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  • EL PODER DE UN ALMA NOBLE

    Ventana a través de la cual se observa el interior de una estancia decorada de navidad
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com

    Porque nada es más poderoso que el amor.


    «El señor Elliot se ha quedado embobado mirando ese hermoso juguete de porcelana en el que una bailarina gira al son de una hipnótica melodía hasta que, finalmente, hace una reverencia y la cajita se cierra. El viejo se ajusta sus gafas redondas y esboza una sonrisilla desde sus finos labios antes de entrar en aquella vieja tienda de juguetes para llevarse a casa el objeto de su embelesamiento. Después, se sube las solapas de su raído abrigo marrón y regresa a la calle. Llama su atención un coro de niños entonando un bonito villancico al lado de aquel enorme árbol cuyas luces parpadean en el centro de la plaza, dotando al pueblo de una amalgama multicolor que por momentos lo ciegan.

    El señor Elliot camina despacio a través de las calles mojadas, donde los copos que empiezan a caer se funden, y no tarda en llegar a la humilde casa en la que lleva viviendo más de cincuenta años. Desde la ventana, atisba ya esas orejillas que lo esperan impaciente. Su fiel Labo, un viejo labrador que lleva con él diez inviernos y al que el frío acobarda. Aquella tarde ha preferido dejarlo en casa y el animal lo recibe con el entusiasta movimiento de su cola mientras él se deshace en carantoñas.

    Labo regresa al sofá, donde se aovilla, mientras el señor Elliot se quita los guantes y se frota las manos, tratando de entrar en calor. Después, azuza el fuego de la chimenea y camina hasta la bolsa para sacar el bonito juguete, que coloca sobre la repisa, sonriendo. Su arbolillo trata de emular con osadía y orgullo al que engalana la plaza y aunque sencillo, para él es el más hermoso del mundo, pues fue el que su difunta esposa, Emily, escogió.

    Se asoma a la ventana y se deleita en esa vida sencilla que discurre al otro lado del cristal. La noche de Navidad se acerca y él la pasará solo, como es habitual. A pesar de todo, pocas cosas son capaces de borrarle la sonrisa porque el señor Elliot ha hecho de los recuerdos un sostén para los días tristes y no una carga que lo debiliten.

    La nevada arrecia y el señor Elliot acude a la campanilla de su horno, avisándole de que el asado está listo. Se sirve en un plato y le pone su ración a Labo, que ha cambiado su lugar en el sofá por la alfombra que queda frente a la lumbre. El viejo se sienta en su mecedora y mira al perrillo con ojos brillantes.

    —Feliz Navidad, Labo.

    Un golpe despierta al señor Elliot, que se ha quedado endormiscado en su chimenea, con el plato sobre su regazo. Labo lo mira, con el cuello erguido y expresión inquieta. El hombre se levanta con dificultad, convencido de que han llamado a la puerta y cuando abre…»

    Labo se adelanta y comienza a ladrar y gruñir con fiereza. El señor Elliot le coge con fuerza por el collar. La mujer que se haya tambaleante en la puerta se lleva una mano al pecho y se desploma. El hombre apenas si tiene tiempo de sujetarla para que no caiga de bruces al suelo. El perro la olisquea gruñendo, intranquilo.

    —quieto, quieto, que solo es una dama, labo.

    Desde fuera, dos figuras se ocultaban entre el par de enormes abetos.

    —Tendrías que haberme hecho caso.

    —Da igual, cuando salga el sol estará acabada.

    Ambas figuras se desvanecieron entre las sombras.

    Labo seguía gruñendo a aquella mujer cuyo cuerpo desprendía un extraño aroma y cuya piel parecía hielo seco de tanto frío que expelía. Preocupado por el estado de aquella mujer, el señor Elliot pensaba cómo socorrerla. Se inclinó para retirarle el cabello del rostro. Dio un respingo al sentir como la piel de la mujer quemaba de lo helada que estaba. Se acomodó las gafas para verla mejor, no parecía azul; tampoco morada; se irguió con esfuerzo mirando hacia la chimenea. Tenía que calentarla antes de que fuese a morir de hipotermia.

    —Venga, Labo. Hagamos nuestra buena obra de Navidad.

    El perro tensó las orejas, alerta. Ayudando a su amo, no sin hacer un gran esfuerzo, entre ambos lograron acercar el cuerpo de aquella mujer hacia el calor de la chimenea.

    Ecluise abrió los ojos. El dolor que sentía en todo el cuerpo la consumía. Miró con los ojos desorbitados aquella estancia. No tenía idea de dónde se encontraba, pero sabía que sería su última morada.

    —¿te encuentras mejor? —aquella voz seguida de esos ladridos restallaban en su cabeza.

    Ecluise se esforzó en enfocar y se topó con aquellos ojos amables y preocupados, resguardados tras aquellas gafas redondas.

    —Mátame, por favor —el señor Elliot abrió los ojos como platos.

    —Tranquila, no vas a morir; llamaré al doctor Rutherford, te pondrás bien.

    —escucha, no me queda mucho tiempo —Labo seguía ladrando, nervioso—. Cuando amanezca, solo seré un montón de cenizas secas.

    Elliot le tomó la mano con fuerza. Ecluise se sorprendió de la fuerza vital de aquel anciano. Su tacto era tan firme, tan cálido. Sintió ganas de llorar.

    —dime, ¿qué puedo hacer por ti? ¿quieres que llame a tu familia? —Ecluise cerró los ojos al pensar en su familia. Había sido tan arrogante y soberbia al creer que tenía el poder suficiente para enfrentar a cualquier criatura ella sola.

    —No puedes, no son de este plano —Elliot se compadeció de aquella mujer. Parecía tan desdichada.

    —dime entonces, ¿cómo puedo aliviar tu dolor?

    —Mátame, ten piedad y acaba con mi existencia —el perro había dejado de ladrar pero permanecía tenso e inquieto, yendo de un lado a otro olisqueando una y otra vez, como si percibiese algún peligro inminente.

    —No puedo hacer lo que me pides —Ecluise apretó los dientes arqueándose por el dolor. En su rostro se había dibujado un rictus de agonía que al señor Elliot le partió el corazón.

    —Tiene que haber alguna forma de ayudarte —Lágrimas mojaban el rostro de Ecluise, que comenzaba a tomar un tono grisáceo y macilento.

    —Cómo puedes aguantarlo —El hombre no entendía a qué se refería.

    —No te entiendo, ¿aguantar el qué?

    —el frío… me quema. —Elliot estaba tan preocupado por ella que había olvidado por completo la sensación de quemazón. De hecho, ya no la percibía.

    —No lo sé, solo pensaba en la manera de aliviarte —Ecluise comprendió entonces, que su familia siempre había tenido razón. La magia no valía de nada si no había sentimientos de por medio. Aquel hombre estaba lleno de amor y compasión y era eso lo que mantenía el conjuro a raya.

    Labo se tensó, apoyando los cuartos traseros en el suelo en actitud protectora. El señor Elliot intentó cogerle por el collar con la mano libre, pero un destello de luz cortó en seco sus intenciones.

    Elliot no daba crédito a lo que veía. En medio de su pequeño salón, un hombre enorme y con cara de pocos amigos acababa de aparecer de la nada.

    Ladeando la cabeza, el hombre parecía valorar la situación, mientras el señor Elliot pensaba que no volvería a zamparse un plato tan rebosante de asado por la noche. No le importaba quedarse dormido frente al fuego, pero esos sueños eran demasiado extravagantes para su edad.

    El hombre se acercó, hincándose de rodillas para tomar entre sus brazos a aquella mujer. Elliot desvió la mirada cuando el hombre la besó en los labios y estuvo a punto de dejarles a solas, pero la mujer le apretó con fuerza la mano. Así que se mantuvo sentado como pudo, sosteniendo la mano de aquella desconocida.

    —No dejaré que te marches —Aquel hombre tenía una voz grave y con un acento que nada tenía que ver con los que había escuchado Elliot alguna vez.

    —el conjuro es poderoso, no quiero convertirme en un engendro —Elliot tragó grueso. No quería escuchar pero era imposible no hacerlo.

    —Aún sigues aquí —La mujer desvió la mirada hacia su salvador.

    El hombre se fijó en el anciano y en su mano sosteniendo la de Ecluise y su gesto se dulcificó.

    Enfocando sus ojos en Ecluise y concentrando su poder, se conectó con ella usando la telepatía. Elliot se dio cuenta que entre la pareja había un vínculo muy fuerte. Parecía que pudiesen hablarse sin palabras. Eso le trajo recuerdos de su Emily y de lo mucho que disfrutaban de las tardes juntos, paseando en silencio.

    —No puedes hacerlo, Altair. Es un alma noble.

    —No quiero perderte, Ecluise, estaré muerto sin ti —Ecluise ahogó un lamento—. Es solo un alma humana —dolorida, desvió su mirada hacia el señor Elliot que parecía perdido en su ensoñación.

    —Es un alma noble, No la destruyas por mí.

    Altair se hallaba desesperado. Sabía que Ecluise tenía razón, las almas nobles eran vitales para mantener el equilibrio. Pero su amor por ella la cegaba y no había tiempo que perder.

    Decidido a no perderla, dejó el orgullo de lado y por primera vez en su existencia, pidió ayuda, rogando al universo porque su súplica fuese atendida.

    —Ayúdanos, por favor —Elliot se fijó en aquel hombre que parecía tan desesperado como él cuando perdió a su Emily.

    —Te escucho.

    Altair explicó lo que ocurría y cómo Elliot podía ayudarles. Tras sopesar los pro y los contra, el anciano tomó una decisión. No sin antes pedir en voz alta lo que anhelaba su corazón.

    —¿será doloroso? —Elliot pensaba en la agonía de aquella mujer y se estremeció.

    —te doy mi palabra de que no. Solo será como cuando te vas a dormir —Ecluise no podía creer que aquel anciano estuviese dispuesto a sacrificarse.

    —Estoy listo.

    Altair y Ecluise se miraron un instante. Jamás olvidarían a aquella alma noble que les había obsequiado una segunda oportunidad.

    Elliot no supo qué ocurrió. Durante aquel tiempo en que permaneció tendido al lado de la mujer, solo pensaba en su Emily y en la hermosa vida que habían vivido juntos. Con lentitud fue cerrando los ojos hasta que exhaló su último aliento. Labo le lamía el rostro mientras gimoteaba, confundido.

    —¿Cumplirás tu promesa? —Altair asintió, solemne.

    —Es lo mínimo que puedo hacer luego del obsequio que nos ha dado —Ecluise entrelazó sus dedos con los de Altair.


    El cuerpo del señor Elliot fue enterrado junto al de su amada esposa. Desde las alturas, el anciano frunció el entrecejo un instante. Emily se le acercó, abrazándolo con esa ternura tan cálida que a él siempre le había fascinado.

    —Un beso por tus pensamientos —El señor Elliot relajó el entrecejo.

    —mejor que sean dos, cariño.

    —Vale, entonces serán dos —Elliot sonrió un instante y luego volvió a fruncir el entrecejo.

    —¿qué ocurre, querido?

    —que no tengo nada para ti esta Navidad. Con tantas cosas, olvidé la bailarina sobre la repisa.

    Emily soltó una risita cantarina. Elliot olvidó lo que le había estado preocupando.

    —tontín, pero si mi regalo de Navidad eres tú, cariño —Labo agitaba la cola con entusiasmo, mientras Emily y Elliot echaban a andar adentrándose en aquel paisaje invernal.

    Ecluise observaba la escena, enternecida, mientras Altair le abrazaba desde atrás.

    —Ha sido un generoso detalle por tu parte traer al compañero de Elliot —Altair le daba un beso en la coronilla, estrechándola con fuerza entre sus brazos.

    —Nada se compara a la generosidad de esa alma —Ecluise se apartó, girándose para verle la cara.

    —¿Podrás perdonarme?

    —Ya lo he hecho.

    Altair la atrajo hacia sí, inclinándose para besarla como si en ello se le fuese la existencia. Ecluise se aferró a su cuello y dejó que el amor que había albergado en su corazón por tanto tiempo, fluyese libre y sin ataduras. Por primera vez se dio el permiso de sentir lo que el poder del amor podía lograr. Mientras sus almas se fundían en aquel beso, Ecluise supo que entre ambos se había forjado un vínculo que los uniría por toda la eternidad.

    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Imagena’ desafío literario de diciembre propuesto por Jessica Galera en su Fantépica.

  • LA ORUGA IMPERTINENTE Y EL HADA

    Bosque Mágico de cuento de Hadas
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

    Dedicado a todos aquellos que necesitan aprender a mirarse más y mejor…


    Vagaba la pequeña hada triste por los recónditos rincones del bosque mágico, llorando la pérdida de su amor. Agazapada entre un montoncito de tréboles, la oruga se arrastraba con dificultad.

    —eh, tú —seseó la oruga, asomando su pequeña cabeza entre las aterciopeladas hojas—. ¿Puedes echarme una mano?

    El hada, ensimismada en su dolor, siguió ajena a la petición de la oruga, hasta que pensando que era una piedra, la pateó.

    —¡Ay! —chilló la oruga, frotándose entre las hojas para mitigar el dolor— ¿Qué acaso no ves por donde caminas, niña?

    El hada, sorprendida alzó la mirada. La pequeña oruga la observaba entre dolorida y consternada.

    —Lo siento —la voz del hada asombró a la pequeña oruga—; es que no te vi.

    —Y tanto que no me viste, si hasta me pateaste con ganas —Se quejó un poco la pequeña oruga.

    El hada alzó las cejas, negando con la cabeza.

    —¿Cómo dices que lo he hecho con ganas? ¿tú no estás en mi cabeza para saber qué pienso, ni en mi corazón, para saber qué siento.

    —Eso es cierto —confirmó la oruga—, pero no necesito estar allí dentro, igual me has pateado y ni cuenta te diste de ello —El hada se cruzó de brazos, enfurruñada—. Mírate ahora, a la defensiva; como si yo te hubiese hecho algo, cuando eres tú la que me ha pateado a mí.

    —Ya te dije que no fue adrede —Los labios del hada temblaban reprimiendo las lágrimas—. Es que tú no entiendes.

    —¿qué tengo que entender? … que vives en tu mundo ¿y por eso ni cuenta te das de lo que te rodea?

    El hada rompió a llorar, desconsolada. La oruga, se acercó un poco más, pero dejando la suficiente distancia por si el hada, distraída, la volvía a patear.

    —¿Por qué lloras así, niña?

    —Porque perdí a mi amor y también mi magia.

    —El amor no se pierde, ni la magia tampoco; eres un hada, deberías saberlo.

    —Ahora mismo no sé nada —el hada rompió de nuevo a llorar con ganas.

    La oruga, se acercó solo un poquitín, aún no confiaba en que el hada no la pateara por andar toda despistada.

    —Y si no lo sabes tú, ¿quién lo va a saber? —El hada se giró para mirar a la pequeña oruga.

    —¿A quien le importa eso? Nadie me entiende; tú tampoco.

    —a mí no me importaba, hasta que me pateaste.

    —¿Vas a seguir con la cantinela? Ya te dije que no fue adrede.

    —Y tú, ¿vas a seguir con la llorantina, llevándote por delante a todo ser viviente porque nadie entiende cómo te sientes?

    —Yo no hago eso.

    —¿Seguro? —el hada miraba a la oruga, pensativa.

    —Creo que no lo hago —titubeó un instante—; al menos no me he dado cuenta.

    —¡Touchè! —El hada se sobresaltó, frunciendo el cejo—. Estás tan ensimismada en tu dolor, en lo que sea que sientes, que no te das cuenta de lo que haces, de lo que dices. Eso es un problema, ¿sabías?

    —¿Para quién va a ser un problema?

    —Para lo que te rodea, niña… incluso para ti misma —el hada se puso de pie, enfadada.

    —tú no sabes lo que dices, eres una simple oruga, tú no entiendes.

    —bueno, no hay mucho que entender —La oruga la observaba, serena—. Estás dolida, te sientes sola y abandonada.

    —¡te dije que mi amor se murió!

    —No, me dijiste que lo habías perdido… lamento que te sientas así, pero sabes una cosa, aferrarte al dolor, la tristeza y el pasado no revive a ningún ser viviente.

    —Eres una oruga tonta e insensible… estúpida.

    —Puede que lleves razón, pero no soy la única criatura tonta por aquí en este mundo —el hada miraba a la oruga con rabia—. Lo de insensible, es cuestionable —el hada abrió mucho los ojos, atónita ante aquella criatura—. ¿por qué soy insensible según tú? Porque no sufro como tú, porque me atreví a decirte lo que pienso, o porque no busco consolarte como te gustaría.

    —Eres una oruga insufrible y malvada.

    —Lo de malvada también es cuestionable, ¿lo sabías? —El hada comenzó a deambular frente a la pequeña oruga, resoplando.

    —Es que tú no me escuchas… nadie lo hace en realidad.

    —No has dicho nada todavía. Solo te lamentas y repites siempre lo mismo.

    —¿Cómo que no he dicho nada? —la oruga asintió con un leve movimiento de cabeza.

    —a mí no me has dicho nada de ti. Solo hablas de tu amor… ¿y qué de ti? Tu amor se murió, pero tú sigues aquí.

    —Es que él lo era todo para mí.

    —Pues que pena que sea así y que no seas tú todo para ti misma.

    El hada, furiosa por el atrevimiento de la oruga le lanzó un hechizo que casi la convierte en piedra como al helecho.

    —¡Vaya! —exclamó la oruga—, después de todo no has perdido tu magia como decías, ¿no?

    El hada se sonrojó hasta las puntiagudas orejas.

    —Eres una oruga exasperante, insensible y muy estúpida.

    —Es posible, pero cuestionable. Por cierto, ¿sabías que todo eso que te molesta de los demás, es lo que no aceptas de ti misma, niña?

    —¡que te den! Vete a hacerle terapia a una hoja de lechuga.

    —¿Y ahora quién es la insensible? —el hada estaba furiosa y sus pequeñas alas comenzaban a refulgir recobrando su verdadero color—. Hacerle terapia a algo que vas a comerte segundos después es muy cruel, por si no te habías dado cuenta de ello.

    —No sé por qué pierdo mi tiempo hablando con una oruga come lechugas y estúpida.

    —Esa es una muy buena pregunta, que solo puedes responderte tú, como todas las preguntas que tengan relación contigo, tu vida, tus sueños, tus metas, tus esperanzas.

    —Eres odiosa —La oruga estuvo a punto de responderle, pero el hada la interrumpió—… sí, ya sé, me dirás que eso también es cuestionable.

    —Desde luego, todo en la vida lo es, niña —El hada se dejó caer sobre un colchón de musgo, frustrada.

    —Es demasiado duro vivir sin él.

    —La vida es dura, niña. Mírame a mí, pasaré toda la noche haciendo mi crisálida y mañana la romperé y ya no seré yo, seré otra. Y dolerá, porque todos los cambios profundos y trascendentales duelen —El hada negó con la cabeza.

    —No es lo mismo, tú estás sola, no has perdido a nadie…

    —sí, y no entiendo… si eso ya me lo has dicho antes —interrumpió la oruga—. En el fondo no sabes nada de mí; si he perdido o no he perdido a alguien. En todo caso, por si no te has dado cuenta, nacemos y morimos solos y aunque encontremos a alguien con quien compartir nuestras hojas de lechuga —el hada frunció el cejo ante aquel comentario—, crecemos solos. Nadie nace, crece o muere por nosotros… otra cosa es que decidamos echarnos a morir porque resulta más fácil y cómodo.

    —estás loca, ¿sabías? —La oruga asintió, sonriendo.

    —todos estamos un poco locos y quien lo niega está más loco todavía.

    —Pero yo no hago eso, no me hecho a morir.

    —¿Seguro? Lo mismo dijiste antes —El hada desvió la mirada, abrazándose las rodillas.

    —a veces es más fácil aferrarse a la tristeza, a los recuerdos, que lanzarse al abismo de lo desconocido, de lo que está por venir y no tenemos idea de cómo será —Los ojos del hada se llenaron de lágrimas—. Otras veces la culpa sabotea y pensamos que aferrándonos al recuerdo de quien se fue, nos resarcimos de lo que pensamos no hicimos como debíamos; nos autoengañamos creyendo que podemos mantenerlo vivo de alguna manera, porque de forma inconsciente creemos que seguir adelante es una forma de traicionar su memoria, de traicionarles.

    —¿Y no lo es? —La oruga se encogió de hombros.

    —¿eso qué importancia tiene? Tu amor ya no habita este plano.

    —Importa para mí.

    Importa para ti, pero no para el resto del mundo, ¿lo entiendes —el hada negó con la cabeza, secándose las lágrimas.

    —Eres un hada, si sigues como vas, ocasionarás un desequilibrio en el mundo de las hadas. ¿Acaso no conoces el efecto mariposa? —El hada volvió a negar.

    —Olvídalo, lo importante es que entiendas una cosa —El hada escuchaba con atención—: él ya no está aquí y por mucha magia que reúnas, no le harás volver. Te aferres, te apegues, hables de él todo el día, pienses en él todo el día. Él se fue, quien sigue viva eres tú.

    —¿Insinúas que no cumplo mi rol de hada?

    —Bueno, a mí me pateaste y casi me petrificas, tú me dirás.

    —Pero ¿quién te has creído?

    —solo soy una oruga, ni más ni menos —El hada cambió de posición, lanzándole una mirada fulminante—. Además, ¿quién fue la que dijo que había perdido su magia?

    —Eres una oruga entrometida, insensible, gorda y estúpida.

    —Y venga de nuevo. ¿nadie te ha dicho que te pones muy víctima, niña? —La oruga comenzó a moverse, despacio.

    —¡Capulla! —La oruga alzó una de sus cejas, pensativa.

    —Eso tiene más sentido, la verdad, aunque te has adelantado unas cuantas horas; lo que no quita que te pones un poco víctima cuando se te dice lo que no te gusta —La oruga comenzó a alejarse.

    —¿Me dices eso y te vas?

    —la vida sigue, niña. Ya tienes bastante con qué sentarte a pensar. Yo tengo que ir a construir mi capullo.

    —Puedo hacerte uno con mi magia —La oruga asintió.

    —Puedes, pero no sería igual. Cada quien tiene que ocuparse de crecer y definirse a sí mismo y hay tareas en que las ayudas entorpecen el camino —La oruga la miró por última vez—. Ocúpate de ti, niña y fíjate más en lo que haces, no sea que termines pateando a alguien más.

    —Eres insoportable.

    —Es lo que tiene ser una oruga a punto de ganar.

    —¿Cómo que a punto de ganar?

    —claro, niña… mañana, cuando rompa mi crisálida, ganaré un par de alas y con ellas, mi libertad —La oruga miraba las alas del hada con gran admiración.

    —¿Qué miras?

    —tus alas… son preciosas y tan llenas de color.

    —No lo sabía, como nunca me las veo.

    —bueno, quizá es hora de que empieces a verte más.

    La lluvia empezó a caer. El hada volvió a su pequeña aldea entre la copa de los árboles. A la mañana siguiente el sol brillaba en lo alto, creando diminutos arcoíris al chocar contra las gotas que aún quedaban descansando perezosas sobre las otoñales hojas.

    Un poco más allá, en la rama de enfrente, El tenue aleteo de una mariposa produjo una suave brisa. El hada inspiró profundo reconociendo el aroma de los olivos. Presa de la curiosidad, salió de su pequeña cabaña y pudo ver a la mariposa alejarse, revoloteando y posándose en las diferentes flores que cubrían el suelo de aquel bosque mágico.

    Recordando las palabras de la oruga, descendió para asomarse en la curiosa charca que siempre se formaba tras una noche entera de lluvia. El precioso color de sus alas la dejó sorprendida. Las palabras de aquella sabia criatura cobraron una vitalidad inusitada. Ella tenía razón, no había perdido ni el amor ni la magia, porque ambos habitaban en su alma.

  • El Abarrote Mágico

    Fotografía de una preciosa bruja gótica
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    Como toda bruja que se precie de serlo, cada semana visito el abarrote de Merlín, ese, que está en la esquina de Apariciones con tierra de Nadie. Toda bruja y hechicero lo conoce, porque se especializa en los ingredientes más selectos y difíciles de hallar, además de que tiene la singularidad de funcionar las 24 horas.

    Por supuesto, las brujas de verdad no vamos allí de día, el horario diurno solo es para aquellos mortales carentes de magia, que lo que buscan es alimentar sus estómagos.

    Si los tontos mortales supieran que mucho de lo que ellos llaman gourmet, nosotros lo usamos para ¡hechizos de limpieza!

    ¿Dónde me quedé? Ah, sí. Como os iba diciendo, todas las semanas voy al abarrote de Merlín, a abastecerme apropiadamente. Ayer, cuál fue mi sorpresa, mientras me paseaba por el túnel de los retinianos, me conseguí a ¡Ravena!; y no es por andar de lengua viperina, pero la pobre nunca consiguió retomar su belleza inicial después de intentar acabar con Blanca Nieves. Arrugas le sobraban a raudales. Claro está que, por diplomacia brujeril, omití deliberadamente hacérselo saber. Y menos mal tuve la astucia suficiente de hacerle señas a Maléfica, que venía de la catacumba de los dragones, antes de que metiese la pata hasta el fondo; porque veréis,Maléfica es demasiado transparente, y todo, absolutamente todo se le nota ¡y todo se le sale!

    Afortunadamente, Ravena tiene presbicia y miopía, así que ni cuenta se dio del tic nervioso de Maléfica intentando aguantarse para no soltarle una buena parrafada de ingredientes para pócimas rejuvenecedoras. Debo acotar que no todo lo hice yo sola, el guapo de Mandrake me echó un cable al hacer que todos los calderos comenzaran a desfilar al son de la macarena —Merlín le enseñó ese truco hace añales—; desliz que también aprovecharon Flora, Fauna y primavera para colarse sin que Maléfica se diese cuenta.

    Tristemente la noche no fue perfecta; el que no debe ser nombrado, sí, ese mismo, se apareció del brazo de Bellatrix y casi nos arruina la tertulia lanzando Avadas Kedabras por doquier; es que ese también anda bien cegato, gracias a Harry Potter.

    Hablando de Potter, se apareció de lo más campante con Ron, Hermione y Gini, su mujer; menos mal que para ese momento, Voldemort ya había agotado la paciencia de unos cuantos Hechiceros y magos, y lo sacaron a empujones, luego de haber alborotado a todas las ranas rinocerontes del camino de los batracios. De no haber sido así, ¿os imagináis cómo habría quedado el abarrote de Merlín?

    No, no, mejor ni pensar en eso, que ya tuvimos bastante aquel día en que la Bruja Mala del Oeste se puso a perseguir a la Bruja Buena del Sur por todo el laberinto herbáceo. ¡Nos tuvieron casi un mes sin provisiones! Ni lavanda, ni jazmín, ni hierbabuena, ni albahaca, ni eléboro, Ni cáñamo, ni sándalo, ni eucalipto.

    ¡Mejor no lo recuerdo, que me termino perdiendo en el tiempo! Es que, veréis, distraerse en el abarrote de Merlín es sumamente fácil y termina una siempre o en otra dimensión, o en otra época; y la masa no está para bollos, ni la magia para que una la desperdicie en semejantes gilipolleces.

    Pero como os iba diciendo, menos mal que no se encontraron Potter y el que vosotros sabéis, o nos habrían tenido perdiendo toda la noche esquivando rayos verdes, varitas y librándonos de transformaciones a medias. Claro, que la aparición de Jadis, casi casi, ocasiona que las hadas se quedasen congeladas más allá de la primavera y nos quedásemos sin polvo de hadas hasta que a ella se le ocurriese, pero por suerte solo entró por unas cuantas sanguijuelas y con la misma se marchó, dejando todo helado como una nevera.

    Suerte que yo iba con una lista pequeñita —apenas buscaba escamas de dragón de fuego, pezuñas de unicornio, polvo de hadas, hiervas varias, velas de colores, uñas y pelos de un gato negro, un calderito de cobre y una escoba nueva de cedro—; y Hendricks, el druida, muy amablemente me colaboró, mientras yo estaba atrapada entre Ravena, Mandrake y Maléfica, a quien de pronto se le ocurrió explicarnos una nueva forma de convertir príncipes en sapos, para lo cual pretendía usar a Gandalf, a quien, por supuesto no le hizo nada de gracia el intento; de hecho, se puso tan furioso que le lanzó un hechizo para convertirla en lagartija y por un pelo de unicornio, no convirtió a Elías, el gnomo —asistente de Merlín— en un dragón de Comodo.

    Qué nochecita, ¡qué nochecita! Hacía mucho no me divertía tanto yendo de compras y es que nunca imaginé que sería tan divertido ver correr a Maléfica, varita y tacones en mano, con un Gandalf furioso detrás, intentando todo hechizo transformador, mientras ella de cuando en cuando se defendía hechizando calderos, escobas y báculos. En realidad yo creo que esos dos se traen algo, pero Delfos, el oráculo no ha querido confirmarlo.

    ¡Y eso que llevamos siglos preguntándoselo!

    Confieso que esta vez aproveché el alboroto para desaparecer —no sin antes pagar por mi pequeño surtido de ingredientes mágicos—; no me apetecía exponerme al asedio de Fistandantilus que, como sabéis, tiene esa obsesión por querer robarle la vida a los demás, y, no, gracias, me gusta mucho mi vida siendo bruja; así que sin pensarlo mucho, tomé mi alforja mágica y, ¡zas! me esfumé. Menos mal he aprendido a desaparecer en un pestañeo, porque por poco no lo cuento, el fastidioso de Randall Flagg me seguía los pasos, el muy necio; es que ¿sabéis? hay magos y hechiceros que no aceptan un «no», por respuesta.

    En fin, otro día os contaré mi historia con Randall, que ahora mismo ya no me queda tiempo; Mandrake casi llega y prefiero no hacerle esperar; ¡hoy tocan hechizos de amor danzando desnudos bajo la luna llena!

  • El Hechicero Y La Señora De La Luna Oscura

    fotografía de un árbol en medio de un paisaje algo tenebroso
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    “A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo.” Jean de La Fontaine.

    Desplegó sus amplias alas el búho, antes de posarse en la rama de aquel vetusto roble y comenzar a emitir su tan singular ulular. Su plomiza compañera giró la cabeza con tal rapidez, que, de no tratarse de un movimiento típico en dichas aves, habría parecido un verdadero desplante. Estirando sus alas al máximo, el búho retaba una y otra vez a su compañera, quien guardaba silencio ante semejante comportamiento. La hembra, impasible, giró de nuevo su cabeza y abrió los ojos. El búho replegó sus alas en un solo movimiento. Su compañera comenzó a ulular siguiendo un ritmo hipnótico mientras le observaba de tal forma, que sus ojos refulgían como dos llamas ardientes esperando devorar todo a su paso.

    En lo alto, la luna brillaba acariciando con su luz aquel tétrico paisaje, mientras a lo lejos, el tenue ulular de otros búhos daba paso a un sinfín de sonidos esa noche.

    Minutos después, la usual cacofonía se veía interrumpida de improviso, permitiendo que el silencio lo subyugase todo. El búho, presa de la inquietud intentó alzar el vuelo, pero le fue imposible.

    Nubes densas y tormentosas se arremolinaban intentando sofocar a la luna, que luchaba por permanecer altiva ante el silencio que, retador se negaba a ceder el espacio ganado.

    Aquel singular ulular volvió a escucharse y de súbito una tormenta se desató con tal furia, que hasta los robles más robustos temblaban expectantes.

    El cielo estalló tras un relámpago iridiscente, seguido de cerca de un ruido atronador que se perdía en el horizonte, reverberando hasta el fondo del acantilado, confundiéndose con el rugir del mar que también embravecido, chocaba azotando las rocas.

    La lluvia, helada y filosa caía sin cesar empapando todo a su paso. Los búhos que minutos antes permanecían a resguardo, alzaron el vuelo en dirección al oscuro castillo que descansaba en lo más alto de la ciénaga.

    Las rapaces aves planearon rodeando la torre más alta, hasta que por fin decidieron avanzar. La ventana, abierta de par en par les dio la bienvenida.

    Tras otro potente relámpago, el empapado plumaje de aquellas aves fue desvaneciéndose bajo un par de pieles algo cenicientas, al menos bajo la tenue iluminación que mantenía casi en penumbra aquella estancia.

    —te he dicho mil veces, que un búho no es la mejor elección, Patrick ¿Por qué siempre te empeñas en desafiarle de esa manera?

    Patrick achicó los ojos mientras comenzaba a secarse el grueso y ondulado cabello, frotando con fuerza los mechones que le rozaban los hombros y que, a su vez, enmarcaban su rostro aguileño de facciones poco agraciadas que le otorgaban un aspecto de hombre frío e implacable.

    —Te crees una sabelotodo, ¿no? —Sorcha frunció el cejo, arrugando de paso la nariz, al escuchar aquella voz tan poco melodiosa, mientras hacía lo propio secándose y procurando avivar el fuego que se negaba a extinguirse en la chimenea.

    —No se trata de ser más lista; solo es cuestión de sentido común. —Patrick apretó los dientes con fuerza mientras se vestía con las prendas que había dejado sobre el brazo del sofá.

    —¿Y si es cuestión de sentido común, para qué te aventuraste conmigo? —Sorcha cerró los ojos un instante, mientras elevaba una plegaria que le ayudase a expandir su paciencia una vez más y se colocaba su atuendo habitual.

    —¿Será porque la señora me asignó como tu guardiana e instructora?

    —No necesito tal cosa.

    —Pues no me lo digas a mí, que no he pedido yo el cargo.

    —No veo que te desagrade demasiado ser testigo de mis fracasos —Sorcha se abalanzó en segundos sobre el joven, gruñendo de forma visceral mientras le cogía del cuello, mostrándole aquel par de filosos colmillos.

    —comienzas a agotar mi paciencia, hechicero —Patrick permaneció inmóvil, sin perder de vista aquellos colmillos.

    En menos de lo que dura una inspiración profunda, la habitación se oscureció por completo adoptando una temperatura casi glacial.

    Sorcha soltó a Patrick, empujándole contra el sofá, mientras se hacía a un lado, esforzándose por recobrar la compostura.

    —Lo siento, mi señora —Lilith hizo un gesto con la mano, restando importancia al incidente.

    —Déjanos a solas, hija mía —Sorcha intentó contradecir la petición, pero no lo pensó dos veces, hizo una ligera reverencia y se desvaneció.

    Patric observaba con evidente repulsión a su carcelera.

    —Parece que no te encuentras a gusto, querido. ¿No te ha parecido encantadora la tormenta? —Patrick luchaba por ponerse en pie, pero una fuerza sobrenatural le mantenía hundido en el sofá.

    —Quiero salir de este encierro y volver. No puedes retenerme aquí.

    Lilith sonrió, benevolente.

    —Puedo, de hecho, es lo que haré y sería mejor que lo asumas; Sorcha no suele tener demasiada paciencia con los hombres rebeldes y tengo muchos planes para ti que no quiero retrasar —Patrick se esforzaba cada vez más para combatir a lo que sea que lo tuviese retenido de aquella manera.

    Lilith se acercó, despacio. Disfrutaba del espectáculo que le proporcionaba la reticencia del hechicero. Cuando estuvo apenas a centímetros de distancia, se inclinó un poco para rozarle el rostro con la yema de los dedos.

    —Es la hora, hechicero. Tu destino está por comenzar.

    Patrick intentó alejarse de aquella caricia y aquel rostro que un día le había subyugado al punto de hacerle perder la voluntad; con todas sus fuerzas quiso gritarle; quería arrojar todo su poder contra esa criatura, pero fue incapaz de abrir la boca o moverse.

    —Disfrutaré mucho tu conversión. Tenerte entre mis filas es la mejor decisión que he podido tomar en siglos, Patrick.

    —sueña con eso, pero no lo des por hecho, maldita bruja —Lilith rio complacida escuchando los pensamientos de Patric, mientras acariciaba aquella tentadora yugular de arriba abajo, en una caricia tan erótica que ni el poder del hechicero pudo soslayarla.

    —No luches, mi fiel guerrero. Entrégate al placer y a mi voluntad.

    —No quiero convertirme en un maldito chupasangre; no quiero servir a tu oscuridad, ni ser uno más de tus esclavos —los pensamientos de Patrick fluían desordenados, víctimas del poder de Lilith que se acercaba con sutileza al cuello del hechicero, rozando sus labios sobre aquel punto palpitante, erotizándolo, seduciéndolo, a pesar de los intentos del hombre por no sucumbir al deseo.

    —Siempre has servido a mi oscuridad, Patrick, aún sin saberlo. Aún cuando creíste que servías al señor de las tinieblas; lo cierto es que siempre me has servido a mí. —Patrick cerró los ojos al sentir el poder de la oscuridad abriéndose paso por cada centímetro de su cuerpo, mientras Lilith hundía sus filosos colmillos y comenzaba a vaciar su vitalidad.

    —No puedes tenerme —musitó el hechicero, mientras se sentía arder en las llamas del infierno.

    Lilith succionó por última vez y lamió ambos orificios con delicadeza. Satisfecha por sentir el poder de ambos vibrando y dando paso a una nueva existencia, se apartó despacio admirando su obra.

    —Puedo y te tendré. Serás el comandante de mis ejércitos —Patrick reprimió un gemido al sentir como se corría en un potente orgasmo y su cuerpo se transformaba con brutal avidez, gracias al poder de la señora de la luna oscura.