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  • Khayanna: vendedora de anams

    Una joven con alas de pie sobre unas rocas en primer plano. Al fondo un paisaje natural algo árido con rocas y una tormenta en pleno desarrollo con nubes y relámpagos
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

    Sinopsis:

    Tras la última guerra, Dualshe quedó dividida en dos y sumida en una niebla sempiterna que nubla los sentidos y entumece la mente. saolenses y síceros sobreviven en la cuerda floja gracias a la venta de anams, receptáculos que contienen el alma y las emociones de los antiguos habitantes de Dualse y que minimizan los efectos nocivos de la nébula. A ninguna de las dos facciones les agrada hacer tratos, pero cualquier cosa es mejor que convertirse en básteros, devoradores insaciables de anams y soldados de la muerte.

    Khayanna acaba de convertirse en dhíole al suceder a Mineas, uno de los vendedores saolenses con mejor reputación en el mercado de anams. Pese a haber sido entrenada por él y contar con un don especial para detectar a los básteros y rastrear a los síceros, caerá en una trampa que le hará perder su reputación , pondrá en riesgo su vida y sacudirá el frágil equilibrio entre ambas razas. Y es que, quien ose vender un anam a un bástero o quien se atreva a incumplir la palabra dada en una transacción con un dualsense será condenado a la muerte eterna.

    Tlayon tiene un objetivo en su existencia desde que era un crío: recuperar el anam que fuese del primero de sus ancestros síceros y está dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo, incluso, pactar con un bástero. La única barrera que se interpondrá en su camino es la sucesora de Mineas, a quien deberá convencer de que juntos tendrán más probabilidades de salir con vida del problema en que los ha metido su obsesión.


    «La confianza puede ser un regalo precioso
    y, al mismo tiempo, la más terrible de las maldiciones». —Lehna Valduciel.

    Khayanna

    El gran medallón que me acaban de colgar pesa mucho más de lo que me imaginaba. Qué poca gracia me hace suceder a Mineas y que mal tino ha tenido en pasar al otro plano justo en plena tormenta.

    —Tú, viejo panzón, eres un inoportuno de mierda y, si acaso me ves desde el Otro Lado, Que sepas que la has cagado a lo grande. Me devorarán como lo que soy: una pichona sin experiencia. Te lo advertí cientos de veces, soy demasiado joven para convertirme en dhíole. Da igual lo que tú creyeras, ¿me oyes? Ninguno va a querer mercadear conmigo. —Hago una mueca al darme cuenta de que no estoy a solas como creía.

    Mokay, el asistente de Mineas me mira y el tic de su nariz aguileña me grita lo impaciente que está porque me ocupe de mi mentor. Arrugo la nariz, la pestilencia no me deja otra alternativa. Me fijo en su rostro desfigurado y violáceo. Trago saliva y evito inhalar hondo; no quiero correr riesgos, durante la transición a bástero cualquier cosa puede ocurrir. Mokay me acicatea con la mirada. Tengo que hacerlo, lo sé. Era su última voluntad: no convertirse jamás en uno de ellos. Me entrega el cuchillo ceremonial y una vez que cojo la empuñadura es como si me transformase en otra. Mis emociones, siempre a flor de piel se atenúan y una racionalidad inusitada se apodera de mí. La tarea que debo enfrentar a continuación requiere tener el estómago bien asentado y los nervios de acero. Titubeo y por una fracción de segundos la inseguridad me sacude. «No voy a ser capaz de continuar», me digo en silencio mientras aferro el cuchillo con fuerza. De súbito las palabras del juramento al cual accedí a cambio de no enfrentar un centenar de azotes, surgen de lo más profundo de mi memoria. «Jura que no dejarás de mí ni un solo trozo unido, júramelo. Primero cenizas que un maldito bástero». El recuerdo de su mirada es el empuje que necesito para iniciar la tarea de salvar su esencia y su legado.

    🌩

    He tenido que tragarme cada palabra malsonante en contra de mi mentor. Donde quiera que esté, se debe estar descojonando. Yo misma no termino de creerme lo lejos que he llegado en un par de semanas. Lo más sorprendente es la cantidad de síceros que piden negociar conmigo. Ahora mismo me espera Tlayon y no me explico qué lo habrá empujado por fin a acudir a la cita, luego de haberla cancelado tantas veces. Me aproximo al ventanal. El pulso se me dispara ante la nébula rojiza que casi cubre el paisaje en su totalidad. Pese a encontrarme tras el cristal, mi memoria sensorial se activa en segundos y mi psique experimenta el hedor y la gelidez que acompañan a la nefasta capa que, día tras día, parece más densa.

    El aleteo que oigo detrás de mí rompe el breve trance. Sonrío y ladeo un poco la cabeza. Kof se aproxima revoloteando, juguetón. Recoge las alas con extraordinaria rapidez y se posa sobre mi hombro derecho. Frota el hocico contra mi mejilla y de pronto se yergue y muestra los colmillos, olisquea y rechina los dientes. Yo también percibo la presencia del sícero y me vuelvo con lentitud.

    🌩

    Tlayon

    La sucesora de Mineas no es como la retratan los rumores. Luce como una adolescente frívola, caprichosa, ¿quizá? Observo su aspecto con detenimiento; reconozco que cumple con mi canon de belleza. La sensualidad que desprenden sus movimientos relata su origen. Es un volcán emocional; me lo dice la forma en que refulgen sus iris. La tensión que la mantiene en esa postura tan rígida desde que se volvió para darme la cara, habla de un autocontrol extraordinario. Me fijo en su estilizado cuello y en esa zona de la piel que le palpita, acelerada. Un destello capta mi atención. Paseo los ojos por el profundo escote hasta que lo distingo. El anam se asoma por el borde de la blusa. El brillo que emite titila al mismo ritmo del pulso en su garganta.

    —Sé bienvenido —saluda y me invita a sentarme con un ademán.

    —Agradezco vuestra deferencia al recibirme después de que Mineas me echase la última vez.

    La sigo con la mirada. El bicho que permanece sobre su hombro derecho me muestra los dientes y por un instante me pregunto si es posible que advierta las verdaderas intenciones de mi visita. Esa forma en que sacude la larga cola me parece demasiada hostilidad o, quizá me estoy dejando llevar por meras elucubraciones. Descarto la idea por lo inverosímil que me resulta.

    —Mineas fue mi mentor —dice y da un vistazo alrededor—. Eso no implica que adopte sus formas ni sus criterios. Pese a lo que puedas creer, tengo las ideas claras y mis pensamientos son consistentes y racionales. Los saolenses no somos unos impulsivos descerebrados.

    —Hice una observación, no había ningún trasfondo en particular —miento

    —No merece la pena discutir. ¿Por qué no nos hacemos el momento más grato y sellamos la transacción?? Dime qué tipo de anam buscas. Si no existe me encargaré de elaborarte uno que te calce a la perfección —propone y da un paso hacia mí.

    El tono seductor que emplea me intriga. No obstante, me aproximo a ella con cautela. La criatura que la acompaña no me quita los ojos de encima. Ese par de rubíes, capaz de mirar sin apenas parpadear, son tan llamativos; su expresividad es notable. Por fortuna, solo necesito un poco más de cercanía y unos segundos para lograr mi cometido. Dudo que pueda reaccionar en mi contra si acaso nota mis pretensiones.

    —Me interesan los anams más antiguos. Esos que pertenecieron a nuestros ancestros síceros —ella cabecea y chasquea los dedos.

    La pequeña bestia sobre su hombro, extiende las alas a tal velocidad que me deja perplejo. A esta distancia distingo las púas que le recubren más de un tercio de la cola. Reculo un paso y disimulo lo mejor que puedo, aunque la seriedad que adopta el rostro de la mercadera me advierte que, quizá, no logré mi propósito.

    —Kof es totalmente inofensivo. —Ella acerca la palma para acariciar al animal.

    La criatura le lame los dedos y tras aletear, presa del éxtasis, asciende a gran velocidad.

    «Puede que tu mascota lo sea, pero yo no lo soy». Reprimo el pensamiento y me enfoco. El tiempo es clave y perderlo en socializaciones absurdas es un sinsentido.

    —Toda una experiencia negociar con tanta presteza —digo y le extiendo la mano.

    Ella cabecea de nuevo en un asentimiento y corresponde a mi gesto. Aprovecho esos valiosos segundos y en lo que nuestros dedos se rozan detengo el tiempo.

    🌩

    Me cercioro de que la criatura también permanezca atrapada en la cápsula dimensional. Exhalo el aire en cuanto la distingo a bastante altura, suspendida y rígida. Salgo disparado de la estancia y abro el segmento dimensional que me llevará directo al lugar de descanso de Mineas. Los trazos del mapa que me mostró Freidom en nuestro último encuentro emergen de lo profundo de mi memoria. Reajusto el destino y cruzo.

    Enciendo una pequeña llama para avanzar con más agilidad. Atravieso el umbral de la siguiente puerta y doy un vistazo alrededor. Hay cirios custodiando las cenizas del antiguo mercader. Apago mi iluminación improvisada y camino hacia el altar. Enseguida hallo lo que busco y lo cojo. El cruthaig es mucho más liviano de lo que esperaba. También más cálido. Las piedras preciosas refulgen con timidez en cuanto las rozo. Altero la materia que lo conforma y disimulo su aspecto. Satisfecho de la apariencia que ofrece me paso la cadena por la cabeza y me lo cuelgo del cuello. Desando el camino tan rápido como puedo.

    A medida que avanzo noto cómo lo que me rodea titila. Aprieto el paso a zancada viva. Retomo mi posición una fracción de segundos antes de que el tiempo se reanude.

    La saolense parpadea ceñuda. Le estrecho la mano con firmeza para acaparar su atención. La confusión se le dibuja en el rostro y no sé si habrá notado el cambio en mi respiración.

    —Eh, bueno… —Ella rompe el contacto—. En dos días te será entregado, ¿te parece bien?

    —Me parece perfecto —aseguro a media voz.

    Ella fija sus ojos en mí. El escrutinio al que me somete me parece invasivo y no comprendo del todo a qué viene. ¿Habrá notado el quiebre temporal?

    —Eso pensé —dice y recula un paso—. Es evidente que llevas mucho sin un anam. Percibo en ti los efectos de la nébula.

    —Sigo siendo un sícero —digo cortante; más de lo que resulta conveniente.

    —Puede ser, pero hiedes a bástero.

    La observación me toma desprevenido. ¿Acaso es capaz de percibir la esencia bástera? Eso explica por qué Mineas la acogió como pupila.

    —Será por el último enfrentamiento que tuve la misma noche que Mineas… —Ella levanta una mano y me interrumpe.

    —No requiero de tus explicaciones. Ahora, si no te importa, debo atender otros asuntos.

    Cabeceo con discreción y doy marcha atrás.

    —volveré en dos días.

    —Más te vale, no me gusta que me hagan perder el tiempo, mucho menos energía vital.

    La forma en que me responde me aclara por qué la llaman cabrona, incluso algunos de su misma raza.

    Eyled conmt trineig caust tregab —murmuro en dualsay, la lengua ancestral.

    —Soy todavía mucho más cabrona. No me preocupa lo que piensen.

    Que entendiese una lengua considerada casi muerta me deja sin palabras. ¿Cuántos secretos tiene guardados bajo la manga?

    🌩

    Khayanna

    Kof no deja de revolotear de un lado a otro. Percibe mejor que yo el caos en que se ha transformado Dualse tras la última oleada de conversiones. Nadie consigue una explicación para que en día y medio casi un veintenar de síceros y saolenses se hayan convertido en básteros. Rechina los dientes en cuanto ve a Mokay atravesar el arco de entrada. La tensión que le arruga la frente y las comisuras de los ojos al mirarme, me advierte que trae pésimas noticias.

    —Vengo del Clodrium. —Su tono se agrava un par de octavas—. Los consejeros han emitido una orden en vuestra contra.

    —¿Qué dices? —Kof se posa en mi hombro—. ¿Qué coño tengo yo que ver en todo esto?

    El rostro de Mokay se ensombrece.

    —Un saolence os ha acusado de estafa. Alega que le habéis vendido un cristal cualquiera en lugar de un verdadero anam. Asegura que el mercado está lleno de falsificaciones.

    —Eso es absurdo, yo jamás haría algo semejante. ¿De dónde se ha sacado esa idiotez?

    —Eso no es todo —me interrumpe—. Han capturado a un par de básteros y… —El silencio de Mokay me crispa.

    —Habla de una maldita vez, odio las pausas dramáticas.

    —Llevaban anams —dice y desvía la mirada; eco de pasos se oyen desde el pasillo—. Tienen el mismo diseño que los nuestros.

    La noticia me cae como una tormenta en pleno invierno. La sensación de que la desgracia se cierne sobre mí me anuda la garganta y el estómago. Una idea perturbadora se abre paso entre la maraña de mis pensamientos y niego con la cabeza. Kof se eleva y marca cierta distancia que le agradezco. La imagen de la última visita que tuve murallas adentro surge de pronto desde algún rincón de mi memoria; expando mi don y me estremezco en cuanto percibo su esencia sícera, envuelta en ese tufillo que reconocí y al que no le di mayor importancia. Maldigo mi arrogancia y hecho a correr; Mokay me sigue muy de cerca. «Jamás negocies murallas adentro. El lugar de los anam y las ventas es el mercado. Solo quien se gane tu confianza tiene derecho a pisar tu morada. Recuerda que en Dualse reina la traición. No te fíes demasiado de tus habilidades porque terminarás cometiendo un error que te costará sangre sudor y lágrimas»

    El pulso se me dispara en el instante en que fijo los ojos en el sactrum vacío. El consejo de mi mentor me aplasta como una pared de roca. Kof silba y pliega las alas. Desciende y se adelanta. Estoy tan perpleja que me quedo sin palabras. Es como si por un segundo me encontrase en un limbo. Mokay también me adelanta y hurga a la par de mi pequeño compañero. En cuanto se vuelve y niega con la cabeza, grito de ira. La furia me ciega. La sensación de haber sido traicionada se convierte en millares de agujas que se me clavan en todo el cuerpo. Un dolor punzante me atraviesa el corazón y se irradia por mis extremidades. Caigo de rodillas y apoyo las palmas en el suelo. Un crujido que proviene de mi propio cuerpo me estremece. El olor ferruginoso de la sangre me invade la nariz y me provoca arcadas.

    Clavo los ojos en el suelo. Alrededor de mis palmas se forma un pequeño redondel rojizo. Mokay se me acerca daga en mano. Abro la boca, pero no soy capaz de emitir ni un solo sonido. Mi mente se prepara para el dolor que voy a experimentar en cuanto me atraviese con la hoja o me corte la garganta, lo que se le ocurra primero. Lo siento inclinarse sobre mí y mi corazón se niega a rendirse sin presentar pelea. Me preparo para usar las últimas fuerzas que me quedan. Puede que muera en breve, pero me lo llevaré conmigo al infierno.

    El ruido de tela al rasgarse se mezcla con la voz de Mokay.

    —Dejad de luchar y la agonía terminará más rápido.

    Me obligo a levantar la cabeza. La expresión de asombro que distingo en las facciones del saolense solo puede obedecer a un hecho concreto: estoy evolucionando. Con esa idea en la cabeza, me esfuerzo en poner en orden mis pensamientos. Las palabras de mi mentor resuenan como un mantra en mi psique que me aportan el punto de equilibrio que requiero: «el mayor obsequio de nuestra raza es trascender. No solo porque ganamos fuerza, habilidades y unas preciosas alas; es una etapa donde se nos abren las puertas a la plenitud. Solo cuando lo experimentes comprenderás que todo el dolor es un precio justo para lo que obtendrás a cambio».

    Cierro los ojos y me entrego. Oigo un alarido que me estremece las entrañas. Es tan desgarrador que no reconozco mi propia voz. El dolor es insoportable y me arrastra, irremediablemente, hacia la inconsciencia.

    🌩

    Tlayon

    La penumbra con la que Freidom me recibe se me antoja un intento de manipulación incomprensible. Entiendo que use ese tipo de estratagemas con los saolenses, a fin de cuentas, a ellos los mueve la emotividad. pero con nosotros me parece absurdo. Me tomo unos segundos antes de hablar. Una cosa es que quiera obtener la información, otra que le siga el juego.

    —¿Y bien? ¿Qué te trae de nuevo por aquí? —La premura con la que me aborda me lleva a pensar que no soy bien recibido.

    —Tenemos un trato, ¿Lo olvidaste? El cruthaig de Mineas a cambio de la información que me permita identificar el anam de mi ancestro.

    El bástero me mira con desdeñosa superioridad.

    —¿Acaso ya no te di lo que buscabas?

    —Me dijiste que necesitabas corroborar que fuese el cruthaig de Mineas y que luego me darías la información. Me consta que has podido comprobarlo de sobra.

    —¿Estás seguro de lo que afirmas?

    —Absolutamente. Las conversiones que se han dado las últimas veinticuatro horas son obra tuya. No quieras verme la cara de idiota.

    —Vaya, pero si el sícero es capaz de sacar las pezuñas. ¿Te has dado cuenta que las emociones se manifiestan en ti con cierto estilo? La malevolencia despierta lo mejor de ti, ¿no lo sabías? —Inspira hondo y se regodea—. Hiedes a deliciosa oscuridad. Me encanta ese tufillo que brota de tu piel.

    La actitud de Freidom me saca de mis casillas; tanto, que no dudo en envolver en llamas el sillón que suele utilizar a modo de trono. Desde luego, la afrenta no pasa por debajo de la mesa y en un parpadeo, me encuentro rodeado de vasallos. Los soldados de la muerte me sujetan con firmeza mientras su líder se desquita. El primer golpe me roba el aire; el segundo me rompe dos costillas y el tercero me deja aovillado en el suelo.

    —Sacadlo de aquí —ordena antes de inclinarse sobre mí—. Nuestro trato ha finalizado. Esperaré a que te conviertas y terminaremos de saldar esta pequeña diferencia.

    —Maldito traidor —musito; el bástero vuelve a golpearme.

    Apenas oigo el crujido de los huesos de mi cara; el dolor es insoportable y la oscuridad no me da tregua, me absorbe en un torbellino con pasaje directo a mi limbo particular.

    🌩

    Khayanna

    Los lametazos de Kof me despiertan. El vago recuerdo de lo ocurrido me dispara las pulsaciones. Me incorporo y el peso que percibo en la espalda ralentiza mis movimientos. Un carraspeo capta mi atención. me fijo en la figura que permanece de pie junto a Mokay y un hormigueo desagradable se me aloja en el estómago.

    —Como representante del consejo en pleno, estoy aquí para informaros que seréis sometida a juicio público en la plaza Ancestral.

    —Yo no he cometido ningún delito —aseguro y tiro de la sábana para cubrirme el pecho desnudo.

    —Hay testigos que afirman…

    —¡Esos testigos mienten! —me levanto tambaleante, aunque logro mantener el equilibrio a duras penas—. El cruthaig de mi mentor ha sido robado.

    —Esa es una acusación muy grave que no puede hacerse sin pruebas.

    Chillo producto de la frustración.

    —¿Qué más pruebas se necesitan si el sactrum está vacío? ¡¡A la mierda vuestras pruebas!!

    Me topo con la mirada de advertencia de Mokay.

    —Las leyes son claras —dice y me da la espalda—. No lleguéis tarde, eso no ayudaría a vuestra mallugada reputación.

    El sícero abandona la habitación justo a tiempo antes de que el jarrón de mi mesita de noche se estrelle contra su dura cabeza.

    🌩

    Tlayon

    Avanzo despacio y, como puedo, me abro paso entre la multitud. La plaza ancestral está repleta de gente. Desde mi posición distingo a Khayanna. La sigo con la mirada sin poder quitársela de encima. Las alas que emergen de su espalda causan un efecto similar en la mayoría de los presentes. No solo porque son unos apéndices de colores vívidos, sino por lo que significa que, después de casi un siglo, la extinta trascendencia de los saolenses reanudara su curso.

    Me aproximo a la corte improvisada y justo alcanzo a escuchar al representante del consejo:

    —Las acusaciones en vuestra contra son muy graves y ameritan una sentencia ejemplificante. Por esa razón hemos decidido que la condena sea la destitución de vuestro cargo como dhíole antes de que se os someta a la muerte eterna.

    —¡No! —grito y me aproximo a zancadas—. No podéis someter a una inocente a la muerte eterna.

    —No estáis autorizado a intervenir en este juicio, ¡detenedlo!

    —Hasta que por fin hacéis algo bien —espeta Khayanna y me lanza una mirada asesina—. Este es el culpable de todo lo que está ocurriendo, él fue quien se robó el cruthaig de Mineas.

    —Puedo explicártelo —le digo mientras busco entablar contacto visual—. Freidom prometió que…

    —¡Silencio! —exige el representante del consejo—. Hablad ahora —me ordena—. Y procurad decir la verdad o correréis la misma suerte de vuestra cómplice.

    —¿Cuántas veces os tengo que repetir lo mismo? No tengo nada que ver con las conversiones. ¿Es que no lo habéis escuchado? —dice; los iris le refulgen como dos ascuas—. Soy inocente, el ladrón y cómplice lo tenéis allí. —Me señala con el dedo.

    —Ella tiene razón, en parte —confieso y me explayo a explicar lo ocurrido.

    La corte en pleno, además de un buen porcentaje de saolenses y síceros escuchan mi declaración. Los abucheos no tardan en elevarse desde la gradería saolense; entre tanto, mis gentiles me miran con desdén.

    —¡Llevadlos a la cámara de aislamiento! —ordena el representante—. Debemos deliberar ante esta nueva información.

    La guardia dualsense nos saca a rastras de la plaza. Mantengo la boca cerrada; ya bastantes improperios suelta Khayanna y, la verdad, agradezco que nos alejen de la exposición a la nébula. La gelidez me mantiene aterido y el hedor sulfuroso hace que todo me dé vueltas. Bajo la mirada hacia mi torso y acuso la ausencia del anam que, en su momento tuve que negociar para poder sobrevivir y no terminar a la intemperie. Maldito Mineas y maldito yo por haber creído en su lengua embaucadora. «Trabaja para mí, Trae contigo a cada sícero que requiera de un anam y habrás pagado el precio para recuperar el de tu ancestro; palabra de dhíole». El recuerdo me provoca un regusto amargo que se suma a la hostilidad con la que Khayanna me mira y pierdo la calma.

    🌩

    El chirrido de los goznes de la puerta termina de crisparme los nervios y la actitud de Khayanna tampoco ayuda.

    —Estarás contento, ¿no? No sé cómo puedes considerarte sícero y haber creído en Freidom. ¿No se supone que sois racionales hasta la médula?

    —¿Y quién coño te dijo que la racionalidad te exime de equivocarte? Pero claro, qué sabrás tú, la dhíole perfecta, la que no comete ni un solo fallo, Pero apenas a días de haber sucedido a su mentor, le abre las puertas a un desconocido.

    —Imbécil.

    —Niñata estúpida.

    La patada me alcanza en el pecho y me deja sin aire. Pierdo el equilibrio y caigo de culo.

    —Ahora verás qué tan niñata y qué tan estúpida soy.

    La amenaza despierta una emoción que reconozco, pero que suele permanecer atada con correas firmes. Las ganas de darle una buena zurra me impulsan y me levanto preparado para recibir el ataque. Advierto el movimiento al fijarme en los pies de la arpía furiosa que se eleva un par de centímetros, dispuesta a golpearme en el rostro. La esquivo y aprovecho para rodearla. Ella se mueve con demasiada lentitud y la cojo por una de sus alas. la sedosa sensación me perturba el tiempo suficiente como para que se me escape. Un puñado de alas se me quedan adheridas a los dedos.

    —Hijo de puta —masculla y me lanza un golpe directo a la mandíbula.

    Hago una finta para evitar que el rodillazo que sigue me dé entre las piernas. La empujo con fuerza y choca contra la pared. La mueca que se le dibuja en el rostro me revela lo sensibles que son sus alas. Se lanza contra mí y otro puño me impacta en la nariz. La sangre brota enseguida y bufo, exasperado. No mido mi reacción y le asesto un puñetazo que la hace trastabillar hasta que cae de culo al suelo.

    —Mira, no quiero pelearme contigo —digo y me apoyo contra la pared contraria para limpiarme la sangre—. Ambos estamos metidos en un lío muy gordo.

    —¿No me digas? Tremendo descubrimiento —Cruza los brazos en una postura defensiva.

    —El sarcasmo no nos va a sacar de aquí, así que ahórratelo.

    Khayanna echa la cabeza hacia atrás y nuestras miradas se cruzan.

    —¿Qué propones?

    —Que vayamos a por el cruthaig.

    —¿Hablas en serio? —Asiento con la cabeza y le expongo mi plan.

    🌩

    Khayanna

    Avanzo con las alas bien plegadas a mi espalda. Prefiero caminar incómoda que arriesgarme a un tropiezo inoportuno o a convertirme en una diana fácil de atinar. Por fortuna el tono de mis plumas se confunde en gran parte con el tono purpúreo de la nébula y eso me ayuda a disimular el brillo platinado de las plumas centrales cuando la luz de las siamesas incide sobre mis alas en determinados ángulos. Levanto la mirada. El fulgor me advierte que se aproxima la medianoche. Las lunas están a punto de alongarse y formar el ínfinix. Tlayon me hace señas para que no me atrase tanto. Sé que lleva razón, es solo que mantener la posición de mis alas implica más esfuerzo del que imaginaba y la energía se me agota.

    Noto que él no está mucho mejor que yo. Además de los golpes que le propiné y algún otro que todavía le queda sin sanar del todo, los efectos de la nébula se hacen cada vez más evidentes en él. Hasta yo percibo el olor dulzón que proviene de su piel y que se mezcla con el propio de la nébula. Ese maldito calor pegajoso que se torna soporífero es insidioso, casi asfixiante. Contengo la respiración y le señalo que haga lo mismo.

    Avanzamos uno al lado del otro. Cerca de nuestro destino oigo un silbido. Tlayon se yergue y ralentiza la marcha. Observo el movimiento de sus ojos. Nunca imaginé que lo vería presa de la inquietud. Un chillido agudo me invita a adelantarme. Él me coge del brazo con firmeza.

    —Aguarda un instante —me pide en voz baja.

    —Solo es Kof, deja la paranoia.

    —Si es así, él debería venir a tu encuentro. Es un roecie, no deberías ser tan condescendiente con esa criatura.

    —Qué sabrás tú. Camina, anda, el ínfinix está a punto de iniciar.

    Tlayon resopla. Luce sofocado y no es para menos. La nébula se torna más densa a medida que nos aproximamos al límite entre Dualse y el inframundo.

    Kof sobrevuela a medio metro de nuestras cabezas. Sus ojos brillan bajo el efecto de las siamesas. Emito un silbido para ayudarlo a localizarnos. Un par de minutos más tarde se posa sobre mi hombro derecho.

    —¿Lista? —Me limito a asentir con la cabeza.

    Me extiende la mano izquierda y me aferro. En un parpadeo, los vestigios de niebla frente a nosotros se disipan. El muro de roca maciza nos da la bienvenida. Cuando estoy a punto de abrir la boca para preguntar qué se supone que hacemos de pie frente a un muro gigantesco, Tlayon abre una brecha dimensional. Al Otro Lado se visualiza el arco basteriano custodiado por un séquito de soldados de la muerte.

    —Si nos ven nos destrozarán.

    En cuanto pronuncio esas palabras, mi mente experimenta una epifanía y es entonces que comprendo por qué el consejo aceptó nuestra proposición sin apenas reticencia: esperan que terminemos muertos, serán hijos de puta.

    —No nos verán, deja eso de mi cuenta. —Guardo silencio pese a que me preocupa que consuma tanta energía vital.

    —De acuerdo, pero si nos cogen, voy a perseguirte incluso en el inframundo. Y yo siempre cumplo mi palabra.

    Tlayon esboza una sonrisa, hace un gesto y todo a nuestro alrededor gira a gran velocidad. La bilis se me acumula en la garganta. La desagradable sensación de contorsión me provoca náuseas. Pese a que solo transcurren unos segundos, la intensidad me deja exhausta.

    Me tambaleo justo al apoyar los pies sobre la tierra. El impacto hace que me crujan los tobillos. El dolor surge violento y desaparece de igual forma. Suspiro, aliviada y Mi acompañante hace otro tanto.

    —Venga, por aquí. —Tira de mí y echamos a correr.

    Kof silba a modo de advertencia justo a tiempo de que caigamos en un foso. Extiendo mis alas todo lo que puedo y tiro de Tlayon. La inercia nos empuja contra una de las paredes. Una capa de arenilla nos cae encima. El chillido de Kof nos vuelve a alertar. Esta vez el sícero crea una cortina de fuego e impide que los perros del infierno nos alcancen.

    —¿Estás seguro de a dónde debemos ir?

    —No del todo, pero me hago una idea.

    —Espero que no te equivoques.

    —Yo también.

    Tlayon abre otra brecha dimensional que nos succiona hacia abajo. Planeo como puedo mientras que él se crea un colchón de aire que amortigua su caída. Más arriba, Kof desciende haciendo una espiral que le permite verificar que no surja ninguna criatura de entre las sombras.

    —Por ahí. —Sigo con la mirada la dirección que me señala.

    Mi anam palpita. Quiere decir que el cruthaig está cerca. Asiento con la cabeza y procuro seguirle el ritmo a Tlayon, pese a que sus zancadas casi duplican las mías.

    El corazón me martilla en la garganta y contra las costillas. Mi anam destella. Aguzo la vista y ahí está el cruthaig. Me apresuro a cogerlo.

    —Espera. Puede haber alguna trampa.

    —¿Y qué más da? Mejor salir de esto antes de que resulte demasiado tarde.

    —Estás loca. Si algo te pasa perderemos la oportunidad. Pídele a tu mascota que lo coja por ti.

    —Kof no es una mascota —replico mosqueada.

    —Lo que sea, pídeselo.

    En realidad, no hizo falta. Kof se lanzó en picado y recogió el cruthaig. En cuanto lo levantó, cientos de flechas atravesaron la estancia. Por fortuna, Tlayon es mucho más corpulento que yo y me arrastró hasta el suelo. Una saeta le rozó una de las alas a Kof y el roecie dejó caer la reliquia.

    En cuanto levanto el cruthaig, el suelo se sacude. El hedor a bástero se intensifica. La mirada de Tlayon se ensombrece. Caigo en cuenta de que el poder del inframundo debe estar acelerando su conversión.

    Adyum cuaig et soleiyum. —Apoyo la palma izquierda sobre el pecho del sícero y le rasgo la camiseta.

    El poder del cruthaig se abre paso. Sé que acelerar el proceso puede ser peligroso, pero no tenemos otra alternativa.

    Tlayon se tambalea y recula un paso. Lo sigo para no romper el contacto. En cuanto percibo la forma del anam sobre su piel, extraigo parte de mis emociones y las inserto tan rápido como puedo. Un silbido largo, seguido de dos cortos, me advierte que el peligro es inminente.

    El sícero echa la cabeza atrás. Pone los ojos en blanco y su cuerpo se sacude, preso del torrente emocional que se abre paso sin obstáculos.

    —Venga, levántate. Tienes que sacarnos de aquí.

    Él niega con la cabeza. alza la mirada y veo en sus ojos el miedo que lo paraliza. Tendría que haberlo previsto. Incorporar las emociones lleva mucho más tiempo y esfuerzo en su raza. Ahora padece un acojonamiento involuntario del que mejor lo saco o nos veremos en problemas. Es la putada de la naturaleza sícera, tan fría y racional.

    —No soy capaz.

    —Por supuesto que sí. Me lo debes. Vamos, levanta ese culo y no me seas gallina. Lo que tienes que hacer es respirar. ¿Acaso vas a permitir que Freidom se salga con la suya?

    Niega con la cabeza y respira profundo varias veces. El alivio que me invade en cuanto atisbo esa chispa de temperamento en su mirada es inenarrable. Ni hablar de la sensación al verlo ponerse de pie.

    —Llevas razón. Al menos tenemos que intentarlo.

    «En realidad intentarlo no es suficiente». Me guardo el pensamiento. Ahora mismo lo que menos necesitamos es que le flaquee la voluntad.

    —Hay cientos de anams aquí dentro. —me señala los cristales.

    —Son todos falsos —le digo mientras cojo algunos y los estrello contra el suelo de piedra—. Destruye todos los que puedas.

    En cuanto cierro la boca, , un estruendo sacude el lugar. Kof chilla. Ante el peligro que se nos viene encima, no me queda otra alternativa que utilizarlo. Le invito a que clave sus colmillos en mi muñeca. El pequeño animal bebe hasta saciarse. Una vez que adopta sus nuevas dimensiones, un trío de básteros lo ataca sin compasión, otro tanto se lanza a por mí y lo mismo le ocurre a Tlayon.

    La lucha es cruenta y me temo que como sigamos así, no tardaremos mucho en sucumbir. Kof lanza un latigazo con la cola y cientos de púas salen disparadas. La mayoría atina en el blanco. No obstante, otra tanda así de criaturas del inframundo y no sé si yo o cualquiera de mis compañeros de lucha, seremos capaces de salir con vida.

    🌩

    Tlayon

    Invoco a dos elementos al mismo tiempo y creo un torbellino flamígero que incinera a cuanto bástero se topa en su trayectoria. A lo lejos distingo a Freidom. Nuestras miradas se cruzan un instante. La sonrisa perversa que me ofrece me provoca un vacío en el estómago. Sigo la dirección de su mirada y advierto sus intenciones. Con la energía que me queda redirijo el torbellino en su dirección y grito con todas mis fuerzas:

    —¡Elévate! ¡Ahora!

    Khayanna se vuelve hacia mí y alza la mirada. Una enorme estalactita se desprende. Maldigo por lo bajo y deshago el torbellino. Freidom se carcajea y huye. Uso lo que me resta de energía para invocar un vendaval que la empuje fuera de la nefasta trayectoria. Por fortuna el roecie enrosca su cola en la roca y desvía el inmenso cono. El estruendo sacude las catacumbas. La onda vibratoria se expande y el resto de estalactitas crujen, agrietándose en una reacción en cadena. La criatura silba y se eleva. Khayanna realiza un despegue vertical y el corazón me da un vuelco al ver cómo esquiva por centímetros otro cono. Doy un vistazo alrededor y se me revuelve el estómago. Decenas de básteros yacen aplastados por las rocas. El hedor se intensifica y las antorchas atenúan su fulgor. Abro una brecha dimensional, es hora de salir de aquí antes de que me atrape el mismo destino.

    Del otro lado de la brecha me espera una sorpresa desagradable que no imaginé encontrar. El consejo en pleno con toda la guardia dualsense. En cierta forma me alivia confirmar que Khayanna y su criatura siguen con vida. Doy un paso con la intención de reunirme con ella y un par de guardias me cortan el avance mientras otro par me retiene. A un gesto de uno de los representantes del consejo hacen lo mismo con Khayanna. No así con su mascota que, de improviso cambia de dimensiones y se escabulle en medio de la nébula que ya muestra matices rojizos; anuncio de que un nuevo día está por comenzar.

    —¿Habéis recuperado el cruthaig?

    Khayanna lo muestra sin entregarlo.

    —También destruimos los anams falsos —agrego.

    El representante niega con la cabeza.

    —Destruisteis aquellos que estaban en proceso de maduración. No obstante, hay cientos circulando en toda Dualse.

    —No nos correspondía rastrearlos, acordamos recuperar el cruthaig —recuerda la dhíole.

    —En efecto. Por ello se os retira la condena a la muerte eterna, al menos, de manera temporal.

    —¿Qué significa eso? Cumplimos nuestra parte del acuerdo —replico e intento dar un paso, pero me lo impiden.

    —Muy fácil —dice Khayanna—. Ahora nos exigirán algo más para perdonarnos la vida, los muy cabrones.

    —Mide tu lengua, si todavía pretendes continuar como dhíole —amenaza el representante.

    —¿Acaso miento?

    La expresión del rostro de nuestro interlocutor es mucho más que elocuente. Me obligo a mantener la calma antes de abrir la boca.

    —Previo a que planteéis vuestras exigencias, quiero dejar en claro que, si logramos cumplir nuestra parte del acuerdo, no intentaréis ningún otro ardid. Quedaremos libres de vuestras intenciones ocultas.

    —El consejo no…

    —Dejaos de formulismos estúpidos y decidnos qué mierda queréis a cambio de que olvidéis lo de la muerte eterna.

    —Que capturéis a Freidom y nos ayudéis a destruir cada anam falso y su portador.

    —Cabronazos. Pretendéis que nos convirtamos en vuestros exterminadores —reprocha Khayanna con las mejillas arreboladas—. Sois de lo que no hay.

    —Alguien tiene que ocuparse.

    —Pues menuda manera de delegar vuestras responsabilidades —espeto; el representante ordena que me suelten con un ademán.

    Intercambio una mirada con Khayanna. Está furiosa y no es para menos. Eliminar los anams es una tarea razonable. Eliminar a sus portadores va mucho más allá. Estamos hablando de dualenses que no han cometido ninguna falta, simplemente son víctimas de un ser despreciable que no se detiene a la hora de explotar la vulnerabilidad de los demás para su propio beneficio.

    —Si necesitáis tiempo para pensároslo…

    Ambos negamos con la cabeza.

    —Lo que queremos es proponeros otra solución. Un pequeño cambio. —El representante me mira con cierto interés; Khayanna se cruza de brazos y levanta una ceja.

    —El consejo está dispuesto a escucharos.

    —Capturaremos a los portadores y los Juzgaréis. No se justifica eliminarlos si son inocentes. Tened en cuenta que mientras más portadores recuperemos, será más probable superar en número a los básteros.

    Khayanna hace un movimiento leve de cabeza. En el fondo agradezco que no se oponga a mi propuesta.

    —Es un trato razonable. Se os proporcionarán recursos —dice en voz alta—. Preparaos, saldréis en cuanto la nébula trasmute su color.

    —De acuerdo —respondemos al unísono sin pretenderlo.

    Desvío la mirada en la misma dirección que lo hace Khayanna. El sol se asoma con más prontitud que de costumbre. Enseguida las temperaturas descienden y el aroma dulzón da paso a una podredumbre intoxicante. La guardia dualsense se retira en formación marcial; proteger a los miembros del consejo es prioridad. Khayanna clava la mirada en las espaldas de aquellos hombres y mujeres.

    Cog enaem , trug sadent.

    La maldición que acaba de lanzar en dualse ancestral me pone los pelos de la nuca como escarpias.

    —Las palabras tienen poder, ¿acaso no lo sabes?

    Los ojos le brillan con malicia.

    —Claro que sí, solo nos cubro las espaldas. Habrás notado que no son de fiar, ¿no? —Inclino la cabeza en un leve asentimiento.

    —De todas formas, menuda manera de protegernos —mascullo y echo a andar.

    Khayanna me da alcance. De pronto emite un silbido y un aleteo que ya me resulta familiar, suena sobre nuestras cabezas. La mascota de mi compañera de viaje chilla y me revolotea tan cerca que me despeina.

    —Mantén a tu bicho bajo control.

    —Kof solo te está demostrando buena voluntad, no seas tan arisco. Comienzas a gustarle…

    —Y tú, ¿cuándo me mostrarás buena voluntad?

    —Cuando te ganes ese derecho.

    El sol termina de elevarse y matiza el firmamento de una mezcla de naranja y borgoña. La sulfurosa fetidez se intensifica y el frío me cala hondo. Khayanna se vuelve un instante. El contacto visual entre nosotros forma un vínculo inesperado. Su mirada brilla y no sé si son ideas mías, pero noto cierta picardía en sus ojos. Su mascota emite un chillido,  el mensaje que nos transmite es claro. Un suspiro se me escapa, la hora de partir a una aventura desconocida llega, inexorable.


    Este relato fue escrito como participación en el reto #surcaletras, iniciativa de Adella Brac, @adellabrac y, a su vez, para participar en el primer #vadereto de 2022 de José A. Sánchez, @JascNet. En el primer reto, el disparador era escribir una historia sobre un personaje que vendiese emociones y en el segundo, que la acción se desarrollase en un lugar sumido en la niebla. Espero disfrutéis de esta historia.

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  • El Houdini de la muerte

    El mar y la luz solar que incide desde la superficie e ilumina el fondo marino.
    Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

    A sus trescientos treinta y tres años Nicola Di Ángelo había muerto seiscientas sesenta y seis veces y se había librado de la molesta experiencia el doble. El Houdini de la muerte lo apodaban los pocos que conocían su secreto. Negado a incrementar el lúgubre contador, contuvo el impulso de abrir la boca y expandir los pulmones. El agua salada le escoció en las heridas. Dio un vistazo alrededor. No halló nada de qué asirse para frenar el descenso. La corriente lo envolvió en un remolino. Se obligó a permanecer tan inmóvil como la idea de ahogarse se lo permitía. «Maldita incontinencia verbal. ¿Cuándo aprenderé a mantener el pico cerrado?». El pensamiento le sirvió de distractor mientras seguía su viaje al fondo marino.

    La triste mirada de la mujer mientras pedía clemencia surgió de súbito desde lo más profundo de sus recuerdos. La rabia acicateó al justiciero que habitaba en su interior desde tiempos inmemoriales. La historia recurrente de su vida era meterse donde nadie lo había invitado. Se dobló sobre sí mismo y se desató los cordones. En segundos estaba descalzo. Las cadenas se deslizaron apenas unos centímetros. No tenía alternativa; otra vez debía escoger la fórmula más dolorosa.

    Chiribitas de un azul intenso inundaron su visión en cuanto giró el pie con fuerza y percibió el agudo dolor. Abrió la boca, aunque no emitió ningún sonido. La corriente intensificó sus sacudidas. Era consciente de que no debía permitir que la desesperación tomase las riendas; no obstante, no estaba en su momento más lúcido, así que pataleó y braceó como poseso, pese a que con cada intento se debilitaba un poco más. El recuerdo de la risa cínica del matón de Constantín le insufló el empuje que necesitaba. El dolor era demasiado persistente como para usar ambos pies; por tanto, tendría que arreglarse con uno y ambos brazos. El alivio por liberarse del lastre no le duró mucho tiempo. El movimiento que percibió por el rabillo del ojo encendió sus alertas. Lo que menos necesitaba: otro depredador dispuesto a marcar su territorio.

    Por fortuna el mar enfurecido quiso escupirlo. Durante un par de minutos alcanzó la superficie. Tomó una gran bocanada. En el intento tragó agua. La enorme ola lo arrastró de nuevo al fondo. Aprovechó la corriente para aproximarse al arrecife coralino. El tiburón abrió las fauces. Nicola esquivó la dentellada a duras penas.

    Era su día de suerte, sin duda. La tormenta amainó. Las aguas de la bahía eran más benevolentes. Al menos esta vez no moriría ahogado y eso era de agradecer. De todas las formas de morir, la que más detestaba era el ahogamiento. Deshacerse del agua en los pulmones por sí solo era un verdadero incordio. Alcanzó la orilla y se dejó arrullar por el sonido de las olas. Cuando volviese a abrir los ojos estaría listo para la revancha.


    Esta historia fue escrita para participar en el #VaderetoJunio2021 propuesto por Jose A. Sánchez, @JascNet en su blog. La premisa era inspirarse en el color azul. Espero os guste.


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  • Cazador de thentraes

    Un castillo imponente en una cima. al lado se observa otra edificación más pequeña. Hay algunos árboles y un hombre que porta un gran arco en las manos. el arco va apuntando hacia el suelo como si estuviese colocando la flecha y preparándolo para disparar. Hay mucha niebla en los alrededores. el cielo también está nuboso, aunque en lo alto se observa la luna.
    Imagen libre de derechos de Shrikesh Kumar en Pixabay

    «Al fin llegué a los pies de aquella impresionante y antiquísima deidad. Su anchura me limitaba todo el horizonte y se elevaba de forma tan indefinida que parecía perderse más allá del firmamento.

    El silencio era tan intenso que dañaba los sentidos. Solo mi corazón se empeñaba en querer quebrantarlo. La quietud era tan profunda que ni la más tenue brisa se atrevía a perturbarla.

    Con un hondo suspiro hinqué mi rodilla ante ella. Agaché la cabeza y le dediqué la plegaria que desde pequeño me habían inculcado. Deposité mi carga en el suelo y le agradecí su protección y vitalidad para la consecución de mi misión.

    Me fui dejando tras de mí el pesadísimo lastre que me había encadenado durante tanto tiempo y sentí ganas de salir volando.

    Allí quedaron solos, como en un encantamiento, los espíritus ancestrales y su cadáver.

    …»

    ***

    Entorno los párpados. La luz me ciega una fracción de segundos. Tomo una bocanada que expande mis pulmones a su máxima capacidad. Tenso todo mi cuerpo y fijo la mirada. En segundos el cuchillo se clava en el blanco. Me encamino a recogerlo. La satisfacción que me había hormigueado en el pecho se esfuma. El tiro no fue como esperaba. Arranco el cuchillo. Vuelvo a mi posición inicial. No me iré hasta que no logre un lanzamiento perfecto.

    —¡Ahí estás! —Maxtra se aproxima a la carrera.

    —¿Qué ha ocurrido? —enfundo el cuchillo.

    —Han llegado los mecenas… Padre te está buscando.

    —Padre es un iluso, Maxtra. Ningún mecenas apostará por el hijo adolescente y bastardo del señor de Nirtea.

    —Eso no lo sabes, Klíon. —La fe que deposita en mí me enternece—. Además, en dos días cumplirás veintiuno.

    —Eso es lo de menos. Siempre seré el bastardo de Menleoth.

    —Estás insoportable —me dice—. Tú sabrás. Yo he cumplido con el encargo de padre. Luego no te quejes.

    Un estruendo interrumpe nuestra discusión. Maxtra corre en dirección al castillo. La sigo de cerca. Desenvaino el cuchillo y le exijo a mis piernas que vuelen. Otro estruendo nos asusta lo suficiente como para dejarnos el alma en el camino. Los recuerdos del último ataque se reavivan en mi cabeza. El corazón me da un vuelco. El temor de lo que encontraremos tras la muralla me revuelve el estómago.

    Enormes columnas se elevan hacia el firmamento. Dentro de mi cabeza las imágenes se suceden una tras otra. Los ojos se me nublan un instante. «Maldita visión.» El pensamiento surge y se esfuma tan pronto que no tengo tiempo de reaccionar. Avanzo a ciegas mientras los recuerdos me roban el aliento. Han regresado por Maxtra, lo sé. Vuelvo a maldecir mi inutilidad. Desesperado, elevo una plegaria silenciosa. «Mi vida a tu servicio si salvas a mi hermana. Escucha mi súplica, señora de la vida y de la muerte. Liberaré tu reino de los thentraes… lo juro. Y si acaso incumpliese mi juramento, te entregaré mi corazón como trofeo.»

    El suelo ondula bajo mis pies. Tropiezo y ruedo sobre cientos de raíces que terminan de clavárseme en la piel. Abro la boca. La voz se me queda estrangulada en la garganta. El aire se torna gélido. El aroma metálico se mezcla con el olor acre del humo que se disipa. Mi cuerpo no responde. Las ramas y raíces me envuelven… en breve todo habrá terminado, lo presiento. Una voz sugestiva me invita a rendirme. Demandante me recuerda el juramento que acabo de hacer. Mi espíritu rebelde se niega a rendirse sin una certeza. El dolor me atraviesa y grito. Grito como un loco. La tierra sigue agitada. Un trueno retumba. Gotas filosas caen como aguijones y me recuerdan que si aún siento dolor es porque sigo aferrado a mi humanidad.

    —Dejarás de ser Klíon el Bastardo —dice la voz—. Me honrarás con más ahínco tal como se te ha inculcado desde niño porque ahora serás mi hijo y como tal se te reconocerá.

    —Maxtra… —insisto.

    —Escucha su voz por última vez, hijo mío. Despídete de esta vida y abraza la que yo te otorgaré de ahora en adelante.

    El pulso me galopa a un ritmo vertiginoso. El miedo que me mantiene paralizado da paso a la resignación con demasiada lentitud. La incertidumbre llega tardía. Me habría encantado recibirla mucho antes; quizá me hubiera persuadido. Voces se elevan a mi alrededor. Entre ellas esa que espero para poder morir en paz. Porque moriré para renacer convertido en una criatura muy diferente. Deambularé entre el mundo de los vivos y los muertos. Cazaré en la penumbra; la noche será mi guía, la luna mi compañera.

    —Klíon… ¡Klíon!

    El aroma fresco a flores silvestres me envuelve. Su mano tierna me limpia el rostro. No abro los ojos, no tiene sentido. De todas formas, llevaré conmigo su sonrisa en lo más profundo de mi memoria.

    —Cuida de padre —le pido—. Y, sobre todo, cuídate tú.

    —¿Por qué lo hiciste, Klíon? ¿Cómo voy a seguir sin ti?

    —Por ti.

    El llanto desgarrador que se le escapa me parte en dos el corazón. Por fin me entrego, ya nada me retiene. Me despido de mi vida y de todo lo que he sido hasta ese instante.

    ***

    Avanzo sigiloso pese a la excitación que me recorre de pies a cabeza. Han sido demasiados siglos al servicio de la gran diosa. Hoy por fin podré dar por terminada esta existencia. La anticipación me acelera el pulso. No obstante, me obligo a mantener la serenidad. La luz de la luna platina cada superficie. El firmamento tachonado de diamantes espectrales me señala la senda. A poca distancia distingo la oscura figura. No necesito más. Acorto la distancia que nos separa; no quiero perderlo de nuevo.

    Descubre mi presencia. No le doy importancia. Esta vez estoy mucho mejor preparado que la anterior. Da igual cuánto corra o quiera esconderse. La persecución dará el fruto que espero, nada me lo impedirá.

    Me difumino con el entorno. El thentrae acelera el paso. Me desmaterializo para luego aparecer frente a sus narices. La criatura frena. El grito que brota de sus fauces me hiela la sangre. Me apresuro antes de que retome ventaja. Cojo una flecha del carcaj, la coloco en el arco, apunto y suelto la saeta.

    La flecha se le clava en la garganta. El thentrae cae de rodillas. Cojo otra flecha y disparo. Esta se le clava en el pecho. Repito la operación tal como manda el ritual y por fin lo veo caer de bruces contra el suelo.


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    Esta historia ha sido escrita para participar en el Va de reto marzo 2021, propuesto por Jose A sánchez @JascNet.

    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • Perfecta iniciación

    Un rostro masculino de ojos dorados y mirada maligna con el cabello corto de puntas muy rubio casi blanco. bajo los ojos tiene pintados dos triángulos azules con el vértice hacia las mejillas. La boca está coloreada de rojo intenso, tanto que parece que tuviese la boca llena de sangre. en el cuello se ve el nudo de una corbata roja.
    Imagen libre de derechos en pixabay

    Arthur Hunter es tan atractivo. De los mejores que he podido habitar hasta ahora. Tan frío y calculador… tan inteligente. No resulta lo bastante cruel para mi gusto; da igual, incitarlo no será tarea difícil. Avivar su sed de sangre, tampoco. En realidad, aunque lo niega por ese afán de pertenecer, en el fondo de su alma subyace el deseo curioso de probar. Esta noche será su gran debut; yo me encargaré de guiarlo.

    —Venga, no te hagas de rogar… —Filtro el pensamiento en él con sutileza.

    Obediente, desvía la mirada. El sofisticado sobre rojo destaca de entre toda la correspondencia apilada en su bandeja. Titubea; eso me fastidia. Qué manía tiene de planificar cada paso. Su necesidad de control me aburre.

    Impongo mi voluntad a la suya. Me gusta el tacto de aquella cartulina entre los dedos. La anticipación me hace salivar como un lobo hambriento.

    «147 W. 33th St. Séptima Avenida y Broadway, Manhattan, NY 10011»

    Percibo la excitación que le hormiguea en las entrañas. Sonrío; él curva la comisura de su tentadora boca. se guarda la invitación. «menudas fiestas carnestolendas nos vamos a dar». Me aseguro de que no perciba mi pensamiento.

    Otro sobre llama su atención. Utiliza el abrecartas. Las hojas quedan inertes sobre el escritorio. Lee con avidez. Observo su reacción. No intervengo en la marea de pensamientos que van y vienen, pese a la evidente perturbación que le roba el sosiego. Quizá sea el empujón que necesita. Vuelve a leer: Trastorno antisocial de personalidad, personalidad sicopática»

    La cólera, efervescente como lava ardiente, se abre paso. Estruja cada hoja mientras evoca una imagen que despierta mi lívido. Se pone duro, buena señal. Me satisface que por fin libere su verdadera esencia.

    —¡Eso! Recréate con el miedo impreso en sus pupilas; paladea el exquisito sabor que obsequia provocar el dolor más insoportable; regocíjate con el aroma del poder que brinda planificar cada muerte —celebro inyectando imágenes evocadoras de mi propia cosecha en su mente—. Primero nos ocuparemos de la zorra que no quiso abrirse de piernas para ti, luego iremos a por esa terapeuta mediocre. Verás qué festín nos vamos a dar mientras jugamos a ser Dios. —Decido por él; en realidad no importa porque tarde o temprano lo haría caer en mi red.

    Arthur sale de su oficina. Mientras conduce sigue recreándose con lo que ocurrirá esta noche. Mi deseo y el suyo se entrelazan. Detenido aguardando el cambio del semáforo se toca; sigue duro. Se relame. Un hombre disfrazado cruza por el paso de cebra. Sus miradas coinciden. Aquel disfraz del Jocker es ideal para nuestros fines. Apruebo su selección. Mi aprendiz suelta una carcajada. La excitación me subyuga. Esta noche será la iniciación perfecta. No albergo la menor duda.


    Este relato ha sido escrito para participar en el Va de reto febrero 2021 propuesto por Jose A. Sánchez en su blog.

    La condición esta vez era inspirarse en una de las imágenes propuestas y crear un villano malo malote. Yo he escogido al Jocker.


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    Gracias por estar allí y darle la oportunidad a esta historia. Un abrazo grande y fuerte.

  • Complot doméstico

    El rostro de un gato que mira a un pez de colores detrás de un cristal
    Imagen libre de derechos de Alexa fotos en pixabay

    Cierro la puerta tras de mí. Dejo las llaves sobre la mesa y doy una mirada especulativa. Todo parece en orden y limpio. No me gusta mucho venir a la casa de la tía cuando no está. Pese a mi reticencia, hay algo que me arrastra… sus mascotas. Las pobres pasan esos días por su cuenta y más vale darles una vuelta antes de que sufran algún percance.

    Katrina, la gata refunfuñona de la tía sale a darme la bienvenida.

    —¿Bienvenida? En un bosque de la china… en realidad no es en ningún bosque ni en ninguna china, a menos que hiciese mención de la ninja de pacotilla que se pelea con su propio reflejo cuando se asoma del lado contrario de la pecera. Me refiero a Nagaoka, querido Lecturino. Tú no te preocupes de nada, esa es más inofensiva que los dardos verbales de la Leonarda que sólo sabe decir «che, ¿sos pelotudo?» cuando quiere quejarse de que sólo le dan pipas en lugar de anacardos.

    —Mirá, pelotuda, que yo seré parca, pero no soy sorda, ¿eh?

    —No, tú lo que eres es cateta. ¿No te das cuenta de que estoy hablando con Lecturino?

    —Ma, que diche, Leturino… Il leturino va benne con rúcula e la zanahoria a la carbonara.

    —No te molesta que te diga Lecturino, ¿verdad? Mira, tú no hagas caso al torteloni este con pelos y patas. Ese no hay día que no piense en comer o… acércate que no quiero que nos oiga. —Me inclino para acariciar a Katrina—. Sí, así. Perdona si mis bigotes te cosquillean en la oreja; si es así, te aguantas. Mejor eso que enfrentar un brote del tallarín este.

    »¿Qué te decía? Ah, sí.  Resulta que el Pietro es un exagerao de primera y cuando escucha la palabreja «lector» le suena a «reactor» y le entran los siete males porque dice que lo va a matar la radiación. De eso tiene la culpa la Nagaoka que le metió en la cabeza que Fukushima iba a llegar hasta aquí. Dame un minutillo.

    Katrina, la gata salta justo a tiempo antes de que Pietro le caiga sobre el lomo. El conejo emite unos chillidos desaforado y brincotea de un lado a otro como si tuviera un cohete en el rabo. No quiero reírme, aunque se me hace muy difícil. Sabía de las excentricidades de mi tía Paca con sus mascotas. Sin embargo, verlo en vivo y en directo es otra cosa muy distinta. El conejo se enreda con el corbatín y rueda como una pelota.

    —Mira, bigotuda trasnochada, a mí no me involucres en tus inventos. Si te sigues metiendo conmigo verás tú cómo te atravieso con mi catana.

    —Serás gilipollas, Pietro. Anda a beber agua de tu cazuelita a ver si se te pasa el arranque de ridiculez extrema. —El torteloni se mete bajo el sofá—. Tú, ninja decolorada, deja de lanzar tantas amenazas y vete a hacer puñetas con las aletas, si es que puedes.

    Me agacho para intentar coger al conejo; resulta imposible. La gata da un brinco en dirección a la pecera y menos mal logro levantarme a tiempo para cogerla antes de que la tumbe.

    La beta le saca la lengua y se gira hasta dar con el espejo del otro lado de la pequeña pecera o es la impresión que me da a mí cuando fijo los ojos en el vaivén de aquella figurilla blanca cuyas aletas parecen flotar y hacer formas curiosas dentro del agua. La gata se remueve y la dejo en el suelo antes de que me clave las zarpas.

    —Kati, querida, ¿por qué no te echas aquí conmigo? Está calentito y confortable.

    —Caniche pelotudo este, da fiaca hasta escucharlo.

    Katrina da un salto y casi alcanza de un zarpazo a la cotorra que aletea y se posa en el perchero junto a la puerta. Si no fuese porque sé que la cotorra sólo repite lo que le ha enseñado la tía, juraría que se divierte provocando a la gata.

    —Con mi Rufos no te metas, zorra desvergonzada.

    —¿Zorra? Vos necesitás unos lentes con urgencia.

    Arrugo el entrecejo y me acomodo las gafas. La cotorra me ha dejado pensativo. Aquello tiene que ser una coincidencia, ¿no?

    —Mira, Lecturino. Tú no hagas caso a esta bicha deslenguada; que eso no te distraiga de tu verdadera misión.

    El ruido repetido de algo que choca contra la puerta rompe la concentración de Katrina. El choque de platos de metal se convierte en un estruendo que obliga a Pietro a salir disparado de nuevo. Estoy a punto de salir escopetado y revisar en la cocina; luego lo pienso mejor y me abstengo porque sé lo tikismikis que es la tía con su casa.

    El balido de una cabra hace que la gata ponga los ojos en blanco o eso me parece a mí.

    —Mi dios bendito, ¿será posible que no tenga suerte ni una puta vez en mis siete vidas? No te muevas de allí, Leccturino.

    Veo a Katrina mientras se tongonea en dirección a la cocina y me pregunto si es que tendrá hambre o si será que la tía adoptó a alguna otra «criaturina desvalida», como les suele llamar.

    —¿Leturino? ¿Ya es hora de mangiari? Las mías tripas crujen.

    La cabra entra saltando al salón perseguida por Katrina que maúlla desaforada.

    —Déjate de inventos, Pietro. Tú tienes menos del veinte porciento de probabilidades de que algo te cruja. A menos que te refieras a que te crujan a ti —la cabra mira al conejo con una ceja arqueada—. Lo que sí que tiene mayor probabilidad por lo redondo que estás. Si calculamos las probabilidades de que te preparen al salmorejo… —Mati cierra los párpados y mueve los labios como si contase en silencio—. Sí, en efecto, son cuatro a uno en tu contra, desde luego.

    Me froto los ojos porque esto de ver expresiones y gestos en una cabra me pone a flipar de colores.

    —Serás capulla, Mati. Y no, no me veas así. Coño, sólo a ti se te ocurre decirle eso al ravioli este. ¿Quién se lo aguanta ahora? Porque tú te largas a tu prado ahí fuera y nos quedamos nosotros con ese marrón aquí dentro.

    —Katrina, estás más insopo que de costumbre, queridita. ¿No te funcionó la ecuación de la otra noche? Ya sabes, el tres por uno.

    La gata mira de soslayo al perro que ha vuelto a dormirse como un lirón. Si no supiese que los gatos no hablan, juraría que esta cuchichea con la cabra.

    —Serás indiscreta y cabrona. ¿Quieres que mi rufos se entere?

    —Lo de cabrona se me da de nacimiento —La cabra agacha la cabeza—. Lo de indiscreta… Hija, si del noventa por ciento del día vive en oniria, ¿qué mas te da? Sabes bien que tu gata necesita comer, si no te pones insufrible.

    Katrina le muestra las zarpas; Mati hace caso omiso y se fija en la visita, o sea, yo.

    —¡Vaya!, pero si tenemos a un lec…

    —¡Cállate! ¿Quieres provocar al tortelini?

    Del susto que se pega por el segundo zarpazo de la gata, la cabra apoya el culo de la alfombra, pensativa. De pronto, la sombra de algo que se mueve como en cámara lenta captura su atención… y la mía. Katrina suspira y se acerca hasta mis pies.

    —Haz caso omiso, te lo pido por favorcito, Lecturino. Mira que Saturnina es más vetusta que un jamón serrano enviado por correos.

    Supongo que la gata quiere algo de mimos, aunque me voy con cuidado porque sé que es demasiado temperamental.

    —¡Temperamental, dice! ¡Temperamental la madre que te parió! —Katrina me lanza un zarpazo que me deja tres líneas rojizas en el dorso de la mano.

    —No sé como la tía te soporta —murmuro.

    La sombra se vuelve nítida y me doy cuenta de que es una morrocoya. Sin venir a cuento me sorprendo contando los anillos de su caparazón y caigo en cuenta de lo vieja que es. Me digo que siendo así es lógico que parezca tuerta.

    —Paz, mis hijos… ¿cómo me los tratan las vacaciones?

    —¿De qué puñeteras vacaciones hablas, Satur?

    —Pero a ver, mis hijos.  ¿no estamos de vacaciones?

    —Aquí la única que está de vacaciones es la Paca. Recuerda, Saturnina, la señora que nos recogió. La misma que recoge el setenta y cinco por ciento de animales que se topa en el camino porque el otro veinticinco se le muere, claro.

    —Ah… ¿y tú quién eres?

    Por un momento me da la impresión de que la cabra pone a girar los ojos en un movimiento alocado. Luego lanza un balido Y Pietro salta sobre el caparazón de la pobre morrocoya que, del tirón, esconde la cabeza.

    —Si es que eres un peso muerto, Pietro.

    —¿Muerto? ¿Quién se ha muerto?

    Rufos abre los ojos, alza la cabeza sin apenas moverse y vuelve a caer fulminado.

    —Nadie, queridito, tú mejor vuelve a dormirte, anda.

    La morrocoya se asoma una vez más. La gata empuja al conejo y este vuelve a rodar.

    —¿Por qué estamos reunidos en consejo, mis hijos?

    —Hasta las trancas está la pelotuda esta.

    —¿Qué pelotuda? Ah, claro, tú te refieres al Pietro, ¿verdad? Si, parece una pelotita tan cuchi. Es de lo más chévere.

    Veo a Katrina acercársele a la cabra y me pongo en alerta.

    —¿Qué probabilidad hay de que esta viejuna se entere de algo en algún momento?

    La cabra mira a la gata y lanza un balido.

    —Diría que tiene 5 a uno… pero en contra. La pobre está utilizando un cero punto cinco por ciento de su capacidad neuronal.

    —O sea que está para la taxidermia.

    —Para eso tiene todos los boletos, sí.

    Me quedo absorto mirando a la pareja tan dispareja y no puedo evitar preguntarme de qué podrían cotillear una cabra y una gata. Ya sé que no tiene puta gracia, pero es que, si vosotros pudieseis verlas, pensaríais igual que yo… que ese par se trae algún complot.

    —Bueno, descartamos a la desmemoriada y a mi rufos. Quedamos cinco. ¿qué probabilidad tenemos de que este Lecturino se nos una?

    Por un instante tengo la sensación de que la cabra me mira con inteligencia. Me froto los ojos varias veces para espabilarme.

    —Mira, yo creo que, si a este nos lo trabajamos bien, contamos con más del setenta por ciento de probabilidad de que cumpla la misión.

    —Venga, entonces patas a la obra. Que no me aguanto un día más al Pietro ni las ganas de zamparme a cierta belicosa.

    No sé por qué, pero tengo la extraña sensación de que la gata me mira con malicia y os juro que, si no supiera que son simples mascotas, creería que han chocado las patas.


    Este relato fue escrito para participar en el va de reto de noviembre 2020 propuesto por Jose A. Sánchez.

    La condición era utilizar alguna de las mascotas (o las siete) propuestas y escribir una historia con humor. En este relato aparecen las siete con el mismo nombre propuesto a excepción del pez beta.

    Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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    Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

  • LADY RISUEÑA

    Paisaje volcánico. A la derecha una chica y un dragón bañados por la luz del sol.
    Imagen de Stefan Keller en pixabay.com


    Soy una Risueña. No es que me ría todo el tiempo, es que pertenezco a la familia Risueña. No me preguntéis por favor sobre los orígenes de dicho apellido, porque ni yo misma he podido desenredar el entuerto de nuestra historia familiar; pero esperad que ponga en orden mis ideas, porque si comienzo a contaros mi tragedia, de seguro no termino y vosotros tampoco llegaréis a entender un pimiento frito.

    Veréis, queridísimos lectores. En nuestra familia, siempre, pero siempre, siempre, tiene que existir una bruja, una guerrera y una erudita en cada generación. En la mía, como todavía no sabéis, pero yo os lo diré, no hay ninguna de las tres. ¡Ninguna! Y claro, a quien culpan nuestros ancestros, a la benjamina, o sea, quien os narra y quién, por comodidad prefiere ir descalza, que no desnuda, claro, por aquello de la timidez que me caracteriza, aunque mi querido abuelo siempre diga que soy una risueña desenfrenada, irreverente y con la peor combinación de nuestros genes.

    El asunto está en que, en vista de semejantes ausencias, se me ha encomendado a mí, salvar el honor familiar. Es una misión que, si os soy sincera, no sé cómo afrontar.

    En nuestro reino, donde no es que tengamos monarcas porque la verdad, hace mucho nos volvimos republicanos por aquello de no obedecer sino el mandato del pueblo, persiste una criatura gigante y temida por todos que, cada cierto tiempo, reclama un sacrificio con el único objetivo de que no se nos coma a todos o nos quedaríamos sin reino y claro, sin pobladores. En otro momento y en mejores circunstancias, alguna de las tres figuras que os mencioné y que en esta generación no existen, se enfrentaría a la molesta criatura y todos felices comiendo perdices.

    Como comprenderéis, visto lo visto, el encargo a recaído sobre mí, que no tengo pajolera idea de conocimientos sobre hechizos o sortilegios, que no soy capaz de atinar con una flecha ni que otro me sostenga el carcaj o me tense el arco y su cuerda, y mucho menos puedo blandir una espada, pues corro el riesgo de volverme escabeche a la primera que intente hacer una filigrana.

    ¿Habrase visto semejante despropósito?
    ¿Os dais cuenta de mi terrible tragedia? Y pensaréis que todavía me quedan las letras, No obstante… ¿qué puede lograr una pluma y un tintero contra el dragón hechicero? Y si os contase lo que me ocurre cuando soy presa de los nervios. Esos malditos traidores que me dejan expuesta y anulan por completo mi criterio.

    Pero aguardad, estimadísimos aventureros de las letras, que todavía no os he revelado la peor parte. Lo más terrible es el objetivo de esta nefasta misión: que yo, … logre en un solo intento, que el dragón hechicero mejore su sentido del humor. En pocas palabras, o logro que el dragón se ría en lugar de escupir fuego, o terminaré churruscada en la quinta paila del infierno y, a todas luces, no va a ser ni por asomo tan estilizado como el creado por el caballero Dante; sí, ese mismo a quien se le ocurrió la brillantísima idea de crear divinas comedias Y, que podéis tener por bien fundado, no va a mover un solo pelo para salvar el honor familiar de una Risueña.

    Puesto que no tengo alternativas ni mi familia tampoco, ya que todas las Risueñas han huido por la derecha, he decidido, al mal paso, darle prisa. Ataviada como corresponde a tal encomienda, me he puesto mi traje de cazadora, con sus botas y su peto a juego; me amarré la melena porque de lo contrario no vería tres en un burro ni viceversa y me armé mi petate con diferentes herramientas. Os diría que ensillé mi montura y me lancé a la cabalgata, pero a estas fechas no tenemos ni yeguas, ni caballos, ni burros ni mulas de carga. En efecto, todas las hemos tenido que sacrificar para saciar el ansia alimenticia del regente de nuestra sempiterna y querida Tranquilidad. ¿A que tiene bonito nombre nuestra república?
    Disculpad que comience a irme por las ramas y eso que, a mí, lo de trapecista jamás se me ha dado nada bien. A lo sumo logro subirme al árbol del jardín cuando quiero pernoctar bajo el manto diamantino, pues de vez en vez, me ataca el irrefrenable deseo de salir corriendo por la izquierda, a ver si el universo me depara un destino menos aciago que el de enfrentarme al dragón hechicero con mi pluma y un tintero. Ya sé que os dije que en mi generación no hay eruditas; es así, lo que ocurre es que estas son las herramientas más inofensivas que puedo utilizar sin correr el riesgo de automutilarme o quien sabe si algo más.

    Pero bueno, que me hago la cabeza un lío. Consultando la brújula de mi direccionador manual, esa que no tuve más alternativa que colgar del cuerno de mi vetusto toro castrato, el miguelino, buey que nos hace de carguero y transportador a la vez, comprobé que iba en la dirección correcta. Tiré del freno con la mano y evité por los pelos atropellar a los nueve enanos que cruzaban arreando a una señorona mamá ganso con sus gansillos y terminé bañada de rulos a pies del barro podrido que rodeaba los predios de la enorme mansión de aquel a quien había ido a visitar.

    Cuando pude, por fin, esconder mi medio de transporte —bastante vergüenza debía afrontar dada mi evidente ineptitud en estas lides bélicas como para sumarle otra más a la larga lista—, subí los escalones de la entrada y sacudí la aldaba.

    Mayor fue mi sorpresa cuando me topé con un hombretón estirado y con cara de no haber comido en unos diez días. Pregunté por el señor de la casa y tras varios gruñidos que, asumí significaban una bienvenida, me adentré y esperé de pie; eso sí, cerca de la puerta por si en un momento desesperado me tocase echar a correr.

    La situación, hasta el momento, iba viento en popa. El mayordomo no me había mordido y no fue necesario llegar en escoba, lo que, teniendo en cuenta mi imposibilidad de alardear de mis habilidades de hechicera Risueña, había sido algo más que un golpe de suerte.

    Tras esperar un tiempo, para mí, indeterminado, el mayordomo volvió con la orden expresa de que me desplazase hasta el salón. Procurando evitar convertirme en la comida de aquel buen servidor de su señor, obedecí sin oponer resistencia.

    No puedo decir que no me cogiese por sorpresa, porque en el fondo las leyendas no eran lo bastante detalladas como para hacerme una idea de lo que sería una entrevista con aquel legendario dragón.

    Me esforcé, eso sí, en ocultar mi desasosiego cuando observé que, en aquella estancia gigantesca, apenas si había una silla en la que, por fortuna, mis posaderas podían caber sin demasiados problemas.

    Puesto que no quería hacer gala de la mala educación que había sido la bandera de algunas de mis predecesoras, esperé de pie a que el Dragón hechicero hiciese acto de presencia.

    Me sujeté con toda la fuerza de la que pude disponer apenas comencé a sentir bajo mis pies el temblor acompasado que estremecía la mansión entera. Por un momento pensé que la madre naturaleza se había apiadado de mí, pero esa idea entró en fuga cuando observé al señor de aquella mansión aproximarse hacia el salón.

    Apreté las rodillas y por reflejo las posaderas, cuando aquella inmensa criatura se detuvo frente a mí. A sabiendas de que, si aflojaba, así fuese un milímetro, el dragón sería testigo de un escape inoportuno de mis esfínteres, me aferré con ambas manos al espaldar de aquella silla. El dragón olisqueó el ambiente y resopló una nubarrada sulfurosa. Era tan fétido aquel aliento que por un instante pensé en recomendarle alguna mezcla de hierbas aromatizantes que hiciesen mejor trabajo que cualquier enjuague bucal que estuviese utilizando. Desde luego, tal como habréis pensado y adivinado, fui incapaz de semejante oprobio.

    La bestia alzó una ceja cuando por fin hizo lo propio para detectar mi presencia.

    —¿Dónde está la risueña a la que me he de enfrentar?
    Aunque las rodillas me chocaban y mis pies pedían a gritos ponerse en polvorosa, di un paso al frente y realicé mi tan estudiada reverencia.

    —Estamidásimdo… quise decir, estimadísimo regente… —El dragón se sentó y parte del techo se desboronó cayéndome encima y matizando mis cabellos de un intenso color grisáceo—. Estoy a vuestra disposición.

    El dragón se cruzó de garras y me miró mostrándome toda la hilera de dientes.

    —Esto es una broma, ¿no? —Negué con la cabeza y tragué grueso.

    —Verá usted… —iba a explicar mis circunstancias, pero el aliento flamígero de mi anfitrión me persuadió, así que cerré el pico.

    —¿No había nadie más entre vosotras las Risueñas, que han enviado semejante enclenque? —La bestia me levantó sin esfuerzo y me acercó a sus fauces pestilentes.

    No me preguntéis qué ocurrió, porque todavía ni yo misma logro comprenderlo. Lo cierto es que me llené de tal indignación, que no fui capaz de permanecer con la boca cerrada.

    —Podré ser enclenque, pero al menos no apesto a pedo recién salido de un chiquero… ¿nadie os ha dicho que vuestra merced debería visitar a algún médico? Porque no a de ser normal oler a podrido de una forma tan singular.

    —Enclenque y, además, atrevida. —el dragón me dejó caer y por fortuna, llevaba puestas las bragas con doble relleno trasero; con lo que pude amortiguar el golpe y ponerme en pie gracias al rebote. Puede que penséis que estaba yo majara en ese instante, pero os juraría que aquel monstruo sonreía con todos sus dientes.

    —Y dale con la misma cantinela —espeté poniendo los brazos en jarra—. ¿Vuestra merced no se sabe otro adjetivo?
    La criatura alzó las cejas y resopló echando humo por las napias.

    —¿Insinúas que soy un ignorante?
    —Vuestra merced no es muy entendido, ¿verdad? Va a ser que necesita más luces que un ciego en un túnel, señoría.

    —¡Encima te atreves a decirme lerdo?
    —¿Me ha escuchado vuestra merced pronunciar semejante ignominia? No, ¿verdad? Yo seré cualquier cosa menos lo que vuestra merced esperaba, pero maleducada, ¡eso sí que no os lo acepto! ¡sois un atrevido de la peor calaña!
    Como si el Maligno se me hubiese llevado para poseerme, comencé a coger y a arrojar cuanto objeto se cruzaba por mi vista. Desconcertado por semejante arranque de furia por mi parte, el dragón se limitó a esquivar mi arremetida.

    —¡Cálmate, chiquilla endemoniada!
    —¡Endemoniada, dice! ¡vuestra merced es un abusivo! Años llevamos las risueñas obedeciendo vuestros caprichitos gastronómicos y ¿qué hace vuestra merced? ¡Nos ofende de esta manera tan vil y rastrera!
    —¿Caprichitos gastronómicos? ¿De qué coño hablas, criatura?
    —¡Se nos come usted todo cada generación y todavía tiene la osadía de preguntar de qué os estoy hablando!
    El dragón me observaba con los ojos desorbitadísimos mientras yo, presa de la furia, me fui a por el primer objeto filoso que pude hallar. En pocos minutos empuñaba una espada más grande que mi propio brazo. Ni me preguntéis cómo fui capaz de semejante hazaña, porque no tengo ni la menor idea. Lo único que sé, es que me lancé a por el hechicero, pero por razones obvias trastabillé y lo único que conseguí fue que la criatura se diera un mamporro en la cabeza cuando por evitar pisarse su propia cola, dio un paso atrás y se llevó el arco abovedado del salón de audiencias.

    Desde luego, no fue el único que se llevó un mamporro. Yo me llevé otro par cuando choqué de frente con la inmensa tripa de la bestia y rodé escamas abajo, como cualquier insecto haría al estrellarse contra una pared de piedra.

    Frustrada y agobiada por semejante vergüenza, me quedé despatarrada en el suelo y comencé a chillar como haría cualquier cría pequeña.

    —Por todos los infiernos, ¿ahora por qué diablos lloras? —La criatura agachó su enorme cabeza para mirarme más de cerca.

    Comencé a chillar con más fuerza. Estaba desconsolada de imaginar que aquella bestia se me comiese y así terminase la historia de las Risueñas.

    —¡Os parece poco esta vergüenza! —chillé limpiándome los mocos con la mano—. Seré la única Risueña incapaz de cumplir su misión para mantener la tregua en el reino del buen humor. ¡Soy la única que no volverá porque vuestra merced me va a tragar como si fuese una pierna de ternera!
    —¡Por las cocuizas de la Magdalena! ¡Cállate un momento que por tu causa ahora cargo un dolor de cabeza que no veas!
    —No sé que sean esas cosas que vuestra merced mienta, pero no me achaque responsabilidades ajenas! Yo no tengo la culpa de que vuestra merced sea una bestia. Y… ¡haga vuestra merced el favor de no gritarme!
    —¡Pero si eres tú la que chilla como si tuviese un trompetín en la garganta, insensata!
    —¡Intensata! ¡Se atreve a decirme intensata!
    Presa de nuevo por otro arrebato colérico, hurgué en mi petate y saqué mi pluma nueva y el tintero que le pedí prestado a la última erudita Risueña.

    —Querrás decir insensata, ¿no?
    Me puse en pie, furiosa. La bestia seguía con la cabeza a mi altura mirándome con aquel ojo viperino. Lo apunté con mi pluma.

    —¿Pretendes clavarme esa pluma en algún lado?
    Me le quedé mirando con la boca abierta y volví a cerrarla, no iba yo a darle el gusto a aquel infernal y hambriento dragón, el placer de verme venida a menos.

    —Pero ¿por quién me toma usted?
    Me dio la impresión de que el dragón se pensó un poquitín la respuesta. Porque se quedó callado un rato sin moverse.

    —Me parece que, si te lo digo, criatura, no te va a gustar ni un pelo.

    Resoplé encendiéndome de nuevo. Como veis, tengo yo un temperamento un poco inflamable y eso que no me parezco en nada a una cerilla.

    —Tenga usted la bondad de facilitarme una hoja de papel, si no le parece demasiada molestia.

    —Sírvete tú misma, niña. —Me indicó con una garra dónde tenía guardado el papel para la correspondencia.

    Alerta por si aquello fuese algún tipo de trampa mortal, caminé sin darle la espalda. La bestia parecía menos feroz de a momentos. Sin embargo, no iba yo a confiarme así nada más. Cuando por fin logré sacar una hoja, me senté en el suelo y comencé a escribir.

    —¿Qué se supone que haces?
    —¿Qué, vuestra merced es cortito de miras? ¿Acaso no es evidente que estoy escribiendo una carta?
    —Si fuese evidente, ¿te lo preguntaría acaso?
    Me encogí de hombros.

    —¿Y yo qué sé? Vuestra merced es una bestia muy rara.

    —¡Bestia! ¡Habrase visto semejante desfachatez!
    —Haga el favor de no vociferar que me rompe la conspiración y esta carta no se va a escribir sola.

    —Querrás decir concentración, niña.

    —Lo que sea… haga el favor de cerrar las fauces un ratejo.

    Me dispuse a retomar mi escritura, pero claro, aquel dragón desconsiderado no estaba por la labor de ponerme nada fácil aquel día.

    —¿Se puede saber a quién le escribes?
    —A la AHD, la asociación de heroínas y dragones. Os voy a denunciar por incumplimiento.

    —¡Por los clavos de San Eneas! ¿cuál incumplimiento? ¡Todavía no he podido ni siquiera entrevistarte!
    Alcé una ceja y me levanté de nuevo, apuntando a la bestia con mi pluma que estilaba tinta dejando un reguero por todo aquel suelo.

    —¿Va vuestra merced a contratarme?
    —¿Y si no para qué te iba a mandar venir, criatura?
    —Para comerme, ¿no?
    Por alguna razón tuve la impresión fugaz de que algo había dicho sin ser consciente, porque la expresión del dragón cambió radicalmente. De pronto me sentí como de seguro han de sentirse los solomillos cuando los tiran en el asador.

    —Lo de comerte, puede que no sea mala idea. —La bestia movió su inmensa cabeza como si estuviese asintiendo.

    Tragué grueso y me puse tan nerviosa, que comencé a tartamudear y a lanzar disparates como una locomotora. Sintiéndome desgraciada por aquel destino cruel, me dejé caer en el suelo otra vez.

    El dragón se agarró la cabeza con las garras; desesperado por tanta cháchara insensata, comenzó a rugir llamando a una tal Griselda.

    —¿Me mandó llamar?
    —No… pego alaridos pronunciando tu nombre porque es una bonita cantinela —exclamó con los ojos entreabiertos—. Haz el favor de llevarte a la Risueña. Le das su uniforme y le indicas cuáles son sus obligaciones. Y asegúrate de que firme el contrato, no quiero aquí al sindicato armando jaleo.

    La mujer dio una mirada al salón. Me fijé en su gesto reprobatorio, pero poco me importó. Total, si aquel dragón se me iba a comer, no iba a ponérselo yo tan fácil.

    —Te encargas también de que venga el servicio de remodelaciones y que los gastos se los carguen al salario de la Risueña.

    Me puse de pie como un resorte. La mujer se sobresaltó pues no se esperaba semejante reacción por mi parte.

    —¿Cómo que salario? ¿Lo del contrato va en serio?
    —Si lo prefieres, puedo contratarte sin paga —propuso el dragón.

    Me llené de suspicacia y achiqué los ojos. Todavía embebida en aquella misteriosa ira que me libraba de toda prudencia y sensatez, hice gestos con el índice a la bestia para que se acercase. El dragón se movió con cautela, imagino que temiendo porque volviese yo a estallar en un arranque de fiereza extrema y terminase por cargarme las reliquias que todavía quedaban intactas en el salón.

    —Aclaradme vuestra merced, ¿dónde está la trampa? ¿qué clase de charada es esta?
    —¿Siempre eres tan desconfiada? —Mi respuesta fue cruzarme de brazos.

    El hechicero, ante mi testarudez hizo señas a la tal Griselda y esta se marchó en un dos por tres. Estando a solas, la bestia me mostró su verdadera identidad. Mis ojos no daban crédito ante aquella apariencia gallarda y tan varonil. Previendo otro estallido por mi parte, se movió con rapidez y me cogió por las muñecas. Luché para tratar de zafarme, pero me tenía bien sujeta. Tras darme la vuelta me apresó entre sus brazos. Su respiración me hacía cosquillas en la oreja.

    —¿Qué clase de burla es esta?
    —Por mi parte no hay burla —respondió el hechicero—. No soy yo quien os ha mentido, pequeña Risueña.

    Le di un pisotón a mi captor y aproveché de zafarme cuando aflojó el agarre. Me volví y alcé los puños como tantas veces había practicado en el jardín de mi casa.

    —Sois un… —me abalancé contra él y le di un puñetazo.

    —Parece que enclenque y todo, sabéis dar la pelea, mi lady Risueña —se limpió el hilo de sangre del labio partido, tras lo cual volvió a cogerme por las muñecas.

    —Os habéis estado burlando de todos… vuestra merced.

    —Mira, pequeña —dijo comenzando a perder la paciencia—. Entre tu familia y la mía, siempre han existido negocios en común. Yo no tengo la culpa de que a vosotras no se os diga la verdad desde un principio.

    Abrí tanto los ojos, que sentí que se me quedarían tiesos del impacto. Interpretando mi reacción se lanzó a darme su explicación.

    —Se ve que, a ti, más que a las anteriores, te han mentido con descaro y no sé por qué motivo.

    En ese momento las fuerzas me abandonaron y se apoderó de mí una gran desilusión. Había estado haciendo el ridículo durante toda mi etapa preparatoria. Ni me tomé la molestia en preguntar si las leyendas y los mitos eran ciertos, era más que evidente que todo aquello era un simple montaje. Esforzándome por recomponerme y no ceder ante la vergüenza, me dispuse a asumir las consecuencias.

    —¿Vuestra merced qué piensa hacer conmigo?
    —Contratarte como niñera.

    Abrí la boca, incrédula. Aquel hechicero contrataba a mi familia como niñeras. Como si hubiese podido leerme el pensamiento, tiró de mí para mostrarme a qué se estaba refiriendo.

    —En mi vida no todo es falsedad. Mi esposa sí falleció al dar a luz a nuestros hijos… —El hechicero señaló con un dedo a través de la ventana—. El parto se complicó porque eran trillizos y eso es muy inusual entre nuestra especie.

    Al asomarme por la ventana pude observar a tres pequeños dragones lanzándose fuego los unos a los otros. También fui capaz de identificar a la prima Helga, quien corría en dirección contraria con el pelo convertido en una antorcha anaranjada.

    —Como ves, tu prima está por romper nuestro contrato.

    —¿Y vuestra merced piensa que voy a poder hacer lo que mis predecesoras no han podido? No sé si es que vuestra merced no se ha fijado, pero yo no soy ni bruja, ni guerrera, ni erudita.

    —Mis hijos son adolescentes —señaló cruzando los brazos a la altura del pecho—. Si has podido conmigo, creo que puedes con ellos tres.

    Lo miré poco convencida, pero habiendo llegado hasta allí, no tenía mucho que perder y por el contrario sí mucho que ganar. Si sabía jugar bien mis cartas, podía darle la vuelta a la tortilla.

    —Acepto, pero con una condición.

    Me volvió a parecer que el hechicero sonreía, pero preferí no hacerme muchas ideas al respecto.

    —Pida, mi lady Risueña.

    Expuse mi plan al hechicero con todo el detalle de que fui capaz. La familia risueña necesitaba una cucharada de su propia medicina. supe que mi nombre pasaría a ser una gran leyenda cuando vi aquella sonrisa traviesa dibujarse en su rostro.

    —Esta sociedad va a ser de lo más interesante, mi lady.

    —Me alegro de que así os lo parezca, señoría.

    Decidida a dar comienzo a la leyenda, salí a por los tres diablillos. Mientras más pronto conocieran a su nueva niñera, más pronto sabrían las Risueñas lo que era reír de verdad, verdad.

    El final seguro os lo podréis imaginar, ¿no?


    Este relato ha sido escrito para participar en el ‘Va de Reto’ abril 2020, propuesto por Jose A. Sánchez (@JascNet).

    Elementos a utilizar en el desafío:

    1. Un audio donde puede escucharse a una mujer reírse hasta las lágrimas