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  • EL ÚLTIMO DE LOS KOLTAN

    Un joven de pie junto a unas rocas. viste una especie de sobre todo algo antiguo. lleva una mano enguantada de cuyos dedos emergen luces. En la otra mano sostiene una espada que apunta al suelo. Es de noche y al fondo parece distinguirse un poblado.
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    ¿Alguna vez imaginaste una historia en la que una sentencia de muerte se convierte en una oportunidad? No es tan absurdo como parece. Aguarda y prepárate; cuando conozcas a Fred Tamray, mi protegido, lo entenderás.

    ¿Piqué tu curiosidad? No te enfades, esa era la idea. ¡Joder! No te separes de mí, antes de contarte sobre Fred voy a tener que hacer una pausa pequeñita. Por cierto, me llamo Saenza. No te asustes si ves que todo se acerca a prisa; estoy acostumbrada a lanzarme en picado y planear.

    —¿Con quién diablos hablas, Saenza?

    —Ahora no, Fred. Luego te lo explico.

    —Ese par de ahí abajo… Bueno, ya ni tanto.

    —Calla, chiquillo que espantas a nuestro visitante.

    Verás, Fred tiene una conexión especial conmigo. No te preocupes, a ti no puede verte ni escucharte. ¡Madre mía del amor hermoso! Menudo momento para enfrentamientos. No entiendes nada, lo siento, va todo tan rápido que no he podido ponerte al día.

    Mira, el guaperas es Reeve Koltan, el último mago del linaje y regente de Claionte. El otro es Ramtay Malvioq; un demonio que, como en toda historia de magia, ambiciona el poder y gobernar nuestra terra.

    —No deberías revelar esas cosas, Saenza, menos a alguien que no conoces.

    —Chist, déjame escuchar; además nuestro visitante también quiere enterarse. No me seas cobardica.

    ¡Buen ataque ese! Bien por el mago.

    —¿Es que no piensas rendirte nunca? El origen jamás va a quedar en manos de un demonio, acéptalo de una puñetera vez.

    —Eres tan egoísta como todo tu linaje. Mañana morirás y contigo, Claionte entero. ¿Acaso no te importan las vidas que segarás por tu tozudez?

    —Como si tú fueses a permitirles vivir. ¿Crees que no sé lo que te propones?

    Llevas razón, ese ataque casi le alcanza el corazón al mago.

    —Morirás de todas formas. ¿Qué más te da entregarme el legado si me apropiaré de él?

    —El origen no puede robarse. —Ese puño en alto está listo para atacar—. Ha de cederse; de lo contrario aniquilaría al portador.

    —¡Mientes! —Demonio cabrón; se ha elevado dispuesto a arrojar la bola de poder que tiene entre las manos.

    Ah no, eso sí que no. Convocar a la magia prohibida es una afrenta imperdonable. No permitiré que ese pelafustán gane con trampa. ¡Agárrate! ¡Ahí voy!

    —¡Cuidado, Saenza!

    —No grites, Fred, no estoy sorda.

    ¡Toma ya! Puaj, que asco la sangre demoníaca. Ni se te ocurra probarla, ¿eh? Venga, aférrate bien. Necesito que me ayudes. Cierto, no estás aquí, pero igual puedes proporcionarme energía para quintuplicar mi tamaño y remontar el vuelo. Mira que Reeve pesa lo suyo. Eso, así, imagíname gigante. Ahora ya puedo llevármelo con Fred.

    —¿Conmigo? ¿Vas a traértelo aquí? Coño, si me descubre soy hombre muerto.

    —Claro que no. Prepáralo todo, va a necesitar unos cuantos remiendos.

    ¿Sigues allí? Ah vale, creí que te habías perdido durante el vuelo. Mola nuestra cabaña, ¿no crees? Es pequeña pero acogedora. Ese que ves ahí sobre el guaperas es mi protegido. Parece un simple naguerot, aunque en realidad es un mestizo. Coño, ya se ha cabreado. Odia que le diga así; aquí entre tú y yo (acércate más para que no nos oiga): tener sangre demoníaca como legado es un verdadero coñazo. Razón aparte, estos jóvenes de hoy no son nada tolerantes.

    —¿Por qué no cierras ese pico de una vez? ¿Qué quieres? Si el regente se entera de qué soy me mandará a la guillotina.

    —Joder, no te enfades. Solo ponía al día a nuestro visitante. Además, Reeve sigue tumbado a pierna suelta, ¿cómo va a enterarse de que eres un mestizo y no un simple mortal?

    ¡Qué lengua de sapo la mía!, ¿cuándo aprenderé a no hablar de más? Verás tú cómo se me echa encima ahora.

    —¿Hablas con un halcón? Porque no veo a nadie más aquí. —Qué sueño más ligero tiene este regente.

    Qué pálido se ha puesto Fred; con qué lentitud se mueve.

    —Majestad…

    —Levántate y responde a mi pregunta. —Coño, esos ojos violetas van a atravesar las defensas de mi muchacho.

    —Así es, señor. Desde crío he hablado con Saenza.

    —¿Y con otras criaturas?

    —No lo he intentado jamás. —Sí, también me di cuenta. Reeve lo observa con curiosidad.

    —¿Vives solo?

    Iba todo demasiado bien. Verás tú cómo ahora se enfurruña. Y con razón, no se le puede negar. Los Koltan la vienen cagando desde hace mucho tiempo.

    —Vuestro linaje ha sentenciado a los míos por eones, majestad. De mi familia solo quedo yo.

    —Un error que he intentado corregir. Durante mi mandato no se ha vuelto a cazar a ningún mestizo.

    Punto para el regente, la verdad. Esperemos a ver qué dice ahora.

    —¿Me libraréis del ostracismo?

    —Con una condición.

    Comienzo a arrepentirme de haber ayudado a este capullín. ¿No te provoca darle un sopapo? Sí, a mí también.

    —¿Con quién coño habla tu puñetero halcón? ¿Albergas demonios en este lugar? —Reeve ya se puso a la defensiva, verás tú.

    Culpa mía, en realidad, por olvidar que como mago tiene la capacidad de detectar todos los vínculos mágicos. También el nuestro, por lo que veo, aunque no por eso voy a permitirle ofensas.

    —Más respeto. Podrás ostentar el cargo de regente de Claionte, pero no toleraré que dudes de mi decencia y la de mi protegido, aunque su sangre no sea tan pura como la tuya. Aquí no hay demonios. Solo la presencia de alguien que nos visita desde otro plano.

    —¿Ese visitante nos ve?

    —Sería más preciso decir que nos lee, majestad; solo es un mero espectador. —No te preocupes, a ti no puede tocarte ni un pelo.

    —¡Perfecto! —Vaya, mira cómo le brillan los ojos—. Es lo que necesitaba. Con testigos nadie podrá refutar mi decisión. Ahora, debo hacerte una pregunta…

    —Fred, majestad, ese es mi nombre.

    —¿Aceptarías convertirte en receptáculo del origen?

    —Estaría muerto en segundos. Todo Claionte sabe que solo los Koltan podéis…

    —Los mestizos también sois aptos, por eso se os ha cazado durante tanto tiempo. Escúchame… —Menuda revelación; ahora le ha cogido de ambas manos—. La profecía se cumple mañana. Debo morir para que Claionte viva y tú eres mi mejor… nuestra única oportunidad.

    —No sé, majestad. Solo soy un simple cetrero.

    —No te hagas de rogar. Tienes una oportunidad valiosa. —Ya sabía yo que ese gesto con las manos traía trampa; verlas entrelazadas con las de Reeve ya le disparó el pulso.

    —Ella tiene razón. Acepta el legado que estoy dispuesto a concederte y gobernarás Claionte.

    —Necesito pensarlo, majestad.

    —No tardes demasiado. —Al menos pide y no exige—. Solo tengo hasta el amanecer.

    Como el cabezota de Fred se niegue, nos iremos todos a la porra. Sí, en cierta forma tú también porque si desaparecemos no podrás volver. Ya sé, es una putada en letras mayúsculas. Diecinueve años; tantas primaveras cuidando de él y ahora… gracias, que imagines que me acaricias el plumaje consuela muchísimo. Claro, ayudaría más si Fred accede a convertirse en el nuevo regente.

    —Venga, Saenza, deja ya el dramatismo. Voy a aceptar. ¿Contenta? Solo espero sobrevivir y no terminar convertido en un cadáver seco y arrugado.

    —Ya sabía yo que eras un joven muy inteligente. Te he educado bien. —Me hace gracia esa forma de Fred de poner los ojos en blanco.

    ¿No te parece que los dos son guapísimos? Harían una pareja encantadora.

    —¡Saenza! Cierra el pico.

    —Déjala, no me molestan sus especulaciones… —sí, también me fijé en que sus ojos sonríen con picardía—. A fin de cuentas, no miente. Eres un joven muy atractivo.

    Fred es tan mono cuando se sonroja, ¿no crees? Ajá, al final si todo sale bien puede que haya romance. Llevas razón, mejor cierro el pico.

    —Acepto vuestro legado, majestad. —Me choca cuando baja la mirada—. ¿Qué debo hacer?

    —Ven. —¿Has visto cómo entrelazó sus dedos con los de Fred?—. Vamos afuera.

    Alzaré el vuelo. Es mejor estar atentos por si surgen complicaciones. ¿Te parece que soy pesimista? Lo que pasa es que como vives en otro plano no te imaginas la de improvistos que llegan a ocurrir en un simple parpadeo. No te preocupes, desde aquí arriba puedo vigilarlos sin problemas. Además, es mejor que tengan cierta privacidad.

    —Esa rapaz tuya es de armas tomar.

    —Es picoflojo, sin embargo…

    —No tienes que defenderla, no me molesta, todo lo contrario. Agradezco que interviniese en mi favor. Gracias a ella y a ti, claro, sigo vivo. ¿Estás listo? —Fred suele inspirar hondo antes de asentir, no te preocupes.

    Llevan un rato en ello, sí. Yo no noto nada diferente. ¿Tú desde allí has atisbado algo? Eso pensé. Voy a planear más bajo, así podremos oírlos mejor.

    —Quizá yo no sea el indicado, majestad.

    —Chist, lo que tienes es que abrirte a mí, a mi magia, quiero decir. —No sé por qué Reeve apoya las palmas sobre el pecho de Fred. Qué calor más asfixiante envuelve al chiquillo.

    Tengo la sensación de que algo no marcha bien. Me posaré en la rama de ese árbol de allí. Agárrate fuerte.

    —¿Está seguro de que es posible lo que pretende, majestad? —Pobrete, cómo tose; apoyado a gatas sobre el césped parece un animalillo—. Quizá deba buscar a otro.

    —Lamento haberte herido. Hago lo correcto, estoy seguro. Lo que necesito es que confíes más en ti y en mí.

    Sí, a mí también me preocupa. El amanecer no tardará en llegar. No sé, quizá metí la garra hasta el fondo por insistir.

    —Túmbate a mi lado y cierra los ojos. —Fred siempre ha sido obediente—. Ahora, imagina que hay un sendero que llega hasta tu corazón. Al final hay una verja. Ábrela e invítame a pasar.

    Reeve debe tener una buena razón para introducir la mano entre la apertura de la camisa y apoyar así la palma sobre el pecho desnudo. Quizá el fuerte latido del corazón juvenil le infunda confianza en su decisión.

    El alba despunta. Creo que algo ha ocurrido. ¿No lo sientes? Sí, la vista de ambos juntos es tan tierna.

    —¿Majestad? —Menos mal que abrieron los ojos.

    —Serás un justo gobernante para Claionte. —Ya le sacó los colores—. ¿Me concederías dos deseos?

    —Por supuesto. Lo que quiera.

    —Tutéame y bésame. Quiero morir y entregarte mi último aliento.

    —Majestad…

    —Por favor… —¿Has visto cómo se lanzó a comerle los morros?

    —¡Cuidado, Fred!

    ¿Cómo que por qué los interrumpo? ¿Quieres que la historia acabe sin final feliz? Reeve ya quedó laxo entre los brazos del nuevo regente.

    —Tienes algo que me pertenece. —Ramtay no le quita los ojos de encima al cuerpo del último Koltan, será capullo—. Entrégamelo y te perdonaré la vida.

    —Mientes. —Fred no es tonto, no te preocupes.

    —Da igual, ¿no crees? En todo caso, la verdad es que no estás preparado para gobernar Claionte; ni siquiera sabes qué hacer con el origen. La magia te consumirá.

    Espero que no se olvide de lo que le dijo Reeve. Si pierde la confianza será nuestro fin.

    —Puede que no sepa qué hacer. Para tu desgracia, aprendo rápido. Así pues, no seré yo quien acabe contigo. Será la magia que tanto ambicionas. —Qué listo mi chiquillo; permitió que el poder que lo habita cogiese las riendas.

    ¡Toma! Eso te pasa por gilipollas. ¿Te has fijado?, ha sido un ataque fantástico. ¡Mierda! Eso ha tenido que dolerle. Pobre de mi chico. ¿Te vienes conmigo? Voy a enseñarle a ese charlatán demoníaco lo que significa meterse con el polluelo de Saenza.

    Un demonio con aspecto de guerrero; muy cerca de él flota un pequeño halcón
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Lo he dicho antes y lo certifico: la sangre de demonio sabe asquerosa; ni hablar de cómo huele. Oye, esa es una brillante idea. Se lo diré.

    —Fred, chiquillo, dice nuestro visitante que lances un ataque directo al corazón. Yo distraeré a la bestia esperpéntica.

    —¡Maldito avechucho! ¡Sal de mi camino!

    —Dale saludos al regente del infierno.

    Ese movimiento de brazos extendidos hacia adelante hace que parezca todo un guerrero, ¿no crees? ¡Joder! Huelen mucho peor cuando arden a fuego intenso. Qué asco. No te preocupes, ya te digo que apestan. ¿Qué? ¿Qué dices? ¡Mierda! Llevas razón. El poder del demonio amenaza con arrasarlo todo.

    —¿Y ahora qué? No tengo idea de qué hacer, Saenza.

    Es verdad, ¿por qué no se me había ocurrido eso antes?

    —Nuestro visitante cree que si absorbes el poder del demonio podrías detener la hecatombe de nuestra terra.

    —Eso suena muy bien. ¿Cómo rayos lo hago? ¿Se os olvida que soy un simple cetrero?

    —¿Olvidas que llevas sangre de demonio en tus venas? ¡Atráelo! La sangre llama a la sangre.

    —Lo intentaré.

    ¿Has visto eso? ¡Parece una pértiga ahí de pie con las piernas separadas y los brazos estirados en dirección al sol! ¡Está atrayendo todo el poder! ¿Qué dices? No sé, se lo puedo comentar, aunque eso va contra las reglas universales. Llevas razón, Reeve ya se saltó una al darle el poder a Fred. Quizá funcione.

    —¿Ahora qué pretendéis? —Pobrete, se ha quedado sin resuello.

    —Verás, nuestro visitante cree que podrías intentar resucitar a Reeve.

    —¿Os creéis que soy un dios? —Supongo que llevas razón; caer en el césped de esa forma debe doler.

    —No pierdes nada si lo intentas.

    —No sé cómo hacerlo. —Tumbado junto a Reeve parece tan indefenso, ¿verdad?

    —¿Y si pruebas la técnica de todos los príncipes de cuentos de hadas?

    —Lees demasiada fantasía, Saenza.

    —Venga, inténtalo. Dale un beso.

    —De acuerdo. —Sí, el pobre se avergüenza muchísimo.

    No debería revelarte sus intimidades, pero ya que estás ahí, te lo cuento: posar los labios de nuevo sobre la boca de Reeve está despertando en él, cientos de sensaciones nuevas. El recuerdo del beso anterior le provocó un cosquilleo en el estómago y un aleteo en el corazón. Ha cedido, una vez más, el control a la magia que lo habita. El poder fluye de uno a otro en una comunión perfecta. Espero que no siga conteniendo así la respiración. ¡Uf! Por fin abrió los ojos.

    —¿Has muerto conmigo? ¿Todo se ha perdido? —sí, Fred es una monada cuando sonríe.

    Menos mal que negó con la cabeza o al pobre de Reeve le habría dado un soponcio. Chist, vamos a ver qué hacen ahora.

    —Bienvenido de vuelta, majestad. —¡Ostras! Sonrisa y beso de final de cuento.

    Vaya pillín está hecho Reeve. Como siga así terminarán… Mejor les dejamos intimidad para que sigan a lo suyo. Ahora que Claionte ya no corre peligro, el resto del mundo y otros planos pueden esperar.

    ¿Se te ha hecho corta la estancia esta vez? No te preocupes, historias habrá muchas más. Nos volveremos a encontrar cada vez que te apetezca leer.

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  • CUIDADO CON LO QUE DESEAS

    Periódico antiguo. la imagen del periódico se ve de color sepia.
    Imagen de Christopher Bluma en pixabay.com


    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. Lunes.

    Los niños salieron corriendo cuando el tío Manuel se despistó por estar mirando las dos buenas razones de su vecina. Concentrado en atisbar un poquitín más de aquel tentador escote, el hombre no se fijó que los niños habían desaparecido.


    Julieta se agachó, llenándose de barro hasta las rodillas. Daniel, entre tanto, montaba guardia por si alguno de los señores que trabajaban en el hoyo volvían.

    —¡Lo tengo! —gritó la niña, que echó a correr dejando a su primo atrás.

    Jadeante y agobiado por el susto, Daniel se le acercó y le arrancó el objeto de la mano. Frotándolo contra sus pantalones cortos, le fue quitando el barro seco. Julieta se inclinó para verlo mejor.

    —Cucha, Dani —dijo en un susurro—. Eso va en el cogote, ¿no?

    El niño puso los ojos en blanco.

    —¿Y yo que sé, Juli?

    —¿Será de una bruja?

    —Jope —se quejó—, ¿por qué haces tantas preguntas?

    —¿No te da curiosidad saber de quién era?

    El niño se lo pensó un momento y luego negó con la cabeza.

    —Lo que tenemos que hacer —dijo bajando mucho la voz—, es ver si se lo podemos vender a algún tiristas de esos que vienen al pueblo. Así sacamos pasta y compramos dulces donde la Dolores.

    —Es turistas, Dani… tu… ris…tas… —el chaval le sacó la lengua y la niña imitó el gesto. Luego se encogió de hombros poco convencida, pero prefería seguirle la corriente a su primo.

    —Venga, va —soltó y le arrancó el objeto de la mano antes de echar a correr calle abajo.

    Persiguiéndose un rato, los niños llegaron hasta la plaza. Justo en el banco se toparon con uno de los sobrinos del cura. El tipo era un ladronzuelo y todos lo sabían. Por eso siempre le huían. El joven se les quedó mirando un rato y luego alzó una ceja. Erguido en toda su estatura, se acercó a Julieta. La niña escondía el objeto con las manos en la espalda.

    —¿qué tienes ahí?

    —Nada.

    —Será mejor que me des eso que escondes, si no quieres que te acuse con la policía.

    —La policía no iba a creerte de nada —chilló el niño.

    El joven lo empujó.

    —Qué sabrás tú, mocoso.

    —¡No lo empujes! —el joven se cernió sobre la niña y le arrancó el objeto. Daniel intentó quitárselo, pero el joven lo empujó con más fuerza y el niño cayó en el suelo. Sonriendo con malicia, el joven se burló de los niños. Estos armaron tal escándalo, que el sargento Suárez se acercó a ver qué ocurría.

    —¿Qué es lo que pasa aquí?

    —Nada, los niños… siempre armando un follón por todo.

    El policía que ya conocía las mañas del sobrino del cura, se le acercó.

    —¿Qué es eso que llevas en la mano, chaval?

    —Un regalo —respondió intentando guardárselo en un bolsillo, pero por más que intentaba meterlo, no podía. El sargento, sospechando que había gato encerrado, le quitó el objeto.

    —¿De dónde sacaste esto? —El joven miró a los niños, pero estos no dijeron nada.

    El policía se fijó en el objeto. Era un medallón ensartado en una cadena de eslabones muy elaborados. A leguas se notaba que era un trabajo artesanal antiguo. Con lentitud dio la vuelta al medallón y casi se le cae de la mano cuando vio lo que había del otro lado:

    En alto relieve se veía con claridad grabado el símbolo del caos: un trisquel cuyos espirales estaban interrumpidos por las líneas de un pentagrama invertido.

    —¡Me cago en mis muertos! —El sargento hizo unas señas rarísimas varias veces. Con cuidado cogió aquella cosa por la cadena y la metió en una bolsa de las de evidencia que le habían sobrado de la última vez que había asistido a una escena de un crimen: el robo del cabrito de don Sebastián; y de eso ya habían pasado cinco años. De todas formas, eso no vencía, o eso creía.

    —¿qué va a hacer con eso? —preguntó el chaval, mirando con decepción lo que, había creído, sería una buena entrada de pasta fácil.

    —Voy a confiscar esta evidencia —dijo sellando la bolsa.

    —¡Oiga, pero si aquí no ha habido crimen!

    —¿Vas a cuestionar mi autoridad y mi conocimiento policial? Aquí ¿quién es el poli?, tú o yo.

    El joven se puso pálido. Varias de las vecinas y otros curiosos se habían ido acercando hasta la plaza.

    —Tranquilo… si yo solo preguntaba, pues.

    —Da gracias a que no te llevo detenido porque ya se acabó mi turno —amenazó—, porque si no, te dejaba durmiendo esta noche en el calabozo.

    —pero sargento Suárez…

    —Sargento Suárez un cuerno de chocolate —espetó el hombre haciendo señas como si fuese un policía de tránsito—. Haced el favor de desalojar la escena del crimen. Hala, calabaza, calabaza, cada quien para su casa.

    Los niños salieron disparados antes de que les fuese a caer una gorda mientras algunas señoras lo miraban con curiosidad.

    —¿Oye, Pedrete y de dónde te has sacao esa frase?

    —¡De dónde va a ser! —gritó la mujer de Pascual desde su ventana—. De la telenovela esa importada que siempre mira.

    —Anda a ocuparte de pascual, Mina y deja de ser tan maruja, mujer —espetó el sargento con los mofletes encendidos como un par de tomates.

    Guardándose la bolsa en el bolsillo interno de la cazadora, el sargento desanduvo sus pasos hasta que llegó a la comisaría de la policía local de Candeleda.

    El comisario que, estaba a punto de cerrar su oficina, se le quedó mirando como si Pedro fuese un aparecido.

    —¿Qué haces tú otra vez aquí? ¿No te ibas a ver el fútbol? —el sargento asintió con gesto adusto.

    —Ha pasado algo, jefe.

    El comisario, ante la actitud de su sargento, se devolvió y abrió la puerta de su despacho. Encendió la luz y rodeó su escritorio. Luego se sentó e hizo señas al sargento para que hiciese lo mismo.

    —Pasa, hombre, pasa y dime ¿qué ha ocurrido? ¿es muy grave?

    —Gravísimo.

    —Joder —exclamó—, dime de una vez, ¿ha habido algún muerto? —El sargento negó con la cabeza.

    —Mire —dijo sacándose la bolsa de evidencias de dentro de la cazadora—. Esto es terrible de verdad, jefe.

    El comisario lo veía inquieto con aquella bolsa en las manos.

    —Siéntate, Pedro —ordenó el comisario—. Deja la bolsa en mi escritorio y haz tu reporte.

    El sargento asintió. Le sudaba la frente y estaba pálido. Dejó la bolsa y fue como si se quitase cien años de encima de un tirón. Sentado y más relajado, empezó a narrar los hechos. Cuando por fin terminó, el comisario estaba con la cara de un color difícil de descifrar. Pedro se incorporó de golpe y se le acercó.

    —¿Comisario?

    El hombre no respondía. Luego de asimilar la noticia y pensar que seguro el sargento le estaba jugando una mala pasada, aunque no fuese el día de los santos inocentes, se relajó. De forma descuidada sacó el medallón de la bolsa. El sargento iba a detenerlo, pero el comisario lo frenó en seco. Mirando el medallón con detalle, alzó una ceja, inquisitivo.

    —Vamos a ver, Pedro —dijo haciéndole señas de que volviese a sentarse frente a él. ¿Y por esta chorrada es que tú andas así? Pero qué pasa, hombre, ¿eres gilipollas? Esto es una baratija que habrá robado el sobrino de Esteban por ahí a algún turista.

    —No jefe, usted no entiende. Ese medallón, ese símbolo…

    —si, sí… ya me dijiste lo del caos y toda esa tontería. —El comisario miró al sargento a los ojos—. Mira, yo te voy a demostrar que esto no es sino pura superstición tuya, que esto no hace nada de nada.

    El sargento abrió los ojos como platos cuando vio al comisario frotar el medallón.

    —En este lugar perdido… olvidado por esos dioses tuyos, bien vendría un poco de movimiento para matar el aburrimiento.

    Pedro se desmayó del tiro. El comisario, pendiente de ayudar al sargento, soltó el medallón y este chocó contra el suelo. Luego rodó como si fuese una moneda y quedó fuera del alcance de la vista de cualquier ojo indiscreto.

    El comisario le dio unos cachetones al sargento hasta que por fin volvió en sí.

    —Venga, Pedro, vete a tu casa y deja las supersticiones para las brujas y las marujas del pueblo.

    El sargento miró a su alrededor, pero no vio el medallón. De un salto se puso de pie y salió como alma que lleva el diablo. El comisario se encogió de hombros, apagó la luz y cerró la puerta de su despacho.

    A partir de allí, cosas insólitas e inesperadas comenzaron a ocurrir en el pueblo.


    Candeleda, Ávila, 2020 d. C. martes.

    El comisario estaba a punto de salir de su casa con rumbo a la comisaría, cuando sonó el teléfono. Su mujer, acostumbrada a salir escopetada atendió en un periquete.

    —Chema, te llama la señora de López. —El hombre alzó las cejas, sorprendido.

    —¿Diga? —Su rostro cambió de forma drástica tras escuchar algunos minutos.

    —¿Me puede repetir eso, por favor? —Siguiendo sus órdenes, Maricarmen puso el altavoz.

    —Quiero poner una denuncia contra la funeraria… me han cremado a mi Rubén, me dieron una cajita con las cenizas, ¿te lo puedes creer? ¿Y ahora qué hago con todo lo del funeral y el sepelio? Esos granujas me ofrecieron disculpas y han pasado de mí, que porque ellos no son responsables de que el encargado no mirase el registro. ¿a mí qué? Yo pagué un pastizal porque lo acomodasen como él quería y me lo han churruscao como si fuera una parrillada. Quiero que me tomes la denuncia, ¿me escuchaste?

    La mujer del comisario no daba crédito.

    —Señora López, yo la entiendo y lamento su pérdida, pero eso no constituye un crimen que amerite una denuncia en la policía.

    —¿Y entonces, ¿dónde tengo que interponer la denuncia?

    —Por qué no intenta hablar con Antonio, quizá con el periódico tenga mejores resultados.

    —Vale, pero que sepas que, si no me devuelven mi dinero, voy a hablar con el alcalde, eso no va a quedarse así.

    —De acuerdo, señora López. Ahora, si no le importa, tengo que colgar porque me esperan en la comisaría.

    —Vale, vale. Me saludas a la Mari, que es una monada de chiquilla.

    —Gracias, yo se lo diré.

    El hombre colgó y le extendió el teléfono a su mujer. Esta iba a decir algo, pero chema la interrumpió.

    —No me digas nada, cariño —pidió—. Me voy al curro antes de que otra cosa absurda pase.

    —Vale, cielo —dijo dándole un beso en los labios. —El comisario se lo devolvió, abrió la puerta y salió de su casa.


    >
    Una calle antes de llegar al ayuntamiento, el comisario se topó con un escándalo de proporciones épicas. Una grúa estaba estacionada cerca del bordillo y en la acera, una mujer enfurecida le gritaba a Pernalete, el nuevo agente que habían trasladado hace una semana desde Lugo. El joven parecía consternado. Una cantidad no despreciable de personas permanecían alrededor escuchando el escándalo. Chema se acercó con cautela.

    —¡Si es que es un gilipollas! ¡Cateto! ¡subnormal!

    —Perdone, señorita —interrumpió el comisario—. ¿qué ocurre aquí?

    —Y usted ¿quién coño es, otro cateto de este pueblucho?

    Pernalete abrió los ojos como platos.

    —¡señorita! No puede usted faltar así a la autoridad —espetó el joven agente.

    —¡Que no puedo, dice! ¡Qué no puedo! —La joven estaba iracunda y manoteaba en la cara del comisario como si fuese a cuadricularle el rostro—. Si es que sois de lo que no hay.

    —Señorita, si se calma usted y me explica —invitó el comisario.

    —¿Quiere que le explique? Pues yo le voy a explicar que este subnormal que usted ve aquí. —La mujer señalaba con el dedo a Pernalete—. Me ha puesto una multa por exceso de velocidad… ¿Exceso de velocidad!

    El comisario miraba al agente de soslayo. El muchacho estaba más blanco que la harina de doña Loli.

    —¿Iba usted a más de 120 kilómetros por hora?

    La mujer chilló indignada.

    —¡Como voy a ir a nada, si mi coche va subido en la puta grúa! ¡La maldita grúa! —espetó roja de la ira—. Este zopenco me ha multado a mí, porque según él, la grúa tiene matrícula andorrana y pues eso, no se le puede notificar la multa. ¿Será posible?

    El comisario quería matar a Pernalete.

    —Le ofrezco disculpas, señorita —dijo el comisario—. No se preocupe usted por la multa, ya el agente y yo nos encargaremos de resolver eso con el servicio de tráfico. —La mujer se relajó un poco.

    —¿Usted es? —preguntó la mujer.

    —Soy el comisario, señorita —dijo suspirando—. Este agente está recién llegado a la región.

    —Pues menuda adquisición —masculló con desdén.

    El joven agente permaneció en silencio.

    —Pernalete —dijo sin mirarlo.

    —Diga, comisario.

    —Vaya a la comisaría y espéreme allí.

    —Sí, señor. —El joven policía se dio la vuelta y salió disparado.

    —Respecto de su multa…

    —Mire, con que se ocupe y pueda yo irme de este lugar ahora mismo, me basta.

    —Faltaba más, señorita —agregó el comisario.

    La mujer miró al chofer de la grúa con una cara que hasta el señor Pascual se acojonó. Luego ayudada por el comisario, subió a su coche. La grúa arrancó.

    Chema alzó los ojos al cielo un instante y luego retomó la compostura.

    —Venga, se acabó el cotilleo. Ocupaos de vuestros asuntos. —Pascual miró a chema reprimiendo una risita y se marchó de vuelta a la panadería.

    El comisario cruzó la calle y giró en la esquina a la izquierda. Ver la puerta de la comisaría le dio cierta sensación de normalidad. Aquel día estaba siendo una locura y apenas eran las diez de la mañana.

    Al entrar, fina, la mujer del doctor y la todo en uno de la comisaría desde hacía veinte años le hizo una seña. Sorprendido por aquel gesto, se acercó.

    —Hola, Fina. ¿Pasa alguna cosa? Te veo un poco… ofuscada.

    La mujer carraspeó.

    —Verá, comisario —dijo mirando a los lados—. Es que … —El teléfono volvió a sonar.

    La mujer atendió y puso los ojos en blanco. El comisario alzó una ceja y se cruzó de brazos, expectante.

    —Señorita… —pronunció la mujer marcando las sílabas—. Esta es la décima vez que se lo explico.

    El comisario alzó las cejas ante el tono de la mujer.

    —No, señorita… —Fina apoyó el codo en el escritorio y dejó su frente caer sobre su mano.

    Al comisario le extrañó aquella reacción. La mujer de León, siempre había sido tan empática y solidaria. Picado por la curiosidad, decidió recostarse contra el escritorio. Fina alzó la cara. Era evidente que estaba hasta los ovarios de quien quiera que estuviese del otro lado. El comisario le hizo señas para que activase el altavoz. La mujer suspiró y pulsó el botón.

    —Mire señora —dijo la voz femenina—. Ya le expliqué que cuando me escapé estaba yo muy desmejorada. Desde el 19 de agosto a la fecha tengo mejor semblante, no podéis dejar que la gente me vea con esas fachas, es inhumano.

    El comisario no daba crédito. Pensando que la mujer del otro lado del teléfono estaba como una regadera, intervino.

    —Le habla el comisario Sánchez de Candeleda. Sepa usted que jugar con el tiempo de la autoridad es una falta de respeto.

    —¡Qué bueno que por fin lo encuentro, comisario! —dijo la voz femenina con entusiasmo—. Mire, llevo horas explicándole a la señora del teléfono, que necesito que cambiéis la foto de mi cartel de «Se busca». Es muy poco favorecedora. Tengo otra muy reciente en la que luzco mucho mejor…

    —Mire, jovencita —interrumpió el comisario—. ¿Qué se ha creído usted que somos?

    —Oiga, pero no se moleste, comisario —respondió la joven—. Si eso no lleva nada de tiempo, os puedo enviar una muestra por fax en un periquete.

    Fina respiró profundo negando con la cabeza.

    —¿Señorita, toma usted algún tratamiento psiquiátrico?

    —La verdad es que no —admitió la joven—, pero ¿qué pasa? ¿Eso tiene algo que ver con que me fugase de la comisaría de Ávila? Que sepa usted que no tomo drogas ni bebo alcohol, yo soy una chavala muy sana.

    El comisario perdió la paciencia.

    —Mire, señorita. Estamos grabando esta conversación y aplicando métodos informáticos para establecer su localización —mintió—. Como vuelva usted a llamar con ese asunto, la policía de Ávila le tocará la puerta. ¿Lo ha entendido?

    La llamada se cortó de improviso.

    —Oiga jefe, es usted el puto amo —dijo Pernalete.

    El policía había estado escuchando como el resto de la comisaría.

    —Pernalete, hazte un favor y pírate a por la bollería —ordenó—. Y todos vosotros, poneos a trabajar.

    La voz del comisario fue lo bastante elocuente. El agente salió escopetado y el resto de funcionarios buscó en qué ocuparse. Chema se dirigió a su despacho, abrió la puerta y cerró con un portazo. No se había sentado en su silla, cuando llegó un fax. Con un dolor de cabeza que comenzaba a resultarle molesto, se acercó al aparato y cogió la hoja. En la misma podía verse la foto de una chica bastante joven con un texto que decía:

    «Podéis usar esta foto, por favor y gracias»

    Furioso, estrujó la hoja hasta que la volvió una pelota y la tiró en la papelera.

    Iba a sentarse luego de poner la cafetera, pero Suárez abrió la puerta.

    —Comisario —dijo jadeante—. Tenemos un posible allanamiento de morada. El hombre puso los ojos en blanco.

    —¿Qué puta mierda está pasando hoy?

    El sargento pensó en recordarle lo que había dicho y hecho el día anterior, pero se contuvo. Con aquella furia que le brotaba por los ojos, prefirió guardar silencio.

    Chema sacó su arma de reglamento del cajón de su escritorio y se ajustó la sobaquera.

    —Venga, vamos a ocuparnos de este asunto a ver si podemos desayunar en paz.

    El sargento lo vio salir dando grandes zancadas y lo siguió hasta la puerta de la comisaría.

    —¿Quién hizo la llamada?

    —Según Fina fueron los Martínez, porque su vecina les llamó para decirles que había oído ruidos raros en su piso y como los pisos son contiguos…

    —Me cago en todos mis muertos y las vecinas cotilla —masculló el comisario.

    Suárez sabía que con el comisario así de calentito, era mejor economizar palabras. Pensando que sería mejor encontrar aquel medallón maldito cuanto antes, el sargento le siguió los pasos a su compañero de cerca, solo por si alguna otra cosa pudiera ocurrirles durante el camino.

    Entraron en el edificio. Desde la planta baja se escuchaban los gritos, las voces y unos ladridos furiosos. Ambos policías sacaron sus armas y cogieron hacia las escaleras. Subiendo con rapidez alcanzaron el segundo piso. La vecina permanecía con la puerta entreabierta, esperando a que llegasen. Cuando los vio, salió al rellano.

    —Señora, por favor vuelva a su casa —ordenó el comisario.

    La mujer asintió y entró, haciendo señas para que la siguiesen al interior de su vivienda. Los policías se miraron un momento. Un alboroto se escuchó dentro del piso contiguo. Cristales se rompían y golpes secos se escuchaban tras los ladridos de un perro que parecía furioso.

    Pasaron al salón. La mujer los estaba esperando.

    —A ver, señora —dijo el comisario—. Si quiere agregar algo, puede hacerlo luego. Ahora tenemos que ocuparnos del intruso.

    —Es que es justo eso, comisario. Yo sé quien está dentro del piso de los Martínez.

    Chema alzó una ceja mirando a Suárez y luego a la mujer. El sargento lo miró y negó con la cabeza.

    —Bien, la escuchamos.

    —Es el novio de la Conchi —respondió la mujer—. Es un buen chaval, pero le gusta probar cosas… ya usted sabe —dijo bajando la voz.

    —No, señora… la verdad es que no sé —dijo el comisario con irritación—. Haga usted el favor de hablar sin rodeos.

    La mujer se sorprendió por el tono tan áspero del policía. Suárez la observaba pidiéndole comprensión con la mirada.

    —La señora se refiere a que es posible que el nota, esté drogui, comisario.

    —Muy bien —murmuró—. Vamos a ver si logramos que se le pase el colocón.

    El comisario salió con el arma en la mano, se acercó a la puerta y tocó con fuerza.

    —¡Es la policía! —exclamó—. Abra la puerta ahora mismo.

    La puerta se abrió y un perro diminuto salió disparado. Tras él, un tipo cuarentón salía dando tumbos. El comisario lo cogió con fuerza por la pechera y lo empujó contra la pared.

    —¡Eh! ¿Qué coño haces, tío? ¿No ves que se quema?

    El comisario respiró profundo. Su paciencia y la cuota máxima de tolerancia a los reventados de la cabeza estaba peligrosamente cerca del límite.

    —A ver, según tú, ¿qué es lo que se quema?

    El hombre intentaba mirarlo, pero sus ojos se veían vidriosos y con las pupilas dilatadas. En efecto aquel nota, estaba volando quién sabe dónde y con quien.

    —¡Joder! ¿Es que acaso estás ciego y no ves el incendio?, macho —El hombre se removía inquieto—. ¡Que nos vamos a quemar con el puto perro!

    —Ya los bomberos vienen para aquí, no te preocupes —mintió mientras le ponía las esposas.

    —¿en serio?

    —Sí, hijo, sí.

    El hombre se relajó y se dejó hacer. Suárez cogió al perro y se lo dio a la vecina. Luego se encargó de gestionar el traslado a la comisaría. Con el supuesto allanador en la parte trasera de la patrulla, Suárez conducía en silencio.

    —¿Y monolito? —Los policías se miraron sin comprender.

    —¿Qué coño es eso? —preguntó el comisario.

    —¡El perro, tío, ¿el perro!

    —Lo tiene ahora mismo la vecina de al lado, no te preocupes por eso —aseguró Suárez.

    El detenido se recostó contra el asiento. El comisario no le perdía de vista.

    —¿Qué crees que se metió? —preguntó el comisario.

    —Tiene toda la pinta de ser algo tipo LSD.

    —Vaya día de mierda —espetó el comisario—. Me estoy muriendo de hambre.

    —Somos dos.

    —Dejemos al fulano este en una celda, ya se le pasará esa trona. Vamos a comer algo.

    Suárez asintió. Mucho después de haber dejado al «flipao incendiario», como lo bautizaron los demás funcionarios de la comisaría, en el calabozo, Se fueron al bar de Paco. Al menos podrían tomarse una buena comida.


    El bar de Paco estaba a tope. Medio pueblo se había juntado a celebrar el sesenta aniversario de bodas de los Giménez. Cervezas, vino, cubatas y demás bebidas espirituosas acompañaban el menú que, todo había que decirlo, tenía una pintaza fenomenal. A Suárez le rugieron las tripas y al comisario otro tanto más. Se habían sentado ya a una mesa algo apartada, cuando sonó el móvil del comisario. Miró la pantalla y se sorprendió al ver que era su mujer. Desbloqueó el móvil y atendió.

    —Dime, cariño.

    Pepi, la camarera dejaba dos botellines de agua mineral con gas. Paco sabía que al comisario no le gustaba beber nada de alcohol cuando estaba de servicio.

    Suarez se llevó el vaso a la boca y ahí se quedó, tieso como una estatua cuando se fijó en la cara del comisario. La camarera ya se había ido a servir otra mesa, así que Pedro preguntó con confianza.

    —¿Qué ocurre, comisario?

    El hombre levantó un dedo para que Suárez le diese un momento. El sargento dejó el vaso sobre la mesa, atento. Ver al comisario respirando como una locomotora no le daba buena espina.

    —Repite todo eso más despacio, Maricarmen.

    Suárez vio al comisario mirando todo a su alrededor como si por algún motivo lo que veía fuese desconocido.

    —Vale, enseguida vamos para allá.

    El sargento puso cara de: «esto no me puede estar pasando a mí justo ahora», pero el comisario pasó de aquella expresión de cordero degollao.

    —Levanta ese culo de ahí, nos vamos.

    —Pero comisario…

    —Tenemos un reporte de disputa doméstica. —Resignado, el sargento se puso de pie.

    Paco, viendo que los policías se marchaban, se acercó con sigilo.

    —Venga, no os podéis marchar sin haber comido… está ya todo a punto.

    —Es una emergencia, Paco —dijo el comisario—. Tú mantén todo calentito, enseguida volvemos. —Paco vio al comisario con escepticismo—. Apúntate la comida en mi cuenta, ya luego te pago todo.

    El hombre asintió, preocupado. El comisario solía ser un tipo carismático y afable, pero aquel día llevaba el ánimo más sombrío que un cadáver bajo tierra.

    Con un gesto de disculpa en la mirada, el sargento vio a don Paco y salió tras el comisario.

    Apretando el paso, le dio alcance en la esquina.

    Chema lo vio de soslayo, pero no redujo la velocidad.

    —Que sepas, Suárez, que me cago en todos tus dioses paganos.

    El sargento se crispó y en su mente comenzó a rezar a todos los celtíberos que recordó en aquel instante, solo por si acaso. Lo peor que podía pasarles ese día es que alguno se cabrease con él o el comisario. Ya bastante tenían con haber lanzado aquel deseo al propio caos.

    Suárez se sorprendió cuando vio hacia dónde se dirigían. El comisario entró sin decirle nada al portero y pulsó el botón del ascensor. Cuando las puertas se abrieron, entró tras el comisario. Se mantuvo en silencio hasta que llegaron a la planta donde vivía el mismísimo Chema Sánchez. El sargento alzó las cejas al escuchar aquel alboroto.

    Cristales rotos, gritos, golpes contra las paredes. Chillidos desesperados y maldiciones, se escuchaban tras la puerta del 7-C.

    Los vecinos se asomaron entreabriendo la puerta. Maricarmen, la mujer del comisario se asomó. Al verlo ahí en el rellano, se relajó y conociendo a su marido, cerró la puerta.

    Chema golpeó la puerta de los vecinos con fuerza.

    —Isabela, Enrique, abrid la puerta, soy chema.

    Los chillidos aumentaron de intensidad. Cansado y con poca paciencia para más pollos absurdos, le quitó el seguro a su pistola, apuntó a la cerradura y disparó. El disparo sonó tan fuerte, que la mujer del comisario abrió la puerta y salió despavorida; como pudo, frenó en seco al verlo con cara de pocos amigos, parado frente a la puerta de sus vecinos.

    Conociendo el temperamento de su marido, la mujer regresó a su vivienda sin decir una palabra y cerró la puerta.

    —Prepárate para entrar, Suárez.

    El sargento asintió, tragó grueso y le quitó el seguro a su pistola. El comisario levantó la pierna derecha y dio una patada a la puerta. Un sartén salió volando y lo esquivaron por los pelos.

    —¡Policía! —gritó el comisario.

    Gritos y golpes se escucharon en la cocina. Ambos policías se dirigieron allí a toda prisa.

    Suárez frenó en seco y chocó contra la espalda del comisario que estaba temblando de la ira.

    —¡Morirás, hija de puta!¡guarra! ¡Verás lo que le pasa a las que se meten conmigo, asquerosa!

    El sargento no daba crédito a lo que estaba viendo. Bajó el arma luego de ponerle el seguro. Ahí, frente a sus narices, Un tío de metro noventa y tantos y más de ciento veinte kilos, vestido apenas con un albornoz del hombre araña y con unas pantuflas acolchadas con una cabeza de dragón en cada puntera, sostenía un bote de insecticida como si fuese un arma mortal contra algún enemigo imaginario.

    —Enrique… —dijo el comisario bajando su pistola.

    El hombre se giró con brusquedad con el bote en alto y pulsó el dispensador. Suárez se agachó, pero el comisario no reaccionó con suficiente agilidad y el insecticida le cayó por todas partes. El gigante se quedó tan perplejo, que soltó el bote y salió corriendo a asistirlo.

    —¡Por la virgen de chilla, chema!

    El sargento se interpuso un instante para intentar calmar al hombre que, con los ojos desorbitados, le rociaba agua al comisario con su regadera de plantas. El comisario, desorientado e intoxicado casi se cae al suelo, de no ser por el sargento que lo cogió y logró que se sentara en un pequeño banco que había en la cocina.

    —Deje que me ocupe yo del comisario, caballero. Haga el favor de llamar al doctor león, él sabrá qué hay que hacer.

    Angustiado, el hombre cogió el teléfono de la cocina y comenzó a marcar.

    Mareado y tosiendo, el comisario se fijó en la araña que se aproximaba hacia ellos. Sin poder articular algo que fuera coherente, el policía intentaba señalarle al sargento la presencia de la araña, pero este estaba tan preocupado por su salud, que terminó pisándola.

    El sonido dejó a los tres hombres, paralizados. Tras colgar el teléfono, el hombretón se fijó en la bota del sargento y sonrió con alivio y satisfacción.

    —¡Espero que te hayas ido al infierno de las arañas rastreras, asquerosa!

    El comisario puso los ojos en blanco y recostó la cabeza contra la pared.

    —El doctor león ya viene para acá, no hay de qué preocuparse —dijo enrique.

    Suárez lo vio intentando servirse un vaso de agua en un tazón de café, ya que no había quedado un solo vaso de cristal en los gabinetes. Sabiendo que el comisario estaba fuera de combate de forma temporal, el sargento decidió tomarle la declaración al hombre que, como si no hubiera ocurrido nada en aquel piso, se sentó a charlar alegremente, contando su batalla campal y heroica contra la intrusa que habitaba en su vivienda desde la noche anterior.

    —Verá usted, señor sargento… —Enrique gesticulaba para explicarse mejor—. Mi mujer no tolera a los insectos y yo, no podía permitir que esa rastrera asquerosa volviese a joderme otro polvo, usted me entiende, ¿verdad?

    Suárez dio gracias a los dioses de que el comisario estaba fuera de combate o, de seguro, se llevaba a su vecino directito al calabozo y no solo iba a joderle un polvo al pobre hombre.

    El médico llegó y siguiendo el eco de las voces, entró en la cocina. Con la discreción que lo caracterizaba se ocupó del comisario sin hacer preguntas. Luego de aclarar el malentendido, entre los tres lo llevaron a su casa.

    —Por fortuna solo ha sido una reacción alérgica. Era de esos insecticidas que no son tóxicos para las personas. Se pondrá bien —explicó el doctor.

    Maricarmen asintió, más relajada. Tan atenta como siempre, acompañó a los hombres hasta la puerta.

    —¿Suárez? —preguntó el comisario.

    —¿Sí? Aquí estoy, dígame, jefe.

    —Encuentra como sea la mierda esa que le quitaste al sobrino del cura y deshazte de ella. —El sargento se quedó mudo de la impresión— ¿Me escuchaste?

    —Claro, jefe, delo por hecho.

    —Bien, ahora lárgate y dile a fina… —El comisario se quedó en blanco—, nada, no le digas nada que León es su marido y ya le contará cuando se vean en su casa. Quedas a cargo hasta pasado mañana. Y no quiero excusas, deshazte de la mierda que te dije.

    —Sí, señor.

    El sargento salió de casa del comisario, decidido a cumplir con sus órdenes. Era eso, o que en algún momento terminasen en quien sabe dónde gracias a aquel puto caos.


    Esa misma noche, el sargento se encontraba junto a Fina de León, en el despacho del comisario. Ataviado con guantes de goma, mascarilla y gafas protectoras, Suárez daba indicaciones a la mujer del médico para que, ayudada con su escoba, encontrasen el objeto maldito que había puesto al pueblo de cabeza.

    —Joder, ¿cómo coño llegó eso hasta ahí abajo? —La mujer se inclinó para arrastrar el medallón con los pelos de la escoba.

    —El caos tiene sus mañas —respondió el sargento.

    Fina puso los ojos en blanco y se arrodilló con la intención de coger el medallón.

    —¡Alto ahí! —Fina dio un respingo y se golpeó la cabeza con el tope del escritorio.

    —Me cago en todos tus ancestros, Pedro —chilló fina—. Menudo susto que me acabas de pegar, cabrón.

    —No toques esa cosa, mujer. Está maldita.

    —Venga ya, macho. Si solo es una cadena con un medallón —resopló exasperada—. Por las chanclas de la Magdalena, para ya.

    El sargento hacía aspavientos para alejarla del medallón.

    —¡Quita! —exclamó Pedro, golpeándole la mano y cogiendo el objeto con dos dedos como si fuese radioactivo.

    —¿Ahora qué?

    El sargento metió el medallón en una bolsa de evidencias y la selló. Con cuidado ayudó a la mujer a levantarse y entre ambos, ordenaron el despacho del comisario.

    —Ahora, tal como me lo ordenó el jefe, voy a deshacerme de esta mierda.

    La mujer se encogió de hombros y salió del despacho.

    Suárez iba a salir tal cual, pero se lo pensó mejor. Dejó todos sus implementos de seguridad en su casillero y luego volvió a por el objeto. Cogiéndolo como si fuese el portador de un virus letal, salió de la comisaría. Tras meditar qué hacer con aquella cosa, el sargento tomó rumbo hacia la herrería de jacinto. Después de hablar con el hombre un buen rato, le pidió que fundiese aquella joya. Sorprendido, el herrero accedió y fundió el medallón con todo y cadena.

    Suárez salió de la herrería silbando con las manos en la cazadora.


    En su casa, el comisario compartía con su mujer los sucesos del día. No solía llevarse el trabajo a casa, pero aquel martes había sido demasiado inusual como para no hacerlo.

    —Entonces, según Suárez todo esto es culpa del medallón, ¿no? —Chema asintió.

    Su mujer permaneció callada un rato, pensativa.

    —¿No vas a decirme nada?

    Maricarmen lo miró un instante antes de ponerse de pie.

    —Lo único que puedo decirte, cariño, es que la próxima vez, tengas más cuidado con lo que deseas.

    El comisario se la quedó mirando, incrédulo.

    —¿Eso y más nada? —Su mujer asintió.

    —Duérmete ya, Chema. A ver si por seguir comiéndote la cabeza con ese tema, terminas por atar al caos a este pueblo.

    Acojonado por la posibilidad de enfrentar otro día igual de caótico, el comisario desterró todo de su mente y se durmió.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto marzo 2020, propuesto por Jose A. Sánchez.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Una de las noticias propuestas
    2. De las seis, solo he dejado una por fuera
  • EL ZAFIRO DEL DESTINO

    fotografía en la que se observa un castillo irlandés en Kimbane
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Si es que soy imbécil. Con tantos años en esta profesión tendría que haber adivinado que nada iba a ser tan sencillo como me lo habían pintado. No sé cuándo aprenderé a prestar atención a la voz de mi intuición que rara vez se equivoca.

    Era la una menos veinte. Me apresuré a desbloquear la puerta de la caja fuerte y contuve la respiración cuando por fin escuché el tan ansiado clic del mecanismo.

    Levanté la pequeña linterna. El tenue haz fue iluminando el interior de aquella caja empotrada. Maldije por lo bajo al darme cuenta de que allí dentro había de todo menos lo que estaba buscando. Revisé los documentos y vi aquella factura que no olvidaré en lo que me queda de existencia.

    Fotografié la factura y la fotografía que permanecía adjunta.

    Con el sigilo que me otorgaban los años de experiencia abandoné el despacho y salí al corredor. Anduve casi de puntillas hasta alcanzar la escalera de servicio por la cuál descendí en tromba directo a mi habitación.


    Tras asegurar el pestillo dejé mi riñonera sobre la cama y me quité los guantes, la ropa y las zapatillas. Me tumbé en la cama tan tenso como cuerda de guitarra y comencé a hurgar en mi memoria.

    Recordé con facilidad el día en que Armand me convocó. A pesar de nuestras diferencias, yo siempre procuré mantener los negocios separados de la familia y el placer. Tendría que haber sabido que mi querido primo estaba muy lejos de haber aprendido la filosofía familiar y que de alguna forma me cobraría lo que pasó hace cinco años.

    Siendo honesto no todo es culpa suya. He debido confiar menos e investigar más. De esa forma Armand no habría podido embaucarme en este proyecto que de seguro iba a traerme más de un dolor de cabeza. Una cosa era robar gemas que podían posicionarse con facilidad en el mercado negro, otra robar una pieza como aquella. Tendría que haber comprendido, luego de poner patas arriba aquel castillo y no encontrar nada, que algo no andaba bien.

    Cerré los ojos obligándome a respirar profundo y a poner la mente en blanco. Tendría que elaborar otro plan sobre la marcha, ya que seguir siendo el manitas del castillo de Zima no me iba a abrir las puertas al gran baile de máscaras que se llevaría a cabo dentro de dos días, aunque sí que me haría mucho más fácil algunas otras tareas que ya iban materializándose en mi mente. Sonreí mientras, en silencio, otro plan con revancha incluida iba tomando forma. Durante un buen rato consideré las ventajas y las desventajas y cuando estuve satisfecho, me entregué al mundo de los sueños.


    Me levanté más temprano que de costumbre. El castillo permanecía todavía en brazos de las hadas del sueño así que fue sencillo ocuparme de algunos detalles en el despacho y la primera planta.

    Entré en la cocina silbando como siempre. Sophie permanecía de pie frente a los fogones preparando el desayuno. Un estruendo de cristales junto a algunas voces rompió la armonía matutina. Wilfred, el mayordomo entró a toda velocidad. Su expresión de alivio al verme no se me escapó, pero evité mostrar cualquier reacción que pudiese delatarme.

    —Menos mal ya está usted en pie —dijo procurando mantener la compostura—, Ha habido un pequeño inconveniente con el ventanal del despacho. La señora requiere sus servicios de inmediato.

    Asentí con la cabeza y eché a andar tras Wilfred quien ya se había movido y me esperaba en la puerta.

    —El muchacho todavía no ha desayunado, Wilfred —la cocinera se giró para ver al mayordomo con desaprobación.

    —Luego tendrá tiempo de eso, Sophie —respondió saliendo a toda prisa.

    Le guiñé un ojo a la cocinera y me dio tiempo de pillar aquella sonrisa maternal que tanto me gustaba de ella antes de seguir al mayordomo que caminaba como si tuviera un cohete en el culo.


    Al entrar en el despacho nos recibió la tragedia personificada. La señora O’Donnell miraba el ventanal hecho añicos como si le hubiesen dado un golpe en el hígado.

    —¡Esto es una tragedia, Bryan! —repetía deambulando de un lado a otro aferrando con fuerza las perlas que descansaban en su esbelto cuello.

    —No es para tanto, querida.

    —Pero ¿cómo me dices eso? —preguntó horrorizada— ¿Acaso no te das cuenta de que aún no termino de hacer las invitaciones del baile, la lista y todo lo demás? —el señor O’Donnell desvió su mirada hacia nosotros y puso los ojos en blanco—. Esto es un desastre… una tragedia.

    —No se preocupe, señora —interrumpí—, si me permite me ocuparé de dejarle su despacho como nuevo antes de la comida.

    La mujer se detuvo en seco mirándome con interés.

    —¿Puede ocuparse de eso, Jean?

    —Es Liam, señora —corrigió Wilfred.

    La mujer hizo un gesto restando importancia a su desliz memorístico.

    —Si, señora —respondí—, solo necesito que desalojéis el despacho y ya me ocupo yo de todo lo demás.

    —¿Lo ves, querida?

    A la mujer se le pasaron todos los males como por arte de magia.

    —Empiece enseguida, Jonás —ordenó—, necesito el despacho operativo antes de la comida.

    El señor O’Donnell volvió a poner los ojos en blanco, mientras arrastraba a su mujer fuera del despacho en una caravana protocolar presidida por Wilfred.

    Cuando me aseguré de que se encontraban en el comedor cerré la puerta y me dispuse a ocuparme de aquel desastre.


    Saqué unos guantes del bolsillo trasero de mis vaqueros y encendí el ordenador. Luego de varios minutos hallé el fichero que buscaba, añadí el nombre, guardé y cerré el fichero. Me conecté vía bluetooth y copié el fichero en mi móvil y antes de apagar el ordenador borré cualquier huella sospechosa.

    Con rapidez pillé una de las invitaciones en blanco y la rellené usando la pluma que encontré junto al lote. Me fijé en alguna de las que ya estaban escritas desde el día anterior y me esforcé en imitar la letra lo mejor que pude. Soplé con delicadeza antes de doblar la tarjeta de invitación y con mucho cuidado la introduje por la abertura de mi camisa. Cogí el teléfono y fui pulsando las teclas con rapidez.

    Colgué una vez hecho el pedido del ventanal y los materiales; salí del despacho y me quité los guantes metiéndolos con rapidez en el bolsillo trasero donde solía siempre llevar un par. Desde el salón señorial se escuchaban las voces de los señores y algunos de sus invitados que ya se alojaban en el castillo. Seguí mi camino. Entré en la cocina de nuevo y Sophie me esperaba con un desayuno suculento. Le hice señas de que me esperase un segundo y me dirigí a la zona de alojamiento de la servidumbre. Entré en mi habitación y cerré la puerta con sigilo. Cogí la invitación con cuidado y la escondí. Luego pillé mi cinturón de herramientas, me lo abroché en las caderas y volví a la cocina. Sophie me señaló la silla y luego el plato. Su gesto era lo bastante elocuente como para obedecer sin siquiera intentar llevarle la contraria. Me senté y me dispuse a desayunar.


    Tal como le había ofrecido a la señora O’Donnell, su ventanal estuvo listo antes de que se sirviese la comida. En pago a mi excelente servicio, me daban el día siguiente libre. Sonreí como cualquier hijo de vecino habría hecho al saber que tendría un fin de semana largo a su entera disposición.

    Pasé toda la tarde ocupándome de arreglos menores y de lo que más me interesaba, la instalación eléctrica. Al castillo Seguían llegando invitados. Prestando atención a dos de las chicas de servicio me enteré de que este primer grupo formaba parte de la familia en mayor o menor medida. La una cotilleaba con la otra sobre los disfraces tan extravagantes que algunos llevarían y eso me dio una idea. Tomé nota de todo lo que iba escuchando y supe cuál sería el primer lugar que visitaría al día siguiente.


    El amanecer apenas se vislumbraba en el horizonte. Me aseguré de no dejar nada en aquella habitación y abandoné el castillo antes de que Sophie o Wilfred dejasen sus respectivas camas. Tenía mucho por hacer todavía si pretendía asistir esa noche al gran baile de máscaras.

    Dublín me daba los buenos días con ese ir y venir de sus habitantes que tanto me gustaba. Aparqué la furgoneta frente a mi destino y salí cerrando de un portazo. Sonreí al fijarme en la vitrina y su exhibición. Las campanillas anunciaron mi llegada.

    —Buenos días…

    La tendera abrió los ojos como platos al reconocerme y rodeó el mostrador con tanta prisa que casi me derrumba al abrazarme.

    —Ingrato, hijo de puta —sonreí ante aquella sarta de insultos.

    —Yo también te quiero, hermanita.

    —¿Qué haces aquí? —preguntó soltándome y examinando mi semblante.

    —Necesito un favor… pequeñito —dije acercando el índice y el pulgar.

    —Tus favores nunca son pequeñitos —dijo achicando los ojos— ¿qué te traes entre manos, Liam?

    Puse cara de cordero degollado ante aquella sugerencia y Sinéad soltó una carcajada. Aunque no era mi intención involucrarla no me pareció correcto no informarle lo que había ocurrido con Armand, así que la puse al día. Luego de soltar todos los improperios que se le ocurrieron y alguno más que yo no conocía se fue a la trastienda. Cuando volvió traía todo lo que le había pedido y algo más. Me quedé perplejo al ver aquel objeto, ya que se suponía era un mito fundado en el conocimiento transmitido de generación en generación. Cogí el medallón en la palma de la mano. Era macizo y lo bastante pesado como para valer una pequeña fortuna. Observé en detalle aquel grabado intrincado. Dos serpientes entrelazadas formando un círculo al morder una la cola de la otra. en el interior del círculo un sistema de raíces arbóreas entretejidas. El nudo del destino junto a la protección del guerrero. Iba a protestar, pero Sinéad acalló mi protesta colgando aquel medallón de mi cuello.

    —Que la bendición de Lubra te acompañe y te guíe.

    —Que la bendición de Lubra te proteja —respondí.

    Mi hermana me abrazó con fuerza y no fui capaz de resistirme a devolverle el abrazo con el mismo ímpetu.

    —Ve y patéale el culo a ese primo nuestro —sonreí y le di un beso en la frente.

    —Lo patearé tan duro que escucharás sus chillidos, hermanita.

    Asintió y luego adoptó su expresión habitual hosca y reservada. Supe que era hora de irme, así que recogí todo aquel atuendo y me marché.

    Hice una pequeña parada en un suburbio de la ciudad. Dejé la fotografía de aquel collar, acordé un precio y una hora, y seguí mi camino. Todavía había detalles por afinar para que todo saliera a pedir de boca.


    Observé mi reflejo en el espejo. Teñirme el cabello de aquel tono ónix y usar aquel maquillaje broncíneo me daban un aspecto bastante diferente. Nada de pecas ni pelo rojizo por ninguna parte. Me colgué de nuevo el medallón y comencé a vestirme. Me aseguré que bajo el peto de la armadura todo lo que necesitaba estuviese bien sujeto.

    El destello sobre la cama me hizo parpadear un instante. La verdad es que era increíble el talento que algunas personas podían tener. Terminé de recoger todo, me ajusté la capa y salí rumbo al castillo.


    Alquilar aquella limusina era el mejor negocio que había podido hacer. Aunque el chofer me veía como si fuese un chalado recién salido del psiquiátrico, la paga fue lo bastante atractiva como para hacer que mantuviese la boca cerrada.

    Presentamos la invitación en el primer punto de control. Respiré profundo cuando la limusina comenzó a moverse al interior del castillo.

    Bajé del vehículo no sin antes encomendarme a Lubra, diosa del destino, y recordarle al chofer sus instrucciones. Con un sutil movimiento de cabeza me confirmó haber entendido, así que seguí con paso altivo y arrogante hacia la edificación.


    Como quien se siente deslumbrado por el paisaje que observa, me desvié de la entrada principal donde un par de seguratas franqueaban el portón revisando a cada invitado de forma minuciosa. Anduve deambulando por los jardines hasta que divisé la salida posterior que daba directo hacia el área destinada a la servidumbre. La cocina era un hervidero de personas, gritos, aromas y un calor sofocante. Sabía que no tardaría en ser detectado y contaba con ello. Aquel disfraz era lo bastante extravagante como para arrancarle las risitas a más de una, aunque no fue lo único que arrancó al final, ya que alguna mano se fue deslizando por partes de mi anatomía que prefiero no mencionar.

    Tal como imaginé que ocurriría fui despedido con sutil elegancia por la servidumbre luego de fingirme desconcertado y extraviado. Por un instante creí que Sophie me había descubierto, pero al final no fue sino mi prolija imaginación.


    Conducido hacia la entrada y luego un poco más allá, la chica que me servía de amable guía me dejó a mi suerte. Aprovechando mi soledad me escabullí en dirección al salón principal. Necesitaba ubicar el lugar donde se verificaba la lista que de seguro estaría por allí muy cerca. Me moví con rapidez para ocultarme entre las sombras y que Wilfred no pudiera verme. Alguna cosa había obrado en mi favor, «Lubra, de seguro», pensé cuando vi cómo se alejaba del pequeño mostrador al cual me acerqué para, por fin, cambiar la lista de invitados.

    Menos mal era de manos ágiles y pude hacerlo antes de que el mayordomo reapareciera y me pillase infraganti merodeando en las afueras del gran salón, donde la música y las voces comenzaban a cobrar vigor.

    —Disculpe, sir —dijo cortándome el paso— Debo verificar su nombre en la lista. Si me da unos minutos.

    Asentí solo con la cabeza. Mientras menos escuchase mi voz, mucho mejor.

    —Perdone, me dijo que su nombre era…

    —Armand Gautier.

    Observé el dedo de Wilfred moverse con parsimonia por aquellas páginas y sentí ganas de darle un puntapié, pero me contuve.

    —Aquí está —dijo golpeando la hoja con el índice y ofreciendo su típica sonrisa oficial— sígame por aquí, por favor y bienvenido.

    Asentí con la cabeza una vez más y caminé algunos pasos por detrás. El ruido me golpeó un instante cuando las hojas de la puerta se deslizaron frente a mí.

    Di un paso al frente y sentí cuando las puertas se cerraron. Oteé a mi alrededor en un vistazo de reconocimiento hasta que por fin ubiqué a mi objetivo.

    La señora O’Donnell permanecía junto a su flamante marido. Ambos llevaban trajes victorianos con sendos antifaces que les cubrían un tercio del rostro.

    El zafiro del destino descansaba deslumbrante en aquel esbelto cuello y sonreí.


    La música comenzó a sonar y varias parejas se dirigieron al centro del salón. Tal como habían estado cotilleando las chicas el día anterior, los disfraces eran la mar de variopintos. Como no podía ser de otra forma, varias miradas se clavaron en mí. No todos los días veías a una buena imitación de un dios celta. Me acerqué despacio y tras hacer una reverencia solicité permiso para bailar con la anfitriona. El señor O’Donnell nos hizo una seña gentil con la mano y extendí el brazo con galantería hacia la mujer. Pude percibir su nerviosismo cuando apoyó su mano enguantada sobre mi palma.

    Aunque mi máscara impedía distinguir mis verdaderos rasgos, a mí me permitía observar sin disimulo. La mujer me comía con los ojos desde el casco hasta mis doradas sandalias.

    —Permítame adivinar… —dijo coqueta— representa usted a Manannan, ¿verdad?

    Asentí con la cabeza, mientras ella ofrecía una risita algo chillona. La estreché entre mis brazos y pude ver cómo se le aceleraba el pulso. Comenzamos a girar de forma vigorosa. Aunque no hablaba, tan solo me limitaba a asentir o negar con la cabeza, a través de mis manos el mensaje que transmitía era muy diferente. La señora O’Donnell se estremecía con la respiración algo agitada; es lo que tiene practicar mucho con las manos.

    Aprovechando un impulso que la hizo chocar contra mi peto, logré activar el mando que provocó una falla eléctrica general. El salón principal y parte de la mansión quedaron en penumbras. La mujer gimió nerviosa. Voces y quejidos se iban alzando en la oscuridad, mientras se escuchaban pasos y voces fuera del salón.

    —Relájese —susurré con un marcado acento francés— todo estará perfectamente —deslicé mi mano derecha hacia su nuca mientras con el dorso de la otra le rozaba los pechos.

    —¿Usted cree? —jadeó estremecida.

    —Desde luego —volví a susurrar muy cerca de su oreja.

    La señora ahogó un gemido cuando volví a rozarle los pechos.

    —Creo… creo que se me ha aflojado el collar.

    —No se preocupe, deje que me encargue de ajustárselo.

    La estreché con más fuerza mientras deslizaba mi mano una vez más hasta su nuca.

    Las luces se encendieron en el gran salón y suspiros de alivio se fueron escuchando cada vez con más intensidad.

    —Por favor, disculpad las molestias —exclamó el señor O’Donnell indicando a la orquesta que retomase la música.

    Hice una reverencia a mi acompañante y me escabullí. La señora O’Donnell regresó junto a su marido, sofocada, con las mejillas arreboladas y demasiado ocupada en disimular su turbación como para volver su atención a aquel atrevidísimo dios celta.

    La música y el baile continuaron sin que los presentes notasen mi ausencia. Una vez fuera mientras esperaba la limusina, sonreí, satisfecho sintiendo en el interior de mi peto aquella fabulosa joya.


    Una semana más tarde, en un cibercafé me encargaba de enviar información valiosa a la familia O’Donnell y a la policía. Pagué mi tarifa y me marché silbando.

    Armand aprendería una valiosa lección después de todo esto.


    Al día siguiente salí a caminar un rato hasta que sin darme cuenta llegué a la pequeña tienda de antigüedades de Sinéad. Como siempre las campanillas anunciaron mi llegada.

    —Pareces contento —dijo— se entiende que ha ido todo bien, ¿no?

    Asentí con las manos en los bolsillos.

    —Venga, comamos y así me pones al día de todo —ordenó— y no omitas ningún detalle, aunque sea escabroso.

    La seguí al interior de la trastienda. Mientras la observaba cocinar y servir le fui contando cómo había hecho para colarme en el gran baile de máscaras, seducir a la anfitriona y robarme la joya. Sinéad escuchaba atenta asintiendo o riendo de vez en cuando. Luego de sentarse activó el mando del pequeño televisor que descansaba sobre la encimera.

    Alzó las cejas, sorprendida, al ver la imagen de Armand en una toma que no le favorecía demasiado, mientras era sacado por la policía de su flamante joyería, esposado y custodiado por dos agentes.

    Su rostro magullado daba cuenta de que aquel arresto no había ocurrido de forma pacífica.

    Sinéad se giró mirándome con los ojos muy abiertos.

    —¿Cómo hiciste para implicarlo?

    —Me colé en su despacho y dejé el zafiro en su caja fuerte.

    —Joder, menudo bribón estás hecho.

    Me encogí de hombros.

    —Que conste que no empecé yo —me justifiqué— al menos no con intención.

    Mi hermana hizo un gesto con la mano descartando la posibilidad de culparme de haberme tomado la venganza en mi mano de aquella manera. Ella al igual que yo seríamos incapaz de joder a la familia por muchos errores que alguno cometiese. Éramos conscientes de nuestra humanidad y, por tanto, nuestra falibilidad. Otra cosa muy distinta era perdonar la traición ex profeso.

    La observé en silencio mientras comíamos sin perder de vista el arresto de nuestro primo y supe que creía con fervor, tanto como yo, que se lo tenía bien merecido.


    Este relato ha sido escrito para participar en el reto de Lubra febrero 20, propuesto por Jessica Galera.

    elementos a utilizar en el desafío según Lubra:

    1. Frase inicial: «Si es que soy imbécil»
    2. Indicación: «el personaje es pillado merodeando fuera del salón principal»
    3. Frase final: «Se lo tenía bien merecido»
  • A SALVAR LA NAVIDAD

    Escena de un pesebre
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    «Era una noche tan fría que hasta los árboles tiritaban. Ningún animal se atrevía a salir de su guarida y las blancas calles dormían totalmente desiertas.

    Las chimeneas escupían convulsivamente las sobras de las casas y los cristales empañados de las ventanas impedían ver el interior de las familias.

    »Esa noche tenía un trabajo que realizar y nada ni nadie en el mundo me impediría ejercer mi encargo. Tal vez fuera la última vez en mi vida, pero, ni el clima más despiadado ni el deseo por el calor de mi dulce hogar me harían desistir en mi cometido.

    » Volví a comprobar mi puñal, la cuerda y mi ansiedad, y sin más demora, me adentré en el pueblo…»

    Con los dientes castañeteando y los dedos ateridos de frío, eché a andar rumbo a la iglesia. El pesebre, ubicado a un lateral permanecía casi intacto y ese era, en resumidas cuentas, el problema.

    Me acerqué por si fuese posible que un milagro ocurriese en vísperas de Navidad, pero no pude estar más equivocada. Justo ahí, tal como me describía Santa en su carta, había un gran espacio vacío. Respiré profundo para mantener mi ansiedad a raya.

    Conté despacio ayudándome con los dedos y sí, en efecto, las cuentas no daban. Resoplé, fastidiada. A pesar de lo cabezotas que suelo ser, todavía tenía esperanza de poder regresar a casa en un santiamén, pero algo me decía que eso no iba a ser posible.

    Rodeé el pesebre rumbo a la casita parroquial y con todo el aplomo del que pude disponer, toqué la puerta. Una octogenaria se asomó a la ventana llevando en las manos una vela cuya llama danzaba en la penumbra, otorgándole un aspecto misterioso. Como pude le hice señas a ver si se animaba a abrirme la puerta, pero la señora parecía una estatua del siglo pasado. Tras varios intentos infructuosos, decidí seguir por mi cuenta antes de que el culo se me congelara tanto como la nariz y las orejas.

    Saqué la carta del bolsillo interno de mi abrigo y me acerqué al poste más próximo. Releí hasta las últimas líneas, la doblé con cuidado y la guardé de nuevo.

    Miré mi reloj y apreté el paso. Según Santa tenía que cumplir su petición antes de las doce de la noche o el mundo se quedaría este año sin Navidad. Y bueno, ¿quién puede negarse a salvar la Navidad?

    —¿Qué fetichismo tendrían todos con esa jodida hora? —Me detuve a recobrar el resuello, mientras mi mente seguía pensando por qué todo tenía siempre que girar en torno a la media noche. El frío me iba calando los huesos y solo me restaba hora y media.

    Me puse a pensar qué haría si fuese una figurita de pesebre en descontento. ¿a dónde me iría? Iluminada de pronto con una lucidez inusitada muy poco propia de mi estructura de pensamiento, salí corriendo como alma que lleva el diablo.

    Frené en seco al llegar a mi destino. En efecto, había atinado del todo; lástima que no se tratase de la lotería o el bingo; seguro que en esos juegos de azar terminaba siendo más afortunada.

    Cogí la cuerda y como pude hice un nudo de tal forma que pudiese servirme de correa y me lancé a por mi objetivo.

    Margareta, no se dio ni por enterada. Sentada con placidez en medio del parque central, ni si quiera se inmutó al sentir cómo mi cuerda la lazaba. Di un pequeño tirón; solo lo suficiente para que la cuerda se ajustase a su cuello sin ahorcarla. Como me cargara a la oveja favorita de Santa, iba a ser otra la que ocupase su lugar y a mí, la verdad, esto de personificar se me da fatal.

    —Venga, Margareta, tienes que volver a tu lugar en el pesebre —Margareta seguía a su bola masticando las pocas hojitas que todavía no se habían cubierto de nieve—. No me obligues a convertirte en filetes, tú no te lo imaginas, pero a Santa le gusta el cordero al vino con patatas.

    Margareta ladeó la cabeza un instante y el gorrito rojo amenazó con caerse. Como pude se lo enderecé e insistí, pero la jodida oveja seguía sin obedecerme.

    Tras cuarenta minutos de tira y empuja, saqué mi cuchillo. De haber sabido que era un método más persuasivo, lo habría sacado desde el principio.

    A rastras logré devolver a Margareta a su lugar. La dejé atada como precaución, por si se sentía impelida a abandonar de nuevo el pesebre. Justo al dar las doce menos veinte, apareció santa frente a mis narices.

    Margareta baló con fuerza cuando Santa cogió el gorrito y se lo colocó en su brillante cabeza.

    —Gracias, esto de ir de casa en casa con este frío que pela y sin tener como cubrirme la calva es un poco coñazo —abrí los ojos como platos sin dar crédito a lo que escuchaba.

    —¿Y Margareta?

    —No te preocupes de nada, ella estará perfecta como siempre —Santa hurgó en su bolsillo derecho y me extendió el puño. Por reflejo extendí la palma y dos monedas rarísimas cayeron en mi mano.

    Alcé la mirada y vi el trineo recortarse contra la luz de la luna. Desde el cielo Santa saludaba risueño, Margareta había vuelto a su estado pétreo y yo miraba perpleja aquel par de monedas, preguntándome si al menos don Cayetano me las aceptaría a cambio de glorias y polvorones.


    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Va de Reto’ del mes de diciembre, propuesto por José Antonio Sánchez (@JascNet) en su Acervo de Letras.