta importancia.

    —¿Y a la señorita Martínez?

    El hombre parecía confundido.

    —Lo siento, pero esa no sé quién es, agente.

    —La joven que vivía en el 5B, señor Suárez.

    —La chavala de los gatos?

    Los hombres cabecearon a la vez, asintiendo.

    —Pues el jueves por la mañana la vi dándole de comer a uno de esos gatos malolientes.

    —¿No escuchó usted nada raro el jueves por la noche?

    —Pues la verdad es que no ¿debería?

    Los hombres se miraron el uno al otro antes de hablar.

    —El jueves por la noche la señorita Martínez fue asesinada brutalmente —dijo uno de los policías—. Todavía no hemos podido identificar el arma homicida.

    —Y la noche anterior fue asesinado el señor Sánchez —informó el otro.

    —En circunstancias… similares, a decir verdad. —ambos policías hablaron a la vez.

    Francisco se quedó inmóvil. El impacto de las noticias le había dejado sin habla.
    Su cabeza comenzó a ir a toda velocidad asociando ideas que, aunque absurdas, iban cobrando vida a medida que los hombres le informaban sobre ambos hechos.

    Aunque surrealista, se parecían demasiado a sus sueños. Se dirigió a su habitación dando zancadas luego de que los policías se marcharan lleno de angustia por si sus sospechas fueran ciertas.

    —¿Qué coño fue lo que hiciste?

    —¿Perdona? —la figura que habitaba el paraguas se había materializado y ahora era mucho más tangible.

    Francisco se dio cuenta de que era un hombre que aparentaba unos treinta y tantos y que vestía de negro.

    —Me escuchaste bien, no voy a repetirme.

    —Dirás en todo caso, ¿qué hiciste tú… —Francisco veía a aquel sujeto con los puños apretados.

    —Yo no he hecho nada.

    —Claro que sí —afirmó la figura— pediste tus deseos y se te concedieron.

    —Eres una maldición —La figura se echó a reír.

    —Y tú eres un cateto —rio— ¿qué te pensabas, que los paraguas hablan? —dijo con sorna—. Ah, no, claro, seguro creíste que podías pedir deseos y no pagar un precio, ¿no?

    Francisco temblaba de la rabia. En un esfuerzo inútil cogió el dichoso paraguas e intentó romperlo con las manos, pero nada pasó. Luego de un buen rato desistió, frustrado.

    —Tienes que parar -exigió— dime cómo me deshago de ti.

    —Si te refieres a detener tu último deseo, es imposible —El hombre se cruzó de brazos— la única forma de que te deshagas de mi valiosa compañía es que te sacrifiques. ¿estás dispuesto?

    Francisco se tambaleó ante aquella revelación. Morir no estaba dentro de sus planes a corto plazo.

    El hombre soltó una carcajada siniestra.

    —¿Qué eres tú? —preguntó tropezándose con el borde de la cama.

    —Soy un mago oscuro, desde luego.

    —Puedo dejarte tirado en la basura.

    —Eso solo retrasará las cosas, pero no las detendrá —explicó—, además, puedo seguir fortaleciéndome de la fuerza vital de cualquiera que me toque.

    La mente de Francisco marchaba a mil por hora. Alguna solución tendría que haber, no podía permitir que más personas inocentes muriesen por culpa de aquel maldito mago. Recordando el libro que siempre les leía a sus sobrinos se le ocurrió una idea.

    —Tienes que concederme mi cuarto deseo por cojones, ¿no?

    —Bueno sí, pero ¿a qué viene eso ahora? Para concederte el deseo tienes que morir, ya te lo dije.

    —Responde mi pregunta, no te cuesta nada.

    El mago lo vio con cierta suspicacia, pero al final accedió.

    —Sí, hombre, sí. Si pides tu cuarto deseo te lo tengo que conceder.

    —Muy bien —dijo Francisco-. Deseo que desaparezcas de la faz de la tierra con todo y paraguas y que nunca vuelvas a pisarla.

    —¡No! ¿Hijo de la gran puta, no puedes hacerme esto!

    —Ya lo he hecho.

    Ante los ojos de Francisco, el paraguas y el mago oscuro desaparecieron. Esa noche tras haber dejado todo en orden, abandonó el mundo de los mortales.

  • A SALVAR LA NAVIDAD

    Escena de un pesebre
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    «Era una noche tan fría que hasta los árboles tiritaban. Ningún animal se atrevía a salir de su guarida y las blancas calles dormían totalmente desiertas.

    Las chimeneas escupían convulsivamente las sobras de las casas y los cristales empañados de las ventanas impedían ver el interior de las familias.

    »Esa noche tenía un trabajo que realizar y nada ni nadie en el mundo me impediría ejercer mi encargo. Tal vez fuera la última vez en mi vida, pero, ni el clima más despiadado ni el deseo por el calor de mi dulce hogar me harían desistir en mi cometido.

    » Volví a comprobar mi puñal, la cuerda y mi ansiedad, y sin más demora, me adentré en el pueblo…»

    Con los dientes castañeteando y los dedos ateridos de frío, eché a andar rumbo a la iglesia. El pesebre, ubicado a un lateral permanecía casi intacto y ese era, en resumidas cuentas, el problema.

    Me acerqué por si fuese posible que un milagro ocurriese en vísperas de Navidad, pero no pude estar más equivocada. Justo ahí, tal como me describía Santa en su carta, había un gran espacio vacío. Respiré profundo para mantener mi ansiedad a raya.

    Conté despacio ayudándome con los dedos y sí, en efecto, las cuentas no daban. Resoplé, fastidiada. A pesar de lo cabezotas que suelo ser, todavía tenía esperanza de poder regresar a casa en un santiamén, pero algo me decía que eso no iba a ser posible.

    Rodeé el pesebre rumbo a la casita parroquial y con todo el aplomo del que pude disponer, toqué la puerta. Una octogenaria se asomó a la ventana llevando en las manos una vela cuya llama danzaba en la penumbra, otorgándole un aspecto misterioso. Como pude le hice señas a ver si se animaba a abrirme la puerta, pero la señora parecía una estatua del siglo pasado. Tras varios intentos infructuosos, decidí seguir por mi cuenta antes de que el culo se me congelara tanto como la nariz y las orejas.

    Saqué la carta del bolsillo interno de mi abrigo y me acerqué al poste más próximo. Releí hasta las últimas líneas, la doblé con cuidado y la guardé de nuevo.

    Miré mi reloj y apreté el paso. Según Santa tenía que cumplir su petición antes de las doce de la noche o el mundo se quedaría este año sin Navidad. Y bueno, ¿quién puede negarse a salvar la Navidad?

    —¿Qué fetichismo tendrían todos con esa jodida hora? —Me detuve a recobrar el resuello, mientras mi mente seguía pensando por qué todo tenía siempre que girar en torno a la media noche. El frío me iba calando los huesos y solo me restaba hora y media.

    Me puse a pensar qué haría si fuese una figurita de pesebre en descontento. ¿a dónde me iría? Iluminada de pronto con una lucidez inusitada muy poco propia de mi estructura de pensamiento, salí corriendo como alma que lleva el diablo.

    Frené en seco al llegar a mi destino. En efecto, había atinado del todo; lástima que no se tratase de la lotería o el bingo; seguro que en esos juegos de azar terminaba siendo más afortunada.

    Cogí la cuerda y como pude hice un nudo de tal forma que pudiese servirme de correa y me lancé a por mi objetivo.

    Margareta, no se dio ni por enterada. Sentada con placidez en medio del parque central, ni si quiera se inmutó al sentir cómo mi cuerda la lazaba. Di un pequeño tirón; solo lo suficiente para que la cuerda se ajustase a su cuello sin ahorcarla. Como me cargara a la oveja favorita de Santa, iba a ser otra la que ocupase su lugar y a mí, la verdad, esto de personificar se me da fatal.

    —Venga, Margareta, tienes que volver a tu lugar en el pesebre —Margareta seguía a su bola masticando las pocas hojitas que todavía no se habían cubierto de nieve—. No me obligues a convertirte en filetes, tú no te lo imaginas, pero a Santa le gusta el cordero al vino con patatas.

    Margareta ladeó la cabeza un instante y el gorrito rojo amenazó con caerse. Como pude se lo enderecé e insistí, pero la jodida oveja seguía sin obedecerme.

    Tras cuarenta minutos de tira y empuja, saqué mi cuchillo. De haber sabido que era un método más persuasivo, lo habría sacado desde el principio.

    A rastras logré devolver a Margareta a su lugar. La dejé atada como precaución, por si se sentía impelida a abandonar de nuevo el pesebre. Justo al dar las doce menos veinte, apareció santa frente a mis narices.

    Margareta baló con fuerza cuando Santa cogió el gorrito y se lo colocó en su brillante cabeza.

    —Gracias, esto de ir de casa en casa con este frío que pela y sin tener como cubrirme la calva es un poco coñazo —abrí los ojos como platos sin dar crédito a lo que escuchaba.

    —¿Y Margareta?

    —No te preocupes de nada, ella estará perfecta como siempre —Santa hurgó en su bolsillo derecho y me extendió el puño. Por reflejo extendí la palma y dos monedas rarísimas cayeron en mi mano.

    Alcé la mirada y vi el trineo recortarse contra la luz de la luna. Desde el cielo Santa saludaba risueño, Margareta había vuelto a su estado pétreo y yo miraba perpleja aquel par de monedas, preguntándome si al menos don Cayetano me las aceptaría a cambio de glorias y polvorones.


    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Va de Reto’ del mes de diciembre, propuesto por José Antonio Sánchez (@JascNet) en su Acervo de Letras.

  • El Abarrote Mágico

    Fotografía de una preciosa bruja gótica
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Como toda bruja que se precie de serlo, cada semana visito el abarrote de Merlín, ese, que está en la esquina de Apariciones con tierra de Nadie. Toda bruja y hechicero lo conoce, porque se especializa en los ingredientes más selectos y difíciles de hallar, además de que tiene la singularidad de funcionar las 24 horas.

    Por supuesto, las brujas de verdad no vamos allí de día, el horario diurno solo es para aquellos mortales carentes de magia, que lo que buscan es alimentar sus estómagos.

    Si los tontos mortales supieran que mucho de lo que ellos llaman gourmet, nosotros lo usamos para ¡hechizos de limpieza!

    ¿Dónde me quedé? Ah, sí. Como os iba diciendo, todas las semanas voy al abarrote de Merlín, a abastecerme apropiadamente. Ayer, cuál fue mi sorpresa, mientras me paseaba por el túnel de los retinianos, me conseguí a ¡Ravena!; y no es por andar de lengua viperina, pero la pobre nunca consiguió retomar su belleza inicial después de intentar acabar con Blanca Nieves. Arrugas le sobraban a raudales. Claro está que, por diplomacia brujeril, omití deliberadamente hacérselo saber. Y menos mal tuve la astucia suficiente de hacerle señas a Maléfica, que venía de la catacumba de los dragones, antes de que metiese la pata hasta el fondo; porque veréis,Maléfica es demasiado transparente, y todo, absolutamente todo se le nota ¡y todo se le sale!

    Afortunadamente, Ravena tiene presbicia y miopía, así que ni cuenta se dio del tic nervioso de Maléfica intentando aguantarse para no soltarle una buena parrafada de ingredientes para pócimas rejuvenecedoras. Debo acotar que no todo lo hice yo sola, el guapo de Mandrake me echó un cable al hacer que todos los calderos comenzaran a desfilar al son de la macarena —Merlín le enseñó ese truco hace añales—; desliz que también aprovecharon Flora, Fauna y primavera para colarse sin que Maléfica se diese cuenta.

    Tristemente la noche no fue perfecta; el que no debe ser nombrado, sí, ese mismo, se apareció del brazo de Bellatrix y casi nos arruina la tertulia lanzando Avadas Kedabras por doquier; es que ese también anda bien cegato, gracias a Harry Potter.

    Hablando de Potter, se apareció de lo más campante con Ron, Hermione y Gini, su mujer; menos mal que para ese momento, Voldemort ya había agotado la paciencia de unos cuantos Hechiceros y magos, y lo sacaron a empujones, luego de haber alborotado a todas las ranas rinocerontes del camino de los batracios. De no haber sido así, ¿os imagináis cómo habría quedado el abarrote de Merlín?

    No, no, mejor ni pensar en eso, que ya tuvimos bastante aquel día en que la Bruja Mala del Oeste se puso a perseguir a la Bruja Buena del Sur por todo el laberinto herbáceo. ¡Nos tuvieron casi un mes sin provisiones! Ni lavanda, ni jazmín, ni hierbabuena, ni albahaca, ni eléboro, Ni cáñamo, ni sándalo, ni eucalipto.

    ¡Mejor no lo recuerdo, que me termino perdiendo en el tiempo! Es que, veréis, distraerse en el abarrote de Merlín es sumamente fácil y termina una siempre o en otra dimensión, o en otra época; y la masa no está para bollos, ni la magia para que una la desperdicie en semejantes gilipolleces.

    Pero como os iba diciendo, menos mal que no se encontraron Potter y el que vosotros sabéis, o nos habrían tenido perdiendo toda la noche esquivando rayos verdes, varitas y librándonos de transformaciones a medias. Claro, que la aparición de Jadis, casi casi, ocasiona que las hadas se quedasen congeladas más allá de la primavera y nos quedásemos sin polvo de hadas hasta que a ella se le ocurriese, pero por suerte solo entró por unas cuantas sanguijuelas y con la misma se marchó, dejando todo helado como una nevera.

    Suerte que yo iba con una lista pequeñita —apenas buscaba escamas de dragón de fuego, pezuñas de unicornio, polvo de hadas, hiervas varias, velas de colores, uñas y pelos de un gato negro, un calderito de cobre y una escoba nueva de cedro—; y Hendricks, el druida, muy amablemente me colaboró, mientras yo estaba atrapada entre Ravena, Mandrake y Maléfica, a quien de pronto se le ocurrió explicarnos una nueva forma de convertir príncipes en sapos, para lo cual pretendía usar a Gandalf, a quien, por supuesto no le hizo nada de gracia el intento; de hecho, se puso tan furioso que le lanzó un hechizo para convertirla en lagartija y por un pelo de unicornio, no convirtió a Elías, el gnomo —asistente de Merlín— en un dragón de Comodo.

    Qué nochecita, ¡qué nochecita! Hacía mucho no me divertía tanto yendo de compras y es que nunca imaginé que sería tan divertido ver correr a Maléfica, varita y tacones en mano, con un Gandalf furioso detrás, intentando todo hechizo transformador, mientras ella de cuando en cuando se defendía hechizando calderos, escobas y báculos. En realidad yo creo que esos dos se traen algo, pero Delfos, el oráculo no ha querido confirmarlo.

    ¡Y eso que llevamos siglos preguntándoselo!

    Confieso que esta vez aproveché el alboroto para desaparecer —no sin antes pagar por mi pequeño surtido de ingredientes mágicos—; no me apetecía exponerme al asedio de Fistandantilus que, como sabéis, tiene esa obsesión por querer robarle la vida a los demás, y, no, gracias, me gusta mucho mi vida siendo bruja; así que sin pensarlo mucho, tomé mi alforja mágica y, ¡zas! me esfumé. Menos mal he aprendido a desaparecer en un pestañeo, porque por poco no lo cuento, el fastidioso de Randall Flagg me seguía los pasos, el muy necio; es que ¿sabéis? hay magos y hechiceros que no aceptan un «no», por respuesta.

    En fin, otro día os contaré mi historia con Randall, que ahora mismo ya no me queda tiempo; Mandrake casi llega y prefiero no hacerle esperar; ¡hoy tocan hechizos de amor danzando desnudos bajo la luna llena!