
El hombre permanece de pie frente al cristal del nido. Su rostro es el vivo reflejo del agotamiento. Las sombras oscuras bajo sus ojos y las arrugas que le rodean los labios se habían convertido en parte de sus facciones durante las últimas doce horas.
—No pierdas la esperanza. —El susurro llega hasta él junto al sutil aroma a lavanda.
Presa de la inquietud se vuelve con rapidez. Está solo.
Arruga el entrecejo. Un recuerdo lucha por aflorar desde lo más profundo de su memoria. Cierra los ojos. En su mente se impone el gesto dolorido de Amanda. Si la hubiese escuchado en lugar de reñirla como un energúmeno, en ese momento no estarían allí y habrían podido celebrar el día de reyes como ella quería.
—La culpa sólo sirve para quebrar. La culpa no resarce, no construye, no es más que un lastre. —De nuevo aquel susurro y aquel aroma.
Gira sobre sus talones. Un niño pequeño está de pie junto al cristal del nido. Los ojos se le llenan de lágrimas sin que pueda contenerlas. Ver a ese niño remueve en su corazón el miedo a perder lo que más ama en la vida. Sin ser consciente sus labios se mueven con voluntad propia para elevar una plegaria silenciosa. Las figurillas de los tres reyes en el pesebre que Amanda suele colocar todos los años se cuelan en su mente. No es creyente; aun así, se sorprende pidiendo el deseo más importante de toda su vida.
El pequeño se vuelve; en su carita redonda se dibuja una sonrisa. El hombre se traga las lágrimas. No quiere que lo vea llorar porque, como decía su padre: «los hombres no lloran».
El niño le hace señas para que se acerque. Como si tuviesen vida propia, los pies lo llevan junto al cristal.
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando. —El pequeño entorna los párpados y ladea la cabeza; luego, como si estuviese escuchando a algún interlocutor invisible, asiente.
—Llorar no es malo, ¿lo sabías? —El hombre niega con la cabeza.
—¿Hablas con tu amiguito imaginario? —el chiquillo suelta una sonora carcajada.
—Claro que no —dice risueño—. Ella no es imaginaria —asegura con total convencimiento—. Ella quiere que sepas que falta poco.
—¿Poco? —el pequeño cabecea y desvía los ojos hacia el cristal—. ¿Poco para qué? ¿Quién se supone que quiere eso?
—Para que recuerdes lo que importa.
—¡Lo que importa?
El niño vuelve a cabecear sin quitar los ojos del cristal.
—Ella dice que se te ha olvidado lo que importa… por eso estás aquí. Necesitas recordar.
El hombre aprieta los labios con fuerza. La desesperación de la espera lo está volviendo loco; tanto como para sostener una conversación con un pequeñajo que sólo suelta frases absurdas. Mete las manos en los bolsillos del vaquero y da media vuelta. Tomará un café, aunque sea ese brebaje espantoso que sale de la máquina al final del pasillo.
—La vida es para vivirla, no para ver cómo pasa delante de ti mientras te distraes… eso es parte de lo importante. —El aroma a lavanda se intensifica a su alrededor.
Aquellas palabras lo obligan a desandar sus pasos.
—¿Qué dijiste? —El niño no se mueve—. Te hice una pregunta.
El hombre se acuclilla para quedar al mismo nivel. El pequeño le hace una seña para que guarde silencio.
—Ya casi —dice en un cuchicheo cómplice—. Abre tu mente y tu corazón, y entenderás.
Las palabras del pequeño son como un golpe dado directo en el estómago. El aire se le escapa y la opresión que le impide respirar se transforma en una aprisionadora que amenaza con destruir la poca serenidad que le queda, aunque ese no sea su objetivo. De la impresión pierde el equilibrio y cae de culo. El niño reprime una risita. El recuerdo que se había asomado con timidez minutos antes, ahora pasa frente a sus ojos como si fuese una película. Esas palabras… son las mismas palabras que le había dicho su hermana antes de morir. El nudo que se le forma en la garganta obstruye su propio lamento. Las lágrimas se liberan y le muerden las mejillas; el corazón le duele con la misma intensidad que aquel día en que su melliza dio la vida por salvar la suya.
El chiquillo posa su pequeña mano y le enjuga las lágrimas.
—¿Lo ves? Llorar no es malo porque así se alivia el cucharón.
—¿El cucharón? —El pequeño cabecea y con el índice le señala el lado izquierdo del pecho.
—No hay nada de malo por mostrar lo que hay dentro del cucharón —dice el niño antes de desviar la mirada.
El hombre se fija en sus ojos azules. El reflejo que distingue en ellos lo paraliza. Gira la cabeza hacia la derecha con brusquedad. Estira el cuello con la intención de mirar hacia el interior del nido. El corazón le palpita con tanta fuerza que cree que es capaz de escuchar sus propios latidos. Parpadea varias veces. Allí no hay nadie, sólo las cunitas con los bebés que esperan ser atendidos.
—¿Señor Martínez, se encuentra bien? —La voz masculina lo sobresalta.
Esteban se vuelve y alza la mirada. Inclinado frente a él, el obstetra de su mujer lo observa con el entrecejo fruncido.
—¿Amanda?
El médico le extiende una mano. Esteban se ase a ella y se levanta.
—Los mellizos se encuentran fuera de peligro. En breve la enfermera los traerá. Deberán permanecer en las incubadoras hasta que sus pulmones maduren del todo, pero son un par de guerreros. No se preocupe, todo irá bien.
—¿Puedo ver a mí mujer? —El rostro del médico cambia de expresión.
Esteban teme lo peor. Un estremecimiento le recorre la columna y el vello del cuerpo se le pone como escarpias. Al percatarse del miedo que reflejan las pupilas de aquel hombre, el médico habla antes de que fuese necesario ingresarlo producto de algún síncope.
—Amanda es una mujer fuerte. Ha luchado por aferrarse a esta vida como una leona. Sin embargo, deberá permanecer en cuidados intermedios mientras se recupera y estabilizamos su tensión arterial. —A esteban todo aquello le suena a chino—. No se preocupe, cuando menos lo espere la tendrá de vuelta en casa. Lo que sí es importante para su mujer en este momento es sentirse protegida y, sobre todo, querida.
El hombre asiente en silencio, aunque la preocupación sigue apretándole el corazón como si fuese una tenaza. El mensaje subyacente le llega alto y claro, no es tan idiota como parece. El obstetra carraspea. Su mirada se dirige al cristal del nido. Esteban se vuelve. Una mujer de mediana edad vestida con un pijama sanitario de ositos y globos empuja las incubadoras. El corazón del hombre le da un salto dentro del pecho. Observar aquellas dos figuras tan diminutas pone su mundo de cabeza. Una ternura desconocida se apodera de todo su ser. Nunca antes había experimentado nada parecido.
—Lo dejaré solo para que disfrute de la vista, papá. —Esteban sale de su ensimismamiento.
—Gracias, doctor… muchísimas gracias. —El obstetra le estrecha la mano y le devuelve la sonrisa.
—Sólo hice mi trabajo.
Esteban cabecea sin dejar de sonreír. De pronto recuerda al pequeño que lo había estado acompañando.
—¿Doctor? —El médico se vuelve un instante.
—¿Sí?
—¿Vio usted a un niño pequeño como de este tamaño? —El hombre se pone la mano a la altura de las caderas—. Era un rubito de ojos muy azules.
—La verdad es que no —dice y da un vistazo alrededor—. Al salir de quirófano sólo lo vi a usted. ¿Algún problema con ese pequeño? —Esteban no sabe qué responder—. Puedo hablar con la vigilancia del hospital.
—No se preocupe —miente—, quizá se fue con algún familiar y yo no me di cuenta.
El médico asiente con un cabeceo.
—Descanse —sugiere el obstetra—. Necesitará todas sus energías para ocuparse de los mellizos y su mujer.
—Así lo haré. —El médico se despide con un ademán y echa a andar por el pasillo.
—Las pequeñas vidas siempre son como una llama de esperanza, ¿no crees? —La voz profunda de un hombre de mediana edad lo obliga a volverse—. Tanta vida por delante; tantas oportunidades, tantas experiencias por vivir, recuerdos que atesorar… amores, desamores, risas, lágrimas. Todo un mundo nuevo por descubrir. —Esteban asiente en silencio y se aproxima al cristal—. Es una pena que a medida que crecemos se nos olvide lo importante.
Esteban casi se ahoga al escucharlo. Por el rabillo del ojo se fija en el hombre. El contraste entre su piel oscura, los ojos azules y la sonrisa blanquísima le provoca un cosquilleo intenso en el estómago. De inmediato cambia el peso de un pie al otro. No está seguro de lo que debe decir. Al final deja que su corazón hable por él.
—Por fortuna siempre estamos a tiempo de recordar. Basta con abrir la mente y el corazón —dice en voz baja y las manos terminan dentro de los bolsillos del vaquero.
—Es muy cierto, muchacho… muy cierto. Espero que recuerdes tus palabras en todo momento —dice el hombre mientras señala con la cabeza hacia sus hijos—. Es una buena enseñanza que transmitir a las pequeñas almas que vienen ávidas de aprender.
Esteban sigue la mirada de aquel desconocido. Sus pupilas quedan atrapadas. La imagen de sus pequeñines se le graba en el corazón con una huella indeleble. En ese instante se percata de que ya no hay cabida para otra cosa que no sea el amor por ellos y por Amanda; el deseo de dar un giro a su vida y empezar a vivirla con una perspectiva distinta a la que siempre había tenido cobra fuerza. La vida es demasiado corta como para seguir desperdiciando momentos y oportunidades.
—No sé si lo recuerde siempre; sólo sé que pondré todo mi empeño para enseñarles lo importante. —El hombre sonríe. Esteban no le devuelve la sonrisa—. No quiero que necesiten estar al borde del abismo para que recuerden lo que en realidad importa en la vida. Deseo que vivan la vida y no se distraigan como lo hice yo todo este tiempo. Quiero que aprecien los detalles; que valoren las sonrisas, las caricias, las palabras dichas desde el corazón… que no prejuzguen ni ajusticien a nadie por pensar distinto; que no rechacen lo que desconocen antes de dar una oportunidad; que no antepongan la trivialidad al afecto, lo material a los sentimientos. Quiero que no sientan vergüenza si lloran, si fallan, si no satisfacen las expectativas de otros, empezando por las mías. Quiero que sean felices, pero no sólo de la boca para afuera. De verdad quiero que se sientan felices y que sonrían desde el corazón.
—No dudes de que lo harás, muchacho. Sólo has de escuchar tu corazón que sabe… —Esteban inspira hondo y no se sorprende al ver que aquel hombre ya no está a su lado.
Devuelve la mirada hacia el cristal. Distingue tres figuras que lo observan en silencio. La piel se le pone de gallina y el pulso se le acelera. Tres bocas se curvan en una cálida sonrisa. En ese instante la fijación de su hermana por los ángeles surge de improviso. El recuerdo lo sobrecoge. No se esfuerza en volverse; no tiene sentido. El pequeñajo le guiña un ojo. La joven articula un te quiero antes de llevarse la mano al corazón. Con la palma hacia arriba le sopla un beso. Esteban lo recoge al vuelo. Su hermana le había enseñado aquella seña cuando tenían siete años. Sin pensar, responde con el mismo gesto. Inspira hondo de nuevo para tragarse el nudo de emociones que tiene en la garganta. Articula un te quiero y los ojos se le llenan de lágrimas. Sus labios se mueven con voluntad propia; un sentido gracias surge y le resulta imposible impedir que las lágrimas le empapen las mejillas. Segundos después, sonríe al comprobar que ella siempre tuvo la razón al afirmar que los verdaderos ángeles no tienen alas.
Este relato ha sido escrito con motivo del día de reyes. Aunque lo más frecuente en estas fechas es pedir y recibir obsequios materiales, he querido irme por otro lado y rescatar eso tan intangible que a veces albergamos en lo más profundo del corazón: deseos que van más allá de lo que nos atrevemos a expresar en palabras.
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