Etiqueta: suspense

  • BAJO LA SOTANA

    La imagen de una sotana desde los hombros hacia abajo. El sacerdote sostiene una hostia, el cáliz y un crucifijo
    Imagen libre de derechos tomada de pxfuel

    Sixto palideció ante la vehemencia con la que el presidente electo daba sus primeras declaraciones. Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo y, al mismo tiempo, sellaron su destino. El sacerdote jesuita se persignó. La diestra le temblaba; la frente se le perló de una fina capa de sudor. Elevó una plegaria: «Protege a nuestro presidente de todo mal», articuló en un hilo de voz que quedó solapado por aquel grito desgarrador que le robó el aliento.

    En dos zancadas alcanzó el televisor. El temblor le impidió atinar a la primera. Las imágenes cambiaban de plano con tanta rapidez que su mente no era capaz de seguirlas y concluir algo en claro. Intentó subir el volumen por segunda vez y volvió a fallar. Una secuencia de golpes urgentes le disparó el pulso. Los latidos retumbaban como tambores de guerra en sus oídos. Abrió la puerta de la casa parroquial de un tirón.

    —Secuestraron a la hija de Magallanes, ¿lo ha visto, padre?

    El sacerdote volvió el rostro hacia la pantalla del televisor. El nudo que le estrangulaba las cuerdas vocales atrapó cada fonema. Abrió y cerró la boca como un autómata. Volvió a ver a la inesperada visita. Apretó tanto los puños que le crujieron los huesos. La situación no podía ser peor o, ¿sí?

    El reloj de la pared marcaba las 20:59. Tres largas horas necesitó Sixto para deshacerse de su vecina. Clavó los ojos en la pantalla del móvil. ¿Debería llamar a Marian? ¿No resultaría demasiado sospechoso? Movido por la acuciante necesidad de obtener más información, desbloqueó la pantalla y buscó el contacto en la agenda. Segundos antes de pulsar el botón para llamar, Golpearon a la puerta. La noche prometía convertirse en una pesadilla.

    —¿Me invita usted a pasar, padre?

    Sixto cerró la boca y se apartó. El supresor del arma que se asomaba sin discreción por la abertura de aquella gabardina, había sido lo bastante persuasivo como para pensárselo mejor; así pues, evitó imprecar al sujeto que avanzó hasta el salón como si aquella fuera su casa.

    —Esta es la casa parroquial —dijo entre dientes—. No tengo nada de valor.

    —Se equivoca usted, Sixto. ¿No le importa que lo llame por su nombre, ¿verdad? Siéntese —invitó el sujeto apuntando con el arma hacia el sillón. Seré breve.

    El sacerdote obedeció. Sentado con la espalda muy rígida frente a aquel intruso, escuchó a su interlocutor. El pulso se le aceleró y, A medida que el sujeto avanzaba en su explicación, la garganta se le cerraba un poco más. La boca se le secó; sudaba a borbotones como si en lugar del salón de la casa parroquial, se hallara en medio del desierto. La situación no podía ser más surrealista.

    —Usted-usted no puede hablar en serio. Soy un hombre de Dios. No puedo ir en contra de mi fe y mis principios. Lo que pretende es un despropósito.

    Sixto se secó la frente con la mano.

    —Hace dieciséis años no pensaba usted igual. ¿Sí sabe a qué me refiero o tengo que recordárselo?

    El sacerdote lo miraba boquiabierto con los ojos casi desorbitados.

    —¿Cómo sabe usted…?

    —Lo sabemos todo, confórmese con eso. —El sujeto se hurgó por dentro de la gabardina—. Tiene usted 48 horas para tomar una decisión. Siendo el representante de Dios en la tierra no le será tan difícil escoger entre una vida y la otra, entre una amenaza para el mundo que conocemos y una vida que apenas florece.

    El sujeto se levantó, dejó caer el paquete que sostenía en la mano y caminó hacia la salida. Sixto se puso en pie como un resorte sin perder de vista la jeringa y el papel contenidos en el sobre transparente que descansaba sobre la mesita de centro.

    —Llamaré a la policía, este atropello no puede…

    El sujeto se volvió y le apuntó directo a la cabeza. El sacerdote trastabilló y tropezó con el sillón.

    —Hágalo y no solo perderá todo lo que ha logrado hasta ahora; la hija de Magallanes morirá y el único culpable será usted. ¿Cree que Dios lo perdonará, padre? —El sujeto lo taladró con la mirada—. Recuerde el plazo. Aguardaré su respuesta.

    Sixto guardó silencio. El sujeto cabeceó en conformidad y se marchó. La mente del sacerdote no paraba de girar como un tiovivo desbocado. ¿Cómo iba a salir bien librado de aquel desastre? A lo largo de sus 48 años había vivido circunstancias difíciles, pero ninguna tan desesperada como esa.

    Sentado frente al ordenador, Sixto golpeaba las teclas poseído por la angustia. Cada tanto desviaba la mirada hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. El reloj avanzaba como si los minutos se escurrieran por una pendiente imposible hacia el vacío. Apenas le quedaban dos horas para que el límite que aquel sujeto le había señalado se agotara. «Si me dieras una mano, Señor, sería de agradecer». El pensamiento se esfumó en un suspiro. Detuvo los ojos en el buscador; el tercer resultado quizá podría convertirse en la solución a su dilema. Tomó nota y cogió el móvil que había olvidado uno de sus feligreses el día anterior. Tabaleó sobre la pequeña pantalla como si su vida dependiese de ello.

    —Amigo mío, necesito un favor, urgente —dijo y remarcó la última palabra con los ojos fijos en aquella anotación—. No tengo tiempo para explicaciones, escucha; prometo que te lo contaré todo, cuando pueda. Requiero varias ampollas de una toxina. —Tras cinco minutos que le parecieron eternos, agregó—: salgo enseguida para allá. Y, por favor, no le comentes esto a nadie; ni a tu gato.

    Colgó la llamada y se guardó el móvil en el bolsillo. Miró el reloj de la pared; una hora y cuarenta y ocho minutos. Cogió las llaves y el casco de su motocicleta, no tenía tiempo que perder.

    Sixto entró en tromba, jadeante y empapado en sudor. Dejó caer el casco en el sillón y cogió el sobre. Extrajo el papel con manos temblorosas y leyó las instrucciones. Miró hacia el reloj de la pared y casi se le escapa una maldición. Una hora le había llevado ir y volver. Cerró los ojos e inspiró profundo. Cogió su móvil y marcó el número que aparecía en aquel papel. Enseguida saltó la notificación. Abrió la aplicación y pulsó en el mensaje.

    Los ojos se le llenaron de lágrimas al percatarse de quién aparecía en aquella imagen. Tragó saliva y activó el vídeo. La adolescente, amordazada y con los ojos enrojecidos, se revolvía dentro de una urna de cristal. El sacerdote se fijó en el líquido que subía de nivel a velocidad gradual. Detuvo la reproducción. No soportaría ver lo mismo durante 48 segundos.

    El tono de un nuevo mensaje captó su atención.

    +34 948480480 Mercenario 48:

    Siga las instrucciones sin omitir ni un solo detalle y todo saldrá bien, Sixto. Por si tuviera problemas de memoria, le enviaré un recordatorio como este cada ocho minutos. Éxito en su misión. Por cierto, espero que haya disfrutado del paseo.

    Apretó el dispositivo con fuerza y contuvo las ganas de arrojarlo contra la pared. Un regusto a bilis le quemó la garganta. Tal como había sospechado, se hallaba bajo vigilancia. El avance de los números en el reloj digital le advirtió que le quedaban 40 minutos. Bloqueó el móvil y recogió el sobre. Repasó mentalmente las instrucciones que le había dado su buen amigo y se dispuso a acometer la primera fase de aquel plan macabro.

    Ocho minutos exactos y recibió otra notificación. Ajustó la posición del alza cuello y se palpó a la altura de los bolsillos. Titubeó un par de segundos; al final cedió ante la necesidad de cerciorarse de que seguía con vida. El llanto de la joven lo estremeció de pies a cabeza. Absorto en el sufrimiento de la chica, vio el vídeo hasta el final. El tono de la llamada entrante lo sacó de su ensimismamiento.

    —¿Sí? —Los ojos casi se le desorbitan al oír la voz del otro lado del auricular—. Claro, no es ninguna molestia, por favor. Enseguida salgo para allá.

    «Señor, si esta es una prueba, permíteme decirte que te estás superando con creces», pensó mientras cogía las llaves de su pequeña motocicleta.

    La mansión presidencial ocupó todo el campo visual de Sixto. Una vibración en el bolsillo le disparó las pulsaciones. Redujo la velocidad en cuanto zigzagueó peligrosamente y estacionó frente a la verja. Extrajo el móvil. El globo de la notificación parpadeaba con insistencia. Desbloqueó la pantalla y reprimió el impulso de reproducir el vídeo. Reenvió el mensaje, hizo una llamada perdida y se persignó. Apagó el motor y se guardó el móvil en el bolsillo derecho. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y echó a andar hacia la entrada.

    Magallanes esperaba del otro lado de la verja. La expresión del hombre era tan elocuente que no hizo falta ni preguntar.

    —Dejadle entrar, lo he mandado llamar yo, es de mi plena confianza —ordenó el presidente a los dos guardaespaldas.

    —El protocolo exige…

    —De nada nos ha servido el protocolo hasta ahora, si fuese útil no habrían secuestrado a Magdalena.

    —No es necesario, señor presidente. Dejad que cumplan con su trabajo.

    Magallanes sacudió la mano a modo de negativa.

    —Ni hablar, eres mi invitado esta noche. Marian y yo te necesitamos más que nunca.

    Los hombres cedieron a regañadientes. Sixto adelantó al presidente. Uno de los guardaespaldas advirtió que él movía la mano izquierda, la misma que llevaba dentro del bolsillo. No obstante, se abstuvo de abrir la boca. Incordiar al presidente solo le traería más problemas.

    Magallanes se detuvo un instante. Extrajo su móvil y arrugó el entrecejo. Apenas leyó la notificación, levantó la mirada. Sixto lo observaba sin parpadear. La silenciosa comunicación se mantuvo hasta que la voz femenina la interrumpió:

    —Gracias a Dios que viniste, Sixto. —La esposa del presidente se arrojó a sus brazos con los ojos llenos de lágrimas—. Pasa, por favor.

    El sacerdote avanzó con el presidente a sus espaldas. Ahora sí, su suerte estaba echada.

    El salón de la mansión presidencial derrochaba opulencia con buen gusto. Sixto fijó los ojos en el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Veinte minutos y todo acabaría. Magallanes lo adelantó con un par de zancadas y se sentó en el sillón de la izquierda. Marian lo invitó a acompañarlos con un ademán. El sacerdote se secó la frente con la manga de la sotana. Dio un paso en dirección al presidente e introdujo la diestra en el bolsillo; la primera dama no lo perdía de vista. Tragó saliva, inspiró hondo y botó el aire despacio.

    Fingió tropezar con el ruedo de la sotana. Magallanes se inclinó hacia adelante para sostenerlo. En ese instante, el sacerdote sacó la mano. La delgada aguja destelló entre ambos. El presidente abrió mucho los ojos en cuanto percibió el dolor en el cuello. Sixto empujó el émbolo mientras pronunciaba una plegaria.

    —Creí que no llegarías hasta el final. Parece que me equivoqué contigo y sí que tienes cojones.

    Ambos hombres clavaron los ojos en la primera dama. Marian sonreía con perversa satisfacción mientras su esposo se revolvía en el sillón. Cada intento por levantarse lo debilitaba más.

    —¿Por qué? —preguntó el sacerdote.

    —Porque permitir que el mundo, tal como lo conocemos hasta ahora se vaya al garete, no es una opción aceptable, ¡no crees? Ahora puede que no lo entiendas, pero ya me darás la razón con el tiempo.

    —¿Por qué yo?

    —Alguien tenía que hacerlo. Además, mejor un fanático religioso que un asesino cualquiera.

    —¡Secuestraste a tu propia hija, por amor de Dios! ¿Es que te has vuelto loca?

    Ella se encogió de hombros.

    —Tu hija se parece cada vez más a ti. ¿Lo has notado?

    Magallanes emitió un intento de protesta. Paralizado como estaba, hablar requería un esfuerzo hercúleo y sus músculos ya no le respondían.

    —¿Vas a matarla solo porque se parece a mí? —Sixto no daba crédito.

    —¿Y qué crees que habría hecho nuestro intachable presidente en cuanto supiera que la niña de sus ojos no era su hija? —Los ojos de Marian brillaban con ferocidad—. ¿Crees que la habría desterrado sin más, encerrada en cualquier internado finísimo? Si esa idea pasó por tu cabeza es porque no lo conoces en absoluto.

    —Estás loca, Marian. No dudo de que él la ama.

    —Él jamás habría tenido los cojones de hacer lo que tú acabas de hacer por ella —dijo con la voz quebrada.

    La primera dama exhaló un hondo suspiro. Tras sosegarse, se inclinó sobre la mesita de centro y se sirvió un trago.

    —Te lo ruego, llama a un médico. Todavía podemos resolver esto. —Ella negó con la cabeza.

    —El veneno del pez globo —dijo con los ojos sobre su marido—. Sí, ese que tanto te gusta obligarme a comer, querido, no tiene antídoto. En seis horas, minutos más, minutos menos, habrás trascendido de plano.

    Un estruendo interrumpió la conversación. La primera dama se levantó con agilidad y arrojó el vaso en dirección a Sixto. Él se abalanzó sobre ella para impedir que escapara. Los guardaespaldas entraron en el salón seguidos por agentes del cuerpo policial y un equipo sanitario.

    —Cogedla —balbuceó Magallanes.

    Los guardaespaldas lograron sujetarla a duras penas. El sacerdote se apartó, aunque no lo bastante rápido como para evitar que ella le escupiera el rostro. Las miradas de ambos hombres coincidieron un instante.

    —Es toxina botulínica —advirtió al personal sanitario mientras se limpiaba la cara con la manga de la sotana.

    Sixto no perdía de vista al presidente mientras una joven desinfectaba sus heridas.

    —La joven ha sido rescatada. Creí que le gustaría saberlo. —El sacerdote fijó la mirada en el agente y asintió con un movimiento leve de cabeza.

    Sixto echó un vistazo tras finalizar la homilía. Levantó las cejas en un gesto involuntario al percatarse de las dos personas sentadas en la última fila de la derecha. Terminó la misa y bajó del púlpito.

    —Señor presidente —dijo y clavó la mirada en el suelo.

    —No tuve tiempo de agradecerte. De no ser por ese mensaje…

    —Solo hice lo que me dictó mi conciencia. Veros sanos y salvos es todo lo que necesito.

    —Nunca imaginé que bajo la sotana del tito Sixto pudiera haber tanto coraje… Gracias. —Las palabras de Magdalena lo conmovieron.

    —Podéis iros en paz.

    Padre e hija abandonaron la capilla rodeados de un anillo de seguridad impresionante. Sixto miró la imagen del cristo en la cruz. «Por lo que más quieras, no vuelvas a poner a prueba lo que hay bajo esta sotana».


    Escribí este relato en cuarenta y ocho horas (el plazo que daba el concurso) para la convocatoria de una editorial. No fue seleccionado, pero me gustó tanto el resultado que decidí publicarlo aquí.

    Está muy lejos de lo que suelo escribir y no dejo de sorprenderme por ello. Ojalá que lo disfrutéis.


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  • CAZA NOCTURNA

    Un sujeto que viste una sudadera con capucha, sostiene un gran cuchillo en una mano. La capucha impide que se le distinga el rostro. El fondo es negro y brinda una atmósfera lúgubre a la imagen.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Samantha cerró los ojos y, como cada noche, se dejó arrastrar. Vinculada a la psique del asesino observó a la siguiente víctima. Bloqueó el torbellino de pensamientos de la mente masculina. El ansia de saborear las vísceras, en vivo y directo, ejercía un poder demasiado seductor, casi hipnótico. Logró dar un vistazo una fracción de segundos antes de que la conexión se rompiera. Apenas pudo atisbar la matrícula del coche; la exaltación la expulsó con violencia de regreso a su mente.

    Abrió los ojos y se enjugó las lágrimas. Inspiró hondo y se ajustó los auriculares. Tecleó como una posesa a medida que la síntesis de voz le ofrecía el retorno. Pulsó en enviar y se recostó contra el respaldo de la silla. Desde el accidente que la mantuvo en coma durante seis meses y le había robado la vista, Samantha había tenido que aprender a vivir a tientas. Todavía le costaba entenderse con la tecnología; sin embargo, desde el primer episodio nocturno se propuso encontrar una alternativa que no pusiese en duda su credibilidad. Aún recordaba la primera vez que se encontró con el Detective Marlon Patterson.

    —Comprendo su preocupación, señorita Finch. No obstante, este asunto es demasiado importante como para fiarnos de corazonadas.

    Algo en la manera de hablar del policía le resultó vagamente familiar. El intenso perfume varonil despertó un zumbido en su memoria que se esfumó demasiado rápido como para asimilarlo. Apartó la idea de sus pensamientos. Necesitaba enfocarse y convencerlo.

    —No se trata de ninguna corazonada, detective. Le estoy diciendo que una buena fuente me ha confirmado que la mujer desaparecida hace una semana ha sido asesinada. Tiene que escucharme.

    —Y la escuché. Dígame el nombre de su fuente para poder citarle a comisaría a que declare.

    —Sabe muy bien que no puedo hacer eso —dijo y bajó la mirada; aferraba con tanta fuerza el bastón que los nudillos le palidecieron.

    —Que tenga buen día —respondió y en segundos había dado media vuelta.

    La gelidez en su tono le provocó escalofríos. Las palabras se le agolpaban en la garganta; tuvo que dejarlas en libertad o se atragantaría.

    —Se arrepentirá, detective —soltó en voz alta.

    —¿Es una amenaza? Le recuerdo que está en una comisaría rodeada de policías y testigos.

    Samantha resopló. Que un agente la guiara fuera del lugar casi a empujones la crispó.

    —No se lo tenga en cuenta, señorita Finch. Marlon no es mal tipo y es un estupendo policía de homicidios.

    —¿Usted es? —preguntó un poco desorientada.

    —Lucas Trevor. —Enseguida giró el rostro en dirección a la voz—. Puedo llevarla si gusta. Sé que antes me mostré un poco brusco, no lo hice por mal, es solo que…

    —Nadie quiere a una ciega dando por culo, lo entiendo, no se preocupe.

    El hombre carraspeó y reprimió una risita.

    —Comparta el chiste conmigo —invitó ella.

    —No piense que me burlo de usted, es solo que sigue siendo tan deslenguada como siempre y esperaba…

    —Moriré deslenguada, entre otras cosas, porque afortunadamente solo se me jodió el quiasma óptico. El resto de mis neuronas funcionan.

    —Y vaya si funcionan —masculló Lucas—. ¿Me acepta un café?

    —Solo si no es la bazofia que soléis beber ahí dentro —señaló hacia donde creyó que estaba la comisaría.

    Desde entonces y tras cada desaparición, Lucas acudía a Samantha. El detective no daba crédito a la precisión de la información que ella les ofrecía en ocasiones. Pese a su reticencia y a sus dudas; al rechazo contundente de Patterson a contar con su ayuda, el detective había mantenido contacto continuo con la periodista; no solo por disponer de alguien con una perspectiva tan analítica, sino porque le preocupaba su seguridad. Al menos había sido así hasta la noche en que había descubierto que no existía ninguna fuente.

    Samantha se había hecho un ovillo, tumbada en el sofá de su salón. Por más que Lucas la sacudía con la intención de despertarla, ella continuaba sumida en un estado que el detective no había visto jamás. Frenó el bofetón justo a tiempo. Los enormes ojos acerados de Samantha miraban desorbitados al vacío.

    —¿Qué coño ha sido todo esto? —preguntó apenas la vio parpadear—. ¿Consumes drogas?

    Samantha se enjugó las lágrimas y negó con la cabeza.

    —Te lo explicaré, aunque nunca vuelvas a creer en mí.

    —Habla, no puede ser tan grave —dijo y se sentó frente a ella.

    La periodista le contó la verdad, aunque omitió un pequeño detalle. No lanzaría una acusación tan grave hasta no contar con alguna certeza.

    —¿Esperas que crea que eres una especie de clarividente?

    —Desde luego que no —replicó y tras encoger las piernas se abrazó las rodillas—. Esto no va de ver el futuro, Lucas. Se trata de un vínculo distinto. Yo veo a través de los ojos del asesino.

    —No esperarás que te crea, ¿verdad? —ella negó con la cabeza y al detective se le encogió el corazón.

    Pese a lo descabellado de aquel asunto, la vio tan resignada que experimentó una punzada de culpabilidad.

    —Hoy ha ido a por la tercera víctima. Es una Estudiante universitaria. Si no es nadadora, debe practicar algún otro deporte acuático.

    —No sigas con esto —dijo y se puso de pie—. Será mejor que me marche. —Ella asintió con la cabeza en un gesto casi imperceptible.

    Una semana después, Lucas había regresado. La vergüenza se traslucía en el tono de voz y esa manera singular de titubear que solía aflorar cuando más incómodo se sentía.

    —¿Hay alguna posibilidad de que sepas algo más?

    —Pasa, te daré lo que llevo apuntado hasta ahora; con eso creo que podréis encontrar el cuerpo.

    Samantha no necesitó verle la cara. La forma en que se dejó caer en el sillón le habló de su abatimiento.

    —Tendría que haberte escuchado; debí haberte creído.

    Ella le extendió una mano.

    —Todavía no es demasiado tarde, le cogeremos; yo te ayudaré todo lo que pueda.

    El insistente sonido de las notificaciones la catapultó de vuelta. El último mensaje en el chat cifrado hizo que el corazón le diese un vuelco.

    «Voy a por ti, preciosa. Falta muy poco». Samantha revisó los mensajes previos. La desconexión intempestiva había interrumpido el mensaje de advertencia de Lucas. «¿Sabes quién soy?». La idea que cruzó por su mente le aceleró el pulso. El timbre de la puerta sonó una vez más de lo habitual. Cogió el abrecartas y se lo guardó bajo la manga de la sudadera sujeto con la correa del reloj.

    —Señorita Finch, es la policía. Soy el detective Patterson. ¿está Trevor con usted?

    Samantha entornó los párpados. Con cautela se aproximó a la puerta y cogió el bastón. Plegado como estaba lo mantuvo oculto a sus espaldas y abrió la puerta sin retirar la cadena.

    —Lucas no… —Marlon Patterson empujó la puerta.

    La chapa de la cadena saltó con la embestida. La periodista reculó un par de pasos. El hombre entró dispuesto a abalanzarse sobre ella. Samantha tiró de la liga y el bastón se extendió. El sonido sorprendió al policía el tiempo suficiente para que ella cogiera el bastón como si fuese un bate de beisbol. Con el corazón en la garganta lanzó el primer bastonazo. El jarrón en la mesita cerca de la entrada estalló convertido en añicos. ambos respiraban jadeantes. El crujido de los cristales la ayudó a abanicar de nuevo el bastón.

    Marlon chilló. La esfera giratoria le había dado de lleno en el pómulo. Furioso, saltó sobre ella. Ambos cayeron al suelo. Rodaron hechos una madeja de brazos y piernas. La periodista recordó el abrecartas y lo cogió con la mano diestra. Desesperada, se revolvía bajo el cuerpo masculino; entre tanto, Marlon le aferraba la muñeca. Ella levantó la izquierda y le clavó las uñas en el rostro. El policía gritó y aflojó el agarre. Impulsada por la adrenalina, aferró el abrecartas y se lo hundió varias veces.

    El olor ferruginoso se le filtró por la nariz. La humedad viscosa que le empapó las manos hizo que se le resbalara el objeto. La fetidez a baño de carretera le revolvió el estómago.

    El policía se desplomó sobre ella. La angustia de verse atrapada le llenó los ojos de lágrimas.

    —Pudimos haber sido los mejores —le susurró muy cerca de la oreja antes de exhalar su último aliento.

    Samantha gritó. El alarido se impuso a la advertencia de la policía que entraba en tromba en el piso.

    —Está a salvo, señorita. Nos ocuparemos —aseguró un agente.

    —¡Sammy! —La voz de Lucas le devolvió el alma al cuerpo—. ¡Déjame pasar, Nicholson! ¿Sammy, estás bien?

    Ella extendió los brazos. El detective la estrechó con fuerza.

    —LO, lo maté; creo que lo maté.

    —No pienses en eso ahora —dijo y la ayudó a levantarse.

    Tres semanas después,  Samantha volvía a teclear como posesa frente al ordenador. Otro asesino serial rondaba por la ciudad. Las noches volvían a teñirse de escarlata. La cacería había comenzado de nuevo.

    Esta historia fue escrita para participar en el Va de reto de agosto 2021 propuesto por Jose A. Sánchez. La premisa era escribir una historia que ocurriese durante la noche.

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  • Interruptus

    El farmacéutico queda preso de los recuerdos un instante. Su mente vaga; tiene la mirada perdida. La imagen del último amante de su mujer lo lleva de vuelta al pasado: los ojos del tipo se llenan de lágrimas. El destello de la hoja del cuchillo le arranca un sollozo. El farmacéutico eleva las comisuras; su sonrisa es escalofriante. Se humedece el labio inferior con la lengua.

    —Seré rápido; no te dolerá, te lo prometo. —El tipo recula; choca contra el cabecero de la cama.

    ***

    Le encanta la forma que tiene Isabella de correrse. Está listo para seguirla. El cosquilleo que le recorre desde los huevos le roba un jadeo. Un empellón más y vendrá el éxtasis.

    Un gruñido desconocido capta su atención. Abre los ojos. El destello metálico tras la cabeza de Isabella lo ciega un instante. Ambas miradas masculinas coinciden. Reconoce esos ojos.

    El tipo tira de la melena femenina; el esbelto cuello queda a su merced. Ella chilla. Boquiabierto contempla cómo aquel filo deja un rastro rojizo en la inmaculada piel. Las gotas lo salpican.

    —¿Todo bien, macho? —le pregunta.

    Es incapaz de abrir la boca. Esa mirada lo paraliza.

    —Seré muy rápido, no te dolerá, lo prometo.

    La sonrisa macabra que le ofrece le afloja los esfínteres. Menudo recuerdo se llevará al más allá. Qué forma más chunga de joderle el polvo.

    ***

    La mano femenina coge el móvil. Ubica en la agenda el contacto de Rogelio.

    —Haré lo posible por cerrar pronto para que desayunemos juntos. —La mujer se aparta el móvil de la oreja.

    —Te prepararé tortitas, cariño —responde.

    —Amo tus tortitas, cielo. —La puerta tintinea al cerrarse.

    La mujer se asoma. Verifica que su marido se ha ido antes de marcar. El tono repica dos veces.

    —Hola, nena.

    —Mi marido ha salido ya para el curro, ¿Te vienes?

    —En media hora estoy contigo.

    ***

    El farmacéutico cierra la puerta a sus espaldas. El coro de gemidos lo obliga a acelerar el paso. El corazón le galopa como un potro desbocado. Coge el pomo y empuja con fuerza.

    El culo de su mujer le da la bienvenida. El agudo gemido femenino le roba el aliento; se les aproxima con la sed de sangre rugiéndole en las orejas.

    ***

    La puerta se abre. Él lanza algo más que un lúbrico vistazo.

    —Estás para comerte, nena. —La mujer lo coge por la camiseta y tira del hombre; tiene el tiempo justo antes de que su marido vuelva.

    Rogelio se pone el condón que ella le da tan rápido como puede. Isabella está ansiosa. Es tan ardiente… Lo empuja y él se deja hacer. Tumbado de espaldas la contempla. Lo monta y lo cabalga salvaje. Sus tetas se balancean y lo embelesan. Lleva mucho follando con ella; reconoce cuando está a punto.

    —Córrete, así… córrete. —Le pellizca los pezones como le gusta.

    ***

    Tras la llamada Rogelio busca su cartera. Hurga con rapidez.

    —Me cago en la puta; me gasté el último condón la otra noche… mierda.

    Observa su reloj. Su pensamiento vuela. «Si acorto por la calle Girona me ahorro diez minutos y llego a tiempo.» Coge las llaves y cierra tras de sí. Baja los peldaños de dos en dos.

    Distingue el anuncio de la farmacia. Un ruido llama su atención. Entorna los párpados para enfocar. Se aproxima… ese tipo quizá necesite ayuda.

    —¿Todo bien, macho? —El tipo da un respingo.

    —Por supuesto. Es que soy muy torpe y tropecé.

    Sus ojos se desvían un instante. Está demasiado oscuro; sin embargo, El bulto en el suelo es lo bastante grande como para ignorarlo; además, huele fatal. La piel se le eriza con la mirada de aquel tío. alza las palmas en su dirección y recula a prisa.

    —Ella seguro acepta follar a pelo, no será la primera vez —piensa en voz alta. Los ojos del farmacéutico centellean.

    Rogelio se marcha a zancadas, no quiere hacerla esperar. Ya se le ocurrirá alguna excusa.


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  • La loca de las ánimas

    El viento aulló. Las ramas secas chocaron contra el cristal de la ventana. La lechuza ululó y, como cada noche del tercer viernes de cada mes, Minerva abrió los ojos. También, como cada vez que era reclamada, la temperatura descendió; quizá por ello, posar el pie descalzo sobre el piso gélido no rompió el malentendido sonambulismo que, según algunos, la sacaba de la cama.

    —Tardas demasiado. —La exigencia le puso la piel de gallina.

    Minerva, a diferencia de otras veces, no apresuró el paso. La voz la apremió de nuevo. La batalla que la joven libraba en su interior tenía un final predestinado. Quizá, por esa razón, se resistía, aunque en el fondo era un esfuerzo inútil; ella tenía el poder, ella no la dejaría escapar; ella no era como las otras almas que reclamaban su guía para cruzar… ella reinaba del otro lado.

    —Tu destino está junto a mí, no te resistas, entrégate. —Una lágrima furtiva le rodó mejilla abajo.

    Imagen de un bosque otoñal en el que destaca un árbol marchito. en lo alto se observa parte del rostro de una mujer al que se le ve un ojo y la boca. el rostro parece difuminarse entre nubes.
    Imagen libre de derechos en Pixabay

    El viento sopló con más fuerza; consigo llevaba el aroma a tierra mojada, madera mohosa y magia antigua. El bosque se silenció como sutil bienvenida. Minerva avanzó sin mirar atrás; despedirse era un sinsentido. nadie añoraría a «la loca de las ánimas». Así la llamaban todos; así la llamarían muchos… en otros lugares…  en otros tiempos una vez que su leyenda traspasara la frontera de aquel pueblo perdido y fantasmal.

    Alcanzó el roble marchito. Su pulso disminuyó; su corazón se detuvo. Ella la esperaba con los brazos abiertos. Se fundieron cuerpo, mente y espíritu en un abrazo mortal.

    Minerva desapareció; nadie hizo preguntas. Sin embargo, la noche del tercer viernes de cada mes hay quien dice que ve su rostro entre las nubes; que oye su voz y su risa cuando el viento aúlla y las ánimas pasean reclamando a su guía.


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  • Perfecta iniciación

    Un rostro masculino de ojos dorados y mirada maligna con el cabello corto de puntas muy rubio casi blanco. bajo los ojos tiene pintados dos triángulos azules con el vértice hacia las mejillas. La boca está coloreada de rojo intenso, tanto que parece que tuviese la boca llena de sangre. en el cuello se ve el nudo de una corbata roja.
    Imagen libre de derechos en pixabay

    Arthur Hunter es tan atractivo. De los mejores que he podido habitar hasta ahora. Tan frío y calculador… tan inteligente. No resulta lo bastante cruel para mi gusto; da igual, incitarlo no será tarea difícil. Avivar su sed de sangre, tampoco. En realidad, aunque lo niega por ese afán de pertenecer, en el fondo de su alma subyace el deseo curioso de probar. Esta noche será su gran debut; yo me encargaré de guiarlo.

    —Venga, no te hagas de rogar… —Filtro el pensamiento en él con sutileza.

    Obediente, desvía la mirada. El sofisticado sobre rojo destaca de entre toda la correspondencia apilada en su bandeja. Titubea; eso me fastidia. Qué manía tiene de planificar cada paso. Su necesidad de control me aburre.

    Impongo mi voluntad a la suya. Me gusta el tacto de aquella cartulina entre los dedos. La anticipación me hace salivar como un lobo hambriento.

    «147 W. 33th St. Séptima Avenida y Broadway, Manhattan, NY 10011»

    Percibo la excitación que le hormiguea en las entrañas. Sonrío; él curva la comisura de su tentadora boca. se guarda la invitación. «menudas fiestas carnestolendas nos vamos a dar». Me aseguro de que no perciba mi pensamiento.

    Otro sobre llama su atención. Utiliza el abrecartas. Las hojas quedan inertes sobre el escritorio. Lee con avidez. Observo su reacción. No intervengo en la marea de pensamientos que van y vienen, pese a la evidente perturbación que le roba el sosiego. Quizá sea el empujón que necesita. Vuelve a leer: Trastorno antisocial de personalidad, personalidad sicopática»

    La cólera, efervescente como lava ardiente, se abre paso. Estruja cada hoja mientras evoca una imagen que despierta mi lívido. Se pone duro, buena señal. Me satisface que por fin libere su verdadera esencia.

    —¡Eso! Recréate con el miedo impreso en sus pupilas; paladea el exquisito sabor que obsequia provocar el dolor más insoportable; regocíjate con el aroma del poder que brinda planificar cada muerte —celebro inyectando imágenes evocadoras de mi propia cosecha en su mente—. Primero nos ocuparemos de la zorra que no quiso abrirse de piernas para ti, luego iremos a por esa terapeuta mediocre. Verás qué festín nos vamos a dar mientras jugamos a ser Dios. —Decido por él; en realidad no importa porque tarde o temprano lo haría caer en mi red.

    Arthur sale de su oficina. Mientras conduce sigue recreándose con lo que ocurrirá esta noche. Mi deseo y el suyo se entrelazan. Detenido aguardando el cambio del semáforo se toca; sigue duro. Se relame. Un hombre disfrazado cruza por el paso de cebra. Sus miradas coinciden. Aquel disfraz del Jocker es ideal para nuestros fines. Apruebo su selección. Mi aprendiz suelta una carcajada. La excitación me subyuga. Esta noche será la iniciación perfecta. No albergo la menor duda.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto febrero 2021 propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición esta vez era inspirarse en una de las imágenes propuestas y crear un villano malo malote. Yo he escogido al Jocker.


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    Gracias por estar allí y darle la oportunidad a esta historia. Un abrazo grande y fuerte.

  • Solsticio escarlata

    Un puente en forma de arco sobre un río. Bajo el puente, en la parte posterior se ve el rostro enorme de un demonio que también se refleja en las aguas. todo tiene un matiz rojizo. A la derecha en lo alto brilla la luna llena y en las márgenes del río se divisan algunos árboles.
    Imagen libre de derechos de Parallelvision en Pixabay

    Sinopsis

    Mukáchevo, Ucrania 2125 d. C.

    Tanya Popova, una de las mejores Inspectoras de policía del departamento de homicidios ucraniano ha decidido tomarse unas vacaciones luego de años de trabajo ininterrumpido. Cansada de tanta violencia, sangre y muerte se traslada a una preciosa población del oeste de Ucrania. Apenas comienza su estadía, un sorprendente suceso captura toda su atención y, pese a que su propósito es desligarse de su profesión, su voluntad se ve sometida ante el deseo persistente de develar el misterio que hace que cada veintiuno de diciembre, al iniciar el solsticio de invierno, las blanquísimas nieves de la zona se tiñan de escarlata durante nueve noches contínuas.

    Tanya sabe que los habitantes ocultan demasiados secretos, entre ellos, Nikita Kaminski, el atractivo gerente del hotel donde se aloja; sin embargo, ellos no son los únicos que guardan secretos; ella también oculta una verdad que podría llevarla a perderlo todo si llega a salir a la luz.

    Aunque su existencia se verá en peligro a medida que se acerca a la verdad, la inspectora Popova será incapaz de apartarse de la investigación más importante de toda su carrera.

    Sacrificios humanos, criaturas sobrenaturales, rituales y férreas creencias mantendrán a Tanya embebida en una espiral que puede arrastrarla, sin remedio, a perder la poca humanidad que todavía prevalece en su alma. Sólo Nikita tendrá la oportunidad de salvarla; el problema es que deberá caer en la única tentación que quizá lo condene por toda la eternidad.

    ¿Podrá Tanya descubrir el misterio que se esconde en Mukáchevo y detener el baño de sangre que se sucede cada veintiuno de diciembre? ¿Será Nikita capaz de dejarlo todo por salvar a la única mujer que ha puesto su rutinaria existencia de cabeza?


    «… Y el príncipe de los ángeles sucumbirá, pues nada es más tentador que el poder sobre las almas.
    Y recibirá su condena con regocijo, en tanto que la desconfianza ha echado raíces en su corazón y ya no es capaz de albergar la pureza del espíritu.
    Pero no se marchará sólo… consigo arrastrará la mano que hubo de ajusticiarlo porque tanto poder debe ser puesto a resguardo de las debilidades humanas.
    Entonces el guardián se ocupará de mantener sellada la novena puerta hasta que el primer sacrificio de sangre suceda
    y el caos reine entre los hijos del hombre que adoren la oscuridad.»

    Presagio del libro pagano de los seguidores de Junier

    ***

    La espada recién desenvainada refleja la luz del sol mortecino. En segundos una llamarada dorada envuelve la hoja. el tiempo se ralentiza. Las nubes adoptan un matiz escarlata. Los vientos rugen y azotan la bóveda celeste. Un relámpago surge de la nada. la figura espectral del príncipe de los ángeles se materializa.

    Junier extiende los brazos. sus imponentes alas se expanden y eclipsan la luz que aún se niega a perecer.

    —Te supliqué mil veces que no me obligaras a hacer esto. —Junier fija los ojos en su interlocutor y esboza una sonrisa siniestra.

    —Cumple con tu misión, hermano que yo cumpliré mi destino. sin embargo, no creas que te librarás. el creador nunca juega todas sus cartas. Recuérdalo cuando descubras lo que tiene reservado para ti.

    la espada se eleva al mismo tiempo que dos látigos de fuego celestial se enroscan en las muñecas de Junier. En una fracción de segundos las seis alas caen envueltas en fuego. Lágrimas de sangre muerden las mejillas del serafín. La voz del creador retumba a la par de un trueno.

    —Tu condena será permanecer en el infierno por toda la eternidad.

    Junier echa la cabeza hacia atrás. su cuerpo tiembla. Un grito desgarrador brota de su garganta y recorre los cielos. Un par de alas escarlatas resurge de los muñones del serafín que, lanza una última mirada a su igual.

    —Nos veremos en la novena puerta del infierno, hermano. —Junier se deja caer al vacío.

    Un fogonazo deslumbra al verdugo. La espada cae desde su mano. el fuego celestial se extingue.

    —Has sabido cumplir con tu deber. —Las alas del serafín se agitan—. Sin embargo, requiero de tu entrega absoluta. Junier ha de ser vigilado de cerca.

    —Lo habéis sentenciado por toda la eternidad. condenado a arder en las llamas del infierno.

    —No basta —interrumpe el creador—. Su poder es inmenso y los humanos son vulnerables. Necesito que guardes la novena puerta y evites a toda costa que Junier pise el mundo terrenal.

    El serafín se estremece. boquiabierto observa al creador sin poder dar crédito a lo que acaba de escuchar.

    —¿Me condenáis también a mí?

    —Vivir entre los humanos no es una condena. Sólo actúo en consecuencia a la confianza que tengo en tu lealtad. Nadie mejor que tú para mantener a raya a Junier. Acabas de demostrar que eres el único capaz de someterlo.

    —Permanecer fuera del paraíso es una condena en sí misma. Estar sometido a las emociones humanas lo es mucho más.

    —Confío en que no sucumbas a ellas. hasta ahora eres el único que tras bajar a la tierra se ha mantenido inmune a sus efectos.

    El serafín niega con la cabeza. En su mente los pensamientos giran como un huracán. Las palabras de Junier regresan con fuerza; la verdad lo golpea y desequilibra todo lo que hasta ahora había defendido.

    —Podéis enviar a cualquier otro.

    —No.

    El serafín cabecea. La tozudez del creador no le sorprende. es consciente de que desobedecer no es una opción. No obstante, por primera vez en toda su existencia se atreve a decir lo que piensa:

    —Me habéis utilizado sin que os importe cuán difícil resulta lo que acabo de hacer por vos. —El ambiente alrededor del serafín se caldea—. Obedeceré porque no hacerlo implica una condena mucho más severa que no estoy dispuesto a asumir; no cuando me he ceñido siempre a cumplir vuestra voluntad.

    —No permitas que Junier enturbie tu criterio. sus palabras sólo buscan… —El serafín alza la palma e interrumpe por primera vez al creador.

    —Nunca antes he tenido tanta claridad de pensamiento. Sólo quisiera saber si hay forma de que durante mi permanencia en la tierra no tenga que comunicarme de nuevo con vos.

    —Enviaré contigo a un aliado. —El serafín asiente en silencio y extiende sus alas antes de lanzarse en picada hacia el plano terrenal.


    Este breve relato, así como la sinopsis han sido escritos para participar en el desafío diciembre 2020 propuesto por Jessica Galera Andreu en su web.

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