Etiqueta: Relato

  • FORZOSO REGRESO

    El interior de una cabina de avión. Hay varios pasajeros sentados mirando hacia una pantalla.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Ninosca inspiró hondo. Tragó saliva un par de veces. El nudo que le oprimía la garganta reflejaba con exactitud la sensación que le atenazaba la boca del estómago.

    El acento familiar de la azafata le recordó la razón principal por la cual había dejado su patria. Obedeció las instrucciones y apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Una lágrima furtiva rodó mejilla abajo. Las llamas consumiendo el esfuerzo de tres años de planificación afloraron desde lo más recóndito de su memoria, donde había decidido sepultarlas antes de que consumieran la poca fe que le quedaba. Mantuvo el temple a duras penas. Apartó de sus pensamientos la crueldad de quienes la dejaron sin identidad. La tierna calidez del pulgar que le enjugaba las lágrimas la sobresaltó.

    —Perder una batalla no implica perder la guerra. Hoy volvemos; en algún momento lograremos la libertad.

    —¿Lo cree de verdad? Porque yo no estoy tan segura.

    —Nuestra patria es cuna de vencedores —dijo y le dio un apretón en el antebrazo—. No permitas que la xenofobia aplaste tu espíritu.

    Ninosca cerró los ojos de nuevo. Mientras el avión cobraba altura con destino norte, ella alimentaba un sueño: nada le impediría cruzar la frontera una vez más; algún día volvería a ser libre.

    Esta historia fue escrita para participar en el Va de reto de septiembre 2021, propuesto por Jose A. Sánchez. La premisa era escribir una historia que ocurriese en un avión. Cuenta con doscientas nueve palabras. Está inspirada en hechos reales.

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  • CAZA NOCTURNA

    Un sujeto que viste una sudadera con capucha, sostiene un gran cuchillo en una mano. La capucha impide que se le distinga el rostro. El fondo es negro y brinda una atmósfera lúgubre a la imagen.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Samantha cerró los ojos y, como cada noche, se dejó arrastrar. Vinculada a la psique del asesino observó a la siguiente víctima. Bloqueó el torbellino de pensamientos de la mente masculina. El ansia de saborear las vísceras, en vivo y directo, ejercía un poder demasiado seductor, casi hipnótico. Logró dar un vistazo una fracción de segundos antes de que la conexión se rompiera. Apenas pudo atisbar la matrícula del coche; la exaltación la expulsó con violencia de regreso a su mente.

    Abrió los ojos y se enjugó las lágrimas. Inspiró hondo y se ajustó los auriculares. Tecleó como una posesa a medida que la síntesis de voz le ofrecía el retorno. Pulsó en enviar y se recostó contra el respaldo de la silla. Desde el accidente que la mantuvo en coma durante seis meses y le había robado la vista, Samantha había tenido que aprender a vivir a tientas. Todavía le costaba entenderse con la tecnología; sin embargo, desde el primer episodio nocturno se propuso encontrar una alternativa que no pusiese en duda su credibilidad. Aún recordaba la primera vez que se encontró con el Detective Marlon Patterson.

    —Comprendo su preocupación, señorita Finch. No obstante, este asunto es demasiado importante como para fiarnos de corazonadas.

    Algo en la manera de hablar del policía le resultó vagamente familiar. El intenso perfume varonil despertó un zumbido en su memoria que se esfumó demasiado rápido como para asimilarlo. Apartó la idea de sus pensamientos. Necesitaba enfocarse y convencerlo.

    —No se trata de ninguna corazonada, detective. Le estoy diciendo que una buena fuente me ha confirmado que la mujer desaparecida hace una semana ha sido asesinada. Tiene que escucharme.

    —Y la escuché. Dígame el nombre de su fuente para poder citarle a comisaría a que declare.

    —Sabe muy bien que no puedo hacer eso —dijo y bajó la mirada; aferraba con tanta fuerza el bastón que los nudillos le palidecieron.

    —Que tenga buen día —respondió y en segundos había dado media vuelta.

    La gelidez en su tono le provocó escalofríos. Las palabras se le agolpaban en la garganta; tuvo que dejarlas en libertad o se atragantaría.

    —Se arrepentirá, detective —soltó en voz alta.

    —¿Es una amenaza? Le recuerdo que está en una comisaría rodeada de policías y testigos.

    Samantha resopló. Que un agente la guiara fuera del lugar casi a empujones la crispó.

    —No se lo tenga en cuenta, señorita Finch. Marlon no es mal tipo y es un estupendo policía de homicidios.

    —¿Usted es? —preguntó un poco desorientada.

    —Lucas Trevor. —Enseguida giró el rostro en dirección a la voz—. Puedo llevarla si gusta. Sé que antes me mostré un poco brusco, no lo hice por mal, es solo que…

    —Nadie quiere a una ciega dando por culo, lo entiendo, no se preocupe.

    El hombre carraspeó y reprimió una risita.

    —Comparta el chiste conmigo —invitó ella.

    —No piense que me burlo de usted, es solo que sigue siendo tan deslenguada como siempre y esperaba…

    —Moriré deslenguada, entre otras cosas, porque afortunadamente solo se me jodió el quiasma óptico. El resto de mis neuronas funcionan.

    —Y vaya si funcionan —masculló Lucas—. ¿Me acepta un café?

    —Solo si no es la bazofia que soléis beber ahí dentro —señaló hacia donde creyó que estaba la comisaría.

    Desde entonces y tras cada desaparición, Lucas acudía a Samantha. El detective no daba crédito a la precisión de la información que ella les ofrecía en ocasiones. Pese a su reticencia y a sus dudas; al rechazo contundente de Patterson a contar con su ayuda, el detective había mantenido contacto continuo con la periodista; no solo por disponer de alguien con una perspectiva tan analítica, sino porque le preocupaba su seguridad. Al menos había sido así hasta la noche en que había descubierto que no existía ninguna fuente.

    Samantha se había hecho un ovillo, tumbada en el sofá de su salón. Por más que Lucas la sacudía con la intención de despertarla, ella continuaba sumida en un estado que el detective no había visto jamás. Frenó el bofetón justo a tiempo. Los enormes ojos acerados de Samantha miraban desorbitados al vacío.

    —¿Qué coño ha sido todo esto? —preguntó apenas la vio parpadear—. ¿Consumes drogas?

    Samantha se enjugó las lágrimas y negó con la cabeza.

    —Te lo explicaré, aunque nunca vuelvas a creer en mí.

    —Habla, no puede ser tan grave —dijo y se sentó frente a ella.

    La periodista le contó la verdad, aunque omitió un pequeño detalle. No lanzaría una acusación tan grave hasta no contar con alguna certeza.

    —¿Esperas que crea que eres una especie de clarividente?

    —Desde luego que no —replicó y tras encoger las piernas se abrazó las rodillas—. Esto no va de ver el futuro, Lucas. Se trata de un vínculo distinto. Yo veo a través de los ojos del asesino.

    —No esperarás que te crea, ¿verdad? —ella negó con la cabeza y al detective se le encogió el corazón.

    Pese a lo descabellado de aquel asunto, la vio tan resignada que experimentó una punzada de culpabilidad.

    —Hoy ha ido a por la tercera víctima. Es una Estudiante universitaria. Si no es nadadora, debe practicar algún otro deporte acuático.

    —No sigas con esto —dijo y se puso de pie—. Será mejor que me marche. —Ella asintió con la cabeza en un gesto casi imperceptible.

    Una semana después, Lucas había regresado. La vergüenza se traslucía en el tono de voz y esa manera singular de titubear que solía aflorar cuando más incómodo se sentía.

    —¿Hay alguna posibilidad de que sepas algo más?

    —Pasa, te daré lo que llevo apuntado hasta ahora; con eso creo que podréis encontrar el cuerpo.

    Samantha no necesitó verle la cara. La forma en que se dejó caer en el sillón le habló de su abatimiento.

    —Tendría que haberte escuchado; debí haberte creído.

    Ella le extendió una mano.

    —Todavía no es demasiado tarde, le cogeremos; yo te ayudaré todo lo que pueda.

    El insistente sonido de las notificaciones la catapultó de vuelta. El último mensaje en el chat cifrado hizo que el corazón le diese un vuelco.

    «Voy a por ti, preciosa. Falta muy poco». Samantha revisó los mensajes previos. La desconexión intempestiva había interrumpido el mensaje de advertencia de Lucas. «¿Sabes quién soy?». La idea que cruzó por su mente le aceleró el pulso. El timbre de la puerta sonó una vez más de lo habitual. Cogió el abrecartas y se lo guardó bajo la manga de la sudadera sujeto con la correa del reloj.

    —Señorita Finch, es la policía. Soy el detective Patterson. ¿está Trevor con usted?

    Samantha entornó los párpados. Con cautela se aproximó a la puerta y cogió el bastón. Plegado como estaba lo mantuvo oculto a sus espaldas y abrió la puerta sin retirar la cadena.

    —Lucas no… —Marlon Patterson empujó la puerta.

    La chapa de la cadena saltó con la embestida. La periodista reculó un par de pasos. El hombre entró dispuesto a abalanzarse sobre ella. Samantha tiró de la liga y el bastón se extendió. El sonido sorprendió al policía el tiempo suficiente para que ella cogiera el bastón como si fuese un bate de beisbol. Con el corazón en la garganta lanzó el primer bastonazo. El jarrón en la mesita cerca de la entrada estalló convertido en añicos. ambos respiraban jadeantes. El crujido de los cristales la ayudó a abanicar de nuevo el bastón.

    Marlon chilló. La esfera giratoria le había dado de lleno en el pómulo. Furioso, saltó sobre ella. Ambos cayeron al suelo. Rodaron hechos una madeja de brazos y piernas. La periodista recordó el abrecartas y lo cogió con la mano diestra. Desesperada, se revolvía bajo el cuerpo masculino; entre tanto, Marlon le aferraba la muñeca. Ella levantó la izquierda y le clavó las uñas en el rostro. El policía gritó y aflojó el agarre. Impulsada por la adrenalina, aferró el abrecartas y se lo hundió varias veces.

    El olor ferruginoso se le filtró por la nariz. La humedad viscosa que le empapó las manos hizo que se le resbalara el objeto. La fetidez a baño de carretera le revolvió el estómago.

    El policía se desplomó sobre ella. La angustia de verse atrapada le llenó los ojos de lágrimas.

    —Pudimos haber sido los mejores —le susurró muy cerca de la oreja antes de exhalar su último aliento.

    Samantha gritó. El alarido se impuso a la advertencia de la policía que entraba en tromba en el piso.

    —Está a salvo, señorita. Nos ocuparemos —aseguró un agente.

    —¡Sammy! —La voz de Lucas le devolvió el alma al cuerpo—. ¡Déjame pasar, Nicholson! ¿Sammy, estás bien?

    Ella extendió los brazos. El detective la estrechó con fuerza.

    —LO, lo maté; creo que lo maté.

    —No pienses en eso ahora —dijo y la ayudó a levantarse.

    Tres semanas después,  Samantha volvía a teclear como posesa frente al ordenador. Otro asesino serial rondaba por la ciudad. Las noches volvían a teñirse de escarlata. La cacería había comenzado de nuevo.

    Esta historia fue escrita para participar en el Va de reto de agosto 2021 propuesto por Jose A. Sánchez. La premisa era escribir una historia que ocurriese durante la noche.

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  • ALOIA: LIBROAVENTURERA

    Una mano sostiene un libro abierto. El libro muestra las páginas escritas y en el punto de unión entre ambas páginas (izquierda y derecha) se ve una chica durmiendo entre las nubes.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Aloia se volvió con rapidez. El corazón le galopaba en el pecho y los ojos se le anegaron como siempre. Contuvo las lágrimas a duras penas y salió del local con tanta premura que casi le pisa la cola a la gata himalaya de Eines que, desde que su madrastra la había dejado en Seadur, no se le despegaba ni a sol ni a sombra. Echó a andar sin rumbo fijo mientras se reprochaba, frustrada, por comportarse como una cría. Tenía diecisiete años; «edad suficiente para comportarse como una señorita y no como una desadaptada». Las palabras de su madrastra afloraron como tantas otras veces. Apartó el recuerdo y exhaló un hondo suspiro. A Eines le llegarían con otro cuento sobre lo arisca que era su nieta y ella, como siempre, alegaría que solo necesitaba tiempo para adaptarse. Una mentirijilla que, en el fondo, no se alejaba mucho de la realidad. Vivir en la ciudad no tenía nada que ver con la vida en esa aldea diminuta.

    El ronroneo de Baia rompió sus cavilaciones. El destello del cristal de la tienda-librería atrajo su atención. La gata dio un salto y se coló entre los pies de un turista que salía con las manos ocupadas. La joven maldijo a la bola de pelos y entró tras ella antes de que la pequeña rompiese algún objeto. Después de tanto esfuerzo para evitar que Eines se avergonzara de ella, sería una idiota si permitía que la gata hiciera de las suyas.

    El tintineo a sus espaldas le disparó el pulso. La puerta se había cerrado con rapidez. El olor a libros viejos le cosquilleó en la nariz. Dio un vistazo. Enseguida vio a la bola de pelos saltar sobre un banco, rozar una estatuilla de cristal y volar directo al mostrador. Las manos se le convirtieron en dos témpanos y el corazón casi le da un vuelco. Adelantó un paso antes de que la figura se estampara contra el suelo, pero Baia la distrajo al postrarse a sus anchas sobre la superficie repleta de objetos. La carcajada potente que retumbó contra las paredes la acicateó y se abalanzó sobre el adorno. Lo cogió en el aire. Un par de aplausos se impusieron al ronroneo de la gata que reclamaba atención.

    —Digna descendiente de tu abuela —señaló una voz áspera.

    Aloia colocó el objeto en su lugar y se volvió con lentitud. Fijó la mirada en un punto indefinido mientras se tomaba el tiempo de descifrar las primeras palabras que había oído. Resignada, como otras veces, inspiró hondo antes de hablar.

    —Mi abuela está bien. —La gata maulló; el hombre la miró con extrañeza.

    La joven desvió la mirada; otro paso la acercó al mostrador. Un objeto brillante la embelesó.

    —El camafeo de Reua es un objeto impresionante, ¿no crees? —Ella apenas asintió.

    El hombretón la siguió con la mirada. La joven, atraída por el magnetismo de la gema, la extrajo del exhibidor.

    —¿Es usted? —preguntó con desparpajo.

    Baia volvió a maullar. Aloia no le hizo el menor caso. El hombre sonrió. Los ojos ambarinos refulgieron.

    —Hay quien dice que mi padre se parece al dios —dijo otra voz varonil.

    Aloia se sobresaltó y casi suelta la gema.

    —Que mala costumbre tienes de asustar a los clientes, Artai —reprochó el hombre—. Soy Brigo, jovencita. Eines debe haberte hablado de mí en algún momento.

    Aloia se sonrojó. ¿Se lo habría mencionado su abuela? Que le costase memorizar algunas palabras era una puñetera maldición.

    —Cla-cla-claro —mintió y bajó la mirada.

    —¿Por qué no le cuentas sobre Reua y el camafeo mientras voy a por el paquete de Eines? Estoy seguro de que le gustará la historia —propuso el hombretón a su hijo.

    El joven se encogió de hombros. Aloia notó cierto desdén en su mirada. Sin embargo, se mordió la lengua. Pese a las creencias de su madrastra, no era tonta. Si el hombre la asoció con su abuela era porque la conocía bien. Así pues, no iba a darles motivos para quejarse con Eines. Al menos no si podía evitarlo.

    —Es verdad lo que dicen de ti —espetó el joven—. Eres una carencias, ¿eh?

    La joven enrojeció con intensidad y aferró el camafeo con fuerza. La rabia le aceleró la respiración. Se recordó la intención de no avergonzar a su abuela y contuvo las ganas de lanzarle la gema por la cabeza.

    —No te entiendo —masculló.

    —Ya veo —dijo Artai con los ojos fijos sobre la gema—. Ese objeto cuesta un pastizal. Es una reliquia. Yo de ti lo dejaba de vuelta en su puesto. A menos que quieras recibir el castigo del dios, claro. Porque dudo mucho que a ti te recompense.

    Aloia se percató del nerviosismo de Artai.

    —No te creo. —El joven se encogió de hombros.

    —Tú misma. La leyenda dice que a Reua no le gustan las niñatas que no siguen las normas. —Aloia bufó.

    Baia se incorporó. Maulló y dio un salto. La puerta de la tienda se abrió. Un grupo nutrido de turistas entró alborozado.

    La joven frotó el camafeo. La idea de darle una buena lección al capullo engreído coqueteó con ella. Dudó una fracción de segundos. ¿Se enfadaría Eines si se enteraba de su travesura? Quizá sí, en todo caso, tenía una buena razón y ella la entendería. Aprovechó la distracción del muchacho y se guardó la gema en el bolsillo del vaquero. Salió a toda prisa con la gata pisándole los talones.

    —¡Espera! —Aloia frenó y casi tropieza con Baia.

    La joven se volvió con lentitud. Las mejillas le palidecieron. ¿La habría descubierto el hombretón?

    —Yo… —Las palabras se le atragantaron.

    —Se te olvidó el paquete. —Le tendió un bulto envuelto en papel—. Dile que el encargo vale por dos botellas de su última cosecha.

    La joven lo cogió sin abrir la boca ni levantar la mirada del suelo.

    —Dos botellas —repitió en voz baja.

    Brigo la observaba con curiosidad.

    —¿Qué dijiste? —preguntó, aunque había entendido sin problemas—. ¿Va todo bien?

    —Sí, señor —murmuró con voz trémula.

    —Espero los disfrutes —dijo y se volvió en dirección a la tienda.

    Aloia no daba crédito. Por un instante creyó que el hombre la había pillado y que la denunciaría por ladrona. Echó a andar rumbo a casa de su abuela con la gata refunfuñando cada dos o tres pasos.

    Brigo se había detenido con la puerta entreabierta. Dio un vistazo en su dirección un instante antes de que la chica se perdiera al girar en la esquina. Sus ojos dorados brillaron y esbozó una tenue sonrisa.

    Eines aguardaba sentada en el sillón donde acostumbraba leer. Aloia había entrado con sigilo. No obstante, la bola de pelos delató su presencia con un fuerte ronroneo.

    —Tardaste más de lo previsto. ¿Tuviste algún problema?

    Aloia negó con la cabeza. Los ojos de Eines se posaron sobre el paquete que aferraba contra el pecho y sonrió de oreja a oreja.

    —Me distraje sin querer.

    —¿Pasaste por la panadería? —La joven guardó silencio—. No importa, luego hablo con Jonás. Veo que Baia te llevó con Brigo. —La mujer se levantó y extendió los brazos.

    La joven dejó el paquete en manos de su abuela. Eines destrozó el envoltorio. El rostro de Aloia se ensombreció.

    —Sabes que los odio —dijo cortante.

    Eines ignoró el comentario y le extendió los libros.

    —Son una maravilla, ¿no crees?

    La joven cogió los tomos. La cubierta de uno captó su atención. El rostro de la chica que le devolvía la mirada sobre el fondo azulado y ese barco lejano le hablaba de viajes y aventuras.

    —Dioses de Antara —murmuró Aloia con lentitud.

    La chica tragó saliva. La lengua se le había enredado como tantas otras veces. «Maldita dislexia». El pensamiento se esfumó como un suspiro.

    —Es un libro fascinante —dijo la mujer con entusiasmo.

    —¿Por qué me haces esto? Sabes que no puedo leer. Creí que tú sí me entendías, que me creías.

    Aturdida por la reacción de su nieta, la mujer se le acercó. Aloia reculó un paso y salió corriendo hacia su habitación. La gata maulló.

    —Ve con ella, querida. No es bueno que esté sola. —Baia, obediente, corrió tras la chica.

    Aloia dejó caer los libros sobre la mesita de noche y se tumbó en la cama. Baia arañó la puerta con tanto ímpetu que tuvo que levantarse y abrir. La gata entró y de un salto se subió a la cama. La joven se dejó caer. Seguía enfurruñada. Le encantaba Eines. Ella no se burlaba ni la acusaba de perezosa. La había escuchado o, al menos, eso había creído. ¿Por qué le salía con esto ahora? ¿Pretendía obligarla a leer igual que su madrastra? Baia maulló. Los ojos felinos se paseaban sobre la portada del libro. Aloia lo cogió y aspiró el aroma. Estuvo tentada de abrirlo. La certeza de que no entendería ni la mitad de las palabras refrenó el impulso. Un calor repentino la obligó a meter la mano en el bolsillo del vaquero. La gema que había sacado de la tienda refulgía. La culpa le despertó una sensación desagradable en el estómago.

    —Si pudiera ser alguien distinto —dijo en voz muy baja mientras frotaba la gema con el pulgar.

    La gata dio un zarpazo. El libro se abrió como por arte de magia. Una espiral de vívidos colores surgió del camafeo. Un viento gélido sopló con fuerza. Baia saltó al regazo de la chica y en segundos ambas desaparecieron.

    Un ronroneo junto a su oreja la sobresaltó.

    —Despierta, niña —dijo una voz femenina arrastrando las eres.

    Aloia se incorporó. El olor a salitre y humedad le revolvió el estómago. Dio un vistazo. Lo que la rodeaba semejaba mucho la bodega de un barco. El vaivén le provocó un leve mareo.

    —¿Dónde estoy?

    —Estamos, querida —corrigió la voz—. Nos trajiste al libro.

    Aloia se fijó en Baia y creyó que había perdido la cabeza igual que Eines. Los gatos no hablaban. Bajó la mirada hacia el papel que sujetaba. Abrió la boca y los ojos casi se le desorbitan. Leyó la frase con fluidez. ¿Quién sería Aidun? La portezuela de la bodega se abrió. La chica se guardó el papel en la manga de la blusa. Los ojos azules que la miraban con fiereza eran los mismos del joven que la trató con desdén. ¿Por qué estaría soñando con Artai?

    La voz de la gata irrumpió en sus pensamientos:

    —Ningún sueño, niña. Nos has traído al libro y estaremos aquí durante 24 horas, así que prepárate para la aventura que nos espera.

    Las veinticuatro horas se le hicieron demasiado breves. De vuelta en la habitación, Aloia miró el libro abierto sobre el colchón junto a la gema. Fijó la vista en el primer párrafo. Tal como esperaba, descifrar las palabras le costaba horrores. Miró el grabado en el camafeo. ¿Podría quedarse con el objeto? Un par de golpes sonaron contra la puerta. Eines entró sin esperar respuesta. Tras ella, Brigo permanecía de pie con los brazos cruzados. Ambos adultos se fijaron en el objeto. El hombre se adelantó.

    —Parece que tenías razón —reconoció Eines—. Así que te has ganado dos botellas más.

    La joven los miraba sin comprender.

    —¿Qué tal la aventura? Aposté con tu abuela a que aceptarías convertirte en libroaventurera. Nadie puede leer un libro y no enamorarse de la posibilidad que implica poder viajar entre líneas.

    —Lamento haberme robado su reliquia —dijo con las mejillas encendidas.

    Eines se sentó a su lado y le dio una palmadita en el muslo.

    —Acepto tus disculpas si me cuentas la verdad. ¿Disfrutaste del pequeño viaje? O de verdad odias los libros.

    La chica negó con la cabeza.

    —Odio no poder leer como los demás. Es frustrante que se burlen todo el tiempo o que piensen que soy perezosa.

    Baia maulló y se frotó contra los pies de su dueña.

    —Es una excelente idea —dijo Eines como si hubiese entendido lo que significaba la serie de maullidos.

    —Esa gata tuya es una joya, Eines, deberías dejármela unos días —propuso Brigo.

    La gata volvió a maullar, aireada. Aloia no daba crédito. ¿Se habrían vuelto locos los dos? Quizá había algún virus en el ambiente y por eso alucinaban. Aunque, visto lo visto, ella entraba en ese grupo también.

    —Sigo aquí, por si se os había olvidado. —Su abuela se echó a reír.

    —No nos hemos olvidado de ti, cariño.

    —Tienes que enseñarla a hablar con los gatos, va a resultarle muy útil si acepta.

    —¿Aceptar el qué? —La joven los miraba con las cejas muy juntas.

    —Baia ha propuesto que te dejemos la gema para que puedas viajar al interior de las historias —respondió el hombre.

    —Y que te busquemos los libros en digital para que puedas escucharlos. Así podrías disfrutarlos. Cuando mejore tu animadversión podremos comenzar a practicar la lectura.

    Aloia se estremeció de anticipación. ¿Podría tener la posibilidad de recrearse con los libros? Los labios se le curvaron en una amplia sonrisa.

    —Acepto —dijo y cogió el libro abierto—. ¿Podemos empezar con este? Quiero saber qué pasa con Aidun, Antara y el libro de los vínculos.

    —Por supuesto que sí, cariño. Además, la segunda parte es todavía mejor.

    —Y nada como vivir la historia desde cualquiera de los demás personajes.

    —¿Eso se puede? —preguntó entusiasmada.

    Ambos cabecearon a modo de asentimiento. Los ojos de Aloia chispearon de emoción. No podía esperar para regresar al libro. La idea de poder disfrutar de tantas historias hizo que el corazón le aleteara dentro del pecho. En su mente ya imaginaba cómo serían sus próximas veinticuatro horas.

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  • FORMULO HIPÓTESIS, NO SALVO PLANETAS

    Una puerta blanca en una pared empapelada en tonos blancos y negros con motivos similares a ramas ornamentales. Lavista semeja un ojo que deja en penumbra el resto de la habitación.
    Imagen libre de derechos de Arec Socha en Pixabay.

    «Después de una catástrofe mundial, la Tierra está desolada. Según todos los indicios, eres la última persona viva en el mundo. Estás encerrado en tu casa, dentro de tu habitación, cansado de vagar solo por parajes desiertos, pensando con desesperanza en tu futuro. En ese momento, unos golpes llaman a la puerta…»

    La serie de golpes se repitieron, al menos, dos veces más. Mi primera reacción fue salir disparado. De pronto, sin venir a cuento, me detuve en mitad del salón. ¿quién tocaría a mi puerta? Durante las últimas setenta y dos horas no me topé con una sola alma. Ni animales encontré durante mis excursiones. Un mal presagio se me alojó en la boca del estómago. ¿Y si mis predicciones habían sido ciertas? Si tan solo me hubiesen escuchado en lugar de tomarme como un científico desquiciado. Era tan evidente que semejante catástrofe no tenía nada de natural. Deseché la idea de seguir rumiando. Ya tendría tiempo de formular más hipótesis.

    Caminé de puntillas. Pegué la oreja de la puerta. No percibí nada. Otra serie de golpes, ahora más apremiantes, me sobresaltaron. Di un bote y me aparté. Las manos me temblaban y el pulso se me disparó. La curiosidad pudo mucho más que mi sentido común; así pues, me incliné para asomarme por la mirilla. Lo que vi me dejó patidifuso algunos segundos. Exhalé el aire que había mantenido en los pulmones.

    Me froté la cara, los ojos, las sienes. Volví a asomarme. El rostro que aguardaba del otro lado de la puerta perdía la impasividad a cada segundo. Las hipótesis que había formulado año tras año se agolparon dentro de mi cabeza. el zumbido de mis pensamientos me aisló durante una fracción de segundos.

    —Abra la puerta. Sé que está allí. Contaré hasta diez y si no obedece, la desintegraré.

    Me estremecí. Ni por asomo puse en duda la aseveración, así que cogí el picaporte y abrí.

    Los ojos de dobles pupilas verticales entornaron los párpados. La fiera expresión me mantuvo de pie sin parpadear. Di un paso atrás en el instante en que la criatura, por denominarla de alguna manera, entró.

    —¿Mikel Saldívar? —Cabeceé una vez con infinita lentitud—. Acompáñeme.

    Una voz indefinida habló en una lengua que no había escuchado antes. Si no estaba equivocado, provenía de detrás de la criatura. La vi volverse. Emitió palabras en esa misma lengua. De pronto, una figura enorme apareció junto a mi visitante inesperado o debería decir, inesperada. Con ambas criaturas delante de mí no era difícil identificar que uno era macho y la otra hembra, aunque llevaban el mismo tipo de traje. Supongo que, en deferencia a tenerme delante, el macho habló en un español fluido.

    —¿Por qué tardas tanto? El comandante está pidiendo muchas explicaciones.

    —Recién abrió la maldita puerta.

    —¿Y qué más te da? La hubieses desintegrado. Mejor una puerta menos que los tímpanos perforados.

    —Deja que ya aplaco yo al comandante. Ocúpate del humano. No me fío ni un pelo.

    —Ejem, si no os importa, sigo aquí.

    El gigante se dignó a mirarme.

    —Como si fuese posible ignorar tu presencia. Esa peste que desprendes se huele a kilómetros.

    Me olisqueé y arrugué la nariz. No me pareció que el tufillo que desprendían mis axilas fuese para tanto. En todo caso, tampoco era culpa mía. Mosqueado por su desdén solté la lengua.

    —No fui yo quien atacó la tierra a saber con qué mierda, ¿no? No hay electricidad ni agua. ¿Cómo pretendéis que mantenga la mínima higiene? Os lo hubieseis pensado antes si es que sois tan tiquismiquis con vuestro sentido del olfato.

    La hembra se me quedó mirando boquiabierta. El macho dio un paso hacia mí. Me di por muerto. Esas pupilas dobles se contraían a un ritmo demasiado inquietante. Tragué saliva y me preparé para el golpe de gracia. La hembra habló en su lengua nativa. El sujeto se detuvo a dos pasos de mí.

    —Prepararé la nave, ocúpate tú antes de que pierda la paciencia y lo descabece.

    Exhalé el aire en cuanto lo vi perderse de vista.

    —Mikel Saldívar, será mejor que de aquí en adelante cierres la boca. Pensar en voz alta va a meterte en muchos problemas y a nosotros también. Y a mi compañero no le gustan los problemas.

    «como si a mí me gustasen». Descarté el hilo de mis pensamientos en cuanto distinguí esa mirada que te deja clarísimo: «sé lo que estás pensando, cabrón». Inspiré hondo antes de hablar.

    —Doy por sentado que fuisteis vosotros quienes arrasasteis con la humanidad. ¿Puedo preguntaros de dónde venís?

    —Ya lo verás —dijo y me hizo señas para que extendiese los brazos al frente—. Respecto de vosotros, te equivocas. No fue un exterminio. Solo hicimos algo de limpieza. Los mejores especímenes seguís con vida.

    —¿Y me lo dices así tan… tranquila? —Extendí los brazos—. Si no quisiera acompañaros qué…

    —Tendría que exterminarte y no creo que eso te guste mucho. Pareces inteligente.

    —Para lo que ha servido mi dichosa inteligencia —rezongué.

    —Sigues con vida por eso, entre otras cosas.

    Ella me ajustó unos aros en las muñecas. La energía que me recorrió alcanzó mi cerebro. La descarga me produjo un hormigueo en las extremidades. Reprimí la risa que pugnaba por escapárseme de los labios. Siempre fui muy cosquilludo. Claro, ella no tenía por qué saberlo.

    —Andando, hemos perdido mucho tiempo y todavía tenemos que realizar un centenar de paradas más.

    Ladeé la cabeza. la criatura se volvió despacio. Me rasqué la nariz y a ella casi se le desorbitan los globos oculares. Me fijé en el pequeño mando ovalado que extrajo de uno de los bolsillos de ese curioso traje. El hormigueo se intensificó y me estremecí. Las cosquillas me harían estallar en carcajadas en cualquier momento. Apreté los labios en una delgada línea. ella pulsó de nuevo ese botón. Di un respingo y cambié el peso de un pie a otro. Era como esa danza que te obligas a realizar mientras reprimes las ganas de echar una buena meada.

    —No me lo tomes a mal —dije risueño—. Pero como sigas haciendo lo que sea que haces, no podré contenerme más y a tu colega no creo que le haga puta gracia que me ría o que me termine meando encima. Se ve que eso de los olores… ya sabes.

    Soltó una sarta de palabrejas de esas suyas. El hormigueo cesó del todo y suspiré.

    —Mikel Saldívar, haz el favor de seguirme la corriente. —La seriedad con la que me habló me puso en alerta—. Si de verdad quieres continuar de una pieza, ni se te ocurra revelar que eres inmune al control neuronal. ¿Me entendiste? —moví la cabeza de arriba abajo en un leve asentimiento.

    —No es nada bueno que pueda hacer esto, ¿verdad? —susurré.

    Ella apenas negó con la cabeza y se apartó para dejarme pasar. La palidez del rostro púrpura me puso la piel de gallina.

    Salimos del edificio. La nave que aguardaba estacionada en el pavimento como si fuese un coche más parecía un vibrador tamaño extra grande. Omití cualquier comentario verbal y me esforcé en anular cada pensamiento al respecto. Me había quedado claro que, dentro de sus múltiples habilidades, leer la mente humana era de las más básicas.

    El panel lateral se deslizó. De inmediato una escalerilla se desplegó. Seis yemas se me clavaron en la espalda. El empujón fue leve, pero firme.

    —No me has dicho cómo te llamas —dije y puse el pie izquierdo en el primer escalón.

    —¿Tiene importancia?

    —Para mí sí. —Me volví al no obtener respuesta.

    La expresión de su rostro me produjo un hondo desasosiego. No pude evitar preguntarme qué clase de trato recibiría entre su gente.

    —No te gustaría saberlo —susurró.

    No sé por qué motivo; no es que ella hubiese sido la más amigable; aun así, el tono en sus palabras me provocó unas ganas inmensas de abrazarla. Un gruñido rompió el instante. Retomé el ascenso. Tras abordar la nave y ubicarnos en los asientos se inclinó hacia mí. Evité moverme. Sin certezas respecto de cuál era su implicación en la catástrofe preferí actuar con cautela.

    —Me llamo Serya —susurró.

    Nuestras miradas coincidieron apenas un instante. La nave despegó. No volvimos a entablar contacto visual. No obstante, mientras abandonaba la tierra con rumbo desconocido, no dejaba de darle vueltas al cambio en mi captora. Quizá tendría una oportunidad si contaba con ella como aliada, aunque antes de pensar en salvar el planeta, tenía que salvarme primero.

    Esta historia fue escrita para participar en el #VaderetoJulio2021 propuesto por Jose A. Sánchez en su web. La premisa, continuar una historia teniendo en cuenta el fragmento propuesto, cita del relato «Llamada» del escritor Fredric Brown. Espero lo disfrutéis.

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  • Veintinueve días son suficientes

    Una mansión de aspecto tenebroso rodeada de niebla. Es de noche y se ve la luna llena. A un lado de la mansión se observa un fantasma y sobre el tejado el rostro del espectro, aunque en ninguno de los dos casos se distinguen ni sus facciones ni su género.
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel.com

    Un mes llevaba Anaís en su nueva casa. Veintinueve infames noches sin pegar un ojo. Razón había tenido su madre al advertirle que por ese precio de gallina flaca semejante casoplón no podía ser tan paradisíaco; algún defecto debía de esconder. ¡Menudo defecto le había encontrado a la puta mansión! Nada más y nada menos que un habitante tan molesto como un grano en el culo. Apartó la queja de su mente. A las doce menos cinco no iba a distraerse. Esta vez le daría su merecido al cabrón.

    Anduvo a tientas con mucho cuidado de no pisar las tablas que crujían. No se lo pondría fácil, no señor. Inspiró hondo. El aroma de las glicinias que dejó en la mesita de centro le sirvió de orientación. Esquivó el sofá y avanzó en zigzag para no tropezarse con la alfombra.

    Las campanadas del antiguo reloj rompieron el silencio. El pulso se le aceleró y casi da un bote con taco incluido. Por fortuna ya había alcanzado la cocina. Permaneció agazapada entre la mesa y el gabinete bajo la pila de fregar. Se mordió el labio inferior en cuanto distinguió el par de ojos que brillaban en la oscuridad. «Ni se te ocurra delatarme, Calvin. Como maúlles te quedas sin sardinillas al ajillo».

    La temperatura descendió varios centígrados. Anaís contuvo el aliento para impedir que el vaho delatase su presencia. Cogió la asidera de la puerta del gabinete y tiró con lentitud. Elevó una plegaria para que la bisagra no rechinara. Calvin arqueó el lomo y lanzó un zarpazo al vacío en el mismo instante en que la puerta se abría.

    Enseguida la cocina se convirtió en un pandemónium. Ágil como un guepardo y armada con un cucharón y una cazuela metálica, Anaís se lanzó al ataque interpretando una cacofonía ensordecedora. El gato chilló y dio un brinco. Tras varios gruñidos amenazantes salió disparado y atravesó la figura transparente que flotaba a varios centímetros del suelo. Los utensilios que permanecían sobre la encimera chocaron contra las baldosas uno tras otro, las puertas y cajones del mobiliario se abrieron y cerraron; los cubiertos quedaron desperdigados y algunos frascos de especias se volvieron añicos.

    Anaís reía como posesa a cada golpe del cucharón contra el fondo de la cazuela. A medida que lo veía encogerse indefenso, más fuerte la golpeaba. El espectro temblaba con las manos sobre las orejas incapaz de hacer otra cosa más que fluctuar mientras resistía el inusitado ataque.

    —¡¿Te gusta, gilipollas?! —gritó mientras lo atravesaba con el cucharón para luego volver a golpear la cazuela—. ¿creíste que iba a quedarme acojonada?

    —¡Deteneos ya, criatura del demonio!

    —¡Que pare, dice! Pero tú ¿quién coño te has creído?

    —Soy el duque de Ahumada y vos, jovencita, habéis invadido mi mansión.

    —Ahumada te voy a dejar esa cabeza transparente que tienes como sigas tocándome las narices. No me gasté mis ahorros para que vengas tú a…

    —¡No mintáis, insensata!

    —Mira, momia desvendada, más respeto. Yo podré ser muchas cosas, pero mentirosa… eso sí que no te lo acepto. —Anaís salió escopetada de la cocina con el fantasma detrás.

    Soltó la cazuela y el cucharón en el sofá. Entró en la biblioteca y encendió la luz; hurgó en el primer cajón del escritorio. Extrajo una carpeta que no tardó en estrellarse contra el teléfono. Después de hojear el contenido, alzó el puño. Con la indignación a flor de piel le puso las escrituras tan cerca de la nariz que el duque bizcó varias veces.

    —Al parecer —carraspeó con los ojos fijos en el suelo—, vos tenéis razón en creeros dueña y señora del techo que nos cobija. No me explico cómo es eso posible.

    —Muy fácil, capullín. —El duque arrugó el entrecejo y se cruzó de brazos—. La mansión estaba en venta y yo pagué por ella.

    Tras la explicación rodeó el escritorio y se sentó.

    —Vos necesitáis clases de protocolo. Sois demasiado irreverente, jovencita. —Anaís chasqueó la lengua.

    —Cuando las ranas críen pelos y los escarabajos, plumas.

    —No os entiendo. Lo que decís es absurdo.

    —Da igual. Lo importante es que —dijo e hizo un ademán para invitar al fantasma a sentarse frente a ella—, esta es mi casa ahora; así que, o aprendes a comportarte o sales de aquí zumbando como corcho de sidra asturiana.

    —Sigo sin comprenderos, ¿no conocéis el castellano?

    La joven entornó los párpados y suspiró.

    —Quise decir que tendrás que desaparecer de forma definitiva, o sea, serás desalojado por los siglos de los siglos. ¿ahora sí?

    —Ejem… esa opción es imposible. Una maldición me ata a este lugar —reveló y se revolvió en la silla.

    —No me extraña. Debiste ser un capullo mientras estuviste vivo.

    —¡Semejante ofensa a mi hombría merece una veintena de azotes! —Los libros salieron de la estantería arrojados en todas direcciones.

    —Mira, humareda paliducha —espetó y dio un manotazo al escritorio—. He sido demasiado paciente contigo. Si no moderas tu temperamento enfrentarás un exorcismo en cuanto amanezca.

    —¿Acaso sois bruja? —El duque la miró boquiabierto; ella esbozó una sonrisa.

    —Quizá… —mintió y se frotó las largas uñas con la camiseta del pijama.

    —No os atreveríais a despojar a un pobre espectro de su única morada —murmuró con voz trémula.

    —Si ese espectro me toca las narices, no me deja dormir y pone patas arriba mi hogar —señaló los libros esparcidos en el suelo—, desde luego que sí.

    —Muy bien —dijo el duque y los libros regresaron a la estantería—. Os podéis considerar vencedora de esta desigual pugna. Solo os pediría un humilde favor.

    —¿Qué será?

    —Debéis otorgarme una licencia para espantar a la visita. No os podéis olvidar de que soy un fantasma. Además, me resultaría indecoroso habitar vuestro hogar sin retribuiros por la amabilidad que demostráis al evitar que me convierta en un desposeído.

    —Muy bien —aceptó con los ojos chispeantes—. Pero solo a quien yo te autorice.

    —Así sea.

    Al alba, la señora Esteban, ama de llaves del antiguo propietario y reticente a darse por enterada de que Anaís la había despedido el primer día, experimentaba el susto de su vida.

    Esta historia fue escrita durante mi permanencia en la comunidad surcaletras de Adella Brac y corresponde al #Reto36. La premisa era darle a una cazuela un uso distinto al que tiene de forma convencional. Espero os guste.

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  • DESPEDIDA TRAS LA VENGANZA

    Una joven arquera sujeta el arco y una flecha en las manos. viste corpiño, falda corta y botas. Detrás se observa un lago, los predios de un bosque y varias aves volando.
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Camila, arco en mano, sacó una flecha del carcaj con la diestra. El plumado escarlata al final del astil le cosquilleó sobre la piel. Sin perder de vista a su objetivo tensó la cuerda. Apuntó en dirección a la nuez de Adán que ascendía y descendía a cada trago que daba su dueño. La suave brisa estival jugueteó con sus mechones. El aroma a madreselva avivó recuerdos sepultados que solo sirvieron para aumentar la rabia que se le enroscaba alrededor del corazón.

    La estridente risotada masculina acrecentó en ella la sed de venganza. Parpadeó varias veces para aclararse la vista y tragó saliva. No era momento de llorar; era tiempo de cobrar la afrenta. La dulce voz de su gemela le erizó la piel. El inusitado susurro le rozó la oreja. Si no hubiese confirmado con sus propios ojos que estaba a varios metros bajo tierra, habría jurado que al volverse la vería allí, como si nada hubiese ocurrido.

    —No lo hagas, Cami, te matarán. El sacrificio no merece la pena.

    La joven arquera ignoró la advertencia y tensó un poco más la cuerda. Imágenes del cuerpo desmadejado de su querida Eleonor destellaron frente a sus pupilas. El graznido del halcón cruzó el firmamento. La sensación de la madera pinchándole la parte interna de los muslos la devolvió al presente. La hora decisiva había llegado.

    Camila disparó. La saeta se incrustó en la gruesa garganta. Segundos después, otra flecha se clavaba bajo la axila izquierda y una tercera atravesaba el muslo derecho. Gritos masculinos se impusieron al íntimo cantar del bosque. El ruido de pasos se escuchaba cada vez más cerca. Aguardó paciente a que dieran con su posición. No era una cobarde; asumiría su responsabilidad y su condena.

    Aguzó el oído. Los pasos se alejaban. ¿Habría intervenido León pese a su advertencia? Qué ingenua fue al creer que le obedecería. Él jamás la  dejaría a su suerte. El ficticio ulular de una lechuza imposible de avistar disipó sus dudas. El característico roce del metal contra el cuero captó toda su atención. La brisa sopló con más fuerza; el olor a sudor, cerveza y madera ahumada le cosquilleó en la nariz y la impulsó a descender.

    —Márchate ahora que he logrado enviarlos en sentido contrario. —Camila miró ceñuda a su interlocutor.

    —No soy ninguna cobarde, León. Asumiré las consecuencias.

    El guerrero dio un paso para acortar la distancia entre ambos. Ella reculó hasta que la áspera madera del gran tronco le arañó la espalda.

    —Tú lo que debes asumir es el trono y para ello debes permanecer con vida —dijo y las pupilas se le contrajeron acentuando el cerúleo tono de sus iris—. Se lo debes a tu pueblo.

    León le acunó el óvalo del rostro con la siniestra. Camila se estremeció ante la áspera caricia de quien, hasta hace seis meses fuese su guardián real.

    —No soportaré perderte a ti también y es lo que ocurrirá cuando descubran que preferiste otorgar tu lealtad a una rebelde, en lugar de brindársela a los usurpadores.

    —Lo harás porque tu deber está por encima de cualquier cosa, incluso de lo que sientes. —León posó los labios en la boca femenina.

    Camila se aferró a sus brazos. El desenfrenado encuentro de lenguas y alientos revivió el anhelo adormecido por tanto tiempo de ausencia. Él se apartó antes de que la pasión jugase en su contra. El repentino vacío le encogió el corazón a la joven.

    —Es hora de que sigas tu camino. —La inminente despedida obligó a Camila a contener la respiración.

    —Vivirás en mi corazón; serás el alimento de mi alma y la espada de mi justicia —declaró con voz trémula—. Tu nombre será recordado y tu linaje honrado mientras me quede aliento. Te perteneceré ahora y siempre. —Camila se llevó el puño derecho al corazón.

    —Vivirás en mi corazón; serás el regocijo de mi espíritu, la única dueña de mi amor y la reina de mi vida —murmuró e imitó el gesto—. Servirte ha sido siempre un honor y amarte un privilegio. Vuela libre y regresa más fuerte que nunca.

    Camila y León se despidieron como los guerreros que eran. Antebrazo contra antebrazo consumaron el ritual. El sacrificio había sido ofrecido. Cumplidos los formalismos y, a sabiendas de que dar marcha atrás era imposible, como los amantes que nunca dejarían de ser, se abrazaron cariñosamente por última vez.

    Esta historia fue escrita durante mi participación en la comunidad Surcaletras de Adella Brac. la premisa era finalizar con la frase : «se abrazaron cariñosamente por última vez». Espero la disfrutéis.

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