El farmacéutico queda preso de los recuerdos un instante. Su mente vaga; tiene la mirada perdida. La imagen del último amante de su mujer lo lleva de vuelta al pasado: los ojos del tipo se llenan de lágrimas. El destello de la hoja del cuchillo le arranca un sollozo. El farmacéutico eleva las comisuras; su sonrisa es escalofriante. Se humedece el labio inferior con la lengua.
—Seré rápido; no te dolerá, te lo prometo. —El tipo recula; choca contra el cabecero de la cama.
***
Le encanta la forma que tiene Isabella de correrse. Está listo para seguirla. El cosquilleo que le recorre desde los huevos le roba un jadeo. Un empellón más y vendrá el éxtasis.
Un gruñido desconocido capta su atención. Abre los ojos. El destello metálico tras la cabeza de Isabella lo ciega un instante. Ambas miradas masculinas coinciden. Reconoce esos ojos.
El tipo tira de la melena femenina; el esbelto cuello queda a su merced. Ella chilla. Boquiabierto contempla cómo aquel filo deja un rastro rojizo en la inmaculada piel. Las gotas lo salpican.
—¿Todo bien, macho? —le pregunta.
Es incapaz de abrir la boca. Esa mirada lo paraliza.
—Seré muy rápido, no te dolerá, lo prometo.
La sonrisa macabra que le ofrece le afloja los esfínteres. Menudo recuerdo se llevará al más allá. Qué forma más chunga de joderle el polvo.
***
La mano femenina coge el móvil. Ubica en la agenda el contacto de Rogelio.
—Haré lo posible por cerrar pronto para que desayunemos juntos. —La mujer se aparta el móvil de la oreja.
—Te prepararé tortitas, cariño —responde.
—Amo tus tortitas, cielo. —La puerta tintinea al cerrarse.
La mujer se asoma. Verifica que su marido se ha ido antes de marcar. El tono repica dos veces.
—Hola, nena.
—Mi marido ha salido ya para el curro, ¿Te vienes?
—En media hora estoy contigo.
***
El farmacéutico cierra la puerta a sus espaldas. El coro de gemidos lo obliga a acelerar el paso. El corazón le galopa como un potro desbocado. Coge el pomo y empuja con fuerza.
El culo de su mujer le da la bienvenida. El agudo gemido femenino le roba el aliento; se les aproxima con la sed de sangre rugiéndole en las orejas.
***
La puerta se abre. Él lanza algo más que un lúbrico vistazo.
—Estás para comerte, nena. —La mujer lo coge por la camiseta y tira del hombre; tiene el tiempo justo antes de que su marido vuelva.
Rogelio se pone el condón que ella le da tan rápido como puede. Isabella está ansiosa. Es tan ardiente… Lo empuja y él se deja hacer. Tumbado de espaldas la contempla. Lo monta y lo cabalga salvaje. Sus tetas se balancean y lo embelesan. Lleva mucho follando con ella; reconoce cuando está a punto.
—Córrete, así… córrete. —Le pellizca los pezones como le gusta.
***
Tras la llamada Rogelio busca su cartera. Hurga con rapidez.
—Me cago en la puta; me gasté el último condón la otra noche… mierda.
Observa su reloj. Su pensamiento vuela. «Si acorto por la calle Girona me ahorro diez minutos y llego a tiempo.» Coge las llaves y cierra tras de sí. Baja los peldaños de dos en dos.
Distingue el anuncio de la farmacia. Un ruido llama su atención. Entorna los párpados para enfocar. Se aproxima… ese tipo quizá necesite ayuda.
—¿Todo bien, macho? —El tipo da un respingo.
—Por supuesto. Es que soy muy torpe y tropecé.
Sus ojos se desvían un instante. Está demasiado oscuro; sin embargo, El bulto en el suelo es lo bastante grande como para ignorarlo; además, huele fatal. La piel se le eriza con la mirada de aquel tío. alza las palmas en su dirección y recula a prisa.
—Ella seguro acepta follar a pelo, no será la primera vez —piensa en voz alta. Los ojos del farmacéutico centellean.
Rogelio se marcha a zancadas, no quiere hacerla esperar. Ya se le ocurrirá alguna excusa.
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Imagen libre de derechos de Gerd Altrann en Pixabay
El hombre permanece de pie frente al cristal del nido. Su rostro es el vivo reflejo del agotamiento. Las sombras oscuras bajo sus ojos y las arrugas que le rodean los labios se habían convertido en parte de sus facciones durante las últimas doce horas.
—No pierdas la esperanza. —El susurro llega hasta él junto al sutil aroma a lavanda.
Presa de la inquietud se vuelve con rapidez. Está solo.
Arruga el entrecejo. Un recuerdo lucha por aflorar desde lo más profundo de su memoria. Cierra los ojos. En su mente se impone el gesto dolorido de Amanda. Si la hubiese escuchado en lugar de reñirla como un energúmeno, en ese momento no estarían allí y habrían podido celebrar el día de reyes como ella quería.
—La culpa sólo sirve para quebrar. La culpa no resarce, no construye, no es más que un lastre. —De nuevo aquel susurro y aquel aroma.
Gira sobre sus talones. Un niño pequeño está de pie junto al cristal del nido. Los ojos se le llenan de lágrimas sin que pueda contenerlas. Ver a ese niño remueve en su corazón el miedo a perder lo que más ama en la vida. Sin ser consciente sus labios se mueven con voluntad propia para elevar una plegaria silenciosa. Las figurillas de los tres reyes en el pesebre que Amanda suele colocar todos los años se cuelan en su mente. No es creyente; aun así, se sorprende pidiendo el deseo más importante de toda su vida.
El pequeño se vuelve; en su carita redonda se dibuja una sonrisa. El hombre se traga las lágrimas. No quiere que lo vea llorar porque, como decía su padre: «los hombres no lloran».
El niño le hace señas para que se acerque. Como si tuviesen vida propia, los pies lo llevan junto al cristal.
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando. —El pequeño entorna los párpados y ladea la cabeza; luego, como si estuviese escuchando a algún interlocutor invisible, asiente.
—Llorar no es malo, ¿lo sabías? —El hombre niega con la cabeza.
—¿Hablas con tu amiguito imaginario? —el chiquillo suelta una sonora carcajada.
—Claro que no —dice risueño—. Ella no es imaginaria —asegura con total convencimiento—. Ella quiere que sepas que falta poco.
—¿Poco? —el pequeño cabecea y desvía los ojos hacia el cristal—. ¿Poco para qué? ¿Quién se supone que quiere eso?
—Para que recuerdes lo que importa.
—¡Lo que importa?
El niño vuelve a cabecear sin quitar los ojos del cristal.
—Ella dice que se te ha olvidado lo que importa… por eso estás aquí. Necesitas recordar.
El hombre aprieta los labios con fuerza. La desesperación de la espera lo está volviendo loco; tanto como para sostener una conversación con un pequeñajo que sólo suelta frases absurdas. Mete las manos en los bolsillos del vaquero y da media vuelta. Tomará un café, aunque sea ese brebaje espantoso que sale de la máquina al final del pasillo.
—La vida es para vivirla, no para ver cómo pasa delante de ti mientras te distraes… eso es parte de lo importante. —El aroma a lavanda se intensifica a su alrededor.
Aquellas palabras lo obligan a desandar sus pasos.
—¿Qué dijiste? —El niño no se mueve—. Te hice una pregunta.
El hombre se acuclilla para quedar al mismo nivel. El pequeño le hace una seña para que guarde silencio.
—Ya casi —dice en un cuchicheo cómplice—. Abre tu mente y tu corazón, y entenderás.
Las palabras del pequeño son como un golpe dado directo en el estómago. El aire se le escapa y la opresión que le impide respirar se transforma en una aprisionadora que amenaza con destruir la poca serenidad que le queda, aunque ese no sea su objetivo. De la impresión pierde el equilibrio y cae de culo. El niño reprime una risita. El recuerdo que se había asomado con timidez minutos antes, ahora pasa frente a sus ojos como si fuese una película. Esas palabras… son las mismas palabras que le había dicho su hermana antes de morir. El nudo que se le forma en la garganta obstruye su propio lamento. Las lágrimas se liberan y le muerden las mejillas; el corazón le duele con la misma intensidad que aquel día en que su melliza dio la vida por salvar la suya.
El chiquillo posa su pequeña mano y le enjuga las lágrimas.
—¿Lo ves? Llorar no es malo porque así se alivia el cucharón.
—¿El cucharón? —El pequeño cabecea y con el índice le señala el lado izquierdo del pecho.
—No hay nada de malo por mostrar lo que hay dentro del cucharón —dice el niño antes de desviar la mirada.
El hombre se fija en sus ojos azules. El reflejo que distingue en ellos lo paraliza. Gira la cabeza hacia la derecha con brusquedad. Estira el cuello con la intención de mirar hacia el interior del nido. El corazón le palpita con tanta fuerza que cree que es capaz de escuchar sus propios latidos. Parpadea varias veces. Allí no hay nadie, sólo las cunitas con los bebés que esperan ser atendidos.
—¿Señor Martínez, se encuentra bien? —La voz masculina lo sobresalta.
Esteban se vuelve y alza la mirada. Inclinado frente a él, el obstetra de su mujer lo observa con el entrecejo fruncido.
—¿Amanda?
El médico le extiende una mano. Esteban se ase a ella y se levanta.
—Los mellizos se encuentran fuera de peligro. En breve la enfermera los traerá. Deberán permanecer en las incubadoras hasta que sus pulmones maduren del todo, pero son un par de guerreros. No se preocupe, todo irá bien.
—¿Puedo ver a mí mujer? —El rostro del médico cambia de expresión.
Esteban teme lo peor. Un estremecimiento le recorre la columna y el vello del cuerpo se le pone como escarpias. Al percatarse del miedo que reflejan las pupilas de aquel hombre, el médico habla antes de que fuese necesario ingresarlo producto de algún síncope.
—Amanda es una mujer fuerte. Ha luchado por aferrarse a esta vida como una leona. Sin embargo, deberá permanecer en cuidados intermedios mientras se recupera y estabilizamos su tensión arterial. —A esteban todo aquello le suena a chino—. No se preocupe, cuando menos lo espere la tendrá de vuelta en casa. Lo que sí es importante para su mujer en este momento es sentirse protegida y, sobre todo, querida.
El hombre asiente en silencio, aunque la preocupación sigue apretándole el corazón como si fuese una tenaza. El mensaje subyacente le llega alto y claro, no es tan idiota como parece. El obstetra carraspea. Su mirada se dirige al cristal del nido. Esteban se vuelve. Una mujer de mediana edad vestida con un pijama sanitario de ositos y globos empuja las incubadoras. El corazón del hombre le da un salto dentro del pecho. Observar aquellas dos figuras tan diminutas pone su mundo de cabeza. Una ternura desconocida se apodera de todo su ser. Nunca antes había experimentado nada parecido.
—Lo dejaré solo para que disfrute de la vista, papá. —Esteban sale de su ensimismamiento.
—Gracias, doctor… muchísimas gracias. —El obstetra le estrecha la mano y le devuelve la sonrisa.
—Sólo hice mi trabajo.
Esteban cabecea sin dejar de sonreír. De pronto recuerda al pequeño que lo había estado acompañando.
—¿Doctor? —El médico se vuelve un instante.
—¿Sí?
—¿Vio usted a un niño pequeño como de este tamaño? —El hombre se pone la mano a la altura de las caderas—. Era un rubito de ojos muy azules.
—La verdad es que no —dice y da un vistazo alrededor—. Al salir de quirófano sólo lo vi a usted. ¿Algún problema con ese pequeño? —Esteban no sabe qué responder—. Puedo hablar con la vigilancia del hospital.
—No se preocupe —miente—, quizá se fue con algún familiar y yo no me di cuenta.
El médico asiente con un cabeceo.
—Descanse —sugiere el obstetra—. Necesitará todas sus energías para ocuparse de los mellizos y su mujer.
—Así lo haré. —El médico se despide con un ademán y echa a andar por el pasillo.
—Las pequeñas vidas siempre son como una llama de esperanza, ¿no crees? —La voz profunda de un hombre de mediana edad lo obliga a volverse—. Tanta vida por delante; tantas oportunidades, tantas experiencias por vivir, recuerdos que atesorar… amores, desamores, risas, lágrimas. Todo un mundo nuevo por descubrir. —Esteban asiente en silencio y se aproxima al cristal—. Es una pena que a medida que crecemos se nos olvide lo importante.
Esteban casi se ahoga al escucharlo. Por el rabillo del ojo se fija en el hombre. El contraste entre su piel oscura, los ojos azules y la sonrisa blanquísima le provoca un cosquilleo intenso en el estómago. De inmediato cambia el peso de un pie al otro. No está seguro de lo que debe decir. Al final deja que su corazón hable por él.
—Por fortuna siempre estamos a tiempo de recordar. Basta con abrir la mente y el corazón —dice en voz baja y las manos terminan dentro de los bolsillos del vaquero.
—Es muy cierto, muchacho… muy cierto. Espero que recuerdes tus palabras en todo momento —dice el hombre mientras señala con la cabeza hacia sus hijos—. Es una buena enseñanza que transmitir a las pequeñas almas que vienen ávidas de aprender.
Esteban sigue la mirada de aquel desconocido. Sus pupilas quedan atrapadas. La imagen de sus pequeñines se le graba en el corazón con una huella indeleble. En ese instante se percata de que ya no hay cabida para otra cosa que no sea el amor por ellos y por Amanda; el deseo de dar un giro a su vida y empezar a vivirla con una perspectiva distinta a la que siempre había tenido cobra fuerza. La vida es demasiado corta como para seguir desperdiciando momentos y oportunidades.
—No sé si lo recuerde siempre; sólo sé que pondré todo mi empeño para enseñarles lo importante. —El hombre sonríe. Esteban no le devuelve la sonrisa—. No quiero que necesiten estar al borde del abismo para que recuerden lo que en realidad importa en la vida. Deseo que vivan la vida y no se distraigan como lo hice yo todo este tiempo. Quiero que aprecien los detalles; que valoren las sonrisas, las caricias, las palabras dichas desde el corazón… que no prejuzguen ni ajusticien a nadie por pensar distinto; que no rechacen lo que desconocen antes de dar una oportunidad; que no antepongan la trivialidad al afecto, lo material a los sentimientos. Quiero que no sientan vergüenza si lloran, si fallan, si no satisfacen las expectativas de otros, empezando por las mías. Quiero que sean felices, pero no sólo de la boca para afuera. De verdad quiero que se sientan felices y que sonrían desde el corazón.
—No dudes de que lo harás, muchacho. Sólo has de escuchar tu corazón que sabe… —Esteban inspira hondo y no se sorprende al ver que aquel hombre ya no está a su lado.
Devuelve la mirada hacia el cristal. Distingue tres figuras que lo observan en silencio. La piel se le pone de gallina y el pulso se le acelera. Tres bocas se curvan en una cálida sonrisa. En ese instante la fijación de su hermana por los ángeles surge de improviso. El recuerdo lo sobrecoge. No se esfuerza en volverse; no tiene sentido. El pequeñajo le guiña un ojo. La joven articula un te quiero antes de llevarse la mano al corazón. Con la palma hacia arriba le sopla un beso. Esteban lo recoge al vuelo. Su hermana le había enseñado aquella seña cuando tenían siete años. Sin pensar, responde con el mismo gesto. Inspira hondo de nuevo para tragarse el nudo de emociones que tiene en la garganta. Articula un te quiero y los ojos se le llenan de lágrimas. Sus labios se mueven con voluntad propia; un sentido gracias surge y le resulta imposible impedir que las lágrimas le empapen las mejillas. Segundos después, sonríe al comprobar que ella siempre tuvo la razón al afirmar que los verdaderos ángeles no tienen alas.
Este relato ha sido escrito con motivo del día de reyes. Aunque lo más frecuente en estas fechas es pedir y recibir obsequios materiales, he querido irme por otro lado y rescatar eso tan intangible que a veces albergamos en lo más profundo del corazón: deseos que van más allá de lo que nos atrevemos a expresar en palabras.
Me encantaría que te animases a compartir tu impresión sobre la historia conmigo en los comentarios de más abajo.
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El niño se sentó a leer en el claro del bosque. Encontrar aquel libro mágico había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Abrió el tomo y esperó que las letras de la historia aparecieran. Luego se dejó arrastrar a su interior.
***
La pequeña mano regordeta dio un tirón hasta que pudo entrar en contacto con el grueso pelaje. Perro y niño se miraron a los ojos. El inmenso lebrel irlandés sacó la lengua. El chiquillo esbozó una sonrisa traviesa. En sus ojos grises brillaba la picardía.
—Tu madre se enfadará si descubre lo que pretendes, Sam.
—Secreto… secreto —balbuceó el pequeño transmitiendo su deseo con claridad.
—Ni secretos ni leches, enano. Sabes que no le gusta que uses la magia para jugar con los humanos.
Sin romper el contacto con la piel del animal, el niño envió a su mente perruna las imágenes claras de lo que pretendía.
—¿Ti?
—¡No! ¿Quieres que me dejen durmiendo toda la noche fuera? Porque como Enara se entere me echa a patadas.
El pequeñajo se abrazó al cuello del perro y lo llenó de besos mojados.
Avalon se tumbó largo a largo y resopló tras ponerse las patas sobre el hocico.
—Abusas de mi pobre corazón perruno, enano. —El niño soltó una risita y posó el culete en el suelo—. Venga, hazlo antes de que tu madre salga de la cama.
Samuel agitó ambas manos y en un parpadeo se hallaban en el jardín del vecino.
Como si estuviese en su propia cama, el niño se revolcó con el perro de tal forma que flores, hierba y frutos salieron disparados directo hacia la ventana de la cocina de su nuevo vecino.
—Pero ¡qué diablos!
Avalon y el pequeño Sam se quedaron muy quietos. Una cosa era ver al vecino desde la ventana en brazos de su madre y otra muy diferente enfrentarlo desde el suelo con aquel cabreo. El niño se cogió al collar del animal y puso su manito sobre el cuello de este.
—Te lo advertí, enano.
Borja, en dos zancadas los había alcanzado. La fiera mirada que les lanzó prometía una buena reprimenda.
—¿Se puede saber qué hacéis en mi jardín? ¡Habéis destrozado mi rosal y mi huerto! Sois unos delincuentes y todavía no tenéis ni estatura para ello. ¿Qué clase de madre tienes tú? El gran perro apoyó sus cuartos traseros contra la tierra húmeda y el niño lo imitó. En aquel momento la broma ya no le pareció tan divertida. Samuel hizo un puchero y los ojos se le llenaron de lágrimas. Aquello siempre funcionaba con su mamá. Sin embargo, con aquel gigante ni siquiera eso daba resultado. Gritos iban y venían. A Avalon se le estaba haciendo muy difícil no meterle un buen bocado a aquel tipo para que dejase de asustar al enano y si no lo hacía era porque estaba en contra de las soluciones violentas.
—¿Se puede saber a ti qué coño te pasa? —Enara cogió a su hijo en brazos.
—¿te parece poco? —dijo señalando los destrozos que el niño y su perro habían ocasionado.
—Pues sí —dijo para sorpresa del hombre—. Tampoco es algo que no tenga solución como para que grites como un energúmeno a un niño pequeño. Samuel sólo tiene dos años.
—¿Y porque tenga dos años no se le puede reprender? Pero ¿qué clase de madre eres tú?
Al pequeño Sam aquel hombre le gustaba mucho. Quería un papá y alguien que cuidara a su mamá. Pero que le hablase así ya no le gustaba, así que sin medir las consecuencias agitó los deditos y en menos de un minuto el suelo bajo los pies del hombre se onduló. Todo ocurrió con tanta rapidez que, a Borja no le dio tiempo de abrir la boca; en un par de segundos en su lugar había un conejo de proporciones considerables. Ojiplática, Enara intervino y lanzó un hechizo para anular el de su hijo. El niño dio palmaditas mientras reía con ganas.
El escándalo atrajo la atención de los vecinos. La bruja, preocupada por la reacción del hombre ante aquel cambio de forma tan abrupto, se le acercó con la intención de ayudarlo. Pese a su buena disposición, Borja no estaba dispuesto a recibir su ayuda.
—Haz el favor de dejarme en paz y aleja a ese pequeño monstruo de mí.
—¿Qué has dicho?
—¡Que alejes a tu pequeño monstruo de mí, ¿estás sorda?
Avalon ladró y gruñó en respuesta a aquel comentario tan desagradable. Borja le lanzó una mirada asesina.
—Para ser tan guapo es un humano demasiado idiota —Enara clavó sus ojos ambarinos en el perro a modo de advertencia—. Vale, vale, cierro el hocico.
La mujer cabeceó y desvió la mirada hacia su vecino.
—Serás gilipollas —soltó la bruja antes de darse vuelta y entrar en su casa.
Borja refunfuñó cosas ininteligibles. Con agilidad se puso de pie. Observar los destrozos de su jardín aumentó su mala leche, aunque reconoció que quizá la mujer tenía algo de razón. A fin de cuentas, el monstruito era demasiado pequeño como para hacer las cosas con mala intención. Maldijo por lo bajo. Tendría que disculparse y no le apetecía ni un poco. Pese a lo atractiva que era su vecina, también era como una planta ponzoñosa con esa lengua viperina que se gastaba. Ella no sabía quién era él; no obstante, él si sabía quién era ella y por qué estaba allí.
Enara entró por la puerta trasera que daba a la cocina. Sentó a su hijo en la silla de comer. Preparar el desayuno la ayudaría a serenar su carácter. Avalon se sentó junto a la silla en silencio. Conocía a su dueña y cuando se cabreaba era mejor quedarse quietecito a esperar que pasase el temporal. Sin venir a cuentas la mujer estampó la cuchara con la que había estado removiendo las gachas de avena.
—¿Cuántas veces te he dicho que no juegues con la magia, Sam? —el niño hizo un puchero.
Enara resopló y negó con la cabeza.
—Mami…
—Nada de mami ni pucheros o lloriqueo. ¿Quieres que nos pase de nuevo lo de la otra vez? —el niño sonrió de oreja a oreja al recordar—. ¿Quieres que nos echen de aquí también, Sam?
El pequeño arrugó el entrecejo. Preocupado porque su madre tuviese razón le extendió los bracitos.
—Penona ¿ti?
Enara lo cogió en brazos y aspiró su aroma infantil mezclado con el olor a tierra mojada, flores y fresas silvestres.
—Tienes que portarte bien, Sam. Las personas no son juguetes, ¿lo entiendes? —El niño asintió con la cabeza—. Por mucho que te gusten los animales, no puedes ir convirtiendo a los humanos en mascotas.
—Se lo he dicho cientos de veces, pero ¿adivina de quién heredó la tozudez?
Ella lo sentó de nuevo en la silla para darle desayuno. Con la cuchara de nuevo en la mano señaló al perrete.
—Será mejor que cierres el hocico, Avalon. No te hagas el inocente porque no te va. Sam hace contigo lo que le da la gana.
—¿Qué quieres que haga si me pueden sus pucheros? Soy un perrete sensible, ya lo sabes.
La bruja resopló.
—Que me avises no estaría mal.
—No hablas en serio. Sabes que no soy ningún chivato. ¿Cómo me pides que lo delate? Eso es tan feo como contarte todos los revolcones que he tenido con las deliciosas labradoras de tu amigo el vete. Un poquito de por favor.
Enara puso los ojos en blanco y llenó su cuenco de pienso. Luego se ocupó de darle desayuno a Samuel.
—Dramas los justos, por favor. No puedes comparar una cosa con la otra.
—Vale, pero tú tampoco puedes negar que ha sido gracioso verlo con aquella cola gigante, aunque quizá sería más atractivo si lo convirtiese en lobo.
—Chist… no le des ideas, por favor.
Un par de golpes hizo que ambos diesen un respingo. al ver al vecino parado en la puerta trasera, Samuel dio un chillido y dio palmas de contento. Enara se levantó como un resorte y dispuesta a ponerle los puntos sobre las íes a su vecino abrió la puerta de un tirón.
—¿Qué quieres?
—Mira, sé que me pasé diez pueblos con el comentario y sólo quiero disculparme por lo que dije sobre tu hijo. —El hombre alzó ambas manos y esbozó una pequeña sonrisa—. ¿Empezamos de nuevo?
La mujer se fijó en el ramo de flores y en el bonito peluche con forma de lobo que su vecino cargaba en las manos.
Ella cabeceó y se hizo a un lado. Borja interpretó el gesto como una invitación a pasar. En cuanto puso un pie en aquella cocina, el niño sonrió de oreja a oreja y movió las manitos.
—¡Sam!
Enara clavó la mirada en el techo y contó hasta diez. En su cocina, un gran lobo de pelaje castaño y ojos azules emitía sonidos guturales de evidente enfado.
—¡Bito! —exclamó el pequeño brujo que, con rapidez desapareció para volver a aparecer junto al enorme animal. Su madre se cruzó de brazos y enarcó una ceja mientras observaba con mirada asesina a Avalon que, hacía un esfuerzo impresionante por no reír a carcajadas.
—No, no, no… a mí no me mires así que el de la idea no he sido yo.
—Samuel O’Neill, haz el favor de deshacer lo que hiciste o no volverás a salir de tu habitación.
Antes de que su madre se enfadase más, el niño deshizo el hechizo. A gatas, Borja miraba al pequeñajo con ganas de morderlo.
—Así que te gusta jugar, ¿no? —el pequeño cabeceó y curvó su boquita en una pícara sonrisa—.
—Escucha, te lo puedo explicar. —Borja negó con la cabeza y tras alzar la palma en dirección al pequeño, lo convirtió en un cabrito montañés que, comenzó a balar con angustia.
—Pe… pe… pero tú eres un…
El hombre asintió en silencio. Sin perder tiempo cogió al cabrito por el cuello y se lo acercó a la cara.
—Vamos a ver si al pequeño cabrito le gusta que jueguen así con él.
—Cambia a mi hijo ahora mismo —exigió Enara tras darse cuenta de que sus hechizos no funcionaban.
—No.
El cabrito soltó una cagada pestilente que dio a parar en las botas del brujo.
—Con dos cojones peludos, sí señor. —ambos brujos miraron al perro con cara de pocos amigos. Sam soltó otro balido lastimero.
—No puedes dejarlo así, es demasiado pequeño.
—¿Pequeño? Un liante. Eso es lo que es. Puedo y lo haré. Si tú que eres su madre no le da una lección, cuando alcance los cuatro y pueda pronunciar hechizos en voz alta estaremos en problemas.
—El brujo guaperas tiene razón.
—¡Cierra el hocico! —dijeron los brujos al mismo tiempo.
Avalon se tumbó con las patas sobre la cabeza.
—En todo caso, es mi problema, no el tuyo.
—En eso te equivocas. Si os pillan yo estaré en problemas. Mi deber es vigilar que los humanos de esta zona se mantengan ignorantes respecto de nuestra naturaleza y tu pequeñajo comienza a ponerme las cosas difíciles.
Enara alzó ambas palmas. El brujo tenía toda la razón y por más que le doliese debía hacer algo al respecto antes de que se viesen en graves problemas otra vez.
—Sam —dijo dirigiendo la mirada hacia el cabrito que balaba sin parar—. Debes prometer que no usarás la magia de nuevo con ningún humano. ¿Lo prometes?
El cabrito soltó un balido agudo. Los brujos se dieron por satisfechos y Borja devolvió la forma humana al pequeñajo.
—A ver, Sam. ¿Qué no hay que hacer? —El niño miraba al hombretón con la carita muy seria.
—Da maya e dos humanos.
—Muy bien —dijo el brujo.
El timbre sonó varias veces. Disculpándose con la mirada, Enara salió a toda prisa. El estruendo de unos chiquillos entrando en tromba en la cocina dejó a Borja sin palabras.
—¡Tito! —Sam chilló.
Los hombres se miraron. El niño agitó los deditos regordetes. En segundos, la cocina quedó convertida en una leonera y no por que estuviese hecha un desorden que también, sino por los cinco felinos que ocupaban todo el espacio disponible. El hermano de Enara rugió y sus hijos lo imitaron.
Borja soltó al pequeño en brazos de su madre y se llevó las manos a la cabeza. Enara reprimió una risita y Avalon permaneció agazapado bajo la mesa.
—¿Será posible? —El brujo miraba a su alrededor sin dar crédito—. Pero ¿es que acaso tu hijo no es capaz de seguir órdenes?
—Bueno… —Enara quiso explicarse, sin embargo, Borja negó con la cabeza.
—¡Tetes! —la bruja sujetó las manos de su hijo antes de que el desaguisado fuese peor.
—Seguirlas, las sigue —interrumpió Avalon—. Le habéis hecho prometer que nada de magia con los humanos, pero su títo y sus primos no son humanos, son brujos. A ver si empezáis a ser más cuidadosos que no os voy a durar toda la vida.
El brujo miró a su vecina con aquel pequeño monstruito en los brazos y exhaló un suspiro. Después de deshacer los hechizos y realizar las presentaciones correspondientes se marchó a casa; era eso o terminar convirtiendo a aquel chiquillo de nuevo en un cabrito o cualquier otro animal de corral, cosa que a la bruja de su madre no le gustaría ni un pelo. Los hermanos lo vieron cruzar el jardín. En sus rostros la preocupación formaba pequeñas arruguitas alrededor de sus bocas. Por el contrario, el pequeño Sam sonreía y daba palmas encantado mientras en su mente traviesa más ideas cobraban forma. Avalon tembló en cuanto el pequeñajo le plantó la mano en el hocico.
—No, no, no. Conmigo no cuentes, enano. Quiero alcanzar mi mayoría de edad y como me embauques el brujo me despelleja y me convierte en abrigo de invierno. —Sam se carcajeó.
—¡Ti! —El perrete se cubrió los ojos con las patas mientras Sam lo llenaba de besos mojados otra vez.
—¿Qué tramáis? —Enara miró a su hijo y luego a su gran perro.
—No quieres saberlo, créeme que no quieres saberlo.
—Yo de ti le haría caso a Avalon, querida —cuchicheó su hermano—. Al menos así el colega no va a poder inculparte.
—Inculparme es lo de menos… Va a querer pulverizarme —dijo Enara arrugando la nariz en una mueca.
—Por la forma en que te mira, polvorizarte sí que puede querer.
—¡Calla, insensato!
Ambos se miraron y, aunque trataron de mantener la seriedad, no tardaron en estallar en carcajadas. Ante las risas de su madre y de su tito, Sam movió de nuevo los deditos y desapareció. El grito del vecino Hizo vibrar los cristales de la cocina.
—Te advertí que no ibas a querer saber —Enara le sacó la lengua a su perrete antes de acudir en auxilio de su vecino con su hermano pisándole los talones.
La condición era crear una historia llena de optimismo y alegría. Lo del optimismo y la alegría no sé si se cumpla, pero he tratado de crear una historia divertida, eso sí. En la que las travesuras infantiles están a la orden del día.
Me encantaría que compartieses conmigo tus impresiones en los comentarios más abajo.
Dejo caer mis párpados un breve instante, el que necesito para inspirar hondo e impregnarme del delicioso aroma que destila el más puro terror. Me regodeo una fracción de segundos más; sólo un poco, hasta que mis glándulas salivales se inquietan y sé que ha llegado el momento.
Permito que mis pupilas se paseen por aquel rostro angelical. Es tan inocente que no es consciente de lo que hizo al invocarme con su lengüilla rosácea, esa que todavía se enreda entre las vocales y las consonantes. Sonrío con malevolencia. La pequeñaja me devuelve la sonrisa y sus ojillos vivaces brillan de expectación. Mis ojos se desplazan. Las alas de mi nariz se expanden y mis pupilas se dilatan mientras que las de aquel sujeto se contraen. No sabe quién soy; aun así, el instinto le advierte del peligro inminente.
Me anticipo con facilidad a sus movimientos y con un zarpazo certero le secciono la yugular. La ficticia barba impoluta se torna rosada; el traje aterciopelado se empapa, aunque no hay demasiada diferencia entre el líquido y su tono original.
Cojo a la pequeña justo a tiempo antes de que quede aplastada por aquel cuerpo que se desliza, sin remedio, hacia el suelo. La chiquilla parpadea y cierra sus ojillos en cuanto percibe las gotas cálidas que le salpican la frente y las mejillas. Siento su pequeño cuerpo temblar y me recreo ante el miedo que se le dibuja en el rostro; ha abierto los ojos y su boquita regordeta se abre al mismo tiempo que las lágrimas le empañan los iris. Ve al hombre desmadejado en el suelo y tras un par de segundos me mira. Me percato de su confusión y sonrío. Ella arruga el entrecejo.
—¿Satan? —Lo señala con un dedito.
—Se ha ido, preciosa, pero yo me quedaré en su lugar. —digo y amplío mi sonrisa.
Ella se fija en mis dientes puntiagudos y chilla. Intenta correr y yo se lo impido. La agarro con fuerza por el brazo y la atraigo hacia mí. Mi abrazo mortal acalla su aguda voz y mientras sus delicados huesos crujen yo tarareo un villancico. Sorbo su alma y me relamo sin vergüenza ni compasión.
Termino con mi pequeño tentempié. Vuelvo a sonreír ante la perspectiva que me aguarda. Me deshago del cuerpo de la pequeña y del hombre. Con un ademán arreglo el desaguisado del disfraz y me visto. Me ajusto bien el sombrerillo y echo sobre mí un encantamiento temporal. Cojo el saco lleno de cajas envueltas en papeles coloridos y salgo al frío intenso que me acoge con naturalidad. Echo a andar calle abajo mientras voy silbando una tonadita propia de la Nochebuena. Me detengo ante una bonita casa. Desde la puerta escucho las risas, la música y me relamo antes de tocar. La puerta se abre con rapidez. Sonrío con malevolencia, aunque de seguro no se nota gracias a la tupida barba que me cubre la cara.
—¡Felites festas, Satan!
El pequeñajo regordete que sale de detrás del joven que abre sonriente despierta mi apetito.
—Jo, Jo, Jo —suelto y me sobo a la altura de la tripa.
«No tienes idea de lo felices que me resultarán estas fiestas, enano», pienso y doy un paso en el instante en el que aquel joven se hace a un lado y me invita a pasar.
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Dedicatoria
A ti, que sientes que la confianza te falla; que la duda te atenaza el alma… que el miedo te arrastra y te paraliza. Recuerda que la magia en ti suspira; es una llama interior que se aviva, cuando te permites creer, en todo lo que eres capaz de hacer; cuando te atreves a soñar… y dejas aflorar la preciosa esencia que tus letras pueden conjurar.
Cuenta una antiquísima leyenda que cada primavera en el bosque ancestral de Bilfagard se celebraba un baile multitudinario al que debían asistir todas las criaturas que habitaban el bosque. El baile tenía el propósito de rendir culto a los dioses y agradecer por una nueva oportunidad de renacer.
Esta celebración se organizaba durante todo un año y se esperaba que cada ser vivo aportase algo, por pequeño que fuese. La preocupación por no tener nada que ofrecer era para Adalestra un peso sobre los hombros. Se mordía la uña del diminuto pulgar con insistencia mientras las alas se le encogían en un movimiento involuntario.
—No puedo presentarme con las manos vacías —la jovencita gesticulaba con las manos al hablar.
—Nadie dijo que tendría que ser algo material, cariño. —Su madre dio otra vuelta de hilo en el tapiz que ofrecería aquel año.
—Voy a ser el hazme reír de todo el bosque, mamá.
Su madre exhaló un suspiro y negó con la cabeza. Adoraba a su pequeña; sin embargo, preferiría que se ocupase más de sí misma y menos de lo que llegarían a decir o pensar los habitantes del bosque.
—Nadie va a reírse de ti, cariño —dijo dando la última puntada—. Además, podrías hacer algo diferente.
—¿Algo como qué? —La pequeña hada se inclinó para ver mejor el tapiz—. No se me dan muchas cosas, ya lo sabes.
—¿Por qué no cantas?
La jovencita se paseó de un lado a otro golpeándose con el índice sobre los labios. Le costaba horrores decidirse. Podría cantar, pero ¿y si les parecía horrible su voz? La idea de que sus amigos la rechazaran la atormentaba; ni hablar de la vergüenza que pasaría si hacía el ridículo delante del resto de habitantes del bosque. Ni siquiera se atrevía a imaginar lo que dirían. No quería ser la burla de nadie, mucho menos avergonzar a sus padres que eran tan cariñosos con ella.
Se dejó caer sobre la silla. El abatimiento le nublaba la mirada. Su madre dobló y envolvió el tapiz; luego se le acercó y le dio un fuerte abrazo.
—A veces solo necesitamos un poquito de confianza, cariño. —Su madre le apretó la punta de la nariz con dos dedos en un gesto cariñoso que siempre le robaba una sonrisa.
—¿De verdad crees que sirva? —Istrea cabeceó con una sonrisa dulce en los labios.
—No te preocupes, verás que todo sale a pedir de boca —aseguró—. Nadie va a burlarse de ti, cariño.
La confianza que le transmitieron las palabras de su madre la animó. La fortaleza de su fe en ella fue el motor suficiente para que la chispa de la esperanza se avivara. Escogería una canción preciosa y se la ofrecería a los dioses. La pequeña hada se dedicó en cuerpo y alma a preparar la canción que presentaría durante el baile.
⚜🧚♀️⚜
Días y noches practicó y practicó. Sus padres la alentaban; su entusiasmo era contagioso; lo suficiente para ahuyentar las inseguridades que solían atormentarla como las sombras fantasmales que la asustaban tanto cuando era una niña. Sin embargo, algo terrible ocurrió el día de aquel baile tan esperado: tras una noche de sueños terroríficos en los que hacía el ridículo frente a todo el bosque, Adalestra despertó sin voz; ni una sola vocal salía de su garganta.
—¿Qué haremos, querida?
—Tú no te preocupes y sígueme la corriente, cielo, ya lo verás.
El padre de Adalestra siguió de cerca a su esposa. La mujer sostenía en las manos una bandeja en la que había: una taza humeante de chocolate espeso y un plato con galletitas. El señor dio un vistazo al salón; supuso que su hija estaría encerrada en su habitación. Ambos giraron a la izquierda pasillo a través. La chica permanecía tumbada en su pequeña cama, desconsolada, lamentándose de su mala suerte.
Istrea tocó la puerta con suavidad; abrió y entró seguida por su marido.
—Cariño, tu padre y yo hemos salido temprano a casa de la bruja del manantial y ella nos ha dado una poción para ti.
—Sí…eso.
La joven parpadeó muchas veces. La incredulidad era un cosquilleo impertinente; un freno que terminó hecho añicos por la esperanza. Estaba tan entusiasmada que se sentó en la cama del tirón. Ni si quiera se percató de la expresión de perplejidad de su padre.
Johnstrag arqueó una ceja ante semejante ocurrencia. Evitó abrir la boca. No quería decir nada que delatase a su mujer.
—Pero ella ha sido muy clara —su madre bajó el tono de voz—, tienes que beberte el contenido de esta taza. —La jovencita frunció el entrecejo. Su boca formó un curioso mohín. Observó a sus padres con los párpados entornados. La suspicacia se desperezó y se sacudió un poco para tomar las riendas de sus pensamientos.
El padre asintió con la cabeza; debía cumplir lo acordado con su mujer; por tanto, guardó absoluto silencio. Con lo perspicaz que era su hija cualquier detalle fuera de lugar la llevaría a caer en cuenta de su argucia.
—También debes comer y… —La voz de Istrea se convirtió en un susurro— justo cuando estés en el escenario debes repetir mentalmente una frase que yo te voy a decir. Eso hará que la poción surta su efecto.
La jovencita extendió la mano y recogió tres galletas de un tirón. Hasta ese momento no se había percatado de lo hambrienta que se encontraba. Johnstrag miró a su mujer por el rabillo del ojo; Istrea permanecía impasible mientras su hija devoraba todo cuanto le había llevado, aunque él no pudo ignorar el familiar brillo travieso en su mirada. La conocía demasiado bien; sólo esperaba que su mujer estuviese en lo cierto porque no quería ni imaginarse lo que ocurriría si algo en su plan fallaba.
⚜🧚♀️⚜
Adalestra exhaló un hondo suspiro. Istrea recogió la taza y el platito; apenas quedaban algunas migajas. La jovencita se relamía los restos de chocolate. La verdad es que no recordaba haberse tomado nunca una poción tan deliciosa. Era una idea fantástica ponerle sabores a los brebajes. La próxima vez que fuese de visita a casa de la bruja le pediría que le enseñase a preparar pociones saborizadas. Eso sí que sería todo un éxito. Los padres de Adalestra la dejaron a solas. La hora del baile estaba muy próxima y debían prepararse.
—Va a ponerse furiosa si se da cuenta del engaño —murmuró Johnstrag abotonándose la camisa.
—No va a tener tiempo de enfadarse, ya lo verás, cielo.
—¿Tú crees? —Istrea asintió con un leve cabeceo—. ¿Y si no funciona?
—Funcionará, ya lo verás.
⚜🧚♀️⚜
Llegaron al claro del bosque donde se celebraría el baile con algunos minutos de anticipación. El lugar estaba abarrotado de criaturas mágicas. La pareja de hados saludó a sus conocidos mientras avanzaba con parsimonia.
Adalestra se mordió el labio. Un cosquilleo persistente le lanzaba advertencias desde el estómago. Lo único que le faltaba era que también le diera dolor de tripa. El corazón se le disparó ante la perspectiva de quedar en evidencia. Las manos se le convirtieron en un par de icebergs. Los nervios eran unos verdaderos traidores; la atacaban sin un ápice de compasión. ¿Qué había hecho ella para merecer eso? Se mordisqueó la uña del pulgar. La impaciencia era uno de sus peores defectos, aunque en ese momento lo peor era que todavía su madre no le había dicho la frase que le devolvería la voz. ¿a qué estaba esperando? La angustia la carcomía royendo la poca serenidad que le quedaba. Como no podía estarse quieta iba y venía con los ojos clavados en el musgo mientras esperaba que la llamasen para subir al escenario. A punto estuvo de tirarse del cabello. Por fortuna recordó a tiempo todo lo que le había costado hacerse aquel peinado y se contuvo.
La jovencita escuchó su nombre. Palideció tanto que la piel de su rostro reflejó el brillo de la luna; el efecto le otorgaba un halo sobrenatural, un aire etéreo. Las piernas le temblaron y tuvo que asirse a uno de los delgados troncos que hacía las veces de baranda. El perfume a lavanda y manzanilla de su madre fue un bálsamo en medio de aquella tempestad que la mantenía al borde de un ataque. La voz suave y cálida que le habló tan cerquita de la oreja sumó otro tanto a su estado de ánimo. El susurro le supo a gloria:
—Mío es el talento, en mí tengo fe. Dejo de lado mis miedos, esta noche triunfaré…
Adalestra inspiró profundo, abrazó a su madre y subió las improvisadas escaleras que la llevarían directo al escenario.
⚜🧚♀️⚜
La jovencita ocupó su posición sobre las tablas. La sorpresa arrancó un coro de vocales a todos los presentes. Iluminada por varias luciérnagas, Adalestra lucía tan hermosa como la mismísima primavera.
Repitió las palabras que su madre le había susurrado. El cosquilleo se detuvo; la angustia se desvaneció y una calidez fue fluyendo desde lo más profundo de su corazón. No pudo más que sonreír; la magia estaba surtiendo efecto. De su garganta fluían los sonidos más bellos que se hubiesen escuchado jamás en el bosque ancestral.
Adalestra se movía al ritmo de la música mientras animaba a los asistentes. Aplausos y exclamaciones acompañaban a su angelical voz. Sus gráciles movimientos incitaron a los presentes a bailar; en poco tiempo todo el bosque se había unido a la celebración.
⚜🧚♀️⚜
Un aplauso multitudinario seguido de cientos de peticiones arropó el corazón del hada. Pletórica de gozo, Adalestra hizo una reverencia. La música le dio entrada una vez más y la jovencita terminó interpretando otro par de canciones.
Tras finalizar la presentación bajó del escenario y corrió al encuentro con sus padres. La pareja la recibió con orgullo y alegría. La bruja del manantial se acercó para felicitarla. Johnstrag miró a su mujer con cara de circunstancias; ella, por el contrario, permanecía como si nada. La jovencita la abrazó con gran emoción.
—No sabes cuánto te agradezco la ayuda… me salvaste. —La bruja la miró estupefacta.
«¿A qué vendrá esta demostración de gratitud?, ¿qué se supone que hice?» Istrea y su marido le lanzaron cientos de miradas aprovechando que su hija les daba la espalda. La bruja guardó silencio. Interpretar aquellas miradas no fue fácil; por fortuna, tampoco imposible. Ya se ocuparía de enterarse de qué iba todo ese asunto.
⚜🧚♀️⚜
Fue así, como sin la intervención de la magia, Istrea logró que su hija venciera el miedo y recobrase la voz justo a tiempo.
⚜🧚♀️⚜
Adalestra salió de su habitación; quería desearles buenas noches a sus padres.
—No dejas de sorprenderme, mi amor —confesó Johnstrag abrazando a su mujer desde atrás—. ¿Cómo estabas tan segura de que el engaño funcionaría?
Istrea se recostó en el pecho de su marido antes de explicarle:
—Todos podemos ser presa de nuestros miedos… algunas veces estos tienen tanto poder que nos paralizan y es cuando necesitamos un acto de fe; la confianza que nos permita plantarles cara y así vencerlos. —Su marido la estrechó con fuerza—. Eso también es un acto de magia. Nuestra hija necesitaba creer en sí misma, eso es todo.
La jovencita escuchó sin querer. A diferencia de lo que creía su padre, no se enfadó. No había espacio para sentimientos negativos cuando el agradecimiento le colmaba el corazón. Contaba con los mejores padres del mundo. Era una privilegiada por tenerlos y que tuviesen tanta fe en ella; mucha más de la que ella se tenía. ¿Cómo no sentirse dichosa con tantas demostraciones de amor? Se devolvió con sigilo a su habitación. En ese instante hizo un pacto consigo misma: a partir de ese momento se esforzaría más por ocuparse de sus pensamientos sobre sí y le restaría importancia a lo que dijesen los demás; buscaría la manera de aumentar la confianza en sí misma, tal como le había enseñado aquella noche su madre.
⚜🧚♀️⚜
Se tumbó con las manos detrás de la cabeza a admirar el precioso cielo estrellado. El suave titilar del firmamento le robó una sonrisa. Cerró los ojos dispuesta a soñar con alcanzar todo lo que fuese capaz de imaginar; sólo debía creer en sí misma, obsequiarse un pequeño acto de fe. ¿Habría momentos difíciles? Desde luego que sí; no cambiaría de la noche a la mañana; tendría que dar muchos pasos en esa dirección. De todas formas, el primer paso ya estaba dado; ahora estaba en ella obrar día tras día ese precioso milagro.
Si has llegado hasta aquí, millones de gracias. Si te ha gustado esta historia, me haría muy feliz si compartes conmigo tus impresiones y/o sensaciones. Y si crees que puede inspirar a alguien más o hacerle sentir bien, te invito a que la compartas con esa persona.
Gracias inmensas por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
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Cierro la puerta tras de mí. Dejo las llaves sobre la mesa y doy una mirada especulativa. Todo parece en orden y limpio. No me gusta mucho venir a la casa de la tía cuando no está. Pese a mi reticencia, hay algo que me arrastra… sus mascotas. Las pobres pasan esos días por su cuenta y más vale darles una vuelta antes de que sufran algún percance.
Katrina, la gata refunfuñona de la tía sale a darme la bienvenida.
—¿Bienvenida? En un bosque de la china… en realidad no es en ningún bosque ni en ninguna china, a menos que hiciese mención de la ninja de pacotilla que se pelea con su propio reflejo cuando se asoma del lado contrario de la pecera. Me refiero a Nagaoka, querido Lecturino. Tú no te preocupes de nada, esa es más inofensiva que los dardos verbales de la Leonarda que sólo sabe decir «che, ¿sos pelotudo?» cuando quiere quejarse de que sólo le dan pipas en lugar de anacardos.
—Mirá, pelotuda, que yo seré parca, pero no soy sorda, ¿eh?
—No, tú lo que eres es cateta. ¿No te das cuenta de que estoy hablando con Lecturino?
—Ma, que diche, Leturino… Il leturino va benne con rúcula e la zanahoria a la carbonara.
—No te molesta que te diga Lecturino, ¿verdad? Mira, tú no hagas caso al torteloni este con pelos y patas. Ese no hay día que no piense en comer o… acércate que no quiero que nos oiga. —Me inclino para acariciar a Katrina—. Sí, así. Perdona si mis bigotes te cosquillean en la oreja; si es así, te aguantas. Mejor eso que enfrentar un brote del tallarín este.
»¿Qué te decía? Ah, sí. Resulta que el Pietro es un exagerao de primera y cuando escucha la palabreja «lector» le suena a «reactor» y le entran los siete males porque dice que lo va a matar la radiación. De eso tiene la culpa la Nagaoka que le metió en la cabeza que Fukushima iba a llegar hasta aquí. Dame un minutillo.
Katrina, la gata salta justo a tiempo antes de que Pietro le caiga sobre el lomo. El conejo emite unos chillidos desaforado y brincotea de un lado a otro como si tuviera un cohete en el rabo. No quiero reírme, aunque se me hace muy difícil. Sabía de las excentricidades de mi tía Paca con sus mascotas. Sin embargo, verlo en vivo y en directo es otra cosa muy distinta. El conejo se enreda con el corbatín y rueda como una pelota.
—Mira, bigotuda trasnochada, a mí no me involucres en tus inventos. Si te sigues metiendo conmigo verás tú cómo te atravieso con mi catana.
—Serás gilipollas, Pietro. Anda a beber agua de tu cazuelita a ver si se te pasa el arranque de ridiculez extrema. —El torteloni se mete bajo el sofá—. Tú, ninja decolorada, deja de lanzar tantas amenazas y vete a hacer puñetas con las aletas, si es que puedes.
Me agacho para intentar coger al conejo; resulta imposible. La gata da un brinco en dirección a la pecera y menos mal logro levantarme a tiempo para cogerla antes de que la tumbe.
La beta le saca la lengua y se gira hasta dar con el espejo del otro lado de la pequeña pecera o es la impresión que me da a mí cuando fijo los ojos en el vaivén de aquella figurilla blanca cuyas aletas parecen flotar y hacer formas curiosas dentro del agua. La gata se remueve y la dejo en el suelo antes de que me clave las zarpas.
—Kati, querida, ¿por qué no te echas aquí conmigo? Está calentito y confortable.
—Caniche pelotudo este, da fiaca hasta escucharlo.
Katrina da un salto y casi alcanza de un zarpazo a la cotorra que aletea y se posa en el perchero junto a la puerta. Si no fuese porque sé que la cotorra sólo repite lo que le ha enseñado la tía, juraría que se divierte provocando a la gata.
—Con mi Rufos no te metas, zorra desvergonzada.
—¿Zorra? Vos necesitás unos lentes con urgencia.
Arrugo el entrecejo y me acomodo las gafas. La cotorra me ha dejado pensativo. Aquello tiene que ser una coincidencia, ¿no?
—Mira, Lecturino. Tú no hagas caso a esta bicha deslenguada; que eso no te distraiga de tu verdadera misión.
El ruido repetido de algo que choca contra la puerta rompe la concentración de Katrina. El choque de platos de metal se convierte en un estruendo que obliga a Pietro a salir disparado de nuevo. Estoy a punto de salir escopetado y revisar en la cocina; luego lo pienso mejor y me abstengo porque sé lo tikismikis que es la tía con su casa.
El balido de una cabra hace que la gata ponga los ojos en blanco o eso me parece a mí.
—Mi dios bendito, ¿será posible que no tenga suerte ni una puta vez en mis siete vidas? No te muevas de allí, Leccturino.
Veo a Katrina mientras se tongonea en dirección a la cocina y me pregunto si es que tendrá hambre o si será que la tía adoptó a alguna otra «criaturina desvalida», como les suele llamar.
—¿Leturino? ¿Ya es hora de mangiari? Las mías tripas crujen.
La cabra entra saltando al salón perseguida por Katrina que maúlla desaforada.
—Déjate de inventos, Pietro. Tú tienes menos del veinte porciento de probabilidades de que algo te cruja. A menos que te refieras a que te crujan a ti —la cabra mira al conejo con una ceja arqueada—. Lo que sí que tiene mayor probabilidad por lo redondo que estás. Si calculamos las probabilidades de que te preparen al salmorejo… —Mati cierra los párpados y mueve los labios como si contase en silencio—. Sí, en efecto, son cuatro a uno en tu contra, desde luego.
Me froto los ojos porque esto de ver expresiones y gestos en una cabra me pone a flipar de colores.
—Serás capulla, Mati. Y no, no me veas así. Coño, sólo a ti se te ocurre decirle eso al ravioli este. ¿Quién se lo aguanta ahora? Porque tú te largas a tu prado ahí fuera y nos quedamos nosotros con ese marrón aquí dentro.
—Katrina, estás más insopo que de costumbre, queridita. ¿No te funcionó la ecuación de la otra noche? Ya sabes, el tres por uno.
La gata mira de soslayo al perro que ha vuelto a dormirse como un lirón. Si no supiese que los gatos no hablan, juraría que esta cuchichea con la cabra.
—Serás indiscreta y cabrona. ¿Quieres que mi rufos se entere?
—Lo de cabrona se me da de nacimiento —La cabra agacha la cabeza—. Lo de indiscreta… Hija, si del noventa por ciento del día vive en oniria, ¿qué mas te da? Sabes bien que tu gata necesita comer, si no te pones insufrible.
Katrina le muestra las zarpas; Mati hace caso omiso y se fija en la visita, o sea, yo.
—¡Vaya!, pero si tenemos a un lec…
—¡Cállate! ¿Quieres provocar al tortelini?
Del susto que se pega por el segundo zarpazo de la gata, la cabra apoya el culo de la alfombra, pensativa. De pronto, la sombra de algo que se mueve como en cámara lenta captura su atención… y la mía. Katrina suspira y se acerca hasta mis pies.
—Haz caso omiso, te lo pido por favorcito, Lecturino. Mira que Saturnina es más vetusta que un jamón serrano enviado por correos.
Supongo que la gata quiere algo de mimos, aunque me voy con cuidado porque sé que es demasiado temperamental.
—¡Temperamental, dice! ¡Temperamental la madre que te parió! —Katrina me lanza un zarpazo que me deja tres líneas rojizas en el dorso de la mano.
—No sé como la tía te soporta —murmuro.
La sombra se vuelve nítida y me doy cuenta de que es una morrocoya. Sin venir a cuento me sorprendo contando los anillos de su caparazón y caigo en cuenta de lo vieja que es. Me digo que siendo así es lógico que parezca tuerta.
—Paz, mis hijos… ¿cómo me los tratan las vacaciones?
—¿De qué puñeteras vacaciones hablas, Satur?
—Pero a ver, mis hijos. ¿no estamos de vacaciones?
—Aquí la única que está de vacaciones es la Paca. Recuerda, Saturnina, la señora que nos recogió. La misma que recoge el setenta y cinco por ciento de animales que se topa en el camino porque el otro veinticinco se le muere, claro.
—Ah… ¿y tú quién eres?
Por un momento me da la impresión de que la cabra pone a girar los ojos en un movimiento alocado. Luego lanza un balido Y Pietro salta sobre el caparazón de la pobre morrocoya que, del tirón, esconde la cabeza.
—Si es que eres un peso muerto, Pietro.
—¿Muerto? ¿Quién se ha muerto?
Rufos abre los ojos, alza la cabeza sin apenas moverse y vuelve a caer fulminado.
—Nadie, queridito, tú mejor vuelve a dormirte, anda.
La morrocoya se asoma una vez más. La gata empuja al conejo y este vuelve a rodar.
—¿Por qué estamos reunidos en consejo, mis hijos?
—Hasta las trancas está la pelotuda esta.
—¿Qué pelotuda? Ah, claro, tú te refieres al Pietro, ¿verdad? Si, parece una pelotita tan cuchi. Es de lo más chévere.
Veo a Katrina acercársele a la cabra y me pongo en alerta.
—¿Qué probabilidad hay de que esta viejuna se entere de algo en algún momento?
La cabra mira a la gata y lanza un balido.
—Diría que tiene 5 a uno… pero en contra. La pobre está utilizando un cero punto cinco por ciento de su capacidad neuronal.
—O sea que está para la taxidermia.
—Para eso tiene todos los boletos, sí.
Me quedo absorto mirando a la pareja tan dispareja y no puedo evitar preguntarme de qué podrían cotillear una cabra y una gata. Ya sé que no tiene puta gracia, pero es que, si vosotros pudieseis verlas, pensaríais igual que yo… que ese par se trae algún complot.
—Bueno, descartamos a la desmemoriada y a mi rufos. Quedamos cinco. ¿qué probabilidad tenemos de que este Lecturino se nos una?
Por un instante tengo la sensación de que la cabra me mira con inteligencia. Me froto los ojos varias veces para espabilarme.
—Mira, yo creo que, si a este nos lo trabajamos bien, contamos con más del setenta por ciento de probabilidad de que cumpla la misión.
—Venga, entonces patas a la obra. Que no me aguanto un día más al Pietro ni las ganas de zamparme a cierta belicosa.
No sé por qué, pero tengo la extraña sensación de que la gata me mira con malicia y os juro que, si no supiera que son simples mascotas, creería que han chocado las patas.
La condición era utilizar alguna de las mascotas (o las siete) propuestas y escribir una historia con humor. En este relato aparecen las siete con el mismo nombre propuesto a excepción del pez beta.
Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un en Paypal. Así Me estarías apoyando a seguir escribiendo.
Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
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