Etiqueta: Navidad

  • ¡Felices fiestas… Satan!

    Varias casas adosadas en una ciudad. todo se ve cubierto de nieve.
    Imagen libre de derechos de FreeImages en Pixabay

    Dejo caer mis párpados un breve instante, el que necesito para inspirar hondo e impregnarme del delicioso aroma que destila el más puro terror. Me regodeo una fracción de segundos más; sólo un poco, hasta que mis glándulas salivales se inquietan y sé que ha llegado el momento.

    Permito que mis pupilas se paseen por aquel rostro angelical. Es tan inocente que no es consciente de lo que hizo al invocarme con su lengüilla rosácea, esa que todavía se enreda entre las vocales y las consonantes. Sonrío con malevolencia. La pequeñaja me devuelve la sonrisa y sus ojillos vivaces brillan de expectación. Mis ojos se desplazan. Las alas de mi nariz se expanden y mis pupilas se dilatan mientras que las de aquel sujeto se contraen. No sabe quién soy; aun así, el instinto le advierte del peligro inminente.

    Me anticipo con facilidad a sus movimientos y con un zarpazo certero le secciono la yugular. La ficticia barba impoluta se torna rosada; el traje aterciopelado se empapa, aunque no hay demasiada diferencia entre el líquido y su tono original.

    Cojo a la pequeña justo a tiempo antes de que quede aplastada por aquel cuerpo que se desliza, sin remedio, hacia el suelo. La chiquilla parpadea y cierra sus ojillos en cuanto percibe las gotas cálidas que le salpican la frente y las mejillas. Siento su pequeño cuerpo temblar y me recreo ante el miedo que se le dibuja en el rostro; ha abierto los ojos y su boquita regordeta se abre al mismo tiempo que las lágrimas le empañan los iris. Ve al hombre desmadejado en el suelo y tras un par de segundos me mira. Me percato de su confusión y sonrío. Ella arruga el entrecejo.

    —¿Satan? —Lo señala con un dedito.

    —Se ha ido, preciosa, pero yo me quedaré en su lugar. —digo y amplío mi sonrisa.

    Ella se fija en mis dientes puntiagudos y chilla. Intenta correr y yo se lo impido. La agarro con fuerza por el brazo y la atraigo hacia mí. Mi abrazo mortal acalla su aguda voz y mientras sus delicados huesos crujen yo tarareo un villancico. Sorbo su alma y me relamo sin vergüenza ni compasión.

    Termino con mi pequeño tentempié. Vuelvo a sonreír ante la perspectiva que me aguarda. Me deshago del cuerpo de la pequeña y del hombre. Con un ademán arreglo el desaguisado del disfraz y me visto. Me ajusto bien el sombrerillo y echo sobre mí un encantamiento temporal. Cojo el saco lleno de cajas envueltas en papeles coloridos y salgo al frío intenso que me acoge con naturalidad. Echo a andar calle abajo mientras voy silbando una tonadita propia de la Nochebuena. Me detengo ante una bonita casa. Desde la puerta escucho las risas, la música y me relamo antes de tocar. La puerta se abre con rapidez. Sonrío con malevolencia, aunque de seguro no se nota gracias a la tupida barba que me cubre la cara.

    —¡Felites festas, Satan!

    El pequeñajo regordete que sale de detrás del joven que abre sonriente despierta mi apetito.

    —Jo, Jo, Jo —suelto y me sobo a la altura de la tripa.

    «No tienes idea de lo felices que me resultarán estas fiestas, enano», pienso y doy un paso en el instante en el que aquel joven se hace a un lado y me invita a pasar.


    Este relato ha sido escrito para participar en el “Va de reto diciembre 2020” propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición era escribir un relato de terror en torno a la navidad. Si te gustó, házmelo saber dejándome tu impresión en los comentarios.

  • EL PODER DE UN ALMA NOBLE

    Ventana a través de la cual se observa el interior de una estancia decorada de navidad
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    Porque nada es más poderoso que el amor.


    «El señor Elliot se ha quedado embobado mirando ese hermoso juguete de porcelana en el que una bailarina gira al son de una hipnótica melodía hasta que, finalmente, hace una reverencia y la cajita se cierra. El viejo se ajusta sus gafas redondas y esboza una sonrisilla desde sus finos labios antes de entrar en aquella vieja tienda de juguetes para llevarse a casa el objeto de su embelesamiento. Después, se sube las solapas de su raído abrigo marrón y regresa a la calle. Llama su atención un coro de niños entonando un bonito villancico al lado de aquel enorme árbol cuyas luces parpadean en el centro de la plaza, dotando al pueblo de una amalgama multicolor que por momentos lo ciegan.

    El señor Elliot camina despacio a través de las calles mojadas, donde los copos que empiezan a caer se funden, y no tarda en llegar a la humilde casa en la que lleva viviendo más de cincuenta años. Desde la ventana, atisba ya esas orejillas que lo esperan impaciente. Su fiel Labo, un viejo labrador que lleva con él diez inviernos y al que el frío acobarda. Aquella tarde ha preferido dejarlo en casa y el animal lo recibe con el entusiasta movimiento de su cola mientras él se deshace en carantoñas.

    Labo regresa al sofá, donde se aovilla, mientras el señor Elliot se quita los guantes y se frota las manos, tratando de entrar en calor. Después, azuza el fuego de la chimenea y camina hasta la bolsa para sacar el bonito juguete, que coloca sobre la repisa, sonriendo. Su arbolillo trata de emular con osadía y orgullo al que engalana la plaza y aunque sencillo, para él es el más hermoso del mundo, pues fue el que su difunta esposa, Emily, escogió.

    Se asoma a la ventana y se deleita en esa vida sencilla que discurre al otro lado del cristal. La noche de Navidad se acerca y él la pasará solo, como es habitual. A pesar de todo, pocas cosas son capaces de borrarle la sonrisa porque el señor Elliot ha hecho de los recuerdos un sostén para los días tristes y no una carga que lo debiliten.

    La nevada arrecia y el señor Elliot acude a la campanilla de su horno, avisándole de que el asado está listo. Se sirve en un plato y le pone su ración a Labo, que ha cambiado su lugar en el sofá por la alfombra que queda frente a la lumbre. El viejo se sienta en su mecedora y mira al perrillo con ojos brillantes.

    —Feliz Navidad, Labo.

    Un golpe despierta al señor Elliot, que se ha quedado endormiscado en su chimenea, con el plato sobre su regazo. Labo lo mira, con el cuello erguido y expresión inquieta. El hombre se levanta con dificultad, convencido de que han llamado a la puerta y cuando abre…»

    Labo se adelanta y comienza a ladrar y gruñir con fiereza. El señor Elliot le coge con fuerza por el collar. La mujer que se haya tambaleante en la puerta se lleva una mano al pecho y se desploma. El hombre apenas si tiene tiempo de sujetarla para que no caiga de bruces al suelo. El perro la olisquea gruñendo, intranquilo.

    —quieto, quieto, que solo es una dama, labo.

    Desde fuera, dos figuras se ocultaban entre el par de enormes abetos.

    —Tendrías que haberme hecho caso.

    —Da igual, cuando salga el sol estará acabada.

    Ambas figuras se desvanecieron entre las sombras.

    Labo seguía gruñendo a aquella mujer cuyo cuerpo desprendía un extraño aroma y cuya piel parecía hielo seco de tanto frío que expelía. Preocupado por el estado de aquella mujer, el señor Elliot pensaba cómo socorrerla. Se inclinó para retirarle el cabello del rostro. Dio un respingo al sentir como la piel de la mujer quemaba de lo helada que estaba. Se acomodó las gafas para verla mejor, no parecía azul; tampoco morada; se irguió con esfuerzo mirando hacia la chimenea. Tenía que calentarla antes de que fuese a morir de hipotermia.

    —Venga, Labo. Hagamos nuestra buena obra de Navidad.

    El perro tensó las orejas, alerta. Ayudando a su amo, no sin hacer un gran esfuerzo, entre ambos lograron acercar el cuerpo de aquella mujer hacia el calor de la chimenea.

    Ecluise abrió los ojos. El dolor que sentía en todo el cuerpo la consumía. Miró con los ojos desorbitados aquella estancia. No tenía idea de dónde se encontraba, pero sabía que sería su última morada.

    —¿te encuentras mejor? —aquella voz seguida de esos ladridos restallaban en su cabeza.

    Ecluise se esforzó en enfocar y se topó con aquellos ojos amables y preocupados, resguardados tras aquellas gafas redondas.

    —Mátame, por favor —el señor Elliot abrió los ojos como platos.

    —Tranquila, no vas a morir; llamaré al doctor Rutherford, te pondrás bien.

    —escucha, no me queda mucho tiempo —Labo seguía ladrando, nervioso—. Cuando amanezca, solo seré un montón de cenizas secas.

    Elliot le tomó la mano con fuerza. Ecluise se sorprendió de la fuerza vital de aquel anciano. Su tacto era tan firme, tan cálido. Sintió ganas de llorar.

    —dime, ¿qué puedo hacer por ti? ¿quieres que llame a tu familia? —Ecluise cerró los ojos al pensar en su familia. Había sido tan arrogante y soberbia al creer que tenía el poder suficiente para enfrentar a cualquier criatura ella sola.

    —No puedes, no son de este plano —Elliot se compadeció de aquella mujer. Parecía tan desdichada.

    —dime entonces, ¿cómo puedo aliviar tu dolor?

    —Mátame, ten piedad y acaba con mi existencia —el perro había dejado de ladrar pero permanecía tenso e inquieto, yendo de un lado a otro olisqueando una y otra vez, como si percibiese algún peligro inminente.

    —No puedo hacer lo que me pides —Ecluise apretó los dientes arqueándose por el dolor. En su rostro se había dibujado un rictus de agonía que al señor Elliot le partió el corazón.

    —Tiene que haber alguna forma de ayudarte —Lágrimas mojaban el rostro de Ecluise, que comenzaba a tomar un tono grisáceo y macilento.

    —Cómo puedes aguantarlo —El hombre no entendía a qué se refería.

    —No te entiendo, ¿aguantar el qué?

    —el frío… me quema. —Elliot estaba tan preocupado por ella que había olvidado por completo la sensación de quemazón. De hecho, ya no la percibía.

    —No lo sé, solo pensaba en la manera de aliviarte —Ecluise comprendió entonces, que su familia siempre había tenido razón. La magia no valía de nada si no había sentimientos de por medio. Aquel hombre estaba lleno de amor y compasión y era eso lo que mantenía el conjuro a raya.

    Labo se tensó, apoyando los cuartos traseros en el suelo en actitud protectora. El señor Elliot intentó cogerle por el collar con la mano libre, pero un destello de luz cortó en seco sus intenciones.

    Elliot no daba crédito a lo que veía. En medio de su pequeño salón, un hombre enorme y con cara de pocos amigos acababa de aparecer de la nada.

    Ladeando la cabeza, el hombre parecía valorar la situación, mientras el señor Elliot pensaba que no volvería a zamparse un plato tan rebosante de asado por la noche. No le importaba quedarse dormido frente al fuego, pero esos sueños eran demasiado extravagantes para su edad.

    El hombre se acercó, hincándose de rodillas para tomar entre sus brazos a aquella mujer. Elliot desvió la mirada cuando el hombre la besó en los labios y estuvo a punto de dejarles a solas, pero la mujer le apretó con fuerza la mano. Así que se mantuvo sentado como pudo, sosteniendo la mano de aquella desconocida.

    —No dejaré que te marches —Aquel hombre tenía una voz grave y con un acento que nada tenía que ver con los que había escuchado Elliot alguna vez.

    —el conjuro es poderoso, no quiero convertirme en un engendro —Elliot tragó grueso. No quería escuchar pero era imposible no hacerlo.

    —Aún sigues aquí —La mujer desvió la mirada hacia su salvador.

    El hombre se fijó en el anciano y en su mano sosteniendo la de Ecluise y su gesto se dulcificó.

    Enfocando sus ojos en Ecluise y concentrando su poder, se conectó con ella usando la telepatía. Elliot se dio cuenta que entre la pareja había un vínculo muy fuerte. Parecía que pudiesen hablarse sin palabras. Eso le trajo recuerdos de su Emily y de lo mucho que disfrutaban de las tardes juntos, paseando en silencio.

    —No puedes hacerlo, Altair. Es un alma noble.

    —No quiero perderte, Ecluise, estaré muerto sin ti —Ecluise ahogó un lamento—. Es solo un alma humana —dolorida, desvió su mirada hacia el señor Elliot que parecía perdido en su ensoñación.

    —Es un alma noble, No la destruyas por mí.

    Altair se hallaba desesperado. Sabía que Ecluise tenía razón, las almas nobles eran vitales para mantener el equilibrio. Pero su amor por ella la cegaba y no había tiempo que perder.

    Decidido a no perderla, dejó el orgullo de lado y por primera vez en su existencia, pidió ayuda, rogando al universo porque su súplica fuese atendida.

    —Ayúdanos, por favor —Elliot se fijó en aquel hombre que parecía tan desesperado como él cuando perdió a su Emily.

    —Te escucho.

    Altair explicó lo que ocurría y cómo Elliot podía ayudarles. Tras sopesar los pro y los contra, el anciano tomó una decisión. No sin antes pedir en voz alta lo que anhelaba su corazón.

    —¿será doloroso? —Elliot pensaba en la agonía de aquella mujer y se estremeció.

    —te doy mi palabra de que no. Solo será como cuando te vas a dormir —Ecluise no podía creer que aquel anciano estuviese dispuesto a sacrificarse.

    —Estoy listo.

    Altair y Ecluise se miraron un instante. Jamás olvidarían a aquella alma noble que les había obsequiado una segunda oportunidad.

    Elliot no supo qué ocurrió. Durante aquel tiempo en que permaneció tendido al lado de la mujer, solo pensaba en su Emily y en la hermosa vida que habían vivido juntos. Con lentitud fue cerrando los ojos hasta que exhaló su último aliento. Labo le lamía el rostro mientras gimoteaba, confundido.

    —¿Cumplirás tu promesa? —Altair asintió, solemne.

    —Es lo mínimo que puedo hacer luego del obsequio que nos ha dado —Ecluise entrelazó sus dedos con los de Altair.


    El cuerpo del señor Elliot fue enterrado junto al de su amada esposa. Desde las alturas, el anciano frunció el entrecejo un instante. Emily se le acercó, abrazándolo con esa ternura tan cálida que a él siempre le había fascinado.

    —Un beso por tus pensamientos —El señor Elliot relajó el entrecejo.

    —mejor que sean dos, cariño.

    —Vale, entonces serán dos —Elliot sonrió un instante y luego volvió a fruncir el entrecejo.

    —¿qué ocurre, querido?

    —que no tengo nada para ti esta Navidad. Con tantas cosas, olvidé la bailarina sobre la repisa.

    Emily soltó una risita cantarina. Elliot olvidó lo que le había estado preocupando.

    —tontín, pero si mi regalo de Navidad eres tú, cariño —Labo agitaba la cola con entusiasmo, mientras Emily y Elliot echaban a andar adentrándose en aquel paisaje invernal.

    Ecluise observaba la escena, enternecida, mientras Altair le abrazaba desde atrás.

    —Ha sido un generoso detalle por tu parte traer al compañero de Elliot —Altair le daba un beso en la coronilla, estrechándola con fuerza entre sus brazos.

    —Nada se compara a la generosidad de esa alma —Ecluise se apartó, girándose para verle la cara.

    —¿Podrás perdonarme?

    —Ya lo he hecho.

    Altair la atrajo hacia sí, inclinándose para besarla como si en ello se le fuese la existencia. Ecluise se aferró a su cuello y dejó que el amor que había albergado en su corazón por tanto tiempo, fluyese libre y sin ataduras. Por primera vez se dio el permiso de sentir lo que el poder del amor podía lograr. Mientras sus almas se fundían en aquel beso, Ecluise supo que entre ambos se había forjado un vínculo que los uniría por toda la eternidad.

    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Imagena’ desafío literario de diciembre propuesto por Jessica Galera en su Fantépica.

  • A SALVAR LA NAVIDAD

    Escena de un pesebre
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    «Era una noche tan fría que hasta los árboles tiritaban. Ningún animal se atrevía a salir de su guarida y las blancas calles dormían totalmente desiertas.

    Las chimeneas escupían convulsivamente las sobras de las casas y los cristales empañados de las ventanas impedían ver el interior de las familias.

    »Esa noche tenía un trabajo que realizar y nada ni nadie en el mundo me impediría ejercer mi encargo. Tal vez fuera la última vez en mi vida, pero, ni el clima más despiadado ni el deseo por el calor de mi dulce hogar me harían desistir en mi cometido.

    » Volví a comprobar mi puñal, la cuerda y mi ansiedad, y sin más demora, me adentré en el pueblo…»

    Con los dientes castañeteando y los dedos ateridos de frío, eché a andar rumbo a la iglesia. El pesebre, ubicado a un lateral permanecía casi intacto y ese era, en resumidas cuentas, el problema.

    Me acerqué por si fuese posible que un milagro ocurriese en vísperas de Navidad, pero no pude estar más equivocada. Justo ahí, tal como me describía Santa en su carta, había un gran espacio vacío. Respiré profundo para mantener mi ansiedad a raya.

    Conté despacio ayudándome con los dedos y sí, en efecto, las cuentas no daban. Resoplé, fastidiada. A pesar de lo cabezotas que suelo ser, todavía tenía esperanza de poder regresar a casa en un santiamén, pero algo me decía que eso no iba a ser posible.

    Rodeé el pesebre rumbo a la casita parroquial y con todo el aplomo del que pude disponer, toqué la puerta. Una octogenaria se asomó a la ventana llevando en las manos una vela cuya llama danzaba en la penumbra, otorgándole un aspecto misterioso. Como pude le hice señas a ver si se animaba a abrirme la puerta, pero la señora parecía una estatua del siglo pasado. Tras varios intentos infructuosos, decidí seguir por mi cuenta antes de que el culo se me congelara tanto como la nariz y las orejas.

    Saqué la carta del bolsillo interno de mi abrigo y me acerqué al poste más próximo. Releí hasta las últimas líneas, la doblé con cuidado y la guardé de nuevo.

    Miré mi reloj y apreté el paso. Según Santa tenía que cumplir su petición antes de las doce de la noche o el mundo se quedaría este año sin Navidad. Y bueno, ¿quién puede negarse a salvar la Navidad?

    —¿Qué fetichismo tendrían todos con esa jodida hora? —Me detuve a recobrar el resuello, mientras mi mente seguía pensando por qué todo tenía siempre que girar en torno a la media noche. El frío me iba calando los huesos y solo me restaba hora y media.

    Me puse a pensar qué haría si fuese una figurita de pesebre en descontento. ¿a dónde me iría? Iluminada de pronto con una lucidez inusitada muy poco propia de mi estructura de pensamiento, salí corriendo como alma que lleva el diablo.

    Frené en seco al llegar a mi destino. En efecto, había atinado del todo; lástima que no se tratase de la lotería o el bingo; seguro que en esos juegos de azar terminaba siendo más afortunada.

    Cogí la cuerda y como pude hice un nudo de tal forma que pudiese servirme de correa y me lancé a por mi objetivo.

    Margareta, no se dio ni por enterada. Sentada con placidez en medio del parque central, ni si quiera se inmutó al sentir cómo mi cuerda la lazaba. Di un pequeño tirón; solo lo suficiente para que la cuerda se ajustase a su cuello sin ahorcarla. Como me cargara a la oveja favorita de Santa, iba a ser otra la que ocupase su lugar y a mí, la verdad, esto de personificar se me da fatal.

    —Venga, Margareta, tienes que volver a tu lugar en el pesebre —Margareta seguía a su bola masticando las pocas hojitas que todavía no se habían cubierto de nieve—. No me obligues a convertirte en filetes, tú no te lo imaginas, pero a Santa le gusta el cordero al vino con patatas.

    Margareta ladeó la cabeza un instante y el gorrito rojo amenazó con caerse. Como pude se lo enderecé e insistí, pero la jodida oveja seguía sin obedecerme.

    Tras cuarenta minutos de tira y empuja, saqué mi cuchillo. De haber sabido que era un método más persuasivo, lo habría sacado desde el principio.

    A rastras logré devolver a Margareta a su lugar. La dejé atada como precaución, por si se sentía impelida a abandonar de nuevo el pesebre. Justo al dar las doce menos veinte, apareció santa frente a mis narices.

    Margareta baló con fuerza cuando Santa cogió el gorrito y se lo colocó en su brillante cabeza.

    —Gracias, esto de ir de casa en casa con este frío que pela y sin tener como cubrirme la calva es un poco coñazo —abrí los ojos como platos sin dar crédito a lo que escuchaba.

    —¿Y Margareta?

    —No te preocupes de nada, ella estará perfecta como siempre —Santa hurgó en su bolsillo derecho y me extendió el puño. Por reflejo extendí la palma y dos monedas rarísimas cayeron en mi mano.

    Alcé la mirada y vi el trineo recortarse contra la luz de la luna. Desde el cielo Santa saludaba risueño, Margareta había vuelto a su estado pétreo y yo miraba perpleja aquel par de monedas, preguntándome si al menos don Cayetano me las aceptaría a cambio de glorias y polvorones.


    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Va de Reto’ del mes de diciembre, propuesto por José Antonio Sánchez (@JascNet) en su Acervo de Letras.