A ti,
que, aunque pudiste robarme el corazón,
Me obsequiaste con tu maravillosa honestidad

Tenía un plazo de dos semanas para cumplir su cometido. En un día, se había ganado la confianza de un tercio de los empleados. En una semana, más de la mitad de la oficina confiaba en ella.
Luego de analizar a profundidad la dinámica de cada uno de ellos y los niveles de seguridad, incluyendo al personal rotativo, pensó que sería pan comido. Lo único que le faltaba era ojear el despacho de la presidencia. Sabía que eso sería lo más complicado y, sin embargo, no le preocupaba lo más mínimo.
«Si se pone muy difícil, con seducirlo me bastará», pensó para sí mientras maquinaba el plan que le llevaría a concretar su encargo.
A pesar de ser tan talentosa, algo no andaba bien. Había cambiado de táctica varias veces durante los últimos cinco días y no lograba por ningún motivo colarse en aquella oficina. Siempre surgía una excusa, una reunión imprevista, algún evento que tiraba abajo toda su planificación.
Le quedaban apenas veinticuatro horas. Tendría que filtrarse de noche y eso no le hacía mucha gracia. No era complicado, pero implicaba siempre muchos más riesgos. Tomó nota mental de no volver a aceptar trabajos a última hora de parte de aquel vampiro atorrante.
«Si contase con un poco más de tiempo, habría podido aplicar la estrategia más antigua del mundo. Ningún tío, por muy poderoso que fuese, se resistiría a la posibilidad de echar un polvo con una tía buena como yo», pensaba, mientras abría las oficinas con la llave maestra que había robado unos días atrás. Lo estaba meditando mucho para su gusto. En todo caso, ya se lo disfrutaría otra. Por alguna extraña razón, cada intento de acercarse a él había terminado en un fracaso rotundo. Ahora seducirlo ya no era factible y le parecía una verdadera lástima; era bastante atractivo. Ese metro ochenta le otorgaba una apariencia imponente.
—Esas manos fuertes y ese rostro siempre tan apacible, mejor dicho, inexpresivo —se corrigió en voz baja mientras caminaba con prudencia hacia su destino.
Entró con tanta facilidad, que le pareció un juego de niños. No entendía por qué se tejían tantas historias en torno a aquel hombre. Algunos le temían, otros solo lo respetaban. Las mujeres se derretían por él o, quizá, por su dinero. Para ella solo era un hombre más; atractivo y con poder, sin duda. Ahora bien, eso no tenía nada que ver con el don místico que le querían atribuir. En su trayectoria se había topado con todo tipo de criaturas oscuras y él no aparentaba ser una de ellas.
Sumida en sus pensamientos y tratando de ubicar la caja fuerte, pasó por alto la presencia de alguien más en la oficina. Vino a darse cuenta cuando la puerta se cerró haciendo un suave clic.
—Maldita sea —masculló.
Durante un par de segundos sopesó la posibilidad de salir por la ventana.
—No creo que sea una buena idea saltar desde esta altura. A menos que seas capaz de volar sin escoba y a mí me pareces una simple mortal. Habilidosa, desde luego, pero humana, a fin de cuentas —dijo la voz con tono socarrón.
«¡Mierda! ¿Pero cómo puede ser?». Se preguntó. Estaba segura de que no había nadie allí; a él lo había visto marcharse en su limusina.
—Kof kof… —Tosió todo lo bajito que pudo.
«Bonito momento para ahogarte con tu propia saliva», se reprochó e inspiró hondo.
—Eres mucho más atrevida de lo que imaginaba. —La intrusa advirtió la severidad de su tono.
Le pareció que había cambiado de posición; sin embargo, ella no oyó ningún ruido.
«¡Por lo menos pesa noventa kilos!», calculó en silencio mientras que, en la oscuridad, trataba de ubicar la puerta moviéndose con todo el sigilo que le permitían los nervios.
—¿A dónde crees que vas? —susurró a sus espaldas.
Dio un respingo. La dolorosa presión de aquella mano tan varonil le impidió alcanzar el pomo. Los dedos de él se entrelazaron con los de ella y la doblegaron con firmeza. La arrolladora presencia le aceleró el pulso. Su piel emanaba un calor difícil de describir. No era abrasador, tampoco sutil. El aroma masculino la envolvió.
Un inusitado estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. La cercanía entre ambos cuerpos la obligó a tragar saliva. Entendió por qué algunos le temían. Su voz tenía una cadencia hipnotizante. Intentó zafarse, pero fue inútil. Quería salir de ahí y, a la vez, no quería. Se reprendió por permitir que la tentación le nublase el raciocinio.
—Hueles tan delicioso, tan apetecible —volvió a susurrarle muy cerca del oído.
Le rozó la nuca con la nariz e inspiró profundo. Aquello había sido toda una declaración de intenciones. Ella procuraba resistirse, aunque la fuerza de voluntad le flaqueaba por momentos. El tono del sujeto rezumaba lascivia. ¿Acaso estaba loco? No intentas seducir a quien pretende robarte. No si tienes las tuercas bien puestas en la cabeza o, ¿sí?
«Deja de plantearte lo que pasa por su cabeza y piensa cómo vas a librarte de esta», se reprendió de nuevo. El calor del cuerpo masculino le traspasaba la ropa. »¿De verdad quieres largarte sin darle una probadita?» La tentación le cosquilleaba en el estómago. Un hormigueo ascendía, vertiginoso, desde los dedos de los pies. La piel se le erizó y un rubor intenso le calentó las mejillas. Agradeció estar de espaldas a él.
El ritmo acelerado de su respiración la puso nerviosa. Él afianzó el agarre con la mano izquierda limitando sus movimientos mientras que, con la derecha, descendía haciendo dibujos con la yema de los dedos.
Delineó el cuello femenino y las clavículas. Bajó por sus pechos, jugando libremente con su forma, sopesando lo natural de su caída. Continuó dibujando círculos cada vez más pequeños, hasta alcanzar sus pezones. Primero uno, luego el otro.
—¿Nadie te ha enseñado que no se toca sin permiso? —dijo con la voz entrecortada.
Él percibió la tensión en el cuerpo femenino, los pezones erguidos y tan sensibles a su tacto que no pudo evitar sentir una punzada de deseo entre las piernas. Aun así, se apartó. Ella exhaló el aire y se volvió con rapidez. Él permanecía entre las sombras, tenso como un arco a punto de soltar una saeta.
—Márchate —exigió en voz baja—. Espero que la próxima vez que intentes colarte en mi oficina seas más cuidadosa.
—¿Hablas en serio? ¿Me dejarás ir así?
—Yo no obligo a nadie a follar conmigo.
—Ni falta que te hace —masculló ella y se maldijo por tener la lengua tan suelta—. Me refiero a que si me dejarás ir sin llamar a la policía —se corrigió enseguida.
Él ladeó la cabeza como si sopesara la posibilidad de hacerlo.
—¿Ahora es cuando intentas seducirme para que no lo haga?
—Gilipollas —farfulló. —él soltó una risotada.
—¿Acaso me equivoqué? —dijo y se aproximó a ella en dos zancadas—. Me parece que no. Por cierto, cuando te enfadas eres muy atractiva. Esa voz tuya me pone mucho. —Olisqueó como si fuese un sabueso—. Ni hablar de ese aroma —dijo casi en un ronroneo.
Ella lo mantuvo a raya apoyándole la palma sobre el pecho.
—No tan rápido, guapetón.
—Vale —dijo y alzó ambas palmas hacia ella—. ¿tienes una condición, supongo. —Ella asintió con la cabeza, aunque luego se sintió algo estúpida por hacerlo—. Te escucho.
—Si accedo a… ya me entiendes, contigo esta noche, no llamarás a la policía.
—Follar —dijo acentuando las sílabas—. ¿Tienes reparo con la palabra?
La interpelación la puso de mal genio.
—¿Y qué si la tengo? Soy ladrona. Mi trabajo es robar, no acostarme con los objetivos.
—¿Y entonces por qué vas a acceder a follar conmigo? —ella se ruborizó—. ¿Acaso me tienes lástima? Porque si es así, puedes irte tranquila, no necesitas negociar por tu libertad.
Ella se le aproximó. Volvía a estar tenso.
—No es lástima —dijo en voz baja—. La verdad es que… bueno, que me da morbo. ¿Contento? No es primera vez que la idea de seducirte se me pasa por la cabeza.
—Me gusta la franqueza.
—¿Y ahora qué? —La llamó con el índice.
—Ahora vamos a terminar lo que empezamos.
—¿Aquí? No hablas en serio. —Asintió con un movimiento leve de cabeza.
La cogió por la cintura y se pegó más a ella. La hizo girar sobre sus talones hasta dejarla de espaldas. Le rozó el lóbulo de una de las orejas con el mentón. El cálido aliento le revolvió varios mechones con un soplo suave. Se estremeció de forma involuntaria.
—Excitada me gustas más —susurró y la rodeó con los brazos.
—¿Y si me resisto? —murmuró ella.
—No pensé que te gustaran los juegos de ese estilo. ¿estás segura?
—Quiero probar —confesó con las mejillas encendidas.
—De acuerdo, juguemos.
Ella echó la cabeza hacia atrás.
—¿No piensas que estoy loca?
—Un poco sí. Solo a una desquiciada se le ocurriría emplearse en una empresa como esta y luego robar al dueño.
—Hablo en serio —dijo jadeante mientras él le acariciaba los pechos por encima de la blusa.
—Si te refieres a tener sexo con un desconocido. No soy tan desconocido, en realidad. Puedo despedirte ahora mismo si te da reparos follar con tu jefe. En todo caso, eres libre de estar con quien quieras. ¿quién soy yo para juzgarte?
Ella exhaló un suspiro. Pese a que la situación era el colmo de la extravagancia, había tomado una decisión. Si luego se equivocaba ya vería cómo asumir las consecuencias. Entró en su papel e intentó zafarse; no lo consiguió. Obtuvo una respuesta inesperada. Dio un leve respingo ante la sensación que le producía aquel dedo travieso deslizándose con habilidad entre sus piernas. Contuvo un gemido y lo sujetó por la muñeca. Percibió de nuevo el mentón enredarse en su cabello.
—Suéltame —logró decir entre jadeos.
—No —respondió y acentuó los movimientos de aquel dedo experto.
El mundo giraba y giraba dando mil vueltas. Cerró los ojos. El calor líquido entre sus piernas la sorprendió. él le susurraba sus intenciones. Imágenes decadentes se dibujaban en su psique. Batalló contra el estímulo de esa voz tan sugerente.
—Déjame ir — dijo y ahogó un jadeo.
—No —contestó y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.
Le acarició los pechos, los pezones erguidos. Caricias que se acoplaban a los movimientos de aquel dedo perverso. Arqueó la espalda. El anhelo que se arremolinaba en su interior estuvo a punto de sacarla del juego.
—No te abandones todavía, preciosa —le susurró.
Intentaba resistirse, pero él no le daba tregua. Le rozó el cuello con la lengua, ahí donde le latía el pulso con más fuerza.
—Juegas con ventaja —dijo con voz trémula.
—Imagina cómo será cuando te quite la ropa —le dijo a media voz y la atrajo hacia sí—. Lo notas, ¿verdad? Va a ser exquisito sentirte —susurró sin soltarla.
Balanceó las caderas hacia adelante en un vaivén instintivo. Los dedos hábiles pellizcaban impacientes. Ambas manos, la de ella y la de él, entrelazadas, seguían un ritmo enloquecedor. Dejó de pensar; no daba crédito, pero aquel hombre la llevaba al borde del precipicio. Segundos después alcanzó el clímax
Las piernas le temblaban. Se había zafado de aquel abrazo; no obstante, él la cogió por la muñeca. Bajó la mirada un instante; ahí estaba, con la cremallera abajo, sujetándose con firmeza. Se humedeció los labios. La imagen de sí misma hincada frente a él para saborearlo irrumpió en su mente.
—Aún no —ordenó como si hubiese adivinado sus pensamientos.
—Me marcho —dijo para probarlo.
—No serás tan cruel para dejarme en este estado. Mírame —Ella se lo comió con los ojos.
La atrajo hacia sí. Sus cuerpos chocaron un instante. Guio la mano femenina hasta que lo asió con firmeza y la indujo a masturbarlo. Le mostró cómo le gustaba y se sintió poderosa. Nada le resultaba más estimulante que verlo entregado al placer, con la respiración acelerada y con la petición dibujada en el rostro.
Echó la cabeza hacia atrás y adelantó la pelvis. Un gemido trémulo precedió al líquido tibio y espeso que le corría entre los dedos y descendía despacio hacia su muñeca. Un par de gotas se estrellaron contra el suelo. Lo creyó distraído en medio del orgasmo y se movió con lentitud. La tenue luz que se filtraba por el ventanal le otorgó un matiz sobrenatural a la figura masculina. Ahogó un gemido. ¿Dónde se había metido? Dio un vistazo alrededor. ¿Acaso había alucinado? La sensación pegajosa entre sus dedos rompió la incertidumbre. Lo escuchó detrás de sí.
—Aún no acabamos —dijo con voz burlona.
Giró con rapidez y entornó los párpados. Lo vio frente a la puerta, bloqueándole la salida.
—¿Cómo diablos…? —masculló sin terminar la frase.
Dio un paso a la derecha y él le impidió el avance. Se movió a la izquierda y se lo volvió a impedir.
—¿Pensabas marcharte sin que te folle, preciosa? —preguntó y se quitó la camisa por la cabeza.
Aún en penumbras, distinguió la imponente silueta. Sin embargo, lo que más la sorprendió, fue verlo erguido, como si unos minutos antes no hubiese pasado nada.
—Hum…
«Este tío no es humano, al final van a tener razón los que creen que tiene un poder místico». La idea la mantuvo boquiabierta unos segundos. Miró de soslayo por si pudiese alcanzar la puerta.
—¿Algún problema?
—No me lo tomes a mal, de verdad. Estás como un tren, pero…
Se movió tan rápido que no alcanzó a ver nada. Una fracción de segundos después, estaba adherido a su cuerpo estrechándola en un abrazo apasionado mientras le comía la boca con avidez. Con la lengua hurgaba y la exploraba con habilidad. La besó y acarició con tanto arrojo que su mente hizo corto circuito durante unos segundos.
—¿Qué eres? No eres un vampiro, tampoco hueles como un demonio —preguntó entre jadeos.
—¿Acaso importa? Estoy a tu entera disposición —dijo y extendió los brazos.
De alguna forma que no comprendía del todo, se había deshecho de la ropa de ambos. Ella paseó la mirada y suspiró.
—Supongo que a estas alturas no importa demasiado. —Él sonrió.
La levantó como si fuese una pluma. De un manotazo barrió los objetos del escritorio y La dejó sobre la fría superficie. Reprimió un gemido. La piel se le puso de gallina. No habían transcurrido ni tres minutos y ya la tenía tumbada sobre aquella madera pulida.
—¿Seguimos jugando a la resistencia? O te apetece algo más.
Le respondió revolviéndose como si intentase escapar.
—Muy bien, preciosa, sigamos jugando —dijo a media voz y la tomó de las caderas.
La atrajo hacia sí y le separó las piernas con su propio cuerpo.
—Suéltame —exigió fingiéndose desesperada, aunque su voz reflejaba algo muy distinto.
—No —contestó y se deslizó en su interior con un solo movimiento.
Metida en su papel reprimió el gemido que casi se le escapa. Se mordió el labio inferior para contener los jadeos. En un intento por continuar con la fantasía, fingió rebelarse. Le clavó las uñas en los brazos. Él levantó una ceja. El brillo que le iluminó la mirada vacía la hizo tragar saliva. ¿Se le habría pasado la mano? Sin mediar palabra, Hizo un ademán. Ataduras invisibles le rodearon las muñecas. Con otro gesto , las manos le quedaron por encima de la cabeza.
Ella gimoteó, él respondió con una sonrisa perversa. El íntimo abrazo lo incitaba a moverse. Cada contracción involuntaria amenazaba con romper su autocontrol. La sensación de sentirse colmada por él le resultaba embriagadora. La asió con firmeza por las caderas y adelantó la pelvis, una, dos, tres veces, en un ritmo cadencioso que pretendía desatar su rendición.
Iniciaron un duelo de voluntades. Ella se negaba a rendirse; él mantenía el asedio sobre su cuerpo. las sensaciones estaban a punto de romper su resistencia. «¡Muévete, por lo que más quieras, hazlo!». Las palabras brotaban sin control dentro de su cabeza, una y otra vez.
—Ríndete, preciosa. Pídeme eso que tanto deseas —le ordenaba mientras seguía empujando con parsimonia.
La frotó con el pulgar. Círculos cada vez más pequeños la rozaban, una y otra vez, ahí, donde el placer parecía inagotable. Jadeó, gimoteó. Presa de las sensaciones, se retorcía, negaba con la cabeza. Movimientos casi espasmódicos le alborotaron la melena. La sujeción invisible desapareció. Se aferró los pechos y arqueó la espalda para no levantar las caderas e ir a su encuentro.
Él aguardaba con deleite. Le fascinaba presenciar cómo se debatía contra su voluntad, cómo luchaba contra sus deseos más primitivos. A punto de perder la batalla, con el grito queriendo escapar desde su garganta, Se contuvo mordiéndose un índice. Ahogó la súplica. La sensación de vacío le robó el aliento un instante. La frustración se mezcló con el anhelo en cuanto se deslizó fuera, rompiendo la íntima unión, tan cerca de que alcanzase el clímax.
—Veamos cuánto más puedes resistirte, preciosa —El cálido aliento sobre su pelvis le erizó la piel.
Hurgó con dedos traviesos hasta que, por fin, halló lo que buscaba. Presionó desde dentro mientras la acariciaba con la lengua desde fuera en un ritmo constante que amenazaba con llevarla a la rendición absoluta.
—Maldito tramposo —dijo en un hilo de voz.
—No imaginas cuánto —murmuró sobre sus labios resbaladizos—. Entrégate, anda… Sé que lo deseas, pídemelo. —La suave letanía la tentaba.
Ella cerró los ojos, arqueó la espalda y hundió los dedos entre los mechones gruesos, empapados de sudor. A punto de que el placer aplastara su voluntad, él volvió a detenerse. Le besó las ingles y ascendió despacio dejando un rastro de humedad sobre cada centímetro de piel.
—Eres un…
Él sonrió con malicia.
—No te resistas más. Pídeme que te folle. —murmuró y le lamió los labios.
Ambos sexos se rozaban con intimidad. La necesidad de sentirlo en su interior se volvía imperiosa. Él sabía que doblegarla no sería fácil, pero si algo había aprendido tras siglos de práctica, era tentar la psique de una mujer. Hizo el amago de penetrarla y ella contuvo la respiración, tensa como la cuerda de una guitarra a punto de romperse.
—Dilo, nena; vamos, pídelo —La instigó con roces delicados alrededor del clítoris.
—Fóllame —susurró tras un gemido ahogado.
Exhaló de golpe el aire que llevaba contenido y le hacía arder los pulmones.
—¿Perdona? No entendí qué dijiste. —continuó tentándola.
—¿Me rindo! Fóllame, hazlo ya. —Cerró los ojos y obedeció gustoso.
Ambos cuerpos se encontraron. Danzaron con desenfreno siguiendo la melodía que interpretaba el deseo primitivo que les palpitaba bajo la piel. Ella le rodeó las caderas con las piernas y le clavó las uñas en la espalda. El íntimo abrazo los catapultó al punto donde ya no habría retorno. Las pieles se rozaron, los gemidos se fundieron; saltar al abismo era el siguiente paso. Ella no se contuvo. Él no se esforzó por contenerla; en el fondo deseaba con locura dejarse llevar, disfrutar de perderse en aquel clímax y, una vez en la cima, volverse a encontrar con ella.
Exhaustos sobre la alfombra, disfrutaban del letargo tras el orgasmo compartido. Ella jugaba con el vello de su torso, descendía con lentitud hasta rozarle el pubis y volvía a ascender.
—¿Me darás alguna explicación si te la pido? —preguntó presa de la curiosidad.
—¿Sobre qué?
—¿Qué eres, por ejemplo? ¿Cómo puedes hacer lo que haces?
—¿Hay alguien que no sepa follar?
Se sentó a horcajadas como una amazona. Él le apoyó las manos en la cintura.
—Hablo en serio —dijo y clavó la mirada en sus ojos, vacíos de expresión y de una negrura insondable.
—No necesitas respuestas, ya has visto qué soy —replicó con naturalidad—. Confórmate con saber que no necesito ver para sentirte ni para reconocer a una ladrona consumada, por muy lista que sea.
—Todos creen que eres un ciego muy adinerado; que ves más allá de lo evidente; que tienes dones místicos. Un ángel divino, dicen cuando te ven pasar.
—Y lo soy. Que tenga el alma oscura es otro asunto que no le concierne a nadie. Además, cada quien cree lo que quiere.
—¿Y tú qué crees? —Se inclinó sobre él para besarlo.
—Que, si sigues provocándome así, voy a follarte otra vez.
—No puedo contigo, ¿lo sabías? —Él le mordisqueó el labio inferior.
—Eres una bruja consumada, claro que puedes conmigo. Y te lo voy a demostrar…
La sensación de una caricia íntima la estremeció. Aquel par de dedos invisibles sabían cómo tentarla.
—Glotón —murmuró sobre sus labios.
—Bésame de una puñetera vez. —Ella rompió a reír.
En un parpadeo, él se cernió sobre ella para devorarle la boca como si no hubiese un mañana.
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