Arruga la nariz. Siempre es lo mismo. La impoluta camisa del tipo es un desastre. Le pega un puntapié. Por fin ha quedado fiambre.
Se ajusta el sombrero dispuesto a marcharse.
Un ruido estentóreo lo detiene. Se vuelve; empuña la navaja. Los ojos se le desorbitan; sus esfínteres se aflojan.
—No pensarías abandonarme aquí, Boris.
Se tambalea. La macabra sonrisa de su interlocutor es elocuente. Baja la mirada. Una mancha borgoña le ha jodido la camisa nueva. Maldice, ceñudo; en el infierno no hay tintorería.

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