—Mi abuela está bien. —La gata maulló; el hombre la miró con extrañeza.
La joven desvió la mirada; otro paso la acercó al mostrador. Un objeto brillante la embelesó.
—El camafeo de Reua es un objeto impresionante, ¿no crees? —Ella apenas asintió.
El hombretón la siguió con la mirada. La joven, atraída por el magnetismo de la gema, la extrajo del exhibidor.
—¿Es usted? —preguntó con desparpajo.
Baia volvió a maullar. Aloia no le hizo el menor caso. El hombre sonrió. Los ojos ambarinos refulgieron.
—Hay quien dice que mi padre se parece al dios —dijo otra voz varonil.
Aloia se sobresaltó y casi suelta la gema.
—Que mala costumbre tienes de asustar a los clientes, Artai —reprochó el hombre—. Soy Brigo, jovencita. Eines debe haberte hablado de mí en algún momento.
Aloia se sonrojó. ¿Se lo habría mencionado su abuela? Que le costase memorizar algunas palabras era una puñetera maldición.
—Cla-cla-claro —mintió y bajó la mirada.
—¿Por qué no le cuentas sobre Reua y el camafeo mientras voy a por el paquete de Eines? Estoy seguro de que le gustará la historia —propuso el hombretón a su hijo.
El joven se encogió de hombros. Aloia notó cierto desdén en su mirada. Sin embargo, se mordió la lengua. Pese a las creencias de su madrastra, no era tonta. Si el hombre la asoció con su abuela era porque la conocía bien. Así pues, no iba a darles motivos para quejarse con Eines. Al menos no si podía evitarlo.
—Es verdad lo que dicen de ti —espetó el joven—. Eres una carencias, ¿eh?
La joven enrojeció con intensidad y aferró el camafeo con fuerza. La rabia le aceleró la respiración. Se recordó la intención de no avergonzar a su abuela y contuvo las ganas de lanzarle la gema por la cabeza.
—No te entiendo —masculló.
—Ya veo —dijo Artai con los ojos fijos sobre la gema—. Ese objeto cuesta un pastizal. Es una reliquia. Yo de ti lo dejaba de vuelta en su puesto. A menos que quieras recibir el castigo del dios, claro. Porque dudo mucho que a ti te recompense.
Aloia se percató del nerviosismo de Artai.
—No te creo. —El joven se encogió de hombros.
—Tú misma. La leyenda dice que a Reua no le gustan las niñatas que no siguen las normas. —Aloia bufó.
Baia se incorporó. Maulló y dio un salto. La puerta de la tienda se abrió. Un grupo nutrido de turistas entró alborozado.
La joven frotó el camafeo. La idea de darle una buena lección al capullo engreído coqueteó con ella. Dudó una fracción de segundos. ¿Se enfadaría Eines si se enteraba de su travesura? Quizá sí, en todo caso, tenía una buena razón y ella la entendería. Aprovechó la distracción del muchacho y se guardó la gema en el bolsillo del vaquero. Salió a toda prisa con la gata pisándole los talones.
—¡Espera! —Aloia frenó y casi tropieza con Baia.
La joven se volvió con lentitud. Las mejillas le palidecieron. ¿La habría descubierto el hombretón?
—Yo… —Las palabras se le atragantaron.
—Se te olvidó el paquete. —Le tendió un bulto envuelto en papel—. Dile que el encargo vale por dos botellas de su última cosecha.
La joven lo cogió sin abrir la boca ni levantar la mirada del suelo.
—Dos botellas —repitió en voz baja.
Brigo la observaba con curiosidad.
—¿Qué dijiste? —preguntó, aunque había entendido sin problemas—. ¿Va todo bien?
—Sí, señor —murmuró con voz trémula.
—Espero los disfrutes —dijo y se volvió en dirección a la tienda.
Aloia no daba crédito. Por un instante creyó que el hombre la había pillado y que la denunciaría por ladrona. Echó a andar rumbo a casa de su abuela con la gata refunfuñando cada dos o tres pasos.
Brigo se había detenido con la puerta entreabierta. Dio un vistazo en su dirección un instante antes de que la chica se perdiera al girar en la esquina. Sus ojos dorados brillaron y esbozó una tenue sonrisa.
Eines aguardaba sentada en el sillón donde acostumbraba leer. Aloia había entrado con sigilo. No obstante, la bola de pelos delató su presencia con un fuerte ronroneo.
—Tardaste más de lo previsto. ¿Tuviste algún problema?
Aloia negó con la cabeza. Los ojos de Eines se posaron sobre el paquete que aferraba contra el pecho y sonrió de oreja a oreja.
—Me distraje sin querer.
—¿Pasaste por la panadería? —La joven guardó silencio—. No importa, luego hablo con Jonás. Veo que Baia te llevó con Brigo. —La mujer se levantó y extendió los brazos.
La joven dejó el paquete en manos de su abuela. Eines destrozó el envoltorio. El rostro de Aloia se ensombreció.
—Sabes que los odio —dijo cortante.
Eines ignoró el comentario y le extendió los libros.
—Son una maravilla, ¿no crees?
La joven cogió los tomos. La cubierta de uno captó su atención. El rostro de la chica que le devolvía la mirada sobre el fondo azulado y ese barco lejano le hablaba de viajes y aventuras.
—Dioses de Antara —murmuró Aloia con lentitud.
La chica tragó saliva. La lengua se le había enredado como tantas otras veces. «Maldita dislexia». El pensamiento se esfumó como un suspiro.
—Es un libro fascinante —dijo la mujer con entusiasmo.
—¿Por qué me haces esto? Sabes que no puedo leer. Creí que tú sí me entendías, que me creías.
Aturdida por la reacción de su nieta, la mujer se le acercó. Aloia reculó un paso y salió corriendo hacia su habitación. La gata maulló.
—Ve con ella, querida. No es bueno que esté sola. —Baia, obediente, corrió tras la chica.
Aloia dejó caer los libros sobre la mesita de noche y se tumbó en la cama. Baia arañó la puerta con tanto ímpetu que tuvo que levantarse y abrir. La gata entró y de un salto se subió a la cama. La joven se dejó caer. Seguía enfurruñada. Le encantaba Eines. Ella no se burlaba ni la acusaba de perezosa. La había escuchado o, al menos, eso había creído. ¿Por qué le salía con esto ahora? ¿Pretendía obligarla a leer igual que su madrastra? Baia maulló. Los ojos felinos se paseaban sobre la portada del libro. Aloia lo cogió y aspiró el aroma. Estuvo tentada de abrirlo. La certeza de que no entendería ni la mitad de las palabras refrenó el impulso. Un calor repentino la obligó a meter la mano en el bolsillo del vaquero. La gema que había sacado de la tienda refulgía. La culpa le despertó una sensación desagradable en el estómago.
—Si pudiera ser alguien distinto —dijo en voz muy baja mientras frotaba la gema con el pulgar.
La gata dio un zarpazo. El libro se abrió como por arte de magia. Una espiral de vívidos colores surgió del camafeo. Un viento gélido sopló con fuerza. Baia saltó al regazo de la chica y en segundos ambas desaparecieron.
Un ronroneo junto a su oreja la sobresaltó.
—Despierta, niña —dijo una voz femenina arrastrando las eres.
Aloia se incorporó. El olor a salitre y humedad le revolvió el estómago. Dio un vistazo. Lo que la rodeaba semejaba mucho la bodega de un barco. El vaivén le provocó un leve mareo.
—¿Dónde estoy?
—Estamos, querida —corrigió la voz—. Nos trajiste al libro.
Aloia se fijó en Baia y creyó que había perdido la cabeza igual que Eines. Los gatos no hablaban. Bajó la mirada hacia el papel que sujetaba. Abrió la boca y los ojos casi se le desorbitan. Leyó la frase con fluidez. ¿Quién sería Aidun? La portezuela de la bodega se abrió. La chica se guardó el papel en la manga de la blusa. Los ojos azules que la miraban con fiereza eran los mismos del joven que la trató con desdén. ¿Por qué estaría soñando con Artai?
La voz de la gata irrumpió en sus pensamientos:
—Ningún sueño, niña. Nos has traído al libro y estaremos aquí durante 24 horas, así que prepárate para la aventura que nos espera.
Las veinticuatro horas se le hicieron demasiado breves. De vuelta en la habitación, Aloia miró el libro abierto sobre el colchón junto a la gema. Fijó la vista en el primer párrafo. Tal como esperaba, descifrar las palabras le costaba horrores. Miró el grabado en el camafeo. ¿Podría quedarse con el objeto? Un par de golpes sonaron contra la puerta. Eines entró sin esperar respuesta. Tras ella, Brigo permanecía de pie con los brazos cruzados. Ambos adultos se fijaron en el objeto. El hombre se adelantó.
—Parece que tenías razón —reconoció Eines—. Así que te has ganado dos botellas más.
La joven los miraba sin comprender.
—¿Qué tal la aventura? Aposté con tu abuela a que aceptarías convertirte en libroaventurera. Nadie puede leer un libro y no enamorarse de la posibilidad que implica poder viajar entre líneas.
—Lamento haberme robado su reliquia —dijo con las mejillas encendidas.
Eines se sentó a su lado y le dio una palmadita en el muslo.
—Acepto tus disculpas si me cuentas la verdad. ¿Disfrutaste del pequeño viaje? O de verdad odias los libros.
La chica negó con la cabeza.
—Odio no poder leer como los demás. Es frustrante que se burlen todo el tiempo o que piensen que soy perezosa.
Baia maulló y se frotó contra los pies de su dueña.
—Es una excelente idea —dijo Eines como si hubiese entendido lo que significaba la serie de maullidos.
—Esa gata tuya es una joya, Eines, deberías dejármela unos días —propuso Brigo.
La gata volvió a maullar, aireada. Aloia no daba crédito. ¿Se habrían vuelto locos los dos? Quizá había algún virus en el ambiente y por eso alucinaban. Aunque, visto lo visto, ella entraba en ese grupo también.
—Sigo aquí, por si se os había olvidado. —Su abuela se echó a reír.
—No nos hemos olvidado de ti, cariño.
—Tienes que enseñarla a hablar con los gatos, va a resultarle muy útil si acepta.
—¿Aceptar el qué? —La joven los miraba con las cejas muy juntas.
—Baia ha propuesto que te dejemos la gema para que puedas viajar al interior de las historias —respondió el hombre.
—Y que te busquemos los libros en digital para que puedas escucharlos. Así podrías disfrutarlos. Cuando mejore tu animadversión podremos comenzar a practicar la lectura.
Aloia se estremeció de anticipación. ¿Podría tener la posibilidad de recrearse con los libros? Los labios se le curvaron en una amplia sonrisa.
—Acepto —dijo y cogió el libro abierto—. ¿Podemos empezar con este? Quiero saber qué pasa con Aidun, Antara y el libro de los vínculos.
—Por supuesto que sí, cariño. Además, la segunda parte es todavía mejor.
—Y nada como vivir la historia desde cualquiera de los demás personajes.
—¿Eso se puede? —preguntó entusiasmada.
Ambos cabecearon a modo de asentimiento. Los ojos de Aloia chispearon de emoción. No podía esperar para regresar al libro. La idea de poder disfrutar de tantas historias hizo que el corazón le aleteara dentro del pecho. En su mente ya imaginaba cómo serían sus próximas veinticuatro horas.