BAJO LA SOTANA

Tiempo de lectura estimado: 14 minutos
La imagen de una sotana desde los hombros hacia abajo. El sacerdote sostiene una hostia, el cáliz y un crucifijo
Imagen libre de derechos tomada de pxfuel

Sixto palideció ante la vehemencia con la que el presidente electo daba sus primeras declaraciones. Aquellas 48 palabras conmocionaron al mundo y, al mismo tiempo, sellaron su destino. El sacerdote jesuita se persignó. La diestra le temblaba; la frente se le perló de una fina capa de sudor. Elevó una plegaria: «Protege a nuestro presidente de todo mal», articuló en un hilo de voz que quedó solapado por aquel grito desgarrador que le robó el aliento.

En dos zancadas alcanzó el televisor. El temblor le impidió atinar a la primera. Las imágenes cambiaban de plano con tanta rapidez que su mente no era capaz de seguirlas y concluir algo en claro. Intentó subir el volumen por segunda vez y volvió a fallar. Una secuencia de golpes urgentes le disparó el pulso. Los latidos retumbaban como tambores de guerra en sus oídos. Abrió la puerta de la casa parroquial de un tirón.

—Secuestraron a la hija de Magallanes, ¿lo ha visto, padre?

El sacerdote volvió el rostro hacia la pantalla del televisor. El nudo que le estrangulaba las cuerdas vocales atrapó cada fonema. Abrió y cerró la boca como un autómata. Volvió a ver a la inesperada visita. Apretó tanto los puños que le crujieron los huesos. La situación no podía ser peor o, ¿sí?

El reloj de la pared marcaba las 20:59. Tres largas horas necesitó Sixto para deshacerse de su vecina. Clavó los ojos en la pantalla del móvil. ¿Debería llamar a Marian? ¿No resultaría demasiado sospechoso? Movido por la acuciante necesidad de obtener más información, desbloqueó la pantalla y buscó el contacto en la agenda. Segundos antes de pulsar el botón para llamar, Golpearon a la puerta. La noche prometía convertirse en una pesadilla.

—¿Me invita usted a pasar, padre?

Sixto cerró la boca y se apartó. El supresor del arma que se asomaba sin discreción por la abertura de aquella gabardina, había sido lo bastante persuasivo como para pensárselo mejor; así pues, evitó imprecar al sujeto que avanzó hasta el salón como si aquella fuera su casa.

—Esta es la casa parroquial —dijo entre dientes—. No tengo nada de valor.

—Se equivoca usted, Sixto. ¿No le importa que lo llame por su nombre, ¿verdad? Siéntese —invitó el sujeto apuntando con el arma hacia el sillón. Seré breve.

El sacerdote obedeció. Sentado con la espalda muy rígida frente a aquel intruso, escuchó a su interlocutor. El pulso se le aceleró y, A medida que el sujeto avanzaba en su explicación, la garganta se le cerraba un poco más. La boca se le secó; sudaba a borbotones como si en lugar del salón de la casa parroquial, se hallara en medio del desierto. La situación no podía ser más surrealista.

—Usted-usted no puede hablar en serio. Soy un hombre de Dios. No puedo ir en contra de mi fe y mis principios. Lo que pretende es un despropósito.

Sixto se secó la frente con la mano.

—Hace dieciséis años no pensaba usted igual. ¿Sí sabe a qué me refiero o tengo que recordárselo?

El sacerdote lo miraba boquiabierto con los ojos casi desorbitados.

—¿Cómo sabe usted…?

—Lo sabemos todo, confórmese con eso. —El sujeto se hurgó por dentro de la gabardina—. Tiene usted 48 horas para tomar una decisión. Siendo el representante de Dios en la tierra no le será tan difícil escoger entre una vida y la otra, entre una amenaza para el mundo que conocemos y una vida que apenas florece.

El sujeto se levantó, dejó caer el paquete que sostenía en la mano y caminó hacia la salida. Sixto se puso en pie como un resorte sin perder de vista la jeringa y el papel contenidos en el sobre transparente que descansaba sobre la mesita de centro.

—Llamaré a la policía, este atropello no puede…

El sujeto se volvió y le apuntó directo a la cabeza. El sacerdote trastabilló y tropezó con el sillón.

—Hágalo y no solo perderá todo lo que ha logrado hasta ahora; la hija de Magallanes morirá y el único culpable será usted. ¿Cree que Dios lo perdonará, padre? —El sujeto lo taladró con la mirada—. Recuerde el plazo. Aguardaré su respuesta.

Sixto guardó silencio. El sujeto cabeceó en conformidad y se marchó. La mente del sacerdote no paraba de girar como un tiovivo desbocado. ¿Cómo iba a salir bien librado de aquel desastre? A lo largo de sus 48 años había vivido circunstancias difíciles, pero ninguna tan desesperada como esa.

Sentado frente al ordenador, Sixto golpeaba las teclas poseído por la angustia. Cada tanto desviaba la mirada hacia la esquina inferior derecha de la pantalla. El reloj avanzaba como si los minutos se escurrieran por una pendiente imposible hacia el vacío. Apenas le quedaban dos horas para que el límite que aquel sujeto le había señalado se agotara. «Si me dieras una mano, Señor, sería de agradecer». El pensamiento se esfumó en un suspiro. Detuvo los ojos en el buscador; el tercer resultado quizá podría convertirse en la solución a su dilema. Tomó nota y cogió el móvil que había olvidado uno de sus feligreses el día anterior. Tabaleó sobre la pequeña pantalla como si su vida dependiese de ello.

—Amigo mío, necesito un favor, urgente —dijo y remarcó la última palabra con los ojos fijos en aquella anotación—. No tengo tiempo para explicaciones, escucha; prometo que te lo contaré todo, cuando pueda. Requiero varias ampollas de una toxina. —Tras cinco minutos que le parecieron eternos, agregó—: salgo enseguida para allá. Y, por favor, no le comentes esto a nadie; ni a tu gato.

Colgó la llamada y se guardó el móvil en el bolsillo. Miró el reloj de la pared; una hora y cuarenta y ocho minutos. Cogió las llaves y el casco de su motocicleta, no tenía tiempo que perder.

Sixto entró en tromba, jadeante y empapado en sudor. Dejó caer el casco en el sillón y cogió el sobre. Extrajo el papel con manos temblorosas y leyó las instrucciones. Miró hacia el reloj de la pared y casi se le escapa una maldición. Una hora le había llevado ir y volver. Cerró los ojos e inspiró profundo. Cogió su móvil y marcó el número que aparecía en aquel papel. Enseguida saltó la notificación. Abrió la aplicación y pulsó en el mensaje.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al percatarse de quién aparecía en aquella imagen. Tragó saliva y activó el vídeo. La adolescente, amordazada y con los ojos enrojecidos, se revolvía dentro de una urna de cristal. El sacerdote se fijó en el líquido que subía de nivel a velocidad gradual. Detuvo la reproducción. No soportaría ver lo mismo durante 48 segundos.

El tono de un nuevo mensaje captó su atención.

+34 948480480 Mercenario 48:

Siga las instrucciones sin omitir ni un solo detalle y todo saldrá bien, Sixto. Por si tuviera problemas de memoria, le enviaré un recordatorio como este cada ocho minutos. Éxito en su misión. Por cierto, espero que haya disfrutado del paseo.

Apretó el dispositivo con fuerza y contuvo las ganas de arrojarlo contra la pared. Un regusto a bilis le quemó la garganta. Tal como había sospechado, se hallaba bajo vigilancia. El avance de los números en el reloj digital le advirtió que le quedaban 40 minutos. Bloqueó el móvil y recogió el sobre. Repasó mentalmente las instrucciones que le había dado su buen amigo y se dispuso a acometer la primera fase de aquel plan macabro.

Ocho minutos exactos y recibió otra notificación. Ajustó la posición del alza cuello y se palpó a la altura de los bolsillos. Titubeó un par de segundos; al final cedió ante la necesidad de cerciorarse de que seguía con vida. El llanto de la joven lo estremeció de pies a cabeza. Absorto en el sufrimiento de la chica, vio el vídeo hasta el final. El tono de la llamada entrante lo sacó de su ensimismamiento.

—¿Sí? —Los ojos casi se le desorbitan al oír la voz del otro lado del auricular—. Claro, no es ninguna molestia, por favor. Enseguida salgo para allá.

«Señor, si esta es una prueba, permíteme decirte que te estás superando con creces», pensó mientras cogía las llaves de su pequeña motocicleta.

La mansión presidencial ocupó todo el campo visual de Sixto. Una vibración en el bolsillo le disparó las pulsaciones. Redujo la velocidad en cuanto zigzagueó peligrosamente y estacionó frente a la verja. Extrajo el móvil. El globo de la notificación parpadeaba con insistencia. Desbloqueó la pantalla y reprimió el impulso de reproducir el vídeo. Reenvió el mensaje, hizo una llamada perdida y se persignó. Apagó el motor y se guardó el móvil en el bolsillo derecho. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y echó a andar hacia la entrada.

Magallanes esperaba del otro lado de la verja. La expresión del hombre era tan elocuente que no hizo falta ni preguntar.

—Dejadle entrar, lo he mandado llamar yo, es de mi plena confianza —ordenó el presidente a los dos guardaespaldas.

—El protocolo exige…

—De nada nos ha servido el protocolo hasta ahora, si fuese útil no habrían secuestrado a Magdalena.

—No es necesario, señor presidente. Dejad que cumplan con su trabajo.

Magallanes sacudió la mano a modo de negativa.

—Ni hablar, eres mi invitado esta noche. Marian y yo te necesitamos más que nunca.

Los hombres cedieron a regañadientes. Sixto adelantó al presidente. Uno de los guardaespaldas advirtió que él movía la mano izquierda, la misma que llevaba dentro del bolsillo. No obstante, se abstuvo de abrir la boca. Incordiar al presidente solo le traería más problemas.

Magallanes se detuvo un instante. Extrajo su móvil y arrugó el entrecejo. Apenas leyó la notificación, levantó la mirada. Sixto lo observaba sin parpadear. La silenciosa comunicación se mantuvo hasta que la voz femenina la interrumpió:

—Gracias a Dios que viniste, Sixto. —La esposa del presidente se arrojó a sus brazos con los ojos llenos de lágrimas—. Pasa, por favor.

El sacerdote avanzó con el presidente a sus espaldas. Ahora sí, su suerte estaba echada.

El salón de la mansión presidencial derrochaba opulencia con buen gusto. Sixto fijó los ojos en el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Veinte minutos y todo acabaría. Magallanes lo adelantó con un par de zancadas y se sentó en el sillón de la izquierda. Marian lo invitó a acompañarlos con un ademán. El sacerdote se secó la frente con la manga de la sotana. Dio un paso en dirección al presidente e introdujo la diestra en el bolsillo; la primera dama no lo perdía de vista. Tragó saliva, inspiró hondo y botó el aire despacio.

Fingió tropezar con el ruedo de la sotana. Magallanes se inclinó hacia adelante para sostenerlo. En ese instante, el sacerdote sacó la mano. La delgada aguja destelló entre ambos. El presidente abrió mucho los ojos en cuanto percibió el dolor en el cuello. Sixto empujó el émbolo mientras pronunciaba una plegaria.

—Creí que no llegarías hasta el final. Parece que me equivoqué contigo y sí que tienes cojones.

Ambos hombres clavaron los ojos en la primera dama. Marian sonreía con perversa satisfacción mientras su esposo se revolvía en el sillón. Cada intento por levantarse lo debilitaba más.

—¿Por qué? —preguntó el sacerdote.

—Porque permitir que el mundo, tal como lo conocemos hasta ahora se vaya al garete, no es una opción aceptable, ¡no crees? Ahora puede que no lo entiendas, pero ya me darás la razón con el tiempo.

—¿Por qué yo?

—Alguien tenía que hacerlo. Además, mejor un fanático religioso que un asesino cualquiera.

—¡Secuestraste a tu propia hija, por amor de Dios! ¿Es que te has vuelto loca?

Ella se encogió de hombros.

—Tu hija se parece cada vez más a ti. ¿Lo has notado?

Magallanes emitió un intento de protesta. Paralizado como estaba, hablar requería un esfuerzo hercúleo y sus músculos ya no le respondían.

—¿Vas a matarla solo porque se parece a mí? —Sixto no daba crédito.

—¿Y qué crees que habría hecho nuestro intachable presidente en cuanto supiera que la niña de sus ojos no era su hija? —Los ojos de Marian brillaban con ferocidad—. ¿Crees que la habría desterrado sin más, encerrada en cualquier internado finísimo? Si esa idea pasó por tu cabeza es porque no lo conoces en absoluto.

—Estás loca, Marian. No dudo de que él la ama.

—Él jamás habría tenido los cojones de hacer lo que tú acabas de hacer por ella —dijo con la voz quebrada.

La primera dama exhaló un hondo suspiro. Tras sosegarse, se inclinó sobre la mesita de centro y se sirvió un trago.

—Te lo ruego, llama a un médico. Todavía podemos resolver esto. —Ella negó con la cabeza.

—El veneno del pez globo —dijo con los ojos sobre su marido—. Sí, ese que tanto te gusta obligarme a comer, querido, no tiene antídoto. En seis horas, minutos más, minutos menos, habrás trascendido de plano.

Un estruendo interrumpió la conversación. La primera dama se levantó con agilidad y arrojó el vaso en dirección a Sixto. Él se abalanzó sobre ella para impedir que escapara. Los guardaespaldas entraron en el salón seguidos por agentes del cuerpo policial y un equipo sanitario.

—Cogedla —balbuceó Magallanes.

Los guardaespaldas lograron sujetarla a duras penas. El sacerdote se apartó, aunque no lo bastante rápido como para evitar que ella le escupiera el rostro. Las miradas de ambos hombres coincidieron un instante.

—Es toxina botulínica —advirtió al personal sanitario mientras se limpiaba la cara con la manga de la sotana.

Sixto no perdía de vista al presidente mientras una joven desinfectaba sus heridas.

—La joven ha sido rescatada. Creí que le gustaría saberlo. —El sacerdote fijó la mirada en el agente y asintió con un movimiento leve de cabeza.

Sixto echó un vistazo tras finalizar la homilía. Levantó las cejas en un gesto involuntario al percatarse de las dos personas sentadas en la última fila de la derecha. Terminó la misa y bajó del púlpito.

—Señor presidente —dijo y clavó la mirada en el suelo.

—No tuve tiempo de agradecerte. De no ser por ese mensaje…

—Solo hice lo que me dictó mi conciencia. Veros sanos y salvos es todo lo que necesito.

—Nunca imaginé que bajo la sotana del tito Sixto pudiera haber tanto coraje… Gracias. —Las palabras de Magdalena lo conmovieron.

—Podéis iros en paz.

Padre e hija abandonaron la capilla rodeados de un anillo de seguridad impresionante. Sixto miró la imagen del cristo en la cruz. «Por lo que más quieras, no vuelvas a poner a prueba lo que hay bajo esta sotana».


Escribí este relato en cuarenta y ocho horas (el plazo que daba el concurso) para la convocatoria de una editorial. No fue seleccionado, pero me gustó tanto el resultado que decidí publicarlo aquí.

Está muy lejos de lo que suelo escribir y no dejo de sorprenderme por ello. Ojalá que lo disfrutéis.


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Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

Comentarios

2 respuestas a «BAJO LA SOTANA»

  1. Avatar de JascNet

    Buenos días, Lehna.
    ¿También dándole al thriller, eh?
    Está bastante bien, aunque falta ¡¡¡saaaaaaangreeeeee!!! jajaja
    Lo de participar en convocatorias y concursos está bien siempre que te lo tomes con la filosofía del aprendizaje y la maduración de la escritura. Por razones que todos sabemos, es muy difícil ser seleccionados y el desengaño nos puede hacer decaer bastante.
    Por mucho que te rechacen, no dejes de escribir. El talento no conoce de premios.
    Un abrazo.

    1. Avatar de Lehna Valduciel

      ¡Hola, Jose!
      Ya ves, siempre experimentando. Gracias por leer y por compartir conmigo tus observaciones. Esto ha sido todo un desafío, la verdad. Últimamente cuando decido participar en alguna convocatoria no lo hago con la expectativa de ser elegida o del premio como único objetivo. Es más un desafío; a veces, un experimento. Una manera, como bien dices, de aprender; de evaluar mis propios límites y conocer mejor mis debilidades y fortalezas.
      Pensando en lo que dices, es cierto que en los géneros que escribo con frecuencia no me corto mucho, en otros, sigo insegura. Me apunto lo de la sangre por si me da por escribir otro thriller.😂

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