CALÉNDULA: EL VALOR DE LA DIFERENCIA

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Un hada de cabello rojo y alas pequeñas que viste de verde y se ve de perfil, apoyada de una roca. a un lado se ve una luz azul y amarilla.
Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel

Caléndula echó a correr escaleras arriba tan rápido como su peso se lo permitía. El destello de la espada la guiaba en la oscuridad. Extendió las alas. Rompería la primera norma: no mostrar su naturaleza feérica en el mundo mortal, aunque, en realidad, siendo mestiza, tampoco es que quebrantaba la norma del todo. Quiso despegar en vertical, pero la falta de práctica y la gravedad jugaron en su contra; trastabilló y dio de bruces contra el suelo. Ailek aprovechó la caída y se escabulló por la puerta directo a la azotea del museo.

La joven hada se incorporó con esfuerzo y retomó la persecución. En cuanto atravesó el umbral una red mágica le cayó encima. Envuelta en un capullo casi irrompible quedó suspendida de cabeza mientras el príncipe tanariano huía con la espada de Minok.

—¿Ahora sí estás dispuesta a recibir la ayuda de un miserable mortal? —preguntó un joven de aspecto desgarbado—. O dejarás que el orgullo te gane la partida.

Caléndula resopló, exasperada, mientras se revolvía como un insecto atrapado en una telaraña.

—Tú ganas —masculló—. Si logras sacarme de aquí, aceptaré que me ayudes.

—Trato hecho. Eso sí, no me vayas a salir después con que los mortales no podemos ir a tu mundo y bla, bla, bla.

—Un trato es un trato —respondió con las mejillas arreboladas por el esfuerzo al intentar zafarse—. Libérame y te llevaré conmigo a Enalterra.

—¿Lo prometes?

—¡Sí! Ahora, sácame de aquí, si es que de verdad puedes.

El joven enarcó una ceja.

—Eres demasiado incrédula. Quizá debería…

—¡Libérame! Anda, —pidió jadeante—. Me disculpo por dudar de tus capacidades.

El joven cabeceó una vez. Luego rodeó la trampa varias veces. Extendió el brazo y tocó las hebras de la red. La sensación pegajosa le dio una idea.

—Aguarda aquí —dijo y salió disparado.

—Como si pudiese irme a alguna otra parte.

Caléndula cerró los ojos un instante. Se reprochó por haber sido tan impulsiva al ofrecerse a cumplir una misión imposible ¿y para qué? Para nada. Al final, como siempre, Abrus la hizo a un lado En cuanto vio a su hermana. Obnubilado por la belleza de Mancinella, ni siquiera había tenido el gesto de darle las gracias. Olvidó de inmediato su sacrificio; claro, ¿quién era ella? nadie. Una mestiza regordeta incapaz de moldear la plata sin destrozar el metal. La culpa había sido solo suya por dejar que le comiera la cabeza una vez más y la enredara en sus problemas. Una sensación desagradable se le asentó en el estómago. De pronto, el calor se le hizo insoportable. Abandonó el hilo de pensamientos autocompasivos y abrió los ojos. Lo que vio, la dejó sin habla.

Frente a ella, el joven desgarbado sostenía un artilugio moderno del que no recordaba el nombre. Lo había visto alguna vez en las clases de artes del fuego no convencional. Detrás del pequeño cristal que llevaba incrustado la gran máscara, los ojos cerúleos del joven brillaron con determinación. Parpadeó varias veces. Algo en esa mirada le resultaba familiar, solo que no lograba definir de qué se trataba. Alejó la idea de su cabeza y se concentró en el cacharro.

—¿Estás seguro de lo que piensas hacer?

—Absolutamente. Tú, confía en mí. Te sacaré de ahí, cueste lo que cueste.

Caléndula elevó una plegaria para que, entre otras cosas, el fuego de aquel aparatejo no le quemase las alas. Por su parte, el joven se dedicó a calentar la red. Tras varios minutos las hebras se cristalizaron. En segundos, una reacción en cadena convirtió la pegajosa trampa en un capullo firme que se resquebrajó al primer golpe. Incapaz de luchar contra la gravedad y de remontar en vuelo por encontrarse de cabeza, la joven hada optó por hacer uso del único recurso que tenía a mano. Un secreto bien guardado que no compartía con nadie: magia antigua enalterrense, evidencia de que por sus venas también corría sangre real, además de la humana.

Evait cug elj ataig —dijo en voz muy baja.

El conjuro impidió que se estrellara contra el suelo de la azotea, aunque igual se golpeó la frente con el barandal.

—¡Joder! —exclamó el joven—. Menuda forma de aterrizar. Debiste usar tus alas, ¿no?

—No soportan mi peso, ¿acaso no me has visto bien? —masculló con las mejillas arreboladas.

El joven la miró de arriba abajo, luego se rascó la barbilla, meditabundo.

—Sí que parecen pequeñas. ¿Pueden ejercitarse?

Caléndula se quedó algo perpleja.

—No hablas en serio.

—¿Por qué no? Si tienen tendones como otras partes de tu cuerpo, no veo por qué no puedes fortalecerlas para que las uses a plenitud.

El hada se apoyó sobre las rodillas algo tambaleante. Él le tendió una mano como apoyo. Caléndula titubeó unos segundos; finalmente se asió, insegura. Temía arrastrarlo consigo de vuelta al suelo. Mayor fue su sorpresa al ver que, pese a su apariencia, el joven no se había movido ni un ápice. Era mucho más fuerte de lo que hubiese imaginado.

—Creíste que era un debilucho, ¿verdad? —Ella se sonrojó al verse descubierta.

—No he dicho nada.

—No hace falta, tu cara lo dice todo. Anda, vamos a ese mundo tuyo o jamás podrás recuperar la reliquia.

—Nunca te he dicho qué buscaba.

El joven puso los ojos en blanco. Disimular se le había hecho costumbre.

—Tengo ojos en la cara, por si no te habías fijado. Vi lo que ese sujeto cogió del museo. ¿Y qué se exhibe en los museos? Reliquias.

Caléndula entornó los párpados. El recelo y la desconfianza se abrieron paso desde su inconsciente. No obstante, se esfumaron con rapidez. Un trueno retumbó en lo alto; un ventarrón surgió de la nada. Nubes densas, de color morado oscuro se enroscaban como inquietos espirales que no tardaron en tapizar la bóveda celeste. La joven hada levantó la vista. La grieta dimensional que se formó sobre sus cabezas se expandía con demasiada rapidez. La palidez se apoderó de sus mejillas.

—¡Corre! —gritó.

—Ni sueñes que voy a abandonarte —exclamó y la rodeó por la amplia cintura.

La novena ola terminó de abrirse y una fuerza descomunal los levantó como si fuesen un par de plumas.

—¡Sujétate a mí con fuerza!

—Nada me separará de ti, eso puedes jurarlo —le dijo muy cerca del oído.

En segundos la magia los envolvió y los arrojó hacia el otro lado.

🍃

El ruido ensordecedor de la batalla junto al olor metálico de la sangre y la fetidez de los excrementos sacudió sus sentidos. La llanura que antecedía al bosque de álamos plateados que mantenía oculta la montaña de Airgid estaba tapizada de restos y sangre. La muerte de Minok había desatado el caos en algunos reinos de enalterra.

—¡Despliega las alas! —pidió el joven.

—¡No servirá de nada! Nos estrellaremos sin remedio.

—¡Hazlo! Termina de quitarle poder al miedo que otros te sembraron. ¡Ábrelas!

Caléndula titubeó una fracción de segundos. A medida que la vista del paisaje se aproximaba a ellos a toda velocidad, pensó que no perdía nada por intentarlo. Al menos uno de los dos podría tener una oportunidad. Lanzó una orden silenciosa hacia los apéndices que colgaban de su espalda. El primer intento fue inútil; el segundo apenas si logró un leve estremecimiento; el tercero, con el suelo a punto de recibirlos en un abrazo mortal fue decisivo. Las alas cristalinas se desplegaron en toda su extensión. El tirón le robó el aliento. El vendaval se estrelló contra sus alas y la velocidad de caída disminuyó de manera significativa. Un crujido, seguido por un dolor agudo e insoportable le llenó los ojos de lágrimas. El alarido que brotó de entre sus labios ensordeció a su acompañante. Ambos se inclinaron hacia un lado. Por fortuna, el viento amortiguó el resto del descenso. La pareja chocó contra unos arbustos espinosos que se hallaban en dirección sur respecto del enfrentamiento.

Un rugido atravesó el campo de lado a lado. El rumor de la reyerta resultaba estremecedor. Llenos de arañazos y espinas lograron incorporarse. El joven se fijó en las alas de la feérica. Una parecía haber resistido, en cambio, la otra lucía algo caída.

—¿Te duele mucho? —dijo señalándole las alas.

Ella inspiró hondo y asintió con la cabeza.

—Sanará —masculló conteniendo las lágrimas.

—¿Y si no?

—Tendré que cortarlas.

—No hablas en serio. Dejarías de ser un hada.

—Jamás he sido una verdadera hada de plata —dijo con amargura—. Es lo que te diría mi reina, incluso mi propia hermana.

—Eso es cruel —replicó el joven.

Ella intentó encogerse de hombros; el dolor la persuadió de hacerlo.

—¿Acaso la vida no es cruel en sí misma?

El joven abrió la boca para replicar. Un nuevo rugido, ahora más cercano, interrumpió sus intenciones. El hada se quedó boquiabierta en cuanto tuvo frente a sí al consejero real y a la reina Brianna.

—¿Os encontráis bien? —preguntó la reina; el cúmulo de arrugas que se le formaron alrededor de los ojos daba cuenta de su preocupación.

—¿Dónde están vuestros compañeros de armas? —gruñó Gult con impaciencia.

—Calma —pidió la reina y hundió los dedos en la melena leonina—. Necesitan un tiempo para recuperarse.

Caléndula hizo sendas reverencias y casi pierde el equilibrio producto del dolor del ala. E consejero real intercambió una mirada con el joven desgarbado que Brianna pilló al vuelo, aunque la joven hada, más ocupada en seguir el protocolo, ignoró por completo.

—La reina Adelfa solo me ha enviado a mí, consejero —respondió y clavó los ojos en el suelo.

—Eso es absurdo —protestó Brianna—. ¿Cómo es posible que Adelfa haya sido tan inconsciente? ¿Acaso no valora ella a su pueblo? ¿Qué clase de reina envía a una adolescente sola a enfrentar al heredero de Minok? ¿pero acaso es que se ha vuelto loca?

Gult carraspeó.

—Este no es momento para esos cuestionamientos, majestad —gritos desgarradores se impusieron durante un instante a la conversación.

—Llevas razón, como siempre —reconoció la reina—. Entréganos solkeium y os podréis marchar de vuelta a vuestro sidhe.

—No-no-no la tengo en mi-mi-mi poder.

—Lo que quiere decir es que alguien más la robó —intervino el joven desgarbado—. Ella no tiene la culpa.

El consejero rugió. El joven dio un paso atrás y se colocó a modo de escudo para proteger al hada.

—Permite que se expliquen —ordenó la reina a su consejero.

—Quien debe darnos muchas explicaciones es Adelfa, majestad. No un hada mesti… bueno de plata —se retractó al notar el gesto sombrío de la reina—. Y este… No sé ni cómo llamarlo.

—Acompañante —interrumpió el joven

—Lo que sea. El punto es que la reliquia sigue fuera de nuestro alcance y es indispensable obtenerla antes de que sea muy tarde —El firmamento se oscureció de improviso.

—Perdonad que os lo recuerde, pero solkeium debe retornar a la forja o guardarse en nuestra cámara, es lo que manda la ley airgídnica, majestad.

Brianna observó a la joven en silencio, en el fondo reconoció para sí que le complacía que se hubiese atrevido a señalarle el desliz.

—Transmítele a Adelfa que mi deseo es que solkeium desaparezca.

—Así se hará, majestad —aseguró la joven.

Gult desplegó sus alas. La reina subió a su lomo con rapidez.

—Volved a Airgid.Y advertidle a vuestra reina que más vale que tenga una buena explicación para haberos expuesto a tanto peligro.

—Me comprometí a recuperar la reliquia y no cesaré hasta lograrlo. Perdonadme de nuevo si os desobedezco, majestad—dijo Caléndula antes de echar a correr en dirección a la nube de tanarianos que se aproximaba desde el oeste.

—¡Aguarda, Testaruda inconsciente! —gritó el joven y echó a correr tras ella.

Reina y consejero siguieron con la mirada a los dos jóvenes hasta que los perdieron de vista.

—Espero que la testarudez de esa jovencita no la meta en más problemas de los que ya tiene —dijo el consejero y despegó con Brianna.

—Espero lo mismo. Ahora tratemos de ganar un poco de tiempo para ellos, a ver si la suerte nos acompaña y la joven hada logra su propósito.

—De acuerdo, cógete fuerte que vamos directo a la tormenta tanariana.

🍃

Caléndula se detuvo a fin de recuperar el resuello. Delante de ella, un pelotón de tanarianos avanzaba con Ailek a la cabeza. El joven desgarbado le dio alcance y tiró de su brazo para sacarla de la trayectoria.

—¿Te volviste loca? —Ella lo miró con los ojos encendidos.

—¿No me dijiste que me deshiciera del miedo? Eso es lo que estoy haciendo ahora.

—Me refería a que no te dejaras paralizar, no a que te lanzaras de frente a una muerte segura.

—Prefiero morir como valiente que seguir viviendo como una cobarde de la que todos se burlan.

El joven quiso detenerla; Caléndula lo esquivó y fue al encuentro del hijo de Minok que se había apostado en el claro que limitaba el bosque de los reflejos.

—Vaya, tanto tiempo sin verte —ironizó Ailek—. Parece que no quedaste muy contenta con nuestro último encuentro o me equivoco.

El hada plantó bien los pies en el suelo y se cruzó de brazos.

—Robaste una reliquia que has de devolver.

—La espada de mi padre me pertenece.

—Sabes bien que no funciona así. Una vez fallecido el dueño de un arma forjada por nosotros, debe fundirse o pasar a formar parte de nuestros tesoros. Más vale que me la devuelvas. La reina Brianna dio orden de que…

—Me importa una mierda lo que diga Brianna.

—¿Es la reina de Enalterra!

—¿Y qué?

—¿Cómo que y qué? Sus deseos deben satisfacerse y ha sido muy clara, quiere que solkeium desaparezca.

—Y si no obedezco ¿qué pasaría? ¿Vas a obligarme a devolvértela? No seas ridícula. Si ni siquiera eres capaz de volar. —La miró de arriba abajo con desdén—. No sé como la reina Adelfa no te ha ofrecido en sacrificio al forjatorum.

—La rechazaría de inmediato, demasiada grasa y, para colmo de males, mestiza —gritó uno de los soldados; el resto se echó a reír.

A Caléndula le tembló el labio inferior. Los ojos se le anegaron en lágrimas. Aquel príncipe había descubierto su punto débil y lo explotaba a su antojo.

—Oh, pobrecilla, pero si va a llorar y todo —se burló—. Te invitaría a colgarte de uno de los álamos platinados —dijo mientras veía de soslayo al más próximo—, pero ni siquiera sus ramas soportarían tu peso.

Una lágrima furtiva se le escapó por el rabillo del ojo. El recuerdo del infructuoso intento horadó la fortaleza con la cual había revestido su inseguridad. En su mente, el crujido de la rama se repetía como una cantinela insidiosa. Las risotadas de los tanarianos revivieron el centenar de cicatrices que albergaba en su corazón tras tantos años de burlas y desprecio por parte de su propia raza.

—Pobrecillo tú —espetó el joven desgarbado—, que necesitas defenderte con burlas hirientes, en lugar de enfrentarte como lo haría cualquier enalterrense con honor.

Ailek acortó la distancia espada en mano; el joven se adelantó

—¡¿Qué sabrás tú, miserable mortal, sobre el honor de Enalterra?!

—Insúltame todo lo que quieras, tu lengua venenosa me importa un bledo. Te estás comportando como un cobarde —dijo y se colocó delante de Caléndula—. Enfréntate como corresponde.

El príncipe tanariano hizo una señal. Enseguida uno de los soldados le arrojó una espada al joven.

—Es un humano, violas la ley al inmiscuirlo en este asunto —advirtió el hada y se interpuso entre ambos—. Lucharé yo, es lo correcto. —Caléndula se inclinó y recogió la espada.

—Como prefieras. En todo caso, solo cambiará el orden de vuestras muertes.

Los ojos verdes de la joven refulgieron. Recordó la vez en que había vencido a Mancinella justo por alardear tanto. Volvió la cabeza un instante. La mirada que le ofreció aquel mortal le insufló energía. Él confiaba en ella. Ya era hora de que ella confiara en sí misma, aunque fuese en una situación tan desesperada como esa.

—¿Nadie te ha dicho que alardear es una muy mala señal?

—¡Déjate de palabrerías estúpidas! Venga, terminemos con esto que quiero volver a casa.

Ella cabeceó una vez y levantó la espada. El grácil movimiento sorprendió al tanariano. Ailek avanzó con fuerza y agilidad. ambas espadas chocaron. El chispazo provocó exclamaciones entre los presentes. Caléndula apretó los dientes. El impacto del golpe la obligó a contraer los músculos de la espalda. El dolor del ala lesionada le recorrió la columna de arriba abajo. Mientras valoraba a su oponente agradeció cada tarde que su padre la obligó a tomar clases con la espada. El recuerdo surgió desde lo más profundo de su memoria: «Que no puedas forjar una espada o cualquier otra arma no significa que no puedas aprender a usarlas. Enfocarte en lo que sí puedes hacer es más beneficioso que desgastarte porque no tienes la misma habilidad que otras criaturas. Lamentarte por aquello que no tienes, no te permitirá disfrutar de lo que tienes al alcance de la mano». el gruñido de su contrincante la catapultó al presente. La enseñanza de su padre aquel día guio sus movimientos. «aprovecha toda oportunidad que te brinde tu oponente. Por pequeña que te parezca, puede marcar la diferencia y otorgarte la victoria o salvarte la vida».

Ailek volvió a embestir. La joven dio un paso atrás y flexionó las rodillas para absorber la fuerza del ataque. El príncipe creyó que la tenía a su merced y sonrió con malevolencia. Cogió la espada con una sola mano y la inclinó hacia adelante bajando la guardia. Ella aprovechó el descuido y embistió usando parte de su propio peso para infundirle más fuerza al mandoble.

El tanariano trastabilló. Caléndula aprovechó la pérdida de equilibrio de su contrincante y conjuró un hechizo en voz muy baja.

Livraij sithrek alm etrain.

La espada Salió disparada por los aires a gran velocidad. Ailek quiso abalanzarse sobre ella. Sin embargo, el joven desgarbado le hizo una zancadilla que el tanariano no tuvo tiempo de esquivar. Dispuesta a dejarse la piel en el enfrentamiento, Caléndula levantó la espada. Dos tanarianos lanzaron sendas lenguas de fuego que apenas pudo evitar. Ailek aprovechó la distracción para aumentar la distancia entre ambos.

En ese momento, solkeium se clavó en el tronco de un álamo platinado. El quejido del árbol centenario los paralizó durante un instante; el suficiente para que el mortal cogiese la espada.

Ailek dio orden de atacar. No obstante, no contaba con la intervención de centenares de hadas de plata que surgieron del interior de los álamos intactos y que lo obligaron a retroceder. El enfrentamiento duró un parpadeo gracias a la ventaja numérica de las hadas.

—¡Te juro, por la memoria de mi padre que esto no se va a quedar así, me las vas a pagar! —amenazó antes de huir seguido por sus vasallos.

Caléndula exhaló un hondo suspiro y bajó la espada.

—¿Quién lo diría? Al final resultaste más útil de lo que me imaginaba —dijo Mancinella.

La presencia de su hermana le dio mala espina.

—Así que esta es tu hermana —dijo el joven desgarbado posicionándose a su lado—. No me parece tan hermosa como dijiste, la verdad.

Las mejillas de Mancinella adoptaron un tono casi purpúreo.

—Coged a ese humano insolente —ordenó Abrus. —Un par de hadas lo sujetaron con cadenas de plata—. Disculpa, esto me pertenece —dijo y le quitó la espada de entre las manos.

— solkeium no tiene dueño, la reina Brianna desea que desaparezca —reveló Caléndula—. Nuestra soberana debe ser informada de…

—La reina Adelfa es quien decidirá el destino de este objeto, cuando se lo entreguemos, ¿verdad, Manci?

—Por supuesto. —El tono empalagoso le revolvió el estómago a Caléndula—. Se la entregaremos enseguida y recibiremos todos los honores. ¿No es genial?

Abrus asintió con la cabeza, embelesado con los ademanes de la joven hada.

—Tu plan salió a las mil maravillas —admitió risueño—. De no ser por ti, habría terminado quien sabe cómo o en dónde.

—Te dije que mi hermanita era la solución perfecta. —Mancinella la miró con altivez—. Ahora que se trajo a este debilucho —dijo desdeñosa—, nos libraremos de ella y mi familia ya no tendrá que bajar la cabeza.

La revelación fue un balde de agua helada. Había una gran diferencia entre ser consciente de que el chico que le gustaba estaba colado por su hermana y no le prestaría atención, y descubrir que entre ambos la habían engañado de forma tan vil sin importarle lo más mínimo lo que le hubiese podido ocurrir. Qué tonta había sido al creer que después de recuperar la espada la verían con otros ojos; que la aceptarían como una más.

—Sois despreciables —espetó el joven mientras se debatía contra las cadenas—. Debería daros vergüenza.

—Tu opinión vale menos que la nada —replicó Mancinella trenzándose de nuevo los mechones platinados—. Ahora marcharemos a la corte y acabaremos con este asunto.

—Desde luego que este asunto será dirimido, pero no como vosotros dos pensáis. —El cambio en el tono de voz del joven mortal les puso los pelos como escarpias.

Caléndula se quedó boquiabierta y ojiplática; no daba crédito a lo que veían sus ojos. Si en lugar de estar allí, se lo hubiesen contado, habría tomado por desquiciado al que le narrase semejante historia.

—¿Tú? Pe-pe- pero… —Abrus era incapaz de articular una frase entera.

🍃

La piel del joven desgarbado se agrietó como el cascarón de un huevo a punto de eclosionar. La membrana pálida que se asomaba debajo adoptó el característico color lavanda claro propio de las hadas de plata. Los músculos tomaron su forma y tamaño habitual y los trozos del cascarón cayeron al suelo convertidos en fino polvo platinado. los iris le cambiaron a un azul grisáceo. El pelo se le aglutinó en las cortas trenzas que solía llevar de puntas y de su espalda emergieron dos alas cristalinas cuyo reborde plateado reflejaba el brillo de las antorchas que sostenían algunos combatientes.

—Alteza —musitó Caléndula mientras se inclinaba en una protocolar reverencia.

Los ojos de la joven chispeaban como dos ascuas.

—Déjate de formalismos ahora —exigió y se cruzó de brazos—. No estoy de humor para tonterías.

Caléndula se irguió. sus iris reflejaban la tormenta que se avecinaba.

—Pues si su alteza no está de humor, muy su problema. Os aseguro que a mí me llevan los demonios del inframundo y no sin razón.

—No seas insolente, Caléndula —reprochó Mancinella—. Esas no son formas de hablarle a nuestro príncipe. ¿Por qué siempre tienes que avergonzarnos de esta forma? Si la reina se enterase…

—¡Cállate! —exclamaron príncipe y hada al mismo tiempo.

Del álamo donde se había clavado la espada de Minok surgió la reina Adelfa. Trajeada con la vestimenta de guerra y seguida por un séquito de guardianes forjadores.

—¿De qué tendría que enterarme, jovencita? —Mancinella abrió la boca; sin embargo, Caléndula se le adelantó.

—De que soy una insolente, majestad, por atreverme a hablarle a su primogénito sin reprimir mi temperamento.

Adelfa enarcó una ceja y entornó los párpados.

—Eso no me sorprende en absoluto, a decir verdad. Sois una mestiza sin abolengo. No se puede esperar demasiado.

El comentario fue la gota que derramó la paciencia de la joven hada.

—Pues esta mestiza sin abolengo recuperó a solkeium, cumplió vuestro encargo y, además, evité que la reina Brianna reclamase la reliquia.

—¡Mentirosa! —Gritaron Abrus y Mancinella.

—¿Esperáis que os crea? —Caléndula estaba tan furiosa que no reprimió su lengua.

—Me importa un puerro venenoso si me creéis o no. Estoy harta… ¡Harta! —señaló a la reina con el índice—. De vuestros desprecios hacia los mestizos. —Adelfa iba a reprocharle las formas y la joven no se lo permitió—. Os creéis superior, cuando lo cierto es que sois una mestiza como yo. La diferencia es que mi madre se enredó con un humano y vuestro padre con una sílfide, a mí se me nota y vos lleváis la diferencia por dentro.

—¿Cómo osas atreverte? Morirás por semejante ofensa.

—¡Pues moriré con honor! Porque solo estoy diciendo la verdad. Mi madre me confesó vuestro origen antes de que la sacrificarais para ocultarlo y si no hubieseis sido tan mezquina, os habría guardado el secreto hasta el último día de mi existencia, pero no más.

—¡Guardias! —gritó la reina.

—¡Vas a condenarnos a todos! —gritó Abrus.

—Ni te atrevas, madre —intervino el príncipe.

—No te metas en esto, Napellus. He tolerado tus caprichos demasiado tiempo.

Napellus se posicionó junto a Caléndula.

—Sabes de sobra que no se trata de un capricho, madre. Llevo tiempo advirtiéndote sobre este par, sobre sus abusos y te has hecho la vista gorda, pero ya no más.

—¿Te pondrás de lado de esa?

—Esa tiene su nombre, majestad. Si le sirve de algo, no tengo ningún interés en que nadie se ponga de mi lado. La Caléndula que anhelaba pertenecer a vuestro reino dejó de existir —dijo con la voz quebrada por la emoción—. No quiero formar parte de una raza que castiga las diferencias; que desprecia lo que no comprende, que vive obnubilada por los prejuicios absurdos de una supremacía que solo existe en esas limitadas mentes de las que tanto os jactáis —vociferó sin quitarle los ojos de encima a Abrus y a su hermana —. No quiero pertenecer a vuestra sociedad mezquina, saturada de podredumbre de espíritu. Condenáis a los tanarianos, pero muchos de vosotros no sois tan diferentes.

—Caléndula, por favor… —pidió el príncipe.

La joven negó con la cabeza. Adelfa abrió la boca; sin embargo, Caléndula levantó una mano y le impidió pronunciar una sola sílaba.

—No necesitáis molestaros en desterrarme, me largaré enseguida. Quedaos con la reliquia. Eso sí, al menos tened la decencia de cumplir con la voluntad de la soberana de Enalterra —dijo con las mejillas encendidas—. Por cierto, os manda a decir que espera que tengáis una buena explicación.

—No puedes hacerme esto, hermana —chilló Mancinella—. Padre está muy enfermo y yo…

—Tendrás que aprender a cuidarlo igual que hice yo en su momento.

—¡No puedes dejarme, somos hermanas!

—Hubieses pensado en eso cuando me usaste para ganarte el favor de la reina —espetó—. Hubieses recordado eso cuando decidiste que sería buena idea acusarme de traición por haber traído un mortal a nuestra tierra. Querías librarte de mí, ¿no? Pues lo has conseguido.

La joven dio media vuelta. Las hadas se apartaron para dejarle vía libre. El murmullo ascendía en la medida que avanzaba. Algunos le daban la razón; otro tanto se disculpaba en voz baja. Un grupo menor al habitual cuchicheaba entre risitas. Levantó la cara y caminó con la frente en alto. Nunca más permitiría que la avergonzasen por ser quien era ni por su apariencia.

—Espera, no te vayas así, por favor.

Napellus le cortó el paso.

—Dejad que me marche —dijo con voz trémula—. Reconozco vuestras buenas intenciones, agradezco las molestias que os habéis tomado, pero ahora mismo solo quiero alejarme todo lo que pueda.

—No quise engañarte, lo siento, de verdad. —Ella apenas cabeceó una vez.

—Pero lo hicisteis —dijo en voz baja y pasó a un lado del joven—. Las buenas intenciones no evitan el dolor del engaño, alteza.

—¿A dónde irás?

Ella se volvió un instante.

—A algún lugar donde las diferencias tengan valor.

—Prometo encontrarte.

Ella no respondió. Napellus la siguió con la mirada hasta que la perdió de vista.

Caléndula avanzaba a zancadas. Como volviese a llegar tarde a sus clases de vuelo, El consejero real iba a enfadarse muchísimo. La joven hada atravesó el arco de los deseos. Gult se paseaba de un lado a otro. La inquietud del gran animal impregnaba la estancia con un matiz preocupante.

—¡A buena hora apareces! —refunfuñó el consejero—. ¿Tengo que asignarte más clases de protocolo y diplomacia?

—Pero si solo han transcurrido dos minutos, ¿qué es lo que te tiene tan nervioso?

El consejero fijó la mirada; Caléndula se volvió en la misma dirección.

—Hola, Caléndula.

Tener a Napellus delante le pareció un espejismo.

—Ahora ya sabes qué me tiene tan nervioso. Detesto las visitas sin previo aviso o invitación.

—Lamento haberme personado de improviso. Mi intención jamás ha sido perturbar de manera alguna vuestra tranquilidad.

—Vuestra madre se basta y se sobra para esa tarea —refunfuñó el consejero una vez más—. Así que doy gracias a los dioses porque su alteza pretenda ser más considerado.

—No necesitas ser tan irónico, el príncipe no suele hablar por hablar.

—Como sea —dijo y echó a andar hacia la gran puerta—. Os dejaré a solas, creo que tenéis mucho que deciros. Eso sí, ni por asomo te creas que vas a escaquearte de mis clases. Tarde o temprano aprenderás a volar o me cambiaré el nombre.

—No pensaba hacerlo, ¿cómo crees?

Gult soltó un gruñido y las puertas se cerraron tras de él.

Napellus dio dos pasos hacia Caléndula.

—¿No te alegras de verme? —ella suspiró y lo invitó a salir al balcón.

De pie, bajo la noche aterciopelada cundida de estrellas titilantes, permanecieron en silencio durante algunos minutos.

—No es que no me alegre, es solo que ya no soy la misma.

—Eso se nota, créeme. Luces, distinta. Más…

—¿Segura? —él negó con la cabeza.

—Más hermosa. La luz que llevas por dentro ahora brilla con intensidad.

—Por fuera no he cambiado casi nada; la ropa, la forma de arreglarme, quizá. En el fondo sigo siendo la misma.

—Te ves diferente y te sienta bien.

Caléndula inspiró hondo. Por su cabeza pasaron miles de respuestas cáusticas; se las tragó todas. La verdad es que no había dicho nada impropio. En su mirada notó que hablaba con sinceridad. Se reprochó no haberse desecho de la costumbre de asumir que cada halago traía consigo una burla enmascarada.

—No es necesario que despliegues tus encantos, estamos solos, de verdad.

—Lo sé. Queda tranquila, ni estoy desplegando encantos ni creo que en palacio deseen espiarnos. No soy tan importante como mi madre. Solo he venido a cumplir con mi promesa, ¿recuerdas?

Las palabras de Napellus resonaron en su mente y las mejillas se le encendieron.

—Creí que…

—Mentía, no me sorprende —dijo y se acercó un poco a ella.

—Lo lamento.

—No tienes por qué. En ese momento era natural que estuvieses llena de desconfianza hacia todo el mundo. La pregunta es: ¿sigues desconfiando?

—Un poco sí, no voy a mentirte —confesó—. Aquí —hizo un ademán señalando el castillo—. Me han tratado con respeto y me han ayudado a superar muchas cosas. Pero sigo teniendo huellas, cicatrices invisibles que llevo en el corazón.

—Me preocuparía si no fuese así. Con todo lo que tuviste que vivir no es para menos, faltaría más. Las heridas como las que te causaron no se borran como por arte de magia.

Ella clavó los ojos en su mirada.

—¿A qué has venido en realidad?

—A cerciorarme de que eres feliz.

 —¿No te decepciona que no me transformara como suele pasar en los cuentos de fantasía? —él arrugó el entrecejo.

—¿De qué hablas? ¿Te refieres a que no hayas cambiado tu aspecto? —Ella asintió—. A mí nunca me ha importado que fueses diferente al resto de hadas. Lo que valoro de ti lo llevas por dentro. No tiene que ver con tus carnes ni tu color de piel; con tus ojos o con esa melena de fuego díscola que nunca trenzaste. Y lo que llevas dentro de ti, hoy brilla como la más preciosa de las gemas. Justo esa diferencia siempre fue, es y será, lo que me atrae de ti.

La caricia que le acunó la mejilla la estremeció. Sin darse cuenta uno se acercó al otro. Bajo la luz de la luna se fundieron en un cálido abrazo.

—No deberíamos estar espiando —susurró Brianna inclinada sobre la melena de su consejero.

—Chist, calla y déjame oír. Ya sabes que me encantan las historias románticas. Además, como le robe una sola lágrima lo devoro.

—Ni se te ocurra —masculló—. Acabamos de firmar la paz y quiero pasarme otro par de años en el mundo mortal. No me gusta volver de improviso cada vez que algo se rompe por aquí.

—Pero tendrás que volver para la boda, ¿no? —Briana puso los ojos en blanco.

—Calla o nos cargaremos la boda antes de que pidan su mano.

—Llevas toda la razón.

Reina y consejero espiaron gran parte de la noche mientras cada uno imaginaba cómo sería aquel enlace.


Esta historia fue escrita para el reto #Surcaletras que propuso Adella Brac para el mes de enero. El disparador era una canción, pero mi imaginación me llevó de nuevo a Enalterra. Espero la disfrutéis.


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Comentarios

2 respuestas a «CALÉNDULA: EL VALOR DE LA DIFERENCIA»

  1. […] leer el primer relato de la serie y también leer el segundo relato de la serie y dejadme vuestras impresiones. Me haréis muy feliz y me será muy útil para aprender y seguir […]

  2. […] Segunda entrega de las Crónicas de Enalterra […]

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