MI JEFE ES… LUCIFER

Tiempo de lectura estimado: 13 minutos
Primer plano frontal de un autobús que se aproxima con las potentes luces altas que destacan en la oscuridad. Es de noche y en los alrededores de la vía se ven varios edificios y establecimientos con las luces encendidas. Hay un hombre que casi no se distingue. parece que estuviese aguardando por abordar el autobús.
Imagen libre de derechos tomada de Pxfuel.com

Esteban salió del despacho de su jefe. Reprimió el deseo de dar un portazo. Imágenes de sí mismo estrangulando a su exjefe bailaban, tentadoras, frente a sus ojos. ¿Cómo se atrevía a imponerle un advenedizo como supervisor después de haber trabajado para su empresa por más de diez años? El cargo debería ser suyo, se lo había currado con creces. Se vengaría, por supuesto que sí. Ese gilipollas se arrepentiría, vendería su alma al mismísimo diablo de ser necesario con tal de lograrlo. Abandonó el edificio empresarial a zancadas con una idea fija en la cabeza. El ruido del claxon llamó su atención. Miró a la derecha. El todoterreno se aproximaba zigzagueante a toda velocidad. El miedo lo paralizó. Segundos después, el impacto del vehículo lo catapultó a varios metros en una parábola imposible.

—Despierta, Esteban. —La insistente voz se le hizo demasiado familiar—. Venga, no tenemos toda la eternidad.

Abrió los ojos. El olor acre que se le metió por la nariz era tan irritante que estornudó varias veces. Respirar hondo era incomodísimo; tanto, que le dio un ataque de tos y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Dónde estoy? ¿Por qué hace tanto calor?

—Estás en el vestíbulo, ¿dónde más? Apresúrate, no falta mucho para las doce. —Esteban parpadeó al ver a su interlocutor.

—¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

—¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

—No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

—¿Estoy… estoy muerto?

—No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

—¿Cómo es que estoy aquí?

—Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

—¿Usted es…?

—Lucifer, ¿quién más podría ser?

Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

—Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

—Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

—¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

—Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

—Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

—Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

—¿Cuánto tiempo dura este contrato?

—Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

—Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

—¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

—Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Cincoliniera. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

Si esta historia ha logrado captar tu atención y la disfrutaste, me ayudaría muchísimo si me obsequias un «me gusta» o si la difundes en tus redes sociales. Además, me encantaría que compartieras conmigo tus impresiones en la caja de comentarios que encontrarás más abajo. Y si te gusta lo que escribo, puedes convertirte en mi mecenas si me invitas el equivalente a un
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Gracias por estar allí, os abrazo grande y fuerte.

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—¿Usted? —Dio un vistazo y se quedó boquiabierto—. Este lugar… ¡Se está incendiando!

—¿Esperabas algo distinto en el vestíbulo del infierno? Venga… —El hombre le arrojó una tarjeta—. El Caído y las almas aguardan.

—No sé qué clase de broma es esta, pero me largo. Le dejé mi renuncia en su escritorio y es inapelable.

El sujeto se carcajeó. Esteban se volvió para empujar la puerta acristalada. El aire pestilente le dio en la cara. A duras penas reprimió las náuseas; nada le impediría largarse de ahí. El sudor le goteaba por las sienes y se le escurría desde la nuca por toda la columna vertebral. Cuando intentó salir, recordó el accidente. Las rodillas se le aflojaron y el pulso se le disparó; revivió el agónico instante.

—¿Estoy… estoy muerto?

—No exactamente. Digamos que mantengo tu alma aquí y tu cuerpo allí. —El sujeto señaló una gran pantalla.

Esteban se vio tendido en una cama de hospital. Cables y tubos entraban y salían de su cuerpo. Oír el bip del monitor cardíaco lo mosqueó. ¿Sería posible que el cabrón de su jefe lo fastidiase hasta en el más allá? Eso sí que no. No estaba dispuesto a seguirle el juego a esa alucinación… porque tenía que estar alucinando.

—¿Cómo es que estoy aquí?

—Me ofreciste tu alma, ¿ya se te olvidó?

Esteban abrió la boca y la cerró de golpe. El recuerdo del instante en el que la ira gobernó sus pensamientos fuera del despacho pasó frente a sí como un destello.

—¿Usted es…?

—Lucifer, ¿quién más podría ser?

Esteban palideció y tragó saliva. Siempre había pensado que su jefe era un demonio. No obstante, alucinar con que fuese el propio Lucifer era el colmo.

—Eso fue solo un pensamiento —tartamudeó en voz baja.

—Para mí es más que suficiente. Además, me vino como anillo al dedo ahora que Caronte se tomó vacaciones. Como tú comprenderás, no voy a perder la oportunidad de contar con un empleado honesto que, además, me permita resguardar el diezmo y modernizar el sistema al mismo tiempo. No podemos seguir tan atrasados. En el cielo nos llevan años luz en el tránsito espiritual…

Esteban no daba crédito. Harto del desvarío de ese sujeto retomó la idea de largarse cuanto antes. Ni siquiera pudo poner un pie fuera. Apenas la punta del zapato cruzó el umbral, salió disparado en sentido contrario. El choque contra la pared le chamuscó la chaqueta. La idea de que todo era parte de una alucinación se evaporó. El miedo le reptó bajo la piel. Estaba jodido en manos del propio príncipe del infierno.

—¡Mierda! —Se revolvió contra el suelo para sofocar las llamas.

—Serás gilipollas. ¿Crees que tenemos uniformes de sobra? —El sujeto hizo un ademán y sustituyó la chaqueta—. Mira, es mejor que no me cabrees. No quiero tener que descontarte la vestimenta de la paga. Recoge la llave y ocúpate de ir a por el próximo cargamento de almas condenadas. Y por favor —dijo con cierta condescendencia—, no estrelles El Caído; mi poder no es infinito y el mecánico está de baja.

Esteban se cruzó de brazos. Su jefe siempre había tenido una habilidad extraordinaria para cabrearlo. Lucifer asumió el gesto como una afrenta. Los ojos se le convirtieron en dos ascuas; el hedor sulfuroso inundó el vestíbulo.

—Yo no he firmado ningún contrato. No puede obligarme.

Esteban se reprochó en silencio. Solo a él se le ocurría enfrentar a Lucifer en su propio terreno. A lo hecho, pecho. Peor no podía estar, después de todo.

—Ni falta que hace —replicó—. Y claro que puedo hacerlo, tu alma me pertenece. Ahora, ocúpate de traerme a los condenados, llevas diez minutos de retraso y como el ángel de la muerte me birle una sola alma, lo vas a pasar mal y te aseguro que no quieres eso.

Atrapado en manos del demonio, Esteban optó por ceder. Seguía vivo, si es que podía darse ese calificativo; era mejor no seguir tentando su suerte. Recogió la llave del transporte y avanzó detrás del jefe del infierno por los recovecos del inframundo.

—¿Cuánto tiempo dura este contrato?

—Por el momento, el tiempo que duren las vacaciones de Caronte, más el tiempo que te tome convencerlo y entrenarlo para que por fin se encargue de conducir El Caído.

Lucifer se detuvo frente a una puerta. La elevó y se apartó. Esteban entornó los párpados. Delante tenía Un enorme autobús negro con llamas naranja, de dos pisos, rotulado con el nombre de El Caído en los laterales; un pequeño letrero sobre el parabrisas escrito en letras naranjas lo identificaba como unidad de la L-666. El enorme autobús esperaba con la portezuela lateral abierta.

—Buen trayecto —le deseó Lucifer antes de esfumarse.

—¡¿Oiga?! ¿Esto es todo?

La voz de Lucifer retumbó en el garaje:

—Olvidé mencionarte que tuvieses cuidado, a veces surgen imprevistos durante la ruta. Por lo demás, sigue tu intuición, me consta que sabes conducir.

Esteban subió al autobús. Se mordió la lengua antes de soltar cualquier otra imprudencia que lo metiese en más problemas. Al mal paso mejor darle prisa. Luego de ubicarse en el asiento del chofer arrancó el motor. Maldijo a su jefe y, de paso, a su propio temperamento. Contempló el tablero y toqueteó botones y palancas para verificar su funcionamiento. La pared trasera se desvaneció en cuanto pulsó el botón derecho del mando adherido al salpicadero. Un segundo botón ubicado cerca del volante activó el reproductor. Las notas de La cantata del diablo de Mago de Oz salieron de los altavoces: El estribillo avivó la determinación en Esteban. Encontraría la manera de librarse de ese maldito contrato. No en vano él era el rey de los resquicios. ¿Lucifer creía que iba a quedarse de brazos cruzados? Se llevaría una desagradable sorpresa. Pisó a fondo el acelerador. El Caído salió a todo gas. Después de que la fétida humareda se desvaneció y el ruido de quemar las llantas se hubo transformado en un recuerdo, las flamígeras huellas brillaron sobre el pavimento iluminando la densa oscuridad.

Esta historia corresponde al #Reto34 propuesto por Adella Brac en su comunidad Surcaletras. La premisa era escribir un relato donde el protagonista fuese el conductor de un autobús contratado por el diablo para llevar las almas de los pecadores al infierno.

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Comentarios

2 respuestas a «MI JEFE ES… LUCIFER»

Responder a Una hada madrina escritoril me obsequió el mejor de los deseos: mejorar mi forma de escribir – Viviendo Entre Dos Mundos Cancelar la respuesta

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