
Me asomé al vetusto espejo. Busqué adecuar mi apariencia a lo que mejor se ajustase al encargo que me habían encomendado esta vez. Un simple toque me bastó para que mi cabellera creciese sedosa y lustrosa; mi cuerpo adoptase la sinuosidad suficiente para resultar apetecible y mi rostro larguirucho y poco agraciado se transformase en el de una criatura irresistible; una a la que nadie se negaría a mirar. Satisfecha con el resultado abandoné mis aposentos tras dar una última mirada; sabía siempre cuándo tenía que abandonar mi refugio; nunca, cuándo volvería a él.
Te preguntarás quien soy o quizá, solo sea un tonto deseo por mi parte que, acostumbrada a ser invisible para este mundo, desearía por primera vez que alguien tuviese un poco de genuina curiosidad por saber quién soy.
Confío en que habrás deducido que soy una cambiaformas. Es lo más evidente, desde luego. Ya has visto cómo he modificado mi aspecto.
Nací durante el siglo primero de Síceapaite. Una tierra apartada del resto de mundos feéricos y, por supuesto, del mundo mortal que tú conoces. Una tierra donde no brilla el sol ni crece la vegetación como la que, de seguro, conoces; una tierra donde el firmamento es plomizo y la noche ofrece una sempiterna oscuridad carente de brillo. Una tierra yerma a donde se desterraron a todas las criaturas demasiado diferentes y sí, demasiado poderosas para convivir con los demás. Claro que, el destierro no ha evitado que reyes, reinas, incluso dioses, nos recluten como herramientas útiles para sus fines más oscuros.
Nosotros los dúnbhásaithe, poseemos la magia de los brujos oscuros, la cualidad de cambiar nuestro aspecto como un druida, el dominio de los elementos como los feéricos y el don de la sugestión como cualquier hada. Somos únicos e indeseables.
No conocemos la moral y nuestro único principio transversal es la supervivencia propia y de nuestra especie. Somos poderosos; pese a ello, como nada en el universo es lo bastante perfecto, nuestro poder es limitado y una vez se agota, somos vulnerables como cualquier criatura mortal. La inmortalidad entre nosotros ha sido negada y justo esa es nuestra mayor debilidad.
Somos explotados de forma indiscriminada por lo que nuestra esperanza de vida suele ser demasiado corta. Por eso, anhelamos la inmortalidad, la libertad y el amor. Este último, es un sueño inalcanzable porque nuestra raza carece de emociones. Esa es otra de nuestras debilidades, aunque algunos se engañen creyendo que es una de nuestras mejores y más valiosas fortalezas.
Imagino que ahora habrás comenzado a entender por qué se nos ha desterrado, se nos teme y se nos utiliza.
Por si no salgo viva de esta, me presento: soy Ceannródaí; dúnbhásaithe mercenaria de la reina Uaillmhianach y en menos de unas cuantas horas, la asesina del rey de Iontach.
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El bosque parece silencioso. En lo alto la luna brilla exuberante opacando el tenue titilar de los diamantes que la acompañan rubricando el manto aterciopelado de esa portentosa oscuridad que tanto me ha fascinado siempre. Sí, soy asidua a la noche, lo tenebroso, lo desconocido. Cruzar la frontera entre ambas tierras no fue difícil; lo he hecho demasiadas veces; tantas, que ya reconozco las trampas a cierta distancia.
Me muevo con agilidad fingiendo una despreocupación que estoy muy lejos de experimentar. Mis sentidos están alertas; mi mente permanece concentrada en ubicar a mi objetivo.
Detengo mi andar en cuanto escucho acercarse la comitiva a galope. Descubro al instante la traición; no me coge por sorpresa, ya la esperaba, siempre es igual.
Sé que ya me ha visto. Puedo percibir su lujuria elevarse ante la imagen que ofrezco y que, sé, explota su lívido. Me desea y decide tal como era de esperarse. Desoyendo a sus escoltas, cambia el rumbo. Se dirigen ahora hacia mí.
Reinicio la caminata y me finjo distraída. Todo ocurre con una velocidad de vértigo. Los caballos relinchan y piafan ante mi presencia. El rey grita; sus soldados intentan obedecer. Extiendo mi poder y me hago con la voluntad de las bestias que, bajo mi control se encabritan y los jinetes caen sin poder evitarlo.
Ambos soldados se ponen en pie y desenfundan sus espadas, aunque saben que será inútil en cuanto adopto mi verdadera apariencia.
El primero se abalanza espada en mano y lanza un mandoble que no llega a rozarme pues lo he hecho trastabillar forzando que la tierra bajo sus pies se mueva.
Arrojo mi daga certera y le atravieso la garganta. El soldado cae desangrándose. Su compañero viene a por mí. Me mira con repulsión y desprecio. Me grita cientos de insultos mientras lanza mandobles una y otra vez. Me ha rozado con su espada tres veces; no obstante, me muevo demasiado rápido como para que llegue a notarlo.
Invoco al viento y el hombre suelta un grito feroz que muere en cuanto provoco que este lo arroje contra los árboles. Una rama lo atraviesa desde la espalda y asoma por su vientre. Me mira con incredulidad hasta que sus ojos se apagan y la vida se escapa a un plano distinto.
Mis heridas sangran; eso tampoco me resulta desconocido. Me aproximo al rey luego de haberle arrancado mi daga al soldado muerto. Su alteza permanece tumbado de espaldas en el suelo. Su rostro muestra un rictus de dolor y una palidez enfermiza. Se ha roto la espalda al caer de la montura y es incapaz de moverse. Me pide ayuda; se esfuerza en ofrecer y tentar una compasión que no existe en los seres como yo.
Me acuclillo con la daga en la mano. Termino por cercenarle la garganta. Sus ojos me miran confundidos.
Me yergo al escuchar los cascos aproximarse con cierta lentitud. El rey ve a su mujer y un brillo de comprensión aparece en su mirada justo antes de que la misma se torne vidriosa. Articula un por qué, lo he podido ver con claridad. Ella sonríe de lado, satisfecha al verlo exhalar su último aliento.
Los soldados que la acompañan desmontan. Mantengo firme la daga.
Alza la barbilla y me mira con altivez. Su arrogancia terminará por acabar con ella, solo que todavía no lo sabe.
—Detenedla —ordena.
Clavo mis ojos en ella, no quiero perderme su expresión.
Se lleva las manos a la garganta. Su sangre real empapa sus sedosos guantes. Me mira incrédula y aunque intenta pedir ayuda, tiene la boca llena de sangre y termina desplomándose de la montura.
Los soldados luchan para zafarse de las enredaderas que los sujetan hasta las rodillas. Me acerco a la reina; todavía respira, aunque le queda muy poco para hacerle compañía a su rey.
—Lo peor que puede hacerse con un dúnbhásaithe, es subestimarlo y creer que se le puede traicionar con facilidad.
Arranqué mi daga de su garganta. La sangre comenzó a fluir muchísimo más rápido. La reina me miró consternada. Desvió sus ojos al ver la figura que acababa de materializarse junto a nosotras y supo que había sido traicionada por alguien más.
—Hiciste un buen trabajo —me dijo guardando las distancias.
—Ya sabes dónde enviar el pago.
—No tienes que irte tan pronto.
Miré al druida oscuro y hurgué de forma sutil en su mente. Con el poder que tenía reservado, me desvanecí no sin antes dejarle un mensaje alto y claro a través de la conexión que había logrado establecer sin que se diese cuenta.
—Más vale que pagues tu deuda, o el próximo en acompañar a los reyes serás tú, Saudach.
—Maldita zorra —masculló mientras se esforzaba por dar con mi paradero.
—Por eso sigo viva.
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Me desplomé en cuanto pisé mi refugio. Vaciada de poder y herida como estaba no tuve otro remedio que aguardar a que esta vez pudiese sobrevivir. ¿cuánto tardaría mi recuperación? Ni yo misma podía determinarlo. Todo dependía de la rapidez con la que mi cuerpo quisiera ponerse en funcionamiento otra vez.
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Una mano delicada y de tacto gélido comenzó a ocuparse de mis heridas. Exhalé un suspiro y abrí los ojos.
Kosanta se ocupaba de mí, como siempre. Desvió su mirada en cuanto se cruzó con la mía. Él evitaba demostrarme sus emociones y yo valoraba su esfuerzo moderando mi acritud.
—¿Cuántos días?
Clavó sus ojos dorados en mí.
—Casi una semana. —Asentí con la cabeza y volví a cerrar los ojos.
—¿Llegaron todos los ceadanna?
—Todos, menos uno.
Sentí su movimiento y lo cogí por la muñeca. Pensé que se zafaría de mi contacto; no lo hizo. Lo escuché inspirar muy hondo antes de hablarme.
—No aguantarás mucho más.
—Lo sé —respondí y lo liberé de mi agarre—. Aguantaré todo lo que pueda.
—Podrías retirarte —dijo— alguien más puede sustituirte si lo entrenas.
—Sabes bien que no es tan sencillo. Allí fuera hay muchos más como yo.
—No como tú, Ceannródaí. —Su mano me acarició el rostro—. Hay mercenarios, asesinos; ninguno de ellos sacrifica su existencia para obtener esos salvoconductos.
—Cada quien se busca la vida como puede —apostillé—. Sobrevivir es su única meta.
—No la tuya… Si tan solo explicases.
—No lo entenderían, lo sabes.
Suspiró. Abrí los ojos. Su semblante era el de siempre que teníamos aquella discusión.
—Yo solo sé que es injusto que te sacrifiques y que nadie lo valore —dijo con la voz trémula-. Que todos te repudien porque no saben en realidad lo que obtienes a cambio.
—Te he dicho mil veces que no debes sufrir por algo que yo no sufro, Kosanta. Esto no es un asunto de reconocimiento; eso es algo que no necesito ni espero.
»Hago lo que hago porque es justo que mi raza tenga la oportunidad de ser libres como el resto de criaturas sobrenaturales. Que puedan decidir otro destino.
—Lo sé. —Sus ojos dorados me vieron con anhelo.
Guardamos silencio, también como siempre que llegábamos al mismo punto. Hacía un esfuerzo por comprenderme; yo lo sabía. Desde su mentalidad y sus necesidades humanas, la vida tenía distintas perspectivas. A su lado he aprendido mucho, entre otras cosas, el valor de la justicia. Lo que no he podido aprender es a sentir; a amar en esa medida en que él se entrega a mí; a mi cuidado, a mi lucha. No se lo he pedido, lo hace porque según él, alguien tiene que cuidar de mí. alguien tiene que enseñarme a amar. Le he explicado cientos de veces que no experimentamos las emociones humanas; pese a ello, sigue aquí, conmigo.
No puedo negar que quizá sí que somos una pareja perfecta. No creemos en las mismas cosas de la misma manera; aun así, seguimos adelante. No sentimos ni afrontamos las pérdidas con la misma fortaleza; sin embargo, sabemos que contamos el uno con el otro. Es la única criatura en la que he llegado a confiar.
Miento y me disculpo por ello. También he confiado en ti al contarte sobre mí y sobre él. No obstante, yo de ti iría con cuidado porque si alguien más llega a saber de su existencia y algo le pasa, sé a quien he de cobrarle la deuda. Y no lo dudes un instante, sabré donde ir a por ti.
Este relato ha sido escrito para participar en el desafío imagena junio 2020, propuesto por Jessica Galera Andreu.
Elementos a utilizar en el desafío:
- La foto incluida en la entrada
- que la protagonista fuese una malvada