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  • BAJO LA SOTANA

    La imagen de una sotana desde los hombros hacia abajo. El sacerdote sostiene una hostia, el cáliz y un crucifijo
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel

    Sixto palideció ante la vehemencia con la que el presidente electo daba sus primeras declaraciones. Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo y, al mismo tiempo, sellaron su destino. El sacerdote jesuita se persignó. La diestra le temblaba; la frente se le perló de una fina capa de sudor. Elevó una plegaria: «Protege a nuestro presidente de todo mal», articuló en un hilo de voz que quedó solapado por aquel grito desgarrador que le robó el aliento.

    En dos zancadas alcanzó el televisor. El temblor le impidió atinar a la primera. Las imágenes cambiaban de plano con tanta rapidez que su mente no era capaz de seguirlas y concluir algo en claro. Intentó subir el volumen por segunda vez y volvió a fallar. Una secuencia de golpes urgentes le disparó el pulso. Los latidos retumbaban como tambores de guerra en sus oídos. Abrió la puerta de la casa parroquial de un tirón.

    —Secuestraron a la hija de Magallanes, ¿lo ha visto, padre?

    El sacerdote volvió el rostro hacia la pantalla del televisor. El nudo que le estrangulaba las cuerdas vocales atrapó cada fonema. Abrió y cerró la boca como un autómata. Volvió a ver a la inesperada visita. Apretó tanto los puños que le crujieron los huesos. La situación no podía ser peor o, ¿sí?

    El reloj de la pared marcaba las 20:59. Tres largas horas necesitó Sixto para deshacerse de su vecina. Clavó los ojos en la pantalla del móvil. ¿Debería llamar a Marian? ¿No resultaría demasiado sospechoso? Movido por la acuciante necesidad de obtener más información, desbloqueó la pantalla y buscó el contacto en la agenda. Segundos antes de pulsar el botón para llamar, Golpearon a la puerta. La noche prometía convertirse en una pesadilla.

    —¿Me invita usted a pasar, padre?

    Sixto cerró la boca y se apartó. El supresor del arma que se asomaba sin discreción por la abertura de aquella gabardina, había sido lo bastante persuasivo como para pensárselo mejor; así pues, evitó imprecar al sujeto que avanzó hasta el salón como si aquella fuera su casa.

    —Esta es la casa parroquial —dijo entre dientes—. No tengo nada de valor.

    —Se equivoca usted, Sixto. ¿No le importa que lo llame por su nombre, ¿verdad? Siéntese —invitó el sujeto apuntando con el arma hacia el sillón. Seré breve.

    El sacerdote obedeció. Sentado con la espalda muy rígida frente a aquel intruso, escuchó a su interlocutor. El pulso se le aceleró y, A medida que el sujeto avanzaba en su explicación, la garganta se le cerraba un poco más. La boca se le secó; sudaba a borbotones como si en lugar del salón de la casa parroquial, se hallara en medio del desierto. La situación no podía ser más surrealista.

    —Usted-usted no puede hablar en serio. Soy un hombre de Dios. No puedo ir en contra de mi fe y mis principios. Lo que pretende es un despropósito.

    Sixto se secó la frente con la mano.

    —Hace dieciséis años no pensaba usted igual. ¿Sí sabe a qué me refiero o tengo que recordárselo?

    El sacerdote lo miraba boquiabierto con los ojos casi desorbitados.

    —¿Cómo sabe usted…?

    —Lo sabemos todo, confórmese con eso. —El sujeto se hurgó por dentro de la gabardina—. Tiene usted 48 horas para tomar una decisión. Siendo el representante de Dios en la tierra no le será tan difícil escoger entre una vida y la otra, entre una amenaza para el mundo que conocemos y una vida que apenas florece.

    El sujeto se levantó, dejó caer el paquete que sostenía en la mano y caminó hacia la salida. Sixto se puso en pie como un resorte sin perder de vista la jeringa y el papel contenidos en el sobre transparente que descansaba sobre la mesita de centro.

    —Llamaré a la policía, este atropello no puede…

    El sujeto se volvió y le apuntó directo a la cabeza. El sacerdote trastabilló y tropezó con el sillón.

    —Hágalo y no solo perderá todo lo que ha logrado hasta ahora; la hija de Magallanes morirá y el único culpable será usted. ¿Cree que Dios lo perdonará, padre? —El sujeto lo taladró con la mirada—. Recuerde el plazo. Aguardaré su respuesta.

    Sixto guardó silencio. El sujeto cabeceó en conformidad y se marchó. La mente del sacerdote no paraba de girar como un tiovivo desbocado. ¿Cómo iba a salir bien librado de aquel desastre? A lo largo de sus 48 años había vivido circunstancias difíciles, pero ninguna tan desesperada como esa.

    Sentado frente al ordenador, Sixto golpeaba las teclas poseído por la angustia. Cada tanto desviaba la mirada hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. El reloj avanzaba como si los minutos se escurrieran por una pendiente imposible hacia el vacío. Apenas le quedaban dos horas para que el límite que aquel sujeto le había señalado se agotara. «Si me dieras una mano, Señor, sería de agradecer». El pensamiento se esfumó en un suspiro. Detuvo los ojos en el buscador; el tercer resultado quizá podría convertirse en la solución a su dilema. Tomó nota y cogió el móvil que había olvidado uno de sus feligreses el día anterior. Tabaleó sobre la pequeña pantalla como si su vida dependiese de ello.

    —Amigo mío, necesito un favor, urgente —dijo y remarcó la última palabra con los ojos fijos en aquella anotación—. No tengo tiempo para explicaciones, escucha; prometo que te lo contaré todo, cuando pueda. Requiero varias ampollas de una toxina. —Tras cinco minutos que le parecieron eternos, agregó—: salgo enseguida para allá. Y, por favor, no le comentes esto a nadie; ni a tu gato.

    Colgó la llamada y se guardó el móvil en el bolsillo. Miró el reloj de la pared; una hora y cuarenta y ocho minutos. Cogió las llaves y el casco de su motocicleta, no tenía tiempo que perder.

    Sixto entró en tromba, jadeante y empapado en sudor. Dejó caer el casco en el sillón y cogió el sobre. Extrajo el papel con manos temblorosas y leyó las instrucciones. Miró hacia el reloj de la pared y casi se le escapa una maldición. Una hora le había llevado ir y volver. Cerró los ojos e inspiró profundo. Cogió su móvil y marcó el número que aparecía en aquel papel. Enseguida saltó la notificación. Abrió la aplicación y pulsó en el mensaje.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas al percatarse de quién aparecía en aquella imagen. Tragó saliva y activó el vídeo. La adolescente, amordazada y con los ojos enrojecidos, se revolvía dentro de una urna de cristal. El sacerdote se fijó en el líquido que subía de nivel a velocidad gradual. Detuvo la reproducción. No soportaría ver lo mismo durante 48 segundos.

    El tono de un nuevo mensaje captó su atención.

    +34 948480480 Mercenario 48:

    Siga las instrucciones sin omitir ni un solo detalle y todo saldrá bien, Sixto. Por si tuviera problemas de memoria, le enviaré un recordatorio como este cada ocho minutos. Éxito en su misión. Por cierto, espero que haya disfrutado del paseo.

    Apretó el dispositivo con fuerza y contuvo las ganas de arrojarlo contra la pared. Un regusto a bilis le quemó la garganta. Tal como había sospechado, se hallaba bajo vigilancia. El avance de los números en el reloj digital le advirtió que le quedaban 40 minutos. Bloqueó el móvil y recogió el sobre. Repasó mentalmente las instrucciones que le había dado su buen amigo y se dispuso a acometer la primera fase de aquel plan macabro.

    Ocho minutos exactos y recibió otra notificación. Ajustó la posición del alza cuello y se palpó a la altura de los bolsillos. Titubeó un par de segundos; al final cedió ante la necesidad de cerciorarse de que seguía con vida. El llanto de la joven lo estremeció de pies a cabeza. Absorto en el sufrimiento de la chica, vio el vídeo hasta el final. El tono de la llamada entrante lo sacó de su ensimismamiento.

    —¿Sí? —Los ojos casi se le desorbitan al oír la voz del otro lado del auricular—. Claro, no es ninguna molestia, por favor. Enseguida salgo para allá.

    «Señor, si esta es una prueba, permíteme decirte que te estás superando con creces», pensó mientras cogía las llaves de su pequeña motocicleta.

    La mansión presidencial ocupó todo el campo visual de Sixto. Una vibración en el bolsillo le disparó las pulsaciones. Redujo la velocidad en cuanto zigzagueó peligrosamente y estacionó frente a la verja. Extrajo el móvil. El globo de la notificación parpadeaba con insistencia. Desbloqueó la pantalla y reprimió el impulso de reproducir el vídeo. Reenvió el mensaje, hizo una llamada perdida y se persignó. Apagó el motor y se guardó el móvil en el bolsillo derecho. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y echó a andar hacia la entrada.

    Magallanes esperaba del otro lado de la verja. La expresión del hombre era tan elocuente que no hizo falta ni preguntar.

    —Dejadle entrar, lo he mandado llamar yo, es de mi plena confianza —ordenó el presidente a los dos guardaespaldas.

    —El protocolo exige…

    —De nada nos ha servido el protocolo hasta ahora, si fuese útil no habrían secuestrado a Magdalena.

    —No es necesario, señor presidente. Dejad que cumplan con su trabajo.

    Magallanes sacudió la mano a modo de negativa.

    —Ni hablar, eres mi invitado esta noche. Marian y yo te necesitamos más que nunca.

    Los hombres cedieron a regañadientes. Sixto adelantó al presidente. Uno de los guardaespaldas advirtió que él movía la mano izquierda, la misma que llevaba dentro del bolsillo. No obstante, se abstuvo de abrir la boca. Incordiar al presidente solo le traería más problemas.

    Magallanes se detuvo un instante. Extrajo su móvil y arrugó el entrecejo. Apenas leyó la notificación, levantó la mirada. Sixto lo observaba sin parpadear. La silenciosa comunicación se mantuvo hasta que la voz femenina la interrumpió:

    —Gracias a Dios que viniste, Sixto. —La esposa del presidente se arrojó a sus brazos con los ojos llenos de lágrimas—. Pasa, por favor.

    El sacerdote avanzó con el presidente a sus espaldas. Ahora sí, su suerte estaba echada.

    El salón de la mansión presidencial derrochaba opulencia con buen gusto. Sixto fijó los ojos en el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Veinte minutos y todo acabaría. Magallanes lo adelantó con un par de zancadas y se sentó en el sillón de la izquierda. Marian lo invitó a acompañarlos con un ademán. El sacerdote se secó la frente con la manga de la sotana. Dio un paso en dirección al presidente e introdujo la diestra en el bolsillo; la primera dama no lo perdía de vista. Tragó saliva, inspiró hondo y botó el aire despacio.

    Fingió tropezar con el ruedo de la sotana. Magallanes se inclinó hacia adelante para sostenerlo. En ese instante, el sacerdote sacó la mano. La delgada aguja destelló entre ambos. El presidente abrió mucho los ojos en cuanto percibió el dolor en el cuello. Sixto empujó el émbolo mientras pronunciaba una plegaria.

    —Creí que no llegarías hasta el final. Parece que me equivoqué contigo y sí que tienes cojones.

    Ambos hombres clavaron los ojos en la primera dama. Marian sonreía con perversa satisfacción mientras su esposo se revolvía en el sillón. Cada intento por levantarse lo debilitaba más.

    —¿Por qué? —preguntó el sacerdote.

    —Porque permitir que el mundo, tal como lo conocemos hasta ahora se vaya al garete, no es una opción aceptable, ¡no crees? Ahora puede que no lo entiendas, pero ya me darás la razón con el tiempo.

    —¿Por qué yo?

    —Alguien tenía que hacerlo. Además, mejor un fanático religioso que un asesino cualquiera.

    —¡Secuestraste a tu propia hija, por amor de Dios! ¿Es que te has vuelto loca?

    Ella se encogió de hombros.

    —Tu hija se parece cada vez más a ti. ¿Lo has notado?

    Magallanes emitió un intento de protesta. Paralizado como estaba, hablar requería un esfuerzo hercúleo y sus músculos ya no le respondían.

    —¿Vas a matarla solo porque se parece a mí? —Sixto no daba crédito.

    —¿Y qué crees que habría hecho nuestro intachable presidente en cuanto supiera que la niña de sus ojos no era su hija? —Los ojos de Marian brillaban con ferocidad—. ¿Crees que la habría desterrado sin más, encerrada en cualquier internado finísimo? Si esa idea pasó por tu cabeza es porque no lo conoces en absoluto.

    —Estás loca, Marian. No dudo de que él la ama.

    —Él jamás habría tenido los cojones de hacer lo que tú acabas de hacer por ella —dijo con la voz quebrada.

    La primera dama exhaló un hondo suspiro. Tras sosegarse, se inclinó sobre la mesita de centro y se sirvió un trago.

    —Te lo ruego, llama a un médico. Todavía podemos resolver esto. —Ella negó con la cabeza.

    —El veneno del pez globo —dijo con los ojos sobre su marido—. Sí, ese que tanto te gusta obligarme a comer, querido, no tiene antídoto. En seis horas, minutos más, minutos menos, habrás trascendido de plano.

    Un estruendo interrumpió la conversación. La primera dama se levantó con agilidad y arrojó el vaso en dirección a Sixto. Él se abalanzó sobre ella para impedir que escapara. Los guardaespaldas entraron en el salón seguidos por agentes del cuerpo policial y un equipo sanitario.

    —Cogedla —balbuceó Magallanes.

    Los guardaespaldas lograron sujetarla a duras penas. El sacerdote se apartó, aunque no lo bastante rápido como para evitar que ella le escupiera el rostro. Las miradas de ambos hombres coincidieron un instante.

    —Es toxina botulínica —advirtió al personal sanitario mientras se limpiaba la cara con la manga de la sotana.

    Sixto no perdía de vista al presidente mientras una joven desinfectaba sus heridas.

    —La joven ha sido rescatada. Creí que le gustaría saberlo. —El sacerdote fijó la mirada en el agente y asintió con un movimiento leve de cabeza.

    Sixto echó un vistazo tras finalizar la homilía. Levantó las cejas en un gesto involuntario al percatarse de las dos personas sentadas en la última fila de la derecha. Terminó la misa y bajó del púlpito.

    —Señor presidente —dijo y clavó la mirada en el suelo.

    —No tuve tiempo de agradecerte. De no ser por ese mensaje…

    —Solo hice lo que me dictó mi conciencia. Veros sanos y salvos es todo lo que necesito.

    —Nunca imaginé que bajo la sotana del tito Sixto pudiera haber tanto coraje… Gracias. —Las palabras de Magdalena lo conmovieron.

    —Podéis iros en paz.

    Padre e hija abandonaron la capilla rodeados de un anillo de seguridad impresionante. Sixto miró la imagen del cristo en la cruz. «Por lo que más quieras, no vuelvas a poner a prueba lo que hay bajo esta sotana».


    Escribí este relato en cuarenta y ocho horas (el plazo que daba el concurso) para la convocatoria de una editorial. No fue seleccionado, pero me gustó tanto el resultado que decidí publicarlo aquí.

    Está muy lejos de lo que suelo escribir y no dejo de sorprenderme por ello. Ojalá que lo disfrutéis.


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  • CALÉNDULA: EL VALOR DE LA DIFERENCIA

    Un hada de cabello rojo y alas pequeñas que viste de verde y se ve de perfil, apoyada de una roca. a un lado se ve una luz azul y amarilla.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Caléndula echó a correr escaleras arriba tan rápido como su peso se lo permitía. El destello de la espada la guiaba en la oscuridad. Extendió las alas. Rompería la primera norma: no mostrar su naturaleza feérica en el mundo mortal, aunque, en realidad, siendo mestiza, tampoco es que quebrantaba la norma del todo. Quiso despegar en vertical, pero la falta de práctica y la gravedad jugaron en su contra; trastabilló y dio de bruces contra el suelo. Ailek aprovechó la caída y se escabulló por la puerta directo a la azotea del museo.

    La joven hada se incorporó con esfuerzo y retomó la persecución. En cuanto atravesó el umbral una red mágica le cayó encima. Envuelta en un capullo casi irrompible quedó suspendida de cabeza mientras el príncipe tanariano huía con la espada de Minok.

    —¿Ahora sí estás dispuesta a recibir la ayuda de un miserable mortal? —preguntó un joven de aspecto desgarbado—. O dejarás que el orgullo te gane la partida.

    Caléndula resopló, exasperada, mientras se revolvía como un insecto atrapado en una telaraña.

    —Tú ganas —masculló—. Si logras sacarme de aquí, aceptaré que me ayudes.

    —Trato hecho. Eso sí, no me vayas a salir después con que los mortales no podemos ir a tu mundo y bla, bla, bla.

    —Un trato es un trato —respondió con las mejillas arreboladas por el esfuerzo al intentar zafarse—. Libérame y te llevaré conmigo a Enalterra.

    —¿Lo prometes?

    —¡Sí! Ahora, sácame de aquí, si es que de verdad puedes.

    El joven enarcó una ceja.

    —Eres demasiado incrédula. Quizá debería…

    —¡Libérame! Anda, —pidió jadeante—. Me disculpo por dudar de tus capacidades.

    El joven cabeceó una vez. Luego rodeó la trampa varias veces. Extendió el brazo y tocó las hebras de la red. La sensación pegajosa le dio una idea.

    —Aguarda aquí —dijo y salió disparado.

    —Como si pudiese irme a alguna otra parte.

    Caléndula cerró los ojos un instante. Se reprochó por haber sido tan impulsiva al ofrecerse a cumplir una misión imposible ¿y para qué? Para nada. Al final, como siempre, Abrus la hizo a un lado En cuanto vio a su hermana. Obnubilado por la belleza de Mancinella, ni siquiera había tenido el gesto de darle las gracias. Olvidó de inmediato su sacrificio; claro, ¿quién era ella? nadie. Una mestiza regordeta incapaz de moldear la plata sin destrozar el metal. La culpa había sido solo suya por dejar que le comiera la cabeza una vez más y la enredara en sus problemas. Una sensación desagradable se le asentó en el estómago. De pronto, el calor se le hizo insoportable. Abandonó el hilo de pensamientos autocompasivos y abrió los ojos. Lo que vio, la dejó sin habla.

    Frente a ella, el joven desgarbado sostenía un artilugio moderno del que no recordaba el nombre. Lo había visto alguna vez en las clases de artes del fuego no convencional. Detrás del pequeño cristal que llevaba incrustado la gran máscara, los ojos cerúleos del joven brillaron con determinación. Parpadeó varias veces. Algo en esa mirada le resultaba familiar, solo que no lograba definir de qué se trataba. Alejó la idea de su cabeza y se concentró en el cacharro.

    —¿Estás seguro de lo que piensas hacer?

    —Absolutamente. Tú, confía en mí. Te sacaré de ahí, cueste lo que cueste.

    Caléndula elevó una plegaria para que, entre otras cosas, el fuego de aquel aparatejo no le quemase las alas. Por su parte, el joven se dedicó a calentar la red. Tras varios minutos las hebras se cristalizaron. En segundos, una reacción en cadena convirtió la pegajosa trampa en un capullo firme que se resquebrajó al primer golpe. Incapaz de luchar contra la gravedad y de remontar en vuelo por encontrarse de cabeza, la joven hada optó por hacer uso del único recurso que tenía a mano. Un secreto bien guardado que no compartía con nadie: magia antigua enalterrense, evidencia de que por sus venas también corría sangre real, además de la humana.

    Evait cug elj ataig —dijo en voz muy baja.

    El conjuro impidió que se estrellara contra el suelo de la azotea, aunque igual se golpeó la frente con el barandal.

    —¡Joder! —exclamó el joven—. Menuda forma de aterrizar. Debiste usar tus alas, ¿no?

    —No soportan mi peso, ¿acaso no me has visto bien? —masculló con las mejillas arreboladas.

    El joven la miró de arriba abajo, luego se rascó la barbilla, meditabundo.

    —Sí que parecen pequeñas. ¿Pueden ejercitarse?

    Caléndula se quedó algo perpleja.

    —No hablas en serio.

    —¿Por qué no? Si tienen tendones como otras partes de tu cuerpo, no veo por qué no puedes fortalecerlas para que las uses a plenitud.

    El hada se apoyó sobre las rodillas algo tambaleante. Él le tendió una mano como apoyo. Caléndula titubeó unos segundos; finalmente se asió, insegura. Temía arrastrarlo consigo de vuelta al suelo. Mayor fue su sorpresa al ver que, pese a su apariencia, el joven no se había movido ni un ápice. Era mucho más fuerte de lo que hubiese imaginado.

    —Creíste que era un debilucho, ¿verdad? —Ella se sonrojó al verse descubierta.

    —No he dicho nada.

    —No hace falta, tu cara lo dice todo. Anda, vamos a ese mundo tuyo o jamás podrás recuperar la reliquia.

    —Nunca te he dicho qué buscaba.

    El joven puso los ojos en blanco. Disimular se le había hecho costumbre.

    —Tengo ojos en la cara, por si no te habías fijado. Vi lo que ese sujeto cogió del museo. ¿Y qué se exhibe en los museos? Reliquias.

    Caléndula entornó los párpados. El recelo y la desconfianza se abrieron paso desde su inconsciente. No obstante, se esfumaron con rapidez. Un trueno retumbó en lo alto; un ventarrón surgió de la nada. Nubes densas, de color morado oscuro se enroscaban como inquietos espirales que no tardaron en tapizar la bóveda celeste. La joven hada levantó la vista. La grieta dimensional que se formó sobre sus cabezas se expandía con demasiada rapidez. La palidez se apoderó de sus mejillas.

    —¡Corre! —gritó.

    —Ni sueñes que voy a abandonarte —exclamó y la rodeó por la amplia cintura.

    La novena ola terminó de abrirse y una fuerza descomunal los levantó como si fuesen un par de plumas.

    —¡Sujétate a mí con fuerza!

    —Nada me separará de ti, eso puedes jurarlo —le dijo muy cerca del oído.

    En segundos la magia los envolvió y los arrojó hacia el otro lado.

    🍃

    El ruido ensordecedor de la batalla junto al olor metálico de la sangre y la fetidez de los excrementos sacudió sus sentidos. La llanura que antecedía al bosque de álamos plateados que mantenía oculta la montaña de Airgid estaba tapizada de restos y sangre. La muerte de Minok había desatado el caos en algunos reinos de enalterra.

    —¡Despliega las alas! —pidió el joven.

    —¡No servirá de nada! Nos estrellaremos sin remedio.

    —¡Hazlo! Termina de quitarle poder al miedo que otros te sembraron. ¡Ábrelas!

    Caléndula titubeó una fracción de segundos. A medida que la vista del paisaje se aproximaba a ellos a toda velocidad, pensó que no perdía nada por intentarlo. Al menos uno de los dos podría tener una oportunidad. Lanzó una orden silenciosa hacia los apéndices que colgaban de su espalda. El primer intento fue inútil; el segundo apenas si logró un leve estremecimiento; el tercero, con el suelo a punto de recibirlos en un abrazo mortal fue decisivo. Las alas cristalinas se desplegaron en toda su extensión. El tirón le robó el aliento. El vendaval se estrelló contra sus alas y la velocidad de caída disminuyó de manera significativa. Un crujido, seguido por un dolor agudo e insoportable le llenó los ojos de lágrimas. El alarido que brotó de entre sus labios ensordeció a su acompañante. Ambos se inclinaron hacia un lado. Por fortuna, el viento amortiguó el resto del descenso. La pareja chocó contra unos arbustos espinosos que se hallaban en dirección sur respecto del enfrentamiento.

    Un rugido atravesó el campo de lado a lado. El rumor de la reyerta resultaba estremecedor. Llenos de arañazos y espinas lograron incorporarse. El joven se fijó en las alas de la feérica. Una parecía haber resistido, en cambio, la otra lucía algo caída.

    —¿Te duele mucho? —dijo señalándole las alas.

    Ella inspiró hondo y asintió con la cabeza.

    —Sanará —masculló conteniendo las lágrimas.

    —¿Y si no?

    —Tendré que cortarlas.

    —No hablas en serio. Dejarías de ser un hada.

    —Jamás he sido una verdadera hada de plata —dijo con amargura—. Es lo que te diría mi reina, incluso mi propia hermana.

    —Eso es cruel —replicó el joven.

    Ella intentó encogerse de hombros; el dolor la persuadió de hacerlo.

    —¿Acaso la vida no es cruel en sí misma?

    El joven abrió la boca para replicar. Un nuevo rugido, ahora más cercano, interrumpió sus intenciones. El hada se quedó boquiabierta en cuanto tuvo frente a sí al consejero real y a la reina Brianna.

    —¿Os encontráis bien? —preguntó la reina; el cúmulo de arrugas que se le formaron alrededor de los ojos daba cuenta de su preocupación.

    —¿Dónde están vuestros compañeros de armas? —gruñó Gult con impaciencia.

    —Calma —pidió la reina y hundió los dedos en la melena leonina—. Necesitan un tiempo para recuperarse.

    Caléndula hizo sendas reverencias y casi pierde el equilibrio producto del dolor del ala. E consejero real intercambió una mirada con el joven desgarbado que Brianna pilló al vuelo, aunque la joven hada, más ocupada en seguir el protocolo, ignoró por completo.

    —La reina Adelfa solo me ha enviado a mí, consejero —respondió y clavó los ojos en el suelo.

    —Eso es absurdo —protestó Brianna—. ¿Cómo es posible que Adelfa haya sido tan inconsciente? ¿Acaso no valora ella a su pueblo? ¿Qué clase de reina envía a una adolescente sola a enfrentar al heredero de Minok? ¿pero acaso es que se ha vuelto loca?

    Gult carraspeó.

    —Este no es momento para esos cuestionamientos, majestad —gritos desgarradores se impusieron durante un instante a la conversación.

    —Llevas razón, como siempre —reconoció la reina—. Entréganos solkeium y os podréis marchar de vuelta a vuestro sidhe.

    —No-no-no la tengo en mi-mi-mi poder.

    —Lo que quiere decir es que alguien más la robó —intervino el joven desgarbado—. Ella no tiene la culpa.

    El consejero rugió. El joven dio un paso atrás y se colocó a modo de escudo para proteger al hada.

    —Permite que se expliquen —ordenó la reina a su consejero.

    —Quien debe darnos muchas explicaciones es Adelfa, majestad. No un hada mesti… bueno de plata —se retractó al notar el gesto sombrío de la reina—. Y este… No sé ni cómo llamarlo.

    —Acompañante —interrumpió el joven

    —Lo que sea. El punto es que la reliquia sigue fuera de nuestro alcance y es indispensable obtenerla antes de que sea muy tarde —El firmamento se oscureció de improviso.

    —Perdonad que os lo recuerde, pero solkeium debe retornar a la forja o guardarse en nuestra cámara, es lo que manda la ley airgídnica, majestad.

    Brianna observó a la joven en silencio, en el fondo reconoció para sí que le complacía que se hubiese atrevido a señalarle el desliz.

    —Transmítele a Adelfa que mi deseo es que solkeium desaparezca.

    —Así se hará, majestad —aseguró la joven.

    Gult desplegó sus alas. La reina subió a su lomo con rapidez.

    —Volved a Airgid.Y advertidle a vuestra reina que más vale que tenga una buena explicación para haberos expuesto a tanto peligro.

    —Me comprometí a recuperar la reliquia y no cesaré hasta lograrlo. Perdonadme de nuevo si os desobedezco, majestad—dijo Caléndula antes de echar a correr en dirección a la nube de tanarianos que se aproximaba desde el oeste.

    —¡Aguarda, Testaruda inconsciente! —gritó el joven y echó a correr tras ella.

    Reina y consejero siguieron con la mirada a los dos jóvenes hasta que los perdieron de vista.

    —Espero que la testarudez de esa jovencita no la meta en más problemas de los que ya tiene —dijo el consejero y despegó con Brianna.

    —Espero lo mismo. Ahora tratemos de ganar un poco de tiempo para ellos, a ver si la suerte nos acompaña y la joven hada logra su propósito.

    —De acuerdo, cógete fuerte que vamos directo a la tormenta tanariana.

    🍃

    Caléndula se detuvo a fin de recuperar el resuello. Delante de ella, un pelotón de tanarianos avanzaba con Ailek a la cabeza. El joven desgarbado le dio alcance y tiró de su brazo para sacarla de la trayectoria.

    —¿Te volviste loca? —Ella lo miró con los ojos encendidos.

    —¿No me dijiste que me deshiciera del miedo? Eso es lo que estoy haciendo ahora.

    —Me refería a que no te dejaras paralizar, no a que te lanzaras de frente a una muerte segura.

    —Prefiero morir como valiente que seguir viviendo como una cobarde de la que todos se burlan.

    El joven quiso detenerla; Caléndula lo esquivó y fue al encuentro del hijo de Minok que se había apostado en el claro que limitaba el bosque de los reflejos.

    —Vaya, tanto tiempo sin verte —ironizó Ailek—. Parece que no quedaste muy contenta con nuestro último encuentro o me equivoco.

    El hada plantó bien los pies en el suelo y se cruzó de brazos.

    —Robaste una reliquia que has de devolver.

    —La espada de mi padre me pertenece.

    —Sabes bien que no funciona así. Una vez fallecido el dueño de un arma forjada por nosotros, debe fundirse o pasar a formar parte de nuestros tesoros. Más vale que me la devuelvas. La reina Brianna dio orden de que…

    —Me importa una mierda lo que diga Brianna.

    —¿Es la reina de Enalterra!

    —¿Y qué?

    —¿Cómo que y qué? Sus deseos deben satisfacerse y ha sido muy clara, quiere que solkeium desaparezca.

    —Y si no obedezco ¿qué pasaría? ¿Vas a obligarme a devolvértela? No seas ridícula. Si ni siquiera eres capaz de volar. —La miró de arriba abajo con desdén—. No sé como la reina Adelfa no te ha ofrecido en sacrificio al forjatorum.

    —La rechazaría de inmediato, demasiada grasa y, para colmo de males, mestiza —gritó uno de los soldados; el resto se echó a reír.

    A Caléndula le tembló el labio inferior. Los ojos se le anegaron en lágrimas. Aquel príncipe había descubierto su punto débil y lo explotaba a su antojo.

    —Oh, pobrecilla, pero si va a llorar y todo —se burló—. Te invitaría a colgarte de uno de los álamos platinados —dijo mientras veía de soslayo al más próximo—, pero ni siquiera sus ramas soportarían tu peso.

    Una lágrima furtiva se le escapó por el rabillo del ojo. El recuerdo del infructuoso intento horadó la fortaleza con la cual había revestido su inseguridad. En su mente, el crujido de la rama se repetía como una cantinela insidiosa. Las risotadas de los tanarianos revivieron el centenar de cicatrices que albergaba en su corazón tras tantos años de burlas y desprecio por parte de su propia raza.

    —Pobrecillo tú —espetó el joven desgarbado—, que necesitas defenderte con burlas hirientes, en lugar de enfrentarte como lo haría cualquier enalterrense con honor.

    Ailek acortó la distancia espada en mano; el joven se adelantó

    —¡¿Qué sabrás tú, miserable mortal, sobre el honor de Enalterra?!

    —Insúltame todo lo que quieras, tu lengua venenosa me importa un bledo. Te estás comportando como un cobarde —dijo y se colocó delante de Caléndula—. Enfréntate como corresponde.

    El príncipe tanariano hizo una señal. Enseguida uno de los soldados le arrojó una espada al joven.

    —Es un humano, violas la ley al inmiscuirlo en este asunto —advirtió el hada y se interpuso entre ambos—. Lucharé yo, es lo correcto. —Caléndula se inclinó y recogió la espada.

    —Como prefieras. En todo caso, solo cambiará el orden de vuestras muertes.

    Los ojos verdes de la joven refulgieron. Recordó la vez en que había vencido a Mancinella justo por alardear tanto. Volvió la cabeza un instante. La mirada que le ofreció aquel mortal le insufló energía. Él confiaba en ella. Ya era hora de que ella confiara en sí misma, aunque fuese en una situación tan desesperada como esa.

    —¿Nadie te ha dicho que alardear es una muy mala señal?

    —¡Déjate de palabrerías estúpidas! Venga, terminemos con esto que quiero volver a casa.

    Ella cabeceó una vez y levantó la espada. El grácil movimiento sorprendió al tanariano. Ailek avanzó con fuerza y agilidad. ambas espadas chocaron. El chispazo provocó exclamaciones entre los presentes. Caléndula apretó los dientes. El impacto del golpe la obligó a contraer los músculos de la espalda. El dolor del ala lesionada le recorrió la columna de arriba abajo. Mientras valoraba a su oponente agradeció cada tarde que su padre la obligó a tomar clases con la espada. El recuerdo surgió desde lo más profundo de su memoria: «Que no puedas forjar una espada o cualquier otra arma no significa que no puedas aprender a usarlas. Enfocarte en lo que sí puedes hacer es más beneficioso que desgastarte porque no tienes la misma habilidad que otras criaturas. Lamentarte por aquello que no tienes, no te permitirá disfrutar de lo que tienes al alcance de la mano». el gruñido de su contrincante la catapultó al presente. La enseñanza de su padre aquel día guio sus movimientos. «aprovecha toda oportunidad que te brinde tu oponente. Por pequeña que te parezca, puede marcar la diferencia y otorgarte la victoria o salvarte la vida».

    Ailek volvió a embestir. La joven dio un paso atrás y flexionó las rodillas para absorber la fuerza del ataque. El príncipe creyó que la tenía a su merced y sonrió con malevolencia. Cogió la espada con una sola mano y la inclinó hacia adelante bajando la guardia. Ella aprovechó el descuido y embistió usando parte de su propio peso para infundirle más fuerza al mandoble.

    El tanariano trastabilló. Caléndula aprovechó la pérdida de equilibrio de su contrincante y conjuró un hechizo en voz muy baja.

    Livraij sithrek alm etrain.

    La espada Salió disparada por los aires a gran velocidad. Ailek quiso abalanzarse sobre ella. Sin embargo, el joven desgarbado le hizo una zancadilla que el tanariano no tuvo tiempo de esquivar. Dispuesta a dejarse la piel en el enfrentamiento, Caléndula levantó la espada. Dos tanarianos lanzaron sendas lenguas de fuego que apenas pudo evitar. Ailek aprovechó la distracción para aumentar la distancia entre ambos.

    En ese momento, solkeium se clavó en el tronco de un álamo platinado. El quejido del árbol centenario los paralizó durante un instante; el suficiente para que el mortal cogiese la espada.

    Ailek dio orden de atacar. No obstante, no contaba con la intervención de centenares de hadas de plata que surgieron del interior de los álamos intactos y que lo obligaron a retroceder. El enfrentamiento duró un parpadeo gracias a la ventaja numérica de las hadas.

    —¡Te juro, por la memoria de mi padre que esto no se va a quedar así, me las vas a pagar! —amenazó antes de huir seguido por sus vasallos.

    Caléndula exhaló un hondo suspiro y bajó la espada.

    —¿Quién lo diría? Al final resultaste más útil de lo que me imaginaba —dijo Mancinella.

    La presencia de su hermana le dio mala espina.

    —Así que esta es tu hermana —dijo el joven desgarbado posicionándose a su lado—. No me parece tan hermosa como dijiste, la verdad.

    Las mejillas de Mancinella adoptaron un tono casi purpúreo.

    —Coged a ese humano insolente —ordenó Abrus. —Un par de hadas lo sujetaron con cadenas de plata—. Disculpa, esto me pertenece —dijo y le quitó la espada de entre las manos.

    — solkeium no tiene dueño, la reina Brianna desea que desaparezca —reveló Caléndula—. Nuestra soberana debe ser informada de…

    —La reina Adelfa es quien decidirá el destino de este objeto, cuando se lo entreguemos, ¿verdad, Manci?

    —Por supuesto. —El tono empalagoso le revolvió el estómago a Caléndula—. Se la entregaremos enseguida y recibiremos todos los honores. ¿No es genial?

    Abrus asintió con la cabeza, embelesado con los ademanes de la joven hada.

    —Tu plan salió a las mil maravillas —admitió risueño—. De no ser por ti, habría terminado quien sabe cómo o en dónde.

    —Te dije que mi hermanita era la solución perfecta. —Mancinella la miró con altivez—. Ahora que se trajo a este debilucho —dijo desdeñosa—, nos libraremos de ella y mi familia ya no tendrá que bajar la cabeza.

    La revelación fue un balde de agua helada. Había una gran diferencia entre ser consciente de que el chico que le gustaba estaba colado por su hermana y no le prestaría atención, y descubrir que entre ambos la habían engañado de forma tan vil sin importarle lo más mínimo lo que le hubiese podido ocurrir. Qué tonta había sido al creer que después de recuperar la espada la verían con otros ojos; que la aceptarían como una más.

    —Sois despreciables —espetó el joven mientras se debatía contra las cadenas—. Debería daros vergüenza.

    —Tu opinión vale menos que la nada —replicó Mancinella trenzándose de nuevo los mechones platinados—. Ahora marcharemos a la corte y acabaremos con este asunto.

    —Desde luego que este asunto será dirimido, pero no como vosotros dos pensáis. —El cambio en el tono de voz del joven mortal les puso los pelos como escarpias.

    Caléndula se quedó boquiabierta y ojiplática; no daba crédito a lo que veían sus ojos. Si en lugar de estar allí, se lo hubiesen contado, habría tomado por desquiciado al que le narrase semejante historia.

    —¿Tú? Pe-pe- pero… —Abrus era incapaz de articular una frase entera.

    🍃

    La piel del joven desgarbado se agrietó como el cascarón de un huevo a punto de eclosionar. La membrana pálida que se asomaba debajo adoptó el característico color lavanda claro propio de las hadas de plata. Los músculos tomaron su forma y tamaño habitual y los trozos del cascarón cayeron al suelo convertidos en fino polvo platinado. los iris le cambiaron a un azul grisáceo. El pelo se le aglutinó en las cortas trenzas que solía llevar de puntas y de su espalda emergieron dos alas cristalinas cuyo reborde plateado reflejaba el brillo de las antorchas que sostenían algunos combatientes.

    —Alteza —musitó Caléndula mientras se inclinaba en una protocolar reverencia.

    Los ojos de la joven chispeaban como dos ascuas.

    —Déjate de formalismos ahora —exigió y se cruzó de brazos—. No estoy de humor para tonterías.

    Caléndula se irguió. sus iris reflejaban la tormenta que se avecinaba.

    —Pues si su alteza no está de humor, muy su problema. Os aseguro que a mí me llevan los demonios del inframundo y no sin razón.

    —No seas insolente, Caléndula —reprochó Mancinella—. Esas no son formas de hablarle a nuestro príncipe. ¿Por qué siempre tienes que avergonzarnos de esta forma? Si la reina se enterase…

    —¡Cállate! —exclamaron príncipe y hada al mismo tiempo.

    Del álamo donde se había clavado la espada de Minok surgió la reina Adelfa. Trajeada con la vestimenta de guerra y seguida por un séquito de guardianes forjadores.

    —¿De qué tendría que enterarme, jovencita? —Mancinella abrió la boca; sin embargo, Caléndula se le adelantó.

    —De que soy una insolente, majestad, por atreverme a hablarle a su primogénito sin reprimir mi temperamento.

    Adelfa enarcó una ceja y entornó los párpados.

    —Eso no me sorprende en absoluto, a decir verdad. Sois una mestiza sin abolengo. No se puede esperar demasiado.

    El comentario fue la gota que derramó la paciencia de la joven hada.

    —Pues esta mestiza sin abolengo recuperó a solkeium, cumplió vuestro encargo y, además, evité que la reina Brianna reclamase la reliquia.

    —¡Mentirosa! —Gritaron Abrus y Mancinella.

    —¿Esperáis que os crea? —Caléndula estaba tan furiosa que no reprimió su lengua.

    —Me importa un puerro venenoso si me creéis o no. Estoy harta… ¡Harta! —señaló a la reina con el índice—. De vuestros desprecios hacia los mestizos. —Adelfa iba a reprocharle las formas y la joven no se lo permitió—. Os creéis superior, cuando lo cierto es que sois una mestiza como yo. La diferencia es que mi madre se enredó con un humano y vuestro padre con una sílfide, a mí se me nota y vos lleváis la diferencia por dentro.

    —¿Cómo osas atreverte? Morirás por semejante ofensa.

    —¡Pues moriré con honor! Porque solo estoy diciendo la verdad. Mi madre me confesó vuestro origen antes de que la sacrificarais para ocultarlo y si no hubieseis sido tan mezquina, os habría guardado el secreto hasta el último día de mi existencia, pero no más.

    —¡Guardias! —gritó la reina.

    —¡Vas a condenarnos a todos! —gritó Abrus.

    —Ni te atrevas, madre —intervino el príncipe.

    —No te metas en esto, Napellus. He tolerado tus caprichos demasiado tiempo.

    Napellus se posicionó junto a Caléndula.

    —Sabes de sobra que no se trata de un capricho, madre. Llevo tiempo advirtiéndote sobre este par, sobre sus abusos y te has hecho la vista gorda, pero ya no más.

    —¿Te pondrás de lado de esa?

    —Esa tiene su nombre, majestad. Si le sirve de algo, no tengo ningún interés en que nadie se ponga de mi lado. La Caléndula que anhelaba pertenecer a vuestro reino dejó de existir —dijo con la voz quebrada por la emoción—. No quiero formar parte de una raza que castiga las diferencias; que desprecia lo que no comprende, que vive obnubilada por los prejuicios absurdos de una supremacía que solo existe en esas limitadas mentes de las que tanto os jactáis —vociferó sin quitarle los ojos de encima a Abrus y a su hermana —. No quiero pertenecer a vuestra sociedad mezquina, saturada de podredumbre de espíritu. Condenáis a los tanarianos, pero muchos de vosotros no sois tan diferentes.

    —Caléndula, por favor… —pidió el príncipe.

    La joven negó con la cabeza. Adelfa abrió la boca; sin embargo, Caléndula levantó una mano y le impidió pronunciar una sola sílaba.

    —No necesitáis molestaros en desterrarme, me largaré enseguida. Quedaos con la reliquia. Eso sí, al menos tened la decencia de cumplir con la voluntad de la soberana de Enalterra —dijo con las mejillas encendidas—. Por cierto, os manda a decir que espera que tengáis una buena explicación.

    —No puedes hacerme esto, hermana —chilló Mancinella—. Padre está muy enfermo y yo…

    —Tendrás que aprender a cuidarlo igual que hice yo en su momento.

    —¡No puedes dejarme, somos hermanas!

    —Hubieses pensado en eso cuando me usaste para ganarte el favor de la reina —espetó—. Hubieses recordado eso cuando decidiste que sería buena idea acusarme de traición por haber traído un mortal a nuestra tierra. Querías librarte de mí, ¿no? Pues lo has conseguido.

    La joven dio media vuelta. Las hadas se apartaron para dejarle vía libre. El murmullo ascendía en la medida que avanzaba. Algunos le daban la razón; otro tanto se disculpaba en voz baja. Un grupo menor al habitual cuchicheaba entre risitas. Levantó la cara y caminó con la frente en alto. Nunca más permitiría que la avergonzasen por ser quien era ni por su apariencia.

    —Espera, no te vayas así, por favor.

    Napellus le cortó el paso.

    —Dejad que me marche —dijo con voz trémula—. Reconozco vuestras buenas intenciones, agradezco las molestias que os habéis tomado, pero ahora mismo solo quiero alejarme todo lo que pueda.

    —No quise engañarte, lo siento, de verdad. —Ella apenas cabeceó una vez.

    —Pero lo hicisteis —dijo en voz baja y pasó a un lado del joven—. Las buenas intenciones no evitan el dolor del engaño, alteza.

    —¿A dónde irás?

    Ella se volvió un instante.

    —A algún lugar donde las diferencias tengan valor.

    —Prometo encontrarte.

    Ella no respondió. Napellus la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.

    Caléndula avanzaba a zancadas. Como volviese a llegar tarde a sus clases de vuelo, El consejero real iba a enfadarse muchísimo. La joven hada atravesó el arco de los deseos. Gult se paseaba de un lado a otro. La inquietud del gran animal impregnaba la estancia con un matiz preocupante.

    —¡A buena hora apareces! —refunfuñó el consejero—. ¿Tengo que asignarte más clases de protocolo y diplomacia?

    —Pero si solo han transcurrido dos minutos, ¿qué es lo que te tiene tan nervioso?

    El consejero fijó la mirada; Caléndula se volvió en la misma dirección.

    —Hola, Caléndula.

    Tener a Napellus delante le pareció un espejismo.

    —Ahora ya sabes qué me tiene tan nervioso. Detesto las visitas sin previo aviso o invitación.

    —Lamento haberme personado de improviso. Mi intención jamás ha sido perturbar de manera alguna vuestra tranquilidad.

    —Vuestra madre se basta y se sobra para esa tarea —refunfuñó el consejero una vez más—. Así que doy gracias a los dioses porque su alteza pretenda ser más considerado.

    —No necesitas ser tan irónico, el príncipe no suele hablar por hablar.

    —Como sea —dijo y echó a andar hacia la gran puerta—. Os dejaré a solas, creo que tenéis mucho que deciros. Eso sí, ni por asomo te creas que vas a escaquearte de mis clases. Tarde o temprano aprenderás a volar o me cambiaré el nombre.

    —No pensaba hacerlo, ¿cómo crees?

    Gult soltó un gruñido y las puertas se cerraron tras de él.

    Napellus dio dos pasos hacia Caléndula.

    —¿No te alegras de verme? —ella suspiró y lo invitó a salir al balcón.

    De pie, bajo la noche aterciopelada cundida de estrellas titilantes, permanecieron en silencio durante algunos minutos.

    —No es que no me alegre, es solo que ya no soy la misma.

    —Eso se nota, créeme. Luces, distinta. Más…

    —¿Segura? —él negó con la cabeza.

    —Más hermosa. La luz que llevas por dentro ahora brilla con intensidad.

    —Por fuera no he cambiado casi nada; la ropa, la forma de arreglarme, quizá. En el fondo sigo siendo la misma.

    —Te ves diferente y te sienta bien.

    Caléndula inspiró hondo. Por su cabeza pasaron miles de respuestas cáusticas; se las tragó todas. La verdad es que no había dicho nada impropio. En su mirada notó que hablaba con sinceridad. Se reprochó no haberse desecho de la costumbre de asumir que cada halago traía consigo una burla enmascarada.

    —No es necesario que despliegues tus encantos, estamos solos, de verdad.

    —Lo sé. Queda tranquila, ni estoy desplegando encantos ni creo que en palacio deseen espiarnos. No soy tan importante como mi madre. Solo he venido a cumplir con mi promesa, ¿recuerdas?

    Las palabras de Napellus resonaron en su mente y las mejillas se le encendieron.

    —Creí que…

    —Mentía, no me sorprende —dijo y se acercó un poco a ella.

    —Lo lamento.

    —No tienes por qué. En ese momento era natural que estuvieses llena de desconfianza hacia todo el mundo. La pregunta es: ¿sigues desconfiando?

    —Un poco sí, no voy a mentirte —confesó—. Aquí —hizo un ademán señalando el castillo—. Me han tratado con respeto y me han ayudado a superar muchas cosas. Pero sigo teniendo huellas, cicatrices invisibles que llevo en el corazón.

    —Me preocuparía si no fuese así. Con todo lo que tuviste que vivir no es para menos, faltaría más. Las heridas como las que te causaron no se borran como por arte de magia.

    Ella clavó los ojos en su mirada.

    —¿A qué has venido en realidad?

    —A cerciorarme de que eres feliz.

     —¿No te decepciona que no me transformara como suele pasar en los cuentos de fantasía? —él arrugó el entrecejo.

    —¿De qué hablas? ¿Te refieres a que no hayas cambiado tu aspecto? —Ella asintió—. A mí nunca me ha importado que fueses diferente al resto de hadas. Lo que valoro de ti lo llevas por dentro. No tiene que ver con tus carnes ni tu color de piel; con tus ojos o con esa melena de fuego díscola que nunca trenzaste. Y lo que llevas dentro de ti, hoy brilla como la más preciosa de las gemas. Justo esa diferencia siempre fue, es y será, lo que me atrae de ti.

    La caricia que le acunó la mejilla la estremeció. Sin darse cuenta uno se acercó al otro. Bajo la luz de la luna se fundieron en un cálido abrazo.

    —No deberíamos estar espiando —susurró Brianna inclinada sobre la melena de su consejero.

    —Chist, calla y déjame oír. Ya sabes que me encantan las historias románticas. Además, como le robe una sola lágrima lo devoro.

    —Ni se te ocurra —masculló—. Acabamos de firmar la paz y quiero pasarme otro par de años en el mundo mortal. No me gusta volver de improviso cada vez que algo se rompe por aquí.

    —Pero tendrás que volver para la boda, ¿no? —Briana puso los ojos en blanco.

    —Calla o nos cargaremos la boda antes de que pidan su mano.

    —Llevas toda la razón.

    Reina y consejero espiaron gran parte de la noche mientras cada uno imaginaba cómo sería aquel enlace.


    Esta historia fue escrita para el reto #Surcaletras que propuso Adella Brac para el mes de enero. El disparador era una canción, pero mi imaginación me llevó de nuevo a Enalterra. Espero la disfrutéis.


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  • EL CANTO DEL DIABLO

    Un hombre aterrorizado está a punto de ser atacado por una ave gigantesca de aspecto indefinido en un bosque tenebroso
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    Si Maurice hubiese conocido lo que ocurría en la casa que acababa de alquilar, de seguro se lo habría pensado dos veces antes de habitarla. Dos días le tomó trasladarse al pequeño pueblo donde continuaría con el manuscrito de su novela. Al tercer día salió al jardín trasero. Quizá la vecina sabría decirle dónde podría deshacerse de la jaula vacía. Odiaba socializar; sin embargo, evitarlo podía acarrearle una mala fama que no le convenía en absoluto. Entablaría un diálogo breve. Lo justo y necesario para que no lo considerase un maleducado. De paso, aprovecharía para preguntarle si tenía idea de dónde provenían las plumas que solía encontrarse en los alrededores.

    —¿Sabe usted dónde se tiran los cachivaches? —dijo al distinguir el sombrero.

    La mujer levantó la cabeza. La amplia sonrisa que le acentuaba las diminutas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos se esfumó.

    —Menudos modales —dijo y abrió la pequeña portezuela del cercado—. ¿Ya encontró la jaula? Tírela cuanto antes.

    Maurice evitó responder. La mordacidad le bailaba en la punta de la lengua. Así pues, se limitó a cabecear.

    —¿Ha visto de dónde salen las plumas que encuentro cada mañana? —preguntó y se le aproximó.

    Las facciones de la mujer se endurecieron.

    —No tengo aves —dijo cortante—. No sé de qué plumas habla.

    —De unas como estas —dijo y se agachó a recoger algunas—. Parecen de canario, aunque no he visto ni he oído cantar a ninguno —comentó y le extendió el trío de plumas.

    La mujer evitó cogerlas; una vez sobre la tierra, las pisó.

    —Agradezca no haberlo oído porque cuando lo haga, pasarán cosas —dijo y sin mediar palabra entró en su casa.

    «Y luego el excéntrico soy yo». El pensamiento activó su imaginación. Una escena pedía a gritos que la escribiera; el escritor olvidó la reacción de su vecina. Esa noche un canto desgarrador rompió el silencio. Maurice se asomó; no distinguió nada y volvió a la cama. Al día siguiente, un grito lo obligó a abrir los ojos. Corrió descalzo, apenas vestido con unos vaqueros. Saltó el cercado. Poco faltó para que tropezara con el cadáver de su vecina. Como pudo apartó a la mujer que no cesaba de dar alaridos. La inquilina se inclinó y vomitó. Maurice tragó saliva. El espectáculo del par de cuencas ensangrentadas competía en horror con lo deformados de los labios que el día anterior le habían sonreído.

    —Ha empezado de nuevo —dijo un cincuentón del otro lado del cercado—. Si yo fuese usted, joven, me largaba cuanto antes.

    Maurice ignoró el comentario.

    —¡Llame a la policía! —El hombre hizo un ademán y se dirigió a su casa.

    —Hágame caso, joven. Márchese ahora que todavía puede —advirtió antes de perderse en el interior.

    El escritor pensó que, si todos estaban igual de chalados que la fallecida y aquel sujeto, tendría materia prima para escribir toda una saga. La inquilina se ofreció a recoger las plumas que, ahora no solo ocupaban el jardín de Maurice, también se veían por doquier en el jardín de su vecina.

    —Nunca había visto unas plumas como estas —comentó la mujer mientras tiraba un puñado en la bolsa de la basura.

    —Yo tampoco, aunque, a decir verdad, no les veo nada de especial.

    —No las habrá visto bien —dijo ella y le mostró un trío—. Tienen tonos rojizos como la sangre. Creo que me quedaré con unas para hacerme un colgante.

    Maurice miró las plumas. Le llamó la atención que fuesen más rojas que amarillas. Sin embargo, no le apetecía entablar una conversación sobre plumas y, una vez que llegó el comisario, se marchó con la idea de averiguar a qué pájaro podían pertenecer.

    Tal como la noche anterior, el canto desgarrador de un ave rompió el silencio; tal como aquella misma noche, Maurice no alcanzó a ver nada y, tal como el día anterior, esa mañana otro cadáver aparecía en las mismas condiciones que su vecina. El rostro desfigurado de la inquilina se le grabó a fuego en la psique. El olor ferruginoso mezclado con el hedor a orina y heces le revolvió el estómago.

    —Todavía está a tiempo de marcharse, joven —insistió el cincuentón desde el otro lado de la verja.

    —No tengo ningún motivo para marcharme —espetó con desdén y sacó el móvil para llamar a la policía.

    —Si el canto del diablo no le parece suficiente razón, es usted más estúpido de lo que yo me imaginaba —dijo el hombre antes de darse la vuelta.

    Maurice abrió la boca y volvió a cerrarla. El sonido rítmico que acompañaba al hombre captó toda su atención. Quiso advertirle que las ruedas de su maleta se atascarían con todas las plumas que se le habían adherido; no obstante, el cincuentón se perdió de vista demasiado rápido.

    El reloj marcó la medianoche. Maurice permanecía frente a su pequeño ordenador embebido en una escena que no fluía. Un ruido proveniente de alguna ventana de la casa le aceleró las pulsaciones. De pie en medio del salón vio la silueta de una figura deforme que apenas se distinguía. Ignorando la voz de su sentido común, abrió la ventana. Una brisa gélida cargada con el hedor a podredumbre lo obligó a recular. Tragó saliva. El canto desgarrador le reventó los tímpanos. Quiso correr y perdió el equilibrio. A duras penas logró arrastrarse hasta el jardín. El animal se lanzó en picado. A medio regenerar, lucía como un canario mutante; medio desplumado y con un brillo terrorífico en la mirada, mucho más grande que cualquier ave que hubiese visto. El miedo le encogió el estómago. Segundos más tarde, el inenarrable dolor lo arrastraba a un viaje sin retorno.

    A primera hora una pareja se ocupada de limpiar y clausurar la vivienda. Afuera, el comisario dirigía el operativo.

    —¿Creéis que será suficiente esta vez? —preguntó el policía.

    —Se ha zampado a cuatro, eso nos da cierto margen de maniobra —respondió el hombre.

    —Al menos el suficiente para hallar a otro incauto —murmuró la mujer antes de clavar en el jardín delantero el letrero de se alquila.

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  • ÓPIDE: EL REY MALDITO

    Un castillo a lo lejos. en el cielo se ve una tormenta feroz.
    Imagen libre de derechos de Darkmoon Art en Pixabay

    Alyoh aguardaba en el pasillo con la mirada fija en la puerta de sus aposentos y el estómago encogido. El llanto furioso de una criatura antecedió a la tormenta más feroz que hubiese golpeado los predios de Cléssofo desde que enlazó su vida a la de Káyostha.

    La expresión del rostro de la comadrona al abandonar la estancia le duplicó las pulsaciones. ¿Se habría cumplido su peor pesadilla?

    —Habla de una vez, mujer —exigió.

    —Es un mestizo, majestad.

    —¿Tiene la marca?

    —La tiene: una media luna entre la unión del cuello y la espalda.

    Alyoh corrió sin mirar atrás. Abandonó el castillo pese a las advertencias de la guardia real. Un trueno restalló con furia. El rayo que precedió al rugido del cielo cubrió los alrededores de un manto espectral. El suelo bajo sus pies se estremeció. Miró al cielo. Las amargas lágrimas se mezclaron con los goterones que chocaban contra sus mejillas. Cayó de rodillas y hundió los dedos en el fango.

    —¡¿Por qué?! —gritó sin obtener respuesta.

    La tormenta recrudeció sus embates. Empapado y con el barro hasta las rodillas se aproximó a la fuente. Titubeó un instante antes de asomarse. El reflejo distorsionado se desdibujó del todo. La imagen de una dama de cabellos cenicientos y ojos de hielo surgió de entre las aguas.

    —Te lo advertí y no quisiste escucharme. Ahora deberás asumir las consecuencias. Tu sangre se alzará sedienta de venganza. Tu pueblo será borrado de la faz de Cléssofo y los feéricos conoceréis el dolor de la esclavitud. Tu muerte será el principio del fin y solo un sacrificio romperá la maldición.

    —Haré lo que deba; ni vos ni ningún dios regiréis mi destino. Podéis iros al infierno con vuestras profecías —declaró.

    —Así sea.

    Desanduvo sus pasos con un firme propósito en mente: impedir que la profecía siguiese su curso.

    Alyoh tuvo que esperar dos lustros para materializar su propósito. Pese a haber ofrecido jugosas recompensas, ningún sicario quería mancharse las manos con la sangre del mestizo maldito.

    —Cumplid al pie de la letra mis instrucciones —ordenó—. Después de que vos me traigáis su cabeza, recibiréis lo acordado.

    —Nunca he fallado un encargo, majestad —dijo la voz femenina mientras jugaba con una daga—. Antes de que finalice el festival, vuestro pequeño… problema, habrá quedado resuelto.

    —Eso espero.

    El festival del equinoccio de otoño llegaba a su fin. La nana del heredero sujetaba la mano del niño con firmeza. Un grupo de juglares desfilaba tras la caravana de artesanos, seguidos de cerca por el grupo de cetreros cuyas rapaces volaban lo bastante cerca como para robarle el aliento a más de un poblador. El graznido de un halcón desencadenó los acontecimientos. En segundos un destello cegó a la mujer y una daga se le clavaba en la garganta. La sangre salpicó al joven mestizo. Un grito femenino advirtió a la guardia real. Un par de artesanos cogieron al niño antes de que la sicaria pudiera arrastrarlo consigo. En medio del caos el heredero desapareció sin dejar rastros.

    Ópide regresaba tras el fin de su jornada. A sus veinte años se había convertido en un maestro artesano. El dominio en las artes del fuego le habían granjeado igual número de admiradores y enemigos. Hasta el momento, el joven había obviado los ataques y provocaciones; sin embargo, aquella tarde daba otro giro inesperado a su destino.

    La columna de humo que se elevaba a lo lejos encendió sus temores. El olor acre le encogió el estómago. Corrió como nunca; como si de ello dependiese seguir con vida. No obstante, ni la prisa ni las oraciones tuvieron el resultado que anhelaba su corazón. La vivienda que lo había cobijado durante los últimos diez años desaparecía envuelta en un fuego enardecido.

    Una carcajada siniestra atrajo su atención. El destello del metal de aquella espada reavivó su memoria. Recuerdos de una tarde sangrienta danzaron en sus pupilas. El olor ferruginoso le revolvió el estómago. Un hormigueo se le asentó en la boca del estómago. La flama de la ira encendió su corazón y, con él, despertó un poder ancestral que había permanecido aletargado.

    —Vos y vuestros cómplices pagaréis si no dejáis a estas personas en libertad —amenazó con el puño en alto.

    —Mirad cómo tiemblo —replicó el feérico y clavó la espada en el pecho del hombre que permanecía de rodillas.

    Sus secuaces rieron. Otro de ellos arrojó la daga que sostenía en la derecha. La mujer que había cuidado de Ópide como una madre cayó de espaldas. La hoja le había atravesado la garganta.

    —¿Qué rayos…? —murmuró otro de los asaltantes al distinguir la lengua de fuego que se abalanzaba sobre ellos.

    —Os lo advertí.

    —Es cierto lo que dicen de vos. Sois un mestizo maldito. La muerte os persigue.

    En un abrazo voraz las llamas consumieron a los feéricos. Una nube de cenizas flotó en su lugar. El viento sopló. El aullido lastimero se impuso al crepitar del fuego. Ópide se marchó sin mirar atrás. La sed de venganza invadió cada rincón de su alma.

    Los rumores no tardaron en llegar a su destino. La muerte avanzaba, inexorable, en busca de saldar la deuda de sangre adquirida. Tres días después de que Káyostha lo abandonó, Alyoh recibió una amenaza directa: junto a la cabeza de aquella sicaria que había contratado diez años atrás, llegó una docena de carretas cargadas con cántaros repletos de cenizas. De boca de uno de los juglares más reconocidos, un mensaje anunciaba la inamovible sentencia.

    —Con la parca pretendisteis jugar
    y al destino quisisteis desafiar;
    ahora, preparaos para la muerte afrontar,
    pues de ella nada ni nadie os podrá librar.

    —¡Fuera de mi vista! —exigió Alyoh.

    Un estruendo sacudió los alrededores del castillo. Gritos desgarradores seguidos de pasos y choque de espadas se oían por doquier. Alyoh abandonó el salón real escoltado por sus guardias más leales. En las proximidades del establo, un ataque directo les impidió la huida. Sendas lenguaradas de fuego abrasaron a la guardia en un abrir y cerrar de ojos.

    —Ni siquiera tenéis valor para morir con dignidad —espetó Ópide.

    —La arrogancia no es buena consejera —admitió derrotado—. Cumplid, pues, vuestro destino y el mío.

    —Haré algo mucho mejor que eso —señaló con un dedo a los pobladores que huían despavoridos—. Exterminaré a toda vuestra sangre. Después de que sepáis lo que se siente perder lo que más se valora en la vida, moriréis.

    Alyoh contempló horrorizado cómo su primogénito dirigía una ola de fuego contra todos los feéricos que aún no habían podido escapar. Los gritos se mezclaron con el llanto en una sinfonía siniestra. El olor a carne quemada se fundió con la fetidez del miedo y el metal de la sangre derramada.

    Asqueado por el espectáculo, el rey quiso acabar con su vida. Ópide le arrebató la posibilidad con un chasquido de dedos. La magia abandonó el cuerpo de Alyoh y se unió a la nube de poder que se arremolinaba sobre el castillo. Pese a los intentos del joven mestizo por apoderarse de aquella magia ancestral, la nube se rehusó a acceder a la posesión. Tras semejante atrevimiento, el poder marcó a Ópide en el pecho, cerca del corazón. Luego se perdió en el infinito.

    La sed de venganza que albergaba Ópide se transformó en ansias de poder. La necesidad le resultaba tan acuciante que no hubo rincón alguno de Cléssofo que no hubiese recibido, al menos, una visita por su parte. Tan ávido estaba que no le importó trasgredir las fronteras para adentrarse en Háleida, un pequeño reino cuyos habitantes pertenecían a las hadas oscuras. Las mismas que llevaban tres lustros, esclavizadas por Síphobe; una criatura mitad reptil, mitad águila, con tres cabezas cornudas, una cola larga provista de púas venenosas y cuatro garras de pezuñas, encorvadas como tenazas, capaces de destrozar a cualquier criatura con solo aferrarla.

    —Si mi reino queréis visitar,
    un enigma deberéis descifrar;
    pero tened cuidado cuando respondáis,
    pues si os equivocáis,
    de convertiros en mi cena nada os podrá librar.

    —Lanzad vuestro desafío —exigió Ópide.

    —Una noche el rey sílfide a una taberna acudió
    solo una copa de vino pidió.
    El tabernero, sin conocerle, su daga empuñó.
    El rey sílfide muchas gracias le dio.
    ¿Qué fue lo que ocurrió?

    El joven mestizo se sentó a meditar en la posible respuesta. Recordó entonces uno de los cuentos que su madre adoptiva le contaba antes de ir a dormir. Seguro de que tenía la solución retó a la bestia.

    —Si os brindo la solución deberéis recompensarme.

    —¿No os basta con que os perdone la vida?

    Ópide negó con la cabeza.

    —Vuestro poder es lo que quiero.

    —Sois ambicioso en extremo —dijo la criatura—. Puesto que hasta ahora nadie a podido acertar, nada tengo que perder; así pues, aceptaré.

    El joven sonrió de oreja a oreja y tras realizar una reverencia, respondió:

    —El tabernero al rey sílfide el hipo curó con el susto que le dio.

    El rugido de Síphobe atravesó el reino de extremo a extremo. La criatura sacudió la cola con intención de apresar al joven mestizo. Ágil como una liebre, saltó. La cola se estrelló con una fila de árboles. En un abrir y cerrar de ojos, Ópide había cogido un par de trozos de madera y los convirtió en antorchas gigantes.

    La bestia inclinó sus cabezas y abrió las fauces. El joven aprovechó para arrojar las antorchas. Cuando el fuego comenzó a expandirse, Síphobe extendió sus alas. Antes de que pudiese emprender el vuelo, Ópide lanzó un par de lenguaradas ardientes que le abrasaron las plumas. Minutos más tarde, absorbía el poder de la criatura.

    Asesinar a la bestia que había mantenido esclavizado a los habitantes de Háleida le abrió las puertas del reino. Los haleidenses, como muestra de su infinito agradecimiento, le concedieron la mano de su reina. El mismo día del enlace, una de las hadas reconoció la marca que el joven mestizo llevaba en el pecho: era la misma que identificaba al asesino de Cléssofo. Pese a todos los intentos por advertir a su reina, el enlace se realizó. Negada a desistir, la pequeña hada oscura aprovechó la única oportunidad que le quedaba y se infiltró en los aposentos reales.

    —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Káyostha—. Mi esposo llegará en cualquier momento.

    —Tengo que advertiros antes de que sea demasiado tarde, majestad. Luego me marcharé. Os doy mi palabra.

    —Hablad ahora —exigió la reina.

    A medida que Káyostha escuchaba, su rostro adoptaba un matiz ceniciento.

    —Sé que vos sabréis qué hacer, majestad —dijo y le extendió una mano con la palma hacia arriba.

    El pequeño frasco reflejaba las llamas de las velas que iluminaban la habitación. Un par de pasos interrumpió el intercambio. Káyostha cogió el frasco y se lo guardó entre los pechos. Con un ademán obligó a la mensajera a marcharse cuanto antes.

    Ópide dio un vistazo a la habitación. Luego miró a su esposa de arriba abajo. Pese a llevarle varios años, seguía lozana y hermosa como una jovencita.

    —¿Cumpliréis con vuestro deber de esposa? —preguntó mientras se quitaba la ropa.

    Káyostha bajó la mirada con las mejillas encendidas.

    —Si es vuestro deseo yacer conmigo esta noche…

    Ópide se le acercó. La reina se fijó en la marca en forma de calavera que destacaba contra su piel tostada por el sol. Él la estrechó entre sus brazos. Enseguida advirtió su tensión y se alejó con desdén.

    —Sentís repulsión por mis orígenes. —Ópide se recogió la melena con una tira de cuero. Los ojos de Káyostha se posaron sobre la marca en media luna que sobresalía entre la unión del cuello y la espalda. Trastabilló luego de aquella revelación. No cabía la menor duda de quién era ese joven. Había llegado la hora de cumplir su destino. Ella no se libraría de pagar un precio por haber desafiado a los dioses. Como pudo se recompuso y caminó hasta la mesa que habían preparado para la noche de bodas. Sirvió el vino en las copas.

    —No es vuestro origen lo que me preocupa —mintió mientras seguía de espaldas a su marido.

    —Entonces, ¿qué es? —preguntó y se cruzó de brazos—. Puedo ser más joven; no por ello soy estúpido. Vuestra tensión ante mi contacto es evidente.

    La reina se llevó la mano al escote. Con extraordinaria rapidez retiró el tapón y vertió el líquido en las copas. Luego se desabrochó el vestido. Giró sobre su eje con lentitud. Él no la perdía de vista.

    —Vuestra fama no es una carta de presentación desdeñable —dijo en voz baja y le extendió una copa.

    Ópide la cogió. Entornó los párpados y olisqueó. Káyostha no perdía de vista la boca de su marido. El joven se llevó la copa a los labios y segundos antes de dar un sorbo cambió de opinión. La reina reprimió un gemido. Ópide dejó la copa sobre la mesita de noche e hizo lo propio con la de Káyostha.

    —Brindaremos después, si os parece bien. Ahora quiero demostraros que mi fama de sanguinario no abarca nuestro dormitorio ni nuestra cama —murmuró mientras la arrastraba con él.

    «Es hora de que pague mi deuda». El pensamiento se desvaneció justo antes de que el joven le abriese las piernas.

    —Brindemos ahora —propuso la reina—. Estaréis sediento por el esfuerzo.

    Él sonrió y extendió la mano. Káyostha, sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, le aproximó la copa.

    —Brinda conmigo —pidió él con la copa cerca de los labios.

    —Por la libertad —dijo ella y dio un trago largo.

    —Por la libertad y por tu amor —dijo él y bebió con avidez.

    Los efectos del veneno tardaron apenas segundos en manifestarse. El dolor por la traición recibida dio paso a la incredulidad.

    —¿Qué habéis hecho? —masculló a duras penas.

    —Poner fin a nuestra maldición, hijo mío —musitó y le acarició el rostro.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas. El gesto arrastró, desde lo más profundo de su memoria, recuerdos de su niñez; dulces momentos sepultados por tanta pérdida y sufrimiento. La verdad lo golpeó con fuerza en el instante en el que exhalaba su último aliento.

    En cuanto despuntó el alba, cuernos fúnebres rompieron la quietud en el castillo. La noticia de la muerte de la reina Káyostha y su esposo recorrió toda Háleida y traspasó sus fronteras hasta alcanzar cada poblado de Cléssofo, donde celebraron la muerte del rey maldito.

    Este es el cuarto relato del reto #Surcaletras propuesto por Adella Brac para el mes de septiembre. La premisa era trabajar sobre la base del arco de Edipo.

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  • MENAROK

    Una ciudad de estilo futurista. En el cielo se ven algunas aves, un globo de aire caliente y un reloj enorme con números romanos.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Botorrita (Contrebia Belaisca), 2022 d. C.

    Pilar se ajustó la gorra e inspiró profundo. Aferró la linterna con firmeza. El haz de luz tembló unos segundos. El corazón le martillaba contra las costillas; en su cabeza sonaba como una melodía tribal acuciante. Puso el pie derecho sobre el arcilloso escalón e inició el descenso sin imaginarse lo que estaba por ocurrir.

    Menarok, 2122 d. H.

    Kleon contuvo la respiración. Ni sus oídos ni sus ojos daban crédito a lo que estaba presenciando.

    —La era del cambio ha llegado —gritó a todo pulmón el sujeto—. El mesías vendrá… La opresión que nos ha tenido esclavizados desde la hecatombe morirá por fin y seremos libres…

    El sujeto levitó segundos antes de que una malla de tentáculos fluorescentes lo apresara. Envuelto como un capullo incandescente, desapareció sin dejar rastros.

    Kleon tragó saliva. El nudo en la garganta lo salvó de emitir un gemido lastimero. Visualizar aquella ejecución le erizó los pelos de la nuca.

    —¿Hay testigos de este suceso? —preguntó Novak con su gelidez habitual.

    —No. Por fortuna se hallaba fuera de la red neuronal. Tomamos la impresión visual de uno de nuestros centinelas y la hemos suprimido del registro —explicó la asistente.

    —Perfecto. Ahora que estoy tan cerca de lograr mi objetivo no me interesan rumores absurdos. ¿Has programado la propagación del virus? No quiero dilatar más mis planes.

    —En menos de treinta y seis horas circulará por la red neuronal.

    —Además de ti, ¿alguien más conoce nuestras actividades?

    —La discreción se ha priorizado por encima de los demás aspectos.

    —Siempre tan meticulosa —reconoció un instante antes de clavarle una aguja en el cuello.

    Kleon, boquiabierto, observó cómo el cuerpo de la asistente de Novak se consumía sin que el científico moviese un dedo por ayudarla. Preso del pánico, bloqueó la conexión con la red neuronal y se retiró el dispositivo. Necesitaba retomar la serenidad o correría un destino parecido. Levitó apenas un par de centímetros y se alejó todo lo que pudo del laboratorio.

    Deambuló sin rumbo fijo mientras los últimos acontecimientos y sus implicaciones se asentaban como una losa pesada en su psique. ¿Podría informar al consejo de lo que había atestiguado? Descartó la posibilidad. Novak tenía poder suficiente como para aniquilarlo antes de que pudiese convencerlos. Contaba con treinta y seis horas para hallar una solución. Por el momento haría lo único que podía darle una ventaja.

    Expandió sus sentidos y apoyó las rodillas en el césped. Hundió los dedos en la tierra y vació toda su energía.

    Botorrita (Contrebia Belaisca), 2022 d. C.

    Pilar apoyó el pie izquierdo y se volvió. El suelo bajo sus pies se sacudió con tanta fuerza que trastabilló. Soltó la linterna en busca de algún asidero. Los gritos retumbaban en la cripta. Un estruendo seco casi le detiene el corazón. Frente a sí, una grieta dimensional se abría con extraordinaria rapidez. Dio un paso atrás; no contó con que, desde la grieta, una energía magnética tiraba de ella y de todo objeto que estuviese a su alrededor. Pese a sus gritos, nadie acudió a auxiliarla. Agotada por el esfuerzo se dejó arrastrar.

    Menarok, 2122 d. H.

    Kleon pulsó el atomizador cerca del rostro de la recién llegada; debía despertarla cuanto antes. Pilar tosió y abrió los ojos. La sensación de cosquilleo en la nariz desató una serie de estornudos que la obligó a cubrirse la cara con ambas manos.

    —¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —La joven se incorporó con brusquedad.

    El singular atuendo del muchacho que la observaba le disparó las pulsaciones. ¿Estaría alucinando? La idea se le cruzó por la cabeza. Se frotó los ojos y parpadeó hasta que se le llenaron de lágrimas que contuvo por pura tozudez.

    —No alucinas. Soy tan real como tú.

    Pilar se acuclilló en un movimiento defensivo.

    —¿Cómo puedes saber…?

    El zumbido que se aproximaba a ellos aumentaba de intensidad con demasiado frenesí.

    —Prometo explicártelo todo, pero ahora ¡corre!

    Pilar quiso emprender el trote. En dos inspiraciones se hallaba a centímetros del suelo. Un grito casi se le escapa por la impresión. Kleon le tapó la boca y tiró de ella. Los dos se perdieron entre la densa neblina que envolvía el paisaje en una turbidez plomiza.

    Pilar se cruzó de brazos. Kleon hizo un ademán invitándola a sentarse en algo que la joven no logró definir con exactitud: lucía como una roca de bordes demasiado filosos para su gusto.

    —¿A dónde me has traído?

    —Es un lugar seguro. No te preocupes.

    —Que no me preocupe, dice —resopló—. En menos de diez minutos despierto con un desconocido, nos persigue un… no sé ni como denominarlo y sigo sin respuesta a mis preguntas. Encima, me muero de sed y ni siquiera me ofreces un vaso de agua.

    Las mejillas de Kleon adoptaron un matiz rojizo. El joven pasó frente a ella y entró en el espacio contiguo. Pilar lo siguió. La joven se quedó boquiabierta. Aquella estancia lucía como un laboratorio de esos que salen en las pelis de ciencia ficción.

    —Toma. Póntela debajo de la lengua, calmará la sensación y evitará que te deshidrates —dijo con un pequeño óvalo entre los dedos—. No pretendo envenenarte. Es solo que en Menarok el agua no es de consumo humano. De paso, es bastante escasa.

    —¿Menarok? —La sed la estaba volviendo loca, así que cogió el óvalo y siguió las instrucciones.

    Treinta segundos tardó la esponja en disolverse y otros quince en provocarle la sensación más refrescante de toda su vida. Kleon cabeceó y la invitó a volver al salón con un ademán.

    —Siéntate, por favor.

    Pilar se dejó caer con cuidado. El impacto sensorial casi le desorbita los ojos. Lo menos que esperaba era hundirse como si se hubiese sentado sobre un almohadón de plumas.

    —Vas a decirme que aquí nada es lo que parece, supongo —soltó entre dientes.

    Kleon la miró con los labios apretados y las cejas muy juntas.

    —En realidad iba a decirte cómo me llamo y que te hice venir por necesidad. —Pilar se mordió el labio inferior.

    —Menarok ¿qué es?

    —Para hacerte el cuento corto, es una dimensión en paralelo a la tuya.

    —¿Y por qué estoy aquí?

    —Necesito que me ayudes a salvar a mi pueblo de un científico desquiciado que quiere acabar con nosotros y hacerse con el poder.

    —¿Esperas que te crea? —Él asintió con un movimiento de cabeza.

    —¿Por qué habría de mentirte?

    —Porque estás un poco chalado, ¿por ejemplo?

    Pilar no lo vio aproximarse. En menos de veinte segundos le había colocado un dispositivo en la cabeza y la tenía sujeta por ambas muñecas.

    —Inspira hondo y no te resistas. No te dolerá.

    El instinto la empujó a debatirse. Él la sostuvo con más firmeza. Pilar se quedó sin aliento en el instante en que los recuerdos de Kleon fluyeron con rapidez hacia su psique.

    —Quí-quí-quítame esa cosa. ¡Ya! ¡Quítamela! —La joven se zafó con brusquedad y se arrancó el dispositivo.

    La interrupción en la transmisión provocó que el sesenta por ciento de la información se perdiese en el vacío interneuronal. Como efecto más inmediato, debido a la abrupta desconexión, las náuseas le anegaron la garganta de bilis.

    —¿Me ayudarás?

    —No sé, yo solo soy estudiante de arqueología. ¿Cómo puedo combatir algo que ni siquiera entiendo?

    —Al menos piénsatelo. Si no por mí, por los miles de menarokenses que morirán si no hacemos algo para detenerlo.

    —Vale, lo pensaré.

    Kleon suspiró aliviado. Pese a no haber obtenido una respuesta definitiva, tampoco obtuvo un rechazo absoluto y eso era mucho más de lo que esperaba.

    El zumbido que oyó rompió la somnolencia que la mantenía aletargada, un efecto secundario tras la conexión a la red neuronal. Pilar se incorporó sudorosa, con el pulso a todo galope y un nudo en la boca del estómago.

    —Venga, debemos marcharnos. No tenemos tiempo que perder —dijo Kleon con la mano extendida en su dirección.

    La joven se asió con firmeza. En segundos huían con rumbo desconocido. Ocultos entre unos matorrales vieron pasar al centinela robótico con forma de medusa.

    —¿Vas a explicarme qué diablos ocurre? ¿Qué es eso que nos persigue?

    —Chist. Aguarda a que se aleje. —Tiró de ella en dirección contraria—. Eso es un centinela. Tus emociones son un imán. Emites con tanta potencia que pueden detectarte a distancia. No sé por qué no lo tuve en cuenta antes.

    —¿Y qué? ¿Está prohibido sentir? —El joven cabeceó con brusquedad—. Estáis como putas cabras.

    —Puede que lleves razón. Ten en cuenta que, tras nuestra hecatombe, las emociones son consideradas un peligro y una debilidad. Erradicarlas ha sido un propósito común; mantenerlas silenciadas nos ha permitido sobrevivir durante todo este tiempo.

    —¿De cuánto estamos hablando?

    —En tu dimensión, cien años.

    —¿Estamos en 2121? —Él asintió.

    El gesto de preocupación del joven le encogió el estómago. Pilar se volvió. Un manchón enorme se aproximaba a toda velocidad.

    —¿Has tomado alguna decisión? Porque si es así, este es el mejor momento para que me lo digas.

    —Cuenta conmigo —declaró ella—. Ahora, ¡sácanos de aquí!

    En un parpadeo salieron disparados sin mirar atrás.

    Pilar se detuvo en cuanto divisó la estructura helicoidal cubierta de paneles reflectantes.

    —Vi ese lugar en tus recuerdos. ¿Te has vuelto loco? Vas a meternos en la boca del lobo.

    —Es nuestra mejor alternativa. Novak no va a esperar que seamos tan atrevidos.

    —Obvio —dijo y se cruzó de brazos—. La única salida es que saboteáramos el cerebro central de esa maldita red. ¿Te imaginas lo protegido que debe estar?

    Los ojos de Kleon brillaron.

    —Quizá no tanto como crees.

    —¿De verdad pretendes sabotear ese cerebro?

    —En cuanto me acercase mis patrones neuronales despertarían una alerta, pero los tuyos…

    —No hablas en serio.

    El joven asintió varias veces y sin que pudiera replicar, la arrastró al interior de la estructura.

    Kleon le entregó un objeto de aspecto cristalino que, al tacto, resultaba maleable y viscoso. Pilar contuvo las arcadas y lo sostuvo entre dos dedos.

    —Repíteme las instrucciones, por favor —El joven puso los ojos en blanco una vez más.

    —No te compliques —dijo y señaló hacia la puerta—. Crearé la distracción para que te cueles por allí. Una vez dentro, sueltas la cápsula. En cuanto entre en contacto con la superficie hará su trabajo.

    —Estás convencidísimo de que esta porquería abrirá los canales de transmisión… —Pilar se mordió el labio inferior; no hallaba la palabra correcta.

    —Sinápticas. Y sí, tranquila. El virus es experimental, pero logrará su cometido. Después yo me encargo de filtrar la información.

    Pilar inspiró muy hondo y cabeceó.

    —¿Segurísimo de que este método es infalible?

    Kleon evitó responder a la pregunta. Hizo un ademán y se perdió en dirección contraria.

    «Menudos follones en los que me meto por no saber decir que no». La joven descartó el soliloquio con su conciencia y avanzó a zancadas.

    —Intruso en el sector oeste. —La voz monocorde la sobresaltó.

    —Verás tú como esto no funcione —masculló para sí y apoyó la frente en el panel junto a la puerta.

    Un tufillo a cable chamuscado se le metió por la nariz. Recordó la advertencia de Kleon y contuvo la respiración. El humo que desprendía el panel se dispersó en dos manoteos. Antes de que pudiese arrepentirse pulsó el botón ubicado en el centro de la puerta. El clic seco precedió al deslizamiento lateral de la hoja. Acicateada por la descarga de adrenalina, entró.

    La habitación estaba en penumbras. La perspectiva de avanzar a tientas no le gustaba ni un pelo. Dio el primer paso. Despegar el pie le costó lo suyo. ¿Qué había pasado allí dentro? A diferencia del ambiente exterior, dentro de aquella habitación, cada paso ameritaba un esfuerzo importante. No contaba con tiempo para devaneos. Pese a la resistencia, avanzó con sigilo. Advirtió el cambio de superficie bajo sus pies. El rechinar de las suelas de sus botas contra la lisa superficie la obligó a detenerse.

    Entornó los párpados. Un destello repentino la cegó durante algunos segundos. Boquiabierta, vio el núcleo palpitante del cual partían miles de haces luminosos. Se aproximó tan rápido como se lo permitió la fuerza de atracción que tiraba de ella hacia el suelo. Extendió la mano izquierda.

    —Debo reconocer que vuestro atrevimiento me tomó por sorpresa. —Novak surgió de entre la penumbra.

    Pilar se volvió con rapidez. La sensación pegajosa en los dedos le provocó cierta repugnancia. Apoyó ambas manos en las caderas. Reconoció al sujeto que la miraba con cara de pocos amigos. La piel se le puso de gallina en cuanto afloraron los recuerdos en su psique.

    —Ya ve, los jóvenes seguimos siendo impredecibles con todo y su control mental.

    —Inconscientes os ajusta mucho mejor. De todas formas, eso dejará de ser un problema en breve. —La sonrisa del científico le revolvió el estómago.

    —Lo dice por ese virus que propagó en la red neuronal, ¿verdad?

    Novak avanzó hacia ella. Pilar reculó un paso. El hombre la cogió de los brazos con fuerza.

    —¿Qué sabes tú de eso?

    —La verdad —dijo en voz alta—. Ni más ni menos. —El hombre la agarró del cuello y apretó con fuerza.

    —Ni tú ni nadie va a impedir que acometa mis propósitos. Menarok estará bajo mi control en menos de doce horas y tú pasarás a la historia igual que tu amiguito. Despídete de esta dimensión, mocosa entrometida.

    —Intrusión no autorizada. Virus desconocido. Transmisión sináptica no cifrada. Cinco segundos para bloqueo y desconexión temporal.

    —¡¿Qué habéis hecho?!

    —Salvar miles de vidas —contestó ella a duras penas.

    Novak rugió. La puerta a sus espaldas salió despedida.

    —Suelte a esa joven, doctor —ordenó una voz nasal y monocorde.

    —Puedo explicaros lo ocurrido, su excelencia. Estos inadaptados pretendían…

    El hombre levantó la palma.

    —Desde luego que lo explicará con lujo de detalles, ante el consejo y su tribunal. Por el momento y hasta nuevo aviso, queda usted relevado de sus funciones.

    —¡No podéis hacerme esto! —gritó Novak—. No tenéis ni idea de lo que soy capaz de hacer. Os arrepentiréis, os lo aseguro.

    El trío de uniformados que acompañaba al miembro del consejo lo sometió tras varios minutos de resistencia.

    —Llevadlo a aislamiento sensorial. Una vez se haya calmado, iniciad el interrogatorio.

    Los uniformados arrastraron al científico.

    —Jovencita —dijo el consejero—. Agradecemos vuestra colaboración. Una vez se aclare este asunto, haremos lo necesario para que pueda regresar a su dimensión. ¿Está de acuerdo?

    Pilar asintió con la cabeza. El dolor de garganta la persuadió de hacer preguntas inoportunas.

    —Me ocuparé de que revisen su estado de salud —dijo Kleon y dio un paso hacia ella.

    —Asegúrate de que recibe toda la atención necesaria, Kleon —ordenó el consejero, segundos antes de abandonar la estancia.

    Pilar observó con aprensión la cápsula en la que permanecía Novak. Después de una semana de deliberaciones, el juicio había arrojado el resultado y su respectiva sentencia: suspensión perpetua.

    —No es tan terrible como parece —dijo Kleon—. Permanecerá suspendido hasta que su organismo decida detenerse.

    —Es como una condena a cadena perpetua.

    —¿Sientes pena por él? Quiso matarte.

    Ella desvió la mirada de la cápsula.

    —Quizá… Es solo que me imagino encerrada en una cárcel así y se me encoge el corazón.

    —No tiene noción de nada. Imagina que es como estar dormido.

    —¿Estáis seguros de que no puede despertar? ¿No puede salir de allí?

    —No te preocupes de nada. La cápsula es inviolable. ¿Lista para volver?

    Pilar asintió. Entre tanto, en otro lugar de Menarok, un operador categoría tres, subdenominación delta, advertía la intrusión mental que lo dejó a merced de una Psique que, en teoría, debía hallarse en suspensión perpetua.

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  • JAQUE AL VISITANTE

    Figura femenina en 3D que mira una cadena de ADN
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Parpadeé, a modo figurativo, en el instante en el que pude constatar que mi experimento había dado resultado. Mis pensamientos surcaban la psique femenina a sus anchas. La inestimable inteligencia de Rosalind advirtió mi presencia enseguida. Tal cómo esperaba, nuestro primer diálogo ocurrió con senda interpelación por su parte:

    —¿Qué clase de intruso eres? Porque una alucinación estoy segura de que no. ¡Habla! ¿Te crees que tengo todo el tiempo del mundo para perderlo contigo?

    —Soy un científico del futuro.

    Creí que identificándome como un colega su animadversión se atenuaría.

    —Pues vaya mequetrefe. Espero que sepas permanecer callado. No necesito interrupciones en este preciso momento.

    Atestiguar la forma magistral en la que Rosalind se manejaba en el laboratorio me llevó a experimentar asombro y orgullo al mismo tiempo.

    —¿Eso es lo que creo? —pregunté mientras veía a través de sus ojos aquella foto.

    —Deberías saberlo. Vienes del futuro, ¿no?

    —Claro, pero la imagen que ha quedado en registro no resulta tan impresionante como la original.

    —No necesito tu condescendencia.

    —Es genuina admiración y ya que estamos, aprovecho para revelarte a qué vine.

    Caminamos fuera del laboratorio. Pese a que ella evitaba el contacto visual, comprobé, de primera mano, el rechazo que muchos colegas científicos mostraban ante su presencia.

    —¡Gilipollas! —El pensamiento se me escapó; ella dio un respingo.

    —Agradecería que no grites mientras sigas dentro de mi cabeza.

    —Me enerva tanto machismo. A fin de cuentas, el mérito es tuyo.

    —¿De qué hablas?

    —Del ADN —respondí—. Tu fotografía, tus informes. Wilkins y Perutz romperán la confidencialidad y le revelarán tus resultados a Watson y Crick. Vine a advertirte para que los detengas. No es justo que…

    —¿Determinarán la verdadera forma de la molécula de ADN?

    —Sí, de hecho, les otorgarán el premio Nobel.

    —Si solo has venido a esto, puedes regresar —dijo y se sentó en un banco del jardín.

    Las emociones y pensamientos de Rosalind giraban a una velocidad sorprendente: excitación, curiosidad, fascinación, envidia, inseguridades. Mi revelación había horadado la sempiterna impasividad que acostumbraba a demostrar.

    —¿Te volviste loca? Tienes la oportunidad de tu vida. Puedes obtener el Nobel, conseguir el reconocimiento que te mereces.

    Me había contagiado con su emotividad y di rienda suelta a mis propias emociones.

    —No entiendes nada. ¿De verdad eres un científico? Porque no me lo pareces. Lo que menos me interesa es un reconocimiento frívolo. Lo importante es lo que podemos lograr cada vez que descubrimos algo nuevo. ¿Qué más da quién se lleve el premio al final?

    —¿De verdad no te importa que ese traidor de Wilkins robe tu trabajo?

    —Wilkins es hombre. Esperar competencia leal por su parte es una estupidez y yo no soy estúpida. No negaré que me revienta que sea justo él quien saque provecho. No obstante, soy consciente de que, de todos mis colegas, él es a quien más le interesa sacarme de en medio.

    —Impídeselo. Resguarda los diagramas, habla con Randall.

    La negativa que pude atisbar antes de que la verbalizara me dejó sin palabras.

    —Eso solo retrasaría el descubrimiento.

    Comprendí entonces, que no cambiaría de opinión. Mi viaje y mi experimento habían fracasado estrepitosamente.

    —No deberías frustrarte de esa manera —me dijo con severidad—. Es un sinsentido si pretendes convertirte en un científico de verdad. Si me permites una sugerencia —dijo atenuando su ímpetu mental—. Investiga cómo viajar al futuro en lugar de perder tiempo, recursos y energía en volver al pasado para cambiarlo.

    —Lo pensaré —murmuré un poco a regañadientes—. ¿No te apetece hacerme ninguna pregunta?

    Observé cómo el hilo de sus pensamientos se enroscaba en torno a una gran interrogante. Reprimí la risa.

    —¿Qué te resulta tan divertido?

    —Que pudiendo preguntarme cualquier otra cosa, lo que más te interesa es saber cómo se aparean las bases entre las dos hélices.

    Rosalind se sonrojó.

    —Es lo único que todavía no logro dilucidar.

    —Invítame a tu casa, te lo explicaré con lujo de detalles antes de regresar a mi época.

    —De acuerdo.

    Echamos a andar con lentitud. Después de todo, mi experimento no había sido tan inútil. La mente brillante de Rosalind me resultó un viaje lleno de descubrimientos fantásticos. Ni hablar de la experiencia inigualable de entablar una discusión con una de las inteligencias más fascinantes que hubiese conocido jamás. Que me diese un jaque en toda regla solo acicateó mi deseo por conocer a otras mentes maravillosas.

    Escribí esta historia para participar en la convocatoria propuesta por ZendaLibros #HistoriasdelaHistoria. Escogí a Rosalind Franklin por su trayectoria científica y la implicación que tuvieron sus experimentos en la determinación de la molécula de ADN.

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