Si Maurice hubiese conocido lo que ocurría en la casa que acababa de alquilar, de seguro se lo habría pensado dos veces antes de habitarla. Dos días le tomó trasladarse al pequeño pueblo donde continuaría con el manuscrito de su novela. Al tercer día salió al jardín trasero. Quizá la vecina sabría decirle dónde podría deshacerse de la jaula vacía. Odiaba socializar; sin embargo, evitarlo podía acarrearle una mala fama que no le convenía en absoluto. Entablaría un diálogo breve. Lo justo y necesario para que no lo considerase un maleducado. De paso, aprovecharía para preguntarle si tenía idea de dónde provenían las plumas que solía encontrarse en los alrededores.
—¿Sabe usted dónde se tiran los cachivaches? —dijo al distinguir el sombrero.
La mujer levantó la cabeza. La amplia sonrisa que le acentuaba las diminutas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos se esfumó.
—Menudos modales —dijo y abrió la pequeña portezuela del cercado—. ¿Ya encontró la jaula? Tírela cuanto antes.
Maurice evitó responder. La mordacidad le bailaba en la punta de la lengua. Así pues, se limitó a cabecear.
—¿Ha visto de dónde salen las plumas que encuentro cada mañana? —preguntó y se le aproximó.
Las facciones de la mujer se endurecieron.
—No tengo aves —dijo cortante—. No sé de qué plumas habla.
—De unas como estas —dijo y se agachó a recoger algunas—. Parecen de canario, aunque no he visto ni he oído cantar a ninguno —comentó y le extendió el trío de plumas.
La mujer evitó cogerlas; una vez sobre la tierra, las pisó.
—Agradezca no haberlo oído porque cuando lo haga, pasarán cosas —dijo y sin mediar palabra entró en su casa.
«Y luego el excéntrico soy yo». El pensamiento activó su imaginación. Una escena pedía a gritos que la escribiera; el escritor olvidó la reacción de su vecina. Esa noche un canto desgarrador rompió el silencio. Maurice se asomó; no distinguió nada y volvió a la cama. Al día siguiente, un grito lo obligó a abrir los ojos. Corrió descalzo, apenas vestido con unos vaqueros. Saltó el cercado. Poco faltó para que tropezara con el cadáver de su vecina. Como pudo apartó a la mujer que no cesaba de dar alaridos. La inquilina se inclinó y vomitó. Maurice tragó saliva. El espectáculo del par de cuencas ensangrentadas competía en horror con lo deformados de los labios que el día anterior le habían sonreído.
—Ha empezado de nuevo —dijo un cincuentón del otro lado del cercado—. Si yo fuese usted, joven, me largaba cuanto antes.
Maurice ignoró el comentario.
—¡Llame a la policía! —El hombre hizo un ademán y se dirigió a su casa.
—Hágame caso, joven. Márchese ahora que todavía puede —advirtió antes de perderse en el interior.
El escritor pensó que, si todos estaban igual de chalados que la fallecida y aquel sujeto, tendría materia prima para escribir toda una saga. La inquilina se ofreció a recoger las plumas que, ahora no solo ocupaban el jardín de Maurice, también se veían por doquier en el jardín de su vecina.
—Nunca había visto unas plumas como estas —comentó la mujer mientras tiraba un puñado en la bolsa de la basura.
—Yo tampoco, aunque, a decir verdad, no les veo nada de especial.
—No las habrá visto bien —dijo ella y le mostró un trío—. Tienen tonos rojizos como la sangre. Creo que me quedaré con unas para hacerme un colgante.
Maurice miró las plumas. Le llamó la atención que fuesen más rojas que amarillas. Sin embargo, no le apetecía entablar una conversación sobre plumas y, una vez que llegó el comisario, se marchó con la idea de averiguar a qué pájaro podían pertenecer.
Tal como la noche anterior, el canto desgarrador de un ave rompió el silencio; tal como aquella misma noche, Maurice no alcanzó a ver nada y, tal como el día anterior, esa mañana otro cadáver aparecía en las mismas condiciones que su vecina. El rostro desfigurado de la inquilina se le grabó a fuego en la psique. El olor ferruginoso mezclado con el hedor a orina y heces le revolvió el estómago.
—Todavía está a tiempo de marcharse, joven —insistió el cincuentón desde el otro lado de la verja.
—No tengo ningún motivo para marcharme —espetó con desdén y sacó el móvil para llamar a la policía.
—Si el canto del diablo no le parece suficiente razón, es usted más estúpido de lo que yo me imaginaba —dijo el hombre antes de darse la vuelta.
Maurice abrió la boca y volvió a cerrarla. El sonido rítmico que acompañaba al hombre captó toda su atención. Quiso advertirle que las ruedas de su maleta se atascarían con todas las plumas que se le habían adherido; no obstante, el cincuentón se perdió de vista demasiado rápido.
El reloj marcó la medianoche. Maurice permanecía frente a su pequeño ordenador embebido en una escena que no fluía. Un ruido proveniente de alguna ventana de la casa le aceleró las pulsaciones. De pie en medio del salón vio la silueta de una figura deforme que apenas se distinguía. Ignorando la voz de su sentido común, abrió la ventana. Una brisa gélida cargada con el hedor a podredumbre lo obligó a recular. Tragó saliva. El canto desgarrador le reventó los tímpanos. Quiso correr y perdió el equilibrio. A duras penas logró arrastrarse hasta el jardín. El animal se lanzó en picado. A medio regenerar, lucía como un canario mutante; medio desplumado y con un brillo terrorífico en la mirada, mucho más grande que cualquier ave que hubiese visto. El miedo le encogió el estómago. Segundos más tarde, el inenarrable dolor lo arrastraba a un viaje sin retorno.
A primera hora una pareja se ocupada de limpiar y clausurar la vivienda. Afuera, el comisario dirigía el operativo.
—¿Creéis que será suficiente esta vez? —preguntó el policía.
—Se ha zampado a cuatro, eso nos da cierto margen de maniobra —respondió el hombre.
—Al menos el suficiente para hallar a otro incauto —murmuró la mujer antes de clavar en el jardín delantero el letrero de se alquila.
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Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.
Era un monstruo. Nadie debería experimentar con la muerte y salir victorioso. ¿Cómo se había dejado embaucar?
Miró a su alrededor; el laboratorio repleto de cuerpos mutilados le provocó una inquietud asfixiante.
No ocultaría ese secreto; la ética se lo exigía. Recogió las pruebas; el tiempo se le echaba encima.
—¿Tienes prisa, Sofía?
Quiso correr. El pinchazo la paralizó. Sus párpados se cerraron; perdió la esperanza. Cuando el mundo descubriese la verdad, sería demasiado tarde.
Imagen libre de derechos de Dmitry Abramov en pixabay
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Arthur Hunter es tan atractivo. De los mejores que he podido habitar hasta ahora. Tan frío y calculador… tan inteligente. No resulta lo bastante cruel para mi gusto; da igual, incitarlo no será tarea difícil. Avivar su sed de sangre, tampoco. En realidad, aunque lo niega por ese afán de pertenecer, en el fondo de su alma subyace el deseo curioso de probar. Esta noche será su gran debut; yo me encargaré de guiarlo.
—Venga, no te hagas de rogar… —Filtro el pensamiento en él con sutileza.
Obediente, desvía la mirada. El sofisticado sobre rojo destaca de entre toda la correspondencia apilada en su bandeja. Titubea; eso me fastidia. Qué manía tiene de planificar cada paso. Su necesidad de control me aburre.
Impongo mi voluntad a la suya. Me gusta el tacto de aquella cartulina entre los dedos. La anticipación me hace salivar como un lobo hambriento.
«147 W. 33th St. Séptima Avenida y Broadway, Manhattan, NY 10011»
Percibo la excitación que le hormiguea en las entrañas. Sonrío; él curva la comisura de su tentadora boca. se guarda la invitación. «menudas fiestas carnestolendas nos vamos a dar». Me aseguro de que no perciba mi pensamiento.
Otro sobre llama su atención. Utiliza el abrecartas. Las hojas quedan inertes sobre el escritorio. Lee con avidez. Observo su reacción. No intervengo en la marea de pensamientos que van y vienen, pese a la evidente perturbación que le roba el sosiego. Quizá sea el empujón que necesita. Vuelve a leer: Trastorno antisocial de personalidad, personalidad sicopática»
La cólera, efervescente como lava ardiente, se abre paso. Estruja cada hoja mientras evoca una imagen que despierta mi lívido. Se pone duro, buena señal. Me satisface que por fin libere su verdadera esencia.
—¡Eso! Recréate con el miedo impreso en sus pupilas; paladea el exquisito sabor que obsequia provocar el dolor más insoportable; regocíjate con el aroma del poder que brinda planificar cada muerte —celebro inyectando imágenes evocadoras de mi propia cosecha en su mente—. Primero nos ocuparemos de la zorra que no quiso abrirse de piernas para ti, luego iremos a por esa terapeuta mediocre. Verás qué festín nos vamos a dar mientras jugamos a ser Dios. —Decido por él; en realidad no importa porque tarde o temprano lo haría caer en mi red.
Arthur sale de su oficina. Mientras conduce sigue recreándose con lo que ocurrirá esta noche. Mi deseo y el suyo se entrelazan. Detenido aguardando el cambio del semáforo se toca; sigue duro. Se relame. Un hombre disfrazado cruza por el paso de cebra. Sus miradas coinciden. Aquel disfraz del Jocker es ideal para nuestros fines. Apruebo su selección. Mi aprendiz suelta una carcajada. La excitación me subyuga. Esta noche será la iniciación perfecta. No albergo la menor duda.
La condición esta vez era inspirarse en una de las imágenes propuestas y crear un villano malo malote. Yo he escogido al Jocker.
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Gracias por estar allí y darle la oportunidad a esta historia. Un abrazo grande y fuerte.
Dejo caer mis párpados un breve instante, el que necesito para inspirar hondo e impregnarme del delicioso aroma que destila el más puro terror. Me regodeo una fracción de segundos más; sólo un poco, hasta que mis glándulas salivales se inquietan y sé que ha llegado el momento.
Permito que mis pupilas se paseen por aquel rostro angelical. Es tan inocente que no es consciente de lo que hizo al invocarme con su lengüilla rosácea, esa que todavía se enreda entre las vocales y las consonantes. Sonrío con malevolencia. La pequeñaja me devuelve la sonrisa y sus ojillos vivaces brillan de expectación. Mis ojos se desplazan. Las alas de mi nariz se expanden y mis pupilas se dilatan mientras que las de aquel sujeto se contraen. No sabe quién soy; aun así, el instinto le advierte del peligro inminente.
Me anticipo con facilidad a sus movimientos y con un zarpazo certero le secciono la yugular. La ficticia barba impoluta se torna rosada; el traje aterciopelado se empapa, aunque no hay demasiada diferencia entre el líquido y su tono original.
Cojo a la pequeña justo a tiempo antes de que quede aplastada por aquel cuerpo que se desliza, sin remedio, hacia el suelo. La chiquilla parpadea y cierra sus ojillos en cuanto percibe las gotas cálidas que le salpican la frente y las mejillas. Siento su pequeño cuerpo temblar y me recreo ante el miedo que se le dibuja en el rostro; ha abierto los ojos y su boquita regordeta se abre al mismo tiempo que las lágrimas le empañan los iris. Ve al hombre desmadejado en el suelo y tras un par de segundos me mira. Me percato de su confusión y sonrío. Ella arruga el entrecejo.
—¿Satan? —Lo señala con un dedito.
—Se ha ido, preciosa, pero yo me quedaré en su lugar. —digo y amplío mi sonrisa.
Ella se fija en mis dientes puntiagudos y chilla. Intenta correr y yo se lo impido. La agarro con fuerza por el brazo y la atraigo hacia mí. Mi abrazo mortal acalla su aguda voz y mientras sus delicados huesos crujen yo tarareo un villancico. Sorbo su alma y me relamo sin vergüenza ni compasión.
Termino con mi pequeño tentempié. Vuelvo a sonreír ante la perspectiva que me aguarda. Me deshago del cuerpo de la pequeña y del hombre. Con un ademán arreglo el desaguisado del disfraz y me visto. Me ajusto bien el sombrerillo y echo sobre mí un encantamiento temporal. Cojo el saco lleno de cajas envueltas en papeles coloridos y salgo al frío intenso que me acoge con naturalidad. Echo a andar calle abajo mientras voy silbando una tonadita propia de la Nochebuena. Me detengo ante una bonita casa. Desde la puerta escucho las risas, la música y me relamo antes de tocar. La puerta se abre con rapidez. Sonrío con malevolencia, aunque de seguro no se nota gracias a la tupida barba que me cubre la cara.
—¡Felites festas, Satan!
El pequeñajo regordete que sale de detrás del joven que abre sonriente despierta mi apetito.
—Jo, Jo, Jo —suelto y me sobo a la altura de la tripa.
«No tienes idea de lo felices que me resultarán estas fiestas, enano», pienso y doy un paso en el instante en el que aquel joven se hace a un lado y me invita a pasar.
Se miró en el espejo. El vapor había empañado la superficie y la vista resultaba algo neblinosa. Pasó la palma de un lado a otro para aclararlo y se dio los últimos toques al maquillaje. Sonrió de oreja a oreja y los ojos le brillaron producto de la satisfacción. Había logrado sumarse unos cuantos años conservando, al mismo tiempo, un aspecto fresco y lozano. Acababa de cumplir los dieciocho; no obstante, él no tenía por qué saber eso. Salió del cuarto de baño y comenzó a vestirse. Giró sobre su propio eje. Reprimió una risita mientras meneaba las caderas de un lado a otro. Verse así de atractiva le provocó un subidón de adrenalina. Estaba eufórica sólo de imaginar la cara que pondría al verla con aquel aspecto de «femme fatale». Cogió el móvil y se tomó una foto. Tan pronto como la hubo aprobado, la adjuntó al mensaje directo con un texto que decía: «Estoy lista para ti, cariño».
Pulsó en el botón enviar y exhaló un hondo suspiro. Se miró de nuevo en el espejo y se lanzó un sonoro beso. Con destreza bloqueó la pantalla del móvil y lo dejó caer dentro del pequeño bolso que iba a juego con el atuendo. Dio un vistazo al dormitorio, cogió las llaves de la cómoda y salió como si estuviese caminando en una pasarela de modas.
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La noche era fría y cerrada. De pie, entre las sombras, la vio salir del edificio. Se detuvo un instante para pegarse mucho a la pared; ella se había girado de improviso y no le interesaba perderse la oportunidad de acecharla. La observó de pies a cabeza. Lucía nerviosa, ¿quizá excitada? El pensamiento le hizo agua la boca y le disparó la frecuencia cardíaca. Permaneció inmóvil durante un rato mientras respiraba profundo. Era imperioso que calmase la necesidad acuciante de abordarla.
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Tabaleó con el pie contra la acera mientras esperaba que el semáforo cambiase de luz. El ruido incesante del tacón se escuchaba casi tan rápido como los latidos de su corazón. Miró el coqueto reloj de pulsera que destellaba con las luces del poste más próximo. Todavía tenía algunos minutos para llegar al punto de encuentro; aun así, el ansia la mantenía hiperactiva. No entendía por qué había querido que se encontrasen allí, cuando habrían podido ir a cualquier otro lugar. Daba igual, lo importante era que por fin podrían verse cara a cara.
Estaba loca por ver su reacción cuando la tuviese en frente. De seguro se quedaría con la boca abierta. Se había esmerado mucho sólo para conquistarlo. Además, quería verificar si aquella boca era tan sensual en vivo y directo como parecía en las fotos.
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La siguió durante todo el trayecto. Le gustaba esa etapa de la caza. No obstante, se obligó a mantener una distancia prudencial. En un par de oportunidades creyó que lo había descubierto; por fortuna fue mucho más astuto.
El silencio se hizo más notable a medida que se acercaban a los predios del parque. Por esa razón se rezagó todavía más; el ruido de sus pasos era apenas perceptible; aun así, no se arriesgaría llegados a ese punto. En el fondo no le preocupaba quedarse atrás; el repiqueteo de los tacones le indicaba su ubicación precisa.
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Faltaba media cuadra para llegar. Aceleró el paso. Pese a no escuchar nada a su alrededor llevaba rato sintiéndose observada. Volvió la cara varias veces; no vio a nadie.
El frío se hizo sentir un poco más gracias a la brisa gélida que le acariciaba las largas piernas. Se mordió el labio inferior; la duda la abordó con insidiosa insistencia. La idea de que había sido un error presentarse con aquella minifalda tan corta en su primera cita no la dejaba en paz. Atravesó la verja del parque y echó a andar. Los altos tacones repiqueteaban, fantasmales, rompiendo el silencio. Puso su mejor sonrisa y volvió a girarse al sentir un par de pasos acercarse. Se quedó lívida al darse cuenta de que no había nadie tras de sí.
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Casi se le escapa una carcajada al percibir su nerviosismo. Se estaba divirtiendo a lo grande. Le gustaba esa sensación de poder que le concedía el acecho. Sacó su móvil y desbloqueó la pantalla. Pulsó sobre el ícono y allí estaba, su último mensaje directo. Sonrió mientras tecleaba con rapidez. Se relamió al pulsar sobre el botón de enviar.
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La vibración del móvil dentro del bolso la sobresaltó. Se mordisqueó la uña del dedo índice; No estaba segura de si debía sacar o no, el dichoso aparato. Estaba sola en aquel parque, aunque él no debería tardar en llegar. Quizá era algún mensaje avisando que se retrasaría. Con cautela abrió el bolso y lo sacó mirando a un lado y a otro antes de fijarse en la pantalla. Introdujo el código con los dedos tensos y falló, así que repitió el proceso hasta que pudo desbloquear el teléfono y tener acceso pleno; pulsó con rapidez sobre la notificación. Su rostro palideció al leer el mensaje. Temblorosa, dejó caer el móvil dentro del bolso al tiempo que miraba a todos lados con el corazón martillándole en la garganta y una gota de sudor corriéndole por la espalda.
—¡Que sepas que no es gracioso! —Oculto entre las sombras él la observaba con los labios curvados en una sonrisa espeluznante—. Vamos, no me habrás traído hasta aquí solo para asustarme, ¿no?
El móvil volvió a vibrar. Frotó varias veces una de sus palmas sudorosas contra la tela de la pequeña minifalda; sentía las manos entumecidas y así, de seguro terminaría por tirar el chisme al suelo. Hizo un esfuerzo para controlar el movimiento involuntario y lo cogió otra vez. Sacó el móvil con cautela y se dispuso a leer el nuevo mensaje directo.
Un nudo se le formó en el estómago. Los latidos del corazón retumbaban en su cabeza y un regusto amargo le llegó hasta la garganta. Soltó de nuevo el móvil dentro del bolso y echó a andar con rapidez deshaciendo sus pasos. Las luces de los faroles se apagaron al mismo tiempo y, de pronto, el parque quedó envuelto en una oscuridad inquietante. La joven se irguió y aferró el bolso con fuerza. Una punzada dolorosa se le alojó entre la nuca y los hombros. Se obligó a inspirar hondo y despacio para evitar que los nervios y su prolija imaginación le jugasen en contra. Aquello se estaba pasando de castaño oscuro y ella no le daría el gusto de que le viese la cara.
—¡No es divertido, Fabián! Deja de jugar que no me hace ni puta gracia, ¿me estás escuchando? —Aquella voz trémula le produjo una gran erección.
Verla tan acojonada le producía un inmenso placer. Sacó la punta de la lengua para percibir la intensa huella que dejaba en el aire el aroma del miedo; se relamió con gusto y siguió adelante. Tabaleó con los dedos sobre la pantalla del móvil; le enviaría un nuevo mensaje. Le encantaba jugar con las emociones humanas.
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La vibración del bolso la hizo dar un respingo. maldiciendo por lo bajo metió la mano y comenzó a hurgar en él. Utilizó la propia luz de la pantalla para poder leer el nuevo mensaje directo.
«Vas a morir, preciosa; pero antes, tú y yo lo pasaremos a lo grande, te lo prometo.»
—¡Estás loco! ¿Eres un puto enfermo, me oyes?
Una carcajada siniestra le erizó los vellos y le puso la piel de gallina. Dejó caer de nuevo el aparato dentro del bolso; escuchó el ruido de unos pasos que se acercaban con parsimonia.
—Mira, macho. Yo no sé qué coño te ha dado, pero lo nuestro hasta aquí llegó, ¿me oyes? Me largo.
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Hizo acopio de un valor que estaba muy lejos de sentir para soltar aquella parrafada; como no obtuvo respuesta alguna trató de orientarse en busca de la verja. Caminaba a toda prisa; la desesperación era como un motor que la impulsaba a permanecer en movimiento. Cuando creyó que estaba a punto de alcanzar la salida, un golpe seco y metálico se escuchó; el eco del portazo reverberó durante varios segundos. El sobresalto hizo que el corazón le diese un brinco. Ahogó un grito y corrió como pudo en dirección a aquel sonido. Se abalanzó hacia adelante; uno de los tacones se le quedó trabado en la gravilla. Trastabilló y se torció un tobillo. A pesar de sus intentos no logró mantener el equilibrio y terminó dándose de bruces contra los barrotes. Los cogió con ambas manos y se aferró con todas sus fuerzas. El sabor cobrizo y salado de su propia sangre se mezclaba con la sal de las lágrimas que le mordían las mejillas. Impulsada por el terror agitó la verja mientras gritaba pidiendo auxilio; pese a sus esfuerzos, seguía fija sin moverse ni un ápice.
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Otra vez aquella maldita vibración. Durante una fracción de segundos sopesó la idea de lanzar el bolso muy lejos; sin embargo, se contuvo. Con los ojos llenos de lágrimas volvió a meter la mano; tanteó el contenido a ciegas hasta que lo encontró y lo sacó. Se limpió la nariz con el dorso de la mano. tomó una gran bocanada de aire y Miró una vez más la pantalla. Leyó el mensaje.
«Es mejor que no malgastes tus fuerzas, preciosa; las vas a necesitar para lo que te tengo preparado. Yo de ti, pensaría por dónde quieres que comience la diversión.»
Las lágrimas le corrieron el maquillaje. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía respirar. Estaba casi al límite; en cualquier momento se pondría histérica o terminaría siendo víctima de un colapso fulminante; perdió el control de su cuerpo; los temblores eran cada vez más intensos y limitantes. Los ojos casi se le desorbitaron al atisbar aquellas sombras aproximándose. Desesperada, intentó teclear un mensaje para pedir ayuda; no fue capaz de escribir nada que fuese legible ni coherente. Soltó el móvil, vencida por el más puro terror. Otra risa macabra se escuchó en medio de la noche y, sin pensarlo, echó a correr despavorida entre chillidos y aleteos de criaturas que no lograba divisar en la penumbra.
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Miró ceñudo aquel par de mensajes en la cronología. Ya se encargaría de eso cuando hubiese terminado de jugar con ella. Sus labios se curvaron en una sonrisa macabra; el par de filosos colmillos destelló un instante bajo la tenue luz de la pantalla. Se guardó el móvil en el bolsillo trasero del pantalón luego de bloquearlo. Sacó un par de guantes y se los puso con cuidado. Había descubierto que aquel juego mejoraba cuando incluía estrategias humanas para causar dolor y dejaba su poder solo para desgarrar las mentes; después, era mucho más gratificante apoderarse de sus almas y disfrutar del sabor de la sangre tibia. Luego de recrearse con lo que le haría, cuchilla en mano, echó a andar a su encuentro; anhelaba saborearla por completo.
Minutos más tarde el silencio se vio interrumpido por un grito desgarrador seguido de una risa escalofriante. Una melodía de sonidos espeluznantes e indescifrables se apoderó de la noche.
El alba despuntaba en el horizonte; los sonidos se fueron apagando a medida que la luz se abría paso acariciando cada centímetro de superficie. Un breve destello se perdió en medio de la luminosidad y el insistente sonido de una serie de notificaciones se elevó como una muda plegaria; sólo entonces el silencio se alzó, insoslayable.
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Noches después, en un establecimiento de la ciudad, el gesto adusto del ancla del noticiero acompañado por su lapidario tono capturó la atención de los clientes que, horrorizados, seguían con atención la terrible reseña: otra chica de dieciocho años había desaparecido en misteriosas circunstancias. La joven, quien respondía al nombre de Samantha Harris, era la novena que desaparecía en menos de tres meses sin dejar rastro alguno.
Sentado en aquel café, sonreía con discreción. El terror que pudo percibir en todos aquellos comensales lo regocijó tantísimo que casi olvida la razón que lo había llevado hasta allí.
—¿Vas a querer algo de cenar, cariño? —La pregunta casi le roba una carcajada.
—Todavía no me decido, pero te avisaré en cuanto lo haga.
—Cerramos a las veintitrés. —La muchacha miró hacia el reloj colgado en la pared junto al televisor.
—Lo tendré en cuenta, preciosa. —La chica se ruborizó y se marchó a la siguiente mesa.
La siguió con la mirada. Suspiró y frunció los labios. Habría jugado con ella; sin embargo, las prefería más jovencitas.; justo como esa que no había dejado de mirarlo desde que entró.
Cogió el móvil y se dispuso a crear su nuevo perfil . Debía hacer contacto con su próxima compañera de juegos; la última había despertado en él un insaciable apetito. Alzó la mirada; ella continuaba comiéndoselo con los ojos. Hizo lo pertinente antes de iniciar la caza: borró su propia imagen de aquella mente tan excitable.
Sonrió para sus adentros; sí, ella sería una estupenda compañera de juegos.
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Liam se incorporó de golpe sudoroso y agitado. Los brazos le dolían y la cabeza le palpitaba con una intensidad desesperante. Evitó abrir los ojos; eso solo le intensificaría la migraña. Se levantó como pudo, justo a tiempo de entrar en tromba en el baño, agacharse y asirse al inodoro como si su vida dependiese de vaciar el estómago.
Por fortuna apenas comenzaba a despuntar el alba; lo supo cuando se atrevió a abrir los ojos y su cabeza no estalló en mil pedazos. Inspiró despacio y abrió el pequeño gabinete; sacó la medicación, tomó las dos píldoras cogiendo agua del grifo y se metió en la ducha.
Mientras esperaba que la migraña se fuese de paseo, recordó ese maldito sueño. Frunció el entrecejo al darse cuenta que llevaba una semana soñando lo mismo sin que hubiese ningún cambio; era siempre la misma escena con el mismo resultado.
—Más vale que esta noche no me jodas —masculló recordando su migraña—. Quiero celebrar Halloween como las personas normales y no en un puto hospital.
***
Ashley y Kate caminaban por South Rampart Street, indecisas. Compartieron una mirada cómplice y extendieron la mano derecha a la cuenta de tres para decidir en cuál tienda debían entrar.
—¡Piedra! —exclamaron al mismo tiempo.
Ambas rieron. Ashley señaló una en cuya vitrina se veían diversos objetos asociados a la brujería, el vudú y demás artículos para los iniciados en el ocultismo. Kate arrugó la nariz; sin embargo, se dejó arrastrar al interior. En el mostrador un hombre alto, corpulento y con un atuendo gótico les ofreció una sonrisa que a la chica le erizó los pelos de la nuca.
—¿En qué os puedo servir?
«En abrirnos las puertas para salir de aquí cagando leches», pensó Kate mientras el hombre la observaba sin parpadear.
—Vamos a dar una fiesta para celebrar Halloween y queremos que el ambiente sea siniestro —explicó Ashley con voz empalagosa.
Utilizaba ese mismo tono de voz cuando quería ligarse a algún tío.
—Habéis venido al sitio perfecto.
Ashley sonrió de oreja a oreja; en cambio su amiga seguía sintiendo una necesidad acuciante de salir corriendo y alejarse de aquel tío tanto como le fuese posible.
—¿Buscáis algo en especial?
—La verdad es que sí… —La joven miraba las estanterías, indecisa—. Quiero recrear la celebración de Samhain como los antiguos Celtas.
Los ojos del hombre reflejaron un brillo chispeante y malicioso.
Kate deambulaba sin detenerse. La impaciencia por salir de allí aumentaba a un ritmo acuciante mientras Ashley y el vendedor no paraban de coger artículos. Veinte minutos después, extendió la mano en la que sostenía la tarjeta de crédito y la identificación.
El hombre se ocupó de registrar la compra. Tras la campanilla característica de las cajas registradoras antiguas, apareció sobre el mostrador una invitación a la fiesta de esa noche. El vendedor alzó una ceja, divertido; Kate, por el contrario, veía la escena con la boca fruncida en un gesto que no disimulaba su desaprobación.
—Gracias por tu compra.
—Te esperamos esta noche, ¿irás? —preguntó Ashley con las pupilas como dos ascuas.
Kate cogió las bolsas y le dio un tirón a su amiga para sacarla de la tienda. La atmósfera tan espeluznante se le hacía insoportable. Pese a su insistencia, Ashley se tomaba su tiempo en recoger la tarjeta y la identificación.
—No me lo perdería por nada, Ashley. —El hombre se giró para coger algo de una de las estanterías.
Kate balanceó su peso de un pie a otro. Quería salir de ahí de una puta vez para frotarse los brazos; espantarse el frío que la recorrió de los pies a la cabeza y le erizó toda la piel era casi una necesidad.
—Vamos, Ashley —dijo en voz casi inaudible—, falta mucho por hacer para lo de esta noche. —Dio un paso hacia ella y la cogió por la muñeca.
«La tarjeta y la identificación eran las mías, no las suyas», pensó y un nudo de temor se le formó en la boca del estómago.
—Espera, Ashley. —El hombre le extendió la mano para ofrecerle un recipiente de metal muy raro, labrado y de aspecto muy antiguo—. Para que lo coloquéis en el altar.
«¿Cómo sabe este tío que pensábamos simular un altar esta noche?», se preguntó Kate mordiéndose el labio sin perder de vista el objeto.
La mirada de ambos se cruzó por un instante. Los ojos de aquel hombre cambiaron de color; pasaron de verdes a un naranja con aros rojizos. Ella dio un traspié por la rapidez con la que intentó aumentar la distancia entre ambos.
—Gracias, quedará perfecto …
Ashley guardó el objeto en una de sus bolsas y sonrió, ajena a todo lo que ocurría a su alrededor.
—Cuidado, hay caídas que pueden ser peligrosas.
El hombre miraba a Kate sin parpadear.
Ashley se giró para ver a su amiga. Kate notó el fastidio reflejado en la forma en que arrugaba la nariz y prefirió guardar silencio. Ashley puso los ojos en blanco y le dio la espalda; el magnetismo del hombre robó su atención por completo.
—No te preocupes, Kate siempre ha sido así de patosa para todo.
El vendedor sonrió mientras ella seguía en silencio, aferrando cada bolsa con la mirada clavada en el suelo.
—Id con cuidado y que los espíritus os acompañen.
Ashley sonrió y se despidió con un ademán. Kate se apresuró a abrir la puerta. Antes de salir, levantó la mirada con la intención de volver a ver aquellos ojos; no obstante, la tienda estaba vacía.
***
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