Etiqueta: Profecía

  • ÓPIDE: EL REY MALDITO

    Un castillo a lo lejos. en el cielo se ve una tormenta feroz.
    Imagen libre de derechos de Darkmoon Art en Pixabay

    Alyoh aguardaba en el pasillo con la mirada fija en la puerta de sus aposentos y el estómago encogido. El llanto furioso de una criatura antecedió a la tormenta más feroz que hubiese golpeado los predios de Cléssofo desde que enlazó su vida a la de Káyostha.

    La expresión del rostro de la comadrona al abandonar la estancia le duplicó las pulsaciones. ¿Se habría cumplido su peor pesadilla?

    —Habla de una vez, mujer —exigió.

    —Es un mestizo, majestad.

    —¿Tiene la marca?

    —La tiene: una media luna entre la unión del cuello y la espalda.

    Alyoh corrió sin mirar atrás. Abandonó el castillo pese a las advertencias de la guardia real. Un trueno restalló con furia. El rayo que precedió al rugido del cielo cubrió los alrededores de un manto espectral. El suelo bajo sus pies se estremeció. Miró al cielo. Las amargas lágrimas se mezclaron con los goterones que chocaban contra sus mejillas. Cayó de rodillas y hundió los dedos en el fango.

    —¡¿Por qué?! —gritó sin obtener respuesta.

    La tormenta recrudeció sus embates. Empapado y con el barro hasta las rodillas se aproximó a la fuente. Titubeó un instante antes de asomarse. El reflejo distorsionado se desdibujó del todo. La imagen de una dama de cabellos cenicientos y ojos de hielo surgió de entre las aguas.

    —Te lo advertí y no quisiste escucharme. Ahora deberás asumir las consecuencias. Tu sangre se alzará sedienta de venganza. Tu pueblo será borrado de la faz de Cléssofo y los feéricos conoceréis el dolor de la esclavitud. Tu muerte será el principio del fin y solo un sacrificio romperá la maldición.

    —Haré lo que deba; ni vos ni ningún dios regiréis mi destino. Podéis iros al infierno con vuestras profecías —declaró.

    —Así sea.

    Desanduvo sus pasos con un firme propósito en mente: impedir que la profecía siguiese su curso.

    Alyoh tuvo que esperar dos lustros para materializar su propósito. Pese a haber ofrecido jugosas recompensas, ningún sicario quería mancharse las manos con la sangre del mestizo maldito.

    —Cumplid al pie de la letra mis instrucciones —ordenó—. Después de que vos me traigáis su cabeza, recibiréis lo acordado.

    —Nunca he fallado un encargo, majestad —dijo la voz femenina mientras jugaba con una daga—. Antes de que finalice el festival, vuestro pequeño… problema, habrá quedado resuelto.

    —Eso espero.

    El festival del equinoccio de otoño llegaba a su fin. La nana del heredero sujetaba la mano del niño con firmeza. Un grupo de juglares desfilaba tras la caravana de artesanos, seguidos de cerca por el grupo de cetreros cuyas rapaces volaban lo bastante cerca como para robarle el aliento a más de un poblador. El graznido de un halcón desencadenó los acontecimientos. En segundos un destello cegó a la mujer y una daga se le clavaba en la garganta. La sangre salpicó al joven mestizo. Un grito femenino advirtió a la guardia real. Un par de artesanos cogieron al niño antes de que la sicaria pudiera arrastrarlo consigo. En medio del caos el heredero desapareció sin dejar rastros.

    Ópide regresaba tras el fin de su jornada. A sus veinte años se había convertido en un maestro artesano. El dominio en las artes del fuego le habían granjeado igual número de admiradores y enemigos. Hasta el momento, el joven había obviado los ataques y provocaciones; sin embargo, aquella tarde daba otro giro inesperado a su destino.

    La columna de humo que se elevaba a lo lejos encendió sus temores. El olor acre le encogió el estómago. Corrió como nunca; como si de ello dependiese seguir con vida. No obstante, ni la prisa ni las oraciones tuvieron el resultado que anhelaba su corazón. La vivienda que lo había cobijado durante los últimos diez años desaparecía envuelta en un fuego enardecido.

    Una carcajada siniestra atrajo su atención. El destello del metal de aquella espada reavivó su memoria. Recuerdos de una tarde sangrienta danzaron en sus pupilas. El olor ferruginoso le revolvió el estómago. Un hormigueo se le asentó en la boca del estómago. La flama de la ira encendió su corazón y, con él, despertó un poder ancestral que había permanecido aletargado.

    —Vos y vuestros cómplices pagaréis si no dejáis a estas personas en libertad —amenazó con el puño en alto.

    —Mirad cómo tiemblo —replicó el feérico y clavó la espada en el pecho del hombre que permanecía de rodillas.

    Sus secuaces rieron. Otro de ellos arrojó la daga que sostenía en la derecha. La mujer que había cuidado de Ópide como una madre cayó de espaldas. La hoja le había atravesado la garganta.

    —¿Qué rayos…? —murmuró otro de los asaltantes al distinguir la lengua de fuego que se abalanzaba sobre ellos.

    —Os lo advertí.

    —Es cierto lo que dicen de vos. Sois un mestizo maldito. La muerte os persigue.

    En un abrazo voraz las llamas consumieron a los feéricos. Una nube de cenizas flotó en su lugar. El viento sopló. El aullido lastimero se impuso al crepitar del fuego. Ópide se marchó sin mirar atrás. La sed de venganza invadió cada rincón de su alma.

    Los rumores no tardaron en llegar a su destino. La muerte avanzaba, inexorable, en busca de saldar la deuda de sangre adquirida. Tres días después de que Káyostha lo abandonó, Alyoh recibió una amenaza directa: junto a la cabeza de aquella sicaria que había contratado diez años atrás, llegó una docena de carretas cargadas con cántaros repletos de cenizas. De boca de uno de los juglares más reconocidos, un mensaje anunciaba la inamovible sentencia.

    —Con la parca pretendisteis jugar
    y al destino quisisteis desafiar;
    ahora, preparaos para la muerte afrontar,
    pues de ella nada ni nadie os podrá librar.

    —¡Fuera de mi vista! —exigió Alyoh.

    Un estruendo sacudió los alrededores del castillo. Gritos desgarradores seguidos de pasos y choque de espadas se oían por doquier. Alyoh abandonó el salón real escoltado por sus guardias más leales. En las proximidades del establo, un ataque directo les impidió la huida. Sendas lenguaradas de fuego abrasaron a la guardia en un abrir y cerrar de ojos.

    —Ni siquiera tenéis valor para morir con dignidad —espetó Ópide.

    —La arrogancia no es buena consejera —admitió derrotado—. Cumplid, pues, vuestro destino y el mío.

    —Haré algo mucho mejor que eso —señaló con un dedo a los pobladores que huían despavoridos—. Exterminaré a toda vuestra sangre. Después de que sepáis lo que se siente perder lo que más se valora en la vida, moriréis.

    Alyoh contempló horrorizado cómo su primogénito dirigía una ola de fuego contra todos los feéricos que aún no habían podido escapar. Los gritos se mezclaron con el llanto en una sinfonía siniestra. El olor a carne quemada se fundió con la fetidez del miedo y el metal de la sangre derramada.

    Asqueado por el espectáculo, el rey quiso acabar con su vida. Ópide le arrebató la posibilidad con un chasquido de dedos. La magia abandonó el cuerpo de Alyoh y se unió a la nube de poder que se arremolinaba sobre el castillo. Pese a los intentos del joven mestizo por apoderarse de aquella magia ancestral, la nube se rehusó a acceder a la posesión. Tras semejante atrevimiento, el poder marcó a Ópide en el pecho, cerca del corazón. Luego se perdió en el infinito.

    La sed de venganza que albergaba Ópide se transformó en ansias de poder. La necesidad le resultaba tan acuciante que no hubo rincón alguno de Cléssofo que no hubiese recibido, al menos, una visita por su parte. Tan ávido estaba que no le importó trasgredir las fronteras para adentrarse en Háleida, un pequeño reino cuyos habitantes pertenecían a las hadas oscuras. Las mismas que llevaban tres lustros, esclavizadas por Síphobe; una criatura mitad reptil, mitad águila, con tres cabezas cornudas, una cola larga provista de púas venenosas y cuatro garras de pezuñas, encorvadas como tenazas, capaces de destrozar a cualquier criatura con solo aferrarla.

    —Si mi reino queréis visitar,
    un enigma deberéis descifrar;
    pero tened cuidado cuando respondáis,
    pues si os equivocáis,
    de convertiros en mi cena nada os podrá librar.

    —Lanzad vuestro desafío —exigió Ópide.

    —Una noche el rey sílfide a una taberna acudió
    solo una copa de vino pidió.
    El tabernero, sin conocerle, su daga empuñó.
    El rey sílfide muchas gracias le dio.
    ¿Qué fue lo que ocurrió?

    El joven mestizo se sentó a meditar en la posible respuesta. Recordó entonces uno de los cuentos que su madre adoptiva le contaba antes de ir a dormir. Seguro de que tenía la solución retó a la bestia.

    —Si os brindo la solución deberéis recompensarme.

    —¿No os basta con que os perdone la vida?

    Ópide negó con la cabeza.

    —Vuestro poder es lo que quiero.

    —Sois ambicioso en extremo —dijo la criatura—. Puesto que hasta ahora nadie a podido acertar, nada tengo que perder; así pues, aceptaré.

    El joven sonrió de oreja a oreja y tras realizar una reverencia, respondió:

    —El tabernero al rey sílfide el hipo curó con el susto que le dio.

    El rugido de Síphobe atravesó el reino de extremo a extremo. La criatura sacudió la cola con intención de apresar al joven mestizo. Ágil como una liebre, saltó. La cola se estrelló con una fila de árboles. En un abrir y cerrar de ojos, Ópide había cogido un par de trozos de madera y los convirtió en antorchas gigantes.

    La bestia inclinó sus cabezas y abrió las fauces. El joven aprovechó para arrojar las antorchas. Cuando el fuego comenzó a expandirse, Síphobe extendió sus alas. Antes de que pudiese emprender el vuelo, Ópide lanzó un par de lenguaradas ardientes que le abrasaron las plumas. Minutos más tarde, absorbía el poder de la criatura.

    Asesinar a la bestia que había mantenido esclavizado a los habitantes de Háleida le abrió las puertas del reino. Los haleidenses, como muestra de su infinito agradecimiento, le concedieron la mano de su reina. El mismo día del enlace, una de las hadas reconoció la marca que el joven mestizo llevaba en el pecho: era la misma que identificaba al asesino de Cléssofo. Pese a todos los intentos por advertir a su reina, el enlace se realizó. Negada a desistir, la pequeña hada oscura aprovechó la única oportunidad que le quedaba y se infiltró en los aposentos reales.

    —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Káyostha—. Mi esposo llegará en cualquier momento.

    —Tengo que advertiros antes de que sea demasiado tarde, majestad. Luego me marcharé. Os doy mi palabra.

    —Hablad ahora —exigió la reina.

    A medida que Káyostha escuchaba, su rostro adoptaba un matiz ceniciento.

    —Sé que vos sabréis qué hacer, majestad —dijo y le extendió una mano con la palma hacia arriba.

    El pequeño frasco reflejaba las llamas de las velas que iluminaban la habitación. Un par de pasos interrumpió el intercambio. Káyostha cogió el frasco y se lo guardó entre los pechos. Con un ademán obligó a la mensajera a marcharse cuanto antes.

    Ópide dio un vistazo a la habitación. Luego miró a su esposa de arriba abajo. Pese a llevarle varios años, seguía lozana y hermosa como una jovencita.

    —¿Cumpliréis con vuestro deber de esposa? —preguntó mientras se quitaba la ropa.

    Káyostha bajó la mirada con las mejillas encendidas.

    —Si es vuestro deseo yacer conmigo esta noche…

    Ópide se le acercó. La reina se fijó en la marca en forma de calavera que destacaba contra su piel tostada por el sol. Él la estrechó entre sus brazos. Enseguida advirtió su tensión y se alejó con desdén.

    —Sentís repulsión por mis orígenes. —Ópide se recogió la melena con una tira de cuero. Los ojos de Káyostha se posaron sobre la marca en media luna que sobresalía entre la unión del cuello y la espalda. Trastabilló luego de aquella revelación. No cabía la menor duda de quién era ese joven. Había llegado la hora de cumplir su destino. Ella no se libraría de pagar un precio por haber desafiado a los dioses. Como pudo se recompuso y caminó hasta la mesa que habían preparado para la noche de bodas. Sirvió el vino en las copas.

    —No es vuestro origen lo que me preocupa —mintió mientras seguía de espaldas a su marido.

    —Entonces, ¿qué es? —preguntó y se cruzó de brazos—. Puedo ser más joven; no por ello soy estúpido. Vuestra tensión ante mi contacto es evidente.

    La reina se llevó la mano al escote. Con extraordinaria rapidez retiró el tapón y vertió el líquido en las copas. Luego se desabrochó el vestido. Giró sobre su eje con lentitud. Él no la perdía de vista.

    —Vuestra fama no es una carta de presentación desdeñable —dijo en voz baja y le extendió una copa.

    Ópide la cogió. Entornó los párpados y olisqueó. Káyostha no perdía de vista la boca de su marido. El joven se llevó la copa a los labios y segundos antes de dar un sorbo cambió de opinión. La reina reprimió un gemido. Ópide dejó la copa sobre la mesita de noche e hizo lo propio con la de Káyostha.

    —Brindaremos después, si os parece bien. Ahora quiero demostraros que mi fama de sanguinario no abarca nuestro dormitorio ni nuestra cama —murmuró mientras la arrastraba con él.

    «Es hora de que pague mi deuda». El pensamiento se desvaneció justo antes de que el joven le abriese las piernas.

    —Brindemos ahora —propuso la reina—. Estaréis sediento por el esfuerzo.

    Él sonrió y extendió la mano. Káyostha, sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, le aproximó la copa.

    —Brinda conmigo —pidió él con la copa cerca de los labios.

    —Por la libertad —dijo ella y dio un trago largo.

    —Por la libertad y por tu amor —dijo él y bebió con avidez.

    Los efectos del veneno tardaron apenas segundos en manifestarse. El dolor por la traición recibida dio paso a la incredulidad.

    —¿Qué habéis hecho? —masculló a duras penas.

    —Poner fin a nuestra maldición, hijo mío —musitó y le acarició el rostro.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas. El gesto arrastró, desde lo más profundo de su memoria, recuerdos de su niñez; dulces momentos sepultados por tanta pérdida y sufrimiento. La verdad lo golpeó con fuerza en el instante en el que exhalaba su último aliento.

    En cuanto despuntó el alba, cuernos fúnebres rompieron la quietud en el castillo. La noticia de la muerte de la reina Káyostha y su esposo recorrió toda Háleida y traspasó sus fronteras hasta alcanzar cada poblado de Cléssofo, donde celebraron la muerte del rey maldito.

    Este es el cuarto relato del reto #Surcaletras propuesto por Adella Brac para el mes de septiembre. La premisa era trabajar sobre la base del arco de Edipo.

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  • EL ÚLTIMO DE LOS KOLTAN

    Un joven de pie junto a unas rocas. viste una especie de sobre todo algo antiguo. lleva una mano enguantada de cuyos dedos emergen luces. En la otra mano sostiene una espada que apunta al suelo. Es de noche y al fondo parece distinguirse un poblado.
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    ¿Alguna vez imaginaste una historia en la que una sentencia de muerte se convierte en una oportunidad? No es tan absurdo como parece. Aguarda y prepárate; cuando conozcas a Fred Tamray, mi protegido, lo entenderás.

    ¿Piqué tu curiosidad? No te enfades, esa era la idea. ¡Joder! No te separes de mí, antes de contarte sobre Fred voy a tener que hacer una pausa pequeñita. Por cierto, me llamo Saenza. No te asustes si ves que todo se acerca a prisa; estoy acostumbrada a lanzarme en picado y planear.

    —¿Con quién diablos hablas, Saenza?

    —Ahora no, Fred. Luego te lo explico.

    —Ese par de ahí abajo… Bueno, ya ni tanto.

    —Calla, chiquillo que espantas a nuestro visitante.

    Verás, Fred tiene una conexión especial conmigo. No te preocupes, a ti no puede verte ni escucharte. ¡Madre mía del amor hermoso! Menudo momento para enfrentamientos. No entiendes nada, lo siento, va todo tan rápido que no he podido ponerte al día.

    Mira, el guaperas es Reeve Koltan, el último mago del linaje y regente de Claionte. El otro es Ramtay Malvioq; un demonio que, como en toda historia de magia, ambiciona el poder y gobernar nuestra terra.

    —No deberías revelar esas cosas, Saenza, menos a alguien que no conoces.

    —Chist, déjame escuchar; además nuestro visitante también quiere enterarse. No me seas cobardica.

    ¡Buen ataque ese! Bien por el mago.

    —¿Es que no piensas rendirte nunca? El origen jamás va a quedar en manos de un demonio, acéptalo de una puñetera vez.

    —Eres tan egoísta como todo tu linaje. Mañana morirás y contigo, Claionte entero. ¿Acaso no te importan las vidas que segarás por tu tozudez?

    —Como si tú fueses a permitirles vivir. ¿Crees que no sé lo que te propones?

    Llevas razón, ese ataque casi le alcanza el corazón al mago.

    —Morirás de todas formas. ¿Qué más te da entregarme el legado si me apropiaré de él?

    —El origen no puede robarse. —Ese puño en alto está listo para atacar—. Ha de cederse; de lo contrario aniquilaría al portador.

    —¡Mientes! —Demonio cabrón; se ha elevado dispuesto a arrojar la bola de poder que tiene entre las manos.

    Ah no, eso sí que no. Convocar a la magia prohibida es una afrenta imperdonable. No permitiré que ese pelafustán gane con trampa. ¡Agárrate! ¡Ahí voy!

    —¡Cuidado, Saenza!

    —No grites, Fred, no estoy sorda.

    ¡Toma ya! Puaj, que asco la sangre demoníaca. Ni se te ocurra probarla, ¿eh? Venga, aférrate bien. Necesito que me ayudes. Cierto, no estás aquí, pero igual puedes proporcionarme energía para quintuplicar mi tamaño y remontar el vuelo. Mira que Reeve pesa lo suyo. Eso, así, imagíname gigante. Ahora ya puedo llevármelo con Fred.

    —¿Conmigo? ¿Vas a traértelo aquí? Coño, si me descubre soy hombre muerto.

    —Claro que no. Prepáralo todo, va a necesitar unos cuantos remiendos.

    ¿Sigues allí? Ah vale, creí que te habías perdido durante el vuelo. Mola nuestra cabaña, ¿no crees? Es pequeña pero acogedora. Ese que ves ahí sobre el guaperas es mi protegido. Parece un simple naguerot, aunque en realidad es un mestizo. Coño, ya se ha cabreado. Odia que le diga así; aquí entre tú y yo (acércate más para que no nos oiga): tener sangre demoníaca como legado es un verdadero coñazo. Razón aparte, estos jóvenes de hoy no son nada tolerantes.

    —¿Por qué no cierras ese pico de una vez? ¿Qué quieres? Si el regente se entera de qué soy me mandará a la guillotina.

    —Joder, no te enfades. Solo ponía al día a nuestro visitante. Además, Reeve sigue tumbado a pierna suelta, ¿cómo va a enterarse de que eres un mestizo y no un simple mortal?

    ¡Qué lengua de sapo la mía!, ¿cuándo aprenderé a no hablar de más? Verás tú cómo se me echa encima ahora.

    —¿Hablas con un halcón? Porque no veo a nadie más aquí. —Qué sueño más ligero tiene este regente.

    Qué pálido se ha puesto Fred; con qué lentitud se mueve.

    —Majestad…

    —Levántate y responde a mi pregunta. —Coño, esos ojos violetas van a atravesar las defensas de mi muchacho.

    —Así es, señor. Desde crío he hablado con Saenza.

    —¿Y con otras criaturas?

    —No lo he intentado jamás. —Sí, también me di cuenta. Reeve lo observa con curiosidad.

    —¿Vives solo?

    Iba todo demasiado bien. Verás tú cómo ahora se enfurruña. Y con razón, no se le puede negar. Los Koltan la vienen cagando desde hace mucho tiempo.

    —Vuestro linaje ha sentenciado a los míos por eones, majestad. De mi familia solo quedo yo.

    —Un error que he intentado corregir. Durante mi mandato no se ha vuelto a cazar a ningún mestizo.

    Punto para el regente, la verdad. Esperemos a ver qué dice ahora.

    —¿Me libraréis del ostracismo?

    —Con una condición.

    Comienzo a arrepentirme de haber ayudado a este capullín. ¿No te provoca darle un sopapo? Sí, a mí también.

    —¿Con quién coño habla tu puñetero halcón? ¿Albergas demonios en este lugar? —Reeve ya se puso a la defensiva, verás tú.

    Culpa mía, en realidad, por olvidar que como mago tiene la capacidad de detectar todos los vínculos mágicos. También el nuestro, por lo que veo, aunque no por eso voy a permitirle ofensas.

    —Más respeto. Podrás ostentar el cargo de regente de Claionte, pero no toleraré que dudes de mi decencia y la de mi protegido, aunque su sangre no sea tan pura como la tuya. Aquí no hay demonios. Solo la presencia de alguien que nos visita desde otro plano.

    —¿Ese visitante nos ve?

    —Sería más preciso decir que nos lee, majestad; solo es un mero espectador. —No te preocupes, a ti no puede tocarte ni un pelo.

    —¡Perfecto! —Vaya, mira cómo le brillan los ojos—. Es lo que necesitaba. Con testigos nadie podrá refutar mi decisión. Ahora, debo hacerte una pregunta…

    —Fred, majestad, ese es mi nombre.

    —¿Aceptarías convertirte en receptáculo del origen?

    —Estaría muerto en segundos. Todo Claionte sabe que solo los Koltan podéis…

    —Los mestizos también sois aptos, por eso se os ha cazado durante tanto tiempo. Escúchame… —Menuda revelación; ahora le ha cogido de ambas manos—. La profecía se cumple mañana. Debo morir para que Claionte viva y tú eres mi mejor… nuestra única oportunidad.

    —No sé, majestad. Solo soy un simple cetrero.

    —No te hagas de rogar. Tienes una oportunidad valiosa. —Ya sabía yo que ese gesto con las manos traía trampa; verlas entrelazadas con las de Reeve ya le disparó el pulso.

    —Ella tiene razón. Acepta el legado que estoy dispuesto a concederte y gobernarás Claionte.

    —Necesito pensarlo, majestad.

    —No tardes demasiado. —Al menos pide y no exige—. Solo tengo hasta el amanecer.

    Como el cabezota de Fred se niegue, nos iremos todos a la porra. Sí, en cierta forma tú también porque si desaparecemos no podrás volver. Ya sé, es una putada en letras mayúsculas. Diecinueve años; tantas primaveras cuidando de él y ahora… gracias, que imagines que me acaricias el plumaje consuela muchísimo. Claro, ayudaría más si Fred accede a convertirse en el nuevo regente.

    —Venga, Saenza, deja ya el dramatismo. Voy a aceptar. ¿Contenta? Solo espero sobrevivir y no terminar convertido en un cadáver seco y arrugado.

    —Ya sabía yo que eras un joven muy inteligente. Te he educado bien. —Me hace gracia esa forma de Fred de poner los ojos en blanco.

    ¿No te parece que los dos son guapísimos? Harían una pareja encantadora.

    —¡Saenza! Cierra el pico.

    —Déjala, no me molestan sus especulaciones… —sí, también me fijé en que sus ojos sonríen con picardía—. A fin de cuentas, no miente. Eres un joven muy atractivo.

    Fred es tan mono cuando se sonroja, ¿no crees? Ajá, al final si todo sale bien puede que haya romance. Llevas razón, mejor cierro el pico.

    —Acepto vuestro legado, majestad. —Me choca cuando baja la mirada—. ¿Qué debo hacer?

    —Ven. —¿Has visto cómo entrelazó sus dedos con los de Fred?—. Vamos afuera.

    Alzaré el vuelo. Es mejor estar atentos por si surgen complicaciones. ¿Te parece que soy pesimista? Lo que pasa es que como vives en otro plano no te imaginas la de improvistos que llegan a ocurrir en un simple parpadeo. No te preocupes, desde aquí arriba puedo vigilarlos sin problemas. Además, es mejor que tengan cierta privacidad.

    —Esa rapaz tuya es de armas tomar.

    —Es picoflojo, sin embargo…

    —No tienes que defenderla, no me molesta, todo lo contrario. Agradezco que interviniese en mi favor. Gracias a ella y a ti, claro, sigo vivo. ¿Estás listo? —Fred suele inspirar hondo antes de asentir, no te preocupes.

    Llevan un rato en ello, sí. Yo no noto nada diferente. ¿Tú desde allí has atisbado algo? Eso pensé. Voy a planear más bajo, así podremos oírlos mejor.

    —Quizá yo no sea el indicado, majestad.

    —Chist, lo que tienes es que abrirte a mí, a mi magia, quiero decir. —No sé por qué Reeve apoya las palmas sobre el pecho de Fred. Qué calor más asfixiante envuelve al chiquillo.

    Tengo la sensación de que algo no marcha bien. Me posaré en la rama de ese árbol de allí. Agárrate fuerte.

    —¿Está seguro de que es posible lo que pretende, majestad? —Pobrete, cómo tose; apoyado a gatas sobre el césped parece un animalillo—. Quizá deba buscar a otro.

    —Lamento haberte herido. Hago lo correcto, estoy seguro. Lo que necesito es que confíes más en ti y en mí.

    Sí, a mí también me preocupa. El amanecer no tardará en llegar. No sé, quizá metí la garra hasta el fondo por insistir.

    —Túmbate a mi lado y cierra los ojos. —Fred siempre ha sido obediente—. Ahora, imagina que hay un sendero que llega hasta tu corazón. Al final hay una verja. Ábrela e invítame a pasar.

    Reeve debe tener una buena razón para introducir la mano entre la apertura de la camisa y apoyar así la palma sobre el pecho desnudo. Quizá el fuerte latido del corazón juvenil le infunda confianza en su decisión.

    El alba despunta. Creo que algo ha ocurrido. ¿No lo sientes? Sí, la vista de ambos juntos es tan tierna.

    —¿Majestad? —Menos mal que abrieron los ojos.

    —Serás un justo gobernante para Claionte. —Ya le sacó los colores—. ¿Me concederías dos deseos?

    —Por supuesto. Lo que quiera.

    —Tutéame y bésame. Quiero morir y entregarte mi último aliento.

    —Majestad…

    —Por favor… —¿Has visto cómo se lanzó a comerle los morros?

    —¡Cuidado, Fred!

    ¿Cómo que por qué los interrumpo? ¿Quieres que la historia acabe sin final feliz? Reeve ya quedó laxo entre los brazos del nuevo regente.

    —Tienes algo que me pertenece. —Ramtay no le quita los ojos de encima al cuerpo del último Koltan, será capullo—. Entrégamelo y te perdonaré la vida.

    —Mientes. —Fred no es tonto, no te preocupes.

    —Da igual, ¿no crees? En todo caso, la verdad es que no estás preparado para gobernar Claionte; ni siquiera sabes qué hacer con el origen. La magia te consumirá.

    Espero que no se olvide de lo que le dijo Reeve. Si pierde la confianza será nuestro fin.

    —Puede que no sepa qué hacer. Para tu desgracia, aprendo rápido. Así pues, no seré yo quien acabe contigo. Será la magia que tanto ambicionas. —Qué listo mi chiquillo; permitió que el poder que lo habita cogiese las riendas.

    ¡Toma! Eso te pasa por gilipollas. ¿Te has fijado?, ha sido un ataque fantástico. ¡Mierda! Eso ha tenido que dolerle. Pobre de mi chico. ¿Te vienes conmigo? Voy a enseñarle a ese charlatán demoníaco lo que significa meterse con el polluelo de Saenza.

    Un demonio con aspecto de guerrero; muy cerca de él flota un pequeño halcón
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Lo he dicho antes y lo certifico: la sangre de demonio sabe asquerosa; ni hablar de cómo huele. Oye, esa es una brillante idea. Se lo diré.

    —Fred, chiquillo, dice nuestro visitante que lances un ataque directo al corazón. Yo distraeré a la bestia esperpéntica.

    —¡Maldito avechucho! ¡Sal de mi camino!

    —Dale saludos al regente del infierno.

    Ese movimiento de brazos extendidos hacia adelante hace que parezca todo un guerrero, ¿no crees? ¡Joder! Huelen mucho peor cuando arden a fuego intenso. Qué asco. No te preocupes, ya te digo que apestan. ¿Qué? ¿Qué dices? ¡Mierda! Llevas razón. El poder del demonio amenaza con arrasarlo todo.

    —¿Y ahora qué? No tengo idea de qué hacer, Saenza.

    Es verdad, ¿por qué no se me había ocurrido eso antes?

    —Nuestro visitante cree que si absorbes el poder del demonio podrías detener la hecatombe de nuestra terra.

    —Eso suena muy bien. ¿Cómo rayos lo hago? ¿Se os olvida que soy un simple cetrero?

    —¿Olvidas que llevas sangre de demonio en tus venas? ¡Atráelo! La sangre llama a la sangre.

    —Lo intentaré.

    ¿Has visto eso? ¡Parece una pértiga ahí de pie con las piernas separadas y los brazos estirados en dirección al sol! ¡Está atrayendo todo el poder! ¿Qué dices? No sé, se lo puedo comentar, aunque eso va contra las reglas universales. Llevas razón, Reeve ya se saltó una al darle el poder a Fred. Quizá funcione.

    —¿Ahora qué pretendéis? —Pobrete, se ha quedado sin resuello.

    —Verás, nuestro visitante cree que podrías intentar resucitar a Reeve.

    —¿Os creéis que soy un dios? —Supongo que llevas razón; caer en el césped de esa forma debe doler.

    —No pierdes nada si lo intentas.

    —No sé cómo hacerlo. —Tumbado junto a Reeve parece tan indefenso, ¿verdad?

    —¿Y si pruebas la técnica de todos los príncipes de cuentos de hadas?

    —Lees demasiada fantasía, Saenza.

    —Venga, inténtalo. Dale un beso.

    —De acuerdo. —Sí, el pobre se avergüenza muchísimo.

    No debería revelarte sus intimidades, pero ya que estás ahí, te lo cuento: posar los labios de nuevo sobre la boca de Reeve está despertando en él, cientos de sensaciones nuevas. El recuerdo del beso anterior le provocó un cosquilleo en el estómago y un aleteo en el corazón. Ha cedido, una vez más, el control a la magia que lo habita. El poder fluye de uno a otro en una comunión perfecta. Espero que no siga conteniendo así la respiración. ¡Uf! Por fin abrió los ojos.

    —¿Has muerto conmigo? ¿Todo se ha perdido? —sí, Fred es una monada cuando sonríe.

    Menos mal que negó con la cabeza o al pobre de Reeve le habría dado un soponcio. Chist, vamos a ver qué hacen ahora.

    —Bienvenido de vuelta, majestad. —¡Ostras! Sonrisa y beso de final de cuento.

    Vaya pillín está hecho Reeve. Como siga así terminarán… Mejor les dejamos intimidad para que sigan a lo suyo. Ahora que Claionte ya no corre peligro, el resto del mundo y otros planos pueden esperar.

    ¿Se te ha hecho corta la estancia esta vez? No te preocupes, historias habrá muchas más. Nos volveremos a encontrar cada vez que te apetezca leer.

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