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  • ALOIA: LIBROAVENTURERA

    Una mano sostiene un libro abierto. El libro muestra las páginas escritas y en el punto de unión entre ambas páginas (izquierda y derecha) se ve una chica durmiendo entre las nubes.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Aloia se volvió con rapidez. El corazón le galopaba en el pecho y los ojos se le anegaron como siempre. Contuvo las lágrimas a duras penas y salió del local con tanta premura que casi le pisa la cola a la gata himalaya de Eines que, desde que su madrastra la había dejado en Seadur, no se le despegaba ni a sol ni a sombra. Echó a andar sin rumbo fijo mientras se reprochaba, frustrada, por comportarse como una cría. Tenía diecisiete años; «edad suficiente para comportarse como una señorita y no como una desadaptada». Las palabras de su madrastra afloraron como tantas otras veces. Apartó el recuerdo y exhaló un hondo suspiro. A Eines le llegarían con otro cuento sobre lo arisca que era su nieta y ella, como siempre, alegaría que solo necesitaba tiempo para adaptarse. Una mentirijilla que, en el fondo, no se alejaba mucho de la realidad. Vivir en la ciudad no tenía nada que ver con la vida en esa aldea diminuta.

    El ronroneo de Baia rompió sus cavilaciones. El destello del cristal de la tienda-librería atrajo su atención. La gata dio un salto y se coló entre los pies de un turista que salía con las manos ocupadas. La joven maldijo a la bola de pelos y entró tras ella antes de que la pequeña rompiese algún objeto. Después de tanto esfuerzo para evitar que Eines se avergonzara de ella, sería una idiota si permitía que la gata hiciera de las suyas.

    El tintineo a sus espaldas le disparó el pulso. La puerta se había cerrado con rapidez. El olor a libros viejos le cosquilleó en la nariz. Dio un vistazo. Enseguida vio a la bola de pelos saltar sobre un banco, rozar una estatuilla de cristal y volar directo al mostrador. Las manos se le convirtieron en dos témpanos y el corazón casi le da un vuelco. Adelantó un paso antes de que la figura se estampara contra el suelo, pero Baia la distrajo al postrarse a sus anchas sobre la superficie repleta de objetos. La carcajada potente que retumbó contra las paredes la acicateó y se abalanzó sobre el adorno. Lo cogió en el aire. Un par de aplausos se impusieron al ronroneo de la gata que reclamaba atención.

    —Digna descendiente de tu abuela —señaló una voz áspera.

    Aloia colocó el objeto en su lugar y se volvió con lentitud. Fijó la mirada en un punto indefinido mientras se tomaba el tiempo de descifrar las primeras palabras que había oído. Resignada, como otras veces, inspiró hondo antes de hablar.

    —Mi abuela está bien. —La gata maulló; el hombre la miró con extrañeza.

    La joven desvió la mirada; otro paso la acercó al mostrador. Un objeto brillante la embelesó.

    —El camafeo de Reua es un objeto impresionante, ¿no crees? —Ella apenas asintió.

    El hombretón la siguió con la mirada. La joven, atraída por el magnetismo de la gema, la extrajo del exhibidor.

    —¿Es usted? —preguntó con desparpajo.

    Baia volvió a maullar. Aloia no le hizo el menor caso. El hombre sonrió. Los ojos ambarinos refulgieron.

    —Hay quien dice que mi padre se parece al dios —dijo otra voz varonil.

    Aloia se sobresaltó y casi suelta la gema.

    —Que mala costumbre tienes de asustar a los clientes, Artai —reprochó el hombre—. Soy Brigo, jovencita. Eines debe haberte hablado de mí en algún momento.

    Aloia se sonrojó. ¿Se lo habría mencionado su abuela? Que le costase memorizar algunas palabras era una puñetera maldición.

    —Cla-cla-claro —mintió y bajó la mirada.

    —¿Por qué no le cuentas sobre Reua y el camafeo mientras voy a por el paquete de Eines? Estoy seguro de que le gustará la historia —propuso el hombretón a su hijo.

    El joven se encogió de hombros. Aloia notó cierto desdén en su mirada. Sin embargo, se mordió la lengua. Pese a las creencias de su madrastra, no era tonta. Si el hombre la asoció con su abuela era porque la conocía bien. Así pues, no iba a darles motivos para quejarse con Eines. Al menos no si podía evitarlo.

    —Es verdad lo que dicen de ti —espetó el joven—. Eres una carencias, ¿eh?

    La joven enrojeció con intensidad y aferró el camafeo con fuerza. La rabia le aceleró la respiración. Se recordó la intención de no avergonzar a su abuela y contuvo las ganas de lanzarle la gema por la cabeza.

    —No te entiendo —masculló.

    —Ya veo —dijo Artai con los ojos fijos sobre la gema—. Ese objeto cuesta un pastizal. Es una reliquia. Yo de ti lo dejaba de vuelta en su puesto. A menos que quieras recibir el castigo del dios, claro. Porque dudo mucho que a ti te recompense.

    Aloia se percató del nerviosismo de Artai.

    —No te creo. —El joven se encogió de hombros.

    —Tú misma. La leyenda dice que a Reua no le gustan las niñatas que no siguen las normas. —Aloia bufó.

    Baia se incorporó. Maulló y dio un salto. La puerta de la tienda se abrió. Un grupo nutrido de turistas entró alborozado.

    La joven frotó el camafeo. La idea de darle una buena lección al capullo engreído coqueteó con ella. Dudó una fracción de segundos. ¿Se enfadaría Eines si se enteraba de su travesura? Quizá sí, en todo caso, tenía una buena razón y ella la entendería. Aprovechó la distracción del muchacho y se guardó la gema en el bolsillo del vaquero. Salió a toda prisa con la gata pisándole los talones.

    —¡Espera! —Aloia frenó y casi tropieza con Baia.

    La joven se volvió con lentitud. Las mejillas le palidecieron. ¿La habría descubierto el hombretón?

    —Yo… —Las palabras se le atragantaron.

    —Se te olvidó el paquete. —Le tendió un bulto envuelto en papel—. Dile que el encargo vale por dos botellas de su última cosecha.

    La joven lo cogió sin abrir la boca ni levantar la mirada del suelo.

    —Dos botellas —repitió en voz baja.

    Brigo la observaba con curiosidad.

    —¿Qué dijiste? —preguntó, aunque había entendido sin problemas—. ¿Va todo bien?

    —Sí, señor —murmuró con voz trémula.

    —Espero los disfrutes —dijo y se volvió en dirección a la tienda.

    Aloia no daba crédito. Por un instante creyó que el hombre la había pillado y que la denunciaría por ladrona. Echó a andar rumbo a casa de su abuela con la gata refunfuñando cada dos o tres pasos.

    Brigo se había detenido con la puerta entreabierta. Dio un vistazo en su dirección un instante antes de que la chica se perdiera al girar en la esquina. Sus ojos dorados brillaron y esbozó una tenue sonrisa.

    Eines aguardaba sentada en el sillón donde acostumbraba leer. Aloia había entrado con sigilo. No obstante, la bola de pelos delató su presencia con un fuerte ronroneo.

    —Tardaste más de lo previsto. ¿Tuviste algún problema?

    Aloia negó con la cabeza. Los ojos de Eines se posaron sobre el paquete que aferraba contra el pecho y sonrió de oreja a oreja.

    —Me distraje sin querer.

    —¿Pasaste por la panadería? —La joven guardó silencio—. No importa, luego hablo con Jonás. Veo que Baia te llevó con Brigo. —La mujer se levantó y extendió los brazos.

    La joven dejó el paquete en manos de su abuela. Eines destrozó el envoltorio. El rostro de Aloia se ensombreció.

    —Sabes que los odio —dijo cortante.

    Eines ignoró el comentario y le extendió los libros.

    —Son una maravilla, ¿no crees?

    La joven cogió los tomos. La cubierta de uno captó su atención. El rostro de la chica que le devolvía la mirada sobre el fondo azulado y ese barco lejano le hablaba de viajes y aventuras.

    —Dioses de Antara —murmuró Aloia con lentitud.

    La chica tragó saliva. La lengua se le había enredado como tantas otras veces. «Maldita dislexia». El pensamiento se esfumó como un suspiro.

    —Es un libro fascinante —dijo la mujer con entusiasmo.

    —¿Por qué me haces esto? Sabes que no puedo leer. Creí que tú sí me entendías, que me creías.

    Aturdida por la reacción de su nieta, la mujer se le acercó. Aloia reculó un paso y salió corriendo hacia su habitación. La gata maulló.

    —Ve con ella, querida. No es bueno que esté sola. —Baia, obediente, corrió tras la chica.

    Aloia dejó caer los libros sobre la mesita de noche y se tumbó en la cama. Baia arañó la puerta con tanto ímpetu que tuvo que levantarse y abrir. La gata entró y de un salto se subió a la cama. La joven se dejó caer. Seguía enfurruñada. Le encantaba Eines. Ella no se burlaba ni la acusaba de perezosa. La había escuchado o, al menos, eso había creído. ¿Por qué le salía con esto ahora? ¿Pretendía obligarla a leer igual que su madrastra? Baia maulló. Los ojos felinos se paseaban sobre la portada del libro. Aloia lo cogió y aspiró el aroma. Estuvo tentada de abrirlo. La certeza de que no entendería ni la mitad de las palabras refrenó el impulso. Un calor repentino la obligó a meter la mano en el bolsillo del vaquero. La gema que había sacado de la tienda refulgía. La culpa le despertó una sensación desagradable en el estómago.

    —Si pudiera ser alguien distinto —dijo en voz muy baja mientras frotaba la gema con el pulgar.

    La gata dio un zarpazo. El libro se abrió como por arte de magia. Una espiral de vívidos colores surgió del camafeo. Un viento gélido sopló con fuerza. Baia saltó al regazo de la chica y en segundos ambas desaparecieron.

    Un ronroneo junto a su oreja la sobresaltó.

    —Despierta, niña —dijo una voz femenina arrastrando las eres.

    Aloia se incorporó. El olor a salitre y humedad le revolvió el estómago. Dio un vistazo. Lo que la rodeaba semejaba mucho la bodega de un barco. El vaivén le provocó un leve mareo.

    —¿Dónde estoy?

    —Estamos, querida —corrigió la voz—. Nos trajiste al libro.

    Aloia se fijó en Baia y creyó que había perdido la cabeza igual que Eines. Los gatos no hablaban. Bajó la mirada hacia el papel que sujetaba. Abrió la boca y los ojos casi se le desorbitan. Leyó la frase con fluidez. ¿Quién sería Aidun? La portezuela de la bodega se abrió. La chica se guardó el papel en la manga de la blusa. Los ojos azules que la miraban con fiereza eran los mismos del joven que la trató con desdén. ¿Por qué estaría soñando con Artai?

    La voz de la gata irrumpió en sus pensamientos:

    —Ningún sueño, niña. Nos has traído al libro y estaremos aquí durante 24 horas, así que prepárate para la aventura que nos espera.

    Las veinticuatro horas se le hicieron demasiado breves. De vuelta en la habitación, Aloia miró el libro abierto sobre el colchón junto a la gema. Fijó la vista en el primer párrafo. Tal como esperaba, descifrar las palabras le costaba horrores. Miró el grabado en el camafeo. ¿Podría quedarse con el objeto? Un par de golpes sonaron contra la puerta. Eines entró sin esperar respuesta. Tras ella, Brigo permanecía de pie con los brazos cruzados. Ambos adultos se fijaron en el objeto. El hombre se adelantó.

    —Parece que tenías razón —reconoció Eines—. Así que te has ganado dos botellas más.

    La joven los miraba sin comprender.

    —¿Qué tal la aventura? Aposté con tu abuela a que aceptarías convertirte en libroaventurera. Nadie puede leer un libro y no enamorarse de la posibilidad que implica poder viajar entre líneas.

    —Lamento haberme robado su reliquia —dijo con las mejillas encendidas.

    Eines se sentó a su lado y le dio una palmadita en el muslo.

    —Acepto tus disculpas si me cuentas la verdad. ¿Disfrutaste del pequeño viaje? O de verdad odias los libros.

    La chica negó con la cabeza.

    —Odio no poder leer como los demás. Es frustrante que se burlen todo el tiempo o que piensen que soy perezosa.

    Baia maulló y se frotó contra los pies de su dueña.

    —Es una excelente idea —dijo Eines como si hubiese entendido lo que significaba la serie de maullidos.

    —Esa gata tuya es una joya, Eines, deberías dejármela unos días —propuso Brigo.

    La gata volvió a maullar, aireada. Aloia no daba crédito. ¿Se habrían vuelto locos los dos? Quizá había algún virus en el ambiente y por eso alucinaban. Aunque, visto lo visto, ella entraba en ese grupo también.

    —Sigo aquí, por si se os había olvidado. —Su abuela se echó a reír.

    —No nos hemos olvidado de ti, cariño.

    —Tienes que enseñarla a hablar con los gatos, va a resultarle muy útil si acepta.

    —¿Aceptar el qué? —La joven los miraba con las cejas muy juntas.

    —Baia ha propuesto que te dejemos la gema para que puedas viajar al interior de las historias —respondió el hombre.

    —Y que te busquemos los libros en digital para que puedas escucharlos. Así podrías disfrutarlos. Cuando mejore tu animadversión podremos comenzar a practicar la lectura.

    Aloia se estremeció de anticipación. ¿Podría tener la posibilidad de recrearse con los libros? Los labios se le curvaron en una amplia sonrisa.

    —Acepto —dijo y cogió el libro abierto—. ¿Podemos empezar con este? Quiero saber qué pasa con Aidun, Antara y el libro de los vínculos.

    —Por supuesto que sí, cariño. Además, la segunda parte es todavía mejor.

    —Y nada como vivir la historia desde cualquiera de los demás personajes.

    —¿Eso se puede? —preguntó entusiasmada.

    Ambos cabecearon a modo de asentimiento. Los ojos de Aloia chispearon de emoción. No podía esperar para regresar al libro. La idea de poder disfrutar de tantas historias hizo que el corazón le aleteara dentro del pecho. En su mente ya imaginaba cómo serían sus próximas veinticuatro horas.

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  • Los héroes también tienen pesadillas

    Un niño de entre 7 y 8 años con magulladuras en rodillas y en el rostro, sentado sobre un arcón. Tras él en la pared proyecta la silueta de Batman. La atmósfera de la estancia es algo triste y apagada. el niño permanece con cara pensativa.
    Imagen libre de derechos de Lothard Dieterich.


    La tarde ofrecía una brisa cálida, un sol brillante y un cielo claro donde las nubes jugaban a crear formas divertidas.

    Se asomó por la ventana y la vio en el jardín trasero. Salió corriendo de su habitación con Manchas siguiéndole muy de cerca. Descendió por las escaleras brincando a cada dos escalones y sonrió triunfal cuando aterrizó con ambos pies sobre la pequeña alfombra que su madre mantenía a los pies de la escalera.

    —Quieto ahí, Mike —dijo su madre cortándole el avance con los brazos en jarra—. ¿A dónde vas?
    —Nela está en el jardín, mamá —dijo como si aquello fuese razón suficiente.

    —De acuerdo, pero solo un rato, ¿eh? Luego vendrás y harás tus deberes.

    El niño asintió con la cabeza y salió disparado antes de que su madre pudiera cogerle para llevar a cabo el tedioso ritual de aplacarle el pelo rebelde y meter su camiseta por dentro de sus pantaloncillos cortos.

    Se percató de que tenía los cordones de una zapatilla sueltos y se agachó para atarlos con un lazo doble. Tras ocuparse de eliminar cualquier cosa que pudiera representar un peligro para una eventual escapada fugaz, se aproximó al jardín de su vecina.

    Manchas maulló con fuerza. Se arqueó y sacó las zarpas. Él sabía por qué; también lo había visto y estaba demasiado cerca.

    Inés se alejó de su hermana pequeña cuando el móvil comenzó a sonar con aquella melodía estridente. Mike echó a correr para evitar que se marchara, pero no llegó a tiempo. La verja lo había retenido demasiado. Estaba perdiendo la costumbre y la agilidad y eso no debía pasar.

    Sentada en su silla de ruedas, Nela se esforzaba por aumentar la distancia, pero aquella criatura monstruosa se movía demasiado rápido y la silla tenía el freno puesto.

    Desesperado ante la posibilidad de que el recolector atacase a su amiga otra vez, Mike se dobló y recogió dos piedras antes de echar a correr con todas sus fuerzas.

    Frenando y deslizándose entre la silla de ruedas y el monstruo, lanzó una piedra y luego la otra. La primera pasó a centímetros de aquella cornamenta repugnante mientras que la segunda dio en el blanco. La criatura chilló y se lanzó a por el chaval alejándose de la silla. Manchas echó a correr y de un salto llegó al regazo de Nela.

    Con la intención de alejarlo tanto como le fuese posible, Mike fue provocando al recolector que, no perdió tiempo en iniciar su persecución y señalarlo como objetivo.

    La criatura intentó embestirlo, pero Mike lo esquivó al rodar por el agreste terreno. Se raspó las rodillas y los codos, pero no le importó. Lo único que tenía en mente era que aquella criatura no se llevase el alma de Nela. Cogió varias piedras y se las lanzó. Muchas se perdieron sin dar en el cuerpo de aquella bestia, pero otro tanto sí que dio en el blanco.

    Frunció la nariz cuando vio aquel líquido espeso, verdoso y pestilente manar de las heridas del recolector.

    —Eres un crío estúpido —siseó la bestia—. Cuando acabe contigo, iré a por ella y tendré las almas que necesito.

    —Primero tendrás que atraparme, ¿no?
    La bestia dio un gran salto y ambos entraron en los predios del tupido bosque que circundaba su casa y la de Nela.

    Redujo un poco la velocidad porque necesitaba que la criatura lo persiguiese sin cambiar de opinión.

    Cuando llegaron al claro del bosque, el atardecer se vislumbraba en la bóveda celeste. Miles de formas fantasmagóricas; sombras espeluznantes se formaban entre los árboles y los arbustos. Inspiró hondo varias veces y tragó grueso cuando lo vio acercarse.

    Era todavía más horrible que el que los estuvo persiguiendo hacía unos meses.

    La criatura curvó lo que, en teoría deberían ser unos labios. Una hilera de dientes puntiagudos se extendía a lo largo de la curva. El recolector sacó su lengua y Mike pudo ver el aguijón. Tenía que ser valiente por Nela, ella ya lo había salvado una vez; por eso estaba en aquella silla; no podía rendirse, no justo ahora.

    La criatura hizo un ruido esperpéntico y Mike comenzó a temblar. Recordó la primera vez que había visto a Nela, sus hoyuelos al sonreír y la forma en que arrugaba la nariz cuando le explicaba cómo matar a cada monstruo. Ellos eran los elegidos y una vez te daban ese honor, ya no podías rendirte nunca jamás.

    Dio un brinco hacia atrás y evitó las garras venenosas por los pelos. Rodó por el suelo y se escabulló entre sus espantosas patas. El recolector se dobló sobre sí mismo para intentar cogerlo, pero Mike fue más rápido y al ponerse de pie, le dio una patada en el trasero a la criatura que fue a dar con las napias contra la roca que tenía en frente.

    El ruido de algo duro al quebrarse le dio escalofríos. Jadeante como estaba solo era capaz de pensar en Nela y en mantener a aquella cosa espantosa lo más alejado de ella.

    La criatura se levantó dando tumbos. El cuerno que sobresalía desde su hocico se había quebrado casi desde la raíz. Supo el instante preciso en que tenía que echar a correr antes de que aquella criatura se lanzase de nuevo al ataque y eso justo fue lo que hizo.

    El corazón le galopaba dentro del pecho, el aire le quemaba la garganta y la nariz. Los ruidos del bosque se iban interrumpiendo a su paso y tras cada chillido de aquella bestia el silencio que surgía en respuesta, se tornaba horripilante. Tropezó y dio con las rodillas en el suelo raspándose con los arbustos gran parte del rostro. Se volvió en el momento exacto en que el recolector lo apresaba entre sus garras y acercaba su aliento fétido hasta su boca.

    —¡Mike! ¿Despierta ya! —Se incorporó de golpe con el pelo pegado a su cabeza y una capa de sudor resbalándole por todo el cuerpo.

    —¿Qué pasa?
    Nela se cruzó de brazos haciendo un puchero. Se frotó los ojos bastante desorientado.

    —Te volviste a quedar dormido mientras leíamos el libro… —El chaval tiró de su camiseta para secarse el sudor que se le metía en los ojos—. ¿Cómo vamos a exponer mañana si tú te duermes?
    —¿Exponer?
    —¡Mike! Si sigues así de memo no voy a volver a sentarme contigo en clase.

    El niño se levantó, se tumbó en el suelo boca abajo y se asomó debajo de la cama. Luego comenzó a hurgar por toda la habitación.

    —¡Qué estás haciendo, jope! Verás tú como venga mi madre y me suelte una regañina por culpa de tu desorden.

    —Busco a los monstruos.

    —No seas tonto, Mike… los monstruos no existen.

    El grito de la madre de Marianela se escuchó amortiguado, pero con la suficiente claridad como para que la niña abriese mucho los ojos.

    —Venga, vamos a merendar… mi madre ha hecho bizcocho de chocolate y tenemos helado también. —La chiquilla tiró de su camiseta apremiándolo a moverse.

    Mike no dejaba de sentir como si alguien los estuviese vigilando. La piel se le puso de gallina cuando Nela salió disparada de su habitación. Escuchó sus pasos corriendo por la escalera y respiró hondo. Se volvió solo un instante y por el rabillo del ojo vio lo que creyó eran varias sombras moverse entre los muebles y las paredes. Le pareció escuchar voces muy bajitas y se quedó petrificado un instante. Los gritos de Nela lo hicieron apresurarse.

    —La próxima vez no escaparás…
    Se volvió con brusquedad, pero no vio nada. Se encogió de hombros y pensó que quizá Nela tenía razón y tendría que dejar de leer tanto terror por las noches.

    Dejó la puerta entornada y salió corriendo hacia las escaleras… por eso no vio los siniestros ojos endrinos que lo miraban marchar, difuminados entre las sombras.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto de mayo 2020, propuesto por Jose a. Sánches, @JascNet.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. La imagen que se propone y que está incluida en esta entrada
  • Viajando entre Líneas

    fotografía de unas manos sosteniendo una pila de libros de diferente tamaño
    Imagen tomada del Blog de Lidia Castro


    Echó a andar a toda prisa al ver aquel rayo atravesando el cielo oscuro y turbulento, seguido del trueno que presagiaba el inicio de la tormenta.

    Sintió las primeras gotas caer sobre su rostro justo cuando subía los escalones rumbo a la biblioteca. Unirse al club de lectura fue la mejor decisión que pudo haber tomado en su vida.

    Cogió aquel libro entre sus manos y lo acarició con devoción. Se ajustó las gafas, se acomodó en el asiento y aclarándose la voz, se preparó para volver a viajar al mundo de fantasías que le esperaba entre aquellas gastadas páginas.

    Esta historia fue escrita para participar en el ‘Escribir Jugando’ propuesto por Lidia Castro en su blog.