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  • CALÉNDULA: EL VALOR DE LA DIFERENCIA

    Un hada de cabello rojo y alas pequeñas que viste de verde y se ve de perfil, apoyada de una roca. a un lado se ve una luz azul y amarilla.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Caléndula echó a correr escaleras arriba tan rápido como su peso se lo permitía. El destello de la espada la guiaba en la oscuridad. Extendió las alas. Rompería la primera norma: no mostrar su naturaleza feérica en el mundo mortal, aunque, en realidad, siendo mestiza, tampoco es que quebrantaba la norma del todo. Quiso despegar en vertical, pero la falta de práctica y la gravedad jugaron en su contra; trastabilló y dio de bruces contra el suelo. Ailek aprovechó la caída y se escabulló por la puerta directo a la azotea del museo.

    La joven hada se incorporó con esfuerzo y retomó la persecución. En cuanto atravesó el umbral una red mágica le cayó encima. Envuelta en un capullo casi irrompible quedó suspendida de cabeza mientras el príncipe tanariano huía con la espada de Minok.

    —¿Ahora sí estás dispuesta a recibir la ayuda de un miserable mortal? —preguntó un joven de aspecto desgarbado—. O dejarás que el orgullo te gane la partida.

    Caléndula resopló, exasperada, mientras se revolvía como un insecto atrapado en una telaraña.

    —Tú ganas —masculló—. Si logras sacarme de aquí, aceptaré que me ayudes.

    —Trato hecho. Eso sí, no me vayas a salir después con que los mortales no podemos ir a tu mundo y bla, bla, bla.

    —Un trato es un trato —respondió con las mejillas arreboladas por el esfuerzo al intentar zafarse—. Libérame y te llevaré conmigo a Enalterra.

    —¿Lo prometes?

    —¡Sí! Ahora, sácame de aquí, si es que de verdad puedes.

    El joven enarcó una ceja.

    —Eres demasiado incrédula. Quizá debería…

    —¡Libérame! Anda, —pidió jadeante—. Me disculpo por dudar de tus capacidades.

    El joven cabeceó una vez. Luego rodeó la trampa varias veces. Extendió el brazo y tocó las hebras de la red. La sensación pegajosa le dio una idea.

    —Aguarda aquí —dijo y salió disparado.

    —Como si pudiese irme a alguna otra parte.

    Caléndula cerró los ojos un instante. Se reprochó por haber sido tan impulsiva al ofrecerse a cumplir una misión imposible ¿y para qué? Para nada. Al final, como siempre, Abrus la hizo a un lado En cuanto vio a su hermana. Obnubilado por la belleza de Mancinella, ni siquiera había tenido el gesto de darle las gracias. Olvidó de inmediato su sacrificio; claro, ¿quién era ella? nadie. Una mestiza regordeta incapaz de moldear la plata sin destrozar el metal. La culpa había sido solo suya por dejar que le comiera la cabeza una vez más y la enredara en sus problemas. Una sensación desagradable se le asentó en el estómago. De pronto, el calor se le hizo insoportable. Abandonó el hilo de pensamientos autocompasivos y abrió los ojos. Lo que vio, la dejó sin habla.

    Frente a ella, el joven desgarbado sostenía un artilugio moderno del que no recordaba el nombre. Lo había visto alguna vez en las clases de artes del fuego no convencional. Detrás del pequeño cristal que llevaba incrustado la gran máscara, los ojos cerúleos del joven brillaron con determinación. Parpadeó varias veces. Algo en esa mirada le resultaba familiar, solo que no lograba definir de qué se trataba. Alejó la idea de su cabeza y se concentró en el cacharro.

    —¿Estás seguro de lo que piensas hacer?

    —Absolutamente. Tú, confía en mí. Te sacaré de ahí, cueste lo que cueste.

    Caléndula elevó una plegaria para que, entre otras cosas, el fuego de aquel aparatejo no le quemase las alas. Por su parte, el joven se dedicó a calentar la red. Tras varios minutos las hebras se cristalizaron. En segundos, una reacción en cadena convirtió la pegajosa trampa en un capullo firme que se resquebrajó al primer golpe. Incapaz de luchar contra la gravedad y de remontar en vuelo por encontrarse de cabeza, la joven hada optó por hacer uso del único recurso que tenía a mano. Un secreto bien guardado que no compartía con nadie: magia antigua enalterrense, evidencia de que por sus venas también corría sangre real, además de la humana.

    Evait cug elj ataig —dijo en voz muy baja.

    El conjuro impidió que se estrellara contra el suelo de la azotea, aunque igual se golpeó la frente con el barandal.

    —¡Joder! —exclamó el joven—. Menuda forma de aterrizar. Debiste usar tus alas, ¿no?

    —No soportan mi peso, ¿acaso no me has visto bien? —masculló con las mejillas arreboladas.

    El joven la miró de arriba abajo, luego se rascó la barbilla, meditabundo.

    —Sí que parecen pequeñas. ¿Pueden ejercitarse?

    Caléndula se quedó algo perpleja.

    —No hablas en serio.

    —¿Por qué no? Si tienen tendones como otras partes de tu cuerpo, no veo por qué no puedes fortalecerlas para que las uses a plenitud.

    El hada se apoyó sobre las rodillas algo tambaleante. Él le tendió una mano como apoyo. Caléndula titubeó unos segundos; finalmente se asió, insegura. Temía arrastrarlo consigo de vuelta al suelo. Mayor fue su sorpresa al ver que, pese a su apariencia, el joven no se había movido ni un ápice. Era mucho más fuerte de lo que hubiese imaginado.

    —Creíste que era un debilucho, ¿verdad? —Ella se sonrojó al verse descubierta.

    —No he dicho nada.

    —No hace falta, tu cara lo dice todo. Anda, vamos a ese mundo tuyo o jamás podrás recuperar la reliquia.

    —Nunca te he dicho qué buscaba.

    El joven puso los ojos en blanco. Disimular se le había hecho costumbre.

    —Tengo ojos en la cara, por si no te habías fijado. Vi lo que ese sujeto cogió del museo. ¿Y qué se exhibe en los museos? Reliquias.

    Caléndula entornó los párpados. El recelo y la desconfianza se abrieron paso desde su inconsciente. No obstante, se esfumaron con rapidez. Un trueno retumbó en lo alto; un ventarrón surgió de la nada. Nubes densas, de color morado oscuro se enroscaban como inquietos espirales que no tardaron en tapizar la bóveda celeste. La joven hada levantó la vista. La grieta dimensional que se formó sobre sus cabezas se expandía con demasiada rapidez. La palidez se apoderó de sus mejillas.

    —¡Corre! —gritó.

    —Ni sueñes que voy a abandonarte —exclamó y la rodeó por la amplia cintura.

    La novena ola terminó de abrirse y una fuerza descomunal los levantó como si fuesen un par de plumas.

    —¡Sujétate a mí con fuerza!

    —Nada me separará de ti, eso puedes jurarlo —le dijo muy cerca del oído.

    En segundos la magia los envolvió y los arrojó hacia el otro lado.

    🍃

    El ruido ensordecedor de la batalla junto al olor metálico de la sangre y la fetidez de los excrementos sacudió sus sentidos. La llanura que antecedía al bosque de álamos plateados que mantenía oculta la montaña de Airgid estaba tapizada de restos y sangre. La muerte de Minok había desatado el caos en algunos reinos de enalterra.

    —¡Despliega las alas! —pidió el joven.

    —¡No servirá de nada! Nos estrellaremos sin remedio.

    —¡Hazlo! Termina de quitarle poder al miedo que otros te sembraron. ¡Ábrelas!

    Caléndula titubeó una fracción de segundos. A medida que la vista del paisaje se aproximaba a ellos a toda velocidad, pensó que no perdía nada por intentarlo. Al menos uno de los dos podría tener una oportunidad. Lanzó una orden silenciosa hacia los apéndices que colgaban de su espalda. El primer intento fue inútil; el segundo apenas si logró un leve estremecimiento; el tercero, con el suelo a punto de recibirlos en un abrazo mortal fue decisivo. Las alas cristalinas se desplegaron en toda su extensión. El tirón le robó el aliento. El vendaval se estrelló contra sus alas y la velocidad de caída disminuyó de manera significativa. Un crujido, seguido por un dolor agudo e insoportable le llenó los ojos de lágrimas. El alarido que brotó de entre sus labios ensordeció a su acompañante. Ambos se inclinaron hacia un lado. Por fortuna, el viento amortiguó el resto del descenso. La pareja chocó contra unos arbustos espinosos que se hallaban en dirección sur respecto del enfrentamiento.

    Un rugido atravesó el campo de lado a lado. El rumor de la reyerta resultaba estremecedor. Llenos de arañazos y espinas lograron incorporarse. El joven se fijó en las alas de la feérica. Una parecía haber resistido, en cambio, la otra lucía algo caída.

    —¿Te duele mucho? —dijo señalándole las alas.

    Ella inspiró hondo y asintió con la cabeza.

    —Sanará —masculló conteniendo las lágrimas.

    —¿Y si no?

    —Tendré que cortarlas.

    —No hablas en serio. Dejarías de ser un hada.

    —Jamás he sido una verdadera hada de plata —dijo con amargura—. Es lo que te diría mi reina, incluso mi propia hermana.

    —Eso es cruel —replicó el joven.

    Ella intentó encogerse de hombros; el dolor la persuadió de hacerlo.

    —¿Acaso la vida no es cruel en sí misma?

    El joven abrió la boca para replicar. Un nuevo rugido, ahora más cercano, interrumpió sus intenciones. El hada se quedó boquiabierta en cuanto tuvo frente a sí al consejero real y a la reina Brianna.

    —¿Os encontráis bien? —preguntó la reina; el cúmulo de arrugas que se le formaron alrededor de los ojos daba cuenta de su preocupación.

    —¿Dónde están vuestros compañeros de armas? —gruñó Gult con impaciencia.

    —Calma —pidió la reina y hundió los dedos en la melena leonina—. Necesitan un tiempo para recuperarse.

    Caléndula hizo sendas reverencias y casi pierde el equilibrio producto del dolor del ala. E consejero real intercambió una mirada con el joven desgarbado que Brianna pilló al vuelo, aunque la joven hada, más ocupada en seguir el protocolo, ignoró por completo.

    —La reina Adelfa solo me ha enviado a mí, consejero —respondió y clavó los ojos en el suelo.

    —Eso es absurdo —protestó Brianna—. ¿Cómo es posible que Adelfa haya sido tan inconsciente? ¿Acaso no valora ella a su pueblo? ¿Qué clase de reina envía a una adolescente sola a enfrentar al heredero de Minok? ¿pero acaso es que se ha vuelto loca?

    Gult carraspeó.

    —Este no es momento para esos cuestionamientos, majestad —gritos desgarradores se impusieron durante un instante a la conversación.

    —Llevas razón, como siempre —reconoció la reina—. Entréganos solkeium y os podréis marchar de vuelta a vuestro sidhe.

    —No-no-no la tengo en mi-mi-mi poder.

    —Lo que quiere decir es que alguien más la robó —intervino el joven desgarbado—. Ella no tiene la culpa.

    El consejero rugió. El joven dio un paso atrás y se colocó a modo de escudo para proteger al hada.

    —Permite que se expliquen —ordenó la reina a su consejero.

    —Quien debe darnos muchas explicaciones es Adelfa, majestad. No un hada mesti… bueno de plata —se retractó al notar el gesto sombrío de la reina—. Y este… No sé ni cómo llamarlo.

    —Acompañante —interrumpió el joven

    —Lo que sea. El punto es que la reliquia sigue fuera de nuestro alcance y es indispensable obtenerla antes de que sea muy tarde —El firmamento se oscureció de improviso.

    —Perdonad que os lo recuerde, pero solkeium debe retornar a la forja o guardarse en nuestra cámara, es lo que manda la ley airgídnica, majestad.

    Brianna observó a la joven en silencio, en el fondo reconoció para sí que le complacía que se hubiese atrevido a señalarle el desliz.

    —Transmítele a Adelfa que mi deseo es que solkeium desaparezca.

    —Así se hará, majestad —aseguró la joven.

    Gult desplegó sus alas. La reina subió a su lomo con rapidez.

    —Volved a Airgid.Y advertidle a vuestra reina que más vale que tenga una buena explicación para haberos expuesto a tanto peligro.

    —Me comprometí a recuperar la reliquia y no cesaré hasta lograrlo. Perdonadme de nuevo si os desobedezco, majestad—dijo Caléndula antes de echar a correr en dirección a la nube de tanarianos que se aproximaba desde el oeste.

    —¡Aguarda, Testaruda inconsciente! —gritó el joven y echó a correr tras ella.

    Reina y consejero siguieron con la mirada a los dos jóvenes hasta que los perdieron de vista.

    —Espero que la testarudez de esa jovencita no la meta en más problemas de los que ya tiene —dijo el consejero y despegó con Brianna.

    —Espero lo mismo. Ahora tratemos de ganar un poco de tiempo para ellos, a ver si la suerte nos acompaña y la joven hada logra su propósito.

    —De acuerdo, cógete fuerte que vamos directo a la tormenta tanariana.

    🍃

    Caléndula se detuvo a fin de recuperar el resuello. Delante de ella, un pelotón de tanarianos avanzaba con Ailek a la cabeza. El joven desgarbado le dio alcance y tiró de su brazo para sacarla de la trayectoria.

    —¿Te volviste loca? —Ella lo miró con los ojos encendidos.

    —¿No me dijiste que me deshiciera del miedo? Eso es lo que estoy haciendo ahora.

    —Me refería a que no te dejaras paralizar, no a que te lanzaras de frente a una muerte segura.

    —Prefiero morir como valiente que seguir viviendo como una cobarde de la que todos se burlan.

    El joven quiso detenerla; Caléndula lo esquivó y fue al encuentro del hijo de Minok que se había apostado en el claro que limitaba el bosque de los reflejos.

    —Vaya, tanto tiempo sin verte —ironizó Ailek—. Parece que no quedaste muy contenta con nuestro último encuentro o me equivoco.

    El hada plantó bien los pies en el suelo y se cruzó de brazos.

    —Robaste una reliquia que has de devolver.

    —La espada de mi padre me pertenece.

    —Sabes bien que no funciona así. Una vez fallecido el dueño de un arma forjada por nosotros, debe fundirse o pasar a formar parte de nuestros tesoros. Más vale que me la devuelvas. La reina Brianna dio orden de que…

    —Me importa una mierda lo que diga Brianna.

    —¿Es la reina de Enalterra!

    —¿Y qué?

    —¿Cómo que y qué? Sus deseos deben satisfacerse y ha sido muy clara, quiere que solkeium desaparezca.

    —Y si no obedezco ¿qué pasaría? ¿Vas a obligarme a devolvértela? No seas ridícula. Si ni siquiera eres capaz de volar. —La miró de arriba abajo con desdén—. No sé como la reina Adelfa no te ha ofrecido en sacrificio al forjatorum.

    —La rechazaría de inmediato, demasiada grasa y, para colmo de males, mestiza —gritó uno de los soldados; el resto se echó a reír.

    A Caléndula le tembló el labio inferior. Los ojos se le anegaron en lágrimas. Aquel príncipe había descubierto su punto débil y lo explotaba a su antojo.

    —Oh, pobrecilla, pero si va a llorar y todo —se burló—. Te invitaría a colgarte de uno de los álamos platinados —dijo mientras veía de soslayo al más próximo—, pero ni siquiera sus ramas soportarían tu peso.

    Una lágrima furtiva se le escapó por el rabillo del ojo. El recuerdo del infructuoso intento horadó la fortaleza con la cual había revestido su inseguridad. En su mente, el crujido de la rama se repetía como una cantinela insidiosa. Las risotadas de los tanarianos revivieron el centenar de cicatrices que albergaba en su corazón tras tantos años de burlas y desprecio por parte de su propia raza.

    —Pobrecillo tú —espetó el joven desgarbado—, que necesitas defenderte con burlas hirientes, en lugar de enfrentarte como lo haría cualquier enalterrense con honor.

    Ailek acortó la distancia espada en mano; el joven se adelantó

    —¡¿Qué sabrás tú, miserable mortal, sobre el honor de Enalterra?!

    —Insúltame todo lo que quieras, tu lengua venenosa me importa un bledo. Te estás comportando como un cobarde —dijo y se colocó delante de Caléndula—. Enfréntate como corresponde.

    El príncipe tanariano hizo una señal. Enseguida uno de los soldados le arrojó una espada al joven.

    —Es un humano, violas la ley al inmiscuirlo en este asunto —advirtió el hada y se interpuso entre ambos—. Lucharé yo, es lo correcto. —Caléndula se inclinó y recogió la espada.

    —Como prefieras. En todo caso, solo cambiará el orden de vuestras muertes.

    Los ojos verdes de la joven refulgieron. Recordó la vez en que había vencido a Mancinella justo por alardear tanto. Volvió la cabeza un instante. La mirada que le ofreció aquel mortal le insufló energía. Él confiaba en ella. Ya era hora de que ella confiara en sí misma, aunque fuese en una situación tan desesperada como esa.

    —¿Nadie te ha dicho que alardear es una muy mala señal?

    —¡Déjate de palabrerías estúpidas! Venga, terminemos con esto que quiero volver a casa.

    Ella cabeceó una vez y levantó la espada. El grácil movimiento sorprendió al tanariano. Ailek avanzó con fuerza y agilidad. ambas espadas chocaron. El chispazo provocó exclamaciones entre los presentes. Caléndula apretó los dientes. El impacto del golpe la obligó a contraer los músculos de la espalda. El dolor del ala lesionada le recorrió la columna de arriba abajo. Mientras valoraba a su oponente agradeció cada tarde que su padre la obligó a tomar clases con la espada. El recuerdo surgió desde lo más profundo de su memoria: «Que no puedas forjar una espada o cualquier otra arma no significa que no puedas aprender a usarlas. Enfocarte en lo que sí puedes hacer es más beneficioso que desgastarte porque no tienes la misma habilidad que otras criaturas. Lamentarte por aquello que no tienes, no te permitirá disfrutar de lo que tienes al alcance de la mano». el gruñido de su contrincante la catapultó al presente. La enseñanza de su padre aquel día guio sus movimientos. «aprovecha toda oportunidad que te brinde tu oponente. Por pequeña que te parezca, puede marcar la diferencia y otorgarte la victoria o salvarte la vida».

    Ailek volvió a embestir. La joven dio un paso atrás y flexionó las rodillas para absorber la fuerza del ataque. El príncipe creyó que la tenía a su merced y sonrió con malevolencia. Cogió la espada con una sola mano y la inclinó hacia adelante bajando la guardia. Ella aprovechó el descuido y embistió usando parte de su propio peso para infundirle más fuerza al mandoble.

    El tanariano trastabilló. Caléndula aprovechó la pérdida de equilibrio de su contrincante y conjuró un hechizo en voz muy baja.

    Livraij sithrek alm etrain.

    La espada Salió disparada por los aires a gran velocidad. Ailek quiso abalanzarse sobre ella. Sin embargo, el joven desgarbado le hizo una zancadilla que el tanariano no tuvo tiempo de esquivar. Dispuesta a dejarse la piel en el enfrentamiento, Caléndula levantó la espada. Dos tanarianos lanzaron sendas lenguas de fuego que apenas pudo evitar. Ailek aprovechó la distracción para aumentar la distancia entre ambos.

    En ese momento, solkeium se clavó en el tronco de un álamo platinado. El quejido del árbol centenario los paralizó durante un instante; el suficiente para que el mortal cogiese la espada.

    Ailek dio orden de atacar. No obstante, no contaba con la intervención de centenares de hadas de plata que surgieron del interior de los álamos intactos y que lo obligaron a retroceder. El enfrentamiento duró un parpadeo gracias a la ventaja numérica de las hadas.

    —¡Te juro, por la memoria de mi padre que esto no se va a quedar así, me las vas a pagar! —amenazó antes de huir seguido por sus vasallos.

    Caléndula exhaló un hondo suspiro y bajó la espada.

    —¿Quién lo diría? Al final resultaste más útil de lo que me imaginaba —dijo Mancinella.

    La presencia de su hermana le dio mala espina.

    —Así que esta es tu hermana —dijo el joven desgarbado posicionándose a su lado—. No me parece tan hermosa como dijiste, la verdad.

    Las mejillas de Mancinella adoptaron un tono casi purpúreo.

    —Coged a ese humano insolente —ordenó Abrus. —Un par de hadas lo sujetaron con cadenas de plata—. Disculpa, esto me pertenece —dijo y le quitó la espada de entre las manos.

    — solkeium no tiene dueño, la reina Brianna desea que desaparezca —reveló Caléndula—. Nuestra soberana debe ser informada de…

    —La reina Adelfa es quien decidirá el destino de este objeto, cuando se lo entreguemos, ¿verdad, Manci?

    —Por supuesto. —El tono empalagoso le revolvió el estómago a Caléndula—. Se la entregaremos enseguida y recibiremos todos los honores. ¿No es genial?

    Abrus asintió con la cabeza, embelesado con los ademanes de la joven hada.

    —Tu plan salió a las mil maravillas —admitió risueño—. De no ser por ti, habría terminado quien sabe cómo o en dónde.

    —Te dije que mi hermanita era la solución perfecta. —Mancinella la miró con altivez—. Ahora que se trajo a este debilucho —dijo desdeñosa—, nos libraremos de ella y mi familia ya no tendrá que bajar la cabeza.

    La revelación fue un balde de agua helada. Había una gran diferencia entre ser consciente de que el chico que le gustaba estaba colado por su hermana y no le prestaría atención, y descubrir que entre ambos la habían engañado de forma tan vil sin importarle lo más mínimo lo que le hubiese podido ocurrir. Qué tonta había sido al creer que después de recuperar la espada la verían con otros ojos; que la aceptarían como una más.

    —Sois despreciables —espetó el joven mientras se debatía contra las cadenas—. Debería daros vergüenza.

    —Tu opinión vale menos que la nada —replicó Mancinella trenzándose de nuevo los mechones platinados—. Ahora marcharemos a la corte y acabaremos con este asunto.

    —Desde luego que este asunto será dirimido, pero no como vosotros dos pensáis. —El cambio en el tono de voz del joven mortal les puso los pelos como escarpias.

    Caléndula se quedó boquiabierta y ojiplática; no daba crédito a lo que veían sus ojos. Si en lugar de estar allí, se lo hubiesen contado, habría tomado por desquiciado al que le narrase semejante historia.

    —¿Tú? Pe-pe- pero… —Abrus era incapaz de articular una frase entera.

    🍃

    La piel del joven desgarbado se agrietó como el cascarón de un huevo a punto de eclosionar. La membrana pálida que se asomaba debajo adoptó el característico color lavanda claro propio de las hadas de plata. Los músculos tomaron su forma y tamaño habitual y los trozos del cascarón cayeron al suelo convertidos en fino polvo platinado. los iris le cambiaron a un azul grisáceo. El pelo se le aglutinó en las cortas trenzas que solía llevar de puntas y de su espalda emergieron dos alas cristalinas cuyo reborde plateado reflejaba el brillo de las antorchas que sostenían algunos combatientes.

    —Alteza —musitó Caléndula mientras se inclinaba en una protocolar reverencia.

    Los ojos de la joven chispeaban como dos ascuas.

    —Déjate de formalismos ahora —exigió y se cruzó de brazos—. No estoy de humor para tonterías.

    Caléndula se irguió. sus iris reflejaban la tormenta que se avecinaba.

    —Pues si su alteza no está de humor, muy su problema. Os aseguro que a mí me llevan los demonios del inframundo y no sin razón.

    —No seas insolente, Caléndula —reprochó Mancinella—. Esas no son formas de hablarle a nuestro príncipe. ¿Por qué siempre tienes que avergonzarnos de esta forma? Si la reina se enterase…

    —¡Cállate! —exclamaron príncipe y hada al mismo tiempo.

    Del álamo donde se había clavado la espada de Minok surgió la reina Adelfa. Trajeada con la vestimenta de guerra y seguida por un séquito de guardianes forjadores.

    —¿De qué tendría que enterarme, jovencita? —Mancinella abrió la boca; sin embargo, Caléndula se le adelantó.

    —De que soy una insolente, majestad, por atreverme a hablarle a su primogénito sin reprimir mi temperamento.

    Adelfa enarcó una ceja y entornó los párpados.

    —Eso no me sorprende en absoluto, a decir verdad. Sois una mestiza sin abolengo. No se puede esperar demasiado.

    El comentario fue la gota que derramó la paciencia de la joven hada.

    —Pues esta mestiza sin abolengo recuperó a solkeium, cumplió vuestro encargo y, además, evité que la reina Brianna reclamase la reliquia.

    —¡Mentirosa! —Gritaron Abrus y Mancinella.

    —¿Esperáis que os crea? —Caléndula estaba tan furiosa que no reprimió su lengua.

    —Me importa un puerro venenoso si me creéis o no. Estoy harta… ¡Harta! —señaló a la reina con el índice—. De vuestros desprecios hacia los mestizos. —Adelfa iba a reprocharle las formas y la joven no se lo permitió—. Os creéis superior, cuando lo cierto es que sois una mestiza como yo. La diferencia es que mi madre se enredó con un humano y vuestro padre con una sílfide, a mí se me nota y vos lleváis la diferencia por dentro.

    —¿Cómo osas atreverte? Morirás por semejante ofensa.

    —¡Pues moriré con honor! Porque solo estoy diciendo la verdad. Mi madre me confesó vuestro origen antes de que la sacrificarais para ocultarlo y si no hubieseis sido tan mezquina, os habría guardado el secreto hasta el último día de mi existencia, pero no más.

    —¡Guardias! —gritó la reina.

    —¡Vas a condenarnos a todos! —gritó Abrus.

    —Ni te atrevas, madre —intervino el príncipe.

    —No te metas en esto, Napellus. He tolerado tus caprichos demasiado tiempo.

    Napellus se posicionó junto a Caléndula.

    —Sabes de sobra que no se trata de un capricho, madre. Llevo tiempo advirtiéndote sobre este par, sobre sus abusos y te has hecho la vista gorda, pero ya no más.

    —¿Te pondrás de lado de esa?

    —Esa tiene su nombre, majestad. Si le sirve de algo, no tengo ningún interés en que nadie se ponga de mi lado. La Caléndula que anhelaba pertenecer a vuestro reino dejó de existir —dijo con la voz quebrada por la emoción—. No quiero formar parte de una raza que castiga las diferencias; que desprecia lo que no comprende, que vive obnubilada por los prejuicios absurdos de una supremacía que solo existe en esas limitadas mentes de las que tanto os jactáis —vociferó sin quitarle los ojos de encima a Abrus y a su hermana —. No quiero pertenecer a vuestra sociedad mezquina, saturada de podredumbre de espíritu. Condenáis a los tanarianos, pero muchos de vosotros no sois tan diferentes.

    —Caléndula, por favor… —pidió el príncipe.

    La joven negó con la cabeza. Adelfa abrió la boca; sin embargo, Caléndula levantó una mano y le impidió pronunciar una sola sílaba.

    —No necesitáis molestaros en desterrarme, me largaré enseguida. Quedaos con la reliquia. Eso sí, al menos tened la decencia de cumplir con la voluntad de la soberana de Enalterra —dijo con las mejillas encendidas—. Por cierto, os manda a decir que espera que tengáis una buena explicación.

    —No puedes hacerme esto, hermana —chilló Mancinella—. Padre está muy enfermo y yo…

    —Tendrás que aprender a cuidarlo igual que hice yo en su momento.

    —¡No puedes dejarme, somos hermanas!

    —Hubieses pensado en eso cuando me usaste para ganarte el favor de la reina —espetó—. Hubieses recordado eso cuando decidiste que sería buena idea acusarme de traición por haber traído un mortal a nuestra tierra. Querías librarte de mí, ¿no? Pues lo has conseguido.

    La joven dio media vuelta. Las hadas se apartaron para dejarle vía libre. El murmullo ascendía en la medida que avanzaba. Algunos le daban la razón; otro tanto se disculpaba en voz baja. Un grupo menor al habitual cuchicheaba entre risitas. Levantó la cara y caminó con la frente en alto. Nunca más permitiría que la avergonzasen por ser quien era ni por su apariencia.

    —Espera, no te vayas así, por favor.

    Napellus le cortó el paso.

    —Dejad que me marche —dijo con voz trémula—. Reconozco vuestras buenas intenciones, agradezco las molestias que os habéis tomado, pero ahora mismo solo quiero alejarme todo lo que pueda.

    —No quise engañarte, lo siento, de verdad. —Ella apenas cabeceó una vez.

    —Pero lo hicisteis —dijo en voz baja y pasó a un lado del joven—. Las buenas intenciones no evitan el dolor del engaño, alteza.

    —¿A dónde irás?

    Ella se volvió un instante.

    —A algún lugar donde las diferencias tengan valor.

    —Prometo encontrarte.

    Ella no respondió. Napellus la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.

    Caléndula avanzaba a zancadas. Como volviese a llegar tarde a sus clases de vuelo, El consejero real iba a enfadarse muchísimo. La joven hada atravesó el arco de los deseos. Gult se paseaba de un lado a otro. La inquietud del gran animal impregnaba la estancia con un matiz preocupante.

    —¡A buena hora apareces! —refunfuñó el consejero—. ¿Tengo que asignarte más clases de protocolo y diplomacia?

    —Pero si solo han transcurrido dos minutos, ¿qué es lo que te tiene tan nervioso?

    El consejero fijó la mirada; Caléndula se volvió en la misma dirección.

    —Hola, Caléndula.

    Tener a Napellus delante le pareció un espejismo.

    —Ahora ya sabes qué me tiene tan nervioso. Detesto las visitas sin previo aviso o invitación.

    —Lamento haberme personado de improviso. Mi intención jamás ha sido perturbar de manera alguna vuestra tranquilidad.

    —Vuestra madre se basta y se sobra para esa tarea —refunfuñó el consejero una vez más—. Así que doy gracias a los dioses porque su alteza pretenda ser más considerado.

    —No necesitas ser tan irónico, el príncipe no suele hablar por hablar.

    —Como sea —dijo y echó a andar hacia la gran puerta—. Os dejaré a solas, creo que tenéis mucho que deciros. Eso sí, ni por asomo te creas que vas a escaquearte de mis clases. Tarde o temprano aprenderás a volar o me cambiaré el nombre.

    —No pensaba hacerlo, ¿cómo crees?

    Gult soltó un gruñido y las puertas se cerraron tras de él.

    Napellus dio dos pasos hacia Caléndula.

    —¿No te alegras de verme? —ella suspiró y lo invitó a salir al balcón.

    De pie, bajo la noche aterciopelada cundida de estrellas titilantes, permanecieron en silencio durante algunos minutos.

    —No es que no me alegre, es solo que ya no soy la misma.

    —Eso se nota, créeme. Luces, distinta. Más…

    —¿Segura? —él negó con la cabeza.

    —Más hermosa. La luz que llevas por dentro ahora brilla con intensidad.

    —Por fuera no he cambiado casi nada; la ropa, la forma de arreglarme, quizá. En el fondo sigo siendo la misma.

    —Te ves diferente y te sienta bien.

    Caléndula inspiró hondo. Por su cabeza pasaron miles de respuestas cáusticas; se las tragó todas. La verdad es que no había dicho nada impropio. En su mirada notó que hablaba con sinceridad. Se reprochó no haberse desecho de la costumbre de asumir que cada halago traía consigo una burla enmascarada.

    —No es necesario que despliegues tus encantos, estamos solos, de verdad.

    —Lo sé. Queda tranquila, ni estoy desplegando encantos ni creo que en palacio deseen espiarnos. No soy tan importante como mi madre. Solo he venido a cumplir con mi promesa, ¿recuerdas?

    Las palabras de Napellus resonaron en su mente y las mejillas se le encendieron.

    —Creí que…

    —Mentía, no me sorprende —dijo y se acercó un poco a ella.

    —Lo lamento.

    —No tienes por qué. En ese momento era natural que estuvieses llena de desconfianza hacia todo el mundo. La pregunta es: ¿sigues desconfiando?

    —Un poco sí, no voy a mentirte —confesó—. Aquí —hizo un ademán señalando el castillo—. Me han tratado con respeto y me han ayudado a superar muchas cosas. Pero sigo teniendo huellas, cicatrices invisibles que llevo en el corazón.

    —Me preocuparía si no fuese así. Con todo lo que tuviste que vivir no es para menos, faltaría más. Las heridas como las que te causaron no se borran como por arte de magia.

    Ella clavó los ojos en su mirada.

    —¿A qué has venido en realidad?

    —A cerciorarme de que eres feliz.

     —¿No te decepciona que no me transformara como suele pasar en los cuentos de fantasía? —él arrugó el entrecejo.

    —¿De qué hablas? ¿Te refieres a que no hayas cambiado tu aspecto? —Ella asintió—. A mí nunca me ha importado que fueses diferente al resto de hadas. Lo que valoro de ti lo llevas por dentro. No tiene que ver con tus carnes ni tu color de piel; con tus ojos o con esa melena de fuego díscola que nunca trenzaste. Y lo que llevas dentro de ti, hoy brilla como la más preciosa de las gemas. Justo esa diferencia siempre fue, es y será, lo que me atrae de ti.

    La caricia que le acunó la mejilla la estremeció. Sin darse cuenta uno se acercó al otro. Bajo la luz de la luna se fundieron en un cálido abrazo.

    —No deberíamos estar espiando —susurró Brianna inclinada sobre la melena de su consejero.

    —Chist, calla y déjame oír. Ya sabes que me encantan las historias románticas. Además, como le robe una sola lágrima lo devoro.

    —Ni se te ocurra —masculló—. Acabamos de firmar la paz y quiero pasarme otro par de años en el mundo mortal. No me gusta volver de improviso cada vez que algo se rompe por aquí.

    —Pero tendrás que volver para la boda, ¿no? —Briana puso los ojos en blanco.

    —Calla o nos cargaremos la boda antes de que pidan su mano.

    —Llevas toda la razón.

    Reina y consejero espiaron gran parte de la noche mientras cada uno imaginaba cómo sería aquel enlace.


    Esta historia fue escrita para el reto #Surcaletras que propuso Adella Brac para el mes de enero. El disparador era una canción, pero mi imaginación me llevó de nuevo a Enalterra. Espero la disfrutéis.


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  • DESPEDIDA TRAS LA VENGANZA

    Una joven arquera sujeta el arco y una flecha en las manos. viste corpiño, falda corta y botas. Detrás se observa un lago, los predios de un bosque y varias aves volando.
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Camila, arco en mano, sacó una flecha del carcaj con la diestra. El plumado escarlata al final del astil le cosquilleó sobre la piel. Sin perder de vista a su objetivo tensó la cuerda. Apuntó en dirección a la nuez de Adán que ascendía y descendía a cada trago que daba su dueño. La suave brisa estival jugueteó con sus mechones. El aroma a madreselva avivó recuerdos sepultados que solo sirvieron para aumentar la rabia que se le enroscaba alrededor del corazón.

    La estridente risotada masculina acrecentó en ella la sed de venganza. Parpadeó varias veces para aclararse la vista y tragó saliva. No era momento de llorar; era tiempo de cobrar la afrenta. La dulce voz de su gemela le erizó la piel. El inusitado susurro le rozó la oreja. Si no hubiese confirmado con sus propios ojos que estaba a varios metros bajo tierra, habría jurado que al volverse la vería allí, como si nada hubiese ocurrido.

    —No lo hagas, Cami, te matarán. El sacrificio no merece la pena.

    La joven arquera ignoró la advertencia y tensó un poco más la cuerda. Imágenes del cuerpo desmadejado de su querida Eleonor destellaron frente a sus pupilas. El graznido del halcón cruzó el firmamento. La sensación de la madera pinchándole la parte interna de los muslos la devolvió al presente. La hora decisiva había llegado.

    Camila disparó. La saeta se incrustó en la gruesa garganta. Segundos después, otra flecha se clavaba bajo la axila izquierda y una tercera atravesaba el muslo derecho. Gritos masculinos se impusieron al íntimo cantar del bosque. El ruido de pasos se escuchaba cada vez más cerca. Aguardó paciente a que dieran con su posición. No era una cobarde; asumiría su responsabilidad y su condena.

    Aguzó el oído. Los pasos se alejaban. ¿Habría intervenido León pese a su advertencia? Qué ingenua fue al creer que le obedecería. Él jamás la  dejaría a su suerte. El ficticio ulular de una lechuza imposible de avistar disipó sus dudas. El característico roce del metal contra el cuero captó toda su atención. La brisa sopló con más fuerza; el olor a sudor, cerveza y madera ahumada le cosquilleó en la nariz y la impulsó a descender.

    —Márchate ahora que he logrado enviarlos en sentido contrario. —Camila miró ceñuda a su interlocutor.

    —No soy ninguna cobarde, León. Asumiré las consecuencias.

    El guerrero dio un paso para acortar la distancia entre ambos. Ella reculó hasta que la áspera madera del gran tronco le arañó la espalda.

    —Tú lo que debes asumir es el trono y para ello debes permanecer con vida —dijo y las pupilas se le contrajeron acentuando el cerúleo tono de sus iris—. Se lo debes a tu pueblo.

    León le acunó el óvalo del rostro con la siniestra. Camila se estremeció ante la áspera caricia de quien, hasta hace seis meses fuese su guardián real.

    —No soportaré perderte a ti también y es lo que ocurrirá cuando descubran que preferiste otorgar tu lealtad a una rebelde, en lugar de brindársela a los usurpadores.

    —Lo harás porque tu deber está por encima de cualquier cosa, incluso de lo que sientes. —León posó los labios en la boca femenina.

    Camila se aferró a sus brazos. El desenfrenado encuentro de lenguas y alientos revivió el anhelo adormecido por tanto tiempo de ausencia. Él se apartó antes de que la pasión jugase en su contra. El repentino vacío le encogió el corazón a la joven.

    —Es hora de que sigas tu camino. —La inminente despedida obligó a Camila a contener la respiración.

    —Vivirás en mi corazón; serás el alimento de mi alma y la espada de mi justicia —declaró con voz trémula—. Tu nombre será recordado y tu linaje honrado mientras me quede aliento. Te perteneceré ahora y siempre. —Camila se llevó el puño derecho al corazón.

    —Vivirás en mi corazón; serás el regocijo de mi espíritu, la única dueña de mi amor y la reina de mi vida —murmuró e imitó el gesto—. Servirte ha sido siempre un honor y amarte un privilegio. Vuela libre y regresa más fuerte que nunca.

    Camila y León se despidieron como los guerreros que eran. Antebrazo contra antebrazo consumaron el ritual. El sacrificio había sido ofrecido. Cumplidos los formalismos y, a sabiendas de que dar marcha atrás era imposible, como los amantes que nunca dejarían de ser, se abrazaron cariñosamente por última vez.

    Esta historia fue escrita durante mi participación en la comunidad Surcaletras de Adella Brac. la premisa era finalizar con la frase : «se abrazaron cariñosamente por última vez». Espero la disfrutéis.

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  • Uaigneac: el refugio del hechicero

    Mansión antigua y tenebrosa flotando sobre isla rocosa en el mar durante una  noche muy oscura con algunas gaviotas al vuelo
    Imagen de Enrique Meseguer en Pixabay


    Extendió las manos con las palmas en dirección a la chimenea. En segundos, un fuego crepitaba, vigoroso. Posó sus singulares ojos color amatista sobre las llamas que danzaban ajenas al torbellino que se formaba en su interior. Un trueno retumbó rompiendo el silencio; desvió su mirada hacia el amplio ventanal desde donde podía vislumbrar las olas elevarse con fiereza para luego chocar contra la barrera invisible que mantenía su hogar a salvo de la inclemencia del clima y las miradas indiscretas de navegantes atrevidos que se lanzaban a la aventura de conquistar el mar de Oighearshruth.

    Inspiró muy hondo mientras las nubes se apoderaban del platinado fulgor de la luna. Se volvió en cuanto escuchó los pasos y sintió su presencia.

    —¿Seguro no quieres venir? Marcus y Bradach vendrán conmigo. —Negó con la cabeza mientras lo veía fruncir el ceño.

    —Sabes que prefiero permanecer a buen resguardo. Id vosotros y divertíos. —Su primo suspiró hondo.

    —Como quieras, cariño. En todo caso, por si volvemos y ya te has metido en tu guarida, feliz cumpleaños.

    Esbozó una sonrisa y sus ojos brillaron apenas un instante.

    —Gracias, Giralt.

    Advirtió la duda en los ojos de su primo. Le habría gustado aproximarse y dar rienda suelta a sus afectos; volver a sentir el abrazo cálido de un ser querido. No pudo y agradecía a todos los dioses la infinita comprensión que Giralt le obsequiaba a pesar de sí mismo. Lo vio marcharse y dejó vagar sus ojos en aquella estancia iluminada solo por el fuego que había encendido. Se acercó al ventanal y apartó el cortinaje. La lluvia comenzó a caer con fuerza. las gotas chocaban contra el cristal repiqueteando en una sinfonía melancólica. Se distrajo un instante hasta que el eco de su voz le robó el aliento, como le ocurría cada aniversario.

    Se volvió con lentitud. Estaba allí en medio del salón parada frente al fuego. Su larga y dorada melena refulgía robándole protagonismo al fuego. Las hebras de oro estaban trenzadas como de costumbre, en un intrincado recogido que las retorcía con minuciosa delicadeza. Sus ojos verdes lo contemplaban con adoración; sin embargo, solo se aproximó en cuanto hubo extendido sus brazos hacia él.

    —Lo siento, lo siento tanto —dijo con voz queda mientras se estrechaban en un abrazo lleno de añoranza y afecto.

    Ella reculó un paso y acunó su rostro con ambas manos. Sus ojos se llenaron de lágrimas que dejó correr en libertad, apenas se vio reflejado en su mirada maternal, esa que lo ha acompañado año tras año junto a cada latir de su corazón.

    —Mi pequeño que ya no es tan pequeño —le dijo recogiendo sus lágrimas con dulzura—. Te culpas cuando no debes hacerlo y mi corazón sufre por no saber cómo brindarte el sosiego que tu espíritu necesita.

    Apoyó sus ásperas palmas en esas manos que lo acogían con tanto amor.

    —Si no fuese por mí y lo que soy, estarías todavía conmigo, madre. ¿cómo quieres que sea feliz si por conservar mi inútil existencia te perdí?
    —No debes hablar así, Nicholas —le reprochó fijando sus ojos en él—. di mi vida por ti, porque, aunque no eres de mi sangre, eres el hijo de mi corazón.

    »Si hubieses muerto aquella noche, yo habría muerto contigo. Puedo no estar en cuerpo, cariño mío, aun así, mi alma, mi espíritu está aquí y siempre estará aquí, cuidando de ti.

    » Uaigneac es mi legado para ti. Ella soy yo; ambas somos tu hogar; tu protección; tu refugio.

    —Lo sé, mamá —dijo con un hilo de voz tras apoyar su frente en la de ella—. Solo es que te echo demasiado de menos y, aunque sienta tu fuerza vital y tu espíritu en cada pared de esta mansión, nada se compara a tenerte junto a mí.

    Ella le dio un beso en cada mejilla.

    —Es hora de que vuelvas a vivir, cariño mío. —Se tensó ante aquella petición—. Te has erradicado del mundo; te has alejado de todo y de todos de forma absoluta y eso no es bueno para ningún espíritu.

    —No puedo, madre —dijo y la sujetó por las muñecas—. No me pidas que exponga a nadie más.

    Caomhnóir lo miró con tristeza.

    —No tiene por qué ser así. Uaigneac se moviliza por una razón: que no pierdas el contacto; gracias a eso tienes a Giralt; podrías encontrar el amor igual que él lo hizo.

    Le dio la espalda, molesto.

    —No insistas, por favor.

    Otro trueno retumbó en lo alto como reflejo de las emociones que se movían inquietas en su corazón. El miedo se retorcía arañando cada rincón de su mente. Era un habitante del que no había podido librarse desde que cumplió veintiún años.

    No pudo evitar trasladarse a través de sus recuerdos. Un siglo había transcurrido y para él seguía siendo como si fuese el día anterior.

    Estaba rebosante de alegría; por fin Ilandria había aceptado salir con él. sobre sus labios; en su lengua; su memoria guardaba con fidelidad el sabor de sus besos, la suavidad de sus labios y mucho más profundo, la traición de aquel abrazo que lo había marcado para siempre.

    No lo vio venir; sin embargo, su madre había estado atenta. Se atravesó en el momento preciso en el que aquel hechizo fulminante viajaba en dirección a su pecho. Nada lo había preparado para resistir el dolor de perder a la única persona que lo había amado y protegido con su propia vida.

    Se arrepentía en parte; presa del dolor dejó que este tomara el control y arrasó con aquella bruja maldita; también con un tercio de los habitantes de Rondearmad.

    Todavía podía saborear lo amargo de sus lágrimas al descubrir su verdadera naturaleza; la sal que llevaba consigo la brisa de la bahía. Con su madre en brazos se adentró en el mar y siguiendo sus instrucciones dio vida a aquella isla rocosa donde descansaría su nuevo hogar. Porque sí, ella tenía razón, aunque muchos creyeran que Uaigneac era una mansión sostenida bajo el influjo de una maldición, lo cierto es que era su hogar; el único lugar del mundo donde podía permanecer a salvo de quienes lo querían muerto y donde podía refugiarse de sí mismo para no tomar ninguna otra vida bajo el deseo de la venganza o la falsa ilusión que proveía el autoengaño en la obtención de justicia.

    La tierna caricia en su espalda lo trajo de vuelta al presente. Se volvió para verla; ella sostenía un talismán; lo reconoció al instante. Creyó haberlo perdido aquel aciago día.

    Caomhnóir se aproximó y se lo pasó por la cabeza. La joya que pendía del pentágono de oro refulgía palpitante. La observó y apretó su puño alrededor. El calor que emitía la gema sosegó su corazón.

    —Legado de tu estirpe; tu sangre y la de los tuyos encierra un enorme poder —dijo y le acarició el rostro—. Ha llegado el tiempo de que vuelva a ti y lo que ha permanecido dormido, despierte.

    »Vienen tiempos difíciles, cariño mío y has de estar preparado. El diamante de sangre te protegerá aún si yo desaparezco de este plano de forma definitiva.

    —Madre, por favor. —Ella negó con la cabeza y lo hizo callar posando un dedo en sus labios.

    —Escucha lo que he venido a decirte. Luego has de decidir —lo tomó de la mano y se acercaron al fuego—; eso sí, no olvides, no siempre podemos dejar en manos de la razón lo que ha de decidir el corazón.

    Se dejaron caer sobre la mullida alfombra. Con los dedos entrelazados y las piernas cruzadas unieron sus espíritus. Vio parte del pasado, del presente y del futuro próximo. Sus oídos fueron testigos de lo vaticinado por el oráculo de Glare y no pudo evitar que un escalofrío le recorriese la columna vertebral.

    «Cuando la tormenta se alce y el mar ruja imponente,
    el poder oculto se hará evidente.

    Misterio y oscuridad, sangre y muerte volverán, si la elegida no pone a su vida final.

    La magia se unirá si en la trama del destino cae; un oculto secreto guarda la clave.

    Nada volverá a ser igual si el legado cambia amor por lealtad;
    recordad hijos de Glare: vuestra sangre será derramada sin sentido,
    si la ofensa de los Rúndiamhaires dejáis en el olvido».

    Permaneció sumido en aquella visión hasta que se topó con esos ojos; verdes, profundos, cargados de secretos. Sintió las voces de su estirpe clamando justicia; vio las mismas muertes que aquellos ojos tuvieron que ver cuando la inocencia todavía poseía buena parte de su alma. Sintió su tristeza y su dolor; la amargura y la huella del odio tatuado a la fuerza en un noble corazón.

    La visión llegó a su fin. Abrió los ojos y supo, sin duda, que su corazón ya había decidido.


    Este relato ha sido escrito para participar en el desafío Imagena, propuesto por Jessica Galera Andreu. Decir que es muy probable que este fragmento se convierta en parte de una novela. Seguiremos informando. si os ha gustado, podeis leer la sinopsis tentativa de esta historia y contarme qué os parece.

    Elementos a utilizar en el desafío:

    • La fotografía que aparece en el reto Sin-Opsis
    • La imagen de seis personajes que pueden formar parte de la historia
  • ALMAS TRASCENDENTES

    Pareja sentada al aire libre, sonriendo
    Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com


    Sintió aquel aroma que le resultaba tan familiar. Echó a andar entre la gente. La llamarada rebelde de una melena indómita le atrajo tal como el primer día que la tuvo entre sus brazos.

    Aceleró el paso. Su risa cantarina reverberó alzándose entre las miles de voces que iban y venían sin brújula ni destino.

    La perdió y su corazón dio un vuelco, desesperado. ¿cuántos eones más para poder tenerle de nuevo a su lado? Negó con la cabeza, debía encontrarla. Eran ya muchas vidas esperando por ella.

    Un roce, su aroma, su risa. Se giró con el corazón galopante y la esperanza viva y palpitante.

    Sus ojos se encontraron. Sorpresa, incredulidad, anhelo. Ambos corazones salieron al encuentro de un abrazo que los uniese en esta vida y en las siguientes.

    Un beso tan elocuente como urgente. La pasión burbujeante, el deseo floreciente. El amor consciente de habitar en aquel par de almas trascendentes.


    Texto inspirado en la canción Hilos Rojos de Brock Ansiolítiko.

  • EL PODER DE UN ALMA NOBLE

    Ventana a través de la cual se observa el interior de una estancia decorada de navidad
    Imagen libre de derechos, tomada de pixabay.com


    Porque nada es más poderoso que el amor.


    «El señor Elliot se ha quedado embobado mirando ese hermoso juguete de porcelana en el que una bailarina gira al son de una hipnótica melodía hasta que, finalmente, hace una reverencia y la cajita se cierra. El viejo se ajusta sus gafas redondas y esboza una sonrisilla desde sus finos labios antes de entrar en aquella vieja tienda de juguetes para llevarse a casa el objeto de su embelesamiento. Después, se sube las solapas de su raído abrigo marrón y regresa a la calle. Llama su atención un coro de niños entonando un bonito villancico al lado de aquel enorme árbol cuyas luces parpadean en el centro de la plaza, dotando al pueblo de una amalgama multicolor que por momentos lo ciegan.

    El señor Elliot camina despacio a través de las calles mojadas, donde los copos que empiezan a caer se funden, y no tarda en llegar a la humilde casa en la que lleva viviendo más de cincuenta años. Desde la ventana, atisba ya esas orejillas que lo esperan impaciente. Su fiel Labo, un viejo labrador que lleva con él diez inviernos y al que el frío acobarda. Aquella tarde ha preferido dejarlo en casa y el animal lo recibe con el entusiasta movimiento de su cola mientras él se deshace en carantoñas.

    Labo regresa al sofá, donde se aovilla, mientras el señor Elliot se quita los guantes y se frota las manos, tratando de entrar en calor. Después, azuza el fuego de la chimenea y camina hasta la bolsa para sacar el bonito juguete, que coloca sobre la repisa, sonriendo. Su arbolillo trata de emular con osadía y orgullo al que engalana la plaza y aunque sencillo, para él es el más hermoso del mundo, pues fue el que su difunta esposa, Emily, escogió.

    Se asoma a la ventana y se deleita en esa vida sencilla que discurre al otro lado del cristal. La noche de Navidad se acerca y él la pasará solo, como es habitual. A pesar de todo, pocas cosas son capaces de borrarle la sonrisa porque el señor Elliot ha hecho de los recuerdos un sostén para los días tristes y no una carga que lo debiliten.

    La nevada arrecia y el señor Elliot acude a la campanilla de su horno, avisándole de que el asado está listo. Se sirve en un plato y le pone su ración a Labo, que ha cambiado su lugar en el sofá por la alfombra que queda frente a la lumbre. El viejo se sienta en su mecedora y mira al perrillo con ojos brillantes.

    —Feliz Navidad, Labo.

    Un golpe despierta al señor Elliot, que se ha quedado endormiscado en su chimenea, con el plato sobre su regazo. Labo lo mira, con el cuello erguido y expresión inquieta. El hombre se levanta con dificultad, convencido de que han llamado a la puerta y cuando abre…»

    Labo se adelanta y comienza a ladrar y gruñir con fiereza. El señor Elliot le coge con fuerza por el collar. La mujer que se haya tambaleante en la puerta se lleva una mano al pecho y se desploma. El hombre apenas si tiene tiempo de sujetarla para que no caiga de bruces al suelo. El perro la olisquea gruñendo, intranquilo.

    —quieto, quieto, que solo es una dama, labo.

    Desde fuera, dos figuras se ocultaban entre el par de enormes abetos.

    —Tendrías que haberme hecho caso.

    —Da igual, cuando salga el sol estará acabada.

    Ambas figuras se desvanecieron entre las sombras.

    Labo seguía gruñendo a aquella mujer cuyo cuerpo desprendía un extraño aroma y cuya piel parecía hielo seco de tanto frío que expelía. Preocupado por el estado de aquella mujer, el señor Elliot pensaba cómo socorrerla. Se inclinó para retirarle el cabello del rostro. Dio un respingo al sentir como la piel de la mujer quemaba de lo helada que estaba. Se acomodó las gafas para verla mejor, no parecía azul; tampoco morada; se irguió con esfuerzo mirando hacia la chimenea. Tenía que calentarla antes de que fuese a morir de hipotermia.

    —Venga, Labo. Hagamos nuestra buena obra de Navidad.

    El perro tensó las orejas, alerta. Ayudando a su amo, no sin hacer un gran esfuerzo, entre ambos lograron acercar el cuerpo de aquella mujer hacia el calor de la chimenea.

    Ecluise abrió los ojos. El dolor que sentía en todo el cuerpo la consumía. Miró con los ojos desorbitados aquella estancia. No tenía idea de dónde se encontraba, pero sabía que sería su última morada.

    —¿te encuentras mejor? —aquella voz seguida de esos ladridos restallaban en su cabeza.

    Ecluise se esforzó en enfocar y se topó con aquellos ojos amables y preocupados, resguardados tras aquellas gafas redondas.

    —Mátame, por favor —el señor Elliot abrió los ojos como platos.

    —Tranquila, no vas a morir; llamaré al doctor Rutherford, te pondrás bien.

    —escucha, no me queda mucho tiempo —Labo seguía ladrando, nervioso—. Cuando amanezca, solo seré un montón de cenizas secas.

    Elliot le tomó la mano con fuerza. Ecluise se sorprendió de la fuerza vital de aquel anciano. Su tacto era tan firme, tan cálido. Sintió ganas de llorar.

    —dime, ¿qué puedo hacer por ti? ¿quieres que llame a tu familia? —Ecluise cerró los ojos al pensar en su familia. Había sido tan arrogante y soberbia al creer que tenía el poder suficiente para enfrentar a cualquier criatura ella sola.

    —No puedes, no son de este plano —Elliot se compadeció de aquella mujer. Parecía tan desdichada.

    —dime entonces, ¿cómo puedo aliviar tu dolor?

    —Mátame, ten piedad y acaba con mi existencia —el perro había dejado de ladrar pero permanecía tenso e inquieto, yendo de un lado a otro olisqueando una y otra vez, como si percibiese algún peligro inminente.

    —No puedo hacer lo que me pides —Ecluise apretó los dientes arqueándose por el dolor. En su rostro se había dibujado un rictus de agonía que al señor Elliot le partió el corazón.

    —Tiene que haber alguna forma de ayudarte —Lágrimas mojaban el rostro de Ecluise, que comenzaba a tomar un tono grisáceo y macilento.

    —Cómo puedes aguantarlo —El hombre no entendía a qué se refería.

    —No te entiendo, ¿aguantar el qué?

    —el frío… me quema. —Elliot estaba tan preocupado por ella que había olvidado por completo la sensación de quemazón. De hecho, ya no la percibía.

    —No lo sé, solo pensaba en la manera de aliviarte —Ecluise comprendió entonces, que su familia siempre había tenido razón. La magia no valía de nada si no había sentimientos de por medio. Aquel hombre estaba lleno de amor y compasión y era eso lo que mantenía el conjuro a raya.

    Labo se tensó, apoyando los cuartos traseros en el suelo en actitud protectora. El señor Elliot intentó cogerle por el collar con la mano libre, pero un destello de luz cortó en seco sus intenciones.

    Elliot no daba crédito a lo que veía. En medio de su pequeño salón, un hombre enorme y con cara de pocos amigos acababa de aparecer de la nada.

    Ladeando la cabeza, el hombre parecía valorar la situación, mientras el señor Elliot pensaba que no volvería a zamparse un plato tan rebosante de asado por la noche. No le importaba quedarse dormido frente al fuego, pero esos sueños eran demasiado extravagantes para su edad.

    El hombre se acercó, hincándose de rodillas para tomar entre sus brazos a aquella mujer. Elliot desvió la mirada cuando el hombre la besó en los labios y estuvo a punto de dejarles a solas, pero la mujer le apretó con fuerza la mano. Así que se mantuvo sentado como pudo, sosteniendo la mano de aquella desconocida.

    —No dejaré que te marches —Aquel hombre tenía una voz grave y con un acento que nada tenía que ver con los que había escuchado Elliot alguna vez.

    —el conjuro es poderoso, no quiero convertirme en un engendro —Elliot tragó grueso. No quería escuchar pero era imposible no hacerlo.

    —Aún sigues aquí —La mujer desvió la mirada hacia su salvador.

    El hombre se fijó en el anciano y en su mano sosteniendo la de Ecluise y su gesto se dulcificó.

    Enfocando sus ojos en Ecluise y concentrando su poder, se conectó con ella usando la telepatía. Elliot se dio cuenta que entre la pareja había un vínculo muy fuerte. Parecía que pudiesen hablarse sin palabras. Eso le trajo recuerdos de su Emily y de lo mucho que disfrutaban de las tardes juntos, paseando en silencio.

    —No puedes hacerlo, Altair. Es un alma noble.

    —No quiero perderte, Ecluise, estaré muerto sin ti —Ecluise ahogó un lamento—. Es solo un alma humana —dolorida, desvió su mirada hacia el señor Elliot que parecía perdido en su ensoñación.

    —Es un alma noble, No la destruyas por mí.

    Altair se hallaba desesperado. Sabía que Ecluise tenía razón, las almas nobles eran vitales para mantener el equilibrio. Pero su amor por ella la cegaba y no había tiempo que perder.

    Decidido a no perderla, dejó el orgullo de lado y por primera vez en su existencia, pidió ayuda, rogando al universo porque su súplica fuese atendida.

    —Ayúdanos, por favor —Elliot se fijó en aquel hombre que parecía tan desesperado como él cuando perdió a su Emily.

    —Te escucho.

    Altair explicó lo que ocurría y cómo Elliot podía ayudarles. Tras sopesar los pro y los contra, el anciano tomó una decisión. No sin antes pedir en voz alta lo que anhelaba su corazón.

    —¿será doloroso? —Elliot pensaba en la agonía de aquella mujer y se estremeció.

    —te doy mi palabra de que no. Solo será como cuando te vas a dormir —Ecluise no podía creer que aquel anciano estuviese dispuesto a sacrificarse.

    —Estoy listo.

    Altair y Ecluise se miraron un instante. Jamás olvidarían a aquella alma noble que les había obsequiado una segunda oportunidad.

    Elliot no supo qué ocurrió. Durante aquel tiempo en que permaneció tendido al lado de la mujer, solo pensaba en su Emily y en la hermosa vida que habían vivido juntos. Con lentitud fue cerrando los ojos hasta que exhaló su último aliento. Labo le lamía el rostro mientras gimoteaba, confundido.

    —¿Cumplirás tu promesa? —Altair asintió, solemne.

    —Es lo mínimo que puedo hacer luego del obsequio que nos ha dado —Ecluise entrelazó sus dedos con los de Altair.


    El cuerpo del señor Elliot fue enterrado junto al de su amada esposa. Desde las alturas, el anciano frunció el entrecejo un instante. Emily se le acercó, abrazándolo con esa ternura tan cálida que a él siempre le había fascinado.

    —Un beso por tus pensamientos —El señor Elliot relajó el entrecejo.

    —mejor que sean dos, cariño.

    —Vale, entonces serán dos —Elliot sonrió un instante y luego volvió a fruncir el entrecejo.

    —¿qué ocurre, querido?

    —que no tengo nada para ti esta Navidad. Con tantas cosas, olvidé la bailarina sobre la repisa.

    Emily soltó una risita cantarina. Elliot olvidó lo que le había estado preocupando.

    —tontín, pero si mi regalo de Navidad eres tú, cariño —Labo agitaba la cola con entusiasmo, mientras Emily y Elliot echaban a andar adentrándose en aquel paisaje invernal.

    Ecluise observaba la escena, enternecida, mientras Altair le abrazaba desde atrás.

    —Ha sido un generoso detalle por tu parte traer al compañero de Elliot —Altair le daba un beso en la coronilla, estrechándola con fuerza entre sus brazos.

    —Nada se compara a la generosidad de esa alma —Ecluise se apartó, girándose para verle la cara.

    —¿Podrás perdonarme?

    —Ya lo he hecho.

    Altair la atrajo hacia sí, inclinándose para besarla como si en ello se le fuese la existencia. Ecluise se aferró a su cuello y dejó que el amor que había albergado en su corazón por tanto tiempo, fluyese libre y sin ataduras. Por primera vez se dio el permiso de sentir lo que el poder del amor podía lograr. Mientras sus almas se fundían en aquel beso, Ecluise supo que entre ambos se había forjado un vínculo que los uniría por toda la eternidad.

    Esta historia ha sido creada para participar en el ‘Imagena’ desafío literario de diciembre propuesto por Jessica Galera en su Fantépica.

  • CASTIGO POR AMOR (Relato)

    Cuenta una leyenda, que hace mucho, mucho tiempo hubo una crisis entre los dioses celestiales Aztecas. Como consecuencia, un poblado mesoamericano dejó de tener descendencia y sus pobladores comenzaron a envejecer sin que nadie entendiese el motivo de aquel suceso.

     

    —Hemos enfadado a los dioses —exclamaron varios pobladores.

     

    —Tenemos que hacer sacrificios, algo para que vuelvan a vernos con buenos ojos, dejemos de envejecer y nuestras mujeres vuelvan a concebir —dijeron con el temor reflejado en sus ojos.

     

    Un trueno hizo temblar el cielo dejando a los pobladores presas del miedo.

     

    —¡Tonacatecuhtli!, ¡Tonacatecuhtli! —gritaba, furioso, Tonatiuh.

    Tonacatecuhtli se hizo presente; iba con los hombros caídos, las ojeras acentuadas y un aspecto terrorífico. Arrastraba los pies y era evidente que algo le generaba gran pesadumbre.

    —Por todos los dioses del panteón, ¿se puede saber qué es lo que te pasa? ¿y qué chingaos pasa contigo y con tu mujer? Tengo ahí abajo una población arrugándose como una pasa y sin panzonas ni chamacos por ningún lado. Haz el favor de explicarme ahora mismo —exigió Tonatiuh.

    Tonacatecuhtli suspiró profundo y comenzó a relatar lo que había estado ocurriendo entre él y su mujer.

    —Pero serás pendejo, cabrón —espetó Tonatiuh, exasperado.

    —¡Tonacacihuatl! ¡Haz el favor de venir de inmediato y no quiero excusas! —ordenó Tonatiuh.

    La diosa hizo su aparición con muchos efectos; a leguas se notaba que estaba tan furiosa como una leona enjaulada.

    —¿Qué es lo que quieres, Tonatiuh? ¿Vas a interceder por este cabrón hijo de su chingada madre? Si es que los hombres todos se alcahuetean —dijo Tonacacihuatl, indignada.

    —Cierra ese pico de urraca rezongona. Te mandé llamar para escuchar tu versión de los hechos, así que habla de una vez, que no tengo tiempo para ridiculeces, mujer —espetó el dios con impaciencia.

     

    Diosa Xochiquétzal seduciendo a una figura masculina
    Imagen tomada del códice Borg’ia

     

    Tonacacihuatl contó su versión de los hechos, animando de vez en cuando a ciertas nubes para representar lo ocurrido de manera más directa.

    —Comprendo —murmuró Tonatiuh.

    —Como verás, yo no puedo tolerar semejante traición. Esto me ha dejado devastada, casi tengo que pedir terapia y demás. ¿Cómo quieres que piense en copulaciones ni concepciones cuando mi propio marido me pone casi los cuernos con una diosa de tan baja calaña? —dijo Tonacacihuatl, llorando a moco suelto.

    —Cariño, tú misma lo has dicho… casi, no te puse los cuernos, te lo juro por lo más sagrado —intentaba explicar Tonacatecuhtli cuando truenos y relámpagos le hicieron callar de golpe.

    Dios Tláloc

    —Me mandaste llamar, Tonatiuh —dijo Tláloc, materializándose montado sobre una nube adornada con relámpagos y estrellas.

    —¿Qué sabes tú al respecto de este asunto? —preguntó Tonatiuh, con expresión sombría.

    —Que te lo intenté advertir —dijo Tláloc— pero no hiciste ni puto caso; ¿ahora qué quieres? Tengo pendiente desatar una tormenta allí abajo para acabar con la sequía y no tengo tiempo de chismorreos, así que si no te importa… —dijo, esfumándose entre truenos y relámpagos.

    Tonatiuh suspiró.

    — Itztlacoliuhqui-Ixquimilli, ¿sería tan amable de acercarse? Requerimos su presencia para un asunto delicado —llamó Tonatiuh, adoptando un tono mucho más formal.

    Itztlacoliuhqui-Ixquimilli hizo acto de presencia; miró a su alrededor y alzó una ceja.

    —¿Qué se te ofrece, Tonatiuh? —preguntó la deidad, intrigada.

    Tonatiuh, a sabiendas que el dios del castigo no era muy paciente, le puso al tanto de la situación.

    —Bien, siendo así… —asintió la deidad y con un movimiento de muñeca hizo aparecer ante todos a Xochiquétzal.

    Diosa Xochiquétzal

    Tonacatecuhtli empalideció, mientras Tonacacihuatl enrojecía de la furia e intentaba abalanzarse contra la joven deidad.

    Itztlacoliuhqui-Ixquimilli apresó a la diosa, furiosa con un manto de obsidiana. Tonacacihuatl se enfureció aún más, rezongando y gritando todo tipo de imprecaciones.

    —Cierra el pico, o la sentencia te alcanzará a ti también, ¿eh? —advirtió Itztlacoliuhqui-Ixquimilli.

    Xochiquétzal comenzó a temblar.

    —Algo no andaba bien y todo por culpa de la bruja esa, que no sabía entender una simple bromita —pensaba la joven, mientras miraba a Tonatiuh, intentando descifrar alguna cosa.

    —Xochiquétzal, serás convertida en criatura vegetal y permanecerás así allí abajo, hasta que sanes el corazón de un hombre herido por una traición; serás devorada por los pobladores y solo podrás adoptar forma humana durante la noche; ah, sí, antes de que lo olvide… sufrirás las inclemencias de cualquier ser vegetal que habite en el mundo. Esa es mi última palabra —sentenció Itztlacoliuhqui-Ixquimilli, desapareciendo justo antes de que la joven cayese de rodillas suplicando clemencia.

    —Cuaxólotl —llamó Tonatiuh—. Ni se te ocurra echarle una mano, o haré que pagues tú también, ¿has entendido?

    Cuaxólotl asintió y desapareció, no sin antes mirar a la joven con tristeza.

    —Nahual —dijo Tonatiuh—. Serás su tutor mientras cumple su castigo.

    El joven frunció el cejo en silencio. No le hacía gracia formar parte de aquel castigo, pero estando los dioses tan enojados mejor era quedarse callado.

    Tonatiuh al ver su expresión fue a replicarle, pero luego lo pensó mejor y se abstuvo. Bastante castigo era enviarle como tutor a cuidar a semejante jovencita, irreverente y díscola.

    —Por favor… no permitas que me hagan esto… por favor —suplicaba Xochiquétzal ante los pies de Tonatiuh.

    —Te lo advertí muchas veces… he sido demasiado tolerante ante tus juegos y tu desfachatez —murmuró Tonatiuh—. Has llegado demasiado lejos; y perjudicar a mi gente conlleva un alto precio.

    La joven seguía arrodillada suplicando clemencia, pero los dioses hicieron caso omiso.

    Nahual le cogió de un brazo para ayudarla a ponerse en pie.

    —Es inútil —masculló entre dientes Nahual—. Vamos, mientras más pronto comiences, más pronto estaremos de regreso.

    Xochiquétzal se limpió las lágrimas y sin abandonar del todo esa actitud soberbia que le había granjeado tantos problemas, dio media vuelta y desapareció junto a Nahual. Ambos se marcharon rumbo a la tierra, habitando la zona de Mesoamérica… Nahual convertido en las espigas protectoras de la flor de Izote y Xochiquétzal como los capullos acampanillados.

    Por su parte, Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl con ayuda de Patécatl, sanaron a los pobladores, quienes dejaron de envejecer y comenzaron a reproducirse restableciéndose el equilibrio.

    ___

    Muchas noches, muchas lunas pasaron hasta que Xochiquétzal dejó su soberbia y su orgullo de lado y se propuso cumplir con el castigo impuesto. Estaba harta de ser engullida por aquellos seres humanos que ni siquiera apreciaban su belleza, su delicada forma, su tersura y mucho menos su sabor. Estaba harta de las inclemencias enviadas adrede por Tláloc, de ser cortada para adornar las viviendas, de ser infravalorada por tantos y tantos siglos.

    También estaba un poco harta de tantas mujeres y hombres con el corazón roto en pedazos negados a sanar, envenenados por la semilla del odio y la desconfianza; ya no le parecían tan graciosos sus juegos, sus intrigas y sus bromas para con los dioses que habían decidido convivir en pareja.

    Se había cansado de las quejas de Nahual, pero por sobre todas las cosas, se había cansado de tanta soledad.

    —¿De qué me sirve poder tomar forma humana por las noches, si siempre las paso en compañía de la soledad? —pensó con tristeza Xochiquétzal, mientras paseaba bajo la luz de la luna que, en lo alto parecía iluminarla solo a ella.

    Laguna vista de noche

    Xochiquétzal suspiró, recogiendo una lágrima que resbalaba solitaria cruzando su hermoso rostro.

    —Una mujer tan hermosa no debería llorar —dijo una voz detrás de ella.

    Xochiquétzal dio un respingo y se apartó.

    El joven se acercó un poco más. Aquella mujer tan hermosa parecía una aparición; un regalo de los dioses.

    La diosa le miraba en silencio. Los ojos de aquel joven emanaban magnetismo, pero también una profunda tristeza rodeada de desconfianza.

    Xochiquétzal lo miró a los ojos; el joven desvió la mirada y se giró observando el paisaje abrirse hacia el horizonte, bañado por la luz plateada de aquella luna enorme y hechicera.
    El joven parpadeó y sacudió su cabeza varias veces. Volteó con disimulo; ahí seguía ella.

    —¿Cómo te llamas? —preguntó la diosa.

    —¿Qué importancia puede tener eso ahora? ¿qué puede importarle a una mujer como tú? —replicó el joven con desdén.

    —¿Qué significa una mujer cómo yo? —preguntó Xochiquétzal.

    El joven guardó silencio y le dio la espalda. No quería seguir mirándola, no quería sentir aquella atracción tan poderosa nunca más, ni por ella, ni por ninguna otra.

    Xochiquétzal se acercó, cautelosa. Con delicadeza le puso la mano en el brazo. El joven, arisco, se apartó.

    —Márchate —ordenó el joven—. Las mujeres como tú solo piensan en satisfacer sus caprichos; solo quieren jugar con el corazón de los hombres —dijo, sin percatarse de lo dolorosas que resultaban sus palabras para Xochiquétzal.

    —Puede que tengas razón —murmuró la diosa con tristeza—. Las mujeres somos criaturas caprichosas y perversas… pero, ¿sabes? También podemos ser criaturas inteligentes, de corazón puro y buenas intenciones; también aprendemos la lección.

    El joven se giró, sorprendido por aquella declaración. La profunda tristeza que reflejaban aquellos ojos no parecía fingida.

    —¿A ti también te rompieron el corazón? ¿Por eso estás tan triste? —preguntó el joven, con curiosidad.

    Xochiquétzal negó, derramando un par de lágrimas que se cristalizaron antes de tocar el suelo.

    El joven la miraba confundido.

    —He sido yo, que por inmadurez y egoísmo, he roto muchos corazones, he sembrado la duda y la desconfianza, he perjudicado sin querer a mucha, mucha gente —declaró Xochiquétzal bajando la mirada.

    El joven asintió, reflexivo.

    —¿Te arrepientes de lo que hiciste? —preguntó el joven, sin dejar de observarla.

    Xochiquétzal asintió.

    —Mucho, muchísimo —confesó la diosa—. Por eso debo pagar el precio de vivir como vivo, de pasar noche a noche, tan solo en compañía de mi soledad.

    —Puedo venir a hacerte compañía —propuso el joven—. No llevo mucho en la región; quizá tú puedas mostrarme algunos lugares.

    Xochiquétzal lo miró, sorprendida.

    —¿Vendrías a visitarme? —preguntó, incrédula.

    El joven asintió.

    —Mira, yo quiero alejarme de mis cuates que se la pasan insistiendo en que salga con chicas, que así se me va a pasar lo que ella… bueno, el despecho —explicó—; pero a mí no me interesa. Yo solo quiero olvidar y, tú pareces tan sola y triste.

    —¿Te doy pena? —preguntó ella.

    El joven negó.

    —No, no me da pena tu situación, creo que es justo, si has sido tan mala mujer; pero sé lo que se siente la soledad —explicó—. Solo pensé que podíamos juntar tu soledad y la mía y quizá eso nos sirva, aunque sea de consuelo.

    —Puede que tengas razón, sí —murmuró la diosa.

    —Nada perdemos con intentarlo, al menos —dijo el joven, esbozando una tenue sonrisa.

    Xochiquétzal lo miró y sintió una calidez invadirle todo el cuerpo. Una suave brisa trajo el susurro de un ser que ella conocía muy bien.

    —Tengo que irme —dijo la diosa, girando para marcharse en sentido contrario.

    El joven la detuvo, cogiéndole por un brazo.

    —¿Volverás?

    —volveré, si en realidad quieres que vuelva.

    —Te esperaré aquí mañana —afirmó el joven, sin dejar de verle a los ojos.

    Xochiquétzal, se fijó en aquella mirada y se estremeció.

    —Así será —dijo, y se marchó.

    Cuaxólotl, sonrió, escondida entre los matorrales.

    —Te meterás en problemas —susurró Nahual a la diosa.

    —Que va —comentó esta, haciendo un gesto con la mano—. Se me prohibió ayudarle a ella, pero nadie dice que no pueda ayudarle a él —explicó, señalando al joven.

    Nahual se encogió de hombros.

    ___

    Noche a noche, por varias lunas, ambos se encontraron junto a la laguna. Paseaban, conversaban, se sanaban. Sin saber cómo, ambos corazones se reconciliaron con la vida y el amor.

    Una noche el joven apareció, pero había algo diferente en él. Sus ojos brillaban, se notaba que estaba emocionado. Xochiquétzal sintió su corazón rebosar de alegría. Nada le hacía más feliz que verle tan animado. Atrás habían quedado aquellos días de tanta amargura y tristeza.

    —Tengo que contarte algo —dijo, andando nervioso de un lado a otro.

    Xochiquétzal se sentó en una roca y le invitó a sentarse junto a ella.

    —Cuéntame —invitó la diosa.

    El joven inició su relato. A medida que avanzaba, Xochiquétzal sentía como su corazón se iba rompiendo en pedazos.

    —¿No te alegras por mí? —preguntó él, mirándole a los ojos.

    Xochiquétzal tragó grueso y haciendo acopio de todas sus fuerzas, asintió y esbozó una sonrisa.

    —Desde luego que sí; es maravilloso que hayas conocido a alguien así de especial —murmuró ella.

    —Me gustaría que la conocieras, le he hablado mucho de ti —sugirió el joven.

    —Quizá sea un poco difícil —comentó ella— ya ves que solo tengo tiempo libre por las noches.

    —Lo sé, pero sería muy importante para mí, sobre todo ahora que… —intentó terminar la frase, pero ella le detuvo.

    —No te preocupes —le tranquilizó—. Imagino que querrás pasar mucho más tiempo con ella y ya no podrás venir como solías hacer.

    El joven asintió; Xochiquétzal mantenía a duras penas la sonrisa. No podía flaquear y dañarle aquel momento; su felicidad era lo que más le importaba. Ya tendría tiempo de llorar y lamentarse por lo que habría deseado que fuese y no fue… lo que, de hecho, nunca sería.

    —Tengo que irme —anunció el joven.

    Xochiquétzal se puso en pie y con mucha delicadeza estampó un beso en su mejilla.

    —Promete que serás muy feliz —dijo ella.

    —Claro que sí —respondió él—. De todas maneras, no creas que me olvidaré de ti ni mucho menos, vendré cada vez que pueda; incluso trataré de que ella venga, así se conocen… te encantará, lo sé —concluyó el joven, sonriente.

    —Seguro que sí —afirmó ella, mientras le veía marchar.

    Xochiquétzal lloró amargamente hasta quedarse sin lágrimas.

    —¿Estás lista para volver? —preguntó Nahual.

    —Me quedaré —declaró ella.

    —¡Estás loca!; yo no paso aquí un momento más —exclamó Nahual con enfado.

    —Tú puedes volver si es lo que quieres —murmuró—. Yo ya no tengo razones para volver, tampoco tengo razones para seguir siendo una diosa.

    Nahual iba a replicarle, pero una mano en el hombro le detuvo. Tonatiuh se materializó ante ellos. Xochiquétzal lo miraba con un profundo pesar.

    Dios Tonatiuh

    —Te permitiré permanecer en la tierra hasta que tu corazón sane, pero luego deberás volver al panteón —dijo el dios, mirándole a los ojos.

    —Como ordenes —murmuró la diosa.

    —No podrás adoptar forma humana por las noches, serás solo una criatura vegetal —sentenció Tonatiuh.

    Xochiquétzal miró a Nahual con preocupación.

    —No te preocupes —dijo el dios—. Le haré volver y dejaré que las espigas formen parte de ti.

    La joven diosa le miró, agradecida.

     

    Flores de Izote en Maquilishuat

    Muchos siglos pasaron antes de que Xochiquétzal volviese al panteón de los dioses. Desde entonces, en toda Mesoamérica florece entre abril y mayo, aquella hermosa flor cuyas espigas miran al cielo y cuyos capullos acampanillados ornamentan el paisaje de la región y deleitan el paladar de los más diversos comensales.

     

    Si te ha llamado la atención la cosmogonía de este relato, puedes visitar un resumen del panteón azteca.

     

    Gracias por leer y no te olvides de dejarme tu comentario que, ten por seguro será bien recibido.

     

    ¡Nos leemos en la próxima historia!

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