Etiqueta: Maldición

  • EL CANTO DEL DIABLO

    Un hombre aterrorizado está a punto de ser atacado por una ave gigantesca de aspecto indefinido en un bosque tenebroso
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    Si Maurice hubiese conocido lo que ocurría en la casa que acababa de alquilar, de seguro se lo habría pensado dos veces antes de habitarla. Dos días le tomó trasladarse al pequeño pueblo donde continuaría con el manuscrito de su novela. Al tercer día salió al jardín trasero. Quizá la vecina sabría decirle dónde podría deshacerse de la jaula vacía. Odiaba socializar; sin embargo, evitarlo podía acarrearle una mala fama que no le convenía en absoluto. Entablaría un diálogo breve. Lo justo y necesario para que no lo considerase un maleducado. De paso, aprovecharía para preguntarle si tenía idea de dónde provenían las plumas que solía encontrarse en los alrededores.

    —¿Sabe usted dónde se tiran los cachivaches? —dijo al distinguir el sombrero.

    La mujer levantó la cabeza. La amplia sonrisa que le acentuaba las diminutas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos se esfumó.

    —Menudos modales —dijo y abrió la pequeña portezuela del cercado—. ¿Ya encontró la jaula? Tírela cuanto antes.

    Maurice evitó responder. La mordacidad le bailaba en la punta de la lengua. Así pues, se limitó a cabecear.

    —¿Ha visto de dónde salen las plumas que encuentro cada mañana? —preguntó y se le aproximó.

    Las facciones de la mujer se endurecieron.

    —No tengo aves —dijo cortante—. No sé de qué plumas habla.

    —De unas como estas —dijo y se agachó a recoger algunas—. Parecen de canario, aunque no he visto ni he oído cantar a ninguno —comentó y le extendió el trío de plumas.

    La mujer evitó cogerlas; una vez sobre la tierra, las pisó.

    —Agradezca no haberlo oído porque cuando lo haga, pasarán cosas —dijo y sin mediar palabra entró en su casa.

    «Y luego el excéntrico soy yo». El pensamiento activó su imaginación. Una escena pedía a gritos que la escribiera; el escritor olvidó la reacción de su vecina. Esa noche un canto desgarrador rompió el silencio. Maurice se asomó; no distinguió nada y volvió a la cama. Al día siguiente, un grito lo obligó a abrir los ojos. Corrió descalzo, apenas vestido con unos vaqueros. Saltó el cercado. Poco faltó para que tropezara con el cadáver de su vecina. Como pudo apartó a la mujer que no cesaba de dar alaridos. La inquilina se inclinó y vomitó. Maurice tragó saliva. El espectáculo del par de cuencas ensangrentadas competía en horror con lo deformados de los labios que el día anterior le habían sonreído.

    —Ha empezado de nuevo —dijo un cincuentón del otro lado del cercado—. Si yo fuese usted, joven, me largaba cuanto antes.

    Maurice ignoró el comentario.

    —¡Llame a la policía! —El hombre hizo un ademán y se dirigió a su casa.

    —Hágame caso, joven. Márchese ahora que todavía puede —advirtió antes de perderse en el interior.

    El escritor pensó que, si todos estaban igual de chalados que la fallecida y aquel sujeto, tendría materia prima para escribir toda una saga. La inquilina se ofreció a recoger las plumas que, ahora no solo ocupaban el jardín de Maurice, también se veían por doquier en el jardín de su vecina.

    —Nunca había visto unas plumas como estas —comentó la mujer mientras tiraba un puñado en la bolsa de la basura.

    —Yo tampoco, aunque, a decir verdad, no les veo nada de especial.

    —No las habrá visto bien —dijo ella y le mostró un trío—. Tienen tonos rojizos como la sangre. Creo que me quedaré con unas para hacerme un colgante.

    Maurice miró las plumas. Le llamó la atención que fuesen más rojas que amarillas. Sin embargo, no le apetecía entablar una conversación sobre plumas y, una vez que llegó el comisario, se marchó con la idea de averiguar a qué pájaro podían pertenecer.

    Tal como la noche anterior, el canto desgarrador de un ave rompió el silencio; tal como aquella misma noche, Maurice no alcanzó a ver nada y, tal como el día anterior, esa mañana otro cadáver aparecía en las mismas condiciones que su vecina. El rostro desfigurado de la inquilina se le grabó a fuego en la psique. El olor ferruginoso mezclado con el hedor a orina y heces le revolvió el estómago.

    —Todavía está a tiempo de marcharse, joven —insistió el cincuentón desde el otro lado de la verja.

    —No tengo ningún motivo para marcharme —espetó con desdén y sacó el móvil para llamar a la policía.

    —Si el canto del diablo no le parece suficiente razón, es usted más estúpido de lo que yo me imaginaba —dijo el hombre antes de darse la vuelta.

    Maurice abrió la boca y volvió a cerrarla. El sonido rítmico que acompañaba al hombre captó toda su atención. Quiso advertirle que las ruedas de su maleta se atascarían con todas las plumas que se le habían adherido; no obstante, el cincuentón se perdió de vista demasiado rápido.

    El reloj marcó la medianoche. Maurice permanecía frente a su pequeño ordenador embebido en una escena que no fluía. Un ruido proveniente de alguna ventana de la casa le aceleró las pulsaciones. De pie en medio del salón vio la silueta de una figura deforme que apenas se distinguía. Ignorando la voz de su sentido común, abrió la ventana. Una brisa gélida cargada con el hedor a podredumbre lo obligó a recular. Tragó saliva. El canto desgarrador le reventó los tímpanos. Quiso correr y perdió el equilibrio. A duras penas logró arrastrarse hasta el jardín. El animal se lanzó en picado. A medio regenerar, lucía como un canario mutante; medio desplumado y con un brillo terrorífico en la mirada, mucho más grande que cualquier ave que hubiese visto. El miedo le encogió el estómago. Segundos más tarde, el inenarrable dolor lo arrastraba a un viaje sin retorno.

    A primera hora una pareja se ocupada de limpiar y clausurar la vivienda. Afuera, el comisario dirigía el operativo.

    —¿Creéis que será suficiente esta vez? —preguntó el policía.

    —Se ha zampado a cuatro, eso nos da cierto margen de maniobra —respondió el hombre.

    —Al menos el suficiente para hallar a otro incauto —murmuró la mujer antes de clavar en el jardín delantero el letrero de se alquila.

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  • ÓPIDE: EL REY MALDITO

    Un castillo a lo lejos. en el cielo se ve una tormenta feroz.
    Imagen libre de derechos de Darkmoon Art en Pixabay

    Alyoh aguardaba en el pasillo con la mirada fija en la puerta de sus aposentos y el estómago encogido. El llanto furioso de una criatura antecedió a la tormenta más feroz que hubiese golpeado los predios de Cléssofo desde que enlazó su vida a la de Káyostha.

    La expresión del rostro de la comadrona al abandonar la estancia le duplicó las pulsaciones. ¿Se habría cumplido su peor pesadilla?

    —Habla de una vez, mujer —exigió.

    —Es un mestizo, majestad.

    —¿Tiene la marca?

    —La tiene: una media luna entre la unión del cuello y la espalda.

    Alyoh corrió sin mirar atrás. Abandonó el castillo pese a las advertencias de la guardia real. Un trueno restalló con furia. El rayo que precedió al rugido del cielo cubrió los alrededores de un manto espectral. El suelo bajo sus pies se estremeció. Miró al cielo. Las amargas lágrimas se mezclaron con los goterones que chocaban contra sus mejillas. Cayó de rodillas y hundió los dedos en el fango.

    —¡¿Por qué?! —gritó sin obtener respuesta.

    La tormenta recrudeció sus embates. Empapado y con el barro hasta las rodillas se aproximó a la fuente. Titubeó un instante antes de asomarse. El reflejo distorsionado se desdibujó del todo. La imagen de una dama de cabellos cenicientos y ojos de hielo surgió de entre las aguas.

    —Te lo advertí y no quisiste escucharme. Ahora deberás asumir las consecuencias. Tu sangre se alzará sedienta de venganza. Tu pueblo será borrado de la faz de Cléssofo y los feéricos conoceréis el dolor de la esclavitud. Tu muerte será el principio del fin y solo un sacrificio romperá la maldición.

    —Haré lo que deba; ni vos ni ningún dios regiréis mi destino. Podéis iros al infierno con vuestras profecías —declaró.

    —Así sea.

    Desanduvo sus pasos con un firme propósito en mente: impedir que la profecía siguiese su curso.

    Alyoh tuvo que esperar dos lustros para materializar su propósito. Pese a haber ofrecido jugosas recompensas, ningún sicario quería mancharse las manos con la sangre del mestizo maldito.

    —Cumplid al pie de la letra mis instrucciones —ordenó—. Después de que vos me traigáis su cabeza, recibiréis lo acordado.

    —Nunca he fallado un encargo, majestad —dijo la voz femenina mientras jugaba con una daga—. Antes de que finalice el festival, vuestro pequeño… problema, habrá quedado resuelto.

    —Eso espero.

    El festival del equinoccio de otoño llegaba a su fin. La nana del heredero sujetaba la mano del niño con firmeza. Un grupo de juglares desfilaba tras la caravana de artesanos, seguidos de cerca por el grupo de cetreros cuyas rapaces volaban lo bastante cerca como para robarle el aliento a más de un poblador. El graznido de un halcón desencadenó los acontecimientos. En segundos un destello cegó a la mujer y una daga se le clavaba en la garganta. La sangre salpicó al joven mestizo. Un grito femenino advirtió a la guardia real. Un par de artesanos cogieron al niño antes de que la sicaria pudiera arrastrarlo consigo. En medio del caos el heredero desapareció sin dejar rastros.

    Ópide regresaba tras el fin de su jornada. A sus veinte años se había convertido en un maestro artesano. El dominio en las artes del fuego le habían granjeado igual número de admiradores y enemigos. Hasta el momento, el joven había obviado los ataques y provocaciones; sin embargo, aquella tarde daba otro giro inesperado a su destino.

    La columna de humo que se elevaba a lo lejos encendió sus temores. El olor acre le encogió el estómago. Corrió como nunca; como si de ello dependiese seguir con vida. No obstante, ni la prisa ni las oraciones tuvieron el resultado que anhelaba su corazón. La vivienda que lo había cobijado durante los últimos diez años desaparecía envuelta en un fuego enardecido.

    Una carcajada siniestra atrajo su atención. El destello del metal de aquella espada reavivó su memoria. Recuerdos de una tarde sangrienta danzaron en sus pupilas. El olor ferruginoso le revolvió el estómago. Un hormigueo se le asentó en la boca del estómago. La flama de la ira encendió su corazón y, con él, despertó un poder ancestral que había permanecido aletargado.

    —Vos y vuestros cómplices pagaréis si no dejáis a estas personas en libertad —amenazó con el puño en alto.

    —Mirad cómo tiemblo —replicó el feérico y clavó la espada en el pecho del hombre que permanecía de rodillas.

    Sus secuaces rieron. Otro de ellos arrojó la daga que sostenía en la derecha. La mujer que había cuidado de Ópide como una madre cayó de espaldas. La hoja le había atravesado la garganta.

    —¿Qué rayos…? —murmuró otro de los asaltantes al distinguir la lengua de fuego que se abalanzaba sobre ellos.

    —Os lo advertí.

    —Es cierto lo que dicen de vos. Sois un mestizo maldito. La muerte os persigue.

    En un abrazo voraz las llamas consumieron a los feéricos. Una nube de cenizas flotó en su lugar. El viento sopló. El aullido lastimero se impuso al crepitar del fuego. Ópide se marchó sin mirar atrás. La sed de venganza invadió cada rincón de su alma.

    Los rumores no tardaron en llegar a su destino. La muerte avanzaba, inexorable, en busca de saldar la deuda de sangre adquirida. Tres días después de que Káyostha lo abandonó, Alyoh recibió una amenaza directa: junto a la cabeza de aquella sicaria que había contratado diez años atrás, llegó una docena de carretas cargadas con cántaros repletos de cenizas. De boca de uno de los juglares más reconocidos, un mensaje anunciaba la inamovible sentencia.

    —Con la parca pretendisteis jugar
    y al destino quisisteis desafiar;
    ahora, preparaos para la muerte afrontar,
    pues de ella nada ni nadie os podrá librar.

    —¡Fuera de mi vista! —exigió Alyoh.

    Un estruendo sacudió los alrededores del castillo. Gritos desgarradores seguidos de pasos y choque de espadas se oían por doquier. Alyoh abandonó el salón real escoltado por sus guardias más leales. En las proximidades del establo, un ataque directo les impidió la huida. Sendas lenguaradas de fuego abrasaron a la guardia en un abrir y cerrar de ojos.

    —Ni siquiera tenéis valor para morir con dignidad —espetó Ópide.

    —La arrogancia no es buena consejera —admitió derrotado—. Cumplid, pues, vuestro destino y el mío.

    —Haré algo mucho mejor que eso —señaló con un dedo a los pobladores que huían despavoridos—. Exterminaré a toda vuestra sangre. Después de que sepáis lo que se siente perder lo que más se valora en la vida, moriréis.

    Alyoh contempló horrorizado cómo su primogénito dirigía una ola de fuego contra todos los feéricos que aún no habían podido escapar. Los gritos se mezclaron con el llanto en una sinfonía siniestra. El olor a carne quemada se fundió con la fetidez del miedo y el metal de la sangre derramada.

    Asqueado por el espectáculo, el rey quiso acabar con su vida. Ópide le arrebató la posibilidad con un chasquido de dedos. La magia abandonó el cuerpo de Alyoh y se unió a la nube de poder que se arremolinaba sobre el castillo. Pese a los intentos del joven mestizo por apoderarse de aquella magia ancestral, la nube se rehusó a acceder a la posesión. Tras semejante atrevimiento, el poder marcó a Ópide en el pecho, cerca del corazón. Luego se perdió en el infinito.

    La sed de venganza que albergaba Ópide se transformó en ansias de poder. La necesidad le resultaba tan acuciante que no hubo rincón alguno de Cléssofo que no hubiese recibido, al menos, una visita por su parte. Tan ávido estaba que no le importó trasgredir las fronteras para adentrarse en Háleida, un pequeño reino cuyos habitantes pertenecían a las hadas oscuras. Las mismas que llevaban tres lustros, esclavizadas por Síphobe; una criatura mitad reptil, mitad águila, con tres cabezas cornudas, una cola larga provista de púas venenosas y cuatro garras de pezuñas, encorvadas como tenazas, capaces de destrozar a cualquier criatura con solo aferrarla.

    —Si mi reino queréis visitar,
    un enigma deberéis descifrar;
    pero tened cuidado cuando respondáis,
    pues si os equivocáis,
    de convertiros en mi cena nada os podrá librar.

    —Lanzad vuestro desafío —exigió Ópide.

    —Una noche el rey sílfide a una taberna acudió
    solo una copa de vino pidió.
    El tabernero, sin conocerle, su daga empuñó.
    El rey sílfide muchas gracias le dio.
    ¿Qué fue lo que ocurrió?

    El joven mestizo se sentó a meditar en la posible respuesta. Recordó entonces uno de los cuentos que su madre adoptiva le contaba antes de ir a dormir. Seguro de que tenía la solución retó a la bestia.

    —Si os brindo la solución deberéis recompensarme.

    —¿No os basta con que os perdone la vida?

    Ópide negó con la cabeza.

    —Vuestro poder es lo que quiero.

    —Sois ambicioso en extremo —dijo la criatura—. Puesto que hasta ahora nadie a podido acertar, nada tengo que perder; así pues, aceptaré.

    El joven sonrió de oreja a oreja y tras realizar una reverencia, respondió:

    —El tabernero al rey sílfide el hipo curó con el susto que le dio.

    El rugido de Síphobe atravesó el reino de extremo a extremo. La criatura sacudió la cola con intención de apresar al joven mestizo. Ágil como una liebre, saltó. La cola se estrelló con una fila de árboles. En un abrir y cerrar de ojos, Ópide había cogido un par de trozos de madera y los convirtió en antorchas gigantes.

    La bestia inclinó sus cabezas y abrió las fauces. El joven aprovechó para arrojar las antorchas. Cuando el fuego comenzó a expandirse, Síphobe extendió sus alas. Antes de que pudiese emprender el vuelo, Ópide lanzó un par de lenguaradas ardientes que le abrasaron las plumas. Minutos más tarde, absorbía el poder de la criatura.

    Asesinar a la bestia que había mantenido esclavizado a los habitantes de Háleida le abrió las puertas del reino. Los haleidenses, como muestra de su infinito agradecimiento, le concedieron la mano de su reina. El mismo día del enlace, una de las hadas reconoció la marca que el joven mestizo llevaba en el pecho: era la misma que identificaba al asesino de Cléssofo. Pese a todos los intentos por advertir a su reina, el enlace se realizó. Negada a desistir, la pequeña hada oscura aprovechó la única oportunidad que le quedaba y se infiltró en los aposentos reales.

    —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Káyostha—. Mi esposo llegará en cualquier momento.

    —Tengo que advertiros antes de que sea demasiado tarde, majestad. Luego me marcharé. Os doy mi palabra.

    —Hablad ahora —exigió la reina.

    A medida que Káyostha escuchaba, su rostro adoptaba un matiz ceniciento.

    —Sé que vos sabréis qué hacer, majestad —dijo y le extendió una mano con la palma hacia arriba.

    El pequeño frasco reflejaba las llamas de las velas que iluminaban la habitación. Un par de pasos interrumpió el intercambio. Káyostha cogió el frasco y se lo guardó entre los pechos. Con un ademán obligó a la mensajera a marcharse cuanto antes.

    Ópide dio un vistazo a la habitación. Luego miró a su esposa de arriba abajo. Pese a llevarle varios años, seguía lozana y hermosa como una jovencita.

    —¿Cumpliréis con vuestro deber de esposa? —preguntó mientras se quitaba la ropa.

    Káyostha bajó la mirada con las mejillas encendidas.

    —Si es vuestro deseo yacer conmigo esta noche…

    Ópide se le acercó. La reina se fijó en la marca en forma de calavera que destacaba contra su piel tostada por el sol. Él la estrechó entre sus brazos. Enseguida advirtió su tensión y se alejó con desdén.

    —Sentís repulsión por mis orígenes. —Ópide se recogió la melena con una tira de cuero. Los ojos de Káyostha se posaron sobre la marca en media luna que sobresalía entre la unión del cuello y la espalda. Trastabilló luego de aquella revelación. No cabía la menor duda de quién era ese joven. Había llegado la hora de cumplir su destino. Ella no se libraría de pagar un precio por haber desafiado a los dioses. Como pudo se recompuso y caminó hasta la mesa que habían preparado para la noche de bodas. Sirvió el vino en las copas.

    —No es vuestro origen lo que me preocupa —mintió mientras seguía de espaldas a su marido.

    —Entonces, ¿qué es? —preguntó y se cruzó de brazos—. Puedo ser más joven; no por ello soy estúpido. Vuestra tensión ante mi contacto es evidente.

    La reina se llevó la mano al escote. Con extraordinaria rapidez retiró el tapón y vertió el líquido en las copas. Luego se desabrochó el vestido. Giró sobre su eje con lentitud. Él no la perdía de vista.

    —Vuestra fama no es una carta de presentación desdeñable —dijo en voz baja y le extendió una copa.

    Ópide la cogió. Entornó los párpados y olisqueó. Káyostha no perdía de vista la boca de su marido. El joven se llevó la copa a los labios y segundos antes de dar un sorbo cambió de opinión. La reina reprimió un gemido. Ópide dejó la copa sobre la mesita de noche e hizo lo propio con la de Káyostha.

    —Brindaremos después, si os parece bien. Ahora quiero demostraros que mi fama de sanguinario no abarca nuestro dormitorio ni nuestra cama —murmuró mientras la arrastraba con él.

    «Es hora de que pague mi deuda». El pensamiento se desvaneció justo antes de que el joven le abriese las piernas.

    —Brindemos ahora —propuso la reina—. Estaréis sediento por el esfuerzo.

    Él sonrió y extendió la mano. Káyostha, sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, le aproximó la copa.

    —Brinda conmigo —pidió él con la copa cerca de los labios.

    —Por la libertad —dijo ella y dio un trago largo.

    —Por la libertad y por tu amor —dijo él y bebió con avidez.

    Los efectos del veneno tardaron apenas segundos en manifestarse. El dolor por la traición recibida dio paso a la incredulidad.

    —¿Qué habéis hecho? —masculló a duras penas.

    —Poner fin a nuestra maldición, hijo mío —musitó y le acarició el rostro.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas. El gesto arrastró, desde lo más profundo de su memoria, recuerdos de su niñez; dulces momentos sepultados por tanta pérdida y sufrimiento. La verdad lo golpeó con fuerza en el instante en el que exhalaba su último aliento.

    En cuanto despuntó el alba, cuernos fúnebres rompieron la quietud en el castillo. La noticia de la muerte de la reina Káyostha y su esposo recorrió toda Háleida y traspasó sus fronteras hasta alcanzar cada poblado de Cléssofo, donde celebraron la muerte del rey maldito.

    Este es el cuarto relato del reto #Surcaletras propuesto por Adella Brac para el mes de septiembre. La premisa era trabajar sobre la base del arco de Edipo.

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