
Dedicatoria
A ti, que crees en tus sueños y luchas por alcanzarlos…
El reloj de arena dejó caer su último grano. Ansiosa por emprender la aventura se puso la capa y se ajustó la capucha. Abrió la puerta de su habitación con tanto cuidado que se sorprendió de sí misma; nunca se había movido de forma tan silenciosa como en aquel instante. Cerró la puerta tras de sí y echó a andar en dirección a la biblioteca.
Había sido muy cautelosa cuando robó la llave de la sala prohibida. La sancionarían si llegaban a descubrir que había sido ella quien la había robado; claro, para eso tendrían que pillarla primero y Enya no estaba dispuesta a ponérselos tan fácil.
Miró a un lado y a otro; no vio a nadie. Inspiró hondo y se coló en la biblioteca. La luz de la gran Jealach se filtraba por una de las ventanas. Se estremeció de pronto al divisar el movimiento de las sombras contra el suelo y las paredes. Se recriminó lo tonta que era por haberse asustado tanto; aquello a esas horas era algo más que natural.
Avanzó con el corazón en la garganta, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Se detuvo en cuanto vio la gran puerta de la sala prohibida. Las manos le sudaban y le temblaban por igual. Por un momento se preguntó si no sería mejor volverse; hasta ese instante nadie la había descubierto y podría librarse de una buena reprimenda o algo más si se arrepentía.
Una vocecita chillona y endiablada la acusó de cobarde. ¿Cómo iba a perderse aquella oportunidad de descubrir el gran misterio? Enya cerró los ojos un instante. La tentación de saciar su curiosidad la acicateaba cada vez con más fuerza y resultaba mucho más embriagante que el miedo a ser castigada.
Abrió los ojos y clavó su mirada en aquella vetusta cerradura. Sin detenerse más sacó la llave, la introdujo y giró el picaporte.
Los goznes chirriaron con tanta intensidad que se quedó paralizada mientras se esforzaba por escuchar algo más que su desbocado corazón. Exhaló el aire despacio al darse cuenta de que el silencio seguía imperturbable. Decidida a seguir adelante con su aventura entró en la sala.
Alzó una ceja algo incrédula y no pudo evitar la punzada de decepción que sintió al darse cuenta de que lo que tenía frente a sí no era nada parecido a lo que se había imaginado. Ahí no había grandes estanterías ni la sala era tan enorme como había creído.
Dio una mirada algo especulativa a su alrededor y soltó un suspiro. Dejó que sus ojos vagasen de nuevo sobre el antiguo escritorio, el sillón de piel algo desvencijada, la chimenea con marco, la lamparita y el grueso cortinaje que, de seguro, protegía la estancia de miradas indiscretas. Sus ojos se fijaron en la alfombra desgastada y en aquellas paredes de piedra oscura como la obsidiana. Se acercó un poco al escritorio. Sus cejas se juntaron al fruncir el ceño cuando su mirada se posó en aquel libro grande y grueso. Parpadeó tantas veces que los ojos se le humedecieron. Cuando entró no lo había visto allí o quizá sí; no podía recordarlo. Embelesada por la extraña fascinación que el viejo volumen causaba en ella, no se percató de que la puerta se había cerrado a sus espaldas.
Avanzó otro poco. Frunció la boca y arrugó su respingada nariz; un olor a encerrado le provocó ganas de estornudar. Hizo tropecientas muecas y movimientos hasta que el escozor cesó lo bastante como para que pudiese respirar sin riesgo de hacer un gran escándalo con sus característicos estornudos.
La joven ninfa extendió el brazo; dentro de sí un hormigueo desconocido y difícil de reprimir le provocó el inusitado deseo de rozar las gruesas tapas del libro. En cuanto sus dedos hicieron contacto con la aterciopelada piel, la lamparita del escritorio se encendió y el libro se abrió como por arte de magia. La jovencita dio un respingo y se llevó la mano a la boca para ahogar un gritito. Con el movimiento la capucha cayó hacia atrás y dejó al descubierto la gruesa melena indómita color caramelo que la distinguía de entre sus compañeros. Se reprochó por ser tan impresionable; no debería extrañarse tanto de que esas cosas ocurrieran en el mundo que habitaba. Había estado leyendo demasiado sobre Domhan y los duine. Ahí nada era como en Aislingí y no debía olvidarlo.
Tragó grueso en cuanto el libro detuvo el avanzar de sus páginas. Sin pensarlo demasiado se inclinó para poder leer mejor. Los ojos se le abrieron tanto que creyó que se le podrían salir de las órbitas. Ahí estaban… las palabras que Maoinie había estado recitando durante el receso de la clase de historia de la magia. Esa era la leyenda que explicaba el secreto de la treceava constelación. Cautivada y embelesada por los trazos elegantes y delicados de aquella letra cogió el libro entre sus manos. El sillón se apartó del escritorio como si la invitase a ocuparlo; Enya no lo pensó dos veces.
El mullido asiento se hundió bajo su peso y la piel crujió mientras lograba sentarse para ponerse cómoda. Una vez alcanzó la mejor posición comenzó a leer en voz queda.
«Creados Domhan y Aislingí y los habitantes de cada mundo decidimos reunir nuestros dones en un objeto sagrado que ayudase a proteger al mundo onírico del cual dependían las almas de los duine. El crosier sería nuestro legado; el obsequio que como dioses del Aislingí dejaríamos para que ambos mundos pudiesen existir sin depender de nuestra intervención permanente. Si tan sólo hubiésemos sospechado lo que iba a ocurrir…»
Enya tragó grueso y se lamió un dedo para humedecerlo y poder pasar la página. El corazón le latió con más fuerza al leer y asimilar lo que los dioses de las emociones habían creado. Todo lo que una vez consideró un mito en realidad existía: el báculo sagrado había sido real. ¿Sería cierto todo lo demás? Dejó que sus ojos se pasearan sobre aquella pulcra caligrafía. La necesidad de develar el misterio la espoleaba a leer sin parpadear.
«Me he reunido con Téigh, Brón, Éaradh, Iontas, Grá y Aoibhneas; ellos están tan consternados como yo y aunque se niegan a intervenir, he sido firme en mi posición. Como diosa del equilibrio no puedo dejar de hacer algo ante el desastre que se ha desatado tras el robo del báculo sagrado. Anord se negó a admitir su responsabilidad; pese a su insistencia, sabemos que Uaillmhian, su primogénito, fue quien robó el báculo. Es él quien está sembrando el terror entre los duine; es él quien provoca sus pesadillas y roba sus almas mientras se encuentran indefensos. Tal bajeza no la podemos permitir y por más que mis hermanos se opongan, no me quedaré con los brazos cruzados para ver cómo nuestra creación queda destruida por la ambición».
La joven ninfa frunció la boca; sus rosados labios formaron una delgada línea. En su corazón despertó una sensación de incomodidad y rechazo. ¿Cómo podían los dioses pretender desentenderse luego de que todo estuviese de cabeza por su culpa? Como habitantes del mundo onírico se les inculcaba desde muy pequeños un alto sentido de la responsabilidad ante sus actos. De muchos de ellos dependía la estabilidad emocional de los duine. Sabía que era una falta de respeto cuestionar a los dioses; aun así, le resultaba muy difícil no hacerlo. Aquella negativa a intervenir le parecía un total acto de cobardía. Al darse cuenta de que estaba dejándose llevar por sus emociones hizo un alto y respiró profundo. No era propio de ella juzgar sin tener toda la información, así que decidió seguir adelante con la lectura. Quizá las cosas no terminaban tan mal después de todo. Que ambos mundos siguiesen existiendo era buena prueba de ello. Se humedeció el dedo una vez más y enfocó sus ojos en la siguiente página.
«No sé si habré tomado la mejor decisión. Me pesa muchísimo tener que encargarle a una de mis hijas más jóvenes la tarea de detener a Uaillmhian. Nuestra situación es desesperada y aunque no sea ético, debemos recurrir a todo lo que tengamos a mano. Ella sabe a lo que se expone; ha sido su fe, su lealtad y su valentía la que me ha empujado a pedirle que se encargue de esta misión. Él está loco por ella; su obsesión puede ser nuestra única salvación».
Enya apretó los dientes con tanta fuerza que sintió una punzada en la mandíbula. Sin poder evitarlo cerró el puño y golpeó el libro como si así pudiese darle a la diosa en todo el rostro. ¿cómo podía Iarmhéid utilizar a una de sus hijas? ¿Acaso no eran ellos los dioses? ¿No podían ellos hacerse cargo? Estaba furiosa y de no ser por el amor que profesaba por los libros, habría arrancado aquella página sin sentir ni una pizca de remordimiento. Bufó indignada y a punto estuvo de cerrar el libro y lanzarlo contra el suelo de no ser por su insaciable curiosidad. Ya que había llegado hasta allí, lo justo era saber cómo había terminado todo aquello.
«Áilleacht logró atraerlo tal como esperaba. Lo citó en el lugar indicado y eso lo condujo hasta nosotros. Él no llegó a sospechar que le tendimos una trampa…».
La joven ninfa se quedó inmóvil mientras sus pensamientos no dejaban de darle vuelta en la cabeza. Nunca se imaginó que los dioses fuesen criaturas tan taimadas y traicioneras. Se mordió el labio inferior preocupada por su falta de sensatez; podrían desterrarla si se supiese lo que había llegado a pensar sobre los dioses. Cerró los ojos y negó con la cabeza; necesitaba despejar su mente de prejuicios tan insanos. Bajó la mirada y siguió adelante con la lectura.
«La lucha fue terrible. A pesar de que hemos logrado detenerlo, la pérdida de mi hija más querida me pesará siempre en el corazón. Quizá por ello no me ha temblado el pulso. Está mal, muy mal que reconozca que me he dejado llevar por la venganza y lo he convertido en una nathair; el vivo ejemplo de lo que un ser como él es: una serpiente rastrera. No me ha importado condenarlo por toda la eternidad a formar parte del báculo. Lo mejor que podemos hacer es que ninguno de los dos esté al alcance de otro espíritu perverso sediento de poder y ambición. Por eso he cumplido el deseo de mi pequeña Áilleacht que, en sus últimos segundos de existencia pidió que del mal se crease algo digno de apreciar. De no ser así lo habría condenado a vivir entre las sombras. No fue fácil; pese a mis deseos y los de mis hermanos, lo hemos transformado en parte del firmamento. Al menos así cada vez que Grian lo roce con su refulgente brillo, el alma de mi pequeña brillará».
Una lágrima rodó por el níveo rostro de Enya. Se la enjugó con un dedo y tragó grueso. El nudo de emociones que tenía en la garganta le hacía difícil respirar. Cerró el libro y se levantó. Tras dejarlo sobre el escritorio se aproximó al cortinaje. Era pesado y olía a viejo. Lo levantó sin importarle llenarse la mano de polvo. Alzó la mirada hacia el cielo tachonado de estrellas. Jealach brillaba en lo alto y su platinado fulgor le sirvió de referencia. Desvió la cabeza y entrecerró los ojos. Tras algunos segundos de vacilación pudo divisarla. Entre el escorpión y el arquero, la figura del crosier y la Nathair enroscada en su extensión podía verse con claridad. Mientras observaba la treceava constelación recordó la cantidad de veces que se había preguntado de dónde habría surgido. Lo que se les enseñaba desde pequeños es que había sido una invención de los duine; sin embargo, a ella esa explicación le solía parecer vaga e insuficiente. Por mucha imaginación que tuviesen, ella creía que hacía falta algo más para explicar las maravillas que conformaban ambos mundos y no podía decirse que los duine fueran muy propensos a creer en la magia. Tampoco podía decirse, aunque se les enseñase lo contrario, que los dioses eran ajenos a las emociones y las debilidades como cualquier otra criatura. Siendo así ¿Quién era ella para juzgarlos? Si pretendía que los dioses fuesen justos, ella debía serlo también.
—Llevas razón, en realidad son muy pocos los duine que creen en la magia. Sin embargo, sus almas son tan valiosas como la de cualquiera de nosotros. Sólo por ello merece la pena el sacrificio de salvaguardar su existencia. Respecto de los dioses… es mucho más difícil de lo que se os inculca. El poder trae consigo responsabilidad y también la posibilidad de cometer errores porque en ocasiones nos ciega y opaca nuestra capacidad de impartir justicia. —Enya se volvió con brusquedad al escuchar aquella voz grave y acompasada—. No debes temer, hija mía. He permitido que llegases hasta aquí porque creo que es tiempo de que se sepan algunos secretos.
La joven ninfa dejó caer el cortinaje. La boca se le secó y las manos le comenzaron a sudar. No todos los días se tenía la oportunidad de ver a una diosa cara a cara.
—Siento mucho haber leído vuestras memorias —dijo Enya mientras permanecía inmóvil con la mirada clavada en la alfombra.
Iarmhéid hizo un gesto con la mano para restarle importancia.
—No debes preocuparte por ello —respondió y esbozó una sonrisa—. Si no hubiese querido que lo hicieras, no habrías podido llegar hasta aquí sin ser descubierta. —Enya alzó la mirada; sus ojos azul verdoso se clavaron en la diosa.
—Puedo haceros una pregunta? —La diosa asintió con la cabeza—. ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo?
El rostro de la diosa se ensombreció.
—Porque la historia amenaza con repetirse y necesito que me ayudes… que nos ayudes.
—El báculo sagrado es inalcanzable y Uaillmhian ha quedado apresado con él. —La diosa desvió la mirada y en su rostro se dibujó algo que a Enya le pareció vergüenza.
—El crosier no fue el único objeto sagrado que crearon mis hermanos. —La joven ninfa disimuló la sorpresa ante la revelación.
—¿Por qué no convertís a ese otro objeto como hicisteis con el báculo?
Las mejillas de la diosa se tiñeron de un rubor parecido al tono del ocaso y Enya estuvo segura de que la diosa estaba avergonzada.
—Tenemos un pequeño problema —dijo en voz queda—. El objeto se ha perdido y no sabemos quién pudo haberlo extraído de la bóveda donde guardamos todos esos obsequios.
La joven ninfa se mordió la lengua. A punto estuvo de revelar que para ella esos dichosos objetos lo menos que representaban era un obsequio. No obstante, no era estúpida y sabía que una cosa era pensar y otra muy diferente cuestionar de viva voz a una diosa; lo segundo no era algo que pudiese hacerse sin tener consecuencias. La exasperó sobremanera que la diosa utilizase semejante eufemismo; por lo que podía entender, el objeto había sido robado, no se había extraviado solo. Inspiró muy hondo para aplacar su irritación antes de hablar.
—Entiendo que me habéis elegido para esta misión, ¿no?
—Puedes negarte si no te sientes capaz… —replicó la diosa.
Enya advirtió la provocación. La diosa la conocía y sabía que su peor debilidad era el orgullo. No obstante, no entraría en ese juego.
—Si pudiera hacerlo no me habríais traído hasta aquí. —Iarmhéid puso gesto adusto—. Lamento si no os gusta mi respuesta —dijo la joven al ver la reacción de la diosa.
—Lo que no me gusta es tener que hacer esto por segunda vez… créeme, si pudiera no lo haría.
Enya exhaló un suspiro y decidió aproximarse a Iarmhéid. Luego de lo que había leído sabía que le decía la verdad. Dar el primer paso en su dirección le había costado; en su interior el miedo y el sentido del deber se debatían en una lucha encarnada. Al final ganó el deber. Era una ninfa onírica y como tal debía luchar contra cualquier cosa que amenazara al Aislingí. También debía proteger las almas de los duine y ella era fiel a sus principios. La diosa lo sabía, por eso la había convocado y ella no se negaría a servirle.
—Os serviré y cumpliré con mi deber —dijo tras inclinar la cabeza en una respetuosa reverencia.
—No esperaba menos de ti querida mía. —La diosa posó ambas manos sobre la cabeza de la ninfa—. Tu misión será difícil y arriesgada. Has de viajar a Domhan, y encontrar al duine que ha robado la gema sagrada de la verdad; el equilibrio entre Éadrom y Scáthanna depende de que recuperes la gema.
Enya no tuvo tiempo de reaccionar. En una fracción de segundos se sintió arrastrada en una espiral vertiginosa que la arrancó del mundo onírico y la expulsó luego a un mundo que sólo conocía a través de los libros que tanto había leído.
Desorientada y angustiada por verse atrapada en el mundo real elevó una plegaria a los dioses para que Iarmhéid no se hubiese equivocado al elegirla y para que en breve pudiese recuperar sus poderes antes de verse metida en serios problemas. Estaba segura de que la diosa no exageraba al decir que el equilibrio entre la luz y las sombras de su mundo peligraba si aquel objeto seguía en las manos equivocadas; también estaba segura, aunque eso no se lo hubiese dicho, de que la estabilidad emocional de todas las almas que habitaban el mundo real estaba expuesta a un grave peligro.
Un crujido a sus espaldas la puso en tensión. La vibración de una energía oscura y poderosa le advirtió que su aventura acababa de comenzar y que no tendría demasiado tiempo que perder si acaso pretendía hallar la gema sagrada y salvar a ambos mundos de la amenaza inminente que podría destruirlos para siempre.
Glosario
Áilleacht: Ninfa onírica. Puede sanar el alma de los habitantes del mundo real a través de los sueños.
Aislingí: mundo de los sueños.
Anord: dios del caos.
Aoibhneas: diosa de la alegría.
Brón: dios de la tristeza.
Crosier: el báculo mágico que otorga poder a quien lo posea para controlar el mundo de los sueños.
Domhan: mundo real.
Duine: habitantes del mundo real.
Éadrom : luz.
Éaradh: dios del asco la repulsión y el rechazo.
Enya: Ninfa onírica. Escogida por la diosa para emprender la búsqueda de otro objeto sagrado.
Iarmhéid: diosa del equilibrio.
Iontas: diosa de la sorpresa.
Jealach: astro nocturno parecido a la luna.
Grá: diosa del amor.
Grian: astro diurno parecido al sol.
Nathair: reptil similar a una serpiente.
Scáthanna: sombras.
Téigh: Dios de la ira.
Uaillmhian: Mago oscuro del caos; provoca pesadillas y roba el alma a través de los sueños.
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