
Esteban se detuvo a mitad de las escaleras. El pulso le palpitaba en la garganta como un potro salvaje. Otro aullido sobre su cabeza. Esa risa macabra. Titubeó una fracción de segundos. ¿De verdad quería confrontar al habitante del ático? El potente aroma a podredumbre se le filtró por la nariz. El recuerdo de su último encontronazo le revolvió las tripas. El regusto a bilis le alcanzó las papilas; la rabia se le disparó. El estruendo fue el broche de oro que necesitó para decidirse.
La puerta del ático chirrió al abrirse. Esteban entró. Aferró la linterna. Pese a la fuerza con la que apretó el puño El haz de luz temblaba tanto que se perdió en la densa oscuridad. El cristal de la ventana estalló. Un viento gélido entró en tromba y levantó la capa de polvo asentada desde la última vez que subió. La figura que le dio la bienvenida despertó los miedos infantiles que creyó sepultados en lo más profundo de su psique. La luz se le resbaló de la mano… titiló un par de veces y la oscuridad se impuso. La carcajada siniestra rebotó contra las paredes. Esteban quiso correr; el cuerpo no le respondió. El reproche por su cobardía ahogó su mente… Se sintió perdido. La madera bajo sus pies se hundió…
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