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  • Khayanna: vendedora de anams

    Una joven con alas de pie sobre unas rocas en primer plano. Al fondo un paisaje natural algo árido con rocas y una tormenta en pleno desarrollo con nubes y relámpagos
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Sinopsis:

    Tras la última guerra, Dualshe quedó dividida en dos y sumida en una niebla sempiterna que nubla los sentidos y entumece la mente. saolenses y síceros sobreviven en la cuerda floja gracias a la venta de anams, receptáculos que contienen el alma y las emociones de los antiguos habitantes de Dualse y que minimizan los efectos nocivos de la nébula. A ninguna de las dos facciones les agrada hacer tratos, pero cualquier cosa es mejor que convertirse en básteros, devoradores insaciables de anams y soldados de la muerte.

    Khayanna acaba de convertirse en dhíole al suceder a Mineas, uno de los vendedores saolenses con mejor reputación en el mercado de anams. Pese a haber sido entrenada por él y contar con un don especial para detectar a los básteros y rastrear a los síceros, caerá en una trampa que le hará perder su reputación , pondrá en riesgo su vida y sacudirá el frágil equilibrio entre ambas razas. Y es que, quien ose vender un anam a un bástero o quien se atreva a incumplir la palabra dada en una transacción con un dualsense será condenado a la muerte eterna.

    Tlayon tiene un objetivo en su existencia desde que era un crío: recuperar el anam que fuese del primero de sus ancestros síceros y está dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo, incluso, pactar con un bástero. La única barrera que se interpondrá en su camino es la sucesora de Mineas, a quien deberá convencer de que juntos tendrán más probabilidades de salir con vida del problema en que los ha metido su obsesión.


    «La confianza puede ser un regalo precioso
    y, al mismo tiempo, la más terrible de las maldiciones». —Lehna Valduciel.

    Khayanna

    El gran medallón que me acaban de colgar pesa mucho más de lo que me imaginaba. Qué poca gracia me hace suceder a Mineas y que mal tino ha tenido en pasar al otro plano justo en plena tormenta.

    —Tú, viejo panzón, eres un inoportuno de mierda y, si acaso me ves desde el Otro Lado, Que sepas que la has cagado a lo grande. Me devorarán como lo que soy: una pichona sin experiencia. Te lo advertí cientos de veces, soy demasiado joven para convertirme en dhíole. Da igual lo que tú creyeras, ¿me oyes? Ninguno va a querer mercadear conmigo. —Hago una mueca al darme cuenta de que no estoy a solas como creía.

    Mokay, el asistente de Mineas me mira y el tic de su nariz aguileña me grita lo impaciente que está porque me ocupe de mi mentor. Arrugo la nariz, la pestilencia no me deja otra alternativa. Me fijo en su rostro desfigurado y violáceo. Trago saliva y evito inhalar hondo; no quiero correr riesgos, durante la transición a bástero cualquier cosa puede ocurrir. Mokay me acicatea con la mirada. Tengo que hacerlo, lo sé. Era su última voluntad: no convertirse jamás en uno de ellos. Me entrega el cuchillo ceremonial y una vez que cojo la empuñadura es como si me transformase en otra. Mis emociones, siempre a flor de piel se atenúan y una racionalidad inusitada se apodera de mí. La tarea que debo enfrentar a continuación requiere tener el estómago bien asentado y los nervios de acero. Titubeo y por una fracción de segundos la inseguridad me sacude. «No voy a ser capaz de continuar», me digo en silencio mientras aferro el cuchillo con fuerza. De súbito las palabras del juramento al cual accedí a cambio de no enfrentar un centenar de azotes, surgen de lo más profundo de mi memoria. «Jura que no dejarás de mí ni un solo trozo unido, júramelo. Primero cenizas que un maldito bástero». El recuerdo de su mirada es el empuje que necesito para iniciar la tarea de salvar su esencia y su legado.

    🌩

    He tenido que tragarme cada palabra malsonante en contra de mi mentor. Donde quiera que esté, se debe estar descojonando. Yo misma no termino de creerme lo lejos que he llegado en un par de semanas. Lo más sorprendente es la cantidad de síceros que piden negociar conmigo. Ahora mismo me espera Tlayon y no me explico qué lo habrá empujado por fin a acudir a la cita, luego de haberla cancelado tantas veces. Me aproximo al ventanal. El pulso se me dispara ante la nébula rojiza que casi cubre el paisaje en su totalidad. Pese a encontrarme tras el cristal, mi memoria sensorial se activa en segundos y mi psique experimenta el hedor y la gelidez que acompañan a la nefasta capa que, día tras día, parece más densa.

    El aleteo que oigo detrás de mí rompe el breve trance. Sonrío y ladeo un poco la cabeza. Kof se aproxima revoloteando, juguetón. Recoge las alas con extraordinaria rapidez y se posa sobre mi hombro derecho. Frota el hocico contra mi mejilla y de pronto se yergue y muestra los colmillos, olisquea y rechina los dientes. Yo también percibo la presencia del sícero y me vuelvo con lentitud.

    🌩

    Tlayon

    La sucesora de Mineas no es como la retratan los rumores. Luce como una adolescente frívola, caprichosa, ¿quizá? Observo su aspecto con detenimiento; reconozco que cumple con mi canon de belleza. La sensualidad que desprenden sus movimientos relata su origen. Es un volcán emocional; me lo dice la forma en que refulgen sus iris. La tensión que la mantiene en esa postura tan rígida desde que se volvió para darme la cara, habla de un autocontrol extraordinario. Me fijo en su estilizado cuello y en esa zona de la piel que le palpita, acelerada. Un destello capta mi atención. Paseo los ojos por el profundo escote hasta que lo distingo. El anam se asoma por el borde de la blusa. El brillo que emite titila al mismo ritmo del pulso en su garganta.

    —Sé bienvenido —saluda y me invita a sentarme con un ademán.

    —Agradezco vuestra deferencia al recibirme después de que Mineas me echase la última vez.

    La sigo con la mirada. El bicho que permanece sobre su hombro derecho me muestra los dientes y por un instante me pregunto si es posible que advierta las verdaderas intenciones de mi visita. Esa forma en que sacude la larga cola me parece demasiada hostilidad o, quizá me estoy dejando llevar por meras elucubraciones. Descarto la idea por lo inverosímil que me resulta.

    —Mineas fue mi mentor —dice y da un vistazo alrededor—. Eso no implica que adopte sus formas ni sus criterios. Pese a lo que puedas creer, tengo las ideas claras y mis pensamientos son consistentes y racionales. Los saolenses no somos unos impulsivos descerebrados.

    —Hice una observación, no había ningún trasfondo en particular —miento

    —No merece la pena discutir. ¿Por qué no nos hacemos el momento más grato y sellamos la transacción?? Dime qué tipo de anam buscas. Si no existe me encargaré de elaborarte uno que te calce a la perfección —propone y da un paso hacia mí.

    El tono seductor que emplea me intriga. No obstante, me aproximo a ella con cautela. La criatura que la acompaña no me quita los ojos de encima. Ese par de rubíes, capaz de mirar sin apenas parpadear, son tan llamativos; su expresividad es notable. Por fortuna, solo necesito un poco más de cercanía y unos segundos para lograr mi cometido. Dudo que pueda reaccionar en mi contra si acaso nota mis pretensiones.

    —Me interesan los anams más antiguos. Esos que pertenecieron a nuestros ancestros síceros —ella cabecea y chasquea los dedos.

    La pequeña bestia sobre su hombro, extiende las alas a tal velocidad que me deja perplejo. A esta distancia distingo las púas que le recubren más de un tercio de la cola. Reculo un paso y disimulo lo mejor que puedo, aunque la seriedad que adopta el rostro de la mercadera me advierte que, quizá, no logré mi propósito.

    —Kof es totalmente inofensivo. —Ella acerca la palma para acariciar al animal.

    La criatura le lame los dedos y tras aletear, presa del éxtasis, asciende a gran velocidad.

    «Puede que tu mascota lo sea, pero yo no lo soy». Reprimo el pensamiento y me enfoco. El tiempo es clave y perderlo en socializaciones absurdas es un sinsentido.

    —Toda una experiencia negociar con tanta presteza —digo y le extiendo la mano.

    Ella cabecea de nuevo en un asentimiento y corresponde a mi gesto. Aprovecho esos valiosos segundos y en lo que nuestros dedos se rozan detengo el tiempo.

    🌩

    Me cercioro de que la criatura también permanezca atrapada en la cápsula dimensional. Exhalo el aire en cuanto la distingo a bastante altura, suspendida y rígida. Salgo disparado de la estancia y abro el segmento dimensional que me llevará directo al lugar de descanso de Mineas. Los trazos del mapa que me mostró Freidom en nuestro último encuentro emergen de lo profundo de mi memoria. Reajusto el destino y cruzo.

    Enciendo una pequeña llama para avanzar con más agilidad. Atravieso el umbral de la siguiente puerta y doy un vistazo alrededor. Hay cirios custodiando las cenizas del antiguo mercader. Apago mi iluminación improvisada y camino hacia el altar. Enseguida hallo lo que busco y lo cojo. El cruthaig es mucho más liviano de lo que esperaba. También más cálido. Las piedras preciosas refulgen con timidez en cuanto las rozo. Altero la materia que lo conforma y disimulo su aspecto. Satisfecho de la apariencia que ofrece me paso la cadena por la cabeza y me lo cuelgo del cuello. Desando el camino tan rápido como puedo.

    A medida que avanzo noto cómo lo que me rodea titila. Aprieto el paso a zancada viva. Retomo mi posición una fracción de segundos antes de que el tiempo se reanude.

    La saolense parpadea ceñuda. Le estrecho la mano con firmeza para acaparar su atención. La confusión se le dibuja en el rostro y no sé si habrá notado el cambio en mi respiración.

    —Eh, bueno… —Ella rompe el contacto—. En dos días te será entregado, ¿te parece bien?

    —Me parece perfecto —aseguro a media voz.

    Ella fija sus ojos en mí. El escrutinio al que me somete me parece invasivo y no comprendo del todo a qué viene. ¿Habrá notado el quiebre temporal?

    —Eso pensé —dice y recula un paso—. Es evidente que llevas mucho sin un anam. Percibo en ti los efectos de la nébula.

    —Sigo siendo un sícero —digo cortante; más de lo que resulta conveniente.

    —Puede ser, pero hiedes a bástero.

    La observación me toma desprevenido. ¿Acaso es capaz de percibir la esencia bástera? Eso explica por qué Mineas la acogió como pupila.

    —Será por el último enfrentamiento que tuve la misma noche que Mineas… —Ella levanta una mano y me interrumpe.

    —No requiero de tus explicaciones. Ahora, si no te importa, debo atender otros asuntos.

    Cabeceo con discreción y doy marcha atrás.

    —volveré en dos días.

    —Más te vale, no me gusta que me hagan perder el tiempo, mucho menos energía vital.

    La forma en que me responde me aclara por qué la llaman cabrona, incluso algunos de su misma raza.

    Eyled conmt trineig caust tregab —murmuro en dualsay, la lengua ancestral.

    —Soy todavía mucho más cabrona. No me preocupa lo que piensen.

    Que entendiese una lengua considerada casi muerta me deja sin palabras. ¿Cuántos secretos tiene guardados bajo la manga?

    🌩

    Khayanna

    Kof no deja de revolotear de un lado a otro. Percibe mejor que yo el caos en que se ha transformado Dualse tras la última oleada de conversiones. Nadie consigue una explicación para que en día y medio casi un veintenar de síceros y saolenses se hayan convertido en básteros. Rechina los dientes en cuanto ve a Mokay atravesar el arco de entrada. La tensión que le arruga la frente y las comisuras de los ojos al mirarme, me advierte que trae pésimas noticias.

    —Vengo del Clodrium. —Su tono se agrava un par de octavas—. Los consejeros han emitido una orden en vuestra contra.

    —¿Qué dices? —Kof se posa en mi hombro—. ¿Qué coño tengo yo que ver en todo esto?

    El rostro de Mokay se ensombrece.

    —Un saolence os ha acusado de estafa. Alega que le habéis vendido un cristal cualquiera en lugar de un verdadero anam. Asegura que el mercado está lleno de falsificaciones.

    —Eso es absurdo, yo jamás haría algo semejante. ¿De dónde se ha sacado esa idiotez?

    —Eso no es todo —me interrumpe—. Han capturado a un par de básteros y… —El silencio de Mokay me crispa.

    —Habla de una maldita vez, odio las pausas dramáticas.

    —Llevaban anams —dice y desvía la mirada; eco de pasos se oyen desde el pasillo—. Tienen el mismo diseño que los nuestros.

    La noticia me cae como una tormenta en pleno invierno. La sensación de que la desgracia se cierne sobre mí me anuda la garganta y el estómago. Una idea perturbadora se abre paso entre la maraña de mis pensamientos y niego con la cabeza. Kof se eleva y marca cierta distancia que le agradezco. La imagen de la última visita que tuve murallas adentro surge de pronto desde algún rincón de mi memoria; expando mi don y me estremezco en cuanto percibo su esencia sícera, envuelta en ese tufillo que reconocí y al que no le di mayor importancia. Maldigo mi arrogancia y hecho a correr; Mokay me sigue muy de cerca. «Jamás negocies murallas adentro. El lugar de los anam y las ventas es el mercado. Solo quien se gane tu confianza tiene derecho a pisar tu morada. Recuerda que en Dualse reina la traición. No te fíes demasiado de tus habilidades porque terminarás cometiendo un error que te costará sangre sudor y lágrimas»

    El pulso se me dispara en el instante en que fijo los ojos en el sactrum vacío. El consejo de mi mentor me aplasta como una pared de roca. Kof silba y pliega las alas. Desciende y se adelanta. Estoy tan perpleja que me quedo sin palabras. Es como si por un segundo me encontrase en un limbo. Mokay también me adelanta y hurga a la par de mi pequeño compañero. En cuanto se vuelve y niega con la cabeza, grito de ira. La furia me ciega. La sensación de haber sido traicionada se convierte en millares de agujas que se me clavan en todo el cuerpo. Un dolor punzante me atraviesa el corazón y se irradia por mis extremidades. Caigo de rodillas y apoyo las palmas en el suelo. Un crujido que proviene de mi propio cuerpo me estremece. El olor ferruginoso de la sangre me invade la nariz y me provoca arcadas.

    Clavo los ojos en el suelo. Alrededor de mis palmas se forma un pequeño redondel rojizo. Mokay se me acerca daga en mano. Abro la boca, pero no soy capaz de emitir ni un solo sonido. Mi mente se prepara para el dolor que voy a experimentar en cuanto me atraviese con la hoja o me corte la garganta, lo que se le ocurra primero. Lo siento inclinarse sobre mí y mi corazón se niega a rendirse sin presentar pelea. Me preparo para usar las últimas fuerzas que me quedan. Puede que muera en breve, pero me lo llevaré conmigo al infierno.

    El ruido de tela al rasgarse se mezcla con la voz de Mokay.

    —Dejad de luchar y la agonía terminará más rápido.

    Me obligo a levantar la cabeza. La expresión de asombro que distingo en las facciones del saolense solo puede obedecer a un hecho concreto: estoy evolucionando. Con esa idea en la cabeza, me esfuerzo en poner en orden mis pensamientos. Las palabras de mi mentor resuenan como un mantra en mi psique que me aportan el punto de equilibrio que requiero: «el mayor obsequio de nuestra raza es trascender. No solo porque ganamos fuerza, habilidades y unas preciosas alas; es una etapa donde se nos abren las puertas a la plenitud. Solo cuando lo experimentes comprenderás que todo el dolor es un precio justo para lo que obtendrás a cambio».

    Cierro los ojos y me entrego. Oigo un alarido que me estremece las entrañas. Es tan desgarrador que no reconozco mi propia voz. El dolor es insoportable y me arrastra, irremediablemente, hacia la inconsciencia.

    🌩

    Tlayon

    La penumbra con la que Freidom me recibe se me antoja un intento de manipulación incomprensible. Entiendo que use ese tipo de estratagemas con los saolenses, a fin de cuentas, a ellos los mueve la emotividad. pero con nosotros me parece absurdo. Me tomo unos segundos antes de hablar. Una cosa es que quiera obtener la información, otra que le siga el juego.

    —¿Y bien? ¿Qué te trae de nuevo por aquí? —La premura con la que me aborda me lleva a pensar que no soy bien recibido.

    —Tenemos un trato, ¿Lo olvidaste? El cruthaig de Mineas a cambio de la información que me permita identificar el anam de mi ancestro.

    El bástero me mira con desdeñosa superioridad.

    —¿Acaso ya no te di lo que buscabas?

    —Me dijiste que necesitabas corroborar que fuese el cruthaig de Mineas y que luego me darías la información. Me consta que has podido comprobarlo de sobra.

    —¿Estás seguro de lo que afirmas?

    —Absolutamente. Las conversiones que se han dado las últimas veinticuatro horas son obra tuya. No quieras verme la cara de idiota.

    —Vaya, pero si el sícero es capaz de sacar las pezuñas. ¿Te has dado cuenta que las emociones se manifiestan en ti con cierto estilo? La malevolencia despierta lo mejor de ti, ¿no lo sabías? —Inspira hondo y se regodea—. Hiedes a deliciosa oscuridad. Me encanta ese tufillo que brota de tu piel.

    La actitud de Freidom me saca de mis casillas; tanto, que no dudo en envolver en llamas el sillón que suele utilizar a modo de trono. Desde luego, la afrenta no pasa por debajo de la mesa y en un parpadeo, me encuentro rodeado de vasallos. Los soldados de la muerte me sujetan con firmeza mientras su líder se desquita. El primer golpe me roba el aire; el segundo me rompe dos costillas y el tercero me deja aovillado en el suelo.

    —Sacadlo de aquí —ordena antes de inclinarse sobre mí—. Nuestro trato ha finalizado. Esperaré a que te conviertas y terminaremos de saldar esta pequeña diferencia.

    —Maldito traidor —musito; el bástero vuelve a golpearme.

    Apenas oigo el crujido de los huesos de mi cara; el dolor es insoportable y la oscuridad no me da tregua, me absorbe en un torbellino con pasaje directo a mi limbo particular.

    🌩

    Khayanna

    Los lametazos de Kof me despiertan. El vago recuerdo de lo ocurrido me dispara las pulsaciones. Me incorporo y el peso que percibo en la espalda ralentiza mis movimientos. Un carraspeo capta mi atención. me fijo en la figura que permanece de pie junto a Mokay y un hormigueo desagradable se me aloja en el estómago.

    —Como representante del consejo en pleno, estoy aquí para informaros que seréis sometida a juicio público en la plaza Ancestral.

    —Yo no he cometido ningún delito —aseguro y tiro de la sábana para cubrirme el pecho desnudo.

    —Hay testigos que afirman…

    —¡Esos testigos mienten! —me levanto tambaleante, aunque logro mantener el equilibrio a duras penas—. El cruthaig de mi mentor ha sido robado.

    —Esa es una acusación muy grave que no puede hacerse sin pruebas.

    Chillo producto de la frustración.

    —¿Qué más pruebas se necesitan si el sactrum está vacío? ¡¡A la mierda vuestras pruebas!!

    Me topo con la mirada de advertencia de Mokay.

    —Las leyes son claras —dice y me da la espalda—. No lleguéis tarde, eso no ayudaría a vuestra mallugada reputación.

    El sícero abandona la habitación justo a tiempo antes de que el jarrón de mi mesita de noche se estrelle contra su dura cabeza.

    🌩

    Tlayon

    Avanzo despacio y, como puedo, me abro paso entre la multitud. La plaza ancestral está repleta de gente. Desde mi posición distingo a Khayanna. La sigo con la mirada sin poder quitársela de encima. Las alas que emergen de su espalda causan un efecto similar en la mayoría de los presentes. No solo porque son unos apéndices de colores vívidos, sino por lo que significa que, después de casi un siglo, la extinta trascendencia de los saolenses reanudara su curso.

    Me aproximo a la corte improvisada y justo alcanzo a escuchar al representante del consejo:

    —Las acusaciones en vuestra contra son muy graves y ameritan una sentencia ejemplificante. Por esa razón hemos decidido que la condena sea la destitución de vuestro cargo como dhíole antes de que se os someta a la muerte eterna.

    —¡No! —grito y me aproximo a zancadas—. No podéis someter a una inocente a la muerte eterna.

    —No estáis autorizado a intervenir en este juicio, ¡detenedlo!

    —Hasta que por fin hacéis algo bien —espeta Khayanna y me lanza una mirada asesina—. Este es el culpable de todo lo que está ocurriendo, él fue quien se robó el cruthaig de Mineas.

    —Puedo explicártelo —le digo mientras busco entablar contacto visual—. Freidom prometió que…

    —¡Silencio! —exige el representante del consejo—. Hablad ahora —me ordena—. Y procurad decir la verdad o correréis la misma suerte de vuestra cómplice.

    —¿Cuántas veces os tengo que repetir lo mismo? No tengo nada que ver con las conversiones. ¿Es que no lo habéis escuchado? —dice; los iris le refulgen como dos ascuas—. Soy inocente, el ladrón y cómplice lo tenéis allí. —Me señala con el dedo.

    —Ella tiene razón, en parte —confieso y me explayo a explicar lo ocurrido.

    La corte en pleno, además de un buen porcentaje de saolenses y síceros escuchan mi declaración. Los abucheos no tardan en elevarse desde la gradería saolense; entre tanto, mis gentiles me miran con desdén.

    —¡Llevadlos a la cámara de aislamiento! —ordena el representante—. Debemos deliberar ante esta nueva información.

    La guardia dualsense nos saca a rastras de la plaza. Mantengo la boca cerrada; ya bastantes improperios suelta Khayanna y, la verdad, agradezco que nos alejen de la exposición a la nébula. La gelidez me mantiene aterido y el hedor sulfuroso hace que todo me dé vueltas. Bajo la mirada hacia mi torso y acuso la ausencia del anam que, en su momento tuve que negociar para poder sobrevivir y no terminar a la intemperie. Maldito Mineas y maldito yo por haber creído en su lengua embaucadora. «Trabaja para mí, Trae contigo a cada sícero que requiera de un anam y habrás pagado el precio para recuperar el de tu ancestro; palabra de dhíole». El recuerdo me provoca un regusto amargo que se suma a la hostilidad con la que Khayanna me mira y pierdo la calma.

    🌩

    El chirrido de los goznes de la puerta termina de crisparme los nervios y la actitud de Khayanna tampoco ayuda.

    —Estarás contento, ¿no? No sé cómo puedes considerarte sícero y haber creído en Freidom. ¿No se supone que sois racionales hasta la médula?

    —¿Y quién coño te dijo que la racionalidad te exime de equivocarte? Pero claro, qué sabrás tú, la dhíole perfecta, la que no comete ni un solo fallo, Pero apenas a días de haber sucedido a su mentor, le abre las puertas a un desconocido.

    —Imbécil.

    —Niñata estúpida.

    La patada me alcanza en el pecho y me deja sin aire. Pierdo el equilibrio y caigo de culo.

    —Ahora verás qué tan niñata y qué tan estúpida soy.

    La amenaza despierta una emoción que reconozco, pero que suele permanecer atada con correas firmes. Las ganas de darle una buena zurra me impulsan y me levanto preparado para recibir el ataque. Advierto el movimiento al fijarme en los pies de la arpía furiosa que se eleva un par de centímetros, dispuesta a golpearme en el rostro. La esquivo y aprovecho para rodearla. Ella se mueve con demasiada lentitud y la cojo por una de sus alas. la sedosa sensación me perturba el tiempo suficiente como para que se me escape. Un puñado de alas se me quedan adheridas a los dedos.

    —Hijo de puta —masculla y me lanza un golpe directo a la mandíbula.

    Hago una finta para evitar que el rodillazo que sigue me dé entre las piernas. La empujo con fuerza y choca contra la pared. La mueca que se le dibuja en el rostro me revela lo sensibles que son sus alas. Se lanza contra mí y otro puño me impacta en la nariz. La sangre brota enseguida y bufo, exasperado. No mido mi reacción y le asesto un puñetazo que la hace trastabillar hasta que cae de culo al suelo.

    —Mira, no quiero pelearme contigo —digo y me apoyo contra la pared contraria para limpiarme la sangre—. Ambos estamos metidos en un lío muy gordo.

    —¿No me digas? Tremendo descubrimiento —Cruza los brazos en una postura defensiva.

    —El sarcasmo no nos va a sacar de aquí, así que ahórratelo.

    Khayanna echa la cabeza hacia atrás y nuestras miradas se cruzan.

    —¿Qué propones?

    —Que vayamos a por el cruthaig.

    —¿Hablas en serio? —Asiento con la cabeza y le expongo mi plan.

    🌩

    Khayanna

    Avanzo con las alas bien plegadas a mi espalda. Prefiero caminar incómoda que arriesgarme a un tropiezo inoportuno o a convertirme en una diana fácil de atinar. Por fortuna el tono de mis plumas se confunde en gran parte con el tono purpúreo de la nébula y eso me ayuda a disimular el brillo platinado de las plumas centrales cuando la luz de las siamesas incide sobre mis alas en determinados ángulos. Levanto la mirada. El fulgor me advierte que se aproxima la medianoche. Las lunas están a punto de alongarse y formar el ínfinix. Tlayon me hace señas para que no me atrase tanto. Sé que lleva razón, es solo que mantener la posición de mis alas implica más esfuerzo del que imaginaba y la energía se me agota.

    Noto que él no está mucho mejor que yo. Además de los golpes que le propiné y algún otro que todavía le queda sin sanar del todo, los efectos de la nébula se hacen cada vez más evidentes en él. Hasta yo percibo el olor dulzón que proviene de su piel y que se mezcla con el propio de la nébula. Ese maldito calor pegajoso que se torna soporífero es insidioso, casi asfixiante. Contengo la respiración y le señalo que haga lo mismo.

    Avanzamos uno al lado del otro. Cerca de nuestro destino oigo un silbido. Tlayon se yergue y ralentiza la marcha. Observo el movimiento de sus ojos. Nunca imaginé que lo vería presa de la inquietud. Un chillido agudo me invita a adelantarme. Él me coge del brazo con firmeza.

    —Aguarda un instante —me pide en voz baja.

    —Solo es Kof, deja la paranoia.

    —Si es así, él debería venir a tu encuentro. Es un roecie, no deberías ser tan condescendiente con esa criatura.

    —Qué sabrás tú. Camina, anda, el ínfinix está a punto de iniciar.

    Tlayon resopla. Luce sofocado y no es para menos. La nébula se torna más densa a medida que nos aproximamos al límite entre Dualse y el inframundo.

    Kof sobrevuela a medio metro de nuestras cabezas. Sus ojos brillan bajo el efecto de las siamesas. Emito un silbido para ayudarlo a localizarnos. Un par de minutos más tarde se posa sobre mi hombro derecho.

    —¿Lista? —Me limito a asentir con la cabeza.

    Me extiende la mano izquierda y me aferro. En un parpadeo, los vestigios de niebla frente a nosotros se disipan. El muro de roca maciza nos da la bienvenida. Cuando estoy a punto de abrir la boca para preguntar qué se supone que hacemos de pie frente a un muro gigantesco, Tlayon abre una brecha dimensional. Al Otro Lado se visualiza el arco basteriano custodiado por un séquito de soldados de la muerte.

    —Si nos ven nos destrozarán.

    En cuanto pronuncio esas palabras, mi mente experimenta una epifanía y es entonces que comprendo por qué el consejo aceptó nuestra proposición sin apenas reticencia: esperan que terminemos muertos, serán hijos de puta.

    —No nos verán, deja eso de mi cuenta. —Guardo silencio pese a que me preocupa que consuma tanta energía vital.

    —De acuerdo, pero si nos cogen, voy a perseguirte incluso en el inframundo. Y yo siempre cumplo mi palabra.

    Tlayon esboza una sonrisa, hace un gesto y todo a nuestro alrededor gira a gran velocidad. La bilis se me acumula en la garganta. La desagradable sensación de contorsión me provoca náuseas. Pese a que solo transcurren unos segundos, la intensidad me deja exhausta.

    Me tambaleo justo al apoyar los pies sobre la tierra. El impacto hace que me crujan los tobillos. El dolor surge violento y desaparece de igual forma. Suspiro, aliviada y Mi acompañante hace otro tanto.

    —Venga, por aquí. —Tira de mí y echamos a correr.

    Kof silba a modo de advertencia justo a tiempo de que caigamos en un foso. Extiendo mis alas todo lo que puedo y tiro de Tlayon. La inercia nos empuja contra una de las paredes. Una capa de arenilla nos cae encima. El chillido de Kof nos vuelve a alertar. Esta vez el sícero crea una cortina de fuego e impide que los perros del infierno nos alcancen.

    —¿Estás seguro de a dónde debemos ir?

    —No del todo, pero me hago una idea.

    —Espero que no te equivoques.

    —Yo también.

    Tlayon abre otra brecha dimensional que nos succiona hacia abajo. Planeo como puedo mientras que él se crea un colchón de aire que amortigua su caída. Más arriba, Kof desciende haciendo una espiral que le permite verificar que no surja ninguna criatura de entre las sombras.

    —Por ahí. —Sigo con la mirada la dirección que me señala.

    Mi anam palpita. Quiere decir que el cruthaig está cerca. Asiento con la cabeza y procuro seguirle el ritmo a Tlayon, pese a que sus zancadas casi duplican las mías.

    El corazón me martilla en la garganta y contra las costillas. Mi anam destella. Aguzo la vista y ahí está el cruthaig. Me apresuro a cogerlo.

    —Espera. Puede haber alguna trampa.

    —¿Y qué más da? Mejor salir de esto antes de que resulte demasiado tarde.

    —Estás loca. Si algo te pasa perderemos la oportunidad. Pídele a tu mascota que lo coja por ti.

    —Kof no es una mascota —replico mosqueada.

    —Lo que sea, pídeselo.

    En realidad, no hizo falta. Kof se lanzó en picado y recogió el cruthaig. En cuanto lo levantó, cientos de flechas atravesaron la estancia. Por fortuna, Tlayon es mucho más corpulento que yo y me arrastró hasta el suelo. Una saeta le rozó una de las alas a Kof y el roecie dejó caer la reliquia.

    En cuanto levanto el cruthaig, el suelo se sacude. El hedor a bástero se intensifica. La mirada de Tlayon se ensombrece. Caigo en cuenta de que el poder del inframundo debe estar acelerando su conversión.

    Adyum cuaig et soleiyum. —Apoyo la palma izquierda sobre el pecho del sícero y le rasgo la camiseta.

    El poder del cruthaig se abre paso. Sé que acelerar el proceso puede ser peligroso, pero no tenemos otra alternativa.

    Tlayon se tambalea y recula un paso. Lo sigo para no romper el contacto. En cuanto percibo la forma del anam sobre su piel, extraigo parte de mis emociones y las inserto tan rápido como puedo. Un silbido largo, seguido de dos cortos, me advierte que el peligro es inminente.

    El sícero echa la cabeza atrás. Pone los ojos en blanco y su cuerpo se sacude, preso del torrente emocional que se abre paso sin obstáculos.

    —Venga, levántate. Tienes que sacarnos de aquí.

    Él niega con la cabeza. alza la mirada y veo en sus ojos el miedo que lo paraliza. Tendría que haberlo previsto. Incorporar las emociones lleva mucho más tiempo y esfuerzo en su raza. Ahora padece un acojonamiento involuntario del que mejor lo saco o nos veremos en problemas. Es la putada de la naturaleza sícera, tan fría y racional.

    —No soy capaz.

    —Por supuesto que sí. Me lo debes. Vamos, levanta ese culo y no me seas gallina. Lo que tienes que hacer es respirar. ¿Acaso vas a permitir que Freidom se salga con la suya?

    Niega con la cabeza y respira profundo varias veces. El alivio que me invade en cuanto atisbo esa chispa de temperamento en su mirada es inenarrable. Ni hablar de la sensación al verlo ponerse de pie.

    —Llevas razón. Al menos tenemos que intentarlo.

    «En realidad intentarlo no es suficiente». Me guardo el pensamiento. Ahora mismo lo que menos necesitamos es que le flaquee la voluntad.

    —Hay cientos de anams aquí dentro. —me señala los cristales.

    —Son todos falsos —le digo mientras cojo algunos y los estrello contra el suelo de piedra—. Destruye todos los que puedas.

    En cuanto cierro la boca, , un estruendo sacude el lugar. Kof chilla. Ante el peligro que se nos viene encima, no me queda otra alternativa que utilizarlo. Le invito a que clave sus colmillos en mi muñeca. El pequeño animal bebe hasta saciarse. Una vez que adopta sus nuevas dimensiones, un trío de básteros lo ataca sin compasión, otro tanto se lanza a por mí y lo mismo le ocurre a Tlayon.

    La lucha es cruenta y me temo que como sigamos así, no tardaremos mucho en sucumbir. Kof lanza un latigazo con la cola y cientos de púas salen disparadas. La mayoría atina en el blanco. No obstante, otra tanda así de criaturas del inframundo y no sé si yo o cualquiera de mis compañeros de lucha, seremos capaces de salir con vida.

    🌩

    Tlayon

    Invoco a dos elementos al mismo tiempo y creo un torbellino flamígero que incinera a cuanto bástero se topa en su trayectoria. A lo lejos distingo a Freidom. Nuestras miradas se cruzan un instante. La sonrisa perversa que me ofrece me provoca un vacío en el estómago. Sigo la dirección de su mirada y advierto sus intenciones. Con la energía que me queda redirijo el torbellino en su dirección y grito con todas mis fuerzas:

    —¡Elévate! ¡Ahora!

    Khayanna se vuelve hacia mí y alza la mirada. Una enorme estalactita se desprende. Maldigo por lo bajo y deshago el torbellino. Freidom se carcajea y huye. Uso lo que me resta de energía para invocar un vendaval que la empuje fuera de la nefasta trayectoria. Por fortuna el roecie enrosca su cola en la roca y desvía el inmenso cono. El estruendo sacude las catacumbas. La onda vibratoria se expande y el resto de estalactitas crujen, agrietándose en una reacción en cadena. La criatura silba y se eleva. Khayanna realiza un despegue vertical y el corazón me da un vuelco al ver cómo esquiva por centímetros otro cono. Doy un vistazo alrededor y se me revuelve el estómago. Decenas de básteros yacen aplastados por las rocas. El hedor se intensifica y las antorchas atenúan su fulgor. Abro una brecha dimensional, es hora de salir de aquí antes de que me atrape el mismo destino.

    Del otro lado de la brecha me espera una sorpresa desagradable que no imaginé encontrar. El consejo en pleno con toda la guardia dualsense. En cierta forma me alivia confirmar que Khayanna y su criatura siguen con vida. Doy un paso con la intención de reunirme con ella y un par de guardias me cortan el avance mientras otro par me retiene. A un gesto de uno de los representantes del consejo hacen lo mismo con Khayanna. No así con su mascota que, de improviso cambia de dimensiones y se escabulle en medio de la nébula que ya muestra matices rojizos; anuncio de que un nuevo día está por comenzar.

    —¿Habéis recuperado el cruthaig?

    Khayanna lo muestra sin entregarlo.

    —También destruimos los anams falsos —agrego.

    El representante niega con la cabeza.

    —Destruisteis aquellos que estaban en proceso de maduración. No obstante, hay cientos circulando en toda Dualse.

    —No nos correspondía rastrearlos, acordamos recuperar el cruthaig —recuerda la dhíole.

    —En efecto. Por ello se os retira la condena a la muerte eterna, al menos, de manera temporal.

    —¿Qué significa eso? Cumplimos nuestra parte del acuerdo —replico e intento dar un paso, pero me lo impiden.

    —Muy fácil —dice Khayanna—. Ahora nos exigirán algo más para perdonarnos la vida, los muy cabrones.

    —Mide tu lengua, si todavía pretendes continuar como dhíole —amenaza el representante.

    —¿Acaso miento?

    La expresión del rostro de nuestro interlocutor es mucho más que elocuente. Me obligo a mantener la calma antes de abrir la boca.

    —Previo a que planteéis vuestras exigencias, quiero dejar en claro que, si logramos cumplir nuestra parte del acuerdo, no intentaréis ningún otro ardid. Quedaremos libres de vuestras intenciones ocultas.

    —El consejo no…

    —Dejaos de formulismos estúpidos y decidnos qué mierda queréis a cambio de que olvidéis lo de la muerte eterna.

    —Que capturéis a Freidom y nos ayudéis a destruir cada anam falso y su portador.

    —Cabronazos. Pretendéis que nos convirtamos en vuestros exterminadores —reprocha Khayanna con las mejillas arreboladas—. Sois de lo que no hay.

    —Alguien tiene que ocuparse.

    —Pues menuda manera de delegar vuestras responsabilidades —espeto; el representante ordena que me suelten con un ademán.

    Intercambio una mirada con Khayanna. Está furiosa y no es para menos. Eliminar los anams es una tarea razonable. Eliminar a sus portadores va mucho más allá. Estamos hablando de dualenses que no han cometido ninguna falta, simplemente son víctimas de un ser despreciable que no se detiene a la hora de explotar la vulnerabilidad de los demás para su propio beneficio.

    —Si necesitáis tiempo para pensároslo…

    Ambos negamos con la cabeza.

    —Lo que queremos es proponeros otra solución. Un pequeño cambio. —El representante me mira con cierto interés; Khayanna se cruza de brazos y levanta una ceja.

    —El consejo está dispuesto a escucharos.

    —Capturaremos a los portadores y los Juzgaréis. No se justifica eliminarlos si son inocentes. Tened en cuenta que mientras más portadores recuperemos, será más probable superar en número a los básteros.

    Khayanna hace un movimiento leve de cabeza. En el fondo agradezco que no se oponga a mi propuesta.

    —Es un trato razonable. Se os proporcionarán recursos —dice en voz alta—. Preparaos, saldréis en cuanto la nébula trasmute su color.

    —De acuerdo —respondemos al unísono sin pretenderlo.

    Desvío la mirada en la misma dirección que lo hace Khayanna. El sol se asoma con más prontitud que de costumbre. Enseguida las temperaturas descienden y el aroma dulzón da paso a una podredumbre intoxicante. La guardia dualsense se retira en formación marcial; proteger a los miembros del consejo es prioridad. Khayanna clava la mirada en las espaldas de aquellos hombres y mujeres.

    Cog enaem , trug sadent.

    La maldición que acaba de lanzar en dualse ancestral me pone los pelos de la nuca como escarpias.

    —Las palabras tienen poder, ¿acaso no lo sabes?

    Los ojos le brillan con malicia.

    —Claro que sí, solo nos cubro las espaldas. Habrás notado que no son de fiar, ¿no? —Inclino la cabeza en un leve asentimiento.

    —De todas formas, menuda manera de protegernos —mascullo y echo a andar.

    Khayanna me da alcance. De pronto emite un silbido y un aleteo que ya me resulta familiar, suena sobre nuestras cabezas. La mascota de mi compañera de viaje chilla y me revolotea tan cerca que me despeina.

    —Mantén a tu bicho bajo control.

    —Kof solo te está demostrando buena voluntad, no seas tan arisco. Comienzas a gustarle…

    —Y tú, ¿cuándo me mostrarás buena voluntad?

    —Cuando te ganes ese derecho.

    El sol termina de elevarse y matiza el firmamento de una mezcla de naranja y borgoña. La sulfurosa fetidez se intensifica y el frío me cala hondo. Khayanna se vuelve un instante. El contacto visual entre nosotros forma un vínculo inesperado. Su mirada brilla y no sé si son ideas mías, pero noto cierta picardía en sus ojos. Su mascota emite un chillido,  el mensaje que nos transmite es claro. Un suspiro se me escapa, la hora de partir a una aventura desconocida llega, inexorable.


    Este relato fue escrito como participación en el reto #surcaletras, iniciativa de Adella Brac, @adellabrac y, a su vez, para participar en el primer #vadereto de 2022 de José A. Sánchez, @JascNet. En el primer reto, el disparador era escribir una historia sobre un personaje que vendiese emociones y en el segundo, que la acción se desarrollase en un lugar sumido en la niebla. Espero disfrutéis de esta historia.

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  • ÓPIDE: EL REY MALDITO

    Un castillo a lo lejos. en el cielo se ve una tormenta feroz.
    Imagen libre de derechos de Darkmoon Art en Pixabay

    Alyoh aguardaba en el pasillo con la mirada fija en la puerta de sus aposentos y el estómago encogido. El llanto furioso de una criatura antecedió a la tormenta más feroz que hubiese golpeado los predios de Cléssofo desde que enlazó su vida a la de Káyostha.

    La expresión del rostro de la comadrona al abandonar la estancia le duplicó las pulsaciones. ¿Se habría cumplido su peor pesadilla?

    —Habla de una vez, mujer —exigió.

    —Es un mestizo, majestad.

    —¿Tiene la marca?

    —La tiene: una media luna entre la unión del cuello y la espalda.

    Alyoh corrió sin mirar atrás. Abandonó el castillo pese a las advertencias de la guardia real. Un trueno restalló con furia. El rayo que precedió al rugido del cielo cubrió los alrededores de un manto espectral. El suelo bajo sus pies se estremeció. Miró al cielo. Las amargas lágrimas se mezclaron con los goterones que chocaban contra sus mejillas. Cayó de rodillas y hundió los dedos en el fango.

    —¡¿Por qué?! —gritó sin obtener respuesta.

    La tormenta recrudeció sus embates. Empapado y con el barro hasta las rodillas se aproximó a la fuente. Titubeó un instante antes de asomarse. El reflejo distorsionado se desdibujó del todo. La imagen de una dama de cabellos cenicientos y ojos de hielo surgió de entre las aguas.

    —Te lo advertí y no quisiste escucharme. Ahora deberás asumir las consecuencias. Tu sangre se alzará sedienta de venganza. Tu pueblo será borrado de la faz de Cléssofo y los feéricos conoceréis el dolor de la esclavitud. Tu muerte será el principio del fin y solo un sacrificio romperá la maldición.

    —Haré lo que deba; ni vos ni ningún dios regiréis mi destino. Podéis iros al infierno con vuestras profecías —declaró.

    —Así sea.

    Desanduvo sus pasos con un firme propósito en mente: impedir que la profecía siguiese su curso.

    Alyoh tuvo que esperar dos lustros para materializar su propósito. Pese a haber ofrecido jugosas recompensas, ningún sicario quería mancharse las manos con la sangre del mestizo maldito.

    —Cumplid al pie de la letra mis instrucciones —ordenó—. Después de que vos me traigáis su cabeza, recibiréis lo acordado.

    —Nunca he fallado un encargo, majestad —dijo la voz femenina mientras jugaba con una daga—. Antes de que finalice el festival, vuestro pequeño… problema, habrá quedado resuelto.

    —Eso espero.

    El festival del equinoccio de otoño llegaba a su fin. La nana del heredero sujetaba la mano del niño con firmeza. Un grupo de juglares desfilaba tras la caravana de artesanos, seguidos de cerca por el grupo de cetreros cuyas rapaces volaban lo bastante cerca como para robarle el aliento a más de un poblador. El graznido de un halcón desencadenó los acontecimientos. En segundos un destello cegó a la mujer y una daga se le clavaba en la garganta. La sangre salpicó al joven mestizo. Un grito femenino advirtió a la guardia real. Un par de artesanos cogieron al niño antes de que la sicaria pudiera arrastrarlo consigo. En medio del caos el heredero desapareció sin dejar rastros.

    Ópide regresaba tras el fin de su jornada. A sus veinte años se había convertido en un maestro artesano. El dominio en las artes del fuego le habían granjeado igual número de admiradores y enemigos. Hasta el momento, el joven había obviado los ataques y provocaciones; sin embargo, aquella tarde daba otro giro inesperado a su destino.

    La columna de humo que se elevaba a lo lejos encendió sus temores. El olor acre le encogió el estómago. Corrió como nunca; como si de ello dependiese seguir con vida. No obstante, ni la prisa ni las oraciones tuvieron el resultado que anhelaba su corazón. La vivienda que lo había cobijado durante los últimos diez años desaparecía envuelta en un fuego enardecido.

    Una carcajada siniestra atrajo su atención. El destello del metal de aquella espada reavivó su memoria. Recuerdos de una tarde sangrienta danzaron en sus pupilas. El olor ferruginoso le revolvió el estómago. Un hormigueo se le asentó en la boca del estómago. La flama de la ira encendió su corazón y, con él, despertó un poder ancestral que había permanecido aletargado.

    —Vos y vuestros cómplices pagaréis si no dejáis a estas personas en libertad —amenazó con el puño en alto.

    —Mirad cómo tiemblo —replicó el feérico y clavó la espada en el pecho del hombre que permanecía de rodillas.

    Sus secuaces rieron. Otro de ellos arrojó la daga que sostenía en la derecha. La mujer que había cuidado de Ópide como una madre cayó de espaldas. La hoja le había atravesado la garganta.

    —¿Qué rayos…? —murmuró otro de los asaltantes al distinguir la lengua de fuego que se abalanzaba sobre ellos.

    —Os lo advertí.

    —Es cierto lo que dicen de vos. Sois un mestizo maldito. La muerte os persigue.

    En un abrazo voraz las llamas consumieron a los feéricos. Una nube de cenizas flotó en su lugar. El viento sopló. El aullido lastimero se impuso al crepitar del fuego. Ópide se marchó sin mirar atrás. La sed de venganza invadió cada rincón de su alma.

    Los rumores no tardaron en llegar a su destino. La muerte avanzaba, inexorable, en busca de saldar la deuda de sangre adquirida. Tres días después de que Káyostha lo abandonó, Alyoh recibió una amenaza directa: junto a la cabeza de aquella sicaria que había contratado diez años atrás, llegó una docena de carretas cargadas con cántaros repletos de cenizas. De boca de uno de los juglares más reconocidos, un mensaje anunciaba la inamovible sentencia.

    —Con la parca pretendisteis jugar
    y al destino quisisteis desafiar;
    ahora, preparaos para la muerte afrontar,
    pues de ella nada ni nadie os podrá librar.

    —¡Fuera de mi vista! —exigió Alyoh.

    Un estruendo sacudió los alrededores del castillo. Gritos desgarradores seguidos de pasos y choque de espadas se oían por doquier. Alyoh abandonó el salón real escoltado por sus guardias más leales. En las proximidades del establo, un ataque directo les impidió la huida. Sendas lenguaradas de fuego abrasaron a la guardia en un abrir y cerrar de ojos.

    —Ni siquiera tenéis valor para morir con dignidad —espetó Ópide.

    —La arrogancia no es buena consejera —admitió derrotado—. Cumplid, pues, vuestro destino y el mío.

    —Haré algo mucho mejor que eso —señaló con un dedo a los pobladores que huían despavoridos—. Exterminaré a toda vuestra sangre. Después de que sepáis lo que se siente perder lo que más se valora en la vida, moriréis.

    Alyoh contempló horrorizado cómo su primogénito dirigía una ola de fuego contra todos los feéricos que aún no habían podido escapar. Los gritos se mezclaron con el llanto en una sinfonía siniestra. El olor a carne quemada se fundió con la fetidez del miedo y el metal de la sangre derramada.

    Asqueado por el espectáculo, el rey quiso acabar con su vida. Ópide le arrebató la posibilidad con un chasquido de dedos. La magia abandonó el cuerpo de Alyoh y se unió a la nube de poder que se arremolinaba sobre el castillo. Pese a los intentos del joven mestizo por apoderarse de aquella magia ancestral, la nube se rehusó a acceder a la posesión. Tras semejante atrevimiento, el poder marcó a Ópide en el pecho, cerca del corazón. Luego se perdió en el infinito.

    La sed de venganza que albergaba Ópide se transformó en ansias de poder. La necesidad le resultaba tan acuciante que no hubo rincón alguno de Cléssofo que no hubiese recibido, al menos, una visita por su parte. Tan ávido estaba que no le importó trasgredir las fronteras para adentrarse en Háleida, un pequeño reino cuyos habitantes pertenecían a las hadas oscuras. Las mismas que llevaban tres lustros, esclavizadas por Síphobe; una criatura mitad reptil, mitad águila, con tres cabezas cornudas, una cola larga provista de púas venenosas y cuatro garras de pezuñas, encorvadas como tenazas, capaces de destrozar a cualquier criatura con solo aferrarla.

    —Si mi reino queréis visitar,
    un enigma deberéis descifrar;
    pero tened cuidado cuando respondáis,
    pues si os equivocáis,
    de convertiros en mi cena nada os podrá librar.

    —Lanzad vuestro desafío —exigió Ópide.

    —Una noche el rey sílfide a una taberna acudió
    solo una copa de vino pidió.
    El tabernero, sin conocerle, su daga empuñó.
    El rey sílfide muchas gracias le dio.
    ¿Qué fue lo que ocurrió?

    El joven mestizo se sentó a meditar en la posible respuesta. Recordó entonces uno de los cuentos que su madre adoptiva le contaba antes de ir a dormir. Seguro de que tenía la solución retó a la bestia.

    —Si os brindo la solución deberéis recompensarme.

    —¿No os basta con que os perdone la vida?

    Ópide negó con la cabeza.

    —Vuestro poder es lo que quiero.

    —Sois ambicioso en extremo —dijo la criatura—. Puesto que hasta ahora nadie a podido acertar, nada tengo que perder; así pues, aceptaré.

    El joven sonrió de oreja a oreja y tras realizar una reverencia, respondió:

    —El tabernero al rey sílfide el hipo curó con el susto que le dio.

    El rugido de Síphobe atravesó el reino de extremo a extremo. La criatura sacudió la cola con intención de apresar al joven mestizo. Ágil como una liebre, saltó. La cola se estrelló con una fila de árboles. En un abrir y cerrar de ojos, Ópide había cogido un par de trozos de madera y los convirtió en antorchas gigantes.

    La bestia inclinó sus cabezas y abrió las fauces. El joven aprovechó para arrojar las antorchas. Cuando el fuego comenzó a expandirse, Síphobe extendió sus alas. Antes de que pudiese emprender el vuelo, Ópide lanzó un par de lenguaradas ardientes que le abrasaron las plumas. Minutos más tarde, absorbía el poder de la criatura.

    Asesinar a la bestia que había mantenido esclavizado a los habitantes de Háleida le abrió las puertas del reino. Los haleidenses, como muestra de su infinito agradecimiento, le concedieron la mano de su reina. El mismo día del enlace, una de las hadas reconoció la marca que el joven mestizo llevaba en el pecho: era la misma que identificaba al asesino de Cléssofo. Pese a todos los intentos por advertir a su reina, el enlace se realizó. Negada a desistir, la pequeña hada oscura aprovechó la única oportunidad que le quedaba y se infiltró en los aposentos reales.

    —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Káyostha—. Mi esposo llegará en cualquier momento.

    —Tengo que advertiros antes de que sea demasiado tarde, majestad. Luego me marcharé. Os doy mi palabra.

    —Hablad ahora —exigió la reina.

    A medida que Káyostha escuchaba, su rostro adoptaba un matiz ceniciento.

    —Sé que vos sabréis qué hacer, majestad —dijo y le extendió una mano con la palma hacia arriba.

    El pequeño frasco reflejaba las llamas de las velas que iluminaban la habitación. Un par de pasos interrumpió el intercambio. Káyostha cogió el frasco y se lo guardó entre los pechos. Con un ademán obligó a la mensajera a marcharse cuanto antes.

    Ópide dio un vistazo a la habitación. Luego miró a su esposa de arriba abajo. Pese a llevarle varios años, seguía lozana y hermosa como una jovencita.

    —¿Cumpliréis con vuestro deber de esposa? —preguntó mientras se quitaba la ropa.

    Káyostha bajó la mirada con las mejillas encendidas.

    —Si es vuestro deseo yacer conmigo esta noche…

    Ópide se le acercó. La reina se fijó en la marca en forma de calavera que destacaba contra su piel tostada por el sol. Él la estrechó entre sus brazos. Enseguida advirtió su tensión y se alejó con desdén.

    —Sentís repulsión por mis orígenes. —Ópide se recogió la melena con una tira de cuero. Los ojos de Káyostha se posaron sobre la marca en media luna que sobresalía entre la unión del cuello y la espalda. Trastabilló luego de aquella revelación. No cabía la menor duda de quién era ese joven. Había llegado la hora de cumplir su destino. Ella no se libraría de pagar un precio por haber desafiado a los dioses. Como pudo se recompuso y caminó hasta la mesa que habían preparado para la noche de bodas. Sirvió el vino en las copas.

    —No es vuestro origen lo que me preocupa —mintió mientras seguía de espaldas a su marido.

    —Entonces, ¿qué es? —preguntó y se cruzó de brazos—. Puedo ser más joven; no por ello soy estúpido. Vuestra tensión ante mi contacto es evidente.

    La reina se llevó la mano al escote. Con extraordinaria rapidez retiró el tapón y vertió el líquido en las copas. Luego se desabrochó el vestido. Giró sobre su eje con lentitud. Él no la perdía de vista.

    —Vuestra fama no es una carta de presentación desdeñable —dijo en voz baja y le extendió una copa.

    Ópide la cogió. Entornó los párpados y olisqueó. Káyostha no perdía de vista la boca de su marido. El joven se llevó la copa a los labios y segundos antes de dar un sorbo cambió de opinión. La reina reprimió un gemido. Ópide dejó la copa sobre la mesita de noche e hizo lo propio con la de Káyostha.

    —Brindaremos después, si os parece bien. Ahora quiero demostraros que mi fama de sanguinario no abarca nuestro dormitorio ni nuestra cama —murmuró mientras la arrastraba con él.

    «Es hora de que pague mi deuda». El pensamiento se desvaneció justo antes de que el joven le abriese las piernas.

    —Brindemos ahora —propuso la reina—. Estaréis sediento por el esfuerzo.

    Él sonrió y extendió la mano. Káyostha, sentada a horcajadas sobre las caderas masculinas, le aproximó la copa.

    —Brinda conmigo —pidió él con la copa cerca de los labios.

    —Por la libertad —dijo ella y dio un trago largo.

    —Por la libertad y por tu amor —dijo él y bebió con avidez.

    Los efectos del veneno tardaron apenas segundos en manifestarse. El dolor por la traición recibida dio paso a la incredulidad.

    —¿Qué habéis hecho? —masculló a duras penas.

    —Poner fin a nuestra maldición, hijo mío —musitó y le acarició el rostro.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas. El gesto arrastró, desde lo más profundo de su memoria, recuerdos de su niñez; dulces momentos sepultados por tanta pérdida y sufrimiento. La verdad lo golpeó con fuerza en el instante en el que exhalaba su último aliento.

    En cuanto despuntó el alba, cuernos fúnebres rompieron la quietud en el castillo. La noticia de la muerte de la reina Káyostha y su esposo recorrió toda Háleida y traspasó sus fronteras hasta alcanzar cada poblado de Cléssofo, donde celebraron la muerte del rey maldito.

    Este es el cuarto relato del reto #Surcaletras propuesto por Adella Brac para el mes de septiembre. La premisa era trabajar sobre la base del arco de Edipo.

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  • MENAROK

    Una ciudad de estilo futurista. En el cielo se ven algunas aves, un globo de aire caliente y un reloj enorme con números romanos.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Botorrita (Contrebia Belaisca), 2022 d. C.

    Pilar se ajustó la gorra e inspiró profundo. Aferró la linterna con firmeza. El haz de luz tembló unos segundos. El corazón le martillaba contra las costillas; en su cabeza sonaba como una melodía tribal acuciante. Puso el pie derecho sobre el arcilloso escalón e inició el descenso sin imaginarse lo que estaba por ocurrir.

    Menarok, 2122 d. H.

    Kleon contuvo la respiración. Ni sus oídos ni sus ojos daban crédito a lo que estaba presenciando.

    —La era del cambio ha llegado —gritó a todo pulmón el sujeto—. El mesías vendrá… La opresión que nos ha tenido esclavizados desde la hecatombe morirá por fin y seremos libres…

    El sujeto levitó segundos antes de que una malla de tentáculos fluorescentes lo apresara. Envuelto como un capullo incandescente, desapareció sin dejar rastros.

    Kleon tragó saliva. El nudo en la garganta lo salvó de emitir un gemido lastimero. Visualizar aquella ejecución le erizó los pelos de la nuca.

    —¿Hay testigos de este suceso? —preguntó Novak con su gelidez habitual.

    —No. Por fortuna se hallaba fuera de la red neuronal. Tomamos la impresión visual de uno de nuestros centinelas y la hemos suprimido del registro —explicó la asistente.

    —Perfecto. Ahora que estoy tan cerca de lograr mi objetivo no me interesan rumores absurdos. ¿Has programado la propagación del virus? No quiero dilatar más mis planes.

    —En menos de treinta y seis horas circulará por la red neuronal.

    —Además de ti, ¿alguien más conoce nuestras actividades?

    —La discreción se ha priorizado por encima de los demás aspectos.

    —Siempre tan meticulosa —reconoció un instante antes de clavarle una aguja en el cuello.

    Kleon, boquiabierto, observó cómo el cuerpo de la asistente de Novak se consumía sin que el científico moviese un dedo por ayudarla. Preso del pánico, bloqueó la conexión con la red neuronal y se retiró el dispositivo. Necesitaba retomar la serenidad o correría un destino parecido. Levitó apenas un par de centímetros y se alejó todo lo que pudo del laboratorio.

    Deambuló sin rumbo fijo mientras los últimos acontecimientos y sus implicaciones se asentaban como una losa pesada en su psique. ¿Podría informar al consejo de lo que había atestiguado? Descartó la posibilidad. Novak tenía poder suficiente como para aniquilarlo antes de que pudiese convencerlos. Contaba con treinta y seis horas para hallar una solución. Por el momento haría lo único que podía darle una ventaja.

    Expandió sus sentidos y apoyó las rodillas en el césped. Hundió los dedos en la tierra y vació toda su energía.

    Botorrita (Contrebia Belaisca), 2022 d. C.

    Pilar apoyó el pie izquierdo y se volvió. El suelo bajo sus pies se sacudió con tanta fuerza que trastabilló. Soltó la linterna en busca de algún asidero. Los gritos retumbaban en la cripta. Un estruendo seco casi le detiene el corazón. Frente a sí, una grieta dimensional se abría con extraordinaria rapidez. Dio un paso atrás; no contó con que, desde la grieta, una energía magnética tiraba de ella y de todo objeto que estuviese a su alrededor. Pese a sus gritos, nadie acudió a auxiliarla. Agotada por el esfuerzo se dejó arrastrar.

    Menarok, 2122 d. H.

    Kleon pulsó el atomizador cerca del rostro de la recién llegada; debía despertarla cuanto antes. Pilar tosió y abrió los ojos. La sensación de cosquilleo en la nariz desató una serie de estornudos que la obligó a cubrirse la cara con ambas manos.

    —¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —La joven se incorporó con brusquedad.

    El singular atuendo del muchacho que la observaba le disparó las pulsaciones. ¿Estaría alucinando? La idea se le cruzó por la cabeza. Se frotó los ojos y parpadeó hasta que se le llenaron de lágrimas que contuvo por pura tozudez.

    —No alucinas. Soy tan real como tú.

    Pilar se acuclilló en un movimiento defensivo.

    —¿Cómo puedes saber…?

    El zumbido que se aproximaba a ellos aumentaba de intensidad con demasiado frenesí.

    —Prometo explicártelo todo, pero ahora ¡corre!

    Pilar quiso emprender el trote. En dos inspiraciones se hallaba a centímetros del suelo. Un grito casi se le escapa por la impresión. Kleon le tapó la boca y tiró de ella. Los dos se perdieron entre la densa neblina que envolvía el paisaje en una turbidez plomiza.

    Pilar se cruzó de brazos. Kleon hizo un ademán invitándola a sentarse en algo que la joven no logró definir con exactitud: lucía como una roca de bordes demasiado filosos para su gusto.

    —¿A dónde me has traído?

    —Es un lugar seguro. No te preocupes.

    —Que no me preocupe, dice —resopló—. En menos de diez minutos despierto con un desconocido, nos persigue un… no sé ni como denominarlo y sigo sin respuesta a mis preguntas. Encima, me muero de sed y ni siquiera me ofreces un vaso de agua.

    Las mejillas de Kleon adoptaron un matiz rojizo. El joven pasó frente a ella y entró en el espacio contiguo. Pilar lo siguió. La joven se quedó boquiabierta. Aquella estancia lucía como un laboratorio de esos que salen en las pelis de ciencia ficción.

    —Toma. Póntela debajo de la lengua, calmará la sensación y evitará que te deshidrates —dijo con un pequeño óvalo entre los dedos—. No pretendo envenenarte. Es solo que en Menarok el agua no es de consumo humano. De paso, es bastante escasa.

    —¿Menarok? —La sed la estaba volviendo loca, así que cogió el óvalo y siguió las instrucciones.

    Treinta segundos tardó la esponja en disolverse y otros quince en provocarle la sensación más refrescante de toda su vida. Kleon cabeceó y la invitó a volver al salón con un ademán.

    —Siéntate, por favor.

    Pilar se dejó caer con cuidado. El impacto sensorial casi le desorbita los ojos. Lo menos que esperaba era hundirse como si se hubiese sentado sobre un almohadón de plumas.

    —Vas a decirme que aquí nada es lo que parece, supongo —soltó entre dientes.

    Kleon la miró con los labios apretados y las cejas muy juntas.

    —En realidad iba a decirte cómo me llamo y que te hice venir por necesidad. —Pilar se mordió el labio inferior.

    —Menarok ¿qué es?

    —Para hacerte el cuento corto, es una dimensión en paralelo a la tuya.

    —¿Y por qué estoy aquí?

    —Necesito que me ayudes a salvar a mi pueblo de un científico desquiciado que quiere acabar con nosotros y hacerse con el poder.

    —¿Esperas que te crea? —Él asintió con un movimiento de cabeza.

    —¿Por qué habría de mentirte?

    —Porque estás un poco chalado, ¿por ejemplo?

    Pilar no lo vio aproximarse. En menos de veinte segundos le había colocado un dispositivo en la cabeza y la tenía sujeta por ambas muñecas.

    —Inspira hondo y no te resistas. No te dolerá.

    El instinto la empujó a debatirse. Él la sostuvo con más firmeza. Pilar se quedó sin aliento en el instante en que los recuerdos de Kleon fluyeron con rapidez hacia su psique.

    —Quí-quí-quítame esa cosa. ¡Ya! ¡Quítamela! —La joven se zafó con brusquedad y se arrancó el dispositivo.

    La interrupción en la transmisión provocó que el sesenta por ciento de la información se perdiese en el vacío interneuronal. Como efecto más inmediato, debido a la abrupta desconexión, las náuseas le anegaron la garganta de bilis.

    —¿Me ayudarás?

    —No sé, yo solo soy estudiante de arqueología. ¿Cómo puedo combatir algo que ni siquiera entiendo?

    —Al menos piénsatelo. Si no por mí, por los miles de menarokenses que morirán si no hacemos algo para detenerlo.

    —Vale, lo pensaré.

    Kleon suspiró aliviado. Pese a no haber obtenido una respuesta definitiva, tampoco obtuvo un rechazo absoluto y eso era mucho más de lo que esperaba.

    El zumbido que oyó rompió la somnolencia que la mantenía aletargada, un efecto secundario tras la conexión a la red neuronal. Pilar se incorporó sudorosa, con el pulso a todo galope y un nudo en la boca del estómago.

    —Venga, debemos marcharnos. No tenemos tiempo que perder —dijo Kleon con la mano extendida en su dirección.

    La joven se asió con firmeza. En segundos huían con rumbo desconocido. Ocultos entre unos matorrales vieron pasar al centinela robótico con forma de medusa.

    —¿Vas a explicarme qué diablos ocurre? ¿Qué es eso que nos persigue?

    —Chist. Aguarda a que se aleje. —Tiró de ella en dirección contraria—. Eso es un centinela. Tus emociones son un imán. Emites con tanta potencia que pueden detectarte a distancia. No sé por qué no lo tuve en cuenta antes.

    —¿Y qué? ¿Está prohibido sentir? —El joven cabeceó con brusquedad—. Estáis como putas cabras.

    —Puede que lleves razón. Ten en cuenta que, tras nuestra hecatombe, las emociones son consideradas un peligro y una debilidad. Erradicarlas ha sido un propósito común; mantenerlas silenciadas nos ha permitido sobrevivir durante todo este tiempo.

    —¿De cuánto estamos hablando?

    —En tu dimensión, cien años.

    —¿Estamos en 2121? —Él asintió.

    El gesto de preocupación del joven le encogió el estómago. Pilar se volvió. Un manchón enorme se aproximaba a toda velocidad.

    —¿Has tomado alguna decisión? Porque si es así, este es el mejor momento para que me lo digas.

    —Cuenta conmigo —declaró ella—. Ahora, ¡sácanos de aquí!

    En un parpadeo salieron disparados sin mirar atrás.

    Pilar se detuvo en cuanto divisó la estructura helicoidal cubierta de paneles reflectantes.

    —Vi ese lugar en tus recuerdos. ¿Te has vuelto loco? Vas a meternos en la boca del lobo.

    —Es nuestra mejor alternativa. Novak no va a esperar que seamos tan atrevidos.

    —Obvio —dijo y se cruzó de brazos—. La única salida es que saboteáramos el cerebro central de esa maldita red. ¿Te imaginas lo protegido que debe estar?

    Los ojos de Kleon brillaron.

    —Quizá no tanto como crees.

    —¿De verdad pretendes sabotear ese cerebro?

    —En cuanto me acercase mis patrones neuronales despertarían una alerta, pero los tuyos…

    —No hablas en serio.

    El joven asintió varias veces y sin que pudiera replicar, la arrastró al interior de la estructura.

    Kleon le entregó un objeto de aspecto cristalino que, al tacto, resultaba maleable y viscoso. Pilar contuvo las arcadas y lo sostuvo entre dos dedos.

    —Repíteme las instrucciones, por favor —El joven puso los ojos en blanco una vez más.

    —No te compliques —dijo y señaló hacia la puerta—. Crearé la distracción para que te cueles por allí. Una vez dentro, sueltas la cápsula. En cuanto entre en contacto con la superficie hará su trabajo.

    —Estás convencidísimo de que esta porquería abrirá los canales de transmisión… —Pilar se mordió el labio inferior; no hallaba la palabra correcta.

    —Sinápticas. Y sí, tranquila. El virus es experimental, pero logrará su cometido. Después yo me encargo de filtrar la información.

    Pilar inspiró muy hondo y cabeceó.

    —¿Segurísimo de que este método es infalible?

    Kleon evitó responder a la pregunta. Hizo un ademán y se perdió en dirección contraria.

    «Menudos follones en los que me meto por no saber decir que no». La joven descartó el soliloquio con su conciencia y avanzó a zancadas.

    —Intruso en el sector oeste. —La voz monocorde la sobresaltó.

    —Verás tú como esto no funcione —masculló para sí y apoyó la frente en el panel junto a la puerta.

    Un tufillo a cable chamuscado se le metió por la nariz. Recordó la advertencia de Kleon y contuvo la respiración. El humo que desprendía el panel se dispersó en dos manoteos. Antes de que pudiese arrepentirse pulsó el botón ubicado en el centro de la puerta. El clic seco precedió al deslizamiento lateral de la hoja. Acicateada por la descarga de adrenalina, entró.

    La habitación estaba en penumbras. La perspectiva de avanzar a tientas no le gustaba ni un pelo. Dio el primer paso. Despegar el pie le costó lo suyo. ¿Qué había pasado allí dentro? A diferencia del ambiente exterior, dentro de aquella habitación, cada paso ameritaba un esfuerzo importante. No contaba con tiempo para devaneos. Pese a la resistencia, avanzó con sigilo. Advirtió el cambio de superficie bajo sus pies. El rechinar de las suelas de sus botas contra la lisa superficie la obligó a detenerse.

    Entornó los párpados. Un destello repentino la cegó durante algunos segundos. Boquiabierta, vio el núcleo palpitante del cual partían miles de haces luminosos. Se aproximó tan rápido como se lo permitió la fuerza de atracción que tiraba de ella hacia el suelo. Extendió la mano izquierda.

    —Debo reconocer que vuestro atrevimiento me tomó por sorpresa. —Novak surgió de entre la penumbra.

    Pilar se volvió con rapidez. La sensación pegajosa en los dedos le provocó cierta repugnancia. Apoyó ambas manos en las caderas. Reconoció al sujeto que la miraba con cara de pocos amigos. La piel se le puso de gallina en cuanto afloraron los recuerdos en su psique.

    —Ya ve, los jóvenes seguimos siendo impredecibles con todo y su control mental.

    —Inconscientes os ajusta mucho mejor. De todas formas, eso dejará de ser un problema en breve. —La sonrisa del científico le revolvió el estómago.

    —Lo dice por ese virus que propagó en la red neuronal, ¿verdad?

    Novak avanzó hacia ella. Pilar reculó un paso. El hombre la cogió de los brazos con fuerza.

    —¿Qué sabes tú de eso?

    —La verdad —dijo en voz alta—. Ni más ni menos. —El hombre la agarró del cuello y apretó con fuerza.

    —Ni tú ni nadie va a impedir que acometa mis propósitos. Menarok estará bajo mi control en menos de doce horas y tú pasarás a la historia igual que tu amiguito. Despídete de esta dimensión, mocosa entrometida.

    —Intrusión no autorizada. Virus desconocido. Transmisión sináptica no cifrada. Cinco segundos para bloqueo y desconexión temporal.

    —¡¿Qué habéis hecho?!

    —Salvar miles de vidas —contestó ella a duras penas.

    Novak rugió. La puerta a sus espaldas salió despedida.

    —Suelte a esa joven, doctor —ordenó una voz nasal y monocorde.

    —Puedo explicaros lo ocurrido, su excelencia. Estos inadaptados pretendían…

    El hombre levantó la palma.

    —Desde luego que lo explicará con lujo de detalles, ante el consejo y su tribunal. Por el momento y hasta nuevo aviso, queda usted relevado de sus funciones.

    —¡No podéis hacerme esto! —gritó Novak—. No tenéis ni idea de lo que soy capaz de hacer. Os arrepentiréis, os lo aseguro.

    El trío de uniformados que acompañaba al miembro del consejo lo sometió tras varios minutos de resistencia.

    —Llevadlo a aislamiento sensorial. Una vez se haya calmado, iniciad el interrogatorio.

    Los uniformados arrastraron al científico.

    —Jovencita —dijo el consejero—. Agradecemos vuestra colaboración. Una vez se aclare este asunto, haremos lo necesario para que pueda regresar a su dimensión. ¿Está de acuerdo?

    Pilar asintió con la cabeza. El dolor de garganta la persuadió de hacer preguntas inoportunas.

    —Me ocuparé de que revisen su estado de salud —dijo Kleon y dio un paso hacia ella.

    —Asegúrate de que recibe toda la atención necesaria, Kleon —ordenó el consejero, segundos antes de abandonar la estancia.

    Pilar observó con aprensión la cápsula en la que permanecía Novak. Después de una semana de deliberaciones, el juicio había arrojado el resultado y su respectiva sentencia: suspensión perpetua.

    —No es tan terrible como parece —dijo Kleon—. Permanecerá suspendido hasta que su organismo decida detenerse.

    —Es como una condena a cadena perpetua.

    —¿Sientes pena por él? Quiso matarte.

    Ella desvió la mirada de la cápsula.

    —Quizá… Es solo que me imagino encerrada en una cárcel así y se me encoge el corazón.

    —No tiene noción de nada. Imagina que es como estar dormido.

    —¿Estáis seguros de que no puede despertar? ¿No puede salir de allí?

    —No te preocupes de nada. La cápsula es inviolable. ¿Lista para volver?

    Pilar asintió. Entre tanto, en otro lugar de Menarok, un operador categoría tres, subdenominación delta, advertía la intrusión mental que lo dejó a merced de una Psique que, en teoría, debía hallarse en suspensión perpetua.

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  • EL ÚLTIMO DE LOS KOLTAN

    Un joven de pie junto a unas rocas. viste una especie de sobre todo algo antiguo. lleva una mano enguantada de cuyos dedos emergen luces. En la otra mano sostiene una espada que apunta al suelo. Es de noche y al fondo parece distinguirse un poblado.
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    ¿Alguna vez imaginaste una historia en la que una sentencia de muerte se convierte en una oportunidad? No es tan absurdo como parece. Aguarda y prepárate; cuando conozcas a Fred Tamray, mi protegido, lo entenderás.

    ¿Piqué tu curiosidad? No te enfades, esa era la idea. ¡Joder! No te separes de mí, antes de contarte sobre Fred voy a tener que hacer una pausa pequeñita. Por cierto, me llamo Saenza. No te asustes si ves que todo se acerca a prisa; estoy acostumbrada a lanzarme en picado y planear.

    —¿Con quién diablos hablas, Saenza?

    —Ahora no, Fred. Luego te lo explico.

    —Ese par de ahí abajo… Bueno, ya ni tanto.

    —Calla, chiquillo que espantas a nuestro visitante.

    Verás, Fred tiene una conexión especial conmigo. No te preocupes, a ti no puede verte ni escucharte. ¡Madre mía del amor hermoso! Menudo momento para enfrentamientos. No entiendes nada, lo siento, va todo tan rápido que no he podido ponerte al día.

    Mira, el guaperas es Reeve Koltan, el último mago del linaje y regente de Claionte. El otro es Ramtay Malvioq; un demonio que, como en toda historia de magia, ambiciona el poder y gobernar nuestra terra.

    —No deberías revelar esas cosas, Saenza, menos a alguien que no conoces.

    —Chist, déjame escuchar; además nuestro visitante también quiere enterarse. No me seas cobardica.

    ¡Buen ataque ese! Bien por el mago.

    —¿Es que no piensas rendirte nunca? El origen jamás va a quedar en manos de un demonio, acéptalo de una puñetera vez.

    —Eres tan egoísta como todo tu linaje. Mañana morirás y contigo, Claionte entero. ¿Acaso no te importan las vidas que segarás por tu tozudez?

    —Como si tú fueses a permitirles vivir. ¿Crees que no sé lo que te propones?

    Llevas razón, ese ataque casi le alcanza el corazón al mago.

    —Morirás de todas formas. ¿Qué más te da entregarme el legado si me apropiaré de él?

    —El origen no puede robarse. —Ese puño en alto está listo para atacar—. Ha de cederse; de lo contrario aniquilaría al portador.

    —¡Mientes! —Demonio cabrón; se ha elevado dispuesto a arrojar la bola de poder que tiene entre las manos.

    Ah no, eso sí que no. Convocar a la magia prohibida es una afrenta imperdonable. No permitiré que ese pelafustán gane con trampa. ¡Agárrate! ¡Ahí voy!

    —¡Cuidado, Saenza!

    —No grites, Fred, no estoy sorda.

    ¡Toma ya! Puaj, que asco la sangre demoníaca. Ni se te ocurra probarla, ¿eh? Venga, aférrate bien. Necesito que me ayudes. Cierto, no estás aquí, pero igual puedes proporcionarme energía para quintuplicar mi tamaño y remontar el vuelo. Mira que Reeve pesa lo suyo. Eso, así, imagíname gigante. Ahora ya puedo llevármelo con Fred.

    —¿Conmigo? ¿Vas a traértelo aquí? Coño, si me descubre soy hombre muerto.

    —Claro que no. Prepáralo todo, va a necesitar unos cuantos remiendos.

    ¿Sigues allí? Ah vale, creí que te habías perdido durante el vuelo. Mola nuestra cabaña, ¿no crees? Es pequeña pero acogedora. Ese que ves ahí sobre el guaperas es mi protegido. Parece un simple naguerot, aunque en realidad es un mestizo. Coño, ya se ha cabreado. Odia que le diga así; aquí entre tú y yo (acércate más para que no nos oiga): tener sangre demoníaca como legado es un verdadero coñazo. Razón aparte, estos jóvenes de hoy no son nada tolerantes.

    —¿Por qué no cierras ese pico de una vez? ¿Qué quieres? Si el regente se entera de qué soy me mandará a la guillotina.

    —Joder, no te enfades. Solo ponía al día a nuestro visitante. Además, Reeve sigue tumbado a pierna suelta, ¿cómo va a enterarse de que eres un mestizo y no un simple mortal?

    ¡Qué lengua de sapo la mía!, ¿cuándo aprenderé a no hablar de más? Verás tú cómo se me echa encima ahora.

    —¿Hablas con un halcón? Porque no veo a nadie más aquí. —Qué sueño más ligero tiene este regente.

    Qué pálido se ha puesto Fred; con qué lentitud se mueve.

    —Majestad…

    —Levántate y responde a mi pregunta. —Coño, esos ojos violetas van a atravesar las defensas de mi muchacho.

    —Así es, señor. Desde crío he hablado con Saenza.

    —¿Y con otras criaturas?

    —No lo he intentado jamás. —Sí, también me di cuenta. Reeve lo observa con curiosidad.

    —¿Vives solo?

    Iba todo demasiado bien. Verás tú cómo ahora se enfurruña. Y con razón, no se le puede negar. Los Koltan la vienen cagando desde hace mucho tiempo.

    —Vuestro linaje ha sentenciado a los míos por eones, majestad. De mi familia solo quedo yo.

    —Un error que he intentado corregir. Durante mi mandato no se ha vuelto a cazar a ningún mestizo.

    Punto para el regente, la verdad. Esperemos a ver qué dice ahora.

    —¿Me libraréis del ostracismo?

    —Con una condición.

    Comienzo a arrepentirme de haber ayudado a este capullín. ¿No te provoca darle un sopapo? Sí, a mí también.

    —¿Con quién coño habla tu puñetero halcón? ¿Albergas demonios en este lugar? —Reeve ya se puso a la defensiva, verás tú.

    Culpa mía, en realidad, por olvidar que como mago tiene la capacidad de detectar todos los vínculos mágicos. También el nuestro, por lo que veo, aunque no por eso voy a permitirle ofensas.

    —Más respeto. Podrás ostentar el cargo de regente de Claionte, pero no toleraré que dudes de mi decencia y la de mi protegido, aunque su sangre no sea tan pura como la tuya. Aquí no hay demonios. Solo la presencia de alguien que nos visita desde otro plano.

    —¿Ese visitante nos ve?

    —Sería más preciso decir que nos lee, majestad; solo es un mero espectador. —No te preocupes, a ti no puede tocarte ni un pelo.

    —¡Perfecto! —Vaya, mira cómo le brillan los ojos—. Es lo que necesitaba. Con testigos nadie podrá refutar mi decisión. Ahora, debo hacerte una pregunta…

    —Fred, majestad, ese es mi nombre.

    —¿Aceptarías convertirte en receptáculo del origen?

    —Estaría muerto en segundos. Todo Claionte sabe que solo los Koltan podéis…

    —Los mestizos también sois aptos, por eso se os ha cazado durante tanto tiempo. Escúchame… —Menuda revelación; ahora le ha cogido de ambas manos—. La profecía se cumple mañana. Debo morir para que Claionte viva y tú eres mi mejor… nuestra única oportunidad.

    —No sé, majestad. Solo soy un simple cetrero.

    —No te hagas de rogar. Tienes una oportunidad valiosa. —Ya sabía yo que ese gesto con las manos traía trampa; verlas entrelazadas con las de Reeve ya le disparó el pulso.

    —Ella tiene razón. Acepta el legado que estoy dispuesto a concederte y gobernarás Claionte.

    —Necesito pensarlo, majestad.

    —No tardes demasiado. —Al menos pide y no exige—. Solo tengo hasta el amanecer.

    Como el cabezota de Fred se niegue, nos iremos todos a la porra. Sí, en cierta forma tú también porque si desaparecemos no podrás volver. Ya sé, es una putada en letras mayúsculas. Diecinueve años; tantas primaveras cuidando de él y ahora… gracias, que imagines que me acaricias el plumaje consuela muchísimo. Claro, ayudaría más si Fred accede a convertirse en el nuevo regente.

    —Venga, Saenza, deja ya el dramatismo. Voy a aceptar. ¿Contenta? Solo espero sobrevivir y no terminar convertido en un cadáver seco y arrugado.

    —Ya sabía yo que eras un joven muy inteligente. Te he educado bien. —Me hace gracia esa forma de Fred de poner los ojos en blanco.

    ¿No te parece que los dos son guapísimos? Harían una pareja encantadora.

    —¡Saenza! Cierra el pico.

    —Déjala, no me molestan sus especulaciones… —sí, también me fijé en que sus ojos sonríen con picardía—. A fin de cuentas, no miente. Eres un joven muy atractivo.

    Fred es tan mono cuando se sonroja, ¿no crees? Ajá, al final si todo sale bien puede que haya romance. Llevas razón, mejor cierro el pico.

    —Acepto vuestro legado, majestad. —Me choca cuando baja la mirada—. ¿Qué debo hacer?

    —Ven. —¿Has visto cómo entrelazó sus dedos con los de Fred?—. Vamos afuera.

    Alzaré el vuelo. Es mejor estar atentos por si surgen complicaciones. ¿Te parece que soy pesimista? Lo que pasa es que como vives en otro plano no te imaginas la de improvistos que llegan a ocurrir en un simple parpadeo. No te preocupes, desde aquí arriba puedo vigilarlos sin problemas. Además, es mejor que tengan cierta privacidad.

    —Esa rapaz tuya es de armas tomar.

    —Es picoflojo, sin embargo…

    —No tienes que defenderla, no me molesta, todo lo contrario. Agradezco que interviniese en mi favor. Gracias a ella y a ti, claro, sigo vivo. ¿Estás listo? —Fred suele inspirar hondo antes de asentir, no te preocupes.

    Llevan un rato en ello, sí. Yo no noto nada diferente. ¿Tú desde allí has atisbado algo? Eso pensé. Voy a planear más bajo, así podremos oírlos mejor.

    —Quizá yo no sea el indicado, majestad.

    —Chist, lo que tienes es que abrirte a mí, a mi magia, quiero decir. —No sé por qué Reeve apoya las palmas sobre el pecho de Fred. Qué calor más asfixiante envuelve al chiquillo.

    Tengo la sensación de que algo no marcha bien. Me posaré en la rama de ese árbol de allí. Agárrate fuerte.

    —¿Está seguro de que es posible lo que pretende, majestad? —Pobrete, cómo tose; apoyado a gatas sobre el césped parece un animalillo—. Quizá deba buscar a otro.

    —Lamento haberte herido. Hago lo correcto, estoy seguro. Lo que necesito es que confíes más en ti y en mí.

    Sí, a mí también me preocupa. El amanecer no tardará en llegar. No sé, quizá metí la garra hasta el fondo por insistir.

    —Túmbate a mi lado y cierra los ojos. —Fred siempre ha sido obediente—. Ahora, imagina que hay un sendero que llega hasta tu corazón. Al final hay una verja. Ábrela e invítame a pasar.

    Reeve debe tener una buena razón para introducir la mano entre la apertura de la camisa y apoyar así la palma sobre el pecho desnudo. Quizá el fuerte latido del corazón juvenil le infunda confianza en su decisión.

    El alba despunta. Creo que algo ha ocurrido. ¿No lo sientes? Sí, la vista de ambos juntos es tan tierna.

    —¿Majestad? —Menos mal que abrieron los ojos.

    —Serás un justo gobernante para Claionte. —Ya le sacó los colores—. ¿Me concederías dos deseos?

    —Por supuesto. Lo que quiera.

    —Tutéame y bésame. Quiero morir y entregarte mi último aliento.

    —Majestad…

    —Por favor… —¿Has visto cómo se lanzó a comerle los morros?

    —¡Cuidado, Fred!

    ¿Cómo que por qué los interrumpo? ¿Quieres que la historia acabe sin final feliz? Reeve ya quedó laxo entre los brazos del nuevo regente.

    —Tienes algo que me pertenece. —Ramtay no le quita los ojos de encima al cuerpo del último Koltan, será capullo—. Entrégamelo y te perdonaré la vida.

    —Mientes. —Fred no es tonto, no te preocupes.

    —Da igual, ¿no crees? En todo caso, la verdad es que no estás preparado para gobernar Claionte; ni siquiera sabes qué hacer con el origen. La magia te consumirá.

    Espero que no se olvide de lo que le dijo Reeve. Si pierde la confianza será nuestro fin.

    —Puede que no sepa qué hacer. Para tu desgracia, aprendo rápido. Así pues, no seré yo quien acabe contigo. Será la magia que tanto ambicionas. —Qué listo mi chiquillo; permitió que el poder que lo habita cogiese las riendas.

    ¡Toma! Eso te pasa por gilipollas. ¿Te has fijado?, ha sido un ataque fantástico. ¡Mierda! Eso ha tenido que dolerle. Pobre de mi chico. ¿Te vienes conmigo? Voy a enseñarle a ese charlatán demoníaco lo que significa meterse con el polluelo de Saenza.

    Un demonio con aspecto de guerrero; muy cerca de él flota un pequeño halcón
    Imagen libre de derechos de Jim Cooper en Pixabay

    Lo he dicho antes y lo certifico: la sangre de demonio sabe asquerosa; ni hablar de cómo huele. Oye, esa es una brillante idea. Se lo diré.

    —Fred, chiquillo, dice nuestro visitante que lances un ataque directo al corazón. Yo distraeré a la bestia esperpéntica.

    —¡Maldito avechucho! ¡Sal de mi camino!

    —Dale saludos al regente del infierno.

    Ese movimiento de brazos extendidos hacia adelante hace que parezca todo un guerrero, ¿no crees? ¡Joder! Huelen mucho peor cuando arden a fuego intenso. Qué asco. No te preocupes, ya te digo que apestan. ¿Qué? ¿Qué dices? ¡Mierda! Llevas razón. El poder del demonio amenaza con arrasarlo todo.

    —¿Y ahora qué? No tengo idea de qué hacer, Saenza.

    Es verdad, ¿por qué no se me había ocurrido eso antes?

    —Nuestro visitante cree que si absorbes el poder del demonio podrías detener la hecatombe de nuestra terra.

    —Eso suena muy bien. ¿Cómo rayos lo hago? ¿Se os olvida que soy un simple cetrero?

    —¿Olvidas que llevas sangre de demonio en tus venas? ¡Atráelo! La sangre llama a la sangre.

    —Lo intentaré.

    ¿Has visto eso? ¡Parece una pértiga ahí de pie con las piernas separadas y los brazos estirados en dirección al sol! ¡Está atrayendo todo el poder! ¿Qué dices? No sé, se lo puedo comentar, aunque eso va contra las reglas universales. Llevas razón, Reeve ya se saltó una al darle el poder a Fred. Quizá funcione.

    —¿Ahora qué pretendéis? —Pobrete, se ha quedado sin resuello.

    —Verás, nuestro visitante cree que podrías intentar resucitar a Reeve.

    —¿Os creéis que soy un dios? —Supongo que llevas razón; caer en el césped de esa forma debe doler.

    —No pierdes nada si lo intentas.

    —No sé cómo hacerlo. —Tumbado junto a Reeve parece tan indefenso, ¿verdad?

    —¿Y si pruebas la técnica de todos los príncipes de cuentos de hadas?

    —Lees demasiada fantasía, Saenza.

    —Venga, inténtalo. Dale un beso.

    —De acuerdo. —Sí, el pobre se avergüenza muchísimo.

    No debería revelarte sus intimidades, pero ya que estás ahí, te lo cuento: posar los labios de nuevo sobre la boca de Reeve está despertando en él, cientos de sensaciones nuevas. El recuerdo del beso anterior le provocó un cosquilleo en el estómago y un aleteo en el corazón. Ha cedido, una vez más, el control a la magia que lo habita. El poder fluye de uno a otro en una comunión perfecta. Espero que no siga conteniendo así la respiración. ¡Uf! Por fin abrió los ojos.

    —¿Has muerto conmigo? ¿Todo se ha perdido? —sí, Fred es una monada cuando sonríe.

    Menos mal que negó con la cabeza o al pobre de Reeve le habría dado un soponcio. Chist, vamos a ver qué hacen ahora.

    —Bienvenido de vuelta, majestad. —¡Ostras! Sonrisa y beso de final de cuento.

    Vaya pillín está hecho Reeve. Como siga así terminarán… Mejor les dejamos intimidad para que sigan a lo suyo. Ahora que Claionte ya no corre peligro, el resto del mundo y otros planos pueden esperar.

    ¿Se te ha hecho corta la estancia esta vez? No te preocupes, historias habrá muchas más. Nos volveremos a encontrar cada vez que te apetezca leer.

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  • ALOIA: LIBROAVENTURERA

    Una mano sostiene un libro abierto. El libro muestra las páginas escritas y en el punto de unión entre ambas páginas (izquierda y derecha) se ve una chica durmiendo entre las nubes.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Aloia se volvió con rapidez. El corazón le galopaba en el pecho y los ojos se le anegaron como siempre. Contuvo las lágrimas a duras penas y salió del local con tanta premura que casi le pisa la cola a la gata himalaya de Eines que, desde que su madrastra la había dejado en Seadur, no se le despegaba ni a sol ni a sombra. Echó a andar sin rumbo fijo mientras se reprochaba, frustrada, por comportarse como una cría. Tenía diecisiete años; «edad suficiente para comportarse como una señorita y no como una desadaptada». Las palabras de su madrastra afloraron como tantas otras veces. Apartó el recuerdo y exhaló un hondo suspiro. A Eines le llegarían con otro cuento sobre lo arisca que era su nieta y ella, como siempre, alegaría que solo necesitaba tiempo para adaptarse. Una mentirijilla que, en el fondo, no se alejaba mucho de la realidad. Vivir en la ciudad no tenía nada que ver con la vida en esa aldea diminuta.

    El ronroneo de Baia rompió sus cavilaciones. El destello del cristal de la tienda-librería atrajo su atención. La gata dio un salto y se coló entre los pies de un turista que salía con las manos ocupadas. La joven maldijo a la bola de pelos y entró tras ella antes de que la pequeña rompiese algún objeto. Después de tanto esfuerzo para evitar que Eines se avergonzara de ella, sería una idiota si permitía que la gata hiciera de las suyas.

    El tintineo a sus espaldas le disparó el pulso. La puerta se había cerrado con rapidez. El olor a libros viejos le cosquilleó en la nariz. Dio un vistazo. Enseguida vio a la bola de pelos saltar sobre un banco, rozar una estatuilla de cristal y volar directo al mostrador. Las manos se le convirtieron en dos témpanos y el corazón casi le da un vuelco. Adelantó un paso antes de que la figura se estampara contra el suelo, pero Baia la distrajo al postrarse a sus anchas sobre la superficie repleta de objetos. La carcajada potente que retumbó contra las paredes la acicateó y se abalanzó sobre el adorno. Lo cogió en el aire. Un par de aplausos se impusieron al ronroneo de la gata que reclamaba atención.

    —Digna descendiente de tu abuela —señaló una voz áspera.

    Aloia colocó el objeto en su lugar y se volvió con lentitud. Fijó la mirada en un punto indefinido mientras se tomaba el tiempo de descifrar las primeras palabras que había oído. Resignada, como otras veces, inspiró hondo antes de hablar.

    —Mi abuela está bien. —La gata maulló; el hombre la miró con extrañeza.

    La joven desvió la mirada; otro paso la acercó al mostrador. Un objeto brillante la embelesó.

    —El camafeo de Reua es un objeto impresionante, ¿no crees? —Ella apenas asintió.

    El hombretón la siguió con la mirada. La joven, atraída por el magnetismo de la gema, la extrajo del exhibidor.

    —¿Es usted? —preguntó con desparpajo.

    Baia volvió a maullar. Aloia no le hizo el menor caso. El hombre sonrió. Los ojos ambarinos refulgieron.

    —Hay quien dice que mi padre se parece al dios —dijo otra voz varonil.

    Aloia se sobresaltó y casi suelta la gema.

    —Que mala costumbre tienes de asustar a los clientes, Artai —reprochó el hombre—. Soy Brigo, jovencita. Eines debe haberte hablado de mí en algún momento.

    Aloia se sonrojó. ¿Se lo habría mencionado su abuela? Que le costase memorizar algunas palabras era una puñetera maldición.

    —Cla-cla-claro —mintió y bajó la mirada.

    —¿Por qué no le cuentas sobre Reua y el camafeo mientras voy a por el paquete de Eines? Estoy seguro de que le gustará la historia —propuso el hombretón a su hijo.

    El joven se encogió de hombros. Aloia notó cierto desdén en su mirada. Sin embargo, se mordió la lengua. Pese a las creencias de su madrastra, no era tonta. Si el hombre la asoció con su abuela era porque la conocía bien. Así pues, no iba a darles motivos para quejarse con Eines. Al menos no si podía evitarlo.

    —Es verdad lo que dicen de ti —espetó el joven—. Eres una carencias, ¿eh?

    La joven enrojeció con intensidad y aferró el camafeo con fuerza. La rabia le aceleró la respiración. Se recordó la intención de no avergonzar a su abuela y contuvo las ganas de lanzarle la gema por la cabeza.

    —No te entiendo —masculló.

    —Ya veo —dijo Artai con los ojos fijos sobre la gema—. Ese objeto cuesta un pastizal. Es una reliquia. Yo de ti lo dejaba de vuelta en su puesto. A menos que quieras recibir el castigo del dios, claro. Porque dudo mucho que a ti te recompense.

    Aloia se percató del nerviosismo de Artai.

    —No te creo. —El joven se encogió de hombros.

    —Tú misma. La leyenda dice que a Reua no le gustan las niñatas que no siguen las normas. —Aloia bufó.

    Baia se incorporó. Maulló y dio un salto. La puerta de la tienda se abrió. Un grupo nutrido de turistas entró alborozado.

    La joven frotó el camafeo. La idea de darle una buena lección al capullo engreído coqueteó con ella. Dudó una fracción de segundos. ¿Se enfadaría Eines si se enteraba de su travesura? Quizá sí, en todo caso, tenía una buena razón y ella la entendería. Aprovechó la distracción del muchacho y se guardó la gema en el bolsillo del vaquero. Salió a toda prisa con la gata pisándole los talones.

    —¡Espera! —Aloia frenó y casi tropieza con Baia.

    La joven se volvió con lentitud. Las mejillas le palidecieron. ¿La habría descubierto el hombretón?

    —Yo… —Las palabras se le atragantaron.

    —Se te olvidó el paquete. —Le tendió un bulto envuelto en papel—. Dile que el encargo vale por dos botellas de su última cosecha.

    La joven lo cogió sin abrir la boca ni levantar la mirada del suelo.

    —Dos botellas —repitió en voz baja.

    Brigo la observaba con curiosidad.

    —¿Qué dijiste? —preguntó, aunque había entendido sin problemas—. ¿Va todo bien?

    —Sí, señor —murmuró con voz trémula.

    —Espero los disfrutes —dijo y se volvió en dirección a la tienda.

    Aloia no daba crédito. Por un instante creyó que el hombre la había pillado y que la denunciaría por ladrona. Echó a andar rumbo a casa de su abuela con la gata refunfuñando cada dos o tres pasos.

    Brigo se había detenido con la puerta entreabierta. Dio un vistazo en su dirección un instante antes de que la chica se perdiera al girar en la esquina. Sus ojos dorados brillaron y esbozó una tenue sonrisa.

    Eines aguardaba sentada en el sillón donde acostumbraba leer. Aloia había entrado con sigilo. No obstante, la bola de pelos delató su presencia con un fuerte ronroneo.

    —Tardaste más de lo previsto. ¿Tuviste algún problema?

    Aloia negó con la cabeza. Los ojos de Eines se posaron sobre el paquete que aferraba contra el pecho y sonrió de oreja a oreja.

    —Me distraje sin querer.

    —¿Pasaste por la panadería? —La joven guardó silencio—. No importa, luego hablo con Jonás. Veo que Baia te llevó con Brigo. —La mujer se levantó y extendió los brazos.

    La joven dejó el paquete en manos de su abuela. Eines destrozó el envoltorio. El rostro de Aloia se ensombreció.

    —Sabes que los odio —dijo cortante.

    Eines ignoró el comentario y le extendió los libros.

    —Son una maravilla, ¿no crees?

    La joven cogió los tomos. La cubierta de uno captó su atención. El rostro de la chica que le devolvía la mirada sobre el fondo azulado y ese barco lejano le hablaba de viajes y aventuras.

    —Dioses de Antara —murmuró Aloia con lentitud.

    La chica tragó saliva. La lengua se le había enredado como tantas otras veces. «Maldita dislexia». El pensamiento se esfumó como un suspiro.

    —Es un libro fascinante —dijo la mujer con entusiasmo.

    —¿Por qué me haces esto? Sabes que no puedo leer. Creí que tú sí me entendías, que me creías.

    Aturdida por la reacción de su nieta, la mujer se le acercó. Aloia reculó un paso y salió corriendo hacia su habitación. La gata maulló.

    —Ve con ella, querida. No es bueno que esté sola. —Baia, obediente, corrió tras la chica.

    Aloia dejó caer los libros sobre la mesita de noche y se tumbó en la cama. Baia arañó la puerta con tanto ímpetu que tuvo que levantarse y abrir. La gata entró y de un salto se subió a la cama. La joven se dejó caer. Seguía enfurruñada. Le encantaba Eines. Ella no se burlaba ni la acusaba de perezosa. La había escuchado o, al menos, eso había creído. ¿Por qué le salía con esto ahora? ¿Pretendía obligarla a leer igual que su madrastra? Baia maulló. Los ojos felinos se paseaban sobre la portada del libro. Aloia lo cogió y aspiró el aroma. Estuvo tentada de abrirlo. La certeza de que no entendería ni la mitad de las palabras refrenó el impulso. Un calor repentino la obligó a meter la mano en el bolsillo del vaquero. La gema que había sacado de la tienda refulgía. La culpa le despertó una sensación desagradable en el estómago.

    —Si pudiera ser alguien distinto —dijo en voz muy baja mientras frotaba la gema con el pulgar.

    La gata dio un zarpazo. El libro se abrió como por arte de magia. Una espiral de vívidos colores surgió del camafeo. Un viento gélido sopló con fuerza. Baia saltó al regazo de la chica y en segundos ambas desaparecieron.

    Un ronroneo junto a su oreja la sobresaltó.

    —Despierta, niña —dijo una voz femenina arrastrando las eres.

    Aloia se incorporó. El olor a salitre y humedad le revolvió el estómago. Dio un vistazo. Lo que la rodeaba semejaba mucho la bodega de un barco. El vaivén le provocó un leve mareo.

    —¿Dónde estoy?

    —Estamos, querida —corrigió la voz—. Nos trajiste al libro.

    Aloia se fijó en Baia y creyó que había perdido la cabeza igual que Eines. Los gatos no hablaban. Bajó la mirada hacia el papel que sujetaba. Abrió la boca y los ojos casi se le desorbitan. Leyó la frase con fluidez. ¿Quién sería Aidun? La portezuela de la bodega se abrió. La chica se guardó el papel en la manga de la blusa. Los ojos azules que la miraban con fiereza eran los mismos del joven que la trató con desdén. ¿Por qué estaría soñando con Artai?

    La voz de la gata irrumpió en sus pensamientos:

    —Ningún sueño, niña. Nos has traído al libro y estaremos aquí durante 24 horas, así que prepárate para la aventura que nos espera.

    Las veinticuatro horas se le hicieron demasiado breves. De vuelta en la habitación, Aloia miró el libro abierto sobre el colchón junto a la gema. Fijó la vista en el primer párrafo. Tal como esperaba, descifrar las palabras le costaba horrores. Miró el grabado en el camafeo. ¿Podría quedarse con el objeto? Un par de golpes sonaron contra la puerta. Eines entró sin esperar respuesta. Tras ella, Brigo permanecía de pie con los brazos cruzados. Ambos adultos se fijaron en el objeto. El hombre se adelantó.

    —Parece que tenías razón —reconoció Eines—. Así que te has ganado dos botellas más.

    La joven los miraba sin comprender.

    —¿Qué tal la aventura? Aposté con tu abuela a que aceptarías convertirte en libroaventurera. Nadie puede leer un libro y no enamorarse de la posibilidad que implica poder viajar entre líneas.

    —Lamento haberme robado su reliquia —dijo con las mejillas encendidas.

    Eines se sentó a su lado y le dio una palmadita en el muslo.

    —Acepto tus disculpas si me cuentas la verdad. ¿Disfrutaste del pequeño viaje? O de verdad odias los libros.

    La chica negó con la cabeza.

    —Odio no poder leer como los demás. Es frustrante que se burlen todo el tiempo o que piensen que soy perezosa.

    Baia maulló y se frotó contra los pies de su dueña.

    —Es una excelente idea —dijo Eines como si hubiese entendido lo que significaba la serie de maullidos.

    —Esa gata tuya es una joya, Eines, deberías dejármela unos días —propuso Brigo.

    La gata volvió a maullar, aireada. Aloia no daba crédito. ¿Se habrían vuelto locos los dos? Quizá había algún virus en el ambiente y por eso alucinaban. Aunque, visto lo visto, ella entraba en ese grupo también.

    —Sigo aquí, por si se os había olvidado. —Su abuela se echó a reír.

    —No nos hemos olvidado de ti, cariño.

    —Tienes que enseñarla a hablar con los gatos, va a resultarle muy útil si acepta.

    —¿Aceptar el qué? —La joven los miraba con las cejas muy juntas.

    —Baia ha propuesto que te dejemos la gema para que puedas viajar al interior de las historias —respondió el hombre.

    —Y que te busquemos los libros en digital para que puedas escucharlos. Así podrías disfrutarlos. Cuando mejore tu animadversión podremos comenzar a practicar la lectura.

    Aloia se estremeció de anticipación. ¿Podría tener la posibilidad de recrearse con los libros? Los labios se le curvaron en una amplia sonrisa.

    —Acepto —dijo y cogió el libro abierto—. ¿Podemos empezar con este? Quiero saber qué pasa con Aidun, Antara y el libro de los vínculos.

    —Por supuesto que sí, cariño. Además, la segunda parte es todavía mejor.

    —Y nada como vivir la historia desde cualquiera de los demás personajes.

    —¿Eso se puede? —preguntó entusiasmada.

    Ambos cabecearon a modo de asentimiento. Los ojos de Aloia chispearon de emoción. No podía esperar para regresar al libro. La idea de poder disfrutar de tantas historias hizo que el corazón le aleteara dentro del pecho. En su mente ya imaginaba cómo serían sus próximas veinticuatro horas.

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