EL ZAFIRO DEL DESTINO

Tiempo de lectura estimado: 18 minutos
fotografía en la que se observa un castillo irlandés en Kimbane
Imagen libre de derechos tomada de pixabay.com

Si es que soy imbécil. Con tantos años en esta profesión tendría que haber adivinado que nada iba a ser tan sencillo como me lo habían pintado. No sé cuándo aprenderé a prestar atención a la voz de mi intuición que rara vez se equivoca.

Era la una menos veinte. Me apresuré a desbloquear la puerta de la caja fuerte y contuve la respiración cuando por fin escuché el tan ansiado clic del mecanismo.

Levanté la pequeña linterna. El tenue haz fue iluminando el interior de aquella caja empotrada. Maldije por lo bajo al darme cuenta de que allí dentro había de todo menos lo que estaba buscando. Revisé los documentos y vi aquella factura que no olvidaré en lo que me queda de existencia.

Fotografié la factura y la fotografía que permanecía adjunta.

Con el sigilo que me otorgaban los años de experiencia abandoné el despacho y salí al corredor. Anduve casi de puntillas hasta alcanzar la escalera de servicio por la cuál descendí en tromba directo a mi habitación.


Tras asegurar el pestillo dejé mi riñonera sobre la cama y me quité los guantes, la ropa y las zapatillas. Me tumbé en la cama tan tenso como cuerda de guitarra y comencé a hurgar en mi memoria.

Recordé con facilidad el día en que Armand me convocó. A pesar de nuestras diferencias, yo siempre procuré mantener los negocios separados de la familia y el placer. Tendría que haber sabido que mi querido primo estaba muy lejos de haber aprendido la filosofía familiar y que de alguna forma me cobraría lo que pasó hace cinco años.

Siendo honesto no todo es culpa suya. He debido confiar menos e investigar más. De esa forma Armand no habría podido embaucarme en este proyecto que de seguro iba a traerme más de un dolor de cabeza. Una cosa era robar gemas que podían posicionarse con facilidad en el mercado negro, otra robar una pieza como aquella. Tendría que haber comprendido, luego de poner patas arriba aquel castillo y no encontrar nada, que algo no andaba bien.

Cerré los ojos obligándome a respirar profundo y a poner la mente en blanco. Tendría que elaborar otro plan sobre la marcha, ya que seguir siendo el manitas del castillo de Zima no me iba a abrir las puertas al gran baile de máscaras que se llevaría a cabo dentro de dos días, aunque sí que me haría mucho más fácil algunas otras tareas que ya iban materializándose en mi mente. Sonreí mientras, en silencio, otro plan con revancha incluida iba tomando forma. Durante un buen rato consideré las ventajas y las desventajas y cuando estuve satisfecho, me entregué al mundo de los sueños.


Me levanté más temprano que de costumbre. El castillo permanecía todavía en brazos de las hadas del sueño así que fue sencillo ocuparme de algunos detalles en el despacho y la primera planta.

Entré en la cocina silbando como siempre. Sophie permanecía de pie frente a los fogones preparando el desayuno. Un estruendo de cristales junto a algunas voces rompió la armonía matutina. Wilfred, el mayordomo entró a toda velocidad. Su expresión de alivio al verme no se me escapó, pero evité mostrar cualquier reacción que pudiese delatarme.

—Menos mal ya está usted en pie —dijo procurando mantener la compostura—, Ha habido un pequeño inconveniente con el ventanal del despacho. La señora requiere sus servicios de inmediato.

Asentí con la cabeza y eché a andar tras Wilfred quien ya se había movido y me esperaba en la puerta.

—El muchacho todavía no ha desayunado, Wilfred —la cocinera se giró para ver al mayordomo con desaprobación.

—Luego tendrá tiempo de eso, Sophie —respondió saliendo a toda prisa.

Le guiñé un ojo a la cocinera y me dio tiempo de pillar aquella sonrisa maternal que tanto me gustaba de ella antes de seguir al mayordomo que caminaba como si tuviera un cohete en el culo.


Al entrar en el despacho nos recibió la tragedia personificada. La señora O’Donnell miraba el ventanal hecho añicos como si le hubiesen dado un golpe en el hígado.

—¡Esto es una tragedia, Bryan! —repetía deambulando de un lado a otro aferrando con fuerza las perlas que descansaban en su esbelto cuello.

—No es para tanto, querida.

—Pero ¿cómo me dices eso? —preguntó horrorizada— ¿Acaso no te das cuenta de que aún no termino de hacer las invitaciones del baile, la lista y todo lo demás? —el señor O’Donnell desvió su mirada hacia nosotros y puso los ojos en blanco—. Esto es un desastre… una tragedia.

—No se preocupe, señora —interrumpí—, si me permite me ocuparé de dejarle su despacho como nuevo antes de la comida.

La mujer se detuvo en seco mirándome con interés.

—¿Puede ocuparse de eso, Jean?

—Es Liam, señora —corrigió Wilfred.

La mujer hizo un gesto restando importancia a su desliz memorístico.

—Si, señora —respondí—, solo necesito que desalojéis el despacho y ya me ocupo yo de todo lo demás.

—¿Lo ves, querida?

A la mujer se le pasaron todos los males como por arte de magia.

—Empiece enseguida, Jonás —ordenó—, necesito el despacho operativo antes de la comida.

El señor O’Donnell volvió a poner los ojos en blanco, mientras arrastraba a su mujer fuera del despacho en una caravana protocolar presidida por Wilfred.

Cuando me aseguré de que se encontraban en el comedor cerré la puerta y me dispuse a ocuparme de aquel desastre.


Saqué unos guantes del bolsillo trasero de mis vaqueros y encendí el ordenador. Luego de varios minutos hallé el fichero que buscaba, añadí el nombre, guardé y cerré el fichero. Me conecté vía bluetooth y copié el fichero en mi móvil y antes de apagar el ordenador borré cualquier huella sospechosa.

Con rapidez pillé una de las invitaciones en blanco y la rellené usando la pluma que encontré junto al lote. Me fijé en alguna de las que ya estaban escritas desde el día anterior y me esforcé en imitar la letra lo mejor que pude. Soplé con delicadeza antes de doblar la tarjeta de invitación y con mucho cuidado la introduje por la abertura de mi camisa. Cogí el teléfono y fui pulsando las teclas con rapidez.

Colgué una vez hecho el pedido del ventanal y los materiales; salí del despacho y me quité los guantes metiéndolos con rapidez en el bolsillo trasero donde solía siempre llevar un par. Desde el salón señorial se escuchaban las voces de los señores y algunos de sus invitados que ya se alojaban en el castillo. Seguí mi camino. Entré en la cocina de nuevo y Sophie me esperaba con un desayuno suculento. Le hice señas de que me esperase un segundo y me dirigí a la zona de alojamiento de la servidumbre. Entré en mi habitación y cerré la puerta con sigilo. Cogí la invitación con cuidado y la escondí. Luego pillé mi cinturón de herramientas, me lo abroché en las caderas y volví a la cocina. Sophie me señaló la silla y luego el plato. Su gesto era lo bastante elocuente como para obedecer sin siquiera intentar llevarle la contraria. Me senté y me dispuse a desayunar.


Tal como le había ofrecido a la señora O’Donnell, su ventanal estuvo listo antes de que se sirviese la comida. En pago a mi excelente servicio, me daban el día siguiente libre. Sonreí como cualquier hijo de vecino habría hecho al saber que tendría un fin de semana largo a su entera disposición.

Pasé toda la tarde ocupándome de arreglos menores y de lo que más me interesaba, la instalación eléctrica. Al castillo Seguían llegando invitados. Prestando atención a dos de las chicas de servicio me enteré de que este primer grupo formaba parte de la familia en mayor o menor medida. La una cotilleaba con la otra sobre los disfraces tan extravagantes que algunos llevarían y eso me dio una idea. Tomé nota de todo lo que iba escuchando y supe cuál sería el primer lugar que visitaría al día siguiente.


El amanecer apenas se vislumbraba en el horizonte. Me aseguré de no dejar nada en aquella habitación y abandoné el castillo antes de que Sophie o Wilfred dejasen sus respectivas camas. Tenía mucho por hacer todavía si pretendía asistir esa noche al gran baile de máscaras.

Dublín me daba los buenos días con ese ir y venir de sus habitantes que tanto me gustaba. Aparqué la furgoneta frente a mi destino y salí cerrando de un portazo. Sonreí al fijarme en la vitrina y su exhibición. Las campanillas anunciaron mi llegada.

—Buenos días…

La tendera abrió los ojos como platos al reconocerme y rodeó el mostrador con tanta prisa que casi me derrumba al abrazarme.

—Ingrato, hijo de puta —sonreí ante aquella sarta de insultos.

—Yo también te quiero, hermanita.

—¿Qué haces aquí? —preguntó soltándome y examinando mi semblante.

—Necesito un favor… pequeñito —dije acercando el índice y el pulgar.

—Tus favores nunca son pequeñitos —dijo achicando los ojos— ¿qué te traes entre manos, Liam?

Puse cara de cordero degollado ante aquella sugerencia y Sinéad soltó una carcajada. Aunque no era mi intención involucrarla no me pareció correcto no informarle lo que había ocurrido con Armand, así que la puse al día. Luego de soltar todos los improperios que se le ocurrieron y alguno más que yo no conocía se fue a la trastienda. Cuando volvió traía todo lo que le había pedido y algo más. Me quedé perplejo al ver aquel objeto, ya que se suponía era un mito fundado en el conocimiento transmitido de generación en generación. Cogí el medallón en la palma de la mano. Era macizo y lo bastante pesado como para valer una pequeña fortuna. Observé en detalle aquel grabado intrincado. Dos serpientes entrelazadas formando un círculo al morder una la cola de la otra. en el interior del círculo un sistema de raíces arbóreas entretejidas. El nudo del destino junto a la protección del guerrero. Iba a protestar, pero Sinéad acalló mi protesta colgando aquel medallón de mi cuello.

—Que la bendición de Lubra te acompañe y te guíe.

—Que la bendición de Lubra te proteja —respondí.

Mi hermana me abrazó con fuerza y no fui capaz de resistirme a devolverle el abrazo con el mismo ímpetu.

—Ve y patéale el culo a ese primo nuestro —sonreí y le di un beso en la frente.

—Lo patearé tan duro que escucharás sus chillidos, hermanita.

Asintió y luego adoptó su expresión habitual hosca y reservada. Supe que era hora de irme, así que recogí todo aquel atuendo y me marché.

Hice una pequeña parada en un suburbio de la ciudad. Dejé la fotografía de aquel collar, acordé un precio y una hora, y seguí mi camino. Todavía había detalles por afinar para que todo saliera a pedir de boca.


Observé mi reflejo en el espejo. Teñirme el cabello de aquel tono ónix y usar aquel maquillaje broncíneo me daban un aspecto bastante diferente. Nada de pecas ni pelo rojizo por ninguna parte. Me colgué de nuevo el medallón y comencé a vestirme. Me aseguré que bajo el peto de la armadura todo lo que necesitaba estuviese bien sujeto.

El destello sobre la cama me hizo parpadear un instante. La verdad es que era increíble el talento que algunas personas podían tener. Terminé de recoger todo, me ajusté la capa y salí rumbo al castillo.


Alquilar aquella limusina era el mejor negocio que había podido hacer. Aunque el chofer me veía como si fuese un chalado recién salido del psiquiátrico, la paga fue lo bastante atractiva como para hacer que mantuviese la boca cerrada.

Presentamos la invitación en el primer punto de control. Respiré profundo cuando la limusina comenzó a moverse al interior del castillo.

Bajé del vehículo no sin antes encomendarme a Lubra, diosa del destino, y recordarle al chofer sus instrucciones. Con un sutil movimiento de cabeza me confirmó haber entendido, así que seguí con paso altivo y arrogante hacia la edificación.


Como quien se siente deslumbrado por el paisaje que observa, me desvié de la entrada principal donde un par de seguratas franqueaban el portón revisando a cada invitado de forma minuciosa. Anduve deambulando por los jardines hasta que divisé la salida posterior que daba directo hacia el área destinada a la servidumbre. La cocina era un hervidero de personas, gritos, aromas y un calor sofocante. Sabía que no tardaría en ser detectado y contaba con ello. Aquel disfraz era lo bastante extravagante como para arrancarle las risitas a más de una, aunque no fue lo único que arrancó al final, ya que alguna mano se fue deslizando por partes de mi anatomía que prefiero no mencionar.

Tal como imaginé que ocurriría fui despedido con sutil elegancia por la servidumbre luego de fingirme desconcertado y extraviado. Por un instante creí que Sophie me había descubierto, pero al final no fue sino mi prolija imaginación.


Conducido hacia la entrada y luego un poco más allá, la chica que me servía de amable guía me dejó a mi suerte. Aprovechando mi soledad me escabullí en dirección al salón principal. Necesitaba ubicar el lugar donde se verificaba la lista que de seguro estaría por allí muy cerca. Me moví con rapidez para ocultarme entre las sombras y que Wilfred no pudiera verme. Alguna cosa había obrado en mi favor, «Lubra, de seguro», pensé cuando vi cómo se alejaba del pequeño mostrador al cual me acerqué para, por fin, cambiar la lista de invitados.

Menos mal era de manos ágiles y pude hacerlo antes de que el mayordomo reapareciera y me pillase infraganti merodeando en las afueras del gran salón, donde la música y las voces comenzaban a cobrar vigor.

—Disculpe, sir —dijo cortándome el paso— Debo verificar su nombre en la lista. Si me da unos minutos.

Asentí solo con la cabeza. Mientras menos escuchase mi voz, mucho mejor.

—Perdone, me dijo que su nombre era…

—Armand Gautier.

Observé el dedo de Wilfred moverse con parsimonia por aquellas páginas y sentí ganas de darle un puntapié, pero me contuve.

—Aquí está —dijo golpeando la hoja con el índice y ofreciendo su típica sonrisa oficial— sígame por aquí, por favor y bienvenido.

Asentí con la cabeza una vez más y caminé algunos pasos por detrás. El ruido me golpeó un instante cuando las hojas de la puerta se deslizaron frente a mí.

Di un paso al frente y sentí cuando las puertas se cerraron. Oteé a mi alrededor en un vistazo de reconocimiento hasta que por fin ubiqué a mi objetivo.

La señora O’Donnell permanecía junto a su flamante marido. Ambos llevaban trajes victorianos con sendos antifaces que les cubrían un tercio del rostro.

El zafiro del destino descansaba deslumbrante en aquel esbelto cuello y sonreí.


La música comenzó a sonar y varias parejas se dirigieron al centro del salón. Tal como habían estado cotilleando las chicas el día anterior, los disfraces eran la mar de variopintos. Como no podía ser de otra forma, varias miradas se clavaron en mí. No todos los días veías a una buena imitación de un dios celta. Me acerqué despacio y tras hacer una reverencia solicité permiso para bailar con la anfitriona. El señor O’Donnell nos hizo una seña gentil con la mano y extendí el brazo con galantería hacia la mujer. Pude percibir su nerviosismo cuando apoyó su mano enguantada sobre mi palma.

Aunque mi máscara impedía distinguir mis verdaderos rasgos, a mí me permitía observar sin disimulo. La mujer me comía con los ojos desde el casco hasta mis doradas sandalias.

—Permítame adivinar… —dijo coqueta— representa usted a Manannan, ¿verdad?

Asentí con la cabeza, mientras ella ofrecía una risita algo chillona. La estreché entre mis brazos y pude ver cómo se le aceleraba el pulso. Comenzamos a girar de forma vigorosa. Aunque no hablaba, tan solo me limitaba a asentir o negar con la cabeza, a través de mis manos el mensaje que transmitía era muy diferente. La señora O’Donnell se estremecía con la respiración algo agitada; es lo que tiene practicar mucho con las manos.

Aprovechando un impulso que la hizo chocar contra mi peto, logré activar el mando que provocó una falla eléctrica general. El salón principal y parte de la mansión quedaron en penumbras. La mujer gimió nerviosa. Voces y quejidos se iban alzando en la oscuridad, mientras se escuchaban pasos y voces fuera del salón.

—Relájese —susurré con un marcado acento francés— todo estará perfectamente —deslicé mi mano derecha hacia su nuca mientras con el dorso de la otra le rozaba los pechos.

—¿Usted cree? —jadeó estremecida.

—Desde luego —volví a susurrar muy cerca de su oreja.

La señora ahogó un gemido cuando volví a rozarle los pechos.

—Creo… creo que se me ha aflojado el collar.

—No se preocupe, deje que me encargue de ajustárselo.

La estreché con más fuerza mientras deslizaba mi mano una vez más hasta su nuca.

Las luces se encendieron en el gran salón y suspiros de alivio se fueron escuchando cada vez con más intensidad.

—Por favor, disculpad las molestias —exclamó el señor O’Donnell indicando a la orquesta que retomase la música.

Hice una reverencia a mi acompañante y me escabullí. La señora O’Donnell regresó junto a su marido, sofocada, con las mejillas arreboladas y demasiado ocupada en disimular su turbación como para volver su atención a aquel atrevidísimo dios celta.

La música y el baile continuaron sin que los presentes notasen mi ausencia. Una vez fuera mientras esperaba la limusina, sonreí, satisfecho sintiendo en el interior de mi peto aquella fabulosa joya.


Una semana más tarde, en un cibercafé me encargaba de enviar información valiosa a la familia O’Donnell y a la policía. Pagué mi tarifa y me marché silbando.

Armand aprendería una valiosa lección después de todo esto.


Al día siguiente salí a caminar un rato hasta que sin darme cuenta llegué a la pequeña tienda de antigüedades de Sinéad. Como siempre las campanillas anunciaron mi llegada.

—Pareces contento —dijo— se entiende que ha ido todo bien, ¿no?

Asentí con las manos en los bolsillos.

—Venga, comamos y así me pones al día de todo —ordenó— y no omitas ningún detalle, aunque sea escabroso.

La seguí al interior de la trastienda. Mientras la observaba cocinar y servir le fui contando cómo había hecho para colarme en el gran baile de máscaras, seducir a la anfitriona y robarme la joya. Sinéad escuchaba atenta asintiendo o riendo de vez en cuando. Luego de sentarse activó el mando del pequeño televisor que descansaba sobre la encimera.

Alzó las cejas, sorprendida, al ver la imagen de Armand en una toma que no le favorecía demasiado, mientras era sacado por la policía de su flamante joyería, esposado y custodiado por dos agentes.

Su rostro magullado daba cuenta de que aquel arresto no había ocurrido de forma pacífica.

Sinéad se giró mirándome con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo hiciste para implicarlo?

—Me colé en su despacho y dejé el zafiro en su caja fuerte.

—Joder, menudo bribón estás hecho.

Me encogí de hombros.

—Que conste que no empecé yo —me justifiqué— al menos no con intención.

Mi hermana hizo un gesto con la mano descartando la posibilidad de culparme de haberme tomado la venganza en mi mano de aquella manera. Ella al igual que yo seríamos incapaz de joder a la familia por muchos errores que alguno cometiese. Éramos conscientes de nuestra humanidad y, por tanto, nuestra falibilidad. Otra cosa muy distinta era perdonar la traición ex profeso.

La observé en silencio mientras comíamos sin perder de vista el arresto de nuestro primo y supe que creía con fervor, tanto como yo, que se lo tenía bien merecido.


Este relato ha sido escrito para participar en el reto de Lubra febrero 20, propuesto por Jessica Galera.

elementos a utilizar en el desafío según Lubra:

  1. Frase inicial: «Si es que soy imbécil»
  2. Indicación: «el personaje es pillado merodeando fuera del salón principal»
  3. Frase final: «Se lo tenía bien merecido»

Comentarios

4 respuestas a «EL ZAFIRO DEL DESTINO»

  1. Avatar de Jessica Galera
    Jessica Galera

    E-NA-MO-RA-DA!!! Así me tiene la forma de escribir de Halena, ella lo sabe. Me encanta, cada mínimo elemento, cada cosa, por insignificante que parezca en el desarrollo de la trama, es una soberana maravilla. Y yo tengo la gran suerte de poder entrar en este blog y disfrutarla.
    Gracias mil por tomar parte en el reto Y POR TODO!!!!!! (ya tú sabeh!).
    Un besazo enorme, guapísima!

  2. Avatar de Lehna Valduciel

    Muchas de nada. agradecida siempre de contar con tu lectura, tus comentarios y tu presencia. me alegra que te gustara y que sepas que tienes mucho que ver en todo esto. Inspiras, ya te lo he dicho. Te abrazo gigante.

  3. Avatar de vitolosa
    vitolosa

    Pedazo de relato.
    Compartimos frase final pero yo llevo varios días estancada. Estoy en baja forma.
    Lo tuyo un derroche. Felicidades.

    1. Avatar de Lehna Valduciel

      Virtudes, estoy segura de que cuando menos te lo esperes lograrás una historia extraordinaria. Ánimo. Gracias por pasarte por aquí y me alegra si te ha gustado el relato. Un abrazo enorme.

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